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El Ágora U.S.B.

Print version ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.13 no.1 Medellin Jan./June 2013

 

EDITORIAL

La bioética como brecha

Por: María Luisa Pfeiffer1

1 Licenciada en Filosofía, Facultad de Filosofía, Universidad del Salvador, Bs As, 1962-1967. Doctora en Filosofía, Universidad de la Sorbonne, Paris, 1976. Tema: "Vers l'Etre Brut. La contingence chez M. Merleau-Ponty". Jurado J.Jankélevich, O. Lacombe, I Belaval, director de la tesis J. Wahl. Docente y codirectora del curso de especialización en Bioética y Derechos Humanos organizado por el Comité de Bioética del Htal. Nac. Marie Curie, abril-julio 2012. Docente del curso de doctorado "Introducción a la bioética", en el doctorado de la Universidad del Bosque, Bogotá (Colombia).


La bioética, los bioeticistas tienen un desafío, el de abrir una brecha por donde comiencen a fluir los derechos para todos los hombres. Para ello su primera y fundamental actitud es la de reconocer que quienes acompañan al proceso globalizador usan sus mismos conceptos para sostener la situación de dominio: hablan de autonomía por ejemplo, mostrando cómo los individuos pueden decidir por sí mismos cumpliendo con ciertas condiciones que tienen que ver sobre todo con el conocimiento; hablan de libertad condicionándola a una situación de independencia absoluta imposible ni siquiera de pensar y reduciéndola finalmente a una elección entre opciones puestas por el sistema; hablan de derecho como reivindicación de los deseos de cada uno; de solidaridad como dádiva de los que tienen a los que no tienen; de dignidad como autoestima; de justicia como modo de reparto de bienes. Lo que tenemos que aprender los bioeticistas es que lo que se juega en la bioética y en la ética en general tiene que ver con los significados. Es decir con los contenidos de las palabras y de los actos, con el sentido de las conductas, y sobre todo con el valor de las decisiones.

Esto significa que debemos aceptar que el único modo de generar y agrandar la brecha es pensando y poniendo en acto una bioética desde Latinoamérica reconociendo que desde este continente se ha consolidado la relación entre bioética y derechos humanos5. Esa relación se encuentra en plena elaboración como idea rectora de las reflexiones, que, como tal, es expresión de los valores que tanto individuos como grupos sociales reconocen pero que aún no tiene vigencia ni en los usos, ni en la educación, ni en la moda. Recordemos que "cultura y sociedad mantienen una relación generadora y en esta relación son fundamentales las interacciones entre individuos que son, ellos mismos, portadores y transmisores de cultura: estas interacciones regeneran a la sociedad, la cual regenera a la cultura" (Morin, 1992). Hemos de crear una nueva cultura y una nueva sociedad trabajando en común sobre conceptos que nos permitan pensar en otra bioética, en otra manera de plantear la ética y la política, en valores propios de nuestra región que puedan ser reconocidos por otras regiones6 (Tealdi, 2008). Debemos comenzar por el concepto de dignidad como expresión del reconocimiento plural que debe darse entre individuos y pueblos; el concepto de historia como proyecto colectivo reivindicador de la igualdad y la solidaridad sostenida sobre la práctica del don, de la gratuidad; el concepto de libertad como proceso de emancipación de los poderes dominantes, fundamentalmente el económico; el concepto de justicia asociado a la igualdad como única garantía de la paz.

Todo lo anterior debe ir acompañado de una comprensión integral del ser humano, donde su corporalidad sea la protagonista de sus derechos, de tal modo que lo que estos reivindiquen sea una identidad que vaya de la mano de la integridad, un ejercicio de la palabra que tenga valor simbólico y operativo, una convivencia comunitaria que se construya alrededor de la solidaridad y no de la competencia.

Construir esta bioética implica pensar en el derecho a la salud desde una visión latinoamericana de la salud que implica la recuperación del ocio, de la fiesta, de la religiosidad, de la vida comunitaria, de la cultura como marco vital donde presente, pasado y futuro pertenecen al mismo movimiento; de la vida con memoria, del amor y respeto por la naturaleza, de la comida como re-unión con los otros y no como mero alimento, de la muerte como posibilidad de encuentro con el misterio de la vida, de la trascendencia, dando sentido a la historia. La bioética será entonces la ética del bios, de la vida humana en todas las expresiones que permiten llamarla humana.

Ya no se preguntará por una muerte digna sino por una vida digna, nadie muere indignamente si ha vivido con dignidad puesto que ésta tiene que ver con el reconocimiento de los otros. Es posible considerar que los enfermos no mueran dignamente cuando les robamos su propia muerte, por ejemplo, dejándola solamente en manos de médicos que se afanan por prolongar indebidamente la vida por medios técnicos o de equipos médicos que desconocen tato al enfermo y su voluntad como a la familia que es el espacio donde el enfermo ha construido su vida. Una muerte indigna es la que acaece en un medio donde se ignora el conocimiento del enfermo que tienen la familia y los amigos; se decide en lugar de ella o se la empuja a decisiones incorrectas que ignoran la posibilidad y necesidad de que cada enfermo, cada ser humano, se reconozca en su finitud, en su condición de mortal. Ello obliga al enfermo y a su entorno a la mentira, el disimulo, el engaño, insistiendo en prácticas que sólo causan daño y ningún beneficio, sin dialogar, sin permitir al enfermo usar de la palabra, expresar sus valoraciones, proyectar un futuro sea éste de minutos, horas o meses. La bioética es, en muchos casos, instrumento globalizador cuando decide que el enfermo debe morir en su casa y arma alrededor de ello todo un aparato ideológico sin preguntar a la familia y al mismo enfermo cuáles son las condiciones en que el enfermo podría estar en su casa, si él lo desea realmente, si lo desea la familia, si aún deseándolo puede, si es necesario ayudar a las familias que quieren pero no pueden. Es tan globalizador como cuando la medicina intervencionista a ultranza convence al enfermo y a la familia que el mejor lugar para esperar la muerte es el hospital porque allí será atendido a toda hora y podrán intervenir sobre él ante cualquier emergencia. Cuando la historia y la circunstancia del enfermo es ignorada se le está mancillando su dignidad, cuando su lenguaje es ignorado, su palabra es menospreciada, sus expresiones desconocidas, su dignidad también lo es.

Y pensar sobre la muerte digna, poniendo el acento sobre el adjetivo, nos obliga a pensar una vida digna y en consecuencia a rechazar todo lo que la globalización identifica con vivir y morir. El poder económico globalizador se empeña en que la muerte desaparezca, sea vendiendo aparatos y drogas cada vez más perfectas para evitar la muerte, sea generando expectativas de que la muerte será derrotada, por lo menos las pequeñas muertes por ahora ya que la gran muerte, la definitiva parece ir ganando la partida; sea propiciando que nadie vea a los moribundos, que nadie los escuche, que los duerman y los mantengan dormidos, que los aíslen para que no causen impresión, dolor, asco, rabia, desesperación, angustia. Todos estos sentimientos deben ser desterrados, cambiados por una anomia que frente al moribundo sólo espera que muera pronto para retomar la vida habitual, el trabajo productivo, para olvidar rápidamente que también moriremos, o mejor aún que morimos permanentemente. Si lo olvidamos creeremos en la promesa globalizadora de la felicidad eterna, la juventud eterna, la vida eterna. Para ello producen, compran y venden los países, para ello somos vigilados y controlados por redes virtuales, para ello somos atendidos globalmente por una medicina globalizada que se ocupa de enfermedades y no de enfermos, para ello somos educados siguiendo programas globales, para ello trabajamos siguiendo planes globales.

La bioética, o mejor los bioeticistas, tenemos un compromiso con el presente y el futuro, del mismo modo que pensamos la dignidad en relación con el momento del morir debemos pensarla en relación con el momento del nacer, del crecer, del vivir como adulto y como anciano, de las condiciones de la vida tanto económicas, como políticas, como ambientales. Ya Potter lo adelantó cuando habló del puente hacia el futuro, idea que luego fue olvidada enredando las conductas alrededor de pseudo problemas. Hemos escrito libros y libros estableciendo condiciones para la autonomía, más aún de las que el mundo actual le impone y sin reconocer estas últimas: la pobreza que no es sólo material, la marginación que no es sólo intelectual, el trabajo como alienación, la ciencia como avanzada de dominación, la publicidad como conformadora de la moral y finalmente la globalización como un modo de negar la identidad y con ella la integridad. La autonomía, el consentimiento informado, terminan convirtiéndose en artilugios que usan muchos bioeticistas para centrar los discursos en problemas particulares como son la relación médico-paciente que si bien no son despreciables deben insertarse en los verdaderos problemas que tienen que ver con los derechos y la justicia.

Estas cuestiones como las que enaltecen la labor médica en pos del triunfo sobre la vejez, la enfermedad y la muerte impulsan, a veces sin saberlo ni quererlo, el modelo liberal en las relaciones y del neocapitalismo en la concepción de la salud. Al naturalizar la escasez de recursos en salud, se ocultan los problemas estructurales de los sistemas sanitarios, y de la relación con el ambiente y se distorsiona toda decisión política. No podemos seguir engañando y engañándonos, tenemos un desafío y no podemos renunciar a él, el de abrir una brecha en esta cultura invasora que nos hace olvidar que significa ser un hombre.