1. Introducción
La gran mayoría de los gobernantes coloniales desde mediados del siglo XVIII fueron militares de alta graduación nacidos en la península. Hasta finales de la década de 1770, un buen número de ellos procedían de la nobleza media del reino de Aragón, habían participado en las guerras de Italia del final del reinado de Felipe V y hacían parte del llamado “partido aragonés” o del conde de Aranda.1 A este círculo pertenecía Felipe de Fonsdeviela y Ondeano, marqués de la Torre, capitán general de Cuba entre 1771 y 1777, que tuvo luego importantes destinos diplomáticos en París y San Petersburgo.2 Soltero, culto, le gustaba la buena vida y la ópera ligera italiana, tan de moda entonces, que él mismo promocionó en su ciudad natal.3 Tuvo amantes en La Habana4 y en la corte de Catalina en San Petersburgo. En su etapa de gobierno en Cuba se benefició de una paz tensa en el ámbito del Caribe, facilitada por las dificultades que afrontaba Inglaterra en sus colonias en el Norte del continente, lo que le permitió desplegar una actividad febril en todos los ámbitos, especialmente en el de las obras públicas.
Fonsdeviela aparece como autor de un manuscrito raro e inédito que lleva por título “Instrucción política que desde la eternidad remitió el marqués de la Torre a su querido hijo, en policía, el brigadier d. Joseph Ezpeleta, Gobernador de la Habana”.5 El supuesto destinatario, José de Ezpeleta, fue gobernador de La Habana y capitán general de Cuba entre 1785 y 1789. Aunque no coincidió con él en la Antilla, Ezpeleta conocía bien la isla de estancias anteriores y posteriores al gobierno de Fonsdeviela.6
El manuscrito que ahora publicamos, un cuadernillo de 23 hojas en octavo escrito en letra sencilla no lleva fecha, pero debió de redactarse en 1785, como se deduce de algunas referencias que en él aparecen.7 Por su contenido y estilo reúne algunas características de la literatura costumbrista y satírica típica del siglo ilustrado, que tanto contribuyó a crear estereotipos “nacionales” al tratar del “genio”, “carácter” e idiosincrasia de los pueblos. En efecto, en esta “Instrucción política”, el antiguo gobernador habanero hace una valoración crítica, al estilo de la sátira de costumbres, de los naturales del país, fustigando no sin humor lo que él considera excesos y tachas de la sociedad y algunas manifestaciones de la vida cotidiana de La Habana que él conoció. Al mismo tiempo va dando una serie de consejos al que llama “su hijo en policía” sobre temas de orden público, proponiendo siempre medidas tajantes y autoritarias, como era habitual en la retórica del gobernante ilustrado, aunque a menudo con la exageración propia del tono humorístico. Tras una extensa búsqueda, no se ha encontrado ningún texto parecido en la bibliografía sobre autores y obras del siglo XVIII español.8 De todas formas, el tono y contenido del manuscrito evidencian que no estaba pensado para su publicación: sin duda hubiera sido, en la época, lo que hoy se define como políticamente incorrecto.
2. La Habana del marqués de la Torre
La Habana que conoció Felipe de Fonsdeviela, en la década de 1770, contaba con unos 50.000 habitantes, la mayor parte encerrada intramuros, con una mayoría de casas de construcción pobre, calles frecuentemente embarradas y sucias, sin iluminación nocturna y solo con unos pocos edificios religiosos significativos. Unos años antes, en su informe a la corte sobre la visita general a la diócesis de 1755, el obispo criollo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz afirmaba que la ciudad contaba con cerca de 7.000 familias y más de 22.000 personas de comunión, “a los que sumados los del estado clerical, párvulos, militares y forasteros, llegarán todos a 50.000”. Había entonces cerca de 4.000 casas, aunque solo un centenar tenían dos o tres alturas: “algunas primorosamente construidas, aunque cada uno fabrica según sus ideas”; abundaban todavía las de guano y paja, que “los gobernadores han intentado extinguir sin éxito”. También refiere Morel otros rasgos de la sociedad habanera que comentan igualmente por la época los funcionarios y viajeros como la carestía de la vida, en especial los alimentos y alquileres, el lujo y ostentación de “los nobles y empleados” que “los plebeyos sin reserva de color ni condición procuran imitar”, y el abundante número de calesas: “son 2.000 las que ruedan por las calles, gran estrépito causan”; su uso “es común a ambos sexos” y las de alquiler “las pagan hasta los negros y las negras resistiendo la orden de pasear en ellas”.9
Fue precisamente durante el gobierno de Fonsdeviela cuando comienza la transformación urbanística de la ciudad y su entorno inmediato. Como él mismo dejó constancia, se creó la primera alameda o paseo público, el primer teatro o Coliseo, se inicia el empedrado de las calles, se diseñó la plaza mayor, se adecentaron iglesias y conventos, se construyeron puentes y arreglaron caminos, etc.10 La capital mostraba así los primeros efectos del rápido despegue que experimentaba la economía de la isla facilitado por las reformas que el gobierno de Carlos III había puesto en marcha allí desde que recuperó la ciudad de los ingleses en 1763, tras la Guerra de los Siete Años. El costo de esas reformas se cubrió con un fuerte incremento del situado mexicano para cubrir los gastos de la administración, el ejército y la marina, además de la compra del tabaco, una lluvia anual de plata que acababa financiando la cada vez más pujante economía azucarera de plantación esclavista.11 El contador general de Indias Tomás Ortiz de Landázuri afirmaba en 1774 que La Habana era ya el principal puerto comercial de las Indias.12
En la sociedad habanera de la época, junto a una reducida elite criolla de grandes hacendados azucareros, se situaba otro grupo reducido estrechamente asociado a esa elite formado de comerciantes, altos mandos del ejército, la marina y la administración, casi todos peninsulares.13 Por estas fechas se generaliza también la presencia de extranjeros, generalmente ligados al comercio esclavista. Pero la capital antillana era sobre todo un conjunto abigarrado de blancos pobres y gentes “de color” –una mayoría de ellos libertos– y un alto número de esclavos de alquiler cuya forma de vida se diferenciaba poco de la de los libres.
En la que era, quizás, la ciudad más cara de la monarquía, las clases populares, blancos o “de color”, disponían de muchas oportunidades para ganarse la vida, tanto en la economía formal, con salarios altos, como en la informal.14 Aparte de los cerca de quinientos obreros que trabajaban en los astilleros reales y otros tantos dedicados a las labores artesanales –la mayoría morenos y pardos libres–, abundaban las gentes a las que autoridades conceptuaban como “sin oficio conocido”, pero que cubrían en realidad la enorme demanda de servicios de una ciudad-puerto, centro administrativo y económico de la isla, en la que corría el dinero.15 La gente de tropa y marinería, los forzados de las obras públicas, los numerosos transeúntes, etc. y el dinero abundante facilitaban así mismo la proliferación de otras actividades consideradas indeseables como el juego o la prostitución. Era también, como toda población caribeña, una ciudad alegre y festiva, en la que la celebración pública –todavía de carácter principalmente religioso– se teñía del colorido, la música y el baile que, para desesperación de estos puritanos ilustrados llegados de Europa, aportaban sobre todo las gentes de color, agrupados por naciones en sus cabildos y cofradías. Hombres y mujeres de distinta raza y condición se mezclaban lo mismo en el mercado que en el nuevo paseo o Alameda, en las plazas e iglesias, en las procesiones y ceremonias religiosas, en el teatro o Coliseo, en las muy numerosas casas de juego, en los cientos de bodegas y pulperías, en el mercado y en los baratillos callejeros; unos lucían orgullosos sus flamantes uniformes y otros muchos sus harapos, mientras que las esclavas que acompañaban a las señoras de “batas nuevas” –hechas con telas de oro y plata– se entretenían en la calle o en el paseo conversando con las de su misma condición.
3. La mirada despectiva del gobernante ilustrado
Sobre este complejo cuadro social, dominado por el “desorden”, proyecta su mirada cargada de prejuicios el marqués de la Torre, tras más de cinco años residiendo allí como primera autoridad de la isla. Se trata de la visión elitista de un aristócrata peninsular, uno de esos militares y gobernantes del absolutismo ilustrado dotados de una fuerte autoconciencia de superioridad por nacimiento, instrucción y mérito, que se sienten a la cabeza de una sociedad donde casi todos los demás son “la plebe”, ese populacho al que juzgan ignorante, vicioso por naturaleza y necesitado de una mano firme que les imponga las normas de la “civilización”, del orden social que exige la razón según ellos lo entienden, para que puedan alcanzar, incluso contra su voluntad, lo que consideran la felicidad.16 Aunque condescendientes con sus “debilidades” y defectos, que no se deberían tanto a una mala condición moral como determinada por la cuna y/o raza, todos ellos despreciaban profundamente a los sectores populares, al “populacho”.17
En América, este desprecio del ilustrado europeo hacia la plebe se extendió con frecuencia al criollo, aunque muy rara vez se atrevieran a expresarlo en público. El marqués, por el contrario, lo dice bien claro. Tras una breve declaración un tanto ridícula sobre “el genio sagaz de mi discurso”, comienza su Instrucción con una descalificación general del carácter o idiosincrasia de “los hijos de este País”, es decir, de todos los naturales, sin distinción de estamentos, raza o clase, de los que dice que son “…por naturaleza perezosos, holgazanes y dados a todo género de vicio; … espadachines altaneros y perpetuos tunantes…”. Expresiones injuriosas que, de todas formas, no todos sus colegas de clase y oficio compartían. Por esos mismos años, otro militar y político borbónico que alcanzará mayor fama, el sevillano Francisco de Saavedra, criticaba precisamente esa opinión negativa que el peninsular tenía del criollo americano.18 Sus palabras contradecían abiertamente la política colonial y anticipaban las quejas y agravios de tantos criollos de la generación de la independencia. Tras visitar los arrabales de la ciudad de México en 1781, afirmaba en su Diario:
Generalmente he observado que los europeos, o por preocupación o por ignorancia, se equivocan acerca del verdadero carácter de los criollos americanos; los creen ociosos pero ¿a qué se han de aplicar si no hay artes y está prohibida la industria? Dicen que son malos, pero los europeos los han hecho tales, tratándolos con un despotismo absoluto, dándoles el ejemplo de un continuado latrocinio y enviando a Indias cuantos por sus vicios y atentados no cabían en Europa ¿Qué derecho tienen pues los españoles para quejarse de una corrupción de que son los autores?19
Después de aquella generalización despectiva, el marqués dirige su crítica a la nobleza habanera, un reducido grupo de grandes hacendados que por entonces recibían de la corona títulos de Castilla, dominaban el cabildo y ocupaban las jefaturas de los regimientos de milicias. Como muchos de sus colegas peninsulares, de la Torre mostraba su irritación porque estos criollos alcanzaran incluso los grados mas altos de ejército por dinero, sin haber hecho méritos castrenses, y aconsejara a Ezpeleta que no facilitara su entrada en la institución castrense: “No permitas que a ninguno de estos se le de plaza (como se acostumbra) con el renombre de distinguidos en los cuerpos fijos de esa ciudad sin que prueben y reprueben su turbia nobleza, pues (…) el soldado más inútil Español tiene más nobleza en los zapatos que el más limpio habanero de los pies a la cabeza.”
Como en tantos otros pasajes de su Instrucción, Fonsdeviela parece olvidar su propio contexto. Los Borbones se sirvieron de la venalidad para crear el nuevo ejército veterano; la misma familia del marqués accedió por este medio al estamento castrense. 20 El propio Ezpeleta, en contra de lo que le aconsejaba el marqués, se vio obligado a hacer lo mismo cuando se le pidió que creara un nuevo regimiento fijo en la isla, vendiendo los empleos de oficiales a los criollos.21
Esa conciencia de superioridad del militar peninsular sobre el criollo la extiende el marqués a todos los elementos del ejército, como hemos visto en la cita anterior, pero en especial a los que gozan de un empleo, “pues me consta muy bien que miran los hijos del País con tanta aversión a esta gente y en especial al Sargento [el sargento mayor de la plaza] que le dan el trato de un cualquiera sin atender a su crianza lo primero, y sin reparar lo segundo el puesto que aquel obtiene”. Aunque no falta en el final de este párrafo el toque de humor burlesco que salpica todo el texto: en referencia a esos oficiales peninsulares que pretendían –y muchos lograban– una esposa criolla y rica, advertía sobre
(…) las frecuentes visitas que suelen hacer en las casas de esa Ciudad a todas sus madamas; porque de continuarlas llegará tiempo en que el último abanderado hasta el coronel más antiguo se encuentre atascados en un atolladero de miseria, pensando cuando se casen que van a ser señores absolutos de millones y se encuentren con la viña sin uvas ni sarmientos.
En su crítica al criollo arremete también contra los que ocupaban puestos intermedios en la administración colonial, en el mundo del foro, la real hacienda, la marina, renta de correos, etc., a los que aconsejaba sustituir con cabos y sargentos “por ser gente por lo regular de mejor pluma y expertos en esas facultades”, además de que se contentarían con la mitad de sueldo.
Suelen reconocerse como características del pensamiento social ilustrado la crítica a la nobleza tradicional o aristocracia de linaje, el rechazo a toda falsa ostentación y una nueva mentalidad ante el trabajo. El marqués, sin embargo, muestra en su Instrucción que ese proyecto ilustrado de una cierta nivelación social se remite exclusivamente a los de su clase y a espacios muy restringidos de las relaciones sociales. Así, se muestra muy preocupado por que “los títulos de esa ciudad ostenten su decoro y estimación como se hace en la primitiva España”. Aunque haya manifestado su desprecio por esos grandes habaneros con títulos de nobleza, le extraña que salgan de sus casas “en unas calesas que el pulpero más infeliz las gasta” y sin lacayos a su espalda, o que se les vea por la calle con un vestido sencillo. Y es que, para este ilustrado, “la primera estimación y distinción del sujeto consiste en su porte y ostentación”. Recordemos que la preeminencia, la etiqueta y toda la ritualidad en que se expresaba la pretendida nobleza americana eran aspectos claves del devenir cotidiano, y el marqués, aun negándoles a estos titulados criollos la nobleza de sangre, les exige que guarden las apariencias como corresponde a su clase, desmintiendo esa falsa idea que tanto ha difundido la historiografía sobre la supuesta afición del ilustrado por la sencillez, la austeridad y la igualdad social.
Sin embargo, para el resto de los grupos sociales exige la moderación en el vestido, adoptando aparentemente el discurso moralista de la Ilustración sobre el lujo, la moda y la ostentación: “Tampoco tolerarás el abuso en los vestidos del paisano, de que estoy informado que todos visten de contadores, comisarios, guarda almacén y aún de militares, sin otro fuero que el de su antojo y extravagancia”.22 Lo mismo le ocurre con los llamados “tercerones” –los miembros de las ordenes religiosas terceras, muy numerosos en el sector criollo medio y alto–, que al parecer le molesta verlos con sus hábitos por la calle, lo mismo que a los llamados de media sotana, a los que califica de “pisaverdes perpetuos de todas esas calles, y tunantes de primera clase”.23 En realidad, el vestido y la apariencia parecía ser el signo más relevante de la simple y elitista concepción que tenía el marqués de la estructura social de su tiempo.
También molestaba al marqués esa promiscuidad que se daba en las calles y plazas de la ciudad, por donde “anda nuestro coche rodeado de 200 cocineros, otros tantos pulperos, grumetes y albañiles”; o en la Alameda, repleta de “tunantes, vagamundos, gentes sin vergüenzas y altaneras”; y pretende que “por ningún caso tendrán entrada en este lugar negros, mulatos y gente sospechosa, pues será causa el tolerarlo que se priven de este paseo los Principales, por no juntarse con pícaros y gente de chusma”. Pretendía el marqués excluir a más de media población de la ciudad de las mejores zonas del espacio público y reservarlas para las gentes de distinción, algo que desde luego nunca se logró, como su misma queja atestigua.24
En general, el marqués aconseja a su sucesor, evidentemente exagerando, que “llene los arsenales”, ocupe en las obras de fortificación, incluya en levas generales o expulse de la isla a todo el que considere que vive de la apariencia o que perjudica de algún modo –incluso solo por ser plebeyo, “gente de chusma”, negro o mulato– el recto orden social deseado por estos ilustrados,25 revelando así un elitismo de clase que suponen propio de la aristocracia de sangre a la que pretenden emular. En realidad el modelo de organización social que propone esta pequeña nobleza de la ilustración hispana parece añorar el rígido orden urbano de las villas y ciudades bajomedievales o del primer Renacimiento; no han reflexionado sobre las causas del crecimiento de la población urbana y del consiguiente incremento de los sectores marginales, por lo que tampoco tienen una solución para ese nuevo problema social; se limitan a despreciarlos y a reproducir los modelos represivos ya ensayados en la Europa del siglo XVII.26
De todas formas, no deja de sorprender el tono abiertamente racista del documento, en el que se trata por igual a la población negra o mulata, libre o esclava, asociándola directamente a “otras gentes sospechosas”. No es habitual encontrar para la época, ni siquiera en la documentación privada, una recomendación tan dura en relación con el trato que se debía dar a los que llama “de esta clase”, en un párrafo que merece la pena reproducir aquí:
Castigarás con el mismo rigor que se hace en las Colonias extranjeras a todo Negro que levante los ojos para un Blanco, sin mostrar en esta parte el más mínimo Visaje de Piadoso, pues veo ese país tan poco subordinado en este punto, que estoy creyendo se levanten estos en poco tiempo con el fuero de sus amos. Tampoco se permitirá el lujo en los de esta clase, concediendo por gracia extraordinaria a los libres solamente que puedan usar de zapatos; pero sin medias de ninguna calidad.
Desde luego se trata de uno de los parágrafos probatorios de que estamos ante un manuscrito que nunca habría obtenido la licencia oficial para ser publicado.
4. Puritanismo religioso
Sentada esa opinión general sobre los distintos grupos sociales habaneros, dedica el marqués bastantes párrafos de su Instrucción a criticar lo que considera excesos en las prácticas y devociones religiosas populares, uno de los temas que más herían la sensibilidad de estos ilustrados. Detrás de esta crítica se vislumbra ese intento de imponer el control del poder civil en ámbitos antes reservados a la Iglesia, cuyas autoridades, por cierto, venían mostrándose contrarias a esos mismos excesos desde mucho tiempo atrás, como queda recogido en las constituciones de sínodos y concilios provinciales, tanto en la península como en América.
Aparte de la sonrisa que puede despertar en el lector la exagerada y colorista descripción que hace de estas manifestaciones de religiosidad popular –siempre en tono despreciativo–, el marqués parece estar fuera de la realidad, como solía ocurrir con estos gobernantes ilustrados que buscan la “felicidad del pueblo” sin conocerlo. Así, por ejemplo, califica la extendida devoción de los rosarios nocturnos de pura estafa y usura, culpando de codicia a “los padres que las guían”. Y termina: “Ya puedes estar informado que en España ni hay esta devoción, por sospechosa, ni menos se permite que los frailes la acompañen por la noche”; una práctica que “a todos por allá [La Habana] tiene escandalizados y no sin detrimento de la religión.” Pero en contra de lo que decía nuestro puritano ilustrado, los rosarios públicos o callejeros, normalmente a primeras horas de la noche, eran una manifestación característica de la religiosidad popular en Castilla desde el siglo XVI.27 Precisamente el obispo Morel nos ofrece una imagen muy diferente de esta práctica en La Habana: tras comentar la gran devoción al rosario en la ciudad, donde se rezaba hasta tres veces por día en muchas casas –según dice–, cuenta que por la noche salen hasta siete cantados, siempre con mucha gente y faroles de vidrio, instrumentos musicales y coro de voces.28 Aunque el propósito de Morel era resaltar “el feliz estado espiritual de la ciudad”, justo el contrario del que animaba al marqués, cuyos prejuicios le impiden valorar adecuadamente esta práctica tan popular entonces en el mundo hispánico. En esta crítica, Fonsdeviela coincidía con los eclesiásticos del siglo, contrarios a las procesiones vespertinas porque se alargaban a la noche y entonces aparecían los excesos de todo tipo, incluso en el interior de los templos.29
De la misma manera se refiere a otra de las devociones arraigadas en La Habana, como en otras muchas ciudades hispánicas de la época, las procesiones de Semana Santa, que aconseja prohibir “…pues es constante que solo sirven de pretexto para picardías a los más que concurren a ellas, pues (…) las que por falta de pretexto no pudieron lograr su deseo en todo el año, lo verifiquen en un tiempo tan devoto y con escándalo de todo el mundo”. Esta manera de asociar las procesiones religiosas con determinadas prácticas escandalosas tampoco era original; se encuentra tanto en la prensa y en la literatura satírica (recuérdese al famoso jesuita P. Isla) como en el derecho (el conocido Expediente general contra las Cofradías del Reino) o en otras declaraciones de autoridades civiles y eclesiásticas de la época; a los que no faltó, por cierto, la respuesta indignada del pueblo usando las mismas armas de la sátira.30
Todavía a principios del siglo siguiente, la religiosidad del habanero seguía teniendo ese carácter barroco que tanto molestaba a Fonsdeviela. El conocido obispo de La Habana Juan José Díaz de Espada, un regalista ilustrado, dictó en 1808 una serie de normas prohibiendo muchas de esas manifestaciones, hasta el punto de que un anónimo autodenominado “El Devoto Pueblo de La Habana” le acusaba veladamente de “destruir el culto divino, las buenas costumbres y los usos más piadosos”. Sin embargo, en este caso había también razones políticas y de orden público para prohibir procesiones y otras reuniones similares por la noche.31
Típica muestra de esos prejuicios era también la crítica que hacía a “las misas de madrugada”, que las gentes justificaban porque muchos y muchas dejarían de cumplir con el precepto por carecer de la vestimenta adecuada, “como si Dios mirara la compostura y el fausto de los cuerpos y fuera lícito condenar las almas por el vano capricho de su mal fundado señorío.” Así que, para el marqués, era “mal fundado señorío” el concurrir a la misa con un mínimo de decencia, a la vista de un público que, como él mismo, tanto valoraba el vestido y la apariencia. Sería este uno de esos juicios que la historiografía suele utilizar para hablar de la “religiosidad interior y sincera” de los ilustrados, pero habría que preguntarse si lo que hay en este tipo de manifestaciones es más un prejuicio de clase y desconocimiento de la realidad social que una sincera religiosidad.32
Como no podía ser menos, el marqués arremete contra los frailes, tan queridos por el pueblo como despreciados por estas elites ilustradas: “Harás que imponga el obispo reclusión o destierro a todo fraile callejero y poco religioso”, extendiendo su acusación a “los de esa ciudad y todos los de la América”, calificándolos de insubordinados y frecuentadores de lugares públicos impropios de su condición. Esta crítica generalizada se parece mucho a la contenida en los informes que, por esos años, emitían los prelados peninsulares encargados de la visita general a las ordenes religiosas en América ordenada por Carlos III en 1769;33 típica decisión del regalismo borbónico provocada, entre otras razones, por la difusión en el entorno cortesano de las injustas apreciaciones de algunos funcionarios, como las que hacían Jorge Juan y Antonio de Ulloa en sus Noticias secretas, para los que en la sociedad indiana del siglo XVIII no había más que corrupción y, particularmente entre las ordenes religiosas, todo era relajación.34
Como se aprecia en el texto, a Fonsdeviela le ponen especialmente nervioso todos esos que, de una u otra manera, aparecen ligados a las religiones o el culto, como eran los terciarios o los “campaneros, sacristanes y monacillos … que en esa tierra están tan abundantes que bastarían ellos solos para poblar las Californias”. Del mismo modo exagerado recomienda no permitir “que se agreguen más donados a esas comunidades, cuya muchedumbre equivaldría para la tripulación de la Marina”.35
5. La urbs ilustrada
Si en el mundo hispánico del barroco se retoma la idea clásica y renacentista de la ciudad como el locus de la civilización para exaltar la civitas o comunidad cívico-religiosa que la habita,36 el gobernante ilustrado tiene un concepto práctico y funcional de la ciudad, como urbs o espacio físico racionalmente configurado para que pueda desarrollarse adecuadamente tanto la convivencia ordenada entre sus habitantes –siempre desde una concepción jerárquica y clasista del orden social–, como el trabajo y la actividad económica (en especial, el mercado), la cultura y el ocio. De esta manera, los gobernantes ilustrados se distinguieron por sus intentos en lograr una ciudad ordenada, limpia y cómoda, justo lo contrario de lo que eran las principales capitales del mundo hispano a finales del siglo XVIII. Con su típico estilo autoritario, esos mandatarios multiplicaron los bandos de gobierno o policía dictando normas de carácter urbanístico, de salubridad e higiene pública.37
Esa temática ocupa la segunda parte de la Instrucción: el empedrado de las calles, el modo como debían circular las calesas, la necesidad de colocar faroles, algunas normas constructivas, la instalación de fuentes públicas, la necesidad de un nuevo paseo o alameda, o la recomposición de calzadas y caminos. Como decíamos, las obras públicas y el urbanismo fueron una verdadera obsesión del marqués de la Torre, y desde luego contribuyó notablemente a la mejora de la ciudad intramuros en estos aspectos. Aunque muchas de sus realizaciones tuvieron un carácter provisional y poco duradero, su impulso y decisión tuvo continuidad en los gobiernos de sus sucesores José de Ezpeleta y Luis de las Casas (1790-1796). Tampoco aquí falta un toque humorístico, casi chusco, como cuando recomienda que “en el recinto de la Ciudad se fabriquen comunes públicos, e impondrás crecidas multas al que haga sus necesidades en los Baluartes o Garitas”, aunque no debería castigarse “si faltando estas circunstancias se practica por ser muy preciso dar desahogo a la naturaleza y ser más indecente ponerse en medio de la calle”. De todas formas, apenas nada de esto se logró, y la suciedad siguió siendo por mucho tiempo una de las lacras que afeaban La Habana, como la recordaba Humboldt tras su paso por allí justo al final del siglo.38
El comercio ambulante, asociado a otras actividades de carácter informal, tan extendido en las urbes americanas y siempre combatido por la autoridades coloniales, era para los ilustrados una imagen inconfundible de ese desorden que querían erradicar de su ciudad ideal. Por eso dedica también la Instrucción tres largos párrafos a la conveniencia de reducir en lo posible ese tipo de actividades. La existencia de multitud de puestos de venta ambulante era una prueba de la cuantiosa circulación de moneda menuda o macuquina entre las gentes de todas clases, “siendo por lo regular todo [lo que venden] de la peor calidad, y los vinos y licores aún más cristianos que los mismos amos”.39 Pretendía el marqués racionalizar toda esa actividad, de por sí espontánea e irregular, fijando el lugar donde debían situarse los puestos o baratillos o las negras “para freír sus tortas”, o con medidas aún mas ingenuas como establecer una tarifa de precios o que se embargara a todo el que comprara a un esclavo “o sujeto sospechoso”. Y no dejaba de acusar a los regidores habaneros de complicidad con el desorden reinante sugiriendo que les sacaban dinero a los vendedores. Tan realista viene a ser la descripción de este mercado popular que hace el marqués, como ideal y utópico su propósito de erradicarlo u ordenarlo racionalmente.
Dentro de la misma preocupación por lo que entonces se entiende por policía y buen gobierno, la Instrucción aborda la temática del ocio, la fiesta y la diversión: los juegos de envite y azar, el de gallos, las rifas, las tabernas, los cafés y pulperías, los saraos públicos, los baños, las fiestas locales, etc. Sorprendentemente, en los largos párrafos dedicados a estos aspectos, tan pegados a la vida cotidiana, el marqués parece ponerse de parte del público general, en cuanto necesitado del legítimo descanso y distracción, con la única salvedad de las corridas de toros, denostadas por las elites. Aconseja, por ejemplo, en contra de la norma habitual que obligaba a recogerse a partir de la oración de la noche (hacia las 8 de la tarde), que las tabernas, cafés y pulperías permanecieran abiertas hasta las doce de la noche en verano y las once en invierno, “pues además de que servirán de acompañar las calles, son comodidad para el vecino y forastero que necesite de alguna cosa”. Y al mismo tiempo fustiga con dureza, una vez más, los abusos de las autoridades locales –regidores, alcaldes de barrio y el sargento mayor de la plaza, responsable de las patrullas nocturnas– a los que acusa de aprovecharse de su condición para extorsionar al “infeliz paisano que acaso ignora la hora”. Parece mostrar aquí el marqués su faceta alegre y festiva más que la mentalidad puritana y rígida del gobernante ilustrado. El detalle y realismo con que describe las prácticas de ocio y diversión sugieren que él mismo participaba de ellas, y no solo en La Habana, pues habla de “las fiestas que de esta clase se hacen en Guatao, rifas de Santa María, Guanabacoa, etc.”, así como de “los baños de S. Diego, S. Juan y otros”, todas estas poblaciones cercanas a la capital.
No podía faltar una referencia al teatro o Coliseo, que él mismo había levantado en la capital cubana. Pero lo que le hubiera gustado, como miembro de una elite culta, nunca lo logró allí: “Impondrás [bajo] pena de presidio el profundo silencio en ese Coliseo, que se observa en los de toda Europa, pues es la mayor indecencia y falta de respeto que en semejantes actos se mueva una algazara continua entre la chusma, …”. Años más tarde, el gobernador Ezpeleta dictará dos bandos que revelan la persistencia de ese bullicio en las representaciones, de modo que las clases altas dejarán de asistir y será una de los motivos por los que el teatro acabará cerrando poco tiempo después.40
A despecho de su crítica mordaz a la sociedad criolla, hay que situar en el haber del marqués su preocupación por la educación: “Deberás establecer con fondos señalados de los de esa Ciudad una escuela de primeras letras, (…) pues no deja de ser extraño que en una ciudad tan populosa como esa se carezca de un beneficio de que resultaría mejor educación y mejores adelantamientos en la juventud”. Pero también aquí exagera o desconoce la realidad, pues La Habana disponía de algunas escuelas, entre ellas la de los religiosos betlemitas, con más de quinientos alumnos de todas las clases.41
Al finalizar su Instrucción el marqués se siente seguro de que llevando a la práctica sus consejos “tan útiles como necesarios para la quietud de las gentes”, su “hijo en policía” logrará “un nuevo género de establecimiento político y militar”. Es la típica conclusión del voluntarismo utópico del gobernante ilustrado. Basta imaginar por un momento los problemas que habría causado en una ciudad como La Habana la aplicación siquiera parcial de las medidas aconsejadas por Fonsdeviela. Y aunque reconoce que se le podría achacar no haber él llevado a la práctica esos mismos consejos durante su mandato –“no tengo otro mayor sentimiento que haber sido tan omiso en mis operaciones”–, culpa de la falta de continuidad de sus iniciativas a “la codicia e interés de mis sucesores”, a los que califica de “hidrópicas sanguijuelas”. Sin embargo, lo que conocemos de esos que llama sucesores –debe referirse a los gobernadores Diego José Navarro (1777-1782) y Luis de Unzaga (1782-1785)– no parece justificar tan duro apelativo, que vendría a ser una nueva confesión de esa ridícula autoestima de que hace gala nuestro marqués a lo largo de su Instrucción.
6. A modo de conclusión
La lectura de un texto manuscrito inédito en el que una autoridad colonial muestra libremente, en tono exagerado y crítico, a veces sarcástico, su peculiar visión de la sociedad habanera de finales del siglo XVIII, nos permite vislumbrar hasta qué punto el discurso civilizador del gobernante ilustrado tenía mucho de pretendida racionalidad, pero muy poco de conocimiento y comprensión de la realidad social que quiere ordenar racionalmente, siempre de forma autoritaria y utópica (“todo para el pueblo pero sin el pueblo”).
Un texto como este revela también los evidentes límites de ese supuesto proyecto de nivelación social que se atribuye al pensamiento y la política de los ilustrados. Más bien al contrario, estos personajes del siglo llamado de las Luces pueden pasar, en mayor medida que la aristocracia corporativa y tradicional, por ser los inventores de esa mentalidad clasista propia de las sociedades burguesas en ciernes como también, en el caso de los que estuvieron en contacto con la realidad social de la América hispana, del racismo contemporáneo.
A pesar de emitir juicios de valor desde parámetros culturales ajenos a la realidad en la que ha vivido, incluso extranjerizantes, la mirada del otro, en este caso la prejuiciada y crítica del marqués de la Torre, no deja de representar un cuadro vivo, colorista y lleno de matices de lo que era la vida cotidiana de una sociedad urbana caribeña de finales del siglo XVIII.
Se explica, de todas formas, que un texto así permaneciera inédito. Es muy probable que, como sugiere el encabezamiento, se tratara de un manuscrito para uso privado de su destinatario, el capitán general José de Ezpeleta, cuya etapa de gobierno en Cuba, que conocemos bien, se caracterizó por su preocupación por el orden público y sus esfuerzos en mejorar las condiciones urbanísticas de la capital; pero nunca encontramos, en la abundante documentación consultada, ningún rastro de ese desprecio que muestra el marqués de la Torre hacia los distintos sectores de la sociedad habanera de su época; quizás porque llegó a conocerla mejor.