1. Introducción
La práctica de cuidado del otro puede ser consignada como uno de los primeros signos de civilización en la humanidad (Quezada y Bascones, 2020). Etimológicamente este cuidado se refiere a “estar pendiente de” o “atender a”, siendo una noción que implica un compromiso con la protección y respeto a la dignidad. Con el paso del tiempo, el cuidado ha tenido diversas propuestas de definiciones que progresivamente han ido enriqueciendo la discusión con el fin de teorizar su abordaje. Una de las autoras más citadas es Joan Tronto, quien aborda este concepto entendiéndolo como una actividad característica de la especie humana que incluye todo lo que hacemos con vistas a mantener, continuar o reparar el mundo, para así poder vivir en él de la mejor manera posible (Tronto, 2017). Este propósito de sostenimiento de la vida entiende que el cuidado es principalmente relacional, ya que los vínculos que propicia son siempre interdependientes y multidireccionales considerando tanto actores humanos como no humanos (García-Quiroga y Urbina, 2021).
Ahora bien, para Pautassi (2021) el cuidado involucra una serie de tareas, actividades y trabajos que comprenden acciones indispensables para satisfacer las necesidades básicas de la existencia y reproducción de las personas, brindando los elementos físicos y simbólicos que les permiten vivir en sociedad. En esta definición se incluyen otros aspectos del cuidado que son claves para comprender su complejidad, como la dimensión de autocuidado, la provisión de las precondiciones en que se realiza y su gestión (coordinar horarios, traslados a instituciones, supervisar el trabajo de cuidadores de respiro, entre otras actividades). Pautassi coincide con Tronto al señalar que el cuidado es una demanda que atraviesa la vida y garantiza su sostenibilidad, permitiendo la atención de necesidades de personas dependientes, ya sea por razones de edad, como el caso de las niñas, niños y adolescentes, personas mayores o situaciones de discapacidad o enfermedad.
En este sentido, las tareas de cuidado cubren desde la realización de acciones que garantizan la subsistencia, como comer o ir al baño, hasta aquellas que permiten sostener los vínculos sociales, entre ellas las ligadas a la participación ciudadana o política (Grandón-Valenzuela, 2021). Esta diversidad de tareas puede sintetizarse, según Batthyány (2021), en tres dimensiones: la material, que implica hacer el trabajo en sí mismo; la económica, que involucra su costo; y una psicológica, que a su vez entraña una relación con otros, siendo este último uno de los elementos centrales a considerar en el presente estudio (Aguirre et al., 2014).
En este marco de complejidad, el cuidado se constituiría en una práctica social que estaría conformada por un patrón de relaciones socialmente reconocidas y normalizadas, que se construye de actuaciones entre los actores que participan del cuidar (Gherardi, 2009; Muyor-Rodríguez, 2019). Asimismo, es una práctica sostenida en acciones básicas, repetitivas y cotidianas, que consigna principalmente a las mujeres como las personas que deben asumir parcial o exclusivamente estas tareas, superponiendo roles y trabajos formales e informales (Carrasquer et al., 1998) e intensificando desigualdades de género en desmedro de las mujeres (Genta-Rossi, 2021; Rogero-García, 2010). En ocasiones es el propio Estado el que delega esta función a las mujeres en su contexto familiar y doméstico, lo que termina por institucionalizar esta discriminación de género (Muyor-Rodríguez, 2019).
Algunas autoras feministas han subrayado que esta desigualdad de género se explica desde una trama capitalista que invisibiliza el trabajo no remunerado, incluyendo el cuidado que es escindido de los procesos de producción del capital. Es así como la sociedad capitalista designa roles de género para garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo, entre otras razones, debido al tradicional modelo de familia heterosexual, en donde el varón ejerce el trabajo remunerado en el ámbito público y la mujer ejerce el trabajo no remunerado en el ámbito privado (Camps, 2019), siendo este último no valorado ni económica ni socialmente. Silvia Federici es una de las autoras cuya contrapropuesta a este entramado sexista será definir el cuidado como parte del trabajo que ella denomina reproductivo no pagado y desarrollado en el ámbito doméstico por las mujeres, trabajo que debe ser visibilizado como el verdadero sostén del capitalismo, entendiendo que sin trabajo reproductivo no existirían las condiciones para desplegar el trabajo productivo (Federici, 2018).
Por el contrario, y de acuerdo con una posición neoliberal, el cuidado se circunscribe al marco de una relación en diada, carente de participación de terceras partes, en donde la persona que cuida brinda apoyo a otra persona dependiente (Zunzunegui, 2011). Por un lado, la parte dependiente de la diada corresponde a quienes necesitan del cuidado de un otro, debido a su reducida autonomía para realizar actividades de la vida diaria como el cuidado personal, movilidad esencial, reconocer objetos, orientarse, entender órdenes, entre otras (Decreto 201/2008; Servicio Nacional de la Discapacidad [SENADIS], 2015). Es importante apuntar que esta autonomía mermada para algunas actividades no será equivalente a una autodeterminación mermada, ya que la segunda se refiere a las acciones por elección que permiten tomar decisiones por parte de la persona cuidada (Vega-Córdova et al., 2020). Por otro lado, la parte de la diada que brinda el cuidado, foco central del presente escrito, recibe la denominación de cuidadora, la que corresponde a toda persona que remunerada o gratuitamente suministre asistencia a personas con dependencia, de manera ocasional o permanente, con el fin de apoyar el desarrollo de las actividades de la vida cotidiana, estén o no unidas por vínculos de parentesco (Ley 21.380/2021).
Asimismo las cuidadoras podrían clasificarse en, al menos dos perfiles generales: la cuidadora formal, que corresponde a aquella que brinda apoyo con mayor especialización que la persona cuidada, siendo remunerada, y pudiendo estar -o no- enmarcada en una institución pública o privada (Sorj, 2014); y la cuidadora informal, que brinda apoyo de manera voluntaria, sin remuneración sistemática, ni institución u organización social pública o privada de por medio, sustentándose la mayoría de las veces en el contexto familiar o afectivamente significativo (Batthyány et al., 2017; Genta-Rossi, 2017).
Si bien estos perfiles no se presentan de manera absoluta o binaria, ya que las mujeres cuidadoras suelen estar multiposicionadas en la práctica del cuidado, es posible concordar en que la figura de las mujeres cuidadoras informales de personas dependientes están sujetas a vulnerabilidades propias de un trabajo no remunerado, invisibilizado y reproductivo, configurándose en el sujeto central de este artículo (Batthyány, 2021; Freitag et al., 2020).
Las estadísticas indican que efectivamente son las cuidadoras de perfil informal las que mayor prevalencia tienen en Chile. Este es un dato confirmado por el II Estudio Nacional de Discapacidad de 2015 y realizado por el Servicio Nacional de Discapacidad del Gobierno de Chile, que entiende a la discapacidad como aquella situación en donde teniendo una o más deficiencias físicas, mentales, ya sea por causa psíquica, intelectual o sensorial, al interactuar con diversas barreras del entorno, ve imposibilitada o restringida su participación plena en la sociedad, en igualdad de condiciones que el resto (Ley 20.422/2010). Este estudio detalla que la encargada de dar asistencia personal a la persona en situación de discapacidad corresponde a un familiar en un 94% de los casos, existiendo sólo un 4% de cuidadoras ubicadas en el servicio doméstico o de salud. El 93,6% de las cuidadoras de personas en situación de discapacidad sobre 18 años no son remuneradas ni están mediadas por instituciones u organizaciones, y sólo un 6,4% recibe pago por sus labores. La población cuidadora de personas adultas en situación de discapacidad corresponde principalmente a mujeres (73,9%), de las cuales el 77,1% son familiares y/o parientes que residen en el mismo hogar, sin recibir remuneración por los cuidados que brinda. Además, la edad de estas cuidadoras se concentra entre los tramos etarios de 45 a 59 años y de 60 años y más. Ahora bien, para el caso de las personas con dependencia funcional, entendida según la Ley 20.422/2010, como el estado permanente que, por razones de una o más deficiencias física, mental o sensorial, relacionadas a la falta o pérdida de autonomía, como niños recién nacidos o persona mayores (esto puede incluir o no a la discapacidad), requieren de la atención de otra u otras personas para realizar actividades esenciales de la vida como alimentarse o trasladarse, es posible señalar que el porcentaje de mujeres cuidadoras aumenta al 80,7%, correspondiendo nuevamente a familiares.
En su conjunto estos datos demuestran que en Chile las cuidadoras son mujeres que responden a una modalidad de trabajo informal, es decir, no remunerado y de perfil preferentemente familiar. También revelan que estas cuidadoras informales sufren variadas privaciones sociales y condiciones de salud desfavorables asociadas a este trabajo (Fundación Mamá Terapeuta y Asociación Yo Cuido, 2018), por lo mismo se sugiere avanzar en la caracterización de este perfil para tomar acciones que la visibilicen como sujeto social y así comprender las principales dificultades que deben enfrentar (Comisión Económica para América Latina y el Caribe [CEPAL] y ONU Mujeres, 2020; SENADIS, 2015).
Precisamente, su visibilización permitiría poner en valor su trabajo, colaborando hacia una reorganización social del cuidado, evocada en una corresponsabilidad que no se limite a una relación de diada entre cuidadora y persona cuidada, sino que involucre a otros actores públicos y privados (Rodríguez-Enríquez, 2015) y también ciudadanos, entendidos en el caso chileno como sujetos de derecho activos que actúan de manera individual o colectiva (Olivares-Espinoza et al., 2018). Razavi (2007) propone que esta reorganización para proveer y distribuir cuidado se base en lo que denomina diamante del cuidado, es decir, la colaboración de cuatro actores claves que interactúan de manera compleja en el proceso de cuidado, ya que sus fronteras de relación no son nítidas ni estáticas, a saber: miembros del hogar (incluyendo hombres), políticas públicas de Estado, organizaciones ciudadanas y el sistema privado (Razavi, 2007). Así se propone la creación, regulación y financiamiento de un sistema de cuidados que abandone la diada neoliberal para aproximarse a la esperada corresponsabilidad mediante la implicación de un enfoque de derechos humanos y de género. Esto permitiría incrementar la disponibilidad y calidad de los cuidados, y con ello, reducir la carga de trabajo que se asigna especialmente a las cuidadoras informales, favoreciendo una mayor justicia social para las mujeres.
A continuación, el escrito desarrollará las dos herramientas teóricas que sustentan el análisis, y que se basan en dimensiones citadas por la literatura como componentes centrales de una práctica social, en este caso, en la práctica de cuidar. Estas dos dimensiones corresponden a la movilidad en el lugar y a la sincronía de los tiempos.
Frente a la movilidad y el habitar cotidiano del cuidar, se determina que la espacialidad de los cuidados ha sido un campo de estudio reciente que alude a las relaciones que producen los sujetos de la práctica del cuidar, especialmente en lo referido a las múltiples movilidades producidas (Jirón et al., 2020). Estas movilidades no se refieren al concepto de transporte, sino al de territorios entendidos desde lo relacional, con énfasis en la diversidad de movimientos que emergen y son parte de la vida cotidiana humana y no humana. Así, esta noción se hace útil para comprender cómo se organizan las prácticas sociales del cuidado (Freudendal-Pedersen, 2016).
La movilidad del cuidado puede entenderse como los flujos y movimientos vinculados a sujetos en el espacio urbano, considerando su dimensión corporal, emocional y de vida cotidiana, los que tienden a producirse de manera generizada y adultocéntrica (Mikkelsen & Christensen, 2009).
Tal como han consignado los estudios de Jirón & Gómez (2018) las movilidades en el marco de las prácticas del cuidado se dan entre relaciones interdependientes, que es una característica intrínseca de la forma en que las personas se relacionan en su habitar cotidiano en el cuidar, siendo posible identificar dimensiones que conforman la espacialidad del cuidado, las que, según las autoras, involucran sujetos, prácticas, materialidades, lugares, temporalidad y afectividad. Esto implica que las decisiones de movilidad nunca son completamente individuales ni autónomas, sino que dependen de la relación que se establece con otros (Murray & Cortés-Morales, 2019).
La espesura de la movilidad o densidad de obstáculos que involucra la movilidad en el marco del cuidado obliga a las cuidadoras a disponer de su capacidad individual para abordarlos (Jirón et al., 2020). Las cuidadoras en situación de precariedad laboral, económica o de urbanización están determinadas socialmente por contextos que disminuyen la movilidad en sus territorios (Jirón y Mansilla, 2013). Estos determinantes producen y reproducen la movilidad en el espacio habitado con diversas barreras para las cuidadoras que provocan el riesgo de la inmovilidad en el espacio, haciendo complejo el moverse en concordancia con la alta complejidad de demandas del trabajo de cuidado y su devenir entre espacios públicos y privados.
Ahora bien, frente a la sincronía y la pobreza de tiempo al cuidar, la temporalidad es una dimensión clave de análisis en la práctica de cuidados, sobre todo si consideramos que es una de las principales categorías para comprender la vida cotidiana en clave de modernidad (Batthyány et al., 2017). Rosa (2016) propone que en nuestra época la temporalidad se sostiene a un ritmo de constante aceleración, entendida como aquel incremento en las tasas de pérdida de confianza en las experiencias y las expectativas, y por la contracción de los lapsos de tiempo definibles como el presente. Esta hambre de tiempo, según indica Rosa, está siempre presente en el desarrollo del trabajo de cuidado, medido por las numerosas encuestas sobre el uso del tiempo con foco de género (Camps, 2019). Estas herramientas de recolección de datos permiten obtener mediciones cuantitativas sobre las actividades que realizan las cuidadoras en un período determinado, detallando la cantidad de tiempo dedicado a cada actividad del cuidar, y han demostrado la pobreza de tiempo que caracteriza a las cuidadoras informales (Carrasco-Bengoa, 2016).
En la vida social actual existe una trama temporal acelerada según crece y se expande la vida metropolitana. Siguiendo a Rosa (2016), es posible caracterizar este proceso de modernidad-velocidad en al menos tres categorías distinguibles también en la práctica de cuidado, a saber: la aceleración tecnológica, referida al aumento deliberado de los procesos orientados a metas de transporte, comunicación y producción; la aceleración del cambio social, entendida como aquella transformación acelerada de actitudes, valores, estilos de vida, relaciones, clases, lenguajes, grupos, entre otros; y la aceleración del ritmo de vida, comprendido como el aumento de episodios de acción o experiencia por unidad de tiempo, es decir, la necesidad de hacer más acciones en el menor tiempo posible.
La aceleración del ritmo de vida en interrelación con la tecnología y el cambio social no resulta homogénea según Rosa (2016), ya que provoca diversidades de temporalidad, debido a que no todos los procesos son acelerados al mismo ritmo, incluso algunos pudieran desacelerarse a distinto ritmo. Estos diversos patrones de velocidad a escala de ciudad (tiempos de atención, orden de llegada o tiempo de transporte) o escala domiciliar (tiempos de medicamentos o comidas), al igual que postula (Jirón et al., 2020) para el caso de la movilidad, propician una espesura del tiempo. Es decir, estos patrones diversos de aceleración propician brechas temporales heterogéneas, que son entendidas como una desincronización de los sujetos entre actividades diversas como el cuidado, el trabajo, el ocio u otras. Esta constante desincronización genera nuevas pobrezas, situaciones en las que no se logra llegar a tiempo al itinerario estricto de la vida moderna, que, por cierto, también responden a lógicas generizadas y adultocéntricas de organizar lo social.
2. Metodología
La investigación que aquí se presenta tiene por objetivo reconocer cómo están siendo desplegadas territorialmente las relaciones que protegen y vulneran la práctica del cuidar, mediante una cartografía participativa realizada por cuidadoras informales de personas dependientes. El proceso se enmarca en una perspectiva epistemológica interpretativa que releva la existencia de múltiples realidades construidas mediante experiencias subjetivas e interaccionales (Creswell, 2013), y como una investigación de tipo exploratoria-descriptiva (Denzin & Lincoln, 2003) de diseño cualitativo (Flick, 2004; Íñiguez-Rueda, 1999). El texto se sitúa en un enfoque narrativo, que según Coffey y Atkinson (2003) se focaliza en producir relatos en actores sociales que representan y contextualizan su experiencia y saberes, existiendo un interés por la reflexividad, la subjetividad y la intersubjetividad entre las relaciones mediadas por lo visual y/o el lenguaje (Riessman, 2008).
Como técnica de producción de información se utiliza la cartografía participativa entendida como un proceso de creación narrativa que subvierte el lugar de enunciación para desafiar los relatos dominantes sobre los territorios, a partir de los saberes y experiencias cotidianas de las participantes (Risler y Ares, 2013). Es una especie de contra-mapeo que facilita nuevas miradas críticas al territorio, y con ello identificar herramientas para la reapropiación y control colectivo sobre los recursos comunes (Linsalata et al., 2019).
El trabajo de campo se sitúa en una comuna urbana relevante en términos sociodemográficos por cantidad de población y por constituirse en un polo urbano estratégico de la región de Valparaíso en Chile, comuna que cuenta con al menos tres organizaciones ciudadanas de cuidadoras informales activas, y que es administrada por un municipio que declara su adscripción a la noción de cuidados en su proyecto local, razones por la que se selecciona como campo afín al estudio.
Las participantes de la cartografía corresponden a mujeres cuidadoras informales, es decir, no remuneradas, que ofrecen cuidado a personas de cualquier edad que presenten dependencia en el desarrollo de actividades de la vida diaria y que habiten la comuna, considerando como criterios de inclusión: ser mayor de 18 años, ser mujer cuidadora de alguien con vínculo familiar en situación de dependencia por razones de discapacidad, realizar práctica de cuidado por mínimo de un año, no recibir remuneración sistemática, ser persona con capacidad de expresar verbalmente su voluntad de participar.
Este reclutamiento utiliza un tipo de muestreo teórico a través de la técnica denominada bola de nieve, logrando convocar a 25 cuidadoras pertenecientes a seis zonas de la comuna (Oliver-Mora y Iñiguez-Rueda, 2017). Con la colaboración de estudiantes de Trabajo Social que actúan como facilitadores grupales capacitados previamente, se conformaron seis grupos de trabajo según zona domiciliar. Estos grupos desarrollaron participativamente las seis cartografías de la ciudad, las que luego fueron fotografiadas para su posterior análisis. También se grabaron las narraciones que emergen durante la jornada para posteriormente analizar sus transcripciones.
El ejercicio cartográfico sigue la estructura de tres fases según Risler y Ares (2013), en donde la primera se denomina “Preparación del taller de cartografía”, respondiendo al cometido de convocatoria, capacitación de facilitadores, preparación de materiales y dependencias a utilizar, tomando un tiempo aproximado de dos meses de trabajo; la segunda fase se denomina “Realización de taller de cartografía” y se concreta en una jornada matutina de 3 horas desarrolladas en dependencias públicas de la comuna y conformada en cuatro momentos sucesivos: inscripción, contextualización-motivación, trabajo grupal y plenario de puesta en común. La tercera fase se designa “Análisis y retroalimentación cartográfico” y corresponde a la tarea de análisis de mapas y registros de las narrativas de las cuidadoras.
Se utiliza la técnica de análisis narrativa (Riessman, 2008) que propicia que se analice cómo una narradora ensambla y ordena actividades, y en cómo usa el lenguaje para comunicar su significado (Balasch y Montenegro, 2003; Fernández-Nuñez, 2015). Contempla al menos dos dimensiones troncales que serán referencia para el análisis: la temporalidad y el lugar (Martínez y Colina, 2018). El procedimiento de análisis contemplará lecturas sucesivas de cada mapa y transcripción, profundizando en los temas convocados en el estudio, pero sin dejar de estar atentas a temas emergentes, para con ello agrupar el material de similar sentido hasta llegar a una descripción que permita proponer relaciones e inferencias entre tópicos analizados (Mayring, 2000).
Se cuenta con la adscripción a las normativas éticas en investigación de manera constante, siguiendo las indicaciones del Comité de Ética de la Universidad donde se desarrolla el estudio. (Liamputtong & Ezzy, 2005). Las decisiones teórico-metodológicas se mantendrán dentro de la obligación de respetar la integridad, la libertad y la participación de las personas; la obligación de evitar daños y de informar de todo el proceso; además de la obligación de obtener el consentimiento libre e informado. El estudio no provoca efectos negativos en las participantes, pero en caso de que hubiera existido, se contemplaba la posibilidad de referir, previa autorización de la persona, a un centro de especialidad en salud mental coordinado previamente.
Cabe señalar que la información recabada queda resguardada en reservorios digitales con claves de acceso y en formato confidencial. Durante la fase de análisis se identifica cada registro con un código alfanumérico para proteger la confidencialidad.
En cuanto a contingencias del trabajo de campo, el aún presente contexto pandémico por Covid-19 obligó a que el taller cartográfico se realizara en un espacio amplio, con ventilación, haciendo imperativo el uso de mascarillas y respetando las medidas sanitarias vigentes en ese momento.
3. Hallazgos
3.1 Disputas de relaciones con lo público, lo privado y lo ciudadano
El taller de cartografía participativa ofrece información territorial respecto a cómo están siendo desplegadas las relaciones en la práctica de mujeres cuidadoras informales de personas con dependencia, identificando aquellos lugares con los que se relacionan, ya sea promoviendo o vulnerando su práctica de cuidado. En los mapas se identificaron lugares del territorio que luego fueron ordenados bajo la lógica de la teoría del Diamante del Cuidado (Razavi, 2007), es decir se clasificaron según su adscripción al sector público, privado, ciudadano o familiar. A continuación, presentamos la Figura 1 que sintetiza las seis cartografías obtenidas a través del trabajo colaborativo de los seis grupos de cuidadoras. Cada mapa representa uno de los seis sectores de la ciudad, identificando con puntos de color verde aquellos lugares que cuidan la práctica del cuidar, con puntos de color rojo aquellos lugares que descuidan, y con puntos amarillos los lugares ambivalentes que cuidan y descuidan a la vez. Cabe destacar, además, que cada grupo pudo identificar en pequeños papeles blancos los nombres, breves palabras claves o imágenes alusivas a los lugares que se iban categorizando en la discusión, obteniendo el siguiente resultado:
El proceso de análisis de estas cartografías sumado a las narrativas de su construcción, permiten obtener la Figura 2 de síntesis:
En el ámbito público, los lugares que tienden a vulnerar la práctica de cuidado de la cuidadora corresponden a instituciones de alto nivel de complejidad como el Registro Civil o dispositivos del Sistema Judicial. Estos espacios cerrados presentan dificultades de accesibilidad en términos de infraestructura y de calidad de la atención, afectando especialmente el recurso del tiempo. A continuación, un extracto de lo que sucede en este caso: “No hay sensibilidad en estos lugares por las cuidadoras, el tiempo de nosotras es oro, yo corro, yo siempre ando corriendo” (Participante 3, macrozona 4, comunicación personal, 26 de agosto de 2022).
Pero, en lo referido a espacios abiertos, se encuentran las calles, sus tráficos y plazas, en estos se consigna un permanente riesgo que expone a las mujeres cuidadoras a caídas, violencias e indisponibilidades que vulneran su cuidado. De hecho, las calles, son uno de los lugares más mencionados, ya que se constituyen en la ruta de relación entre el mundo privado al que se ha confinado el cuidado, y el mundo público al que se debe acudir casi exclusivamente para resolver necesidades y demandas. La cita siguiente permite visibilizar que esto no se trata sólo del estado material de las calles, sino de los usos cotidianos dados por otros agentes que a su vez inciden en las prácticas de movilidad asociadas al cuidado:
Donde yo vivo también, la vereda es angosta y siempre se estaciona un camión, justo en la subida, entonces tengo que bajar con mi hija a la calle (...) A veces ando con papel y lápiz y escribo: la vereda no es estacionamiento, pero pasa mucho, la calle no es nada amigable con nosotras. (Participante 2, macrozona 4, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
Por otro lado, el ámbito público también salvaguarda la práctica del cuidar, destacando algunos departamentos con foco en sujetos en vulnerabilidad de la Municipalidad, la Oficina del Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS), la Comisión de Medicina Preventiva e Invalidez (COMPIN) y algunas escuelas que cuentan con Programa de Integración Escolar (PIE), todas descritas como instancias públicas que flexibilizan su complejidad administrativa en favor de un servicio ajustado a las cuidadoras. Las experiencias hablan de espacios que comienzan a visibilizar a la cuidadora como un sujeto social demandante de la política pública, que acude por solicitudes tercerizadas. Comprender esta otra forma de ser sujeto indirecto de una política pública, es altamente valorado por las cuidadoras. Estos mismos relatos aparecen en espacios abiertos como el Metro, el parque comunal o el Gimnasio Polideportivo Comunal.
También emergen lugares de relaciones ambivalentes, debido a que ofrecen tanto vulneración como protección al trabajo de cuidado. El Centro de Salud Familiar, el Hospital (especialmente su Unidad de Farmacia) y el área social del Municipio, figuran en una posición de tránsito desde una invisibilización hacia una valoración del sujeto social cuidador, ofreciendo diversas experiencias entre los participantes de la cartografía, todo dependiendo del grado de sensibilización y formación en temas de inclusión y cuidado que tenga su equipo profesional. Junto a ello mencionan a los museos y playas como lugares ambivalentes para el cuidado, ya que todo dependerá del grado de sensibilización que tenga el funcionario o turista con el que se vinculen.
En el ámbito privado, los lugares que son narrados como espacios que vulneran el cuidar son referidos a grandes tiendas comerciales, cine, farmacias, servicios de pago y locomoción colectiva, ya que no suelen visibilizar las necesidades de tiempo y movilidad del sujeto cuidador. Los riesgos que implica la espera son ilustrados en el siguiente fragmento:
...como cuidadora, porque si yo no estoy bien ¿Quién cuida a mi hijo? Yo al estar a las seis de la mañana ahí dejo a mi hijo durmiendo solo y ustedes saben que en un minuto pueden suceder muchas cosas y una está así pendiente de que si tiembla… Y el nervio te come, el niño se va a despertar, no me va a encontrar, me va a buscar… Debería haber un número especial… Como para poder decir mire tengo este problema, necesito este tratamiento médico … pero que te entreguen el número y ya listo. (Participante 1, macrozona 3, comunicación personal, 26 de agosto de 2022).
Dentro de los lugares privados que cuidan a la cuidadora, se encuentran algunas cajas de compensación, probablemente por estar familiarizados con este perfil de usuario, así como restaurantes o peluquerías de pequeña envergadura que ofrecen un trato más personalizado en términos de tiempo y tipo de servicio.
Una situación marcadamente ambivalente se consigna en los casos de los supermercados y bancos que ofrecen diversidad de experiencias dependiendo de su política de servicio al cliente y enfoque inclusivo. En estos casos las cuidadoras relatan situaciones de aproximación sucesiva hacia prácticas de visibilización del sujeto cuidador, que en la mayoría de los casos es propiciada y construida por herramientas sensibilizadoras de la propia cuidadora.
En el ámbito ciudadano, emergen como contrapunto de protección al trabajo de cuidado a las organizaciones comunitarias y los vecinos sensibilizados que ofrecen instancias colectivas de apoyo mutuo, en donde se comparten saberes y competencias de cuidado, tal como se ilustra en este comentario:
Es que uno después cuando participa de una agrupación tiene mucha experiencia uno ya sabe dónde tiene que ir y no ir a meterse a cualquier lugar… (Participante 2, macrozona 3, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
En contraposición, son los vecinos no sensibilizados ni organizados los que vulneran la práctica de cuidado, quienes, a juicio de las participantes, carecen de una educación cívica-social que permita interactuar entre vecinos desde un enfoque de derechos y que incluya principios de inclusión, interdependencia y corresponsabilidad social.
El ámbito familiar replica el mismo comportamiento que el componente ciudadano, es decir, facilitan los espacios de cuidado aquellos familiares sensibilizados, correspondiendo especialmente a mujeres adultas de la familia nuclear y extensa. Y, por el contrario, son los familiares no sensibilizados, especialmente hombres laboralmente activos, quienes no visibilizan la necesidad de cuidar a quien cuida ni valoran su trabajo, tal como se ilustra en este fragmento:
y una vez te juro nos fuimos a urgencias y porque, por él por ser hombre no supimos de él (se refiere a su hermano). Entonces … las mujeres somos las que tenemos, … desde el inicio de la creación, estamos las mujeres cuidando… (Participante 1, macrozona 5, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
Sin embargo, este componente familiar aparece poco relevado en las narrativas, probablemente porque el ejercicio se presenta con un fuerte perfil territorial. Aun así, cuando las relaciones familiares emergen, lo hacen desde un relato de tipo espejo, en donde se replica el contexto comunal macro.
3.2 Disputas de lugares y dismovilidad
El ejercicio cartográfico permite reconocer lo que Jirón y Mansilla (2013) evocan como una “espesura de la movilidad” entre las cuidadoras, entendida como aquellas barreras a escala de ciudad y barrio para construir relaciones en el habitar, que en este caso están enmarcadas en el cuidado. Sin embargo, en la cartografía realizada estas barreras no sostienen una condición de inmovilidad en interdependencia (Jirón & Gómez, 2018), ya que durante la cartografía no emerge una narrativa de no-movimiento o no-tránsito, sino que más bien surgen narrativas de lo que podríamos llamar una dismovilidad en interdependencia. Con dismovilidad hacemos referencia a la molestia, dificultad y/o imposibilidad de movilizarse en el marco de actividades propias de la práctica del cuidado, que no se limitan a una ausencia de movimiento, sino a un conflicto de movimiento que debe gestionar la cuidadora. A continuación, una narrativa ilustrativa de esto:
Pero es que yo, quería decir algo con respecto al hospital, pero en otro aspecto, de lo físico digamos. Porque yo tengo una madre, bueno, mis padres tienen Párkinson, entonces hay que movilizarlos y tienen dismovilidad… pero igual a veces, le tomo la radiografía en un punto y después voy al otro extremo, con mi mamá en silla de ruedas y pasar por toda la gente y mi mamá igual tienen un poquito de demencia senil, entonces terrible, esta cosa del choclón (se refiere a multitud) por la que ella tiene que pasar. Te agobia. (Participante 5, macrozona 5, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
En instancias de dismovilidad las cuidadoras reconocen que el medio no propicia la visibilización de las prácticas del cuidar y sus sujetos participantes. Sin embargo, las narrativas coinciden en identificar dos factores facilitadores de la movilidad. El primero de ellos, se refiere a ellas mismas y su capacidad de agencia por encontrar nuevas formas de relacionarse que contrarresten la dismovilidad, es decir, no es el medio el que las invita a movilizarse, sino que ellas realizan prácticas agenciadas de disputa para mayor movilidad. A continuación, un breve relato ilustrativo de esta agencia: “Pero el apoyo lo das tú, no está en el local… pero en cualquier otro lugar el apoyo lo doy yo, la seguridad la doy yo, no está dada por el espacio” (Participante 2, macrozona 2, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
El segundo factor que es identificado por las cuidadoras se refiere a las organizaciones ciudadanas a las que pertenecen, a través de las cuales intercambian saberes y competencias en favor de contrarrestar la espesura de la dismovilidad. Esta especie de trueque de aprendizajes es altamente valorado por aquellas cuidadoras que participan en estas instancias comunitarias.
3.3 Disputas de tiempo y desincronización
Las participantes de las cartografías consignan lo que Rosa (2016) denomina desincronización, haciendo alusión a las severas barreras temporales que tienen para sincronizar con los tiempos de la vida social fuera del cuidado, especialmente en lo referido al tiempo laboral, tiempo de políticas públicas, tiempo de comercio, tiempo de ocio, entre otros. Estos tiempos diferentes, y en coincidencia con los estudios de Jirón y Mansilla (2013), propician patrones de velocidad a escala de ciudad (tiempos de atención, orden de llegada, tiempo de transporte, otros) y a escala domiciliar (tiempos de aseo, comidas, aseos, otros) que no siempre coinciden con los tiempos del cuidado de personas dependientes. Estos tiempos domiciliares están regidos por la administración de medicamentos o tratamientos de cuidado del cuerpo que no suelen coincidir con los tiempos del medio público y privado exterior, lo que genera un relato de pobreza de tiempo como la que ilustra la siguiente frase: “Estuve seis horas diciendo que tenía a mi mamá sola y no quisieron darme los remedios. Fue terrible para mí, no pude darle sus medicamentos a la hora.” (Participante 1, macrozona 1, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
Este apremio temporal emerge desde una narrativa que expone la invisibilización de la cuidadora como un sujeto social que participa de las prestaciones públicas o privadas en representación de un tercero. Este rol no siempre es comprendido lo que genera una necesidad de constante abogacía por el trabajo de cuidado y el tiempo desincronizado que queda en los espacios institucionales, especialmente sanitarios. El tiempo se transforma entonces en un recurso escaso en el cuidar, y por ello se demandan herramientas administrativas, como una credencial que visibilice y formalice el rol de cuidadora, permitiendo romper fila y priorizar al sujeto cuidadora, y así alcanzar mayor sincronización. A continuación, un ejemplo ilustrativo:
Centro de salud y también puede ser el Hospital porque yo he explicado muchas veces que soy mamá cuidadora y le muestro la credencial que tenemos de cuidadora, no me lo respetan, no me lo hacen valer. Señorita yo tengo que dejar un adulto mayor encargado para hacer la fila (Participante 3, macrozona 4, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
Como es posible observar, y al igual que en la dimensión de movilidad, la cuidadora experimenta una espesura del tiempo, es decir, una dificultad no solo para lograr sincronizar las demandantes actividades de cuidado, sino para sincronizar y acceder a actividades fuera del cuidado del otro, como el cuidado de sí, por ejemplo. Esta desincronización también se da en una lógica de relaciones interdependientes entre cuidadora y persona cuidada, ya que las actividades de ambas personas por separado condicionan los tiempos de la otra. Si una cuidadora requiere tiempo para una actividad, necesariamente esto impacta en la tarea de cuidado afectando el tiempo de la persona dependiente, y viceversa, en una lógica de temporalidad mancomunada e interdependiente.
Sin embargo, no solo son barreras las que emergen cuando se analizan las prácticas del cuidado desde la perspectiva de la desincronización, ya que también hay instancias, generalmente provenientes de contextos de política pública o apoyo comunitario, que resisten o intentan fugar la falta de sincronía, tal como ejemplifica el siguiente fragmento: “Pero mi psicóloga me hará las terapias por Meet…, para que yo no pierda tiempo en micro, en estar con ella una hora y después tomar la micro, y dejo mucho tiempo sola a mi mamá” (Participante 5, macrozona 1, comunicación personal, 26 de agosto de 2022)
Como observamos en el precedente relato, la política pública ofrece una prestación de tipo psicológica en modalidad no presencial, que permite compatibilizar los tiempos de cuidado con los tiempos del cuidado de sí, en donde es factor clave el derecho a acceder a una tecnología que facilite encuentros a través de plataformas digitales. Esto da razones para subrayar la relevancia de analizar las prácticas del cuidado en el marco del potencial protector que tienen las relaciones humanas y no humanas, en donde aplicaciones de celular, monitorización de telemedicina o plataformas de encuentro telemático, son instancias digitales que mediatizan las disputas de tiempo en la práctica del cuidar.
4. Conclusiones
La realización de una cartografía participativa entre cuidadoras informales ha permitido abordar el objetivo de este estudio, es decir, comprender la manera en que se despliegan territorialmente las relaciones que protegen o vulneran la práctica del cuidado informal. De esta manera, se exploraron las disputas presentes en el espacio-tiempo a través de la idea de movilidad y sincronía, las cuales tienden a tensionar el rol que cumplen las mujeres cuidadoras informales. Lo anterior, entendido desde una perspectiva global, que no sólo involucra elementos físicos, sino también la manera en la que se relacionan, conviven y se negocian los vínculos sociales de las cuidadoras con su entorno significativo.
Los resultados se organizaron de manera tal que exploraron, en primera instancia, la manera en que estas relaciones son disputadas en lo público, lo privado y lo ciudadano, para posteriormente analizar las disputas con los lugares y las posibilidades de movimiento de las cuidadoras. Finalmente, se abordaron las disputas que se desprenden de la pobreza del tiempo y la desincronización.
Respecto al primer punto, se desmenuza lo propuesto por Razavi (2007) en torno al diamante del cuidado, entendiendo cómo funcionan sus elementos de manera aislada en relación al rol de la cuidadora. Desde una mirada macro es posible observar que las personas que cuidan ven que su práctica de cuidado puede ser protegida o vulnerada por las relaciones que se establecen en un territorio determinado. Pero, cabe destacar que cuando esta práctica es protegida, lo es en gran medida debido a la función mediadora que cumple el cuerpo de la mujer cuidadora, posicionándose en espacios públicos, privados y ciudadanos como intermediaria entre las demandas del trabajo de cuidado informal y el medio social. Como este medio no siempre visibiliza y valora este tipo de trabajo, la agencia mediadora que realiza la cuidadora es factor clave para hacer más o menos segura la práctica del cuidar. Esta mediación se realiza a través de diversas estrategias que se sustentan en la noción del cuidado como un derecho (Pautassi, 2021), elemento que las cuidadoras consignan en su defensa con creciente claridad, pero que lamentablemente aún no decanta en la política pública chilena, y menos aún en las instancias privadas.
En un segundo punto, la posibilidad de movimiento de las cuidadoras ha sido planteada por algunos autores, como Jirón & Gómez (2018), como una inmovilidad en interdependencia. No obstante, lo que el resultado de esta cartografía nos invita a reflexionar, es que más que un no-movimiento, podríamos hablar de una dismovilidad en interdependencia. Esta dismovilidad se relaciona no con la ausencia, sino más bien con el conflicto o la movilidad disputada, en donde las cuidadoras se movilizan con ciertas dificultades que buscan constantemente resolver. Así, el hábito cotidiano del cuidar se ve mermado, pero no impedido en su totalidad, debido a que la cuidadora genera estrategias que permiten continuar con el ejercicio del derecho al cuidado. En este caso es una estrategia clave la pertenencia a alguna instancia de participación ciudadana, ya que las narrativas cartográficas denotan el valioso aporte del apoyo mutuo brindado por instancias colectivas como las organizaciones de cuidadoras o apoyos vecinales al momento de movilizarse en el territorio.
En un tercer punto, es posible observar cómo emergen barreras para la sincronización de los tiempos de las cuidadoras, siendo el escaso tiempo un factor habitual de riesgo en cuidadoras (Jirón et al., 2020). En este sentido, las aceleraciones desincronizadas de elementos tecnológicos, de cambio social y de ritmo de vida (Rosa, 2016), terminan afectando no sólo el cuidado de un otro, sino que también el cuidado de sí entre las propias cuidadoras. Emerge la desincronización, y por lo tanto la pobreza de tiempo, como una de las principales barreras para pensar en una nueva organización social del cuidado, que permita redistribuir el tiempo entre actores fuera de la díada cuidadora-persona cuidada, y en favor de una trama temporal sincronizada que destrabe el hambre de tiempo de la cuidadora informal. Sin embargo, también se observa un despliegue de habilidades en las cuidadoras que permiten puntos de fuga a esta desincronización, y que recaen principalmente en relaciones de apoyo mutuo familiares y ciudadanos. Los apoyos brindados por el actor estatal o privado, que por cierto también emergen, dependerán del nivel de adscripción a una lógica de reconocimiento del cuidado como un trabajo visibilizado y valorado.
De esta forma, las redes de relaciones de las prácticas de cuidado de sí en mujeres cuidadoras informales, se despliegan en un devenir de dismovilidad y desincronizaciones disputadas por su propio cuerpo y en relación con actantes humanos y no-humanos, en donde los recursos tecnológicos se esbozan como una herramienta factible para favorecer una transformación de la organización social del cuidado en sus coordenadas de lugar y tiempo. Esta oportunidad de función mediadora de la tecnología pudiera ser mejor aprovechada por la incipiente política pública de cuidado, en favor de crear prestaciones digitales que propicien mayor sincronización y movilidad en las cuidadoras informales, como, por ejemplo, la atención no presencial, la digitalización de gestiones administrativas críticas, acciones de telemedicina, monitoreo mediante aplicaciones de celular, entre otras posibilidades.
Los desafíos en esta temática nos invitan a emprender futuras reflexiones sobre el rol del neoliberalismo -modelo económico y social predominante en Chile- y la forma individualizada en que este organiza la sociedad, ya que la estructura actual parece dejar inconexos aquellos lugares que se posicionan como protectores para las cuidadoras. Esta organización neoliberalizada deja que sólo algunos espacios públicos manejen un enfoque inclusivo y de derecho al cuidado, separando al mundo privado y/o empresarial -con algunas excepciones- a un rol de descuido. Esta inconexión no se condice con el tránsito multidireccional que la cuidadora debe realizar constantemente entre los ámbitos públicos y privados.
En este punto de las conclusiones es relevante mencionar como riesgo de sesgo de estas reflexiones, que las participantes del estudio son cuidadoras que en su mayoría pertenecen a organizaciones ciudadanas sobre cuidado, por lo tanto, son mujeres que logran auto percibirse como cuidadoras y podrían presentar mayores rangos de politización al momento de la discusión. Esta situación es necesaria de considerar al momento de revisar los resultados, ya que las narrativas obtenidas están atravesadas por esta experiencia de participación en una instancia colectiva, por lo que las conclusiones acá presentadas no pretenden ser extrapolables a experiencias de otras cuidadoras, en respeto a la gran heterogeneidad de esta condición.
Finalmente, las cartografías participativas ayudan a comprender que una de las mejores formas de proteger la práctica del cuidado no es únicamente a través de instancias de autocuidado del cuidador, que en muchos casos tienden a construir un sujeto emprendedor de su propio trabajo de cuidado, para hacerlo más eficiente y autónomo. Y, por el contrario, más que cuidar a un sujeto individual, debiera considerarse la alternativa de cuidar la trama de relaciones del cuidado en un territorio situado. En este sentido, las políticas públicas podrían focalizarse en robustecer aquellas tramas de relaciones significativas del cuidar, más allá de la diada neoliberal conformada por la cuidadora y la persona cuidada, y así promover una red de relaciones público-privada-ciudadana-familiar que considere las dimensiones de movilidad y sincronía en su diseños y ajustes. Con ello, las cuidadoras informales no tendrían que disputar lugares y tiempos, sino que contarían con facilitadores relacionales, en clave de corresponsabilidad social, para ejercer con mayor justicia e igualdad el derecho que todos y todas tenemos para cuidar y ser cuidados.