La ciudad se convirtió, en las primeras dos décadas del siglo XXI, en el escenario en donde surgieron los nuevos movimientos sociales, pero, también, en donde se evidenciaba el debilitamiento de los movimientos sociales tradicionales
En Chile, el 14 de octubre de 2019, inició el 'estallido social', nombre que se le dio a la protesta social de un grupo de estudiantes de secundaria quienes, tras el incremento en el tiquete del pasaje en metro, decidieron desobedecer la orden y tomarse el espacio. Este hecho, inicialmente protagonizado por jóvenes, desató una serie de reivindicaciones de todos los sectores de la sociedad, dejando como resultado la implementación de unas medidas sociales por parte del Estado para contener la demanda social, todo lo cual terminó en un proceso de cambio de la constitución heredada desde la dictadura de Augusto Pinochet. El artículo de Sánchez González (2022), donde se reflexiona sobre estas manifestaciones en Santiago de Chile, retoma el postulado de Sennett (2019), que plantea la conciencia sobre la cité como la manera en que los que habitan la ciudad ejercen lo que se conoce como ciudadanía, es decir, el llevar al escenario de lo público las necesidades colectivas.
Estos acontecimientos o 'estallidos sociales' han tenido como epicentro América Latina, y como eje principal las viejas y nuevas demandas sociales que este modelo económico y social ha postergado. En ese sentido, dignidad, libertad y comida son las banderas comunes de estos movimientos sociales que se han tomado las calles de las ciudades y pueblos. Barricadas, acampes, ollas comunitarias, cortes de ruta y marchas son algunas de las prácticas que se han puesto en el escenario urbano, junto con las formas contemporáneas de hacer protesta: unas asociadas a lo artístico como las batucadas o el performance y algunas otras asociadas a un escenario de confrontación bélico, como pueden ser las primeras líneas y los puestos médicos para atender los heridos. Otras formas de protesta que diríamos nuevas, especialmente para esta parte del continente, tienen que ver con las comunidades digitales, que trascienden el escenario físico de lo urbano, pero donde se produce y busca trasgredir la comunicación 'oficial' de los hechos en tiempo real.
Pero esta emergencia social de demandas no es nueva, por el contrario, es una acumulación de la manera en que las sociedades latinoamericanas han venido enfrentando y confrontando el modelo económico capitalista y las imposiciones de las potencias sobre nuestras formas de ver y hacer el mundo. A continuación, se mostrará la manera en que el modelo se fue imponiendo y transformando en la sociedad colombiana y cuáles fueron sus efectos, para luego enlazar con la respuesta que ha dado la sociedad civil en lo que se denominó 'estallido social'. Se tomó como ejemplo el caso colombiano, porque es el que se conoce a mayor profundidad, pero también se considera que tiene puntos en común con los diferentes países de Latinoamérica.
En la década de los noventa, en Colombia se realizó la apertura económica que garantizó y profundizó el hecho de que el Estado se subordinara a los intereses de los poderosos grupos económicos y a la legitimización mediante el viejo modelo del clientelismo de las elites políticas.
Estas acciones se expresaban en reformas que flexibilizaban las reglas del mercado laboral y lo precarizaban aun más: abrían la economía a las importaciones, provocando un proceso de desindustrialización, y reformaban el sistema de salud para darle al mercado un rol predominante en la oferta de los servicios. Además, los ingresos del Estado por tributación continuaban concentrados en los impuestos regresivos (IVA) y, en cuanto al gasto fiscal, se buscaba recortarlo, especialmente el destinado a aspectos sociales, con el propósito de lograr el equilibrio fiscal.
La apertura económica se justificó mediante las promesas de que se iba a disminuir el desempleo; de que, mediante el mecanismo de la competencia de la producción internacional, el aparato productivo entraría en un proceso de actualización tecnológica, y de que, mediante la venta de algunos bienes del Estado y una modernización de los procesos de gestión, este desarrollaría procesos eficientes, eficaces y transparentes, lo que haría desaparecer la lentitud en los procesos que le atañían y la corrupción que se expresaba en grandes escándalos
Sin embargo, bastaron unos pocos años para que estas reformas produjeran un proceso de desindustrialización y fortalecieran la economía de enclave centrada en la explotación de petróleo. Este proceso implicó la destrucción de muchas empresas y empleos; además, esta estructura productiva dio la bienvenida a la inversión extranjera, con lo cual llegaron las grandes empresas que han dominado la explotación petrolera en este mundo ya globalizado.
Según Kalmanovitz (2019), este proceso de desindustrialización provocó que este sector redujera su participación en el PIB de 22% en 1990 a 12% en 2017, mientras que la minería pasó de 2% en 1990 a 12% en 2017 y los servicios llegaron a participar en el PIB del 2017 con el 20%. La agricultura también disminuyó su participación: en 1990 era del 15% y en el 2017 solo el 6.2%.
Un aspecto que resalta el economista Salomón Kalmanovitz (Kalmanovitz, 2019) es que, con el desarrollo de la apertura económica, pronto la economía empezó a sufrir la enfermedad holandesa, que consiste en que la producción industrial se reemplaza por las importaciones financiadas por la renta del petróleo y por la revaluación del peso, ante lo cual, por supuesto, las exportaciones pierden competitividad.
El índice de la pobreza monetaria no ha sufrido grandes cambios en la última década: para 2012 era del 40.8; ascendió en el 2020 a 42.4%, para luego disminuir en el siguiente año a 39.3%. Otro aspecto que se debe destacar es la ampliación de la clase media, que pasó del 16.3% en el 1990 al 31% en el 2017 (Kalmanovitz, 2019).
Según Kalmanovitz, entre 2003 y 2010 se presentó una mejoría en el índice de seguridad y la economía se expandió. Además, se presentó una renovación del equipo del aparato productivo; las tecnologías de la información fueron apropiadas en la gestión de la empresa; los electrométricos, autos y motocicletas se consumieron más por todos los sectores sociales, y el sistema financiero se fortaleció a comparación de la década de los noventa, aspecto que le permitió enfrentar con relativo éxito la crisis del 2008 (Kalmanovitz, 2019).
Sin embargo, desde finales de la década de los setenta, emergía un sector económico ilegal que acumulaba riqueza: el narcotráfico. Fueron precisamente las divisas que llegaban por las exportaciones de marihuana y cocaína las que coadyuvaron a que la economía colombiana no sufriera, en la década de los ochenta, la crisis de la deuda que afectó a otras economías de la región, especialmente la brasileña y la argentina.
Según José Antonio Ocampo (2015), en la década de los ochenta el auge de la industria de la cocaína implicó que su cultivo se desplazara de países como Bolivia y Perú a Colombia, donde esta labor se agregaba a la tarea del procesamiento de la pasta, que ya se concentraba en el país. Colombia se convirtió en uno de los principales cultivadores y procesadores de hoja de coca y en el mayor exportador de cocaína. A mediados de los ochenta, la participación en el PIB de esta producción fue de 4 a 6%, aunque después se ha ido reduciendo a niveles de 2 a 3% del PIB (Ocampo Gaviria, 2015).
Para legalizar el dinero que provenía del narcotráfico y que irrigaba los circuitos de la economía colombiana, se desarrollaron mecanismos: uno de los preferidos fue la compra de tierras; es decir, al viejo terrateniente se le sumó un nuevo dueño de grandes haciendas. A la compra masiva de tierra, se agregaba el control de los territorios donde se cultivaba y se procesaba la hoja de coca. Según José Antonio Ocampo (2015), esta economía ilegal contribuyó al financiamiento de la delincuencia y las diferentes formas de violencia.
La actividad del narcotráfico contribuyó de manera importante desde la década de los ochenta a la fundación y financiamiento de grupos paramilitares que enfrentaban a las guerrillas, agentes que propugnaban por reformas sociales. Pero la actividad del narcotráfico también se convirtió para estas organizaciones guerrilleras en una opción para su financiamiento por medio del cobro de impuestos a los narcotraficantes y la participación directa en esta actividad. Además, el dinero producido por la actividad del narcotráfico corrompió a una parte de la estructura política y económica (Ocampo Gaviria, 2015).
Debido a este complejo fenómeno de violencia que se concentró en las zonas rurales, se intensificó el proceso de migración que venía presentándose desde de la década de los años sesenta. Dos caminos tomaron los migrantes: uno hacia la frontera agrícola y otro hacia las ciudades. Para finales de la primera década del siglo XXI, la ciudad se convirtió en refugio de la voluminosa cantidad de migrantes que huían del complejo conflicto armado que se concentraba en lo rural.
El espacio urbano se convirtió en escenario para el desarrollo de la economía informal que vinculaba a una amplia gama de mano de obra, compuesta por aquellos que habían migrado huyendo del conflicto armado en el campo y otros que llegaban a la ciudad en búsqueda de oportunidades. También se vincularon a esta economía aquellos trabajadores que habían quedado desempleados debido al proceso de desindustrialización que desde la década de los noventa aquejaba al aparato productivo y aquella mano de obra que tenia alguna cualificación y que no logro vincularse al sector formal de la economía.
La ciudad se convirtió, en las primeras dos décadas del siglo XXI, en el escenario en donde surgieron los nuevos movimientos sociales, pero, también, en donde se evidenciaba el debilitamiento de los movimientos sociales tradicionales. Las movilizaciones sociales en el periodo de 1975 a 2000 estuvieron representandas por las huelgas, con el 34%, le siguieron los pobladores urbanos, con el 28%, los campesinos e indígenas, con el 17% y los estudiantes con el 16% (Ocampo Gaviria, 2015).
Los dos primeros, huelguistas y pobladores urbanos, representaron un 62% de las movilizaciones, y fueron la expresión de los nacientes movimientos cívicos urbanos, que proponían demandas sociales como la defensa del agua, los páramos y los derechos humanos. Estos movimientos sociales, ya desde la década de los ochenta, aparecían de manera intensa en las ciudades, exigiendo la cobertura de servicios públicos, la cobertura en educación y salud. En contraste con la vitalidad de estos movimientos, el sindicalismo se ha debilitado, especialmente por la persecución y asesinatos a sus líderes y los cambios en la matriz laboral y en la legislación laboral. La tasa de creación y sindicalización presentó una regresión y se concentró en el sector público El número de trabajadores sindicalizados pasó de 1'051,000 al final de los ochenta a 812,000 en 2012 (Ocampo Gaviria, 2015).
Según José Antonio Ocampo (2015), en el 2007 los movimientos sociales volvieron a alcanzar la intensidad que habían tenido en 1975. Se revitalizaron con los sectores que fueron desplazados forzosamente de sus tierras a causa del conflicto. En 2013, irrumpió el paro agrario liderado por las protestas de los productores agrarios y el apoyo de los estudiantes universitarios que ponían en discusión las altas matrículas de la universidad privada y el abandono de la universidad pública.
El presente número centró su interés en reflexionar sobre estas expresiones que no solo se dieron en relación con los nuevos movimientos sociales1, sino también con las características de las demandas sociales, las estrategias alternativas de la protesta social, las formas de represión estatal y paraestatal, el rol de la comunicación tradicional y alternativa (medios de comunicación, redes sociales), el papel del arte y los artistas (grafiti, formas carnavalescas, músicas, performance), entre otras. A continuación, se hará referencia a los artículos del dossier central de este número, que brindan una mirada desde cada uno de los países participantes, con especial atención al caso colombiano de 'estallido social'.
El 21 de noviembre de 2019 se produjo en Colombia otra movilización masiva que, si bien se concentró en las principales ciudades, fue la demostración del descontento de todo el país, y que resultó, principalmente, del acuerdo final de paz con las FARC-EP y del continuismo del uribismo que representó la elección del presidente Duque. La firma del acuerdo final de paz con las FARC-EP permitió que en la esfera pública emergieran nuevos temas de orden social, económico y político que desplazaran la vieja agenda, que se había concentrado por más de 60 años en temas como la necesidad de la derrota de la guerrilla, a la que se le hacía responsable del origen y fin de todos los males del país, eclipsando la profunda crisis en que nos mantenía el modelo de desarrollo económico.
Con el acuerdo se dejó ver que los problemas que aquejaban a la sociedad, especialmente la profunda inequidad de la sociedad colombiana, tenían que ver con la manera como unos dirigentes, que habían sido elegidos para defender lo público, habían privatizado los recursos, adueñándose de estos a través de negocios fraudulentos y administrando a su acomodo el Estado.
La movilización no quedó allí: con el anuncio de una reforma tributaria que buscaba gravar a las clases medias bajas, en medio de la crisis económica que se incrementó con la pandemia del COVID-19, el 28 de abril de 2021 se dio el 'estallido social', donde jóvenes, indígenas, mujeres, profesores, sindicalistas, habitantes de los barrios populares de las distintas ciudades, entre otros sectores, salieron a las calles para exigir una respuesta por parte del gobierno nacional a sus demandas. Estas movilizaciones, que duraron alrededor de un mes, fueron fuertemente reprimidas por el gobierno; la fuerza pública empleó armas de fuego y, además, civiles armados de la línea ideológica del gobierno dispararon contra los protestantes, dejando como saldo alrededor de 41 homicidios presuntamente cometidos por la Fuerza Pública y 21 más en proceso de verificación, de acuerdo con la ONG Temblores[2], entre otros hechos de violencia institucional. Tal como lo plantean los autores Bojórquez Luque & Correa Ramírez (2022), la actuación del gobierno colombiano durante esta movilización se caracterizó por un 'neoliberalismo autoritario'.
La acción colectiva de los manifestantes se caracterizó por integrar las agendas de distintos sectores sociales, actores de diversas identidades políticas y sociales, escenarios públicos físicos y virtuales y formas convencionales y no convencionales de participación (Casquete Badallo, 2001).
Si bien las movilizaciones surgieron por situaciones que parecían aisladas, se terminaron cristalizando, en el caso de Colombia, en un pliego de peticiones en el que participaron los diferentes sectores sociales que se habían manifestado y donde cada uno expuso sus peticiones 'urgentes'. La agenda terminó concretándose cuando se buscaron los medios convencionales para la negociación e incluyó, en términos concretos, ocho puntos que iban desde mejoras en las condiciones laborales de los trabajadores de la salud, hasta renta básica para los sectores sociales menos favorecidos. Sin embargo, el gran logro fue que el gobierno tuvo que retirar la reforma tributaria del Congreso, donde apenas iniciaba su discusión. Esta relación entre política y espacio la plantea Javier Frías (2022) partiendo de la noción de pueblo, propuesta por Laclau (2005) como una praxis performativa que en la calle encontró un escenario de disputa, pero también de negociación, y cuyas necesidades se hacen colectivas, con lo cual se construye un bloque que busca ser escuchado en sus exigencias. El artículo de Guerrero Hurtado (2022) aborda también esta temática tomando como ejemplo la manera como se dieron las manifestaciones en las ciudades de Cali y Bogotá en Colombia.
Sin duda, los grandes protagonistas fueron los jóvenes y el movimiento feminista. Si bien las movilizaciones de los jóvenes han marcado hitos históricos, como el mayo del 68 francés, la movilización de los estudiantes en México el 2 de octubre de 1968 o el 'Cordobazo' del 29 de mayo de 1969, los jóvenes de hoy son distintos. Hoy puede decirse que la incertidumbre que puso de manifiesto la pandemia del COVID-19 profundizó la precarización del futuro para los jóvenes. Pero los jóvenes hoy, especialmente los que habitan en las ciudades, tienen mayor acceso a la información, tienen referentes globales que les permiten innovar en la protesta, hacerla más organizada y de manera estratégica, y emplean las redes y las aplicaciones para comunicarse y comunicar los contenidos de sus demandas, logrando sumar adeptos y denunciar las violaciones a sus derechos en tiempo real. Hay influencers: jóvenes con millones de seguidores en sus redes sociales que incluso siguen sus apuestas políticas. Al respecto, Tinjacá Espinosa (2022) aborda la experiencia juvenil en su artículo, planteando las subjetividades juveniles y retomando los planteos de Mondonesi (2016) de subalternidad, antagonismo y autonomía.
En el caso de las mujeres, el movimiento feminista tampoco es nuevo, pero sí es más amplio y con una mayor incidencia en la escena pública, especialmente para las mujeres jóvenes que hoy no necesitan ir a una universidad para enterarse de las reivindicaciones del feminismo. Cada día este movimiento gana más en conciencia sobre el orden capitalista patriarcal y ha sido el disparador para ejercer un feminismo activo. Así, las mujeres que se identifican con lucha feminista han salido a las calles a manifestar su inconformidad, tienen una identidad política y agendas propias, pero también con una puesta en escena que busca incomodar a sus interlocutores, atendiendo a la idea de que "lo personal es político" (Casquete Badallo, 2001).
Pero, además de los actores, se observó una ampliación del escenario público hacia la virtualidad. La apropiación de las TIC por parte de los manifestantes fue clave en el sentido en que permitió el registro y transmisión en tiempo real de lo que estaba pasando en las calles. También permitió la articulación de los manifestantes en distintas latitudes, globalizando sus exigencias y el día a día de la manifestación.
En el escenario de lo virtual Castiblanco Roldán y Wilches Tinjacá (2022) realizan un análisis de los memes como una forma de expresión política contemporánea del activismo digital que logra movilizar lenguajes contestatarios frente a la crisis social. Por su parte, el artículo de Durán, Barros, Martínez y González (2022) expone, bajo el concepto de participación ciudadana no institucionalizada, la articulación de tres especialidades urbanas: el barrio, el espacio virtual de las redes sociales y el espacio urbano más central. Otro artículo que también aporta una mirada más asociada al espacio físico es el de Pereira de Araujo, de Oliveira e Silva y Nascimento Rodrigues (2022), quienes revisan las movilizaciones relacionadas al impeachment contra la entonces presidenta del Brasil, Dilma Rousseff, su distribución en el espacio urbano y cómo cada sector social, a favor o en contra, dio sentido a ciertos escenarios de la ciudad que apropiaron como lugares para dar a conocer su descontento.
Otro elemento que se destaca en los artículos que participaron en esta convocatoria, y que observamos en los estallidos sociales de Colombia y Chile, es la forma en que se organizó la protesta. Lo que inicialmente surgió como una movilización espontánea o con los mínimos de hora de encuentro, día y temas, se volvió estratégico en el sentido en que logró mantenerse en el tiempo y ser contundente en lograr el objetivo por el que se convocó. Los repertorios de acción colectiva, como ollas comunitarias en distintos puntos de la ciudad, acampes, 'vakis' para recolectar fondos, canales de denuncia con organizaciones defensoras de derechos humanos, primeras líneas de médicos, primeras líneas de abogados defensores, medios de comunicación alternativos que se dedicaron a hacer cubrimiento en redes sociales, fueron novedosos, se instalaron en la calle y se transmitieron en las redes sociales, generando que la ciudadanía se identificara y se sumara a las demandas.
Las prácticas artísticas se vincularon también de manera virtuosa en la protesta social, un ejemplo de esto es la reavivación de la canción "Bella Ciao" que se popularizó en Chile y se hizo global. Precisamente el artículo de Godoy (2022), así como el artículo de Perez & Montoya (2022), proponen en su análisis la relación entre arte, protesta social y espacio público, resaltando la contundencia de las expresiones artísticas para manifestar su descontento, ya sea frente a un régimen como el de la dictadura militar en Argentina o frente a la situación social y económica del país en el caso de Colombia.
El descontento social que se manifestó en las movilizaciones del 21N de 2019 y del 28A de 2021 en Colombia tomó forma en las elecciones presidenciales de 2022, donde por primera vez en la historia de Colombia ganó un presidente de origen izquierdista, aunque sus planteamientos buscan aquello que se enunció al comienzo de esta editorial: una modernización con modernidad. Así, los estallidos sociales en Latinoamérica parecieran responder a las promesas incumplidas por el capitalismo de sociedades más justas y democráticas.