Este libro del autor colombiano Iván Garzón, profesor de Filosofía Política, es un libro esencial para acercarse al fenómeno religioso moderno en su relación con el poder y la transformación social y política. Su aproximación deviene de una revisión crítica del paradigma secularista que había expulsado la religión del horizonte especulativo de la política, y la sociedad hasta la Revolución Islámica (1979). Como consecuencia de aquél hecho Giles Kepel escribió un libro, hasta hoy vigente, traducido al castellano como La Revancha o La Venganza de Dios (1991) acerca del fundamentalismo religioso. Garzón contempla la realidad latinoamericana desde el ángulo de su sociedad, la colombiana, pero como parte de un fresco que es mundial dada la naturaleza de la Iglesia Católica. Garzón, en trabajo reciente, ha propuesto en enfoque Pos-secular para entender la cohabitación con la religión, y la trasposición de lo sagrado en la política.
La Iglesia Católica ha sido analizada como actor político en pro y en contra de la transformación. Como la base, lo diría Weber, de una mentalidad tradicional, anti racionalista versus una mentalidad moderna (Zuleta, 1982). Pero todo eso sería sin contar un fenómeno al que Garzón analiza con sutileza que fue la transformación de la institución a través del Concilio Vaticano II. Allí, donde los "Obispos del Rin" impusieron sus ideas acerca de la modernización y del desarrollo hubo un llamado que se interpretó misional y teológicamente como entrar en un mundo moderno cuyas verdades eran -siguiendo a Jacques Maritain- ontológicamente cristianas. Ese mundo, a juicio de Pablo VI (1967), entendía que la violencia también tenía carácter estructural y, por tanto, la paz maximalista (p. 87) de la que nos habla el autor, se entiende en relación con la obtención del desarrollo sin la cual siempre está en carencia y autenticidad. Una consecuencia indeseada fue que aquella noción reprocha a la democracia lo mismo que reprocharía a una dictadura o un régimen totalitario.
Pero, como sabemos, a varias décadas del documento del Supremo Pontífice, ni el Papa promovía una sublevación social del estilo revolucionario, ni América Latina sigue siendo una promesa hacia al desarrollo. Pero, la violencia se ha enquistado en América Latina que paradojalmente, siguiendo a Wilde "tiene una sorprendente coincidencia: es notablemente violenta y notablemente religiosa" (2015, p. 142). Aquí, es entonces cuando la rebeldía se vuelven una opción posible y ética acerca de la violencia e impacta sobre la cultura política. Y en esta distinción Garzón nos orienta sobre los tres grupos que contemplaron la violencia, los rebeldes que se fueron al monte; los románticos, que idealizaron esta insurrección, y los profetas que lucharon contra la expansión de la violencia. Colombia tuvo al rebelde Padre Camilo Torres, al Grupo de Medellín (1968) entre los románticos y entre los profetas a la Conferencia Episcopal colombiana que trató de apaciguar los ánimos. Estos últimos tuvieron que arriesgarse, porque la violencia inhibe, como dice Sartori, la normalidad política y desde luego una vez desatada es difícil reconducirla.
Los románticos se alimentaron de las imágenes de Camilo Torres y el Che Guevara, y exacerbaron la autenticidad, el idealismo, el utopismo entre otros, como un valor, aunque fuese un apoyo intelectual y no físico a la violencia insurreccional (p. 84). También se reflejaron en los Obispos reunidos en Medellín, donde su exhortación dejó pocas dudas que se inclinaban por los desarrollistas frente a los conservadores, con graves consecuencias para la promoción de la paz política (pp. 89-90) y la identificación de Colombia como escenario de una violencia institucionalizada cuya transformación era imperiosa.
Para los rebeldes y románticos la violencia es sagrada, su fuego es eterno y no se calma con concesiones o reformas parciales: de la frustración surgía la esperanza del cambio inmediato y total (p. 92). Su horizonte es la transformación sacral de todo el espacio político para una nueva estadía del hombre en la Tierra. La violencia insurreccional era para ellos el antídoto a la violencia estructural (p. 149) y se anticipa con el martirio (p. 95). En esta caminata, los sacerdotes radicalizados (que los hubo en otras latitudes en la misma época) acompañan como actores no armados pero legitimadores del discurso de la violencia. Los románticos de la época, se encuentran también, al otro lado del Charco en el Seminario de Vitoria (Baeza, 1995) gestando la adhesión de buena parte del clero vasco a ETA y labrándose su evolución desde el carlismo y el integrismo que, bebió también Sabino Arana al elegir como adversario al maqueto, es decir al vasco no insurrecto con su identidad española.
Desde luego, en Colombia esta lectura sacral de la violencia no tuvo la fuerza que ha tenido en las Provincias Vascas o en Cataluña, donde F. Aramburu en su novela Patria (2016) parafrasea el discurso del clero separatista en las palabras de un Padre que nos dice "¿quién se acordara de rezar a Dios en euskera?". Pero a falta de una reivindicación por el lenguaje (en esa época el horizonte de lo originario no se evaluaba como disponible) Colombia sufría una crisis que explotó en el período de La Violencia (1925-1958), que bien describe el historiador británico Malcolm Deas y cuya raíz es la insurrección liberal post Guerra de los 100 días.
La violencia como estado normal de la política colombiana explica la dificultad de una política cívica por la paz. Es que la violencia tiene una épica donde el amor por la revolución constituye al ensimismamiento del sacerdote radical, que deja de contemplar místicamente para volverse el mismo verbo de transformación. Cuando, como se dice al concluir el texto, la promesa de la bondad no se trasmuta en moneda de santidad: ahí está la génesis para el antídoto que es la cultura política pacífica. Todos, aspectos que como se ve son universales, y no específicamente colombianos, en su contemplación filosófica y teológica.