I
El nuevo coronavirus recorre el planeta en oleadas cada vez más preocupantes a medida que surgen nuevas mutaciones y cepas más contagiosas y letales. El malestar social, que ya era visible después de la crisis financiera global y antes de la pandemia, se ha extendido, con diversos grados de intensidad, a buena parte de Occidente, salvo en los países que han manejado relativamente bien la pandemia y preservado en gran medida el Estado de bienestar, como algunos del Norte de Europa. Y en países de Asia, democráticos o autoritarios, que aprendieron de brotes anteriores y en los que el Estado no cedió funciones a las fuerzas del mercado, sobre todo en aquellos cuyas economías fueron impulsadas por el traslado de las actividades productivas de los países avanzados y que poseían las industrias necesarias para atender los graves efectos sanitarios de la pandemia -como Corea del Sur, Singapur, China y otros más del sudeste asiático-; y en aquellos que, conforme a sus constituciones, procuraron proteger a su población de las perjudiciales consecuencias sociales y económicas, como Australia y Nueva Zelanda.
En cambio, India, el principal fabricante de vacunas de todo tipo, cuyo primer ministro es un autócrata neoliberal vinculado a organizaciones paramilitares, a junio de 2021 es el tercer país con mayor número de muertes por el coronavirus y padece una crisis humanitaria. En América Latina, Brasil -el país con mayor desarrollo en el campo económico y científico de la región-, gobernado por Jair Bolsonaro, un ex militar de ultraderecha, defensor de la dictadura, la tortura y la deforestación de la Amazonia, contrario a la ciencia y con una actitud ante la pandemia peor que la de Trump, registra el segundo mayor número de muertes directas por el coronavirus. Bolsonaro ha sido acusado ante la Corte Penal Internacional por delitos de lesa humanidad debido a su inicua gestión de la pandemia, y es objeto de una investigación parlamentaria en su país.
Debido a la privatización total o parcial de los servicios de salud y al retroceso del Estado de bienestar, algunos países europeos no pudieron limitar el número de contagios y de muertes, como Italia, Reino Unido y España. No obstante, en la Unión Europea se tomaron medidas contrarias a la austeridad fiscal que se predicó para enfrentar la crisis financiera de 2008, y el Banco Central Europeo ha aprobado enormes recursos para financiar las actividades productivas, a las empresas grandes y pequeñas que generan empleo, así como para atender las necesidades urgentes de los grupos mayormente afectados por la pérdida de empleos y fuentes de ingreso.
En Estados Unidos, la manera de enfrentar la pandemia durante el gobierno de Trump fue un rotundo fracaso. Aunque pretendía ser el país mejor preparado tanto en el campo económico como en el científico. Trump ya había cancelado los programas de gobiernos anteriores para enfrentar posibles pandemias e ignoró las recomendaciones de los epidemiólogos, los virólogos e incluso de los intensivistas que no daban abasto para atender a los enfermos. El número de contagios y de muertes en su país -el más alto del mundo- lo llevó al descrédito y a la derrota electoral. No obstante, destinó más de un billón de dólares para atenuar las penurias de empresas productivas y ayudar a los desempleados. Cuando Joe Biden asumió la presidencia, la orientación del gobierno cambió notoriamente. El programa de vacunación avanzó con celeridad y la política económica se alejó de las recomendaciones convencionales, como la reducción del gasto y la restricción de la política monetaria.
Pese a las políticas de austeridad que predican economistas otrora incuestionables y a la oposición republicana, el presidente ha buscado la aprobación de programas que ascienden a cerca de tres billones de dólares para atender a los más necesitados, apoyar a las empresas, reindustrializar el país preservando el medio ambiente y reconstruir su deteriorada infraestructura con grandes inversiones públicas. Una política que tiene semejanzas con la del New Deal de Franklin D. Roosevelt, que gravó las grandes fortunas y las utilidades de los conglomerados, igual que ha anunciado el presidente Biden, cuyo equipo parece haber entendido que a la ultraderecha no se la puede enfrentar con medias tintas y que a los simpatizantes de Trump solo se les puede persuadir con buenos empleos y políticas que no alimenten su insatisfacción.
II
Tal como vislumbraron diversos estudiosos, las consecuencias de la pandemia han sido muchísimo más graves en América Latina, empeoradas por el deficiente o mal desempeño de los gobiernos. Sus índices de concentración de la riqueza y del ingreso están entre los más altos del mundo, así como el número de contagios y de muertes. Pese a algunos avances logrados en lustros anteriores gracias al aumento de los precios de las materias primas y a limitadas políticas redistributivas, los efectos económicos y sociales de la pandemia son peores que los de la "década perdida", que no afectó por igual a todos los países. Hoy, ningún país latinoamericano ha sido eximido de sus perjudiciales consecuencias.
La especialización en la producción de materias primas para exportación y en actividades ligadas al turismo aceleró la desindustrialización de los países, y cuando se redujeron los precios internacionales de esos bienes y la demanda de esos servicios quedaron en peor situación que los países europeos y asiáticos. Como en todo el mundo, la pandemia ha golpeado con mayor intensidad a los grupos de bajos ingresos, en especial a las mujeres. El desempleo ha llegado a niveles hace poco inimaginables, sobre todo entre los jóvenes -para quienes la desigualdad, la pobreza y la exclusión se han vuelto intolerables-, que continúan las protestas de años anteriores, con una elevada participación de las mujeres, también hastiadas de la desigualdad, la subordinación y la violencia.
Las manifestaciones en las calles de América Latina son el último recurso de la población para calificar a sus dirigentes, sobre todo en regímenes políticos en los que pocos de los funcionarios elegidos la representan. Ni los partidos de la derecha impenitente ni los de una izquierda anacrónica han sido capaces de superar y renovar las concepciones heredadas del siglo XIX y las primeras décadas del siglo pasado, típicas de sociedades en las que solo se enfrentaban capitalistas y proletarios, y ambos grupos contra terratenientes.
Los nuevos grupos sociales hacen demandas que no atienden los partidos tradicionales ni las organizaciones que defienden conquistas e intereses limitados. Esos grupos inconformes, encabezados por jóvenes, y los segmentos de población desatendidos y empobrecidos descalifican el orden social y económico excluyente, arcaico y muy poco democrático, que buscan preservar los gobernantes y sus burocracias encabezadas por expertos sin responsabilidad política, que circulan sucesivamente por las puertas giratorias del Estado, la gran empresa y las entidades multilaterales; impulsados por su visión ideológica más que por un examen cuidadoso de los resultados de sus recomendaciones y propuestas.
En la visión neoliberal no importan la democracia ni la gente, ni siquiera cuando puede morir de hambre o por la enfermedad. Sí importan los intereses del gran capital, de farmacéuticas financiadas por el Estado, del uno o diez por ciento más rico. Importa más la clasificación de crédito de unas calificadoras de riesgo que en gran parte fueron responsables de la crisis subprime y de la posterior crisis financiera global, sin que perdieran prestigio ni recibieran sanciones penales1. Como argumenta Richard Posner "en una economía de mercado capitalista, la función de la sanción penal es impedir que los individuos eludan el mercado eficiente". A las calificadoras de riesgo no se las puede culpar por promover el mercado de capitales. Pero no se las puede castigar por infringir leyes, encubrir delitos u opacas redes de derivados financieros porque los perjuicios y males que causan serán sancionados por la competencia o, con más exactitud, por mercados manipulados o diseñados a la medida de poderosos intereses financieros.
No es casual que en cursos de derecho económico hoy se enseñe que "la competencia económica impone el orden natural a los ricos porque tienen mucho que perder cuando la violan. Los pobres necesitan sentir la violencia desnuda de la ley", como ha observado Philip Mirowski. Es decir, que el derecho no se debe regir por los antiguos principios de justicia y de la proporcionalidad de los castigos y las penas sino por principios económicos, lo que favorece a quienes poseen la riqueza y concentran el ingreso. Por ello, hoy las disputas entre ricos se resuelven mediante el derecho comercial; a los pobres se les aplica el derecho penal y son privados de la libertad en cárceles hacinadas e insalubres; los descontentos e insumisos son castigados con brutalidad.
III
Las clases dirigentes latinoamericanas, por lo general "gente bien" de ancestros criollos y mestizos, tratan a sus gobernados como si fuesen súbditos, con menosprecio, desdén, dureza y aires de superioridad; y querrían mantenerlos lejos de la vista, en guetos o en barrios de miseria semejantes a los bantustanes del apartheid sudafricano. Y donde aún mantienen gran parte del poder los señores de la tierra, en alianzas con grandes fortunas urbanas, esa élite ve al pueblo como a un enemigo que amenaza sus privilegios, y lo "combate" con medidas ilegales y masacres.
Bien sean autoritarias o tímidamente democráticas, las élites políticas desatienden las demandas populares legítimas con dilaciones interminables o con subterfugios (muchos de ellos ideados por los expertos de sus inmensas burocracias), si es que no las enfrentan con represión abierta, con armas que no serían letales si no se dispararan a matar. Por supuesto, a quienes ponen en cuestión los derechos señoriales sobre la tierra o a quienes intentan proteger el medio ambiente -como los indígenas y los pueblos raizales- se los elimina soterradamente, culpando a las bandas al margen de la ley que miembros de esa élite han alentado y parecen seguir alentando desde cargos provinciales o altas esferas del Estado.
En 2019 las protestas ciudadanas y de la juventud chilena se enfrentaron con la represión. De manera menos encubierta y más brutal que en Chile se enfrentan desde hace tiempo los movimientos populares en Colombia. Hoy se ha ordenado reprimirlos a un ejército preparado para combatir a enemigos externos y grupos guerrilleros, un ejército de cuya cúpula el gobierno purgó a altos oficiales que se inclinaban por la paz, el respeto de los derechos humanos y el cumplimiento de los tratados internacionales. Se parece entonces a un ejército de ocupación al mando de una monarquía extranjera, por cuyas extralimitaciones se culpa a mandos medios, suboficiales y soldados rasos que cumplen órdenes -e injusta y lamentablemente mueren en las refriegas con el pueblo al que pertenecen- de personajes que dicen respetarlos y defenderlos, y que parecen intocables por la ley, pues copan el poder legislativo, los órganos de control e intentan copar el aparato judicial cuando este intenta sentenciar a tales personajes.
Además, el ejecutivo amenaza a gobernadores y alcaldes que no traten a quienes protestan como enemigos internos y no acaten aquellas órdenes, que, sin usar metáforas, no provienen de una autoridad legítima sino de individuos acostumbrados a manejar los hilos desde tinglados de guiñol, cuyos ejecutores son diestros en crear "estados de opinión", sembrando el miedo y emponzoñando el ambiente político, para impulsar su estrecha visión de la democracia, en la que no cabe la pluralidad de opiniones.
IV
La principal demanda de buena parte de la sociedad chilena fue modificar la Constitución impuesta por Augusto Pinochet, el dictador que introdujo a la fuerza el modelo neoliberal diseñado por ideólogos de Chicago2. Ese anhelo, expresado en el referendo de 2020, fue ratificado por la votación popular del 15 y el 16 de mayo de 2021. El neoliberalismo hace aguas donde se inició el fatal experimento de someter la sociedad y sus instituciones a las ordenanzas del mercado, en favor de una exigua minoría, cuyas rentas no solo han crecido a costa de bajos salarios sino de absorber parte del ingreso de las clases medias y relativamente acomodadas. La reducción de la desigualdad solo ha sido temporal aun en los gobiernos de la Concertación -la coalición de izquierda, centro izquierda y centro-, que gobernó de 1990 a 2010.
Hoy la sociedad chilena tiene el reto de cerrar la creciente brecha de ingresos, de acabar la inequidad y enfrentar la contraposición entre la política económica -que favorece a los más ricos, quienes no invierten en Chile para diversificar su sistema productivo, como hacían los empresarios clásicos, sino que compran activos o empresas extranjeras ya existentes o resguardan sus fortunas en paraísos fiscales- y la política social, a la que el Estado no puede destinar recursos suficientes y permanentes cuando sus ingresos dependen del "efecto de goteo", de bonanzas transitorias, de reformas que reducen los impuestos a los más ricos y aumentan las ya pesadas cargas de los demás estratos de ingresos. Como también sucede en Colombia.
El descrédito del proyecto neoliberal ha llevado a que ex ministros de Hacienda y reputados asesores económicos chilenos reconozcan su agotamiento e intenten dar un giro hacia la socialdemocracia europea, para lograr la paz social y recuperar su papel hegemónico. Algo que no parece suceder hoy en Colombia, cuyo decrépito partido liberal se decía parte de la Internacional Socialista, y Juan Manuel Santos se declaró partidario de la tercera vía de Tony Blair, quien abandonó la tradición del partido laborista que contribuyó a establecer el Estado de bienestar en el Reino Unido, cuyas bases teóricas fueron sentadas por el economista británico William Beveridge3.
V
En nombre del Estado, el gobierno del presidente Santos firmó los acuerdos de paz con la guerrilla más antigua del mundo, que tuvo que dejar la lucha armada porque sus crímenes de lesa humanidad provocaron el repudio de las víctimas de sus atrocidades y el merecido rechazo de la población, junto con los operativos del ejército en el periodo del ex presidente Uribe y su ministro de Defensa, el mismo Juan Manuel Santos. Operativos que fueron mancillados por centenares de ejecuciones extrajudiciales, iniciadas bajo un ministro de Defensa anterior, a las que se califica con el eufemismo de "falsos positivos". Los acuerdos de la Habana, en los que participaron altos oficiales de las fuerzas armadas, auguraban un ambiente de paz, reconciliación, solución política de los conflictos, cumplimiento de los derechos humanos consagrados por la Constitución y profundas reformas, que serían presionadas por movimientos sociales regionales y locales, cuyos integrantes ya no se tacharían de simpatizantes o auxiliares de una guerrilla que bloqueó el desarrollo de la izquierda democrática durante largos años.
El triunfo del "No" en el plebiscito de aprobación de los acuerdos de paz fortaleció a sus opositores, y acentuó la división entre quienes pretendían acabar a la guerrilla con las armas y quienes defendían la solución políticamente negociada. Esa división se ha extendido a todas las regiones del país -incluso a ciudades que se preciaban de tener una mayoría de votantes independientes-, ha frenado o impedido los cambios esperados y, por supuesto, ha perjudicado a toda la sociedad; no solo a los pobres, desempleados y trabajadores, sino también a las pequeñas y medianas empresas que generan la mayor parte del empleo y no han visto la inversión ni demás ventajas que prometía el fin de la violencia. La situación solo ha favorecido a conglomerados financieros cuyas utilidades no dejan de aumentar.
Pese a sus buenas intenciones y a su esfuerzo por establecer la paz en el país, el gobierno del presidente Santos quedó atrapado en la disyuntiva de hacer las reformas de fondo necesarias o mantener las políticas y el orden económico y social imperantes. Intentó salir de ella aprobando leyes como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras y creando entidades que llevarían a cabo y supervisarían el cumplimiento de los cambios contemplados en los acuerdos, como la Jurisdicción Especial para la Paz, para solo mencionar las que han suscitado la mayor oposición de los promotores del "No" en el plebiscito. Así mismo, intentó salir de la disyuntiva con tímidas medidas que redujeron temporalmente la violencia en los campos y, con ello, indujeron una recuperación de la producción agropecuaria, el único sector productivo que después crecería durante la pandemia, pese a las desventajas con productos importados subsidiados en sus países de origen, que aumentan en forma continua y, según distintas estimaciones, hoy llegan a más de 12 mil millones de toneladas anuales. Los ingresos por exportaciones de materias primas, sobre todo de petróleo y productos de la minería, aumentaron con el incremento de sus precios internacionales.
Todo ello se tradujo en un aumento del empleo, y en mejoras transitorias de los índices de pobreza y desigualdad, pero sin grandes avances en las reformas estructurales acordadas, como la Reforma Rural Integral y el catastro multipropósito, que no solo afectarían a las organizaciones criminales ligadas al narcotráfico -el factor que más ha perjudicado a la sociedad colombiana y degradado su sistema político; sin excluir la degradación de las guerrillas4- sino también a los latifundistas y a los compradores de "buena fe" de tierras despojadas a miles de familias desplazadas que terminaron en barrios marginados que hoy son enclaves de pobreza y centros de protesta.
VI
En mayo de 2018 se celebraron elecciones para elegir al nuevo presidente de la República y ningún candidato obtuvo más del 50% de los votos necesarios. Fue entonces preciso ir a una segunda ronda, en la que luego de una deplorable campaña electoral, el candidato de los opositores a los acuerdos firmados por el gobierno del presidente Santos fue elegido por cerca de un 54% de la votación, 4 puntos porcentuales más de los que obtuvieron en el plebiscito de 2016.
El 7 de agosto de 2018, en medio de un vendaval que en tiempos pretéritos habría sido un signo aciago de los dioses, el candidato ganador asumió el cargo de presidente. En su discurso ambiguo -lleno de estereotipos, frases de cajón, eufemismos y jerga tecnocrática- que nada tendría que envidiar a la neo-lengua orwelliana, anunció que gobernaría para todos los colombianos, que no haría trizas los acuerdos de paz -contradiciendo una parte central de su campaña-, y que buscaría la "paz con legalidad", como si los acuerdos -reformados y aprobados por el Congreso- fuesen ilegales. Aun así, parecía guardar cierta distancia con el partido que lo llevó al cargo. El discurso del presidente del Senado, representante del ala radical de ese partido, convirtió el vendaval en un huracán que conmocionó a los invitados extranjeros y a parte de la audiencia, pues descalificó el discurso presidencial, atacó con desmesura al gobierno anterior, quiso trazar el rumbo que debía seguir el nuevo gobierno y dar órdenes al jefe del ejecutivo, como la de sustituir a la cúpula militar5.
Aunque no podía ignorar las señales tormentosas, el novel ocupante del cargo presidencial integró su gabinete con personas de su mayor confianza, no con políticos curtidos sino con gentes del mundo empresarial o gremial y técnicos sin probada experiencia, salvo en ministerios clave como el del Interior, el de Defensa y el de Hacienda6. Lo que causó cierto malestar en las alas más radicales de su partido. Los primeros meses de su gobierno, de arduo aprendizaje -que se prolonga en demasía, como muestran sus políticas improvisadas y sus permanentes retractaciones-, no serán recordados, excepto porque su aspecto de buen muchacho y el tono conciliador de su discurso de posesión serían desnudados por sus acciones. Algunos analistas políticos lo atribuyen a su falta de experiencia; otros a su indecisión entre cumplir algunas promesas de campaña y seguir órdenes. No tenía la estatura de un estadista; era y sigue siendo un "alfil sin albedrío".
Aparte de hipótesis y conjeturas, el hecho demostrado es que, según alguna de tantas encuestas, un mes después de posesionarse el nuevo presidente tenía una imagen favorable del 55%, en octubre bajó al 50% y en diciembre cayó al 28%, mientas que su impopularidad ascendió al 62%. La prensa internacional lo llamó el presidente de Colombia más impopular en décadas. Pero, el criminal y reprochable atentado del ELN a la Escuela de Cadetes General Santander -en enero siguiente, cuando se realizaba una ceremonia para un curso de oficiales y en la que murieron más de veinte cadetes- no solo cambió la tendencia de esa impopularidad que caía en picada sino que parece haber puesto fin a su indecisión, para probar su fidelidad al gran elector, culpando de todos los males al ex presidente Santos y a los acuerdos de La Habana.
Sin un programa de gobierno para todos, optó por sabotear por todos los medios el proceso de paz y por aventurarse en una errática política exterior centrada en derrocar a Nicolás Maduro, a quien se parece cada vez más, contraria a la tradición diplomática del país, que lo llevó a apoyar la candidatura de Donald Trump. Desde esa época, todos sus discursos y sus acciones dicen en neo-lengua: "La guerra es la paz". Y se podrían añadir dos lemas que Orwell no acuñó, pero que develó en su descripción de lo que pretendía hacer creer el ministerio de la Verdad: "El engaño es la fuerza", "La mentira es la verdad"7.
VII
Sí se recordará, en cambio, que en 2019 hubo una sucesión de protestas contra ese mal gobierno, dedicado a culpar a su antecesor de todos los males heredados, para los que no proponía soluciones tangibles ni visibles -esperadas incluso por gran parte de votantes por el "No", por un razonable rechazo a las Farc o motivados por propaganda falaz y desorientadora-. En enero, la "marcha de las linternas", por la renuncia del fiscal general de la nación, contra la corrupción y por los asesinatos de líderes sociales. En noviembre crecieron las multitudinarias manifestaciones de descontento, por razones más amplias: contra las políticas económicas, sociales y ambientales del gobierno, por su manejo de los acuerdos de paz, por el aumento de los asesinatos de indígenas, campesinos, afro descendientes y reinsertados de la guerrilla, por una mejora del sistema educativo -que no solo extienda la cobertura y el acceso a grupos de bajos ingresos sino que también asegure mejores niveles de formación-, contra la acelerada destrucción del medio ambiente y contra la corrupción dentro del gobierno8. Unas demandas que atendería un gobierno realmente democrático, y no las atribuiría a una conspiración comunista, a una incitación de terroristas internos ni a un complot del desastroso gobierno venezolano actual, hoy tan semejante al nuestro, sin valor para mirar de frente su horrorosa imagen nacional e internacional.
Esa imagen que muestran algunas cifras. En algo más de un año habían aumentado la pobreza y la desigualdad. Según datos oficiales, en 2019, el año en que empezaron las protestas, el 35,7% de la población vivía en condiciones de pobreza monetaria -un 1% más que en 2018- y el 9,6% vivía en la pobreza extrema, un 4% más que en 2018, porcentajes solo inferiores a los de Bolivia y Honduras. El índice de Gini, que mide la concentración del ingreso, pasó de 0,517 en 2018 a 0,526 en 2019; según la Cepal, en ese año Colombia era el segundo país de América Latina con mayor desigualdad en la distribución del ingreso. En 2020 la pobreza monetaria ascendió al 42,5% y la pobreza extrema al 15,1%. Es decir, en el año de la pandemia, el número de personas en pobreza monetaria aumentó en 3,9 millones (para un total de 21,2 millones), y el de personas en pobreza extrema aumentó en 3,5 millones (en total 7,55 millones). Estos son los fríos e impersonales resultados estadísticos del gobierno para todos los colombianos, "de un presidente dedicado a dar afecto a todos, independientemente de su filiación".
Los datos varían según las fuentes y los métodos de estimación: necesidades insatisfechas, umbrales de pobreza, pobreza monetaria, pobreza multidimensional. La elaboración y el manejo de estas cifras, que deberían servir para orientar los gastos del gobierno y reducir la desigualdad creada por el mercado, se ha convertido en una industria de consultores y firmas de asesoría; y su interpretación, en objeto de infrecuentes debates entre corrientes del pensamiento económico así como en tema de cientos de artículos que engordan el número de publicaciones de sus autores pero suelen terminar en la irrelevancia, con pocas aunque importantes excepciones.
Las protestas de 2019 parecieron desvanecerse con mesas de diálogo y promesas dilatorias que -con cinismo y falta de empatía- nunca se cumplen; pero, sobre todo, por las medidas de encierro para evitar el contagio de la Covid-19. Pero la pandemia y la clausura agudizaron los padecimientos, el sufrimiento y el dolor por la falta de ingresos, por ver morir y padecer de hambre a familiares y personas cercanas, por una niñez recluida sin poder ir a la escuela ni recibir clases por internet. El encierro caldeó los ánimos y, como un volcán en erupción, dejó escapar torrentes de ira y enojo contenidos que se desbordarían en el paro de abril, y que quizá se atemperen -por cansancio o con nuevas mesas de diálogo y más promesas que no se aprobarán en el Congreso, ni siquiera después de las próximas elecciones- hasta la siguiente erupción.
Volviendo a las estadísticas, los datos de Cali solo explican en parte por qué se ha convertido en epicentro de la resistencia en 2021, de una resistencia de proporciones similares en ciudades como Bogotá, Medellín, Popayán, Pereira y otras capitales de Departamento (donde el desempleo, y la pobreza consiguiente, han aumentado en proporciones alarmantes, mucho más que en las zonas rurales), y en decenas de cabeceras municipales. Una resistencia que en esos otros lugares ha sido tratada con suma dureza por el Esmad. Pero es en Cali donde parece haber comenzado una estrategia de "asistencia militar" -con el apoyo de grupos de "gentes bien" armadas que disparan a los manifestantes en presencia de la policía- para aplastar la supuesta "revolución molecular disipada". Cali es la ciudad donde más aumentó la pobreza monetaria, más de 15 puntos porcentuales entre 2019 y 2020. Además, el hambre aumentó como solo aumenta en las dictaduras, al decir de Amartya Sen. Según el Dane, antes de la pandemia, el 94,6% de los hogares podía comer tres veces al día; entre noviembre de 2020 y enero de 2021 ya no podía hacerlo sino un 76%, es decir, un 24% de los hogares caleños pasaba hambre9; y, como en todas las ciudades, la situación empeoró en los meses siguientes.
Los millones de pobres, las personas de carne y hueso, que desaparecen en los datos estadísticos, padecen los efectos de las políticas que crean esos resultados, por el sufrimiento y el dolor que les causan y, por ello deben hacer oír su voz, para protestar contra quienes no velan por sus necesidades aunque hayan prometido satisfacerlas, y para que las atiendan tal como ordena la Constitución.
VIII
Puede parecer una tontería decir que la represión policiva y militar no resolverá las demandas de quienes convocaron el paro nacional, motivado por el anuncio de una nueva reforma tributaria -con el nombre de "Ley de Solidaridad Sostenible", similar a los que usan los publicistas para vender gato por liebre, y que nada recuperaría del recorte de impuestos a los ricos de la reforma de 201910, cuya derogación habría sido más que suficiente para aumentar la cobertura y los desembolsos del programa de Ingreso Seguro- y la paralela reforma del sistema de salud. La duración del paro sobrepasó las expectativas de los convocantes y del gobierno, pues se sumaron otros grupos de población con demandas propias, en especial jóvenes y mujeres que ni el gobierno ni las viejas organizaciones representan, aunque las demandas de estas últimas son legítimas y no se deben descalificar por su insuficiente representatividad11.
La represión mucho menos resolverá las demandas materiales de los grupos perjudicados por el modelo neoliberal o las exigencias inmateriales de los nuevos grupos sociales surgidos en las últimas décadas y los jóvenes conscientes de la destrucción del medio ambiente, que pone en peligro su supervivencia; ni la de los muchachos sin futuro, marginados, humillados y sacrificados. No convocados por dirigentes sindicales ni políticos de izquierda que supuestamente conspirarían para instigar la "revolución molecular disipada" e instaurar un comunismo hoy solo imaginable por mentes estrechas o anacrónicas; sino atraídos por una especie de campo magnético, activado por las redes sociales12, que les da la identidad negada, que se reúnen y agrupan en las primeras líneas en busca de respeto y dignidad. Que presentan resistencia al ejército de ocupación comandado por un pacificador que se conduele por la muerte de un jefe de sicarios y es indiferente a las atrocidades contra muchachas y muchachos de los barrios que acuden a las protestas para matar el hambre que padecen en sus comunas junto con sus familias. No solo los de Cali sino también los de las demás ciudades, que también han sido heridos, asesinados o desparecidos, aunque se han encontrado partes de cuerpos desmembrados en ríos y botaderos de basura.
En esta nueva Patria Boba, sí es una tontería atribuir a una conspiración las protestas que, en una síntesis gruesa, se limitan a exigir el cumplimiento de la Constitución de 1991, que puso fin a parte de la insurgencia armada con la negociación política. En unas negociaciones que sentaron las bases para construir un verdadero Estado de Derecho. Esa tarea que aún no hemos hecho bien, y no podemos seguir aplazando. Aunque quizá solo la lleven a cabo estas nuevas generaciones, que han empezado a sentirse pueblo, o parte de él, a reconocerse mutuamente, a unirse y organizarse y sacar lecciones de su experiencia. En cuyos lugares de resistencia congregan a numerosas personas de diversas capas sociales y profesiones -médicos, abogados, artistas, estudiantes universitarios sacerdotes e incluso militares retirados- que intentan cuidarlos, protegerlos y aconsejarlos. Qué falta hacen economistas atentos a la economía del mundo real y sensibles a las necesidades de la gente, con muy buena formación, que hagan preguntas incómodas, sigan cuestionando el supuesto consenso profesional y ayuden a articular las numerosas demandas populares en planes y programas alternativos, aterrizados y realistas.
Aunque el pasado no es eterno y el futuro no está escrito, porque no hay leyes inevitables de la historia sino que depende de lo que hacemos en el presente, hoy no parece haber lugar para el optimismo. No obstante, en medio de la desesperanza quizá no sea pensar con el deseo imaginar que -liberados de odios, afanes de venganza y miopes cálculos electorales- más pronto que tarde germinen movimientos creativos y transformadores con capacidad para proponer y negociar; que amplíen y defiendan la democracia desde abajo, a la vez que eviten desmanes, provocaciones y actos destructivos de todo tipo de infiltrados que deslegitiman la protesta y causan el rechazo de la ciudadanía que apoya las manifestaciones y comparte sus demandas13, como el cese de la represión militar y judicial contra la protesta legítima y pacífica, y la posibilidad de tener una vida digna, para la cual es también esencial preservar las condiciones de supervivencia en el planeta y, por tanto, proteger el medio ambiente y los entornos naturales donde viven especies que pueden transmitir patógenos aún desconocidos.