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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.71  supl.9 Bogotá Dec. 2022  Epub June 26, 2024

 

RESEÑAS

Zúñiga, José Francisco. Estética y hermenéutica. Fundamentos de filosofía del arte. Comares, 2019. 210 pp.

NAÍM CARNICA* 

*Universidad Nacional de Catamarca / Conicet - Argentina naim_garnica@hotmail.com


Con la progresiva emergencia de las discusiones del arte contemporáneo, los debates en torno a las ideas de verdad, fundamentos, argumentaciones y límites en el arte parecen disueltos. Esa disolución se vio beneficiada dado que el campo de las humanidades ha ido asumiendo lenguajes descriptivos para el arte como lo gaseoso, lo líquido, las redes entre otras adjetivaciones que refieren a los desplazamientos que la comprensión de la obra de arte ha sufrido en el siglo XX. En ese contexto, el libro de José Francisco Zúñiga, profesor e investigador de Estética y Filosofía del arte de la Universidad de Granada en España, nos permite retomar algunas de las categorías antes mencionadas para colocarlas en un nuevo contexto y, a partir de allí, repensar qué sentido tienen la verdad, las humanidades y la autonomía en las discusiones estéticas sin retornar a sus expresiones más conservadoras. En la estela de Gadamer y sus herederos críticos en la filosofía contemporánea, Zúñiga logra presentar un conjunto de debates actuales sobre la importancia de la hermenéutica para acercarnos a las coordenadas más importantes de la esfera artística.

El texto se organiza en dos partes acompañadas por una introducción, un prólogo y un epílogo. Como se vislumbra desde el prólogo, Zúñiga se asume en la tradición hermenéutica que se extendió desde Schleiermacher hasta Gadamer, Manfred Frank y Georg Bertram, pero no descuida todos sus interlocutores del siglo XX como las filosofías de la diferencia que aparecerán expuestas en el libro en el nombre de Derrida o Foucault, como tampoco descuida la tradición crítica alemana desde Benjamin hasta los herederos actuales de la teoría crítica como Christoph Menke. En todo ese recorrido, el autor no asume la hermenéutica desde un lugar acrítico; antes bien, todas las reflexiones van acompañadas del descubrimiento de los propios límites que la hermenéutica evidencia. En el paso de los capítulos el autor desliza su propia posición en el debate dejando no solo una postura o mera perspectiva, sino una actualización del debate hermenéutico a la luz de las transformaciones actuales.

La primera parte del libro está orientado en el marco de las discusiones estéticas abiertas en la hermenéutica gadameriana. Pero, antes que ir de la mano de Gadamer, Zúñiga desarma las relaciones que el autor alemán toma de Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger. A medida que se recorren los cinco ensayos que componen la primera parte titulada "Arte y verdad", Zúñiga nos adentra en la necesidad de seguir convocando al arte en el plano de la verdad o alguna forma actual de lo que podría entenderse como tal. Desde los inicios de la tradición filosófica, la relación entre arte y verdad ha sido problemática. Basta recordar la sospecha y posterior rechazo que Platón indicaba en La República, debido a la falta de vínculo entre los artistas, los poetas y la verdad suprema. Precisamente, en el núcleo de este problema es que Zúñiga coloca la relación entre hermenéutica y estética, pues las discusiones que, mediante Gadamer, se pueden identificar es de qué modo el arte puede entenderse como una forma de superación (Hegel) del conflicto entre sensibilidad y espiritualidad, o bien como una mediación en el conflicto entre naturaleza y espíritu (Kant). Pero estas ideas estéticas de la tradición occidental se ven confrontadas por aquellas concepciones que suponen que ese conflicto no puede resolverse. Muy por el contrario, la fuerza del arte reside en esa tensión irresoluble entre la razón y aquello que no puede controlarse racionalmente (Nietzsche). De hecho, el punto de partida del autor es mostrar "la oposición entre estas dos tradiciones centrándome en la cuestión del carácter simbólico del arte. [...] Gadamer afirma que el presupuesto ontológico de la hermenéutica ("el ser que puede ser comprendido es lenguaje") viene a coincidir con el lema de Goethe 'todo es un símbolo'" (15).

Si bien la cuestión del símbolo es decisiva en este apartado, el autor recupera una de sus más tempranas preocupaciones para inaugurar el libro, a saber, los conceptos de juego y diálogo. Ya en su trabajo doctoral de 1995, publicado por la Universidad de Granada como El diálogo como juego. La hermenéutica filosófica de Hans-Georg Gadamer, Zúñiga elabora un rastreo del concepto de diálogo como juego en diversas formas filosóficas como las de Rorty, Apel o Habermas, confrontándolas con las perspectivas ga-damerianas. En este trabajo temprano, el interés estaba en identificar "la tesis central del pensamiento de Gadamer, a saber, que el fenómeno hermenêutico tiene la estructura de la conversación" (Zúñiga 1995 283), tratando de mostrar que el autor alemán "interpreta la estructura del diálogo hermenéutico a partir del concepto de juego" (ibd. 283). El concepto de juego da cuenta de la esencia del arte gracias a que no es entendido como una experiencia privada y subjetiva, sino como una "representación que transforma el mundo hacia lo verdadero (Verwandlungins Gebilde). En el juego del arte hay verdaderamente una representación-exposición (Darstellung) del ser" (ibd. 283).

En el caso del ensayo que abre el presente libro, a diferencia de esas primeras reflexiones de los años 90, Zúñiga trata de repensar los límites de la propuesta gadameriana contrastando su concepto de juego y símbolo con las reflexiones de Eugen Fink. El autor parte del siguiente presupuesto: "La estructura referencial del símbolo es la que permite a Gadamer establecer la correspondencia entre el arte y el lenguaje" (50). Zúñiga postula que la idea de símbolo está relacionada a la idea de imagen, pero su vínculo solo se entiende a partir del concepto de fiesta de Fink. Al respecto sostiene: "al igual que para Fink, para Gadamer la fiesta es, junto con el juego y el símbolo, una de las experiencias humanas fundamentales, una de las bases antropológicas del arte" (43).

A diferencia de las primeras reflexiones de su tesis doctoral, el autor extiende el sentido del juego a las formas del símbolo como expresión del arte, en tanto el arte se beneficia de la capacidad fragmentadora e integradora del símbolo. Recuperando elementos de la tradición romántica, se destacan las características que el símbolo tiene para hacer coincidir lo fragmentario y reintegrarlo en la dinámica de la unidad. Por medio de este elemento simbólico, Zúñiga se permite entender que el arte y el lenguaje necesitan de una expresión o representación que posibilite integrar lo disuelto en el marco de la modernidad, pero que dicha integración no puede suponer una violencia sobre lo particular. En esa dirección, el símbolo (los ejemplos analizados son el andrógino platónico y la tessera hospitalis) no solo es el lugar del lenguaje que permite una comprensión en el marco de las conversaciones e interacciones sobre la existencia; antes bien, se presenta una mediación entre lo finito e infinito. Por tanto, como cree el autor, es posible pensar que el arte y lenguaje "realizan el mundo y, en cuanto que lo realizan, lo dejan abierto a nuevas posibilidades. Y a esto refiere su común carácter simbólico. Ambos son juego" (60).

En los siguientes dos apartados, "Traducción y poesía en Gadamer y Benjamin" y "Para qué filosofía: la hermenéutica ante la deconstrucción", el problema del símbolo seguirá siendo una constante que permita confrontar, repensar y coincidir el estudio sobre la hermenéutica de Gadamer con autores contemporáneos. En estos ensayos el autor se interroga sobre la posibilidad de considerar la filosofía a partir del lenguaje, pero su pregunta no se detiene en la forma o expresión de la filosofía, sino -podríamos decir- en una profundidad topográfica acerca del lugar de la filosofía. Aquí la tensión se produce en el momento de considerar qué supuestos articulan la filosofía en la Modernidad, luego de que el conocimiento se fragmentara en arte, ciencias, religión y las numerosas disciplinas científicas que escindieron el conocimiento. En este marco, nuevamente Gadamer es orientador para las reflexiones de Zúñiga. Siguiendo la ventaja que Gadamer le asigna al arte, la religión y la filosofía como campo válido para la hermenéutica, el autor muestra las pretensiones de verdad que estos ámbitos del conocimiento mantienen, pese a los constantes ataques de las ciencias empíricas sobre estas formas de conocimiento. Contra la idea de relatividad, apariencia, debilidad e incertidumbre que se le suelen atribuir a las humanidades, Zúñiga extrae el siguiente argumento: "Hay arte allí donde se presenta lo absoluto, lo desatado, lo desligado, frente a lo relativo del espacio y tiempo. Hay arte allí donde se gana una actualidad intemporal, que es independiente de las condiciones históricas y sociales, igual que la religión y la filosofía. Arte, religión y filosofía pretenden lo mismo: la certeza absoluta de ser" (92).

En este punto aparece una clave para entender la importancia del trabajo de Zúñiga al recuperar los supuestos gadamerianos para pensar la estética. Si el arte no abandona su pretensión de verdad y es parte de un espacio común de validación con la religión y la filosofía, ¿cómo podemos entender la apariencia y el supuesto vacío del arte moderno? El autor español sostiene que la llave de la bóveda está en atender dos puntos sustanciales en Gadamer. El primero está vinculado a la distinción metafísica entre ciencia y arte, y el segundo reside en la impugnación gadameriana a reducir la estética de Kant a una estética formal. Respecto del primer aspecto, Zúñiga sostiene lo siguiente: "Gadamer viene a sostener que la ciencia es metafísica [...] por pretender una superioridad intemporal sobre el tiempo, mientras que el arte -y la religión y la filosofía- son metafísicas por buscar una superioridad temporal sobre el tiempo" (93). Con relación al segundo punto, advierte el rechazo de Gadamer a las etiquetas de las estéticas de Kant y Hegel, pero lo sustancial aquí es señalar que

la resistencia de Gadamer a considerar la estética kantiana como una estética formal es paralela a su impugnación del supuesto vacío formal del arte moderno. Es verdad que se podría ver en el arte contemporáneo un gran hueco. [...] Ese vacío nihilista da la apariencia de una falta de vinculación del ser. (93)

Frente a este problema, el autor da cuenta de cómo Gadamer no abandona la relación entre arte y la posibilidad de verdad, y señala:

Gadamer piensa de otro modo, a saber: igual que en Kant el libre juego de la imaginación y el entendimiento está referido a la facultad del conocimiento en su totalidad (relación del arte con la verdad) así también el juego libre del arte moderno [...] debe estar referido al ser. (93)

De este modo, se va cerrando la primera parte del libro, no sin antes llegar a uno de los apartados autorreflexivos con relación a la hermenéutica. Como hemos indicado, Zúñiga acompaña las reflexiones gadamerianas y sus consideraciones sobre el arte se ven teñidas desde dicha óptica, pero nunca asume las posiciones hermenéuticas sin realizar una exposición crítica de ellas. Precisamente, el último apartado se denomina "Los límites de la posición hermenéutica ante el arte". En estas últimas reflexiones de la primera parte, Zúñiga muestra la importancia de la hermenéutica para el arte en tanto podría considerarse un modo para el acceso a la verdad de la experiencia estética. A diferencia del acceso a la verdad mediante el entendimiento, el cual puede ser entendido como una experiencia derivada, construida y metafísica de la autocomprensión, la experiencia estética parece ofrecer un modo de relación con la verdad menos forzado para el sujeto y la naturaleza. Así, "la verdad del arte, la experiencia estética, el conocimiento que proporciona el arte, no son metafísicos, según este planteamiento" (96). Por eso, el propósito del autor español es poner de relieve de qué modo la experiencia de verdad y el conocimiento del arte no pertenecen al ámbito epistemológico, no sin antes -o primeramente- constituirse en su dimensión ontológica. En consecuencia, la radicalidad de la experiencia estética respecto de la verdad la ubica como una forma privilegiada de representar un valor extraordinariamente decisivo para la modernidad como la libertad, pues, de esta manera, el arte deviene en "la corporalidad de la libertad; [...] el arte es la Weltanschauung, en sentido literal" (97).

Ahora bien, esta relación del arte con la verdad Zúñiga la complejiza con las consideraciones de Nietzsche y Heidegger al colocarla en el debate entre mito y razón. Los límites racionales de la verdad científica y el problemático costado mítico de la verdad son confrontados en una dialéctica que no permite resolver la valencia al cual se ve expuesta la lógica de la verdad en el pensamiento occidental. De hecho, el autor reconoce que "reducir la verdad a dos formas básicas, la científica y la mitológica es, sin duda, una simplificación" (111). Pese a esta inicial posición, a medida que avanzan sus reflexiones, el autor parece inclinarse y priorizar el tratamiento sobre qué lugar ocupa la verdad mítica en la actualidad. A este respecto, Zúñiga se interroga sobre las dificultades que tiene la razón para conceptualizar determinadas experiencias, así como la ausencia de vocación para comprender lo paradójico de la experiencia humana. Ambigüedades, paradojas e ironías de lo humano parecen convertirse en una frontera para la razón. Zúñiga indica: "Se trata, por tanto, de un deslizamiento de uno a otro sentido producido siempre que usamos el lenguaje, un deslizamiento que provoca la identificación de la esencia de lo verdadero con lo válido múltiple y universalmente" (112).

Si el diagnóstico de crisis y crítica que la modernidad trae aparejada coloca a la propia razón en peligro para encontrar el sentido de las cosas, ¿por qué no apelar a la experiencia mítica de la verdad como forma de acceso? Zúñiga cree que se podría rastrear la estructura mítica de esta experiencia de verdad en lo sublime kantiano como también en el concepto de obra de arte de Heidegger y en la lucha de lo apolíneo y lo dionisíaco de Nietzsche. Por eso, esta primera parte se cierra con la esperanza, la posibilidad y la proyección de encontrar una verdad por estas vías del arte y la poesía. En esa clave, lo importante de la cuestión ya no es la verdad en sí misma, sino la voluntad de crear, el querer buscar el conocimiento y el pensamiento. Así, quien busque el conocimiento desde esos terrenos artísticos no debe instalarse en lo irracional o inconcebible. Por el contrario,

se puede sostener la fuerza del mito en nuestro mundo, pero no por su valor de verdad [...] Creo que el mito tiene que ver con la imperfección. Si el hombre pudiese hablar de eso que en él es algo más que humano de un modo perfecto, entonces podría alcanzar la verdad. (117)

La segunda parte, "Arte, autonomía, soberanía", se inaugura con dos ensayos, "Metafísica, verdad y nihilismo en Nietzsche" y "Hegel, Danto: el fin del arte, el fin de la filosofía", que permiten vislumbrar de qué modo las discusiones en torno al arte, la verdad y la hermenéutica se entretejen con el pensamiento contemporáneo. En el primero, Zúñiga explora la posibilidad de comprender el lugar del arte en nuestra actualidad a través de las consideraciones nietzscheanas. A juicio del autor, el signo que marca nuestra época es el nihilismo reinante. Pero la aclaración sobre este clima de época se vuelve decisiva, pues no es cualquier nihilismo el que impera en nuestro tiempo, sino un tipo de fuerza destructiva que va más allá de la Ilustración y el Romanticismo. La distinción entre pesimismo de la fortaleza y de la debilidad se vuelve especialmente relevante en este contexto, debido a que

solo este último es para él (Nietzsche) un signo de decadencia y lo aplica a los hombres europeos modernos. Pero lo aplica también al socratismo y a la ciencia, es decir, a los causantes de la muerte del arte [... los cuales, además, tienen] miedo a la verdad. (125)

Siguiendo este hilo argumentativo nietzscheano en contra de Sócrates, como aniquilador de la tragedia y, por tanto, como el peligro de la desaparición del arte, Zúñiga se pregunta, con El nacimiento de la tragedia en mano, "¿qué pasa con el arte después de Sócrates?" (130). No obstante, la pregunta se extiende hasta nuestro momento actual en la medida en que el nihilismo negativo sigue reinando. La respuesta ante este horizonte pesimista Zúñiga la encuentra en el propio texto nietzscheano y en el seno de la esfera artística, es decir, el arte "supone la salida al nihilismo negativo mediante dos operaciones: retorciendo los pensamientos de náusea sobre lo absurdo de la existencia y convirtiéndolos en representaciones con las que se puede vivir: lo sublime y lo cómico" (132). Así, el arte no solo es entendido como una cura y un modo de salvación, sino que también se puede entender como una búsqueda de la verdad en el sentido de la no-verdad del ser. En última instancia, de lo que se trata es de evitar "el nihilismo negativo reinante, para concordar verdaderamente con la nada" (134).

Para finalizar, el autor se adentra en las discusiones contemporáneas de la estética, pero particularmente en el debate de la estética alemana acerca de la autonomía. Aquí, las posiciones con las cuales Zúñiga discute, como la herencia hermenéutica en la estética y el legado crítico del Instituto de Investigación Social de Frankfurt, aparecen con nombres propios, a saber, Georg W. Bertram y Christoph Menke. En el apartado vin, "El paradigma de la autonomía del arte", el autor se propone discutir la clasificación realizada por Bertram en su libro El arte como praxis humana (2016), respecto de pensar a Danto y a Menke como representantes de lo que él denomina "paradigma de la autonomía". La intención es evidenciar que Danto y Menke no suscriben a la misma matriz filosófica a la hora de sostener la idea de autonomía artística.

Con relación a Danto, Zúñiga muestra de qué modo el pensador norteamericano puede y no puede ser adscripto al paradigma de la autonomía. El costado hegeliano de su estética muestra esa imposibilidad en tanto Danto supone que el arte es resultado de su época y contexto cultural. Pero tal posición colisiona con la idea de considerar la belleza en términos de un contenido o esencia de la obra de arte. Zúñiga observa que "Danto se muestra como esencialista e historicista al mismo tiempo" (153). El pensador norteamericano, de esta manera, mantiene un movimiento oscilatorio que contradice y no se ajusta, por completo, al paradigma de la autonomía señalado por Bertram. Recordemos que, para este último autor de origen alemán, la pretensión del paradigma de la autonomía por definir el arte como una práctica que difiere de las demás prácticas conduce tanto al aislamiento como a su inhabilitación crítica en relación con otras prácticas. A su juicio, paradigma de la autonomía serían todas aquellas posiciones que comparten que piensan el "arte recurriendo a su especificidad y a su delimitación a otras actividades" (Bertram 12). Por lo tanto, las posiciones de Menke y Danto devienen problemáticas, dado que adhieren a una descripción del arte a partir de la especificidad que opera en todo concepto de autonomía.

Bertram parte de objetar que la propuesta de Danto de la obra de arte se piense como una obra a la que le es constitutiva la interpretación. Si toda obra de arte es una autointerpretación, entonces, tal autocomprensión muestra un punto de vista estético particular o específico de la obra en la praxis humana en relación con otras formas de praxis. El autor afirma que una consideración de este tipo sobre el arte contiene los siguientes peligros: a) asignarle un valor en relación a las demás prácticas que termina por diluir el arte como una práctica más que se autodetermina; b) otorgarle una especificidad radical al arte que no le aporta ningún valor en el marco de la praxis humana. En consecuencia, Danto solo se detiene a destacar el momento autónomo y específico del arte sin explicar la relación del arte con la praxis en general. Sin embargo, como indica Zúñiga, el hegelianismo de Danto no admite una mirada unilateral de la autonomía. En la teoría de Danto, si se quiere, su relación con la idea de autonomía reside en "la manera específica en que las obras de arte presentan sus significados" (156).

En este punto en particular de las críticas de Bertram a Danto, Zúñiga concuerda con el filósofo alemán en tanto sostiene que Danto no logra acertar en el tratamiento del valor del arte a la hora de pensar los procesos por los cuales algo deviene arte. La teoría del pensador neoyorquino solo justifica lo que el mundo del arte valida como artístico, pero no puede establecer de qué modo esos mecanismos de validación para el ingreso al mundo del arte se relacionan con la especificidad del arte.

Respecto del otro representante del paradigma de la autonomía en la crítica de Bertram, Zúñiga parece acordar en más puntos con las objeciones a la idea de fuerza de Menke. Para Bertram la descripción de Menke sobre el arte como un juego de fuerzas desarrollada en su obra Kraft (2008) como, asimismo, la explicación de las experiencias estéticas "como experiencias de abandono de la rutina cotidiana" (Bertram 15) de La soberanía del arte (1997) son problemáticas. Bertram remarcará que ambas consideraciones sobre el arte no explican la relevancia del arte y, a su vez, dificultan entender el arte como una praxis plural. Así, se volvería ilegitimo explicar la autonomía estética en términos de experiencia estética. De ese modo, "la posición de Menke" no permite "explicar la pluralidad de las artes como rasgo genuino del arte" (Bertram 22), lo que implica una reducción del arte a su especificidad que lo aparta del marco de la praxis humana. Dicho problema tiene su raíz en la reducción del arte a una experiencia unitaria, esto es, "a una determinada experiencia que hacen los sujetos en el trato con las obras de arte o con acontecimientos estéticos" (Bertram 23). Por lo tanto, la propuesta de Menke, según Bertram, excluiría mediante la especificidad que le otorga la autonomía artística la pluralidad concreta y el sentido, es decir, todo lo que involucra la praxis del arte. Así, pondría a Menke "en la tradición de Benjamin y Adorno, pero conecta al mismo tiempo con el romanticismo y con Nietzsche" (Bertram 36).

Siguiendo este hilo de críticas, Zúñiga da un paso más y objeta la forma en la cual Menke piensa defender el arte. Según entiende el autor español, existirían dos formas de defensa del arte para el esteta alemán:

[P]or un lado, como práctica social, en el arte se realiza una capacidad adquirida socialmente por un sujeto, [esto es, el arte como poiesis. Mientras que, por otro lado, se puede encontrar] el pensamiento estético del arte [...] la experiencia de que en el arte se despliega una fuerza que conduce al sujeto fuera de sí [...] una fuerza oscura. (162)

El autor español explica que aceptar estas formas de defensa del arte implica mantener dos tesis contradictorias o, por lo menos, "no es fácil combinarlas" (163). Si se concibe el arte como fuerza más allá de lo social se cae en una forma de autonomía total que escinde al arte de la praxis, y si se entiende al arte como "puerta donde se introduce la fuerza en lo social", el arte no puede ser integrado a cualquier actividad humana. En esta crítica Zúñiga recuerda que Menke no es cualquier pensador de la tradición alemana, sino uno muy singular.

Los trabajos de Menke se inscriben en un contexto de discusión amplia de la estética alemana contemporánea. Tal contexto contiene la ambigüedad de hacer coexistir, por un lado, la renovación habermasiana de la teoría crítica alemana y, por otro lado, la preservación de la herencia posestructuralista como crítica de la razón que el propio Habermas había impugnado en El discurso filosófico de la modernidad. Como explica Zúñiga, "Menke, en cambio, sabe que también Nietzsche puede ser leído en sentido ilustrado, asume que quien ha realizado verdaderamente crítica filosófica ha sido Nietzsche" (163). El primer trabajo de Menke, La soberanía del arte, evidencia un poco esa ambivalencia, en la medida en que su estudio oscila entre Adorno y Derrida. En sus trabajos tempranos, su preocupación es hallar en el concepto de soberanía una opción al concepto tradicional de autonomía para pensar el arte a través de su potencial transgresivo y crítico de la razón. De ese modo, el arte consigue, mediante su soberanía, ser autónomo, esto es, "traspasa los límites que le impone la diferenciación institucional" (Vilar 254). Inspirado en Teoría estética, de Adorno, y en la interpretación de Derrida sobre Artaud, Menke sugiere pensar la experiencia estética a partir de la posibilidad que tiene el arte como una forma de diferenciación de la razón como suplemento, simulacro o juego. Tanto Derrida como Adorno ofrecerían la posibilidad de combinar, sin reducir, la autonomía a la soberanía o viceversa. Sin embargo, desde la publicación de Fuerza, su estética comienza a focalizarse en el concepto de fuerza antes que en el de soberanía. El arte se vuelve una total alteridad por medio de su fuerza, evitando que el arte devenga en mercancía, conocimiento, acción o juicio.

Frente a este planteamiento, Zúñiga advierte una serie de riesgos sin solución o callejones sin salida. A juicio de nuestro autor, la tendencia de Menke por describir la crisis de la subjetividad moderna mediante la genealogía de la estética y seguir las huellas de una estética de la fuerza a partir de Nietzsche, Herder y los románticos alemanes "tira por la borda la estética moderna, a la que tilda, sencillamente, de ideológica, y construye toda su teoría estética desde el concepto de fuerza oscura, que sería el núcleo de la libertad estética como categoría de la diferencia" (165). En relación con esta objeción, podemos señalar que, probablemente, el concepto de autonomía que se está impugnando aquí no esté enfocado del todo. Menke ha marcado que su defensa de la autonomía no la realiza en beneficio de su separación de la praxis vital. Por el contrario, pretende mostrar de qué modo el concepto de autonomía ha servido para despotenciar al arte en su crítica de la razón y sus esferas. La autonomía, entendida en los términos que Bertram y Zúñiga parecen asumir, puede conducir, o bien a considerarla como una forma de aislamiento y separación, o bien como una expresión del arte que se cierra sobre sí al modo de un erizo o mónada. Por el contrario, creemos que Menke, trazando un recorrido histórico de la subjetividad estética y la modernidad, procura garantizar la autonomía del arte, pero no al precio de renunciar a toda posible intervención de esta en la esfera de los discursos y las prácticas cotidianas establecidas, o al intento de rescatar este poder a costa de desdibujar los límites del ámbito propiamente estético. Antes bien, dicha perspectiva emprende una propuesta vinculada a una dialéctica negativa donde la autonomía no suponga aislamiento o separación, ni tampoco una soberanía esteticista que se acusa de arbitraria y presa de la arcaica idea de genio.1 La dimensión estética, de ese modo, no asumiría la tarea de revelar una verdad que preexistiría a las formas y a los propios materiales artísticos. Establecer una dialéctica negativa entre autonomía y soberanía de la dimensión estética supone eludir el desdibujamiento de aquel tipo de subjetividad que prefigura la obra de arte moderna en tanto punto de tensión entre las dos tendencias mencionadas, esto es, una subjetividad que asume la necesidad de oponerse a aquellas fuerzas que desgarran la unidad de la conciencia, pero que también se encuentra dispuesta a resistir toda posible interrupción arbitraria de la reflexión.

Pese a estas consideraciones, la posibilidad del pensamiento estético moderno de la fuerza, para relacionar la exigencia de autonomía con la pretensión de soberanía en un proceso dialéctico negativo y fundamentar, de esta forma, la imagen de una subjetividad de carácter autocrítico, no debería ser interpretada en términos de una apología de este. En contraposición, su autonomía le permite radicalizar su crítica en relación a otras dimensiones del saber en tanto se vinculaba con ellas o, incluso, permanecía como su fundamento. En consecuencia, cabe preguntarse: ¿por qué Zúñiga considera que deberían ser órdenes separados el de la dialéctica y el de la diferencia?; es decir, ¿por qué no mantener el conflicto irresoluble sin buscar el acercamiento o pensarlos como separados?

Pese a este mínimo señalamiento que realizamos respecto de Menke, el trabajo de Zúñiga en este último apartado permite rastrear en profundidad las dificultades que trae aparejado el concepto de autonomía. De hecho, el autor muestra que de fondo el debate no puede encubrir la clave que ha acompañado la relación arte y praxis, a saber, la estética de Hegel. El enclave hegeliano, su órbita, no deja de estar presente en todo pensamiento estético que se pretenda autónomo. Así, "el espíritu hegeliano sería sinónimo de la praxis humana, un conjunto complejo de actividades en el interior de las cuales el arte actuaría como una praxis particular, como praxis reflexiva" (169). Tal descripción permite pensar al arte como parte de la praxis racional y, por ende, "el proceso de la constante redefinición de los puntos de vista esenciales" (169) de la propia razón.

Para finalizar, cabe señalar que el lector podrá recuperar al menos tres elementos del libro. El primero está relacionado con la importante explicación y facilidad con la que se accede a autores complejos. Zúñiga muestra en su escritura, sin abandonar el rigor técnico, un camino accesible a la estética contemporánea propia de un maestro que exige y concede al mismo tiempo. El segundo elemento es la investigación elaborada para este libro. Los textos y las discusiones gozan de una actualidad pavorosa tanto académicamente como en los circuitos no académicos. Y, finalmente, creemos que las preocupaciones vertidas en este libro son de suma importancia dado el contexto actual de erosión hacia la verdad. Desde terraplanistas hasta negadores del Holocausto, pasando por cuestionadores de los procesos vacunatorios, la verdad parece ser algo del pasado, ese elemento que nadie se anima a nombrar por miedo a la hegemonía del perspectivismo. El lector, en este texto, se encontrará con una discusión sobre la verdad a partir de la estética que no lo devolverá a las antiguas expresiones de la verdad con mayúsculas o a la verdad como aletheia, sino a la verdad como espacio común necesario para discutir, comunicarse y reunirse. Pues, como indica el autor en una de sus páginas, "el respeto a la voluntad de todos es el verdadero fundamento del proyecto moderno" (195) y no la verdad segmentada de grupos, redes o ecosistemas virtuales. En fin, la apuesta por la verdad histórica, la verdad del arte, la verdad en la información y la verdad en la ciencia no parece ser poca cosa en nuestras sociedades y, en consecuencia, una necesidad a la que el pensamiento debe enfrentar.

Bibliografía

Bertram, Georg. El arte como praxis humana. Una estética. Traducido por José Zúñiga. Comares, 2016. [ Links ]

Bubner, Rüdiger. "Sobre algunas condiciones de la estética actual." Acción, historia y orden institucional. Ensayos de filosofía práctica y una reflexión sobre estética. Fondo de Cultura Económica, 2010. 357-410. [ Links ]

Menke, Christoph. La soberanía del arte. La experiencia estética según Adorno y Derrida. Traducido por Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina. Visor, 1997. [ Links ]

Menke, Christoph. Kraft. Ein Grundbegriff ästhetischer Antropologie. Suhrkamp, 2008. [ Links ]

Menke, Christoph. Fuerza. Un concepto fundamental de la antropología estética. Traducido por Maximiliano Gonnet. Comares, 2020. [ Links ]

Vilar, Gerard. "El concepto de autonomía en la estética alemana reciente." Estudios filosóficos 67.195 (2018): 247-262. [ Links ]

Zúñiga, José F. El diálogo como juego. La hermenéutica filosófica de Hans-Georg Gadamer. Universidad de Granada, 1995. [ Links ]

1Podría tenerse en cuenta en esta direc ción la crítica que dirige Rüdiger Bubner a la teoría crítica y a la hermenéutica por la tendencia de ambas corrientes a proyectar sobre el arte problemas que tendrían su origen en el ámbito filosófico (cf. Bubner 2010). Para Bubner, en su afán por resolver estos problemas, dichas perspectivas habrían puesto en peligro la idea moderna de autonomía del arte.

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