Introducción: el joven Leibniz y el problema de la justicia de Dios como amor divino
Tras los trabajos seminales de Gaston Grua1, la doctrina del derecho y, más ampliamente, la filosofía moral de Leibniz comenzaron a constituirse progresivamente, a partir de la segunda mitad del siglo xx, en objetos de insoslayable interés para los estudiosos de su filosofía2. Si bien los estudios consagrados a dicha dimensión del pensamiento de Leibniz han logrado exponer las ideas y principios que gobiernan su filosofía moral, es posible aún apreciar algunas dificultades o, cuando menos, vacíos exegéticos. Entre estos, figura el papel que juega el concepto de amor en la articulación del juvenil proyecto leibniziano de la jurisprudencia universal3. Pese a que, igualmente, diversos estudios han abordado, desde distintos ángulos, el significado e importancia que Leibniz confiere al concepto de amor4, no se ha puesto en evidencia que es debido a ciertas tensiones que dicho concepto suscita que el joven polímata alemán forja su primera teodicea: la Confessio Philosophi (1672-1673 (?))5.
El propósito del presente estudio consiste en develar la tensión que emerge en la filosofía del joven Leibniz relativa a la definición de la justicia basada en el concepto de amor, y que se manifiesta en el conflicto entre I) la convicción -emanada del dogma cristiano y, particularmente, cara a la Reforma luterana- del amor universal de Dios hacia los seres humanos vis-à-vis de II) la problemática existencia de la injusticia en el mundo, que se presume incompatible con la omnipotencia, omnisciencia y bondad de Dios6. Es la colisión entre un enfoque definicional y abstracto de la justicia fundada en el amor, y la existencia concreta y empírica del mal en el mundo -y que evoca el trilema de Epicuro7- lo que gatilla una reconsideración de Leibniz de la articulación a partir de la cual es posible definir el concepto de justicia. Convencido de que Dios ama a todos los hombres, Leibniz se ve, sin embargo, conducido a poner en cuestión esta tesis, en virtud de la innegable constatación de la existencia del mal en el mundo. Nuestra hipótesis es que es este problema -antes que el de la predestinación y el de la presciencia divina- lo que motiva la redacción de la Confessio Philosophi. La posibilidad teológicamente indeseable de que Dios no ame a todos los hombres -respaldada por el hecho de que los malos son beneficiados, y los buenos, castigados- representa, pues, el abismo de todos los abismos, y en cuyo precipicio Leibniz elabora los fundamentos de su primera teodicea.
En la primera sección (1), explicamos la estrategia, fundamentalmente analítica, que Leibniz desarrolla en el conjunto de manuscritos programáticos intitulados Elementos del derecho natural (1669-1671 (?)), y en los que él define el concepto de justicia basado en el de amor. En la segunda sección (2), analizamos el modo en que Leibniz transpone esa definición al dominio de la teología, cuadro en el que la pluma de Leibniz, en una especie de escisión o bifurcación poligráfica, da origen a dos estilos distintos de escritos: a diferencia del estilo programático de los Elementos del derecho natural, el problema de la relación entre amor y justicia es tratado por Leibniz por medio de I) escritos expositivos y II) escritos aporéticos. En la correspondencia con los juristas Lambert van Velthuysen y Herman Conring, así como con el teólogo jansenista Antoine Arnauld, Leibniz se limita -en un tono asertórico y cuasi dogmático- a proyectar su definición de justicia en un plano teológico (escritos expositivos): en cambio, en Sobre la omnipotencia y omnisciencia de Dios y la libertad del hombre (1670-1671 (?)), él adopta una actitud diferente, al reconocer -en un tono más bien de cautela- las dificultades que envuelve dicha definición (escritos aporéticos)8. Finalmente, en la tercera sección (3), explicamos el modo en que la tensión entre el enfoque conceptual o analítico de la definición de la justicia y la existencia indesmentible del mal en el mundo motiva el problema central de la Confessio Philosophi, a saber, la justicia de Dios, describiendo, retrospectivamente, el tránsito que Leibniz trazó desde sus escritos aporéticos hasta llegar a la Confessio Philosophi. Así, a diferencia de lo que han sostenido ciertos autores, intentaremos mostrar que es la posibilidad de que Dios no ame a todos los seres humanos lo que motivó la redacción de la Confessio Philosophi, y que, por la misma razón, este no puede ser considerado como un diálogo ficticio o imaginario9: sus protagonistas -un teólogo catequista y un filósofo catecúmeno- son ambos Leibniz. Leibniz es, a la vez, el luterano que no quiere renunciar a sus convicciones teológicas, y el exigente filósofo que, sin dar espacio a las inconsistencias, espera resolver los problemas de dogma por medio de la razón10.
1- La justicia como amor en el joven Leibniz: los Elementos del derecho natural
Los Elementos del derecho natural constituyen el primer esfuerzo sistemático de Leibniz por definir del concepto de justicia. Si bien, en su condición de jurista, Leibniz había ya consagrado una gran parte de su incipiente trabajo al desarrollo de una teoría del derecho, sus investigaciones no gozaban aún de una coherencia y madurez filosófica suficientes11. Es en el contexto del encaramiento de las tareas encomendadas por el barón de Boineburg en Mainz que, en la transición de las décadas de 1660 y 1670, Leibniz se consagra a la elaboración de los fundamentos del derecho: «mi situación actual -escribe Leibniz a Arnauld- me exhorta a intentar establecer la moral y los fundamentos del derecho y de la equidad con un poco más de certeza y de claridad que aquellas de que tenemos conocimiento habitualmente»12. Leibniz estaba así a la cabeza del proyecto irénico de reunir las iglesias cristianas13.
En los Elementos del derecho natural, Leibniz busca conciliar las doctrinas jurídico-políticas de Hobbes y Grotius14: si Leibniz concuerda con la necesidad de atribuir al poder un rol fundamental en la definición del concepto de justicia -como piensa Hobbes-, él pretende, al mismo tiempo, articular dicha facultad con la razón -que es la que resalta Grotius15-. Y es, precisamente, al inicio de los seis manuscritos que componen los Elementos del derecho natural, que Leibniz critica ásperamente la doctrina de Grotius -concediendo, entonces, de manera implícita, la tesis de Hobbes-. Como Leibniz explica:
En el Prolegómeno, Grotius introduce a Carnéades, quien afirma que la justicia o bien no es insensata, o bien es supremamente insensata, ya que uno se perjudica a sí mismo con el objeto de procurar el bien de otro. Grotius niega que sea insensato procurar el bien de otro a expensas del nuestro. Yo no dudo que sea eso mismo lo que resulta insensato […] y, en rigor, si no lo es, nada lo es. ¿Qué puede ser insensato, si desatender la utilidad de uno mismo no lo es?16.
El argumento de Leibniz contra Grotius es interesante en la medida en que, integrando la tesis de Hobbes, él considera que la utilidad personal no puede ser desestimada como un elemento constitutivo de la justicia. Por medio de la formulación de un segundo argumento, Leibniz profundiza su crítica a Grotius: Leibniz piensa que, en el fondo, en la hipótesis dicotómica de Grotius entre utilidad personal y utilidad del otro, estas no se entorpecen mutuamente. En otras palabras, Leibniz reprocha a Grotius que su razonamiento descansa en un falso dilema, ya que utilidad personal y utilidad del otro son conciliables. En palabras de Leibniz:
Concedamos que la justicia sea un estado que no perjudica a nadie si no existe la necesidad de hacerlo. Sin embargo, debe añadirse algo más: un hombre justo debe no solamente abstenerse de perjudicar a otro si no hay necesidad de hacerlo, sino que, además, debe ayudarlo, primero, cuando puede aliviar la miseria del otro, sin perjudicarse a sí mismo; segundo, cuando él puede compensar la pérdida de utilidad del otro sin que desaparezca la suya propia, y, tercero, cuando él puede procurar la utilidad del otro sin perder la propia17.
La justicia consiste, entonces, en una conciliación del mutuo beneficio de los sujetos: esto quiere decir que cada uno ha de procurar la utilidad y el impedimento de la miseria tanto personales como del resto. De ahí que, consecuentemente, Leibniz caracterice la justicia como «un esfuerzo [conatus] incesante hacia la felicidad común, preservando la propia»18. Unilateralmente, la justicia puede ser definida entonces -desde una perspectiva aristotélica- como «la prudencia de ayudar o perjudicar a otro»19. Por ello, conversamente, «no puede haber justicia sin prudencia»20. A partir de ahí, Leibniz logra definir la justicia como
la prudencia de hacer el bien a los demás, ya sea no propiciando para nosotros mismos el bien a expensas de perjudicar a los demás de manera deliberada, ya sea no siendo nosotros mismos la causa de su mal […] La voluntad propia ha de procurar la voluntad del otro de manera prudente21.
En este contexto, Leibniz encuentra en el concepto de amor un componente fundamental de la definición de la justicia. En efecto, puesto que la justicia consiste en la moderación de los afectos, y dado que cada uno ha de velar tanto por la utilidad propia como por la del resto, Leibniz descubre en el concepto de amor el rasgo esencial que permite identificar las acciones justas: «lo que es justo es la proporción entre el amor a uno mismo y al prójimo»22. Leibniz concibe la justicia, en definitiva, como la expresión del producto resultante de la utilidad personal y la del otro, y que ha de estar fundada, por ello, en un amor proporcional. Por ello si, desde una perspectiva aristotélica, Leibniz considera que «la prudencia no puede separarse de nuestro propio bien»23, es en un tono más utilitarista que kantiano que se devela el principio rector de -lo que podemos llamar- la ética leibniziana: «es necesario que todo deber sea útil»24. El bien y la utilidad personales y el bien y utilidad del otro pregonados por Hobbes y Grotius, respectivamente, son así dos condiciones de la definición de la justicia y que, en vez de excluirse, Leibniz muestra como compatibles.
Aunque en términos generales la propuesta de Leibniz responda a -lo que ha sido correctamente denominado por André Robinet- un enfoque nominal (approche nominale)25, él apela a la experiencia para justificar, propiamente tal, su definición del concepto de amor. Como explica Leibniz:
no hay nadie que haga deliberadamente algo si no es por su propio bien, y, del mismo modo, nosotros buscamos el bien de aquellos que amamos debido al deleite que tenemos en virtud de su felicidad: así pues, amar es deleitarse en la felicidad del otro […]26.
Amar no es, entonces, una condición externa a nuestro propio bien, así como tampoco un medio para obtener nuestra felicidad: el amor al otro nace de la utilidad personal misma y representa un fin en sí mismo27. En otras palabras, «[…] el bien de otro puede ser un fin en sí mismo [es decir] puede ser buscado por sí mismo, cuando nos deleitamos en ello»28. De esta manera, dado que «aquello en lo que nos deleitamos es buscado por sí mismo y ya que uno busca por sí mismo aquello en lo que nos deleitamos […]»29, amar a otro y buscar la felicidad propia no son sino una y la misma cosa30. Con ello, Leibniz puede definir la justicia en base al concepto de amor, toda vez que, tal como este, la justicia exige, a la vez, el bien propio y el del otro:
Como la justicia exige que el bien del otro sea buscado por sí mismo [y] como buscar por sí mismo el bien del otro es amar al otro, se sigue de ello que el amor pertenece a la naturaleza de la justicia. La justicia será el hábito de amar a los otros -es decir, de buscar el bien de los otros por sí mismo- [esto es] de deleitarse en el bien de los otros- en la medida en que ello pueda hacerse de manera prudente31.
Así, toda vez que, cuando uno se deleita en el bien o felicidad del otro, uno busca, por ello mismo, ese bien o felicidad, el amor se convierte en una condición de la justicia: como observa Paul Rateau, «la verdadera justicia es amor, y el verdadero amor es justicia»32. Dado este cuadro, Leibniz puede definir la justicia como «la virtud del amor o amistad»33. Siguiendo esta premisa de inspiración platónica34 y sobre la base de la conciliación que ha de existir entre utilidad personal y utilidad del otro, Leibniz concluye: «amamos a aquél cuya felicidad nos es placentera»35. De manera general, la justicia corresponde a «la disposición de amar a los otros […] en la medida en que se haga prudentemente»36.
Leibniz ha, entonces, descubierto el elemento central en la definición de la justicia: el amor. Este descubrimiento encubre, sin embargo, una marcada ambivalencia y que se refleja -como lo advertimos y explicamos en la introducción- en una escisión o bifurcación poligráfica: si, por una parte, Leibniz se encargará de divulgar entre algunos de sus interlocutores el valor de su definición de la justicia que él ha alcanzado en sus Elementos del derecho natural (escritos expositivos), por otra, él no dejará de manifestar o, al menos, insinuar frente a otros interlocutores, así como en sus escritos de uso privado, las dificultades que su método analítico reviste, y que sugieren una colisión entre dicho método y la experiencia (escritos aporéticos).
2- El precipicio del abismo: «Dios no ama a todos los hombres». La escisión o bifurcación poligráfica: valor y dificultades de la definición de la justicia basada en el amor
Paralelamente a la redacción de los Elementos del derecho natural, Leibniz divulga y extiende entre algunos interlocutores los resultados de su investigación allí realizada: Antoine Arnauld, Herman Conring y Lambert Van Velthuysen se convierten así en los testigos del valor y dificultades del descubrimiento de Leibniz, sintetizado en la definición de la justicia como amor.
En la correspondencia con el jurista holandés Lambert Van Velthuysen, Leibniz se limita a exponer las tesis y definiciones del concepto de justicia que él ya ha alcanzado. Además de destacar la importancia de la conciliación entre las doctrinas jurídico-políticas de Hobbes y Grotius, y subrayar la solidez de numerosos principios del derecho natural que ambos han establecido37, Leibniz evoca la definición de la justicia a partir del concepto de amor: «yo defino ‘hombre justo’ como aquel que ama a todos los hombres: el amor es deleitarse en el bien del otro»38. Y en una carta posterior, repitiendo la fórmula, él señala las ventajas de su descubrimiento, las que le han permitido demostrar los teoremas del Derecho natural:
Yo defino al hombre bueno como aquel que ama a todos los hombres: amar es deleitarse en la felicidad del otro. El derecho es el poder del hombre bueno […] A partir de estas definiciones, yo he podido demostrar todos los teoremas del Derecho natural39.
Vis-à-vis del intercambio epistolar con Lambert Van Velthuysen, la correspondencia con Herman Conring no refleja un avance substancial en relación con la definición de la justicia. Sin embargo, el valor de ella es que Leibniz recalca allí la importancia de dos condiciones metafísico-teológicas de la justicia, a saber, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma: «puesto que es evidente que Él [i.e. Dios] no es siempre un castigador en esta vida, debe haber otra más allá de ésta: es decir, es necesario que haya un Dios y que el alma humana sea inmortal»40. Esta observación de Leibniz no resulta en lo absoluto inocua, pues es la garantía de la existencia de Dios la que, al hacer permeable la definición de la justicia a la teología, va a motivar su reflexión con relación a la (in)compatibilidad entre la definición de la justicia y la existencia del mal en el mundo: si hay mal e injusticias en el mundo, ello no obsta, sin embargo, que Dios sea justo, puesto que hay otra vida en la que Él recompensa tales injusticias41. Pero subsiste un problema: si Dios es todopoderoso y sumamente bueno, y, por lo mismo, justo, entonces -dada la definición de la justicia- Él ama a todos los hombres: pero ¿por qué, si Dios ama a todos los hombres, existen en esta vida injusticias que Él, en virtud de su omnipotencia, podría erradicar? Si esta pregunta no figura en los Elementos del derecho natural (escritos programáticos), así como tampoco en los intercambios recientemente examinados con Van Velthuysen y Conring (escritos expositivos), ella aparecerá aunque sólo insinuada o de soslayo- en otros textos (escritos aporéticos): además de su Sobre la omnipotencia y omnisciencia de Dios y la libertad del hombre de 1670-1671 (?), ella figurará en la célebre carta que Leibniz envía al teólogo jansenista Antoine Arnauld en noviembre de 1671. Este conjunto de textos puede considerarse, desde este punto de vista, como un ejercicio propedéutico que condujo a Leibniz a redactar la Confessio Philosophi42.
En su carta a Arnauld, el joven Leibniz, intentando entrar en contacto con su interlocutor, da un estado de cuenta detallado de los resultados de las investigaciones que él, hasta ese momento, ha logrado. Dentro de los temas que él ahí aborda, el derecho tiene un lugar prominente. Leibniz reproduce su definición del hombre justo o bueno como aquel que ama a todos los hombres, así como la del amor como deleite en la felicidad del otro, e insiste sobre el hecho de que, a partir de estas definiciones, él puede deducir todos los teoremas del derecho natural43. Pero es aquí donde Leibniz se permite introducir algunas tesis adicionales que anuncian el problema del amor de Dios, al concebir el amor, tanto de Dios como de los seres humanos, como una condición de importe universal. Leibniz se refiere, en primer lugar, al amor de los seres humanos en los siguientes términos:
[…] al amar a todos los hombres, el hombre justo se esfuerza por el bien de todos, incluso cuando no puede […] toda obligación se resuelve en el esfuerzo más alto: lo mismo es amar a todos los hombres que amar a Dios […] Más aún: es lo mismo amar verdaderamente o ser sabio y amar a Dios por sobre todas las cosas, es decir, amar a todos los hombres, esto es, ser justo44.
Sobre la base de relaciones de equivalencia entre, por una parte, ‘hombre justo’ y ‘hombre que ama a todos los hombres’ y, por otra, ‘amar a todos los hombres’ y ‘amar a Dios’, Leibniz afirma que «es lo mismo amar verdaderamente o ser sabio y amar a Dios por sobre todas las cosas, es decir, amar a todos los hombres»: todas estas expresiones -sugiere él- equivalen a ‘ser justo’. Una de tales equivalencias es, sin embargo, enigmática, si no problemática: la equivalencia ‘amar a todos los hombres’ y ‘amar a Dios’ parece apresurada y, en la misma medida, puede despertar una sospecha, pues, en rigor, ¿por qué no podría el hombre amar a Dios sin amar a los demás hombres, y viceversa? Pero existe una dificultad menos especulativa: ¿por qué Leibniz no enuncia explícitamente la premisa sobre la cual descansa tal equivalencia, a saber, que Dios ama a todos los hombres, tal y como el hombre justo ama o se esfuerza por amar a todos los hombres? En otros términos, ¿por qué Leibniz no declara que Dios ama a todos los hombres, si, en principio, nada parece impedir que Él, siendo todopoderoso, sea, eo ipso, el más justo? La imposibilidad de responder esta pregunta sugiere que Leibniz no suscribe la tesis según la cual Dios ama a todos los hombres. La continuación del pasaje confirma esta interpretación: para Leibniz, Dios no ama -y no puede amar- a todos los hombres. Sin afirmar explícitamente esta herética tesis, Leibniz alude, sin embargo, de manera indirecta a ella, al formular la siguiente hipótesis:
Si hay varios hombres a los que ayudar, pero que se obstaculizan entre sí, es necesario preferir aquel del cual se seguirá un bien total más grande: entonces, en caso de conflicto, permaneciendo todo lo demás igual, [es necesario] preferir el mejor, es decir, aquel que ama más el bien general. Así pues, aquel bien que se concentra en uno será multiplicado reflejándose en los demás, y, por consiguiente, haciendo el bien de uno, uno hará el bien de muchos. Más aún: en general, permaneciendo todas las cosas iguales, es necesario preferir aquel que es o que tiene lo mejor45.
A partir de este cuadro hipotético en el que los hombres se obstaculizan entre sí, Leibniz sugiere que algunos deben ser preferidos en detrimento de aquellos que resultan, en virtud de esa preferencia, excluidos. A la luz del problema descrito en este cuadro hipotético, el problema que de este emerge es que Dios no podría amar a todos los hombres: es necesario que, también o incluso Él, elija. En consecuencia, Dios podría amar a todos los hombres si, y sólo si, a contrario, ninguna elección que tenga por objeto una preferencia le fuese impuesta: tal prerrogativa va, sin embargo, contra la hipótesis misma. Por lo tanto, ni siquiera Dios puede amar a todos los hombres, ya que, desde el momento en que Él debe elegir o preferir ciertos hombres, no lo puede sino hacer en detrimento de los demás: Dios no «elige» a todos los hombres porque no puede. Y he ahí la consecuencia herética que se desprende de este caso hipotético en conjunción con la definición leibniziana de la justicia: si Dios no «elige» a todos los hombres, entonces Él no es justo, puesto que no satisface (siquiera) la condición que define al hombre justo, a saber, amar a todos los hombres. Tal es la herética paradoja arraigada en el abismo de todos los abismos: Dios, el ser más poderoso y convocado, por ello mismo, a ser el más justo, no ama -porque no puede- a todos los hombres.
En su carta a Arnauld, Leibniz no devela, sin embargo, las dificultades que encierra su definición de la justicia fundada en el amor: él guarda silencio respecto del alcance de las consecuencias heréticas que se desprenden del contraste entre su definición de la justicia y la existencia del mal en el mundo. Y, no obstante lo anterior, la estrategia que Leibniz adopta para resolver esta aporía no es ceder frente al peso de la experiencia, abandonando su enfoque analítico estricto: por el contrario, él elabora una respuesta puramente racional para reivindicar la justicia divina (teodicea) en el mundo, justificando la existencia e, incluso, necesidad del mal en él.
La carta de Leibniz a Arnauld queda sin respuesta: Leibniz no encontró, entonces, en el teólogo jansenista un interlocutor con el cual él habría podido discutir la definición del concepto de justicia que acababa de establecer. Leibniz se vio, en consecuencia, forzado a «inventarse» un interlocutor para poner a prueba dicha definición. Este interlocutor no será otro que un cierto teólogo catequista -que hace las veces de testigo y objetor de las tesis ético-jurídicas y teológico-metafísicas de Leibniz- con el cual un cierto filósofo catecúmeno entra en diálogo. Ambos son los protagonistas de la Confessio Philosophi.
3- De la Confessio Philosophi a los escritos (aporéticos) preparatorios: una reconstrucción retrospectiva de la solución de Leibniz al problema de la justicia de Dios como amor divino
Tras su llegada a París hacia fines de marzo de 1672, Leibniz emprende la tarea de sistematizar su teoría de la justicia divina con el propósito de resolver las dificultades a las que él había intentado dar respuesta. En este contexto, sus intereses filosóficos sufren un ligero, pero decisivo giro, pues el tratamiento de los problemas metafísicos y teológicos no aparece ya estrictamente articulado con las tareas diplomáticas y políticas que marcaron sus investigaciones en Mainz. La Confessio Philosophi es así el primer gran resultado de la reorientación teórica de su trabajo intelectual, consagrado, de aquí en más -aunque no sin intermitencias o matices- a un desarrollo que, sin ser incompatible con su proyecto irénico, no se subordina -o, al menos, no con la misma fuerza- a prescripciones de carácter político. En una palabra -y en un sentido más amplio- es en la capital francesa que Leibniz logra abrirse un espacio dentro del mundo filosófico y científico de su época46.
En el inicio de la Confessio Philosophi, Leibniz enuncia la pregunta de si Dios es -o no- justo. Sin embargo, es en boca del teólogo catequista que él la formula: «¿piensa ud. que Dios es justo?»47. Y es también él quien enuncia el principio del amor universal de Dios que se desprende de su justicia: «si Dios es justo, Él ama a los hombres»48. La palabra vuelve al filósofo catecúmeno -portavoz de Leibniz-, quien reconoce la dificultad: «algunos lo han negado […]»49. Las consecuencias que Leibniz deduce de este problema son, precisamente, aquellas que, en la carta a Arnauld, él prefirió mantener bajo reserva. En voz del filósofo catecúmeno, Leibniz continúa:
Cuando ellos añaden que Dios ama solamente a los elegidos, ellos hacen ver que Él ama más a unos que a otros -pues elegir es eso- y que, por consiguiente, ya que no todos podían ser salvados, aquellos que son menos amados […] han sido rechazados50.
Es evidente, entonces, que Leibniz es consciente de la dificultad de admitir su propia definición de la justicia de Dios fundada en el amor. El principio según el cual Dios debe elegir ciertos hombres y rechazar otros -que es la hipótesis que él planteó en su carta a Arnauld- implica que Él no los ama a todos. Leibniz asigna al teólogo catequista la tarea de poner en evidencia la imposibilidad de admitir el dogma de un amor divino universal, si uno se ve forzado a conceder -en virtud de la experiencia- lo contrario, esto es, que Dios no ama a todos los hombres:
Si Dios se deleita en la felicidad de todos, ¿por qué no los ha hecho a todos felices? Si Él los ama a todos, ¿cómo es que Él daña a tantos? Si Él es justo, ¿cómo se revela Él tan inicuo que, de una materia semejante en todo sentido, con la misma arcilla, Él forma unos jarros destinados a un noble uso, y otros, a un uso despreciable?51.
La desgracia, el daño y la desigualdad que existen en el mundo contradicen el dogma según el cual Dios -comparado aquí con un artesano- ama a todos los hombres. La imposibilidad de admitir el amor universal de Dios revela un abismo cuya profundidad obliga a Leibniz a encarar una solución. La Confessio Philosophi puede, en definitiva, ser interpretada como un diálogo en el que Leibniz reconstruye sus propias vivencias en el descubrimiento desolador de este abismo. Por ello -como hemos ya anticipado52-, la Confessio Philosophi no puede ser interpretada como un diálogo ficticio o imaginario: teólogo y filósofo son ambos Leibniz.
Ahora bien, contrario a toda expectativa que presuma la prevalencia de la facticidad y que implique renunciar a dar razón del mal y la injusticia, la solución de Leibniz consiste en realzar el carácter racional de la jurisprudencia y, por tanto, de la justicia de Dios: si él no niega el indesmentible e insoslayable peso de la experiencia, esta ha de someterse al canon impuesto por la razón, único principio posible de la universalización de la jurisprudencia. Mediante este procedimiento, Leibniz espera, entonces, invertir los pesos respectivos entre razón y experiencia colocados en la balanza. Tal es el peculiar mérito de la Confessio Philosophi. Limitándonos a enunciar la estrategia dialéctica que Leibniz allí despliega53, examinemos en detalle, más bien, de manera retrospectiva, cómo él llega a prepararla.
La solución al problema de la justicia divina -y, por lo tanto, del amor universal de Dios- que Leibniz propone en la Confessio Philosophi consiste en exculpar a Dios de la existencia del pecado, es decir, del mal moral. Para ello, él pone en obra una articulación de tesis metafísico -teológicas: I) Dios no es el autor del mal, sino que es la causa de él; II) ‘ser autor’ y ‘ser causa’ son conceptos distintos, pues ser autor implica la voluntad de querer; III) el mal tiene su raíz en las verdades eternas; IV) el mal no es real, sino que es una privación, y V) las verdades eternas no dependen de la voluntad de Dios, sino de su entendimiento54. ¿De qué manera logra Leibniz articular estas tesis?
Como hemos indicado55, si Leibniz hace de sus intercambios epistolares con Lambert Van Velthuysen, Herman Conring y Antoine Arnauld un laboratorio filosófico o de pensamiento en el que él pone a prueba la definición de la justicia que él desarrollaba paralelamente en los Elementos del derecho natural, él no menciona allí las dificultades que se siguen de su definición: de manera cautelosa, Leibniz decide no hacer alusión a tales dificultades. Sin embargo, él no las oculta: tales dificultades son el corazón de uno de los escritos aporéticos de carácter privado que Leibniz compuso durante el mismo período, a saber, Sobre la omnipotencia y omnisciencia de Dios y la libertad del hombre. En este escrito de carácter privado56, la incoherencia entre la razón -sobre la cual se fundan las definiciones leibnizianas de justicia y amor- y la experiencia -que evidencia la existencia del mal en el mundo como un hecho incontestable- es descrita por Leibniz en los siguientes términos:
Entre todas las cuestiones que atormentan al género humano, ninguna ha sido examinada con más pasión, retomada con más frecuencia, y discutida con más riesgo y ferocidad que la siguiente: ¿Cómo la libertad del hombre, el castigo y la recompensa pueden existir, supuestas la omnipotencia y la omnisciencia de un Dios que gobierna todas las cosas?57.
La pregunta apunta a develar dos incompatibilidades: la existencia de un Dios todopoderoso y omnisciente con, por una parte, la libertad de los hombres y, por otra, el castigo y recompensa de los cuales estos son susceptibles. La primera incompatibilidad puede entenderse a partir de la dificultad de aceptar, a la vez, la omnisciencia de Dios y la libertad de los hombres, mientras que la segunda pone en duda -cualquiera sea la respuesta a la primera pregunta58- la conjunción entre omnipotencia y omnisciencia divinas con el castigo y recompensa de los hombres. Así, la pregunta general enunciada por Leibniz recubre dos niveles: ontológico y moral. La distinción es importante puesto que, si bien ambos niveles se superponen, Leibniz los separa, y se propone, en primer lugar, dar una respuesta a la primera de ambas incompatibilidades. En el siguiente parágrafo del mismo escrito, Leibniz consigna:
En efecto, aunque todos los pueblos y confesiones puedan hacerse esta primera pregunta [a saber] «¿cómo la predestinación divina puede existir en conjunción con la desdicha de los justos y la felicidad de los malvados?» ella ha provocado menos debate en público que en privado, ya que a los enemigos de la predestinación ya no les es permitido mostrarse59.
El problema que Leibniz evoca en este pasaje arroja luz sobre la profundidad del abismo. Como muy bien explica André Robinet, está
[…] por una parte, la experiencia superabundante de males […] y de bienes dispares […] [y], por otra, esta idea de una razón general reguladora de una compensación armónica entre bien y males, permitiendo la conceptualización de hecho de la justicia humana en su relación con un concepto de justicia universal […]60.
Como explica André Robinet, el peso de la experiencia muestra que la distribución de dones es inequitativa, y contraviene lo que la razón dictamina, según la cual los castigos y las recompensas debiesen ser conformes a la equidad. Razón y experiencia entran entonces en conflicto. Sin embargo, lo que está puesto en duda no es sólo la existencia de una justicia divina, sino también la existencia misma de Dios. En efecto, como consigna Paul Rateau,
la experiencia sirve como punto de partida para la reflexión, o, más bien, la suscita: la existencia del mal […] así como la imagen de un mundo injusto, con un orden invertido, en el que la virtud es castigada y el vicio recompensado [implican que] la idea misma de que pueda existir un gobernante divino está sujeta a cuestionamiento61.
La dificultad es delicada y, para responder a ella, Leibniz apela, precisamente, al postulado de la inmortalidad del alma humana, el que reestablece la compatibilidad entre la existencia de un Dios justo y la existencia del mal y de injusticias. Siguiendo el hilo argumentativo de Sobre la omnipotencia y omnisciencia de Dios y la libertad del hombre, Leibniz aclara:
[…] tal repartición, en apariencia injusta, de dones y bienes terrestres en esta vida no suprime [la existencia de] un Soberano sumamente sabio [… ] todo este desarreglo se resolverá en otra vida en una armonía más perfecta […] en virtud de la acción compensatoria del castigo y de la recompensa que corresponden […]62.
En consecuencia, es en virtud del postulado de la inmortalidad del alma que es posible comprender y aceptar que, a pesar de las apariencias, sí hay justicia y en qué consiste63: si la justicia no aparece en esta vida, entonces, ella aparecerá en otra, gracias a la compensación garantizada por Dios. La inmortalidad del alma y la omnipotencia y omnisciencia de un Dios (necesariamente) existente garantizan la aplicación de la justicia, que toma entonces la forma de una de sus especies: la justicia retributiva. Dicho de otro modo, puesto que (sí) hay injusticias (aparentes) en esta vida, toda vez que el alma es inmortal, y que, por consiguiente, existe otra vida regida por un Dios omnipotente y omnisciente, Dios no dejará de actuar de manera totalmente justa. Así, como bien explica Paul Rateau,
la repartición injusta, a primera vista, de los dones y bienes en esta vida no pondría en cuestión la sabiduría de Dios, ya que todas estas contrariedades serán compensadas a través de penas y recompensas en la otra vida […] La adversidad [que padece] la gente [que obra] bien y la prosperidad de los malvados serían temporales [y] la justicia, simplemente, quedaría diferida, porque ella se realiza perfectamente en la otra vida64.
La injusticia terrenal no es sino injusticia en apariencia: desde el momento en que existe (un) Dios y que el alma (humana) es inmortal, el presunto carácter injusto de los dones y penas de las acciones desaparece, ya que las injusticias terrenales -parciales y aparentes- entran en una armonía que responde a la justicia universal. La justificación última de la existencia del mal y de la presunta ausencia del amor de Dios son compensadas en un más allá65.
Y no es sino en el trasfondo del problema de la justicia de Dios como amor divino que Leibniz enfrenta el otro problema, esto es, el problema ontológico. En otras palabras, es a partir del problema moral relativo la incompatibilidad entre la existencia de un Dios todopoderoso y omnisciente con el castigo y la recompensa de los hombres que Leibniz intenta resolver la incompatibilidad restante, a saber, la de la omnipotencia y omnisciencia de Dios con la libertad del hombre. En el mismo parágrafo, Leibniz agrega:
¿Cómo entonces estos castigos y recompensas pueden estar en conformidad con la equidad y exentos de parcialidad, si este Soberano omnisciente y regidor del mundo hace a través de la distribución sorprendente de sus bienes que el castigo, la recompensa del otro o -como dicen los cristianos- la beatitud y el daño no puedan sino seguirse?66.
En una palabra, si Dios es todopoderoso y omnisciente, ¿cómo y por qué los hombres son susceptibles de castigo y recompensa, si sus acciones son objeto de la presciencia divina? La respuesta a este problema consiste en develar el carácter sofistico del argumento perezoso. Más allá de los detalles de la refutación del argumento -que no podemos abordar aquí67-, remitámonos a mencionar la tesis que, en respuesta a tal argumento, Leibniz enuncia: «tú no debes acusar a la Providencia ni a Dios, sino que a ti mismo [es decir] a tu voluntad»68. Por lo tanto, no es que uno peque porque deba (necesariamente) pecar, sino que uno peca porque quiere. Por ello, no estamos predestinados a pecar: el pecado depende de la voluntad. Así, Dios -omnisciente- sabe eternamente quién y cómo pecará, pero, si Él lo sabe, es porque Él conoce, eo ipso, nuestra voluntad. Es, entonces, la voluntad del hombre lo que condiciona la presciencia divina, y no al revés. Paul Rateau sintetiza con suma claridad la posición de Leibniz:
Presciencia divina y libertad no se oponen: por el contrario, la primera se apoya sobre las decisiones de la segunda. El mal previsto infaliblemente por Dios será el mal deseado expresamente por el hombre. El mal que yo hago me es entonces imputable y soy yo mismo quien, por mi propia acción, me «predestino» al daño o a la beatitud. No es la predestinación la que hace la voluntad, sino la voluntad la que hace la predestinación69.
En consecuencia, Dios no quiere los pecados70. Es de esta manera que Leibniz logra reestablecer -como observa Paul Rateau- «las condiciones de la acción moral […] y, con ella, la legitimidad de las sanciones pronunciadas por la justicia divina en esta vida y en la otra»71.
Conclusión: «Dios sí ama a todos los hombres»
La exégesis que hemos esbozado de la relación entre la carta de noviembre de 1671 de Leibniz a Arnauld y el comienzo de la Confessio Philosophi, redactada entre 1672 y 1673, es coherente con el desarrollo expositivo de Sobre la omnipotencia y omnisciencia de Dios y la libertad del hombre: la tesis problemática común que atraviesa estos tres escritos es que es difícil que Dios sea justo si Él no ama a todos los hombres. El silencio de Leibniz frente a Arnauld no puede, entonces, ser considerado como un signo de que él haya ignorado o soslayado la existencia del abismo de todos los abismos: ya en ese entonces, Leibniz era perfectamente consciente de él. Aún joven, Leibniz se dirigía a un Arnauld detentor no solo de una reputación, sino de un poder político y religioso remarcable en el mundo intelectual de la época. Tal vez por ello, Leibniz prefirió actuar de manera cautelosa: él no podía permitirse indicar la existencia del abismo sin dar, al mismo tiempo, una respuesta -siquiera provisoria- para evitarlo. Leibniz escribió su carta a Arnauld sabiendo que había un abismo, pero no es sino cuando él cree conocer un camino para no caer en él que osa hacer la pregunta de si Dios ama o no a todos los hombres, y ello, más aún, en voz de un teólogo catequista, quien, en la Confessio Philosophi, cumple un papel de «portavoz adversario». Entre el descubrimiento del abismo y la valentía de indicar su existencia hay un desarrollo teórico que debía permanecer oculto: Arnauld no podía ser testigo del descubrimiento del abismo de todos los abismos. Un problema teológico de tal envergadura y que constituía, por ello, una herejía inexcusable, no podía serle revelado.
Pero, en definitiva, la cuestión es clara: así como no es sino en apariencia que no existe justicia en el mundo si uno juzga solo por la distribución de dones y castigos injusta -la que, empero, al ser recompensada en otra vida, restituye la jurisprudencia divina universal-, del mismo modo, no es sino en apariencia que Dios no ama a los hombres: dada la justicia de Dios, Él sí ama a todos los hombres. Si nos parece que Dios no ama a los hombres, es porque nosotros mismos no nos amamos a nosotros mismos y no amamos a nuestro(s) prójimo(s), es decir, si no somos justos. El amor de Dios no es el resultado de una predestinación inexorable, y mucho menos de un capricho que a Él podamos imputar: « […] aquel que cree firmemente que es elegido, es decir, valioso para Dios (porque ama a Dios firmemente) hace que él sea elegido»72.
En suma, en la filosofía de Leibniz, el amor constituye una facultad afectiva que viene no sólo a articular las demás facultades divinas (i. e. poder, conocimiento y voluntad)73, sino que, más aún, las rige, y orienta toda acción de Dios. Como destaca André Robinet,
[…] el amor se convierte en la primordialidad de las primordialidades: en cada una de sus líneas, la obra de Leibniz da testimonio de ello. Esta super-primordialidad inspira las combinaciones de la Sabiduría, las decisiones de la voluntad [y] el acto del poder74.
Después de todo, que la confesión de la doble vocación de Leibniz no nos parezca entonces extraña: «yo comienzo como filósofo, pero termino como teólogo»75.