Introducción
Una escena recurrente en los territorios cocaleros colombianos desde poco antes de la firma del Acuerdo de Paz en Colombia es el "cerco humanitario"; este ocurrió en los límites entre Caquetá y Cauca al sur del país1, como una estrategia de los cultivadores de coca para defender sus plantes: más de treinta campesinas y campesinos tomados de la mano alrededor de otra treintena de matas de coca color verde biche, rodeados de soldados del Ejército colombiano que les gritaron: "¡Arranquen esas matas!". A lo que ellos respondieron exigiendo respeto a sus derechos humanos y a la implementación del Acuerdo de Paz. Una mujer campesina replicó fuerte: "Nosotros también queremos que ustedes entiendan que esta es la comida de nosotros". Al final, tronó un disparo al aire y varios hombres y mujeres corrieron; "¡Arranquen esas matas!", terminó de decir el sargento2.
Tras la suspensión de las fumigaciones de glifosato en mayo del 2015 y la relativa tranquilidad que se vivió en las regiones en conflicto por las negociaciones entre la guerrilla y el Gobierno3, estas escenas de hostigamiento sobre cultivadores y cultivadoras, frecuentes en los treinta años de "lucha contra las drogas", se reactivaron, paradójicamente, en medio de la implementación del Acuerdo de Paz. La coyuntura de tranquilidad en medio de las negociaciones mostró que estos episodios de guerra se activan y desactivan a voluntad, y son todo menos fenómenos "naturales" de la economía de la cocaína.
Estas escenas de violencia también se viven en el otro extremo de la cadena de la economía de la coca, en las calles de los Estados Unidos, donde las consecuencias de la política prohibicionista de las drogas sobre las poblaciones afroamericanas pobres, consumidoras y microtraficantes han sido, entre otras, el surgimiento de una guetificación de los espacios urbanos, como señala Alice Goffinan y Phillipe Bourgois en Harlem (2010)4.
Es así como la palabra guetto se convierte en un infinitivo, es decir, la violencia y las comunidades en medio del fuego no son solo una situación, sino un proceso que moldea, configura y concreta espacialmente una serie de tensiones de clase y raciales por medio de la delimitación de lugares de temor, de control y de violencia. Estas tensiones son las que omite la anécdota noticiosa del narcotráfico, lo cual lleva a concebir las múltiples violencias que se experimentan en estos espacios como consecuencias de la economía ilícita per se, como si ambas, la violencia y la economía de la coca, tuvieran relaciones directas y naturales.
Los espacios de la guerra y la violencia han sido trabajados en la literatura sobre el conflicto en el país, articulados a la construcción del Estado y de algunas regiones en el contexto del conflicto armado (González, 1994; Vásquez, 2011). En una línea de estudio del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) se propuso introducir la variable territorio y espacio en el tema del conflicto y de construcción del Estado, como una manera de resaltar las dinámicas locales del conflicto, consolidar conceptos como la presencia diferenciada del Estado e insistir en la idea de un Estado en construcción, que se monta, amolda, superpone y adapta, algunas veces de manera violenta y otras menos agresiva, sobre los territorios (Bolívar, 2010; Vásquez, 2011). Este aporte también incluye como elementos clave de la discusión fenómenos como poblamiento y colonización, para comprender las dinámicas del conflicto y los actores armados (García y Aramburo, 2011; Bolívar y Vásquez, 2003). Así mismo, en esta propuesta se fortaleció el análisis de las redes políticas locales y su articulación con lo nacional, las lógicas de comportamiento de los actores armados legales e ilegales, entre otros.
Uno de los aportes de esta investigación que resume las dinámicas territoriales de la guerra y el conflicto es la tipología de subregiones estructuradas, asimiladas e integradas por la guerra (Vásquez, 2011, p. 356). En relación con la lucha por los recursos, por ejemplo, el control de territorios cocaleros, el tema de las "viejas" y las "nuevas" guerras (Van Dun, 2009; Vásquez, 2011), se considera desde una perspectiva que supera las miradas meramente económicas y que comprende que la lucha por los territorios cocaleros también implica formas diferentes de regulación y modelos de sociedad específicas (Vásquez, 2011, p. 383). Es así que la simple presencia de un recurso en disputa no implica necesariamente violencia, o en términos de Vásquez, que el narcotráfico no es la causa eficiente en la persistencia del conflicto, sino al revés, que las decisiones estratégicas y la persistencia del conflicto explican la expansión de los cultivos (Vásquez, 2011, p. 385).
Para aportar en esta dirección, este trabajo resalta tanto las experiencias de violencia en las trayectorias de vida de hombres y mujeres de los territorios cocaleros, como la manera en que estas afectaron su manera de percibir al Estado. De ahí que un eje central de este artículo sea la voz de los sujetos.
¿Qué nos dice la vida de los pobladores de la selva sobre esta formación de espacios de violencia y acerca de la manera en que se vive en ellos? ¿Cómo comprender los impactos de la política prohibicionista de drogas en las múltiples regiones de Colombia? En este artículo expongo la configuración de un espacio de guerra a partir de la recopilación de experiencias de violencia estatal en la vida de campesinos y campesinas cultivadores de coca en el Caquetá5. Lo que pretendo mostrar es que la política prohibicionista modela prácticas específicas del Estado en la región que, en el contexto del posconflicto, si no se desactivan o reconfiguran, pueden convertirse en un obstáculo para la implementación del Acuerdo de Paz6. Uno de los retos es desactivar estos "guetos rurales" que vulneran y menoscaban la vida de sus pobladores y que paradójicamente legitiman entre estos la presencia de la coca, con el comentario recurrente que refiere al abandono del Estado, porque "aquí lo único que llega es bala"7.
El interés en este tema es una apuesta por los estudios de las transformaciones territoriales en los periodos de posconflicto en el mundo, por reflexionar sobre las múltiples relaciones que se establecen entre el Estado y los campesinos en América Latina y, por supuesto, por analizar las consecuencias de la política prohibicionista de drogas en el mundo. Para iniciar un análisis de estas políticas, las miradas no pueden ser meramente nacionales, pues como han mostrado otras experiencias, los procesos de guerra o de construcción de paz no son espacialmente uniformes (Van Dun, 2009)8.
Esta investigación se desarrolló en la transición del conflicto armado entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Estado colombiano a la negociación política y finalmente a la implementación del Acuerdo suscrito por ambas partes. El trabajo de campo grueso se hizo entre el 2013 y el 2015 en las zonas de La Montañita, Belén, Morelia, San Vicente del Caguán y Florencia en el Caquetá. Se basó en setent entrevistas semiestructuradas enfocadas en reconstruir historias de vida de campesinos y campesinas cultivadores y no cultivadores de hoja de coca, pobladores de territorios cocaleros. También se realizaron visitas a parcelas y fincas con cultivos de coca tanto en la cordillera, como en las planicies del piedemonte. Así mismo, se utilizó una serie de fuentes recientes que han nutrido esta reflexión: entrevistas con guerrilleros de las FARC del Bloque Sur y Orientei realizadas en el 2016 y el seguimiento al proceso de firma de preacuerdos de sustitución en el marco de la implementación del Acuerdo de Paz principalmente en el Caquetá en el 2017.
La agenda global de represión de las drogas como discurso y práctica de la construcción del Estado colombiano neoliberal en el Caquetá
La agenda contra las drogas a nivel global ha sido muy eficiente a la hora de construir un discurso hegemónico moral que sobredimensiona las consecuencias negativas del uso de las drogas y la necesidad de aplicar castigos para "encarrilar por el buen camino" a la humanidad9. Por ejemplo, en 1998 el lema de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS, por sus siglas en inglés) era "Un mundo libre de drogas, sí podemos lograrlo", y se profundizó la represión sobre los consumidores y los productores10.
En Colombia, la coca se hizo ilegal desde la Ley 11 de 1920 (al mismo tiempo para el opio y el cannabis), en medio de una reivindicación de los discursos de la coyuntura higienista y de intereses farmacéuticos, en la que se establecieron castigos basados en multas y suspensiones. Después se dio un giro punitivo a partir de la Ley 118 del 22 de noviembre de 1928 cuando se obligó a encarcelar a los productores y transportadores, y a confinar a los consumidores (López Restrepo, 2016, p. 151).
Finalmente, la consolidación de la agenda global de la política prohibicionista de drogas, "la invención del narcotráfico", se dio con la reafirmación de los Estados Unidos como el imperio en la segunda mitad del siglo XX y una persecución dirigida por figuras políticas claves dentro del Gobierno, como Harry J. Anslinger, artífice de la política antidrogas de los Estados Unidos entre 1930 y i960. El parangón geopolítico sucedió en 1971 cuando Nixon declaró "la guerra contra las drogas" en un ejercicio de construcción imperial en el marco de la guerra fría y con impacto en la política interna, cuando se declaró el consumo de las drogas como "el enemigo público número uno" de los Estados Unidos e inició la estigmatización política y social sobre los hippies como marihuaneros y los afroamericanos como heroinómanos (Baum, 2016, abril).
Esta agenda global punitiva crea y reproduce constantemente ideas que se naturalizan en la opinión pública: las drogas producen violencia, las economías de las drogas son intrínsecamente violentas y por eso es necesario combatirlas, y usa distractores del lenguaje como las palabras "fumigaciones"11 o "crimen organizado"12. En esta lista también se incluyen los conceptos de Estado fallido o ausencia del Estado que, además de llenar cientos de artículos académicos y divulgativos, legitiman una serie de acciones estatales represivas sobre grupos sociales y territorios que cumplen a su vez una función reafirmadora del poder estatal, del proceso (interminable) de su formación.
Entonces, el primer reto es desnaturalizar precisamente esta violencia y preguntarse: ¿es la violencia intrínseca a las economías de la droga? ¿Se justifican las respuestas punitivas a la economía de la droga? ¿No será al contrario, que el problema de las drogas es la "guerra" contra ellas?
Por ejemplo, las comunidades rurales del Caquetá han hecho la misma demanda desde hace treinta años: suspender la militarización13. En tierras de "ausencia del Estado", ¿no es contradictorio que los pobladores pidan que se retire el Ejército?14
Un primer camino es ubicar dicha agenda global en la formación de los Estados-nación en el contexto de los países involucrados en la producción y el consumo de drogas ilícitas (Maldonado, 2010,2012a, 2012b). Este proceso no puede realizarse desde una perspectiva alejada, con una mirada a priori, normativa, homogénea, instrumental y sustancialista, sino que por el contrario debe dejar a la luz los procesos históricos, las dimensiones económicas y políticas que le dan forma y que se tejen para su transformación (Bolívar, 2010). La literatura ha avanzado en diferentes direcciones, se han discutido estas dinámicas y actores heterogéneos que entran en disputa, que se condensan y que se organizan dentro del Estado (Jessop, 1982; Poulantzas,2007; Sharma y Gupta, 2006), pues este también configura y moldea espacios, sean de caos o de orden.
El Estado no es un árbitro neutral, que imparte justicia plena y absoluta, soberana y legítima. Lo que experimentan las comunidades rurales caqueteñas y, en general, todos los ciudadanos es un actor caótico, contradictorio, disperso y omnipresente, impositivo, arbitrario, pero que también genera una idea de ser necesario, útil e imprescindible (Abrams, Gupta y Mitchell, 2015). Como señala Dewey (2015), el Estado tiene el poder de aplicar o dejar de aplicar la ley, es decir, controla la distribución de la violencia y de la ley.
En este sentido, al crear lo legal, el Estado también tiene el poder de delimitar lo ilegal, son acciones que nunca van separadas y que, en el momento de ejercerse, es tan importante lo que se clasifica como "excluido" y "desviado" que lo que se incluye como "ideal15 (Heyman, 1999); el crimen dice más sobre la sociedad que lo define que sobre el mismo criminal, como ha señalado Durkheim (1999). Una de las herramientas claves para el ejercicio de poder estatal es entonces la delimitación de la ley, el diseño de su legalidad y la defensa de su legitimidad.
En Colombia, la ley que determina la ilegalidad del proceso productivo y el tráfico de drogas es la Ley 30 de 1986, que establece un mínimo de plantas que se pueden cultivar y los castigos por hacerlo". No obstante, la violencia no se agota ahí, sino que parte de ahí: la cárcel y la expropiación son algunos de los temores de campesinos y campesinas, pero también son lo que reproduce un escenario de incertidumbre, vulnerabilidad, pobreza y marginalidad que los arrincona en los territorios de la Amazonia colombiana. La ley es un primer paso, la clasificación de esta población como ilegales o narcotraficantes es solo la punta del iceberg de la construcción de territorios en los que la legalidad se aplica según el arbitrio de las autoridades locales, armadas y no armadas, de las dinámicas clientelares y de los cacicazgos locales.
El resultado de uno de los escenarios de guerra más agudos en la historia del país es la guerra contra las drogas y, en específico, el Plan Colombia, Plan Patriota y Plan Consolidación16. En el Caquetá, se desplegó un ejercicio económico, militar y político de desactivación y activación de derechos y ciudadanías, de la delimitación de periferias o márgenes ampliadas o rurales, es decir, tierras profundas fuera de las grandes ciudades que operaron con las reglas (formales e informales) que el Estado delimitó, en particular, respecto a la política de drogas.
La guerra contra las drogas ha tenido varias consecuencias que han sido estudiadas, como la feminización de las cárceles (Uprimny, Martínez, Chaparro y Chaparro, 2016) y, en general, la consolidación de un Estado punitivo, dado que se ha convertido en el cuarto renglón de motivos de encarcelamientos en el país, veinticuatro mil personas, el 14,2 % del total de la población. En este artículo se quiere resaltar que la cárcel también se ha constituido en productora de espacios de marginalidad, de guetización rural, en estas tierras profundas.
Bourgois (2010) y Wacquant (2007) han desarrollado una serie de investigaciones sobre las inner cities o guettos que son enclaves urbanos altamente segregados dentro de las grandes ciudades de los Estados Unidos, por ejemplo, Nueva York (Bourgois, 2010) y Chicago (Wacquant, 2007). Una de las preocupaciones de esta investigación es comprender la construcción de estos escenarios de marginalidad y segregación por fuera de la escala urbana, es decir, comprender cómo dentro de los territorios de los Estados se consolidan zonas rurales altamente segregadas que implican diferentes ejercicios de poder y de violencia a los que se usan en la ciudad y que se sostienen bajo estructuras de poder específicas.
En el caso colombiano, Caquetá se puede delimitar como uno de estos escenarios de segregación, en el que la operación del Ejército, del poder político local y nacional y las prácticas del Estado y la ciudadanía son radicalmente diferentes a las de las grandes ciudades, marcadas por ejercicios de violencia radicales, en este caso, "la guerra contra las drogas" y la lucha antiinsurgente. Estas periferias no existen por una característica cultural o idiosincrásica, sino que son resultado en parte de la construcción política, social y económica del poder del Estado sobre ellas.
En Michoacán, México, la violencia de la "lucha contra las drogas" se dio a mediados del siglo XX a través del control de la oposición política y del narcotráfico, como una campaña higienizadora de la sociedad (Maldonado, 2010, p. 286). La expresión más cercana de la violencia de esta agenda global es la de los países andinos desde hace treinta años y la operación liderada por los Estados Unidos en contra de cultivadores y cultivadoras de coca (Ciro, 2016; Van Dun, 2009). También la reciente crisis humanitaria que ha provocado la llamada "Guerra contra las drogas" de Felipe Calderón desde el 2006 en México, de la cual diez años después ya se están dando reportes de su nefasta magnitud (Enciso, 2016).
Van Dun señala que muchos análisis fallan en no "incluir el contexto social de violencia y conflicto", y no comprender las formas en que hombres y mujeres en estos contextos la interpretan, la representan, la perciben y le dan significados específicos (Van Dun, 2009, p. 33). Por lo anterior, este artículo se basa en la manera en que esta violencia aparece en los relatos de las trayectorias de vida de hombres y mujeres de estas regiones, para mostrar cómo esta presencia de la violencia da pistas de las experiencias de los habitantes de estas tierras profundas17.
Violencia en la vida de los pobladores rurales del Caquetá en el marco de "la guerra contra las drogas"
Colonización del Caquetá
El uso de la hoja de coca (Erythroxylum coca) tiene alrededor de ocho mil años en los pueblos indígenas andinos y amazónicos (López Restrepo, 20l6, p. 21). Tanto la coca como el tabaco son elementos fundamentales en la cultura, tradición y organización de los diversos pueblos indígenas amazónicos; la coca se consume en Colombia en forma de mambe, una mezcla de hojas de coca tostadas con ceniza de hojas de yarumo (Cecropia peltata) que se mete en la boca y actúa en contacto con la saliva, desde el primer milenio de nuestra era. Incluso hay testimonios del consumo en pastos, quillancingas, paeces o nasa, quimbayas y habitantes de la cuenca del río Cauca, muiscas, zenúes y arhuacos en el momento de la llegada de los españoles (López Restrepo, 2016, p. 21; Vásquez, 2012; Schultes y Rafiauf, 1992).
Los cultivos comerciales de hoja de coca para la producción de cocaína aparecieron en Caquetá a finales de la década de 1970 y principios de 1980 después de varios procesos claves que le otorgan características particulares a este departamento18. Por un lado, el diseño y ejecución de programas de colonización tropical desarrollados por el Banco Mundial, denominados Caquetá I y Caquetá II19, que fracasaron en su intento de regular y ordenar el proceso de colonización de la selva amazónica que se había activado después de La Violencia20. De manera similar al caso de la Amazonia peruana, donde también se implementaron programas de colonización y desarrollo agropecuario, en Colombia no se alcanzaron los resultados esperados y los miles de colonos no encontraron una actividad económica rentable ni justa (Manrique López, 2015, p. 39). Así, un enorme grupo de campesinos y campesinas andinos se movilizaron a la Amazonia y no encontraron forma de reproducir una actividad rural digna. En el Caquetá, esto motivó las marcadas luchas y organización política del departamento en la década de los sesenta y setenta, en las cuales los pobladores exigían electrificación, vías, salud y apoyos para el desarrollo rural (Delgado, 1987).
La migración campesina a la Amazonia se constituyó en un proceso violento y de riesgo para sus protagonistas; muchos de ellos huyeron de sus fincas en el centro del país durante La Violencia, derribaron la montaña y la selva, pero no tenían forma de sacar sus productos y articular un mercado agrícola digno, entonces se vieron forzados a seguir migrando mientras los latifundistas se apropiaban de esas parcelas desmontadas y se extendía la ganadería en manos de unos pocos. Esta contradicción, denominada en la literatura como colonización-conflicto-colonización (Fajardo, 2009), determinó y sigue determinando el rumbo de la colonización caqueteña y amazónica en Colombia.
Paralelo al proceso colonizador, las FARC se convirtieron en un actor de apoyo, de regulación y acompañamiento para estos campesinos y campesinas en algunas zonas del territorio. En algunos lugares hicieron un trabajo de formación política y organización, pero, posteriormente, con la introducción del cultivo de coca, también desarrollaron papeles policivos y de orden social, iniciaron el cobro del gramaje y el control de entrada a compradores (Vásquez, 2015). Las relaciones entre los pobladores y la guerrilla no han sido de obediencia o rechazo, sino que han sido cambiantes y complejas, basadas tanto en decisiones estratégicas como en apuestas políticas y modelos de sociedad particulares (Vásquez, Vargas y Restrepo, 2011).
Economía regional de la coca entre la guerrilla y el Ejército21
La política represiva para el tratamiento de las drogas se ha constituido en un arma de dos cabezas, lo que es conocido en la literatura sobre drogas como la zanahoria y el garrote, y la convierte en una de las acciones estatales más contradictorias en el tratamiento del problema. Este ejercicio de violencia sobre las poblaciones tiene dos características, el Estado centauro -una doble cara del Estado en los términos de Bourdieu y Wacquant- y la relación de la guerra insurgente con la lucha antidrogas.
En los territorios cocaleros se ha expresado el primer caso desde mediados de la década de 1980, cuando se impulsó la política de desarrollo alternativo como una estrategia de sustitución de cultivos a través de diversos métodos de transferencias de dineros para las familias cocaleras. Pero paralelamente, se utilizaron métodos más agresivos de erradicación como el control de los insumos, la aspersión con glifosato y la erradicación forzada en terreno. Es esta doble cara del Gobierno colombiano la que ha primado a lo largo de estos treinta años. Por un lado, una cara asistencialista, paternalista, que intenta "llevar por el buen camino" a través de transferencias condicionadas y generalmente individualizadas a cocaleros y cocaleras. Por otro lado, un ala hostil, disciplinadora, violenta que los encarcela, los penaliza, los erradica y les asperja sus cultivos (Bourdieu, 1996; Wacquant, 2010) y que se complementa con la estrategia fue la erradicación forzada por medio de la aspersión de glifosato.
A nivel general, los estudios muestran que la estrategia de cooperación antinarcóticos de zanahoria y garrote fue un fracaso dado el efecto globo del comportamiento de los cultivos de uso ilícito (Romero y Silva, 2009), los actores armados y la guerra se extendieron a nuevos territorios, que provocó un aumento de desplazamientos forzados, homicidios y masacres (Aranguren Casas, 2013), así como la amenaza de las tasas de resiembra si no se resuelven problemas estructurales del campo (Walsh, Sánchez, y Salinas, 2008).
En el Caquetá, la relación erradicación forzada-cultivos de coca no es directa. Vásquez (2015) muestra, por medio de una serie estadística entre acciones unilaterales de guerra y combates comparada con el número de hectáreas, que hay una relación inversa, es decir, la guerra disminuyó y paralelamente aumentaron los cultivos de coca. En el trabajo de campo desarrollado se encontraron pistas sobre esta relación: los campesinos y campesinas afirman que, en épocas de mayor guerra, se restringe el acceso de compradores de pasta base a estos territorios -sea porque la guerrilla monitorea más estrictamente estos territorios para que la pasta base no sea vendida a los paramilitares o porque quienes controlan la compra de pasta base deciden no entrar a ciertas regiones- por lo que muchas veces se quedaron varios meses con la "merca" sin venderla, lo que generó una crisis económica generalizada en estas áreas rurales22.
La relación entre los actores armados, los campesinos y la pasta base en estos contextos de guerra fue variada. La economía de la pasta base es la única forma de inyectar liquidez en los territorios, por lo cual dependen radicalmente de su compra y venta. En medio de la guerra, esta dependencia puede salir costosa, como lo relató un comandante de las FARC ("Óscar", Bloque Oriental, 2016, 23 de septiembre) cuando no entraban compradores y no había dinero para cambiar por comida, lo que obligaba a la gente a cambiar la coca por la remesa23 (Entrevista Bloque Oriental, 23 de septiembre).
En medio de la estrategia del Ejército de restringir la comida que entraba a estos territorios, la liquidez monetaria y los precios de la pasta base sufrieron varios ajustes. El procedimiento era el siguiente, había un estricto control de remesas como una estrategia de guerra para atacar a los frentes guerrilleros en la selva, aislándolos y obstaculizando el acceso a la comida. Varios de ellos recordaron que durante esta coyuntura se dedicaron a comer yuca y animales de monte. Los campesinos también estaban bajo control, pues les revisaban los mercados y les calculaban cuánto podrían consumir; si había más de lo necesario, se lo quitaban. Para esta época, campesinos y campesinas cocaleras producían pasta base, pero sin entrada de compradores no tenían liquidez monetaria, lo que los llevó a intercambiar pasta base por comida. La comida la cambiaban por dinero a las FARC, con lo cual podían comprar remesa24.
La zanahoria de la estrategia contra las drogas durante el Plan Colombia, el Plan Patriota y el Plan Consolidación funcionó como una serie de programas de subsidios y transferencias condicionadas, tales como Familias Guardabosques y Familias en Acción, cuya condición fue que los cultivadores y las cultivadoras debían destruir primero todas las plantas de coca. Ambas decisiones, inversión social y uso de la erradicación forzada, estaban definidas en gran medida por el Ministerio de Defensa, que decidía la inversión económica en las regiones que cumplían un papel estratégico en el conflicto armado con la guerrilla (Concejales de San Vicente del Caguán, 2013, diciembre). Es lo que María Clemencia Ramírez señala como la militarización de la política social.
En el Caquetá, la política de sustitución de cultivos del Plan Consolidación se basó en el Programa de Sustitución de Cultivos (PCI) en municipios seleccionados desde Bogotá para trabajar en lo local con Mesas Técnicas en las que participaron organizaciones locales como Corpoamazonia, la Alcaldía, la Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria (UMATA), la Gobernación del departamento y profesionales de planeación, acompañadas de Mesas de Seguridad, dirigidas por la Policía y el Ejército. Ellos decidían, junto con el visto bueno del Ministerio de Defensa, a qué veredas entrar y a cuáles no, y por último, se hacían foros en los municipios para socializar la estrategia25. El plan consistía en hacer parte de una escuela de campo, de ayuda humanitaria monetaria, del apoyo a un proyecto productivo y la transferencia económica coordinada con el monitoreo del SIMCI para comprobar que no hubo reincidencia. Se otorgaban siete millones de pesos en dos años, una cifra que estaba lejos de competir con los ingresos cocaleros anuales y de ofrecer una vida digna a las familias campesinas.
A pesar de que ni la zanahoria ni el garrote parecían ser eficaces, han tenido un enorme impacto sobre la legitimidad del Estado colombiano en la región. Por ejemplo, los campesinos y las campesinas señalaron que estas aspersiones de glifosato sobre cultivos de uso ilícito y lícito buscaban desplazar a las comunidades de sus tierras, sea por los intereses de las petroleras, como ocurrió en La Cristalina, según ellos contaron, o como estrategia de desplazamiento para forzar la venta de sus tierras a precios bajos (Doña Marta, don Miguel y don Giovani, conversación grupai, 2013, 19 de junio).
A esta primera mirada de desconfianza ante las estrategias hostiles del Estado colombiano -el ala penal- se agrega la que los campesinos y las campesinas expresaron sobre la zanahoria, cuyos programas y subsidios fueron vistos por la mayoría como migajas, expresiones de corrupción sin mayor poder de cambiar la situación del campo caqueteño. La disparidad entre lo que pagan los programas, como Familias en Acción, y lo que cuesta ir a recoger el apoyo, es una de las inconformidades26; por ejemplo, doña Blanca tiene casi 80 años y vive a tres horas del pueblo, cada mes debe caminar por una montaña hasta la carretera para reclamar su dinero, con el peligro de una caída mortal. Así mismo, la presencia del Ejército en actividades de inversión social o comunitaria fue vista por algunos con aprensión, como relató don Roberto,
En diciembre, llega la hora en que la alcaldía reparte los regalos de navidad a los niños. Citaron a los presidentes [de la Junta de Acción Comunal] en el salón parroquial y estaba el comandante militar el Ejército de la móvil X27. El discurso que dio consistió en comprometer a la gente en los programas sociales del Ejército. Cuando hicieron la fiesta para entregar los regalos, ¡había balones que decían "desmovilícese ya"!, que son los logos y propaganda del Plan Colombia, petos y camisetas. Yo mismo reclamé por involucrar a los niños en el conflicto. Por eso decimos que persiste el estigma; atraen a la gente con engaños como el caso de la rifa de cuatro bicicletas que dejan ganar a sus informantes a costa de todos los niños. (Don Roberto, 2012,11 de diciembre)
La "lucha contra las drogas " en las trayectorias de vida de hombres y mujeres rurales del Caquetá
Durante las últimas décadas de lucha contra las drogas, los campesinos y las campesinas han vivido en medio de la zozobra. Aun antes del Plan Colombia, desde la década de 1990 se había sentido por parte de ellos la persecución y la estigmatización por ser cultivadores de coca durante los operativos de erradicación por el Caquetá. El Ejército llegaba a las fincas y destruía los cocales, aparecía en los pueblos y retenía a los campesinos. Una de estas experiencias la cuenta doña Olga, quien tenía un cultivo de coca que sostenía a su familia, un día llegó el Ejército a preguntar por los dueños del plante y se llevó a su esposo. En el batallón lo tuvieron amarrado cinco días, sin ningún proceso, mientras investigaban y lo interrogaban. Después lo amenazaron y le dijeron que para soltarlo debía destruir el cocal,
Y entonces pues asustados estábamos, sí, porque en ese tiempo el Ejército era malísimo [...] pues toda la vida, ¿no? Entonces nos daba miedo que tal vez lo mataran. Entonces se reunieron todos los muchachos y con el Ejército, entonces ellos le dijeron que iban a acabar con lo que había y entonces se fueron con el Ejército y arrancaron todo el plante. Todo el cultivo lo arrancaron y lo amontonaron y las plantas las amontonaron así en montones y llevaron gasolina y las rociaron y les prendieron candela. Sí [...]. (Olga, 2013,17 de junio)
Un gran catalizador de las tensiones que se vivieron en esta década entre los cultivadores y cultivadoras, el Estado colombiano y las FARC fue la marcha campesina de 1996, que movilizó a miles de campesinos y campesinas, principalmente en el Caquetá, Putumayo y Guaviare (Ferro y Uribe, 2002; Ramírez, 2011). Posteriormente, tres hechos centrales se desencadenaron en 1998 en el Caquetá: la firma del Plan Colombia entre el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) y el de Estados Unidos, los diálogos con las FARC en San Vicente del Caguán y la expansión del proyecto paramilitar.
Vásquez identifica un aumento en la intensidad del conflicto, por ejemplo, en regiones como San Vicente de Caguán, después del rompimiento de las negociaciones, principalmente con el aumento de acciones unilaterales, por encima del número de combates que enfrentaron a los actores armados, lo que incrementó la afectación de los civiles en la guerra (Vásquez, 2015, p. 94).
La convergencia de la lucha contra las drogas y la lucha antiinsurgente que venía desde la década de 1980, se concretó de manera contundente en el marco del Plan Colombia. Este puso en el centro de la discusión el término narco-guerrilla o narcoterroristas con mayor eficacia que en la década anterior, en particular por el contexto de la guerra contra el terrorismo, tras los atentados contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre. Una de las características de esta lucha fue la presencia directa de fuerzas estadounidenses28 y mercenarias en el conflicto colombiano, que tenían como centro de operaciones las bases militares nacionales29.
La "retoma" después del fin de las negociaciones en el Caguán significó el aumento de la intensidad del conflicto, con el apoyo de recursos de los Estados Unidos. Mientras los paramilitares acompañaron la acción violenta con la toma de espacios institucionales y burocráticos, las FARC generaron una distancia con la política local. La política de Seguridad Democrática de Alvaro Uribe Vélez fue continuada por el Plan Patriota y el Plan Consolidación, que buscaron asediar las retaguardias de las FARC, recuperar territorio e influencia sobre poblaciones y romper corredores estratégicos (Vásquez, Vargas y Restrepo, 2011, p. 335). La violencia fue el trasfondo del campo caqueteño, reflejado no solo en la creciente estigmatización de los campesinos, sino también en los ataques aéreos sobre las poblaciones, cultivos y campamentos guerrilleros, esta última arma era la ventaja principal que tenía el Estado colombiano sobre la guerrilla30. Las relaciones entre el Estado, la guerrilla y los pobladores rurales caqueteños se hicieron más tensas.
Al lado de las estrategias militares y de las dinámicas del conflicto, los pobladores rurales del Caquetá iban sintiendo los embates de la guerra y, a su vez, esta iba afectando la manera en que se relacionaban con el resto de los actores. Por ejemplo, sintieron la militarización y paramilitarización de diversas formas: la cercanía de la muerte y el clima de zozobra entre la población, el endurecimiento de las reglas territoriales de la guerra de los diferentes actores y el adelgazamiento de la línea que dividía a los enemigos y los armados de la población civil y campesina. La expresión de esta guerra marcó sus relatos y trayectorias de vida de múltiples formas.
Una primera consideración de este contexto es que, paradójicamente, los campesinos y las campesinas perciben "la lucha contra las drogas" y la militarización como factores de agresión y de intranquilidad, como señala don Segundo: "Pues mientras no haya militarización todo está tranquilo, mientras llega la militarización no hay seguridad de nada [...] mientras haya fuerza pública todo está paralizado" (Don Segundo, 2013,6 de septiembre).
En el caso de las mujeres, también está presente esta inquietud. Por ejemplo, resaltan el maltrato sicológico y físico por parte del Ejército y la tranquilidad que se vive después de que este sale de las veredas (Belén, 2014,19 de diciembre; Doña Teresa, 2015,16 de enero). Ellas también cuentan cómo la militarización y la estigmatización de la que son sujetos afecta sus fincas y la vida en sus veredas:
El orden público es complicado. Ya van tres años que está el Ejército y se tomó un caserío, ellos rompen con trincheras, eso es muy delicado. Ya no puede salir el dueño de la finca sin permiso de ellos, se instalaron en su finca. Hay mucho miedo de que los golpeen, si se va más de diez metros, lo golpean, lo patean, es una vida muy tremenda, esos campamentos. Eso se aparecieron en medio de la finca y empezaron a disparar, una lluvia de plomo. No les importa hacer el combate entre la gente. Por ejemplo, en Miramar no pueden reventar un tote, y ahora están haciendo como una base militar en Miramar. Llegaron a una finca y está tomada, llena de trincheras. No puede ni mover el ganado el dueño, no puede meter a nadie conocido porque dicen que es un peligro por la guerrilla. Ahí tienen tres batallones metidos. Dicen que la guerrilla está ahí metida y cogen los muchachos y dicen que les van a poner un uniforme, cuando los maten, y les dicen que les pagan si se desmovilizan, pero a los campesinos. Eso es pura sicología, eso es de la guerra. Y los campesinos por la plata se entregan y dicen que son guerrilleros y no eran nada. Se entregan y son simples campesinos y mentiras, ellos dicen "cogimos un guerrillero". Porque unos sí son, pero otros no son. Esos que hacen eso son lojos, débiles, cansados de jornalear, van por ahí y se hacen pasar por guerrilleros. (Diana, 2014,9 de diciembre)
Pero estas acciones no son solo un proceso de control sobre los cultivos de coca. En el marco de la guerra, el control territorial y de la población se hace por medio de la estigmatización, el terror y las amenazas, lo que establece una desconfianza generalizada ante el papel de los militares en la región. Por ejemplo, don Jairo, cultivador de coca y líder de su vereda cuenta que su hijo y su esposa fueron golpeados por el Ejército (2013,28 de noviembre). También don Roberto, colono y campesino de la región de La Macarena plantea una discusión que va más allá de la queja a la militarización y alude a la doble cara con la que actúa el Estado en estos territorios:
Pero no tenemos en sí la comercialización del mercado asegurado y no tenemos el apoyo ni la ayuda del Estado para eso. Entonces estamos totalmente aislados, y desprotegidos por el Estado. Todo lo contrario, ha habido es represión, después de terminar la zona de despeje [...]. (Don Roberto, 2012,6 de junio)
Otro diario vivir en este contexto de guerra fue el control de la movilidad, expresado principalmente en los retenes militares y el empadronamiento, lo que hacía de las vías una infraestructura en disputa, como ocurrió con los comités de carreteras en las veredas y el señalamiento de que eran vías con peajes de la guerrilla.
El otro fenómeno que alteró la vida cotidiana de estos territorios fue la paramilitarización de parte del departamento que entró en disputa territorial con la guerrilla y tuvo como epicentro la zona del sur, es decir, los municipios de Morelia, Belén y San José del Fragua (Verdad Abierta, 2011,1 de noviembre; Quevedo, 2015). La penetración de los paramilitares en el territorio radicalizó el control y la pelea de los grupos armados por el territorio, lo que dejó a los campesinos en la mitad, algunos huyendo, otros sobreviviendo silenciosamente, pero con reglamentos nuevos que llegaban a sus veredas y núcleos, además, con niveles de crueldad y tortura no conocidos antes en el Caquetá31.
Algunas de las consecuencias de esta presencia paramilitar fueron el asesinato, la desaparición y la tortura de muchos hombres y mujeres de la región (Quevedo, 2015). Los sobrevivientes vivían la acusación constante de ser guerrilleros o auxiliares, le temían a las listas que aparecían en los retenes ilegales y enfrentaron el reto de mostrar "su neutralidad" en el escenario de estigmatización de todos los frentes con los que debían lidiar,
Don juan: ya en ese tiempo estaban toreados [las FARC] porque ya en ese tiempo estaban los paramilitares. En ese entonces, ya uno viajaba y los encontraba [...] aquí en Montañita, a las autodefensas. Entonces siempre se ponía complicado para uno salir porque si uno lo miraba medio raro, ah, usté es de la guerrilla, usté está por allá, usté viene de la guerrilla. En ese tiempo se puso duro esto, ya no podía viajar uno. Usté por lo menos iba a viajar con un familiar en ese tiempo tenía que pedir permiso, y ya que tenía el permiso usté podía ir, así era entonces. Y si usté entraba como desconocido, lo jalaban.
Doña Silvia: sí, ya para investigarlo, quién es usté o a qué viene, a quién viene a visitar porque ellos no hacían sino eso. (Don juan y doña Silvia, 2013,4 de septiembre)
La falta de legitimidad del Estado y la desconfianza hacia este sigue siendo un elemento central en los relatos de violencias, aun los que refieren al paramilitarismo. Ambos, paramilitares y Ejército, son vistos como aliados, como grupos que actúan coordinados y de los cuales los campesinos y las campesinas han sido testigos y víctimas. Por ejemplo, don Evaristo es un campesino que cultivó coca y también se desempeñó como concejal. Su trayectoria de vida está marcada por varios desplazamientos forzados, primero en la década de 1980 tuvo que huir con su familia por la represión del Estado en medio de la guerra contra el M-19, después de que el Ejército asesinó a un vecino y violó a su esposa. La violencia lo llevó a Florencia, pero no logró conseguir trabajo permanente, lo que lo obligó a volver el campo, a Solita, donde hizo familia y trabajó rentando residencias. Tras las marchas campesinas, llegaron los paramilitares, quienes lo estuvieron buscando por ser el presidente de la junta de Acción Comunal y cometieron una masacre cerca de donde él vivía, por lo cual volvió a desplazarse.
Yo sí me siento seguro en el campo en mi tierra porque cuando me ha tocado salir, huyendo del casco urbano del pueblo con el Ejército ahí, y otra gente ahí en medio de ellos haciendo masacres, matando gente, yo no podía dormir, a las seis de la tarde la mayoría de la gente del pueblo estaba encerrada, todo el mundo a las seis de la tarde estaba encerrado. Por el cuento de los tales paramilitares que era la misma gente que andaba con el Ejército. Y yo descansé cuando me salí y me fui para el campo, me cambié de sitio y me fui para el campo, podía dormir tranquilo y sentía esa tranquilidad, porque en el pueblo yo no escuchaba un golpe y ya sentía que me iban a sacar de la casa. (Don Evaristo, 2013,6 de septiembre)
Comentarios finales sobre la violencia de la ley: las vidas y la legitimidad del Estado en las tierras de la "ilegalidad"
Este artículo analiza en dos dimensiones el impacto de la política de prohibición de drogas en el Caquetá: las experiencias de la violencia en las trayectorias de vida de hombres y mujeres del campo caqueteño, y la manera en que ellos perciben el papel del Estado en este contexto.
La ley que prohíbe la actividad cocalera en el marco de la política contra las drogas reproduce los estigmas y la persecución a los campesinos y las campesinas, y opaca el contexto de pobreza y violencia en las que se lleva a cabo esta actividad. Así las cosas, considero importante mostrar que estas experiencias de violencia que marcan las trayectorias de hombres y mujeres del campo caqueteño en territorios cocaleros están lejos de ser relejo de una búsqueda de dinero fácil, pues al contrario, la vida en estas regiones no lo es.
Los más recientes estudios sobre el conflicto han mostrado las dinámicas territoriales de la confrontación, con interesantes avances en torno al papel de los actores armados, sus estrategias, logros y retrocesos, y la manera en que se relacionan con la economía de la coca. En esta dirección, se busca insistir en las voces de los pobladores y las pobladoras de los territorios cocaleros, en el impacto que esta confrontación ha tenido en sus vidas y en sus percepciones de la ley y del Estado.
La política de la "lucha contra las drogas" hace parte de un discurso global que sustenta la prohibición y la criminalización del negocio de la coca, pero tiene diferencias territoriales en su ejecución. En particular en el Caquetá, ha estado inextricablemente conectada con la lucha contrainsurgente y las diferentes formas en las que esta se expresa en la vida de hombres y mujeres. Este escenario es el que denomino como violencia total, que no solo implica combates, o actos de guerra entre ejércitos regulares e irregulares, sino el de hostilidad cotidiana que condiciona las vidas de los pobladores y su relación con el Estado, expresado en vigilancias, estigma-tización, terror, desplazamientos y hostigamiento. A la vez, esta política va acompañada de formas de suplantación de las garantías constitucionales a las que tienen derecho como ciudadanos y ciudadanas, que son sustituidas por asistencialismos, transferencias condicionadas y programas sociales dependientes de la dinámica del conflicto.
Un reto para comprender estos espacios de imposición de la ley contra las drogas es articular estas experiencias de hombres y mujeres con este contexto histórico de "seguridad"; pues sus desplazamientos, sus impedimentos de movilidad, la militarización, la negociación de espacios con los actores armados, las torturas y el hostigamiento son posibles por la vulnerabilidad que crea y reproduce la ley antidrogas.
Foucault (2011) señala la imposición de dispositivos como el panóptico, sistemas de inspección, vigilancia, premios y castigos en las ciudades y en el mundo contemporáneo (Foucault, 2011). No obstante, el problema es pensar esto por fuera de los límites de la ciudad y comprender el control de la política contra las drogas en la ruralidad, donde ni la vigilancia ni la inspección son tan herméticas como en el sistema de una prisión, y el poder de la vigilancia es limitado aunque eficaz.
Siguiendo a Alice Goffinan (2009) en su análisis de la violencia que se ejerce en los guetos estadounidenses, hay otras formas en las que este poder se hace presente en la vida cotidiana de los sujetos. Para pensar la experiencia del Caquetá, es importante resaltar que es un campo de guerra más que un panóptico, aunque sí se ejercen coacciones, controles y agresiones sobre la población. El control y la disciplina sobre las personas es incompleto; la gente cultiva coca, rompe la ley, no hay una observación constante sobre la población, sino que, como afirma Goffinan, se trata de un control tipo de retén o flashpoint system, en el que opera también el azar y la operación puntual, algunas personas son monitoreadas, buscadas, observadas o desposeídas. Más que el control directo sobre cada individuo, la estrategia consiste en la configuración de este escenario generalizado de vulnerabilidad (Goffinan, 2009). En este caso, el poder tecnológico que ofreció Estados Unidos para controlar el territorio, por ejemplo, aviones y comunicaciones, hizo que este monitoreo fuera mucho más poderoso que en los periodos anteriores. Es una vigilancia incompleta, no por eso menos eficaz.
La "ilegalidad" de la actividad cocalera opera como un instrumento que legitima la intervención violenta del Estado colombiano para controlar y crear espacios de acción de grupos específicos en el campo del Caquetá durante la política contra las drogas. Los pobladores rurales en el caso de San Salvador son habitantes de la frontera y su vida misma es fronteriza, en términos de Martel, se mueve entre la ilegalidad y la legalidad, viven bajo múltiples regulaciones (la de la guerrilla, la de los paramilitares, la de las juntas de acción, la del Estado) y todas deben comprenderlas y cumplirlas para sobrevivir. Ser colono, ser campesino y campesina, y ser cocalero y cocalera, no son solamente actividades, sino identidades que, en el contexto rural amazónico, están en disputa. Parafraseando a la autora, si vivir en la frontera es difícil, ser uno mismo una frontera es peor (Martel, 2010).
Pero esta construcción de espacios de guerra y vulnerabilidad tiene efectos en la manera en que los actores perciben la ley y el Estado colombianos. No son sujetos pasivos que soportan o caen ante la violencia, sino que también la interpretan, la apropian, y esto refiere a la segunda parte del análisis, la construcción de la (i)legitimidad del Estado.
Walter Benjamin (2001), en su crítica de la violencia, examina la que se considera como legítima y presenta que su función es la de fundar y mantener los derechos de una estructura de poder específica. Para eso, la gestión de espacios de legalidad e ilegalidad es un instrumento de control de la población y el territorio, y en el Caquetá se hace a través de una combinación de violencias, la de la represión física pero también la de la estigmatización del "delincuente", del "rebelde", el "ilegal". Esta violencia es una manera de administrar los "ilegalismos", en términos de Foucault, y así se trazan límites de libertad, tolerancia y presión sobre diferentes grupos sociales, que sirven para controlar territorios y poblaciones; y en el caso de "la lucha contra las drogas", son herramientas de guerra.
La violencia que ejerce el Estado colombiano se discute y se rechaza. Para estas poblaciones rurales, esta es ilegítima a pesar de que el mandato legal del funcionamiento del Estado le otorgue justificación. De ahí que se viva en esta región un estado de ilegitimidad de la legalidad (Cielo, 2010), que como muestra Manrique López (2015) han sido fundamentales en "la lucha contra las drogas" y "antiinsurgentes" en el Perú.
Ahora, la implementación del Acuerdo de Paz se estrella con dos muros: por un lado, el interés del Estado de dirigir una política de sustitución de cultivos de coca sin desactivar la "lucha contra las drogas", como ha venido ocurriendo durante el primer año después de la firma. La política de cincuenta mil hectáreas erradicadas y cincuenta mil hectáreas sustituidas lanzada por el gobierno de Santos sabotea todos los principios de la implementación del punto cuatro del Acuerdo, que refieren entre otros al carácter voluntario de la sustitución, a la defensa del Estado de derecho y a la convivencia ciudadana, a la integración del punto uno y el punto cuatro, y la construcción conjunta y participativa de los planes de sustitución. Esta implementación fracasa en la medida en que se mantiene la persecución a los cocaleros y el carácter punitivo de la actividad, cuando se defiende la erradicación forzada y no se ha aplicado el tratamiento penal diferencial contemplado en el Acuerdo firmado en el Teatro Colón.
Por otro lado, la construcción de la paz estable y duradera también se enfrenta con la falta de legitimidad del Estado entre las poblaciones rurales del territorio caqueteño (GlobalResearch, 2017,27 de febrero). La desconfianza ha venido minando la relación que tienen los campesinos y las campesinas de los territorios cocaleros con los funcionarios de las agencias del Estado y, por lo tanto, obstaculiza la realización de las tareas de la implementación de los puntos uno y cuatro, como la construcción de los acuerdos voluntarios de sustitución, los programas de desarrollo con enfoque territorial y los planes integrales de sustitución. La falta del reconocimiento de la violencia ejercida sobre estas poblaciones restringe un diálogo sincero y transparente entre los sectores campesinos y las agencias del Estado, lo cual ha sido y seguirá siendo un obstáculo para la implementación del Acuerdo. En medio de la activación de "la lucha contra las drogas", trabajar para construir una nueva legitimidad del Estado, desafortunadamente, no es parte de la agenda gubernamental.
Es urgente cuestionar la "lucha contra las drogas" como una cruzada "por el bien" de la política global, desnaturalizar la relación directa entre violencia y economía de las drogas, y profundizar en sus dinámicas y efectos en los diferentes territorios. En el trabajo de campo, las experiencias de estas violencias (estigmatización, asesinato, amenaza, bombardeos, fumigación, saqueo) emergieron como un elemento fundamental en las trayectorias de vida de hombres y mujeres pobladores de territorios cocaleros.
La "lucha contra las drogas" ha diseñado unas formas de medir su éxito y fracaso, asumidas como "correctas": número de hectáreas erradicadas, toneladas de cocaína incautada, personas encarceladas, etc. El aparato burocrático y policivo en Colombia y Estados Unidos está muy atento a estos marcadores, pero no a otros impactos e indicadores que miden los daños sociales y políticos de estas medidas represivas, como la falta de acceso a un consumo seguro, la expansión de enfermedades contagiosas y, por supuesto, los impactos en las vidas de las comunidades rurales productoras y su relación con el Estado (UNODC, 2016).
Se hace urgente crear mecanismos de medición y recolección de información de los impactos que tiene esta violencia, sobre las relaciones de estas comunidades con el Estado y las prácticas estatales en su construcción regional, de manera que se pueda dar cuenta de los múltiples costos sociales que implica la "lucha contra las drogas" en la sociedad colombiana.
El éxito de la implementación del Acuerdo depende de la transformación de las prácticas del Estado en el Caquetá, que pasa indiscutiblemente por la desactivación de los mecanismos que configuran esta tierra profunda, la violencia física y la estigmatización, y por el establecimiento, de una vez por todas, de las garantías constitucionales de esta población basadas en el reconocimiento de su rol de víctimas, y del derecho a una vida y una actividad productiva dignas.