Mis años de juventud
El escrito que sigue a continuación se relaciona primeramente con los recuerdos que tengo de cuando era niña y de la semilla que dio origen a mi interés por la arqueología. Luego, haré un relato de los principales eventos y realizaciones durante mis años de estudio y de ejercicio profesional.
Desde muy joven, diría yo que alrededor de los 14 años, fui consciente de querer dedicarme a la arqueología y creo que mi abuela materna contribuyó con esta decisión. Éramos muy unidas y yo buscaba siempre la oportunidad para visitarla y oír los relatos sobre sus viajes con mi abuelo a países como Francia, Italia y España. Su principal interés, además de la buena comida y de recorrer cada lugar hasta hacerlo propio, tenía que ver con la atracción por su historia; esto los llevaba a empaparse de su cultura y profundizar en temas como la arquitectura, el arte, la escultura y la literatura.
Escuchaba de mi abuela, atenta y maravillada, sus relatos sobre ruinas, monumentos y ciudades construidas por antiguas civilizaciones que, como los acueductos romanos, los deslumbraban por su monumentalidad. Parecía que se remontaba a aquellos instantes con nostalgia recordando a mi abuelo, quien fuera su guía, compañero de vida y maestro. Sus historias me llegaban al fondo del alma. Ella, al darse cuenta del interés que mostraba, encontró en mí terreno fértil para sus enseñanzas. El tiempo volaba sin darme cuenta; era como viajar a mundos fantásticos que fomentaban mi atracción por las culturas del pasado. Soñaba con civilizaciones perdidas, con todo aquello que había dejado de existir o estaba escondido en algún lugar para ser encontrado.
Así fue como me propuse estudiar arqueología al salir del colegio. Probablemente yo tenía una visión romántica de la profesión, pero fue suficiente para aferrarme a mi propósito y luchar por lo que quería hacer de mi vida. Logré imponerme al rechazo de mis padres por el campo del conocimiento que había escogido y a sus prevenciones sobre la mujer profesional y, específicamente, a su idea preconcebida de la arqueología como una carrera para hombres. Al final conseguí contar con su conformidad.
En la Universidad de los Andes como estudiante de antropología
En 1968 la carrera de arqueología no existía en Colombia, así que mi sueño era viajar a México a estudiar. Ante la negativa de mis padres, que se mantenía a pesar de mis ruegos, tuve que decidirme por la antropología, la disciplina más cercana a mis intereses. Después de analizar los programas de los departamentos de antropología de las universidades Nacional y de los Andes, la presencia de la arqueología en el plan de estudios de la segunda me llevó a decidirme por ella.
Una vez allí, desde 1969, tuve la fortuna de tener como maestro de arqueología al profesor Álvaro Chaves, quien contagiaba entusiasmo y amor por esta materia. Al ver el interés de los que mostrábamos inclinación por la arqueología, decidió organizar prácticas de campo a sitios cercanos en la sabana de Bogotá. Él pensaba que era importante que nos relacionáramos desde los primeros años con prácticas de campo, aunque fueran cortas. Ahora pienso que estaba en lo cierto, los viajes a Silvania, por ejemplo, nos dieron un acercamiento inicial a la práctica de la arqueología.
Salida de campo a Altos del Rosario (Bolívar)
Recuerdo que, en 1970, Álvaro organizó una salida de campo a los Altos del Rosario en el bajo Magdalena, cerca de la población de El Banco. Como era de esperarse, mis padres no estuvieron de acuerdo con mi asistencia; para ellos, el viaje representaba un peligro por su lejanía e insistían en que implicaba una inapropiada convivencia cercana con el sexo masculino. Finalmente, después de mucho rogar, me permitieron viajar, aunque con no pocas reservas.
Siete personas emprendimos esta aventura llena de acontecimientos de todo tipo: el profesor Álvaro Chaves y sus estudiantes Marina Villamizar, Ana Cecilia Montoya, Fernando Meléndez, Gonzalo Jara, Mauricio Puerta y yo. Salimos de la Estación de la Sabana de Bogotá en tren (cuando este aún recorría el país). Nuestro destino inicial era Gamarra, adonde llegamos en las primeras horas de la mañana del día siguiente. Allí debimos esperar varias horas a que llegara el autoferro con destino a Tamalameque. Para entonces, ya llevábamos 13 horas de viaje. Una vez en Tamalameque tomamos una flota que atravesó ciénagas y sabanas para llegar a orillas del río Magdalena. Luego abordamos una lancha hasta El Banco en donde permanecimos varias horas. Caídos del cansancio por el largo viaje y sin haber dormido mucho, nos embarcamos en otra lancha que nos llevó a un caserío muy pequeño llamado Barranco de Loba, en las márgenes del río Magdalena. Pasamos la noche en la pensión Sucre. Al día siguiente conseguimos una canoa para cruzar a la otra margen del río y desembarcar en los Altos del Rosario, un pequeño caserío en el que alquilamos dos caballos para alcanzar nuestro destino final. El trayecto fue largo y empinado, el sitio quedaba en la parte más alta de la montaña.
Tan pronto llegamos fuimos a recorrer los alrededores del sitio arqueológico. Quedé maravillada al observar las terrazas de vivienda y los muros de piedra, los caminos enlozados y material cerámico distribuido por todas partes. Por primera vez veía algo de estas características, lo que produjo en mí gran emoción. Su arquitectura semejaba a la de los taironas de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero el material cerámico se relacionaba con el de los zenúes de la depresión Momposina. El propósito de la salida no era excavar ya que el tiempo no lo permitía, sino reconocer el lugar desde el punto de vista de un arqueólogo.
Ese día, a la hora del almuerzo nos dispusimos a preparar un suculento sancocho con una gallina que los dueños de la finca muy amablemente nos regalaron. Lo que no imaginamos fue que matarla se convertiría en un problema, ninguno de los siete éramos capaces de hacerlo por lo que, avergonzados, tuvimos que pedir ayuda a unos vecinos. Era de esperar que fuéramos el centro de burlas y risas por parte de los lugareños. Afortunadamente, en un rancho cercano donde vivía una familia antioqueña nos ayudaron con gusto.
La noche no estuvo exenta de incidentes; cuando nos fuimos a dormir, el granero donde pernoctamos era caliente y húmedo, y resultaba difícil conciliar el sueño. Al poco tiempo escuchamos unos chillidos agudos y movimiento debajo de nosotros; la agitación en la habitación de las mujeres se hizo evidente y fue necesario encender las linternas para investigar de qué se trataba. En ese momento advertimos que compartíamos el lugar con ratones que se paseaban de un lado a otro, trepaban por los lazos en que teníamos guindadas las hamacas y pasaban por encima de nosotras. Al rato pudimos dormirnos por el cansancio de todo un día de agitación. La enramada donde estaban los muchachos estaba tranquila, no se oía ningún ruido; sin embargo, a Mauricio, el único que no había llevado hamaca sino un saco de dormir, se le subieron las hormigas y tuvo que pasar la noche sentado en una banca.
Al día siguiente nos levantamos temprano a recorrer el sitio arqueológico; se observaba material cerámico por todas partes, había metates y manos de moler en la parte superior de las terrazas. Estábamos en un lugar realmente impresionante. Al final del día prendimos una gran fogata y disfrutamos de un precioso atardecer. Era nuestra última noche antes del regreso. La vista desde allí era insuperable: las ciénagas, el río Magdalena y los caños que desembocan en él. Qué nostalgia tener que marchar tan pronto, porque daban ganas de quedarse.
El viaje de regreso no estuvo libre de tropiezos, después de bajar de la montaña y al llegar a la ribera del río Magdalena, fue necesario esperar a alguien que nos llevara hasta El Banco. Hacia las seis de la tarde unos bogas que pasaban por allí en una canoa que trasportaba cinco cerdos enormes nos abrieron campo. Íbamos todos juntos y asustados, el río estaba crecido por las lluvias y los cerdos chillaban y se movían peligrosamente. La canoa parecía a punto de voltearse. El viaje duró lo que para nosotros fueron infinitas horas hasta llegar a El Banco.
A medida que el río aumentaba su caudal, el agua se acercaba al borde de la canoa y había que hacer el quite a los palos y a otros obstáculos que se atravesaban. Llovía a cántaros y no se veían las orillas del río, los cerdos no paraban de chillar y nosotros en silencio tan solo nos mirábamos. Llegamos a El Banco bien entrada la noche, tiritando de frío y muertos de cansancio. Recorrimos varias calles buscando un sitio donde pasar la noche, hasta que finalmente encontramos un hotelito. Dejábamos atrás el primer día de regreso mientras yo seguía recordando el lugar maravilloso que acabábamos de conocer. En la mañana temprano salimos en busca de una lancha que nos acercara a la flota que nos llevaría hasta Tamalameque. De allí nos embarcamos en autoferro hasta Gamarra donde debíamos tomar el tren a Bogotá.
Pero aquí no terminó nuestro periplo, aún nos esperaban más sorpresas. Cuando íbamos a la altura del Magdalena Medio por la región del Carare, el tren en que viajábamos se descarriló, nuestro vagón se volcó y quedó tendido sobre uno de los costados al lado de la trocha. Afortunadamente todos salimos ilesos, pero puedo decir que nos llevamos un gran susto. Pasamos varias horas bajo el sol ardiente y una humedad espantosa al lado del tren mientras decidían qué hacer, y con la advertencia de que no nos alejáramos porque estábamos en una zona con presencia guerrillera. Ante la ausencia de otro lugar disponible, a quienes viajábamos en el vagón accidentado nos hacinaron en varios vagones de carga sin ventanas ni ventilación. Finalmente, del tren hicimos trasbordo a una flota que nos trajo a Bogotá. Fue una experiencia que nunca olvidaré y aquella que más recuerdo por haber tenido ocasión para establecer nuevas y duraderas amistades, por tener la oportunidad de conocer un lugar tan interesante, por las aventuras vividas y por ser la primera vez que viajaba a un sitio remoto a inicios de mi carrera (una experiencia similar fue narrada por Mauricio Puerta en su manuscrito inédito, Altos del Rosario).
Prácticas de campo organizadas por el Departamento de Antropología
Dos años antes de terminar la carrera, el Departamento de Antropología organizó cursos vacacionales de prácticas de campo en arqueología con dos arqueólogos extranjeros de gran trayectoria, un profesor inglés de apellido Digby y el profesor alemán Henning Bischoff. Sobra decir que me matriculé sin dudarlo, buscando obtener la experiencia que necesitaba como parte importante de mi formación. Las prácticas se realizaron en sitios cercanos a Bogotá y de fácil acceso. El curso comprendía la excavación en un sitio específico, la instrucción sobre técnicas de excavación, la estratigrafía y el registro de los materiales arqueológicos. Posteriormente, en el laboratorio del Departamento de Antropología, nos iniciaron en las diferentes técnicas de análisis de los materiales recuperados para, por último, recibir orientación sobre cómo llevar los resultados a un informe final. En ese momento, estaba segura de que la investigación era lo mío; disfrutaba enormemente las salidas de campo por estar en contacto con la tierra y ser testigo de cómo una historia se iba desvelando ante mis ojos. Era como leer un libro en el que cada página revelaba un suceso diferente, lleno de misterio y magia.
Trabajo de grado en Pasca, Cundinamarca
En el último año de estudios debía decidir el sitio para hacer el trabajo de grado. El lugar escogido fue Pasca, Cundinamarca. El profesor Chaves fue mi director de tesis y me informó que algunos guaqueros encontraron la balsa muisca en una cueva de la vereda Lázaro Fonte en 1969. Conocía bien al párroco del lugar, el padre Jaime Hincapié, quien no solo estaba muy interesado en la arqueología, sino en que un arqueólogo visitara su municipio.
Para comenzar, hice varios viajes a Pasca para tener una visión general de la región, el primero junto con el profesor Chaves y los otros en compañía de Ana María Falchetti -mi gran amiga y compañera de estudios- y Clemencia Plazas, su compañera de trabajo en el Museo del Oro. Durante estos viajes recorrimos algunas veredas del municipio, incluido el sitio donde se encontró la famosa balsa de oro. El padre Hincapié me comentó que algunos habitantes de la zona le habían informado sobre la presencia de “tiestos de indios” en el páramo de Sumapaz. En el marco de las lecturas para mi tesis, y luego de encontrar en los cronistas del siglo XVI referencias a la presencia de diferentes grupos indígenas en el páramo, me pareció posible desarrollar la hipótesis según la cual el páramo había sido un espacio de contacto entre varios grupos indígenas. Cuando llegó el momento de mi partida hacia allí, sentí angustia; por primera vez me enfrentaría a una gran responsabilidad sin una guía y debía confiar en lo aprendido durante los años de estudio para hacer lo mejor posible.
El padre Hincapié me puso en contacto con don Wenceslao Caballero, un campesino que vivía en su finca El Charquito, en la vereda Costa Rica, localizada en el páramo de Sumapaz (figura 1), a 3 500 m de altura y a 11 kilómetros al sureste de Pasca. Allí, en un paraje hermoso, donde la vista se perdía en la distancia entre un mar infinito de frailejones y con una percepción de libertad, comenzó esta experiencia.
En las cuevas escogidas para excavar encontré abundante material cerámico, restos de huesos humanos y de animales calcinados. Al terminar el trabajo en el páramo continué con mis exploraciones en la parte baja, cercana al pueblo. Una vez analizados los materiales, constaté que el páramo había sido una zona de contacto entre los muiscas, los panches y otra cultura, que, según inferí por el material cerámico -aunque para confirmarlo sería necesario realizar más investigaciones-, podía tratarse de los sutagaos.
Entregada la tesis y aceptada por el profesor Chaves, recibí el grado como licenciada en Antropología a mediados de 1972. Quedaban atrás los años de estudiante y debía buscar un sitio de trabajo donde pudiera finalmente comenzar mi sueño de vida. Tenía conciencia de mi inexperiencia y por ello consideraba ineludible participar en otras investigaciones que me permitieran adquirir mayor conocimiento y seguridad.
Mi experiencia profesional como arqueóloga en la Sierra Nevada de Santa Marta
A principios de 1973 comencé a trabajar como investigadora en el área de arqueología del Instituto Colombiano de Antropología (ICAN), conformado en ese entonces mayoritariamente por antropólogos y no por arqueólogos. Mi vinculación laboral era con un proyecto de investigación en la Sierra Nevada de Santa Marta, a cargo del arqueólogo Gilberto Cadavid; el trabajo consistía en ubicar poblados prehispánicos en sus vertientes norte y occidental, mediante un profundo reconocimiento de la zona. Durante un año recorrimos la Sierra, desde el nivel del mar hasta los 2 900 m aproximadamente. Estudiamos las fuentes etnohistóricas de cronistas del siglo XVI, los relatos de viajeros del siglo XIX y las investigaciones de arqueólogos que habían trabajado anteriormente en esta región como Gerardo Reichel-Dolmatoff y Alicia Dussán, J. Alden Mason, Henning Bischof, Jack Wynn y Carson Murdy. De cada uno de los sitios hallados se registró su ubicación en una plancha del IGAC, las dimensiones aproximadas, el tipo de infraestructura y accesos o caminos, y se recolectó material cerámico proveniente de huecos de guaquería, barrancos y orillas de ríos o quebradas.
Uno de los objetivos fue relacionar -al menos tentativamente- algunos de los asentamientos por su ubicación, tamaño y grado de elaboración de la infraestructura, con aquellos descritos por los cronistas. La notoria dificultad en la interpretación de las fuentes etnohistóricas nos permitía apenas sugerir, de manera quizá aventurada, una posible correspondencia en casos como Bonda Antigua (Morra Blanca, hoy Bonda), Valle Hermoso (muy cerca de Bonda), Valle de Coto o Loto (valle entre el río Gaira y la quebrada de Arimaca), Betoma (quebrada la Aguja), Valle de la Caldera (alrededor del río Frío y la quebrada la Sirena en la serranía de Tairona) y Taironaca (Ciudad Perdida). Sería interesante que nuevas investigaciones dieran luces sobre la veracidad de estas correspondencias, aprovechando los avances tecnológicos de hoy.
Recorrimos una extensa región con un presupuesto limitado y enfrentamos problemas de seguridad en ciertas regiones afectadas por el auge del cultivo ilícito de la marihuana. Los habitantes nos instaban a alejarnos de los alrededores porque no “se tragaban el cuento” de que hubiera unos “locos” deambulando por la región en busca de “tiestos”. La desconfianza entre la gente hizo necesaria una labor de persuasión para asegurarles que perseguíamos un objetivo científico, no policivo. Con el tiempo se acostumbraron a que deambularan por allí los “loquitos de los tiestos”. Los precios del alquiler de las mulas habían aumentado exponencialmente por la presencia de los marimberos, razón por la cual debíamos no solo cargar todo en las espaldas, sino, adicionalmente, bajar a Santa Marta más veces de las previstas a descargar los materiales en el lugar que nos servía de base.
Nuestro guía, Víctor Rodríguez, era un guaquero conocedor en detalle de la región; además, era presidente del sindicato de guaqueros, que funcionaba formalmente en Santa Marta y todos en la zona donde trabajábamos lo distinguían. Llevaba años recorriendo la Sierra en busca de “guacas” para venderlas a intermediarios. Su conocimiento del territorio nos ayudó mucho para la ubicación de los sitios; conocía la geografía de la región, identificaba los ríos, quebradas y cerros cercanos a los asentamientos encontrados. Nos llevó por bellos parajes que seguramente no habríamos conocido sin su participación. De este trabajo presentamos los resultados en el Boletín de Informes Antropológicos, publicado en 1985, en el que se relacionaron los 200 sitios encontrados, con sus principales características de infraestructura (Cadavid y Herrera 1985).
A medida que avanzaba el trabajo me surgieron varios interrogantes: ¿Había diferencias en el material cerámico de los diferentes poblados? ¿Podría detectar su tamaño con la prospección que estábamos haciendo y su complejidad arquitectónica, para llegar a reconocer poblados principales? ¿Cómo eran las vías de comunicación entre los diferentes poblados? ¿Su amplitud y elaboración tenían que ver con la importancia de la vía? ¿De dónde obtenían la piedra para la construcción? Para responder estas preguntas se hacía necesario un proyecto a largo plazo que profundizara el trabajo inicial. Se precisaba más investigación para avanzar y lo ideal habría sido una segunda fase del proyecto. Sin embargo, desde su aparición, el sitio Buritaca 200 (Ciudad Perdida) se convirtió en el centro de la investigación arqueológica y las directivas tanto del ICAN como de Colcultura decidieron destinar la mayoría de los recursos financieros a su investigación. Me di cuenta en ese momento de que la continuación del proyecto quedaba solo en mi mente. Vale la pena mencionar que este proyecto en el que se pretendía ubicar algunos de los poblados encontrados por los españoles se convertía en el primero de ese tipo. Viéndolo retrospectivamente, resultaba ambicioso en virtud de la precariedad de las herramientas existentes en la década de los setenta, como lo mencioné anteriormente. Sabía que la ubicación de los sitios estaba lejos de ser exacta y habría un amplio margen de error que no podíamos subsanar en ese entonces; aun así nos arriesgamos y lo hicimos de la mejor manera posible. Desafortunadamente las planchas originales sobre las que se localizaron los poblados y el archivo fotográfico no se encuentran en poder del actual ICANH1, lo cual limita de forma importante nuevas investigaciones de arqueólogos o investigadores de otras disciplinas interesados en localizar los 199 sitios encontrados (excluyendo Ciudad Perdida), para georreferenciarlos con la ayuda de las nuevas herramientas disponibles. Al trabajo realizado se le conoce hoy como “reconocimiento regional”; en su momento era bastante rudimentario, mientras que ahora se pueden ubicar los sitios con gran exactitud gracias al desarrollo de la ciencia y la tecnología.
Al reflexionar en lo vivido durante ese año de largas jornadas, me siento satisfecha y pienso que no muchos estarían hoy dispuestos a trabajar en un proyecto como ese, en el que las dificultades eran el pan de cada día. Fue un año trabajando entre la frondosidad del bosque, atravesando diferentes pisos térmicos, entre el calor intenso y el frío penetrante, con lluvia, sol, niebla; en fin, hoy lo veo retrospectivamente como una época de aprendizaje y formación no solo profesional, sino personal. Desde entonces la Sierra se convirtió para mí en una región mágica de la que emanaba mucha energía. Sus paisajes me dejaban sin aliento; la mayoría de la gente de la región, campesinos y colonos, es maravillosa, nos brindaron afecto y ayuda, y por eso aprendí a apreciarlos y admirarlos.
Primeros trabajos de despeje y reconstrucción en Ciudad Perdida
Dada nuestra experiencia previa, con el hallazgo de Ciudad Perdida en 1976, Gilberto Cadavid y yo fuimos asignados por el ICAN para trabajar allí. La monumentalidad de la Sierra se hacía evidente a medida que se despejaba de su vegetación. Me parece mentira que ya hayan pasado 46 años desde su “descubrimiento”. Por ese entonces tenía 26 años y llevaba tres investigando la cultura tairona. No entro a profundizar en este aspecto ya que el relato sobre esta experiencia fue publicado en 2019, como parte de la Guía para visitantes al Parque Arqueológico Nacional Teyuna-Ciudad Perdida, editada por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia y el Global Heritage Fund2.
El despeje de vegetación y la reconstrucción de la infraestructura en Ciudad Perdida en 1977 (figura 2 y figura 3) hicieron que comenzara a develarse ante mis ojos la grandeza del sitio y la forma como los taironas lograron transformar su entorno y construir poblados a lo largo y ancho del macizo con una red impresionante de caminos. El poblamiento de la región implicó un gran conocimiento del terreno. Los taironas erigieron poblaciones sobre pendientes abruptas, levantaron muros de diferentes alturas según lo requiriera el terreno, encontraron la forma de conducir el agua que bajaba durante los frecuentes y fuertes aguaceros, conectaron los poblados con caminos que variaban en sus características y, adicionalmente, consiguieron la piedra necesaria para esta labor. Todo ello hacía volar mi imaginación. Los relatos de los cronistas nos dejaron una rica información sobre los habitantes de estas tierras; lo que vieron a su llegada, sus costumbres y forma de vida y los innumerables asentamientos encontrados, incluyendo un detallado registro de los rasgos arquitectónicos de los poblados principales.
Cuando la terraza central de Ciudad Perdida quedó despojada de su vegetación y descubrí su majestuosidad arquitectónica, me quedé sin aliento. Advertí un paisaje imponente, las montañas azuladas que circundan el sitio, la vegetación exuberante, la variedad de aves que anidaban en los árboles, las oropéndolas que volaban sobre nosotros y sus nidos colgando de las altísimas palmas de tagua que se mecían con el viento y los monos aulladores a los que escuchábamos llegar con sus aullidos inconfundibles. Al oírlos me dirigía hacia ellos y los encontraba en las ramas de algún caracolí, caminando en sus cuatro patas y colgándose con su cola prensil a alguna rama para coger sus frutos. En las noches escuchaba a lo lejos al manao o puerco silvestre que trituraba ruidosamente los frutos de las taguas de las que se alimentaba. Sentía la naturaleza en todo su esplendor.
Mi retiro del ICAN
En 1978, mientras trabajaba en Ciudad Perdida, se dio mi retiro del ICAN por desacuerdos con las políticas que trazaron la directora de Colcultura y el director del ICAN sobre lo que debía hacerse en el sitio; yo no estaba de acuerdo con que se le otorgara mayor relevancia a la restauración -desde una perspectiva de promoción turística del sitio- que a los trabajos arqueológicos. Cuando la directora de Colcultura me informó que para ellos el sitio era “una chiva turística para neófitos” y que debía estar de acuerdo con ello o marcharme, me opuse por las consideraciones que abajo señalaré y por las cuales me declararon insubsistente. Esta fue una decisión difícil, pero debía actuar según mis principios. No fue fácil por lo que el sitio representaba para mí, además de la Sierra, pero debía afrontar las consecuencias. Y eso fue lo que hice.
Ciudad Perdida, a la que comenzaron a llamar el Machu Pichu colombiano, se convirtió en el centro de interés del ICAN y absorbió una significativa cantidad de recursos. Si bien es cierto que el sitio era grandioso y se diferenciaba de muchos de los que habíamos hallado, también resultaba importante realizar trabajos arqueológicos, no en el filo central que había sufrido los mayores embates de la guaquería, sino en otros sectores menos intervenidos. Aunque su reconstrucción era importante y necesaria, a mi juicio el trabajo arqueológico era prioritario. No sé si su criterio tenía que ver con el ingreso de recursos del turismo y por eso las directivas de Colcultura y del ICAN decidieron priorizar su reconstrucción y convertirlo en un centro turístico que fuera reconocido a escalas nacional e internacional. A pesar de que en los primeros años se hicieron algunas excavaciones, el mayor énfasis se puso en la reconstrucción. Como resultado, la investigación arqueológica quedó relegada a un segundo plano por varios años hasta que, solo a partir de la década de los 2000, Santiago Giraldo comenzó a impulsar la investigación arqueológica en Ciudad Perdida. Seguramente algunos de los colegas estaban a favor de la reconstrucción, y lo entiendo, de esa manera fue como muchos de ellos tuvieron la oportunidad de trabajar allí.
Al principio fue un duro golpe pero, como las cosas suceden por algo, poco antes de mi retiro y mientras aún trabajaba en Ciudad Perdida, el profesor Thomas van der Hammen, geólogo y palinólogo de la Universidad de Ámsterdam, nos visitó y me comentó del estudio que estaba a punto de iniciar en la cuenca del río Buritaca con la Universidad de Ámsterdam y el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional. Él consideraba relevante incluir a Ciudad Perdida en este estudio por su importancia arqueológica y por estar ubicada en la cuenca del mismo río. Gracias al profesor Van der Hammen fui consciente de la necesidad de contar con una visión integral de los sitios arqueológicos; era necesario incluir estudios medioambientales e interdisciplinares para comprender la relación del ser humano con su entorno. La palinología aportaría información esencial sobre los cambios de vegetación a lo largo del tiempo y sobre la intervención de las personas en el paisaje, en donde se podían establecer áreas de cultivo mediante la evidencia de plantas cultivadas.
Formación en palinología y estudios de posgrado: proyecto en el transecto Buritaca con los holandeses
Luego de mi salida del ICAN en 1978, me uní al equipo del profesor Van der Hammen en su investigación a lo largo del río Buritaca, desde su desembocadura hasta el páramo. Esta experiencia fue otra etapa de aprendizaje más en mi vida profesional sobre una ciencia poco conocida hasta el momento y, además, la oportunidad de relacionarme con expertos de las ciencias naturales que participaban en el proyecto en temas como vegetación, suelos, clima, geología, hidrología y paleoecología. Este proceso resultó muy enriquecedor, debido a que además de colaborarles, me instruían en los diferentes campos del conocimiento. Les agradezco su generosidad al compartir información y haber sido testigo de lo que realmente es un trabajo en equipo.
Estando en el trabajo de campo, el profesor Van der Hammen me ofreció una beca para estudiar palinología en Holanda3. Era la oportunidad de aprender algo nuevo que más adelante pudiera aplicar en la investigación arqueológica, de ampliar mis conocimientos y hacer uso de nuevas herramientas. En 1978 viajé a Holanda, becada por un año para estudiar palinología. Se trataba de un curso práctico en el que aprendí técnicas para aislar los microfósiles preservados en el suelo, a identificar los granos de polen para la interpretación de la vegetación y, en el caso de la arqueología, a reconocer la intervención del ser humano en el paisaje y las plantas cultivadas. Finalizada mi estadía en ese país viajé a Londres para hacer un doctorado en arqueología ambiental en el Instituto de Arqueología de la Universidad de Londres, donde mi director de tesis fue el profesor David Harris; el tema fue la agricultura aborigen y los cambios de vegetación en la Sierra Nevada de Santa Marta.
Al culminar mis estudios en 1983, regresé a Colombia con la ilusión de trabajar en nuevos proyectos, aplicar los conocimientos adquiridos e integrarlos a los estudios arqueológicos. No me imaginé que las cosas iban a ser tan complicadas pues ninguna institución estaba interesada en contratarme. Según decían, estaba sobrecalificada y no tenían los recursos para contratarme.
Proyecto arqueológico del Valle de la Plata
Tuve la oportunidad de ser invitada por el profesor de la Universidad de Pittsburgh, Robert Drennan, para trabajar en el Proyecto Arqueológico del Valle del Río La Plata en el Huila en 1984. Esta investigación la realizaba con el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes y consistía en hacer un reconocimiento regional sistemático en los municipios de Paicol, Tesalia, La Argentina y alrededores del páramo de Puracé. Mi responsabilidad consistió en realizar los análisis paleoecológicos del área de estudio donde trabajé durante dos años. Era un nuevo comienzo y pensaba sacar provecho de lo aprendido. En 1985 se publicaron los primeros resultados sobre el estudio medioambiental.
Profesora asistente del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional
Finalizada la investigación en el Valle de la Plata en 1986, y sin perspectivas de trabajo a corto plazo, Héctor Llanos, un buen amigo y profesor de arqueología del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional, me invitó a presentarme a una convocatoria recién abierta para ser profesora de arqueología. Mi reacción inmediata fue una negativa tajante. No se dio por vencido con el argumento de que sería una buena experiencia para mí, debido a que tendría la oportunidad de transmitir mis nuevos conocimientos a los estudiantes. En realidad, la docencia me causaba intranquilidad por mi timidez, en razón a que padecía de una suerte de “pánico escénico”. Tenía conciencia de ello; nunca había pensado, ni remotamente, en dedicarme a esta actividad profesional. Era bien conocido que por ese entonces los estudiantes del departamento habían hecho renunciar a varios profesores, lo que aumentaba mi aprehensión. Finalmente me dejé convencer por Héctor y me presenté a la convocatoria. En el fondo de mi corazón esperaba no pasar, pero fui seleccionada.
Ser profesora fue un aprendizaje más, seguramente el más duro ya que tenía que apaciguar mis demonios y hacerles frente. Las siguientes noches fueron de total insomnio. No podía retroceder, debía seguir adelante y dar lo mejor de mí. Tenía un reto enorme en mi vida profesional. Afortunadamente, al poco tiempo me sentí más segura y fui tranquilizándome, gracias al apoyo de los profesores Héctor Llanos y Luis Guillermo Vasco, y por ser bien recibida por los estudiantes. Estuve en la universidad durante dos años y aún le agradezco a ese gran amigo que me hubiera convencido; gracias a eso, logré perder el miedo a hablar en público y ganar confianza. Si no hubiera sido así, no lo hubiera logrado.
Proyecto arqueológico en Araracuara, Amazonas
Ahora quiero referirme de forma sucinta a mis últimos 17 años de ejercicio profesional. Un año antes de renunciar a la Universidad Nacional creamos con Inés Cavelier y Santiago Mora, amigos arqueólogos de la Universidad de los Andes, la Fundación Erigaie, una organización sin ánimo de lucro dedicada principalmente a la investigación arqueológica.
Uno de los proyectos que trabajamos en la Fundación, surgió de la necesidad de relacionar la información proveniente de diferentes sitios arqueológicos del país para ayudar a los investigadores de varias disciplinas; participaron investigadores y estudiantes de arqueología, edafología, botánica, palinología y geología. Mediante el diseño de una base de datos relacional, en la que se incluyeron los diferentes materiales recolectados (cerámicos, líticos, macrorrestos vegetales, polen, fitolitos, suelos, entre otros, junto con los datos geográficos del sitio), se pretendía integrar la información proveniente de las distintas ramas del conocimiento, con el fin de hacerlo accesible a todos, romper el aislamiento de investigadores y producir modelos para que los especialistas de diversas áreas compartieran su información.
En esta investigación se trabajó por varios años con financiación de Colciencias, Tropenbos Colombia y Heinz Trust; en 1994 mereció el Premio Nacional de Arqueología otorgado por Colcultura a la publicación Informática y arqueología: un modelo para el estudio de datos básicos. Fue diseñado como una aproximación a la paleoecología humana, por lo que el modelo está estrechamente ligado al quehacer arqueológico y facilita el uso de las informaciones recuperadas en excavaciones. Además, incluye tácticas desarrolladas por comunidades agrarias y de cazadores recolectores actuales, que pueden compararse con las del pasado. Para la prueba del modelo, los datos que la alimentaron inicialmente provinieron de la cuenca amazónica, aprovechando los datos del trabajo que la Fundación hacía en esa región (Urrego, Herrera, Mora y Cavelier 1995). Asimismo, el modelo permite el manejo de inventarios, de gran valor en las labores de patrimonio y utilizados como apoyo a la arqueología de rescate. Lo acopiado se presentó al ICAN, pero luego de varias reuniones, sus funcionarios dijeron que no les interesaba participar. La Fundación decidió seguir sola y comenzó la labor de digitalizar los datos de gran parte de los libros de arqueología publicados hasta el momento, incluyendo informes finales de arqueología de rescate.
Erigaie centró sus esfuerzos en hacer investigación de largo aliento en la región Amazónica, específicamente en Araracuara, en el medio río Caquetá. Para esta época, los proyectos investigativos de largo plazo solo conseguían ser viables mediante la financiación extranjera o como programas desarrollados con fondos privados, ya que las entidades públicas como el ICAN o las universidades no disponían de los recursos ni del tiempo necesarios para encararlos. Advertimos que la única vía posible sería constituir una fundación privada, y decidimos emprender esta labor. En un comienzo, fue indispensable conseguir fondos para financiar la investigación. Fue una tarea ardua, pero se logró poco a poco, con la presentación de propuestas a diferentes entidades y organizaciones. De esta forma se consiguió el dinero para estudios arqueológicos y medioambientales (macrorrestos botánicos, polen, vegetación y suelos) y para cubrir los gastos administrativos de la Fundación.
La propuesta inicial comprendía un área extensa (desde Araracuara hasta La Pedrera), pero en la primera temporada de campo nos dimos cuenta de que no resultaba factible cubrir este inmenso territorio. Decidimos entonces limitarnos a dos lugares: la zona donde funcionaban las oficinas de la Corporación Araracuara (antigua colonia penal) donde viven grupos huitotos y andoques, y Peña Roja, 50 kilómetros río abajo de Araracuara, a 170 m de altura sobre el nivel del mar en una terraza baja no inundable, ocupada por una familia extensa del grupo nonuya. Durante estos años de trabajo contamos con la colaboración de la comunidad indígena, que formó parte de las excavaciones arqueológicas. Con ellos tuvimos una fluida comunicación y cooperación. Fue una oportunidad única en la que aprendimos mutuamente y generamos una relación de amistad. En mi último año de trabajo como docente de la Universidad Nacional, y ya marchando la Fundación Erigaie, el departamento de Antropología aprobó mi solicitud de llevar a varios estudiantes de último año de carrera a una temporada de campo de tres meses en Araracuara. Fue una experiencia muy interesante para nosotros y espero que haya sido formadora para ellos. Allí tuvieron ocasión de conocer y ser partícipes de un enfoque metodológico de la arqueología diferente del que conocían hasta el momento en la Universidad, porque incluía al ser humano dentro del paisaje como una unidad. Por ello, la técnica de descapotaje seguía la topografía de la capa arqueológica. Se requería una especial rigurosidad tanto del registro de los materiales como de los cambios del suelo, algo nuevo para los estudiantes. En este proyecto cada uno debía tener en cuenta lo que hacía el resto del equipo, puesto que de este factor dependía el éxito del trabajo. La problemática en las dos regiones estudiadas, Araracuara y Peña Roja, variaba de forma considerable porque se trataba de ocupaciones distintas. Los estudiantes venían con poca experiencia de campo y no habían estado en un programa de largo plazo. Por otra parte, la convivencia de tantas personas bajo el mismo techo resultaba inédita para ellos, de modo que se hacía necesaria su colaboración en las labores cotidianas y salirse del salón de clase. El trabajo se tornaba pesado, la alimentación no era la mejor y aun así debían mostrar resultados, aunque algunas veces preferían dedicar su tiempo a otras actividades. Algo nuevo para ellos fue el hecho de interactuar con los indígenas y conocer a profesionales de otras disciplinas (biólogos nacionales y extranjeros).
Durante estos años (desde 1986), se avanzó en el conocimiento de la arqueología amazónica; específicamente, se ampliaron los resultados de investigaciones anteriores como las de Herrera et al. (1980-1981) y Andrade (1986). Adicionalmente, se hicieron aportes importantes a la arqueología del Amazonas, como los siguientes:
Para la Meseta de Araracuara
Se registró el desarrollo de nuevas técnicas agrícolas que implicaron especialización y aumento demográfico, gracias a la inclusión de la palinología y de los macrorrestos vegetales (Mora, Cavelier y Herrera 1989).
Se documentaron los procesos que dieron origen a los suelos antropogénicos (suelos negros) y antrópicos (suelos pardos) y sobre el tipo de cultivos, cambios en la vegetación a partir de actividades humanas y cambios del clima. Se observó que entre el 4700 y 400 a. P., grupos agrícolas ocupaban la Meseta de Araracuara con dos patrones diferentes en los periodos de cultivo y descanso del suelo, así como de los productos cultivados y las prácticas de fertilización (Herrera, Mora y Cavelier 1988).
Se distinguieron varias ocupaciones con características específicas que revelaron transformaciones sociales; sus diferencias se reflejan en su economía de subsistencia (patrón de asentamiento, organización del trabajo comunal, técnicas agrícolas, estilos y procedimientos en la manufactura cerámica y selección de materias primas, entre otras) (Rodríguez et al. 1991).
Se comprobó que los suelos negros se formaron en sitios de vivienda y no en áreas de cultivo y los suelos pardos se asociaron a campos de cultivo próximos a las viviendas. Con los estudios edafológicos y palinológicos se probó que las actividades mencionadas se interrelacionaban y alternaban (Herrera et al. 1992).
En uno de los yacimientos excavados se observó una ocupación continua a lo largo de 900 años y una extensión considerable de suelos pardos. El espesor del suelo no dependía solo del tiempo que este toma en formarse, sino del uso del espacio en un asentamiento. Por otra parte, la dinámica de un asentamiento que contempla la densidad demográfica y su estabilidad determina el espesor y demás características del suelo modificado (Mora et al. 1991).
Para Peña Roja:
Se observó que la ocupación se inicia en el precerámico; la mayor cantidad de semillas carbonizadas se registra en los periodos más tempranos (9000 a. P.). Se registró la presencia de plantas cultivadas alrededor del 8000 a. P. con el estudio de los fitolitos realizado por Piperno (1999); su interpretación fue de una horticultura a baja escala que no requería de un clareo sustancial del bosque. La reconstrucción de la actividad humana hacia principios del 9000 a. P. indica la presencia de un grupo de cazadores-recolectores con conocimiento del bosque tropical; su etapa inicial fue de un uso intensivo de los recursos del bosque y luego fue parcialmente reemplazada por el cultivo de plantas. Esto implicó una disminución en el uso de los productos del bosque, la desaparición de ciertas especies y la introducción de otras nuevas.
La primera ocupación de Peña Roja muestra el conocimiento para la selección y procesamiento de los recursos alimenticios selváticos; se distinguieron productos alimenticios y se reconocieron los requisitos para el consumo. Además, se hizo una temprana utilización y manipulación de las plantas, orientadas a explotar recursos concentrados; se propagaron recursos muy deseados que naturalmente se dan dispersos, lo que amplió su rango natural o su concentración; el estudio de suelos indicó, para los 500 años fechados, una continua y densa ocupación durante el precerámico (Cavelier et al. 1995).
Durante estos años de investigación en el medio río Caquetá se presentaron, entre 1987 y 2000, los resultados de los trabajos de investigación en diversas publicaciones y en seminarios nacionales e internacionales. La última temporada de trabajo de campo en ese mismo sitio tuvo lugar en 1994, cuando, debido a la proximidad de la guerrilla, fue inevitable culminar el trabajo abruptamente y regresar a Bogotá. Sin embargo, nos quedaba por delante mucho análisis de laboratorio de los diferentes materiales excavados, que se hizo en los años siguientes.
De lo hecho en el Amazonas solo me quedan buenos recuerdos y logros importantes. El trabajo en equipo fue siempre fructífero y enriquecedor, pues todos aportamos ideas y propuestas para el beneficio y progreso del proyecto, desde la perspectiva del respeto mutuo y el trato cordial. En Inés Cavelier encontré a una gran compañera de trabajo y a una verdadera amiga, que es lo que hoy más valoro.
En 2003 llegó el momento de encontrar una persona a quien transferir las riendas de la Fundación, debido a que no estaba en nuestros planes liquidarla y lo que queríamos era hallar a alguien capaz de darle continuidad, sin importar la línea de investigación. Finalmente, y para fortuna nuestra, Mónika Therrien, quien venía investigando en el área de arqueología histórica, se hizo cargo de la Fundación. Continué trabajando con ella hasta 2005.
Mis últimas investigaciones con la Fundación Erigaie
Con la experiencia obtenida de la base de datos relacional de arqueología hecha en la década de los noventa y hasta 2004, la Fundación Erigaie trabajó en otras investigaciones sobre conocimiento tradicional y uso de recursos de flora y fauna con el Instituto Alexander von Humboldt: “Base de datos de conocimiento tradicional y uso de recursos biológicos en Colombia. Primera fase: búsqueda y evaluación bibliográfica” (1999), “Bases conceptuales, diseño y prueba de una base de datos relacional de conocimiento tradicional y uso de recursos de flora y fauna” (2003-2004), y una compilación y sistematización de información bibliográfica sobre uso de los recursos naturales: “Conservación y uso sostenible de la biodiversidad en los Andes colombianos” (2005). Era una nueva experiencia en la integración de la información etnobotánica del país para el uso de la arqueología y otras disciplinas pertenecientes al campo de la biología. Se comenzó con una primera fase de búsqueda y evaluación bibliográfica lo más precisa posible, de alta calidad y cantidad de información, para consignar en la base de datos de conocimiento tradicional. El propósito del trabajo era proveer una base para la toma de decisiones en cuanto al acceso y conocimiento tradicional sobre los recursos genéticos. Luego se centró en la diversidad de conocimientos y experiencias de las comunidades indígenas, campesinas y negras, entre otras, para hacerla accesible a la comunidad científica en general.
Se incluyeron los diferentes aspectos de la vida de un grupo humano, sus labores diarias, su sistema de pensamiento, la relación con el medio que los rodea y los cambios mismos que se dan de modo continuo dentro de cualquier sociedad y la experiencia que han ido adquiriendo a lo largo de años de ensayo y que se transmite de generación en generación mediante la tradición oral. A su vez, se tuvo en cuenta la información de textos etnográficos, etnobotánicos y en algunos casos biológicos, en los que se acopiaron referencias de todo el país, provenientes de un sinnúmero de culturas, que podrían compararse para profundizar en áreas y temas de investigación, conservación y mejoramiento de la calidad de vida de las comunidades.
Como sabemos, para los grupos indígenas el mundo no está dividido en diferentes espacios; el ser humano y la naturaleza son uno solo, todo está vinculado. Fue precisamente esta visión, la que se quiso proyectar en la estructura conceptual. Se incluyeron, además, datos sobre animales ya que casi la totalidad de la información y bases de datos provienen del conocimiento de plantas.
Nuevos derroteros
Cuando llegó el 2006 decidí apartarme del ejercicio de la profesión después de 33 años de labores, con tristeza, pero con la sensación del deber cumplido y aceptando que comenzaba otra etapa de vida. Al mirar en retrospectiva me siento privilegiada por haber trabajado durante tantos años en lo que más me gusta, la arqueología. No mucha gente puede decir lo mismo. No todo fue color de rosas; hubo momentos difíciles en los que debí superar obstáculos, pero fueron más las satisfacciones, aprendizajes y logros.
Esto no quiere decir que haya perdido todo contacto con los proyectos de mi interés, solo que no me he involucrado directamente. En esta nueva etapa quise dedicarme a actividades dejadas de lado por tantos años, como la lectura de obras de literatura, escribirles a mis hijas y nietos anécdotas -para que más adelante recuerden a su madre y abuela- y cuentos de seres fantásticos, algo que nunca antes había pensado hacer, y dedicarle tiempo de calidad a mi familia para estar presente en su vida.
Para concluir, es importante decir que esos años, cuando ejercí mi profesión, se distinguieron por el auge de proyectos arqueológicos en diferentes regiones del país. Aunque los recursos de investigación no eran holgados, el interés y la responsabilidad de los profesionales era tal que hubo un gran avance. Como ejemplo puedo mencionar algunos de ellos: las investigaciones de Clemencia Plazas y Ana María Falchetti en el bajo río San Jorge, las de Marianne Cardale y Leonor Herrera con el proyecto de Pro Calima, las de Héctor Llanos en el Alto Magdalena, las de Elizabeth Reichel y Ángela Andrade en el Medio río Caquetá, las de Gonzalo Correal sobre el hombre temprano y muchas más. A diferencia de los proyectos de rescate que se popularizaron a partir de la década de los noventa, en estos los arqueólogos(as) mostraron compromiso y dedicación con el ejercicio profesional sin importar los limitados recursos disponibles y que redundaron en el avance de esta ciencia.
En la actualidad, la mayoría de la investigación arqueológica resulta de proyectos de rescate que ofrecen enormes sumas de dinero y se convierten en el incentivo de los nuevos arqueólogos, por lo que en gran parte se pierde la rigurosidad y el compromiso con que se trabajaba en el pasado.
Agradecimientos
Agradezco especialmente a la ayuda y buena disposición de los trabajadores, campesinos e indígenas en los sitios donde realicé mis trabajos de campo. Su participación en las investigaciones fue decisiva. También, a los contados colegas que se distanciaron de la cultura mayoritariamente machista que permeaba la labor arqueológica.
Por último, pero no menos importante, agradezco a mi familia. A mi marido Gabriel y a mis hijas Laura y Bárbara, de quienes siempre recibí apoyo. No fue fácil para ellos sobrellevar las largas ausencias durante las temporadas de campo, lejos de casa. A mi madre, quien brindó un apoyo invaluable cuando las niñas eran pequeñas. Me considero afortunada de haber encontrado un ambiente familiar propicio para ejercer mi profesión, circunstancia que no era común en esa época. A mis nietos, Pablo y Helena, con quienes tuve y tengo el privilegio de compartir momentos maravillosos e intereses en común.