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Papel Politico
Print version ISSN 0122-4409
Pap.polit. vol.19 no.1 Bogotá Jan./June 2014
Agotamiento historiográfico en la celebración del centenario de la Gran Guerra de 1914
McMillan, M. (2014). 1914: de la Paz a la Guerra. Madrid: Editorial Turner, 2014.g
Víctor Guerrero Apráez
Margaret McMillan, la muy reputada historiadora británica y actual directora del Saint Anthony College de Oxford, escribió con ocasión del Centenario del inicio de la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial —sin duda una efeméride muy singular— una obra de amplia extensión y no menor pretensión de exhaustividad historiográfica cuyas fortalezas y debilidades bien vale la pena intentar evaluar. Al mismo tiempo, si se intenta incluir la apuesta de esta autora, que involucra los avances en los estudios de este largo período tan estudiado por los historiadores, en la constelación de la producción europea realizada recientemente, puede llegarse a una valoración más amplia del estadio mismo de la comprensión por parte de las ciencias sociales en su conjunto sobre un fenómeno histórico que, en palabras de Eric Hobswabn, significó ciertamente el final del largo siglo XIX y el inicio del no menos ominoso siglo XX, de cuyas sombras todavía tratamos, inciertamente, de librarnos.
La reciente publicación de esta obra y su inmediata traducción al español la convierten en uno de los libros más rápidamente accesibles en nuestro ámbito, reafirmando así la popularidad del anterior opus de la autora, La Conferencia de la Paz 1919, en la que emprendió un ambicioso estudio de las negociaciones y los protagonistas que al finalizar la Primera Guerra Mundial desembocarían en el poco afortunado Tratado de Versalles. McMillan culmina un denodado fresco histórico de la década previa y del año inmediatamente posterior a su desenlace, lo que hace que sea necesario considerarlas ambas en conjunto.
1914 intenta presentarnos un cuadro muy amplio y completo de las circunstancias culturales, políticas, ideológicas y de doctrina militar que, ejemplificadas en los protagonistas de los países directamente involucrados en la contienda —Alemania, Austria-Hungría, Rusia, Francia, Inglaterra y Serbia— y de otros actores relativamente secundarios como Italia, Bélgica y los países balcánicos, fueron determinantes en el curso adoptado por los acontecimientos.
En veinte densos capítulos y un epílogo final, la obra selecciona con exquisita finura los testimonios y documentos más representativos de la atmósfera reinante en la época para proporcionar una reproducción fidedigna de sus impresiones, criterios y posturas. Mediante un riguroso y destilado método pointilliste, que podría calificarse como caleidoscópico, somos situados delante de pasajes de diarios, citas de correspondencias, testimonios fehacientes y editoriales de prensa, así como de personajes anónimos, y en los lúcidos sensores encarnados en escritores de la talla de Stefan Zweig y Henry James —en los dos extremos del espectro lingüístico— que proporcionan un retrato amplio y a la vez microscópico de las tendencias y acontecimientos considerados decisivos en el desenlace de los hechos.
Más que presentar una valoración expositiva de figuras claves como el Emperador Guillermo II de Alemania y sus dos primos coronados, Jorge V de Inglaterra y Nicolás I de Rusia, del general Von Moltke o de los no menos importantes cancilleres, el alemán Bethman Hollweg y el austrohúngaro Bertchold, la autora nos confronta con pasajes de sus diarios, párrafos de la correspondencia con sus pares o sus subordinados, o información periodística que dio cuenta de determinadas actuaciones o discursos pronunciados. Así pues, el lector cuenta con una serie de impresiones detalladas que no sólo lo habilitan para extraer sus propias conclusiones sino para poner en tela de juicio las señaladas por la propia autora.
Es esta textura densamente urdida mediante una escritura vivaz la que constituye el centro del método histórico del libro: la variada acumulación testimonial y documental relativa tanto a los hechos como a los personajes que jugaron papeles decisivos o relevantes dentro de un progresivo y ordenado despliegue de los principales acontecimientos que en esa década y media configuraron la constelación de sentimientos, atmósferas, gestualidades y posturas cuya inmensa sumatoria provocaría la caída en el abismo.
Sin embargo, esto no impide que en ocasiones se aluda a consideraciones propias de una historia conjetural o a consideraciones comparativas, prospectivas y retrospectivas, de otros procesos históricos que se oponen a una visión historiográfica sobredeterminista quizá más propia de historiografías marxistas o centradas en el imperialismo europeo. Si se le pudiera atribuir algún enemigo conceptual a McMillan, ciertamente sería cualquier visión de la ineluctabilidad histórica, con lo cual en la obra reseñada se reivindican la capacidad de agenciamiento de los sujetos, su responsabilidad moral y por último, una no menos irreductible capacidad de innovación u oposición frente a las dinámicas fácticas.
La primera parte abarca los cinco capítulos iniciales, y el primero de estos se ocupa de la Exposición Universal de París realizada en 1900 que, a modo de sinécdoque mayor, da cuenta de los sueños y esperanzas de una generación europea profundamente crédula del progreso y la concordia, no menos embelesada por los adelantos de la técnica, la industria y la potencia militar de sus respectivos países, cuyos adelantos bélicos estaban empleando simultáneamente de manera implacable en la Guerra de los Boxers contra la debilitada e indefensa China.
Con ese punto de partida a modo de obertura coral, el texto se adentra en la conformación progresiva de los dos grandes bloques geopolíticos: por una parte, la Entente cordial compuesta por Inglaterra, Francia y Rusia, y por otra, la Triple Alianza, integrada por Alemania, Austro Hungría e Italia, cuya solidificación posterior determinaría los términos del enfrentamiento. La alineación final de los países no fue determinada de antemano; la exposición de sus ires y venires, durante los cuales la precipitada declaración de un monarca, un primer ministro o un encargado de guerra echaba destruía cuidadosos acercamientos diplomáticos, muestra con claridad la mutua influencia de elementos contingentes y diligentes planificaciones.
La presentación de estos momentos aleatorios, en los cuales, por ejemplo, Alemania estuvo más cerca de Rusia que de Inglaterra durante la guerra ruso-japonesa en 1905, o cuando Alemania estaba más próxima de Inglaterra que la propia Francia como en los meses previos a la primera crisis de Marruecos en 1906, constituye un golpe fuerte a las visiones estructuralistas, ultra determinantes y de larga duración de la Historia según las cuales los bloques contendientes habrían estado predeterminados desde muy atrás con antelación su integración efectiva.
Para muchos sectores de la opinión pública, el enemigo natural de Inglaterra debía ser la autocrática Rusia zarista como se colige de la popular novela La Guerra de Inglaterra de 1897 de William Le Queux en la que su país se enfrentaba al salvaje y primitivo oso ruso, pero el zigzagueante proceso de estrechamiento de las alianzas defensivas y los espacios de neutralidad compuesto de una multiplicidad de eventos donde la cercanía familiar entre los monarcas alemán, inglés y ruso pudo haber desempeñado un papel más importante que el que finalmente tuvo condujeron a una alineación diferente. Las guerras acotadas que se escenificaron en suelo europeo y por fuera de éste, como la sostenida por los ingleses contra los Boer de las repúblicas de Transvaal y El Cabo, el catastrófico enfrentamiento de Rusia contra el militarmente poderoso y advenedizo imperio del Japón azuzado por un reaccionario empresariado con gran capacidad de influencia en el Zar, las guerras balcánicas de 1912 y 1913 que ya preludiaban movimientos telúricos de nacionalidades y ambiciones en las goteras del decadente imperio Otomano, son objeto de una cuidadosa y en ocasiones iluminadora visión que apunta a las cambiantes inclinaciones en favor de diferentes aliados.
En últimas, la alianza del oso ruso y la ballena inglesa era tan poco evidente y predecible como en ocasiones había parecido la propia entente entre Francia e Inglaterra, mientras que la comunidad lingüística e histórica entre Alemania y Austro Hungría -esa alianza no menos extraña de dos nibelungos unidos hasta la muerte (descrita en el maravilloso décimo capítulo)— ligaba casi fatalmente a dos imperios que se habían combatido con la derrota de este último en 1866.
En dos capítulos consecutivos titulados ¿En qué pensaban? y Sueños de Paz, se contrastan las tendencias ideológicas y filosóficas que militaban a favor de la paz y en procura de la guerra. Recapitulando en cierta medida aportes previos (Joas, etc.) que han destacado la generalizada aceptación, cuando no la deseabilidad misma del enfrentamiento armado a modo de electroschock estimulante y rejuvenecedor para un continente debilitado y moralmente decaído por parte de la misma inteligencia europea (Nietzsche, Bergson, Péguy etc.), las iniciativas de las asociaciones pacifistas como la Internacional Socialista cuyos congresos de Basilea y Bruselas proclamaban la hermandad más allá de las fronteras nacionales, señalan de fondo la profunda polarización de la opinión y las culturas nacionales.
Asimismo, el militarismo rampante de influyentes estrategas militares como Mol-tke, Schlieffen, Joffre, Sojumlínov, constituyó un factor de primera magnitud en la imposición de visiones bélicas que eclipsaron tanto la autonomía de los políticos como su propia credibilidad y competencia; la complejidad y especialidad que los asuntos militares habían adquirido con la masiva industrialización de la guerra en su expansiva absorción de lo económico —las redes ferroviarias dejaron de pensarse como medios de transporte para convertirse en raíles de traslado y avituallamiento de tropas— fueron hábilmente aprovechadas por los jefes militares para marginar a los demás ministerios de los asuntos logísticos encontrando por parte del sector gubernamental civil la resignación y la obsecuencia, o la temperamental e impotente oposición por parte de los propios monarcas. Esta crucial preponderancia de la mentalidad bélica terminaría por adueñarse de buena parte de la capacidad decisoria de los gobiernos en su conjunto, pero especialmente de aquellos como el ruso, el alemán y el austríaco, donde el parlamento o la duma poco o nada podían hacer frente al autoritarismo de los monarcas.
La extrema complejidad de la movilización total que el inicio de las hostilidades implicaba terminó por convertir a los Estados en el conjunto en rehenes de los respectivos planes bélicos que debían cumplimentarse con la precisión y rigidez de un mecanismo de relojería, reduciendo cuando no anulando las posibilidades de un acuerdo, un aplazamiento o una suspensión en el último momento. El célebre plan Schlieffen, que epitomiza la rigurosidad militar prusiana, había comenzado a elaborarse desde 1908 como carta magna de la estrategia bélica que Alemania debía emprender para derrotar en 40 días a Francia en el frente occidental —bajo el recuerdo glorioso de su triunfo fulminante en 1870— antes de volcar su ofensiva total contra Rusia en el este ya liberado el frente opuesto. Cualquier mínimo retraso, en la medida en que acarrearía la derrota, quedaba por fuera de toda consideración plausible. Esto quedó trágicamente demostrado en los gestos desesperados de los monarcas o sus primeros ministros, una vez las declaraciones de guerra se habían cursado y las movilizaciones militares se habían puesto en marcha, cuando prorrumpieron en lágrimas, se fueron temprano a la cama o se resignaron a admitir que las luces del continente se habían apagado. Pero la realidad histórica mostraba en toda su desnudez que el emperador actual era, a lo sumo, una caricatura de su abuelo, el fundador del imperio, mientras el canciller Bethmann Hollweg, un mediocre miembro de la nobleza junker sin la menor semejanza con el genio político de su antecesor Bismarck, quien siempre impidió que los militares le impusieran una guerra sin contar con su beneplácito político y estratégico. Es claro, a modo de balance, el declive de la capacidad intelectual y ética de las testas coronadas europeas cuyos complejos personales, falencias mentales y debilidades de carácter —cuestiones que McMillan sabiamente se abstiene de intentar explicar— no sólo llevaron a su propia automutilación en el ámbito de lo político sino a un aislamiento absolutamente irresponsable de las realidades de su propio país, y sus súbditos, refugiados en una catatónica burbuja hecha de familiares, cortesanos, advenedizos y nebulosas fantasías de grandeza antigua, fanatismo religioso e irracional, quedaron a la espera de un milagro salvador de último minuto. En este nivel de la presentación histórica pocas diferencias se encuentran entre el Emperador alemán y el Zar ruso, o el Emperador austro húngaro, todos ellos sumidos en sus excursiones marítimas de lujosos yates, sus colecciones privadas, sus jardines o sus amantes.
En el nivel de las estructuras estatales y el sistema de relaciones internacionales, si bien este no se trata propiamente como tal, las cuidadosas descripciones y los frescos testimonios ofrecidos permiten evidenciar claramente la honda disfuncionalidad de los cuatro regímenes imperiales cuyos intereses contrapuestos se dieron cita en asocio de los dos sistemas parlamentarios de Inglaterra y la Tercera República Francesa. Si bien los cancilleres Asquit y Delcassé, y sus ministros de relaciones exteriores, Grey y Caillaux, ofrecen una presentación que da cuenta tanto de sus capacidades como de sus ambigüedades, la frivolidad de sus urgencias y preocupaciones marcan cierta indiferencia o resignación ante el curso de los acontecimientos; el punto diferencial tal vez radique en el grado de control que ellos tenían en relación con sus homólogos imperiales. Persuadir al rey inglés Jorge V o convencer al parlamento francés era una tarea planteada siempre en términos de un mínimo de racionalidad política o de coherencia discursiva en la medida que precisaba de instancias colegiadas de aprobación. Por el contrario, en los imperios la decisión terminaba recayendo en una única persona. La misma voracidad expansiva por hacerse a nuevas colonias y territorios en Asia y África los hizo cómplices en la búsqueda de zonas de influencia en la lejana China, respecto de la cual Alemania había sido la más belicosa al igual que respecto del 'hombre enfermo de Europa', ese Imperio Otomano moribundo al que los vecinos y potencias le habían ido arrancando pedazos de territorio desde la segunda mitad del siglo XIX (desde la Guerra de Crimea y la guerra Ruso-Turca de 1876 a las que la autora concede muy poca relevancia, denotando así su deliberado alejamiento o desconfianza frente a una historia de larga duración), avidez que terminaría siendo decisiva a la hora de definir el último aliado de la Triple Alianza.
Quizá el papel y las condiciones políticas y militares del imperio Otomano sean los menos examinados en la obra de McMillan, lo que desdibuja de cierta forma el rol jugado por las ambiciones imperiales de los principales protagonistas, y se debilita la continuidad del proceso histórico que existía por lo menos desde el siglo XV: el enfren-tamiento de los turcos con diversas potencias europeas. No obstante, un autor como Sean McMeekin (Russian Origins of the First World War, 2011) le da tanta importancia a esta situación que acuñará el término provocador de "Guerra de Sucesión Otomana" como nominación alternativa a los eventos ya conocidos de la Primera Guerra Mundial.
De igual forma, el papel de los nacionalismos beligerantes dentro del sistema político de cada uno de los países también tuvo una función importante en la prevalencia del decisionismo bélico; la guerra exterior era vista por los respectivos ejecutivos como un recurso extremo pero eficaz para apaciguar las exigencias irlandesas en el caso de Inglaterra, los levantamientos polacos, rutenos, eslovacos y checos en Austria-Hungría, y una herramienta para disciplinar a la social democracia en Alemania y los sectores revolucionarios en el imperio zarista.
La mirada que se dedica a los estrategas militares permite detectar uno de los factores explicativos tanto de la decisión final de ir a la guerra como de la abrumadora letalidad de la misma: la ultra valoración de la ofensiva como fórmula bélica privilegiada para asegurar resultados rápidamente y el menosprecio de la capacidad defensiva. Una suerte de fe ciega en las virtudes bélicas de una ofensiva fulminante condujo a un olvido o ceguera respecto de las crecientes capacidades de la estrategia defensiva que ya se habían evidenciado en episodios militares de la Guerra Civil estadounidense. Ello conllevaría la reducción de opciones alternativas.
El libro de McMillan resulta extremadamente representativo en el contexto de la historiografía dominante en el mundo anglosajón: presenta una perspectiva amplia, pluralidad inagotable de niveles, minucioso rastreo de fuentes —con ayuda de un buen número de amanuenses—, inmensa capacidad de acumulación de testimonios relevantes; una palabra podría aplicarse a esta obra: exhaustividad. Y esta mirada pareciera dominar la gran empresa editorial hispano británica que con gran sentido de oportunidad gerencial empieza a dominar el panorama editorial (al lado suyo, la obra de Christopher Clark The Sleepwalkers: How Europe went to War in 1914 fue publicada en inglés el año pasado y ya está disponible en español en Galaxia Gutenberg.
No obstante, la primacía de los "cómo" termina por resaltar sus propios límites: hace falta una teorización fuerte en términos de estatalidad, del sistema internacional de equilibrio de poderes, una aproximación más matizada sobre las hegemonías en disputa, la conceptualización de los imperios, y como consecuencia se da una escasa pertinencia en los pocos intentos comparativos con la situación contemporánea. No deja de ser significativo que la valoración más aguda de cuantas se citan a lo largo de tan extensa obra fueran justamente las palabras que el escritor norteamericano Henry James consignara en su carta del 31 de julio de 1914 a su amigo Sir Claude Philip —apenas se hizo pública la movilización alemana— en una atmósfera de horror y desaliento:
Lo primero que se siente de perturbador, sin duda, es la intensa imposibilidad de pensar sobre algo tan vulgar y tan infame, en una época que hemos estado viviendo y haciendo nuestra como si fuese un gran refinamiento de nuestra civilización, a pesar de todas sus incongruencias conscientes; descubrir que después de todo llevaba esta abominación en la sangre, descubrir que de eso se trataba todo el tiempo, es como tener que reconocer de pronto en nuestra familia o en el círculo de nuestros mejores amigos a una banda de asesinos, estafadores y villanos; es exactamente una conmoción así.
Que el testimonio personal seleccionado para concluir la obra pertenezca justamente a un escritor exiliado de su país de origen que encontró en Europa una verdadera patria, y quien de joven hubiera vivido muy cerca la tragedia de la guerra civil sin tomar parte en ella, reitera que la más honda comprensión de las tragedias mundiales —y en este caso de una sin precedentes— siempre provendrá del arte.
Si se toma como punto de comparación las grandes cumbres historiográficas producidas sobre el mismo acontecimiento, como la reconocida de Barbara Tuchman en Los Cañones de Agosto (1962), o Los orígenes de la Primera Guerra Mundial (1957) de Luigi Albertini, producidas a cerca de medio siglo de distancia, pueden destacarse avances de matiz y precisión, pero el nivel historiográfico general sigue siendo básicamente el mismo: sabemos más pero comprendemos igual. Tal vez sí existe una diferencia que ameritaría una reflexión más honda: según McMillan, en una de sus pocas prospecciones al presente —generalmente de índole más bien pedestre—, cuando se produjo la crisis de los misiles en Cuba, el presidente Kennedy habría impedido el cataclismo atómico al imponer su propio criterio por encima de los asesores militares gracias a la lectura del libro anteriormente mencionado de Barbara Tuchman. Si eso fuera cierto, el aporte de la historiografía sobre la Primera Guerra Mundial ciertamente habría cumplido con creces el más virtuoso de los cometidos clásicos de la historia, esto es, impedir la repetición de los errores del pasado. Esta optimista visión, que si bien enaltece la fuente inspiradora de la presente obra, deja abierto el interrogante de si tal experiencia habría podido o puede llegar a repetirse en el caso de personajes como George W. Bush o el propio Obama.
Los actuales bordes geopolíticos de una Rusia crecientemente acorralada, de una China cercada en el Pacífico y los ímpetus bélicos de un Israel internacionalmente insular continúan siendo factores de incertidumbre y potenciales desencadenadores de hostilidades susceptibles de borrar la contención que hasta ahora ha caracterizado los conflictos armados locales. Pensarlos a la luz de la situación euroasiática de hace una centuria ya no es un ejercicio puramente historiográfico sino una tarea pendiente para la politología y las Relaciones Internacionales contemporáneas.