Introducción
La historia de los procesos de acreditación universitarios es relativamente reciente. De hecho, Obando y Quintana (2012) señalan que se pueden rastrear lineamientos para la evaluación de la educación superior a mediados del siglo XX. Estos lineamientos estaban encaminados a especificar criterios fiables que permitieran analizar el papel de las universidades en la sociedad y, más exactamente, en las demandas de la producción. La OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), por ejemplo, estableció a mediados de los 80’ indicadores a través del Programa de análisis de indicadores de sistemas educativos (INES), con el objetivo de determinar criterios para evaluar y comparar el comportamiento de sistemas educativos.
Si bien Colombia no respondió de manera inmediata a lo exigido por la OCDE, la idea de establecer una evaluación para determinar la calidad de los programas también viene de los 80’, de hecho, ya la Ley 30 en 1992 especifica lineamientos. Sin embargo, los estándares de calidad se empiezan a explicitar en los últimos tres lustros y, sobre todo, en los últimos siete años se ha visto con más intensidad la preocupación por lograr las acreditaciones.
En general, los procesos de acreditación están encaminados a “dar fe pública del cumplimiento con los estándares establecidos, tanto para las instituciones como para sus programas académicos” (Galaz, 2014, p.24). A primera vista, nadie estaría en desacuerdo con la idea de ofrecer educación de calidad. El meollo es qué se entiende por calidad y cómo esto determina la educación. Al calificar algo con el apelativo de calidad implica, consecuentemente, establecer escalas de valor determinas por ideales. En este caso, las universidades se acercan a la calidad si ofrecen ciertas características a nivel de infraestructura, planta docente, diseño curricular, vínculos internacionales, etc.
Lograr la acreditación, en ese orden de ideas, se convierte en la obtención de réditos sociales significativos. Dicho buen nombre, o dignidad ofrecida en la acreditación, tiene una relación directa con el posicionamiento en el mercado de las universidades. En pocas palabras, un programa o institución acreditada tiene un prestigio que impacta en el número de matriculados y, por ende, en sus ingresos.
Por otro lado, según la política del Concejo Nacional de Acreditación el proceso de obtención de acreditaciones de alta calidad es un proceso voluntario; sin embargo, Gómez (2016) señala que “ahora se ha convertido en la urgencia y necesidad de todas las instituciones, con el fin de acceder a las nuevas fuentes de financiación y subsidios” (p.3). Es decir, dejó de ser un proceso voluntario porque de manera soterrada las universidades que no lo obtengan pierden capacidad de competir en el juego del mercado de la educación superior. Por demás, Gómez (2016) muestra que los procesos de acreditación surgen desde un ejercicio de autoevaluación donde la institución analiza unos factores (docencia, investigación, bienestar, internacionalización, etc.), sin embargo, en los informes que presentan las universidades tienen alto riesgo de hacer autoelogios. Esto puede implicar encubrir falencias y resaltar superlativamente fortalezas.
La lógica de la calidad y la acreditación, como entramado de control que han establecido las políticas de la educación superior, tienen efectos en los sujetos, esto es, en docentes, estudiantes, funcionarios y egresados.
Esta investigación, precisamente, se centra en la afectación de las políticas de calidad en el sujeto docente universitario. En efecto, el docente experimenta las políticas de calidad en la vida cotidiana. En primer lugar, gran parte de la formulación de los informes de evaluación para la acreditación son realizados por ellos mismos. Pero, sobre todo, porque las políticas de calidad exigen una cualificación permanente del profesor, hoy manifiesta en la creciente demanda de doctores y post-doctores.
En ese orden, Brunner et al (1995) advierten que los docentes, sobre todo de las universidades privadas, se segmentan “según el grado de consolidación, calidad y prestigio de las instituciones en que trabajan”. Además, “habitualmente son contratados por tiempo parcial de dedicación y se sujetan al derecho laboral común. Por lo general no participan en la designación de las autoridades institucionales y no gozan del derecho a la sindicalización o agremiación” (s.p).
Además, como ha ocurrido en la dinámica laboral neoliberal, las universidades han optado por las lógicas de flexibilización laboral (Lazzarato, 2007), como los contratos por temporadas o por prestación de servicios a un proyecto o pago por horas dictadas. Tal flexibilización, que de fondo es una pauperización de las condiciones contractuales, precariza el trabajo y la remuneración de los docentes, pues sus contratos son intermitentes y dependen de la coyuntura de la productividad universitaria.
En pocas palabras, los docentes en las dinámicas del mercado de las universidades contemporáneas se ven afectados en varios niveles: en el laboral, en su poder de participación en los cuerpos institucionales y, sobre todo, en su reconocimiento, pues la calidad también los permea y los pone a competir para obtener vigencia académica.
Otro ejemplo de la forma en que el docente universitario se ve permeado por las transformaciones en la universidad orientada al mercado es la exigencia permanente que tienen los docentes en el manejo e implementación de nuevas tecnologías. No sólo para mejorar su autoformación o cualificación permanente, sino para proveer servicio en las nuevas modalidades de formación en línea (Brunner et al, 2005), creciente mercado en el que compiten ahora las universidades.
Vinculado con las nuevas tecnologías, el docente se ve también forzado a proponer proyectos de investigación que no sólo produzcan conocimiento sino innovación y desarrollo, manifiesto en materialidades que generen retribución económica.
Esta dinámica establece un control de las tareas efectuadas a los docentes, basada en la entrega de productos o evidencias que permitan demostrar su productividad. Dicho control tiene íntima relación con la dinámica de la autoevaluación y, en el fondo, con una evaluación encaminada a la acreditación. Esta última, más profunda aún, es resultado de políticas de calidad que, como se señaló anteriormente, responde a parámetros exigidos por organismos económicos.
En líneas generales, al docente de la universidad dirigida al mercado se le exige más títulos de posgrado, que hablen más idiomas, que publique, pero no cualquier publicación, sino en revistas indexadas, que trabajen en red, que usen la tecnología, etc.
En lo cotidiano, hay menos tiempo para leer, debatir, pensar, pues hay que llenar informes, diligenciar matrices, agrupar evidencias, mejorar indicadores, aumentar las cifras del año pasado, etc., que desfiguran imaginarios que se tenían sobre el docente. Así, la dignidad docente es vulnerada no sólo por la dinámica laboral de la universidad mercantilizada sino también a nivel simbólico: ya no es el intelectual, el sabedor, sino que su trabajo es más operativo.
El profesor universitario se enfrenta no sólo a ser un experto en su disciplina (lo que de por sí implica una actualización permanente), sino que además debe saber enseñarlo, es decir, poder llevar a otro sujeto a la pasión de conocer el saber disciplinar. Este rol de intelectual y pedagogo está cada vez más difuminado, dado que el saber científico es cada vez más un asunto de posgrados y el pregrado se queda en un desarrollo de competencias profesionales y, a nivel pedagógico, los docentes se convierten en aplicadores de metodologías que los expertos diseñan y en las que ellos no participan.
Estos cambios generan malestar en las personas que laboran en las universidades, no sólo en los docentes. De hecho, la figura de bienestar universitario como dependencia de la universidad encargada de adelantar actividades a nivel físico, psicológico y cultural para procurar la salud de sus empleados y estudiantes es relativamente reciente en Colombia, pues es obligatoria a partir de la Ley 30 de 1992, un año después de la entrada del neoliberalismo al país.
Si bien el encuentro con el saber lleva de por sí un malestar, dado que el sujeto vive una incomodidad al derrumbar saberes anquilosados para producir unas nuevas certezas, el hecho de que la universidad tenga centros de bienestar dice mucho de su dinámica. Los profesores viven, experimentan, este malestar y, muchos de ellos, asisten a actividades deportivas ofrecidas por dicho departamento de bienestar. Así, de manera más que explícita, la universidad acepta que su estilo laboral maltrata a los docentes.
Parece loable que la universidad trate de disminuír el malestar que produce a través de programas de bienestar, pero, en palabras de Bustamante (2013), esto es una contradicción en los términos: un bienestar curriculizado es una discordancia, pues el currículo representa el orden, la previsión, mientras el bienestar se busca por oposición al currículo, es decir, la contingencia, el no-parámetro. “Entonces, cuando se pretende establecer el bienestar del sujeto, se obra de manera autoritaria” (Bustamante, 2013, p.268).
Morales (2012) plantea que, en la vida cotidiana, los docentes sienten las políticas neoliberales, visibles en: 1demandas que les hace una universidad-empresa administrada bajo gramáticas del “management” (gestión empresarial); 2demandas a nivel científico, profesional y pedagógico (investigar bajo ciertas gramáticas, tener vínculo con el sector “real” o experiencia laboral en el campo y manejar estrategias didácticas con uso de tic, etc.); 3demandas extra laborales que invaden espacios de ocio, la familia, etc. (capacitarse en otro idioma, estudiar otro posgrado). Morales (2012) señala que estas demandas generan malestar, inconformidad, en últimas, sufrimiento psicosocial en los profesores.
Bajo este panorama, el presente trabajo expone los resultados de una investigación que indagó por: ¿De qué forma las políticas para la educación superior, materializadas en los procesos de acreditación de alta calidad, han incidido en la construcción del reconocimiento de los docentes universitarios? A partir de esto, ¿qué estrategias de resistencia desarrollan los docentes para lograr la trasformación de los parámetros de valoración que los subjetivizan como profesionales?
Metodología
Se realizó una investigación de corte descriptivo enmarcada desde un enfoque hermenéutico. Para lo cual se efectuaron grupos de discusión con docentes tiempo completo (tres grupos de discusión con siete participantes en cada uno) y con estudiantes (dos grupos de nueve participantes cada uno) de la Fundación Universitaria Los Libertadores, ubicada en Bogotá. Los docentes y estudiantes participantes estaban adscritos a programas de pregrado. Igualmente, se realizaron cinco entrevistas semiestructuradas a directivos (decanos y directores de programa) de dicha institución.
Por otro lado, se analizaron documentos relacionados con el rol del docente y los lineamientos de valoración explícitos en la política de calidad de la educación superior y en los documentos de la Fundación Universitaria Los Libertadores, específicamente: el Estatutos docente, Los Lineamientos de autoevaluación institucional, los Lineamientos para la acreditación del CNA, la Ley 1188 de 2008, el Decreto 1295 de 2010 del MEN, el Acuerdo 03 de 2014 del CESU y el Acuerdo 02 de 2012 del CESU.
Resultados y discusión
Las entrevistas y grupos focales permiten hablar de que la subjetividad del docente se estructura desde un malestar ocasionado por ejecutar tareas administrativas, presentar evidencia permanente de sus actividades y dar cuenta de la econometría de la planificación institucional, pero de fondo por una hegemonización de ciertos rasgos que determinan su perfil. En efecto, hoy más que hace unas décadas, se valoran los títulos de posgrados, el manejo del inglés, la publicación en revistas indexadas, etc., y también cualidades soterradas que circulan en los otros sujetos que lo evalúan: que sea flexible, que se deje hablar, que sea creativo, que tenga deferencia con el estudiante, que sea proactivo, que maneje nuevas tecnologías, etc.
Consecuentemente, si el reconocimiento es una dinámica de auto reivindicación a partir de la valoración que hacen los otros (Honneth, 1997; 2011), el docente contemporáneo se siente agobiado por la distorsión en los esquemas de su reconocimiento, pues circulan unos a nivel formal y otras a nivel tácito. Además, porque es una profesión juzgada permanentemente por todos, cómo si cualquier miembro de la sociedad tuviera potestad para prescribir cómo es que hay que ejercerla. Padres de familia, estudiantes, directivos, medios de comunicación, entes gubernamentales, por nombrar algunos, formulan continuamente discursos de qué hace un buen docente. Esto no ocurre con un físico, ¿o cualquier miembro de la sociedad tiene potestad de juzgar si éste está aplicando bien una ecuación para calcular la energía en una fusión de átomos?
Ahora bien, se pudo ver que estos esquemas de valoración del docente, que no son solamente los instrumentos de evaluación que aplican las instituciones, muchas veces encubren la cualidad que lo define como profesional: la relación que mantiene con el saber; relación establecida en dos campos: la relación con el saber de su campo disciplinar y la relación que tiene con el campo pedagógico-didáctico. Del primero extrae lo que enseña, en el segundo reflexiona para qué y cómo lo enseña.
Esta relación con el saber tiene incidencia en sus vínculos intersubjetivos: la relación que mantiene con los estudiantes tiene como cimiento llevarlos a ellos a un encuentro con el saber y la relación que mantiene con sus colegas se entreteje también desde el saber toda vez que comparten un mismo campo disciplinar.
La relación con el saber queda velada en los indicadores de evaluación, pues los títulos de posgrados o los artículos publicados no necesariamente son muestra de la naturaleza de la relación que el docente construye con el saber. No obstante, se pudo establecer que esta relación con el saber disciplinar (lo que enseña) y pedagógico-didáctico (cómo y para qué lo enseña) es una cualidad que sigue siendo valorada por los otros sujetos y que el prestigio de un profesor, en gran medida, sigue condensado en dicha relación.
De hecho, a contrapelo del malestar que sienten, las retribuciones gratificantes que obtienen los docentes de su labor vienen del saber: tener tiempo para leer y estudiar, sus actividades en el aula, los agradecimientos de un estudiante por la clase efectuada, compartir un café con un compañero hablando del último libro que leyeron, etc.
En ese orden, si bien la subjetividad del docente contemporáneo se asocia a un malestar, se encontró que el sujeto que ejerce esta profesión tiene la posibilidad de analizar lo que lo determina y, de esta manera, reconfigurar sus esquemas de satisfacción al reivindicar su vigencia social, esto es, revalidar su papel social, político y cultural en la formación de subjetividades. Esta posibilidad es catalizada por la potencia de agenciamiento del docente, lo que se puede nombrar como sujeto meta-activo, toda vez que él tiene la opción de ver en lo que lo condiciona intersticios para desplegarse y transformar la realidad ontologizada que lo sugestiona. Para ello, es importante que el docente pueda criticar los sentidos en los discursos que anquilosan la educación y prescriben un deber ser del acto educativo y, consecuentemente, de la práctica docente. De no cuestionar la semántica que organiza esos discursos, que mantienen intereses velados sobre la sociedad, el docente tomará por natural o necesario lo que estos significan, viéndose abocado a cumplir el parámetro y ser el sujeto que estos designan, alimentando la presión como un síntoma más del malestar.
Por otro lado, se pudo ver que existen varias semánticas en la configuración del reconocimiento docente. La institución expresa un sentido del deber ser del docente desde el estatuto, los instrumentos de evaluación profesoral, los protocolos de estímulos y premios. Los directivos, si bien alineados con la institución, efectúan reconocimiento de los profesores con otras estrategias como los discursos apologéticos y el salario emocional y, además, muchasveces valoran cualidades que no son recogidas por los mecanismos oficiales institucionales. Los estudiantes destacan al profesor que sabe, pues a diferencia de la institución y los directivos, tiene un vínculo directo con los docentes cimentado en el saber. No obstante, también colocan criterios de valoración no estipulados explícitamente en los instrumentos oficiales, como ser buena gente, no ser aburrido, que no sean rígidos, tener sentido del humor, etc. Los docentes, por su parte, también tienen significados que organizan la forma en que reconocen a sus pares, básicamente relacionada con el saber y con la empatía.
La investigación deja ver que las políticas organizan la universidad y la labor docente usan, entre otras cosas, el prestigio como sustrato que alimenta la competencia en el mercado de la educación superior.
Prestigio que es una realización del reconocimiento social y determina la vigencia del profesor y la institución donde labora. Los sellos o títulos de calidad que brindan las agencias estatales es el mejor ejemplo. Sin embargo, las políticas son construcciones de agentes y organismos que buscan consolidar un modelo político, cultural y económico, así que no se trata de hacer frente a las políticas sino comprender que subyace a ellas.
Las políticas no son las que generan el malestar del docente, sino los intereses que estas velan. Si bien estas políticas procuran condicionar la realidad del aula, paradójicamente, este es el espacio donde el docente puede tener mayor despliegue y donde encuentra una retribución emocional por su profesión. Por eso es tan importante descentralizar las políticas y la evaluación que estas imponen, para que el docente se desprenda de la presión de alcanzar el perfil paradigmal que estas naturalizan. Esta descentralización permite profundizar en la subjetividad del maestro para disgregar y comprender su malestar y advertir el poder que tiene sobre sí y la oportunidad de disponer de intersticios para construir un proyecto de futuro. Ahora bien, la memoria juega acá un papel importante, pues los docentes mayores cada vez tienen menos espacio de encuentro con los docentes jóvenes y se pierde este posible diálogo intergeneracional. Esto impide que los docentes con más experiencia cuenten cómo era su profesión hace unas décadas imposibilitando que los jóvenes se den cuenta de los cambios en los esquemas axiológicos que aprecian su práctica social. De hecho, los contenidos que se agendan en los currículos universitarios vienen embalados para inocular la memoria: en efecto, las competencias generales que procuran la formación de un intelecto general privilegian el desprenderse fácilmente de aprendizajes pues, según justifican, la forma de producción del capitalismo contemporáneo es de innovación permanente.
Por otro lado, el campo pedagógico-didáctico discute sobre qué sociedad se quiere y qué tipo de sujeto es necesario formar para alcanzarla (lo que hace de la pedagogía algo intrínsecamente político). En consecuencia, un docente que se coloque en disposición de reflexión pedagógica podrá cuestionar la reproducción axiológica del reconocimiento, es decir, las estrategias del orden para naturalizar cualidades que deben tener los sujetos. En efecto, un docente que no cuestione los discursos y prácticas que se colocan como hegemónicas empieza a verlas como necesarias, familiares, sin advertir que son construcciones intencionales y contingentes, es decir, que podrían ser de otra manera. Enunciarse como pedagogo permite al docente pensar qué tipo sujeto quieren formar estos discursos y prácticas y las consecuencias sociales de tal intención. Desde este análisis, tendrá opción de proponer lo posible, reivindicándose como ser político que estructura el futuro.
El espíritu de la época ha permitido que todos se sientan con derecho a juzgar y prescribir, sobre todo. Pero reconocer la existencia de campos de conocimiento es, precisamente, todo lo contrario. El campo de conocimiento habla de una complejidad advertida luego de una construcción epistemológica. Sin esta construcción se puede opinar, pero no necesariamente construir conocimiento socio-histórico. Afirmar que el docente puede reivindicarse en su vigencia social a partir de re-colocarse en el campo pedagógico-didáctico es enunciar que su saber y capacidad de construcción no son de la potestad de todos y, por ello, tiene un papel irremplazable en la dinámica social. En la pedagogía y el saber radica la naturaleza de su reconocimiento.
Desconocer las cualidades del docente como pedagogo y didáscalo permite fácilmente juzgar su profesión y pensar que cualquiera la puede ejercer, pues solamente es un guía, un acompañante, en un camino predefinido, un currículo previamente planificado, en el cual no tuvo ninguna participación de su sentido, es decir, no participó en la determinación del para qué y cómo de sus contenidos.
Es menester que el docente cuestione los premios y discursos del orden hegemónico que ensalzan al mejor profesor o la excelencia docente, pues son perfiles ficcionales que buscan moldear subjetividades. En esa semántica de elogios se arrastran parámetros de ser-hacer. Si el docente no se da cuenta de esta invención intencional de cualidades paradigmáticas terminará creyendo que son ciertas y necesarias, por lo que encarnará la necesidad de alcanzarlas para mantener su vigencia social, jugando a competir y lograr el prestigio que supuestamente acarrean.
Si lo anterior ocurre, el docente deviene en sujeto prescriptivo, pues solo le queda cumplir la norma, atender la orden. Ordenes que, como se ha visto en la investigación, usufructúan la necesidad de reconocimiento propia de la naturaleza del sujeto para condicionarlo. De allí que el prestigio y la competencia por lograrlo jueguen un papel elemental en la estrategia del orden, ya que cuanto más se cumple la norma más prestigio se obtiene, o entre más institucionalizado sea el docente más reputación acumula.
En síntesis, se advierte un abandono del sujeto en los espacios de formación de la educación superior, dado que ser sujeto es un acto permanente de decidir ser y lo que busca la lógica imperante en la universidad es la inoculación de su ontología rebelde, para lo cual procura hegemonizar libretos preceptivos sobre la educación y la profesión docente cimentados en la competencia que, a su vez, usufrutua la carrera por el prestigio como condición de la identidad y vigencia social del profesor. Sin embargo, la naturaleza inconclusa del sujeto y su subjetividad encuentra en la relación con el saber y en el campo pedagógico-didáctico los elementos para construir su crítica y reivindicarse intersubjetivamente y configurar otro reconocimiento social desplegado más allá de lo que lo condiciona. Esta resistencia es siempre inconclusa, porque su subjetividad puede extenderse y profundizar en comprensión, encontrando nuevas oportunidades de construcción de proyectos que conduzcan a futuros posibles.
Esquemas de valoración del docente y su reconocimiento
Siguiendo a Honneth (2011), si la apreciación o estima que se le tiene a una persona se mide según el aporte social en forma de trabajo, la auto-confirmación del sujeto tiene en cuenta qué piensan los demás sobre la profesión que él ejerce. Hoy dicha estima o valoración tiene por sustrato la sociedad capitalista y en ésta se da preponderancia al aporte del trabajo del sujeto en la dinámica de producción, consumo y acumulación de capitales, tanto simbólicos como materiales. Así pues, ¿de qué forma es valorado el trabajo de los docentes universitarios?
Para dar cuenta de esta pregunta se puede proponer la categoría de esquemas de interpretación congruentes. La idea de esquemas de interpretación congruentes expresa que si el sentido común de la comunidad de valoración da por hecho una cualidad en un sujeto los miembros de la sociedad tienden a ver que es así, es decir, que lo que se dice de la realidad es congruente con ella. Esto hace referencia a un proceso de asimilación automático o de familiarización inconsciente. Así, si la comunidad de valoración da por hecho que los docentes deben ser de x forma o que es una profesión mal paga, todos tienden a verlo de esa manera porque la realidad es congruente a esos juicios (adviértase la sintaxis: no es que el juicio sea congruente a la realidad, sino la realidad al juicio, lo que habla del poder del juicio encarnado en el sujeto).
Lo anterior se articula al malestar porque los docentes sienten que, en efecto, es así. Es decir, en ellos también opera el esquema de valoración de los otros sujetos. El malestar deviene cuando el docente da por hecho que debe ser como el esquema se lo pide y por ello su estructura de gozo se distorsiona porque debe alcanzar el parámetro. El malestar llega cuando el docente cree que su profesión es mal estimada y por eso no es bien remunerada, o que para mejorar su remuneración debe acatar la prescripción del esquema (lo que se materializa en el escalafón profesoral, donde los docentes que más van cumpliendo la norma más ascienden y reciben mejor recompensa salarial).
El malestar es resultado, entre otras cosas, de que los docentes introyectan esquemas deseables de ser-hacer sobre su profesión y entran en tensión con las creencias anteriormente asimiladas (viejos esquemas de valoración con los que ellos habían operado).
Como se ha visto, estos esquemas de interpretación procuran la congruencia a partir de encontrar la evidencia que los ratifique. Así, si el docente empieza a creer que su profesión está siendo mal valorada empieza a ver motivos en la realidad para reafirmar la creencia. Por ejemplo, que es mal paga, pues fácilmente advierte que hay otras profesiones que pueden ganar más dinero, pues evidentemente en el capitalismo se dan mejores salarios a los trabajos que más ayudan a su reproducción. Sin embargo, si el sujeto sopesa por qué se preocupa por esto, se dará cuenta que inquietarse por mejorar su sueldo es una forma de reproducir el sistema que lo domina (claro está que, si con lo que gana sus necesidades básicas quedan insatisfechas, una lucha salarial es más que cualquier deseo de mejorar su capacidad de consumo).
Ahora bien, un buen ejemplo de que hoy en Colombia los esquemas sociales de valoración tienen poca estima al trabajo del docente es el estudio de Charris, Molano y Torres (2016), quienes lograron determinar que los estudiantes que se preparan para ser docentes no tienen claridad sobre su identidad profesional y, aún más, que no dan cuenta sobre su decisión de serlo. En otras palabras, el estudio permite hablar de que los futuros profesores tienen un perfil distorsionado de su labor y, en esa medida, no pueden dar cuenta de cuál es su aporte a la reproducción o transformación social.
Los esquemas para valorar el aporte del docente en la sociedad se han trastocado a tal punto que los que se preparan para ser maestros no tienen claridad sobre su identidad profesional. Dicha falta de seguridad o dificultad para reafirmar que es ser profesor es un elemento que suma al malestar como palabra clave para comprender la subjetividad del docente.
El malestar y el campo emocional del econocimiento docente
El malestar, pues, no es una ficción que sugestiona al docente, sino que él lo experimenta por varios factores. Por ejemplo, Piñuel (2016) señala, entre otros, estos factores: “el constante escrutinio externo, la imposibilidad de conciliar la vida personal con la laboral y la necesidad de proporcionar constantemente resultados positivos”. Sin embargo, lo que se quiere indicar en el análisis hasta acá planteado es que estas presiones externas han sido introyectadas por el sujeto-docente, y por ello vive la angustia. En otras palabras, la burocratización de su trabajo y la econometría con que se controla genera campos emocionales ingratos, pero es porque él se ve sobrecogido por estos esquemas y no ha podido re-colocarse para re-interpretarlos de otra manera y, así, ver posibilidades de despliegue.
Ahora bien, ¿qué ha posibilitado la presencia de este malestar en el profesor universitario hoy? La coyuntura que vive el docente contemporáneo está hilvanada por la penetración de la lógica del mercado a la universidad y sus consecuentes alteraciones en la administración educativa. Para analizar esto es pertinente articular la idea de competencia y prestigio.
La manifestación del reconocimiento mercantilizado: el prestigio académico contemporáneo
Es consabido que la universidad contemporánea no solo destina su accionar al mercado (investiga, arma currículos y forma personas en pro de la innovación, la productividad, el crecimiento económico, etc.), sino que ella misma es mercado. Su lógica organizacional y dinámica interna está organizada desde la prestación de servicios educativos. Con este contexto de fondo, la idea de competencia pasa de ser un slogan curricular a materializarse como pauta que estructura su funcionamiento interno y su teleología social.
La universidad compite y se compite dentro de ella. El mejor ejemplo de esto son los rankings de las universidades, como el de World University Rankings o el Academic Ranking of World Universities, más conocido como el de Shanghai. Así, las universidades rivalizan por la reputación de ser la mejor, pero esa carrera por ser la primera en la clasificación está cobijada por intereses lucrativos y de mercado (Observatorio de la Universidad, 2016). Ser la número uno tiene como tributo más matriculas, más donaciones, más ventas de los libros y revistas que publica, más contratos de consultoría, etc.
La competencia, como fuerza constitutiva del mercado, está en este caso intrínsecamente vinculada al prestigio. Ser la primera del listado de Shanghai trae como consecuencia una fuente de reputación que se traduce en capital simbólico y un exponencial crecimiento en sus cuentas bancarias. Sin embargo, esta carrera por el prestigio es simultánea entre las universidades y los docentes que en ellas trabajan.
En efecto, los docentes universitarios están abocados a competir también por el prestigio, no sólo para aumentar su capital simbólico, sino para mantener su vigencia social y la permanencia en su empleo. Esta carrera por la reputación también tiene como eje listados de ranking: los incides de citación de las revistas. El docente compite por publicar en las revistas top de estos índices y, además, a ser un autor altamente citado.
Ruiz (2017) señala que socialmente el profesor ha construido un prestigio devenido, entre otras cosas, de su preparación, la forma en que enseña y el trato que da a sus estudiantes, pero que en el último tiempo su prestigio se ha focalizado en aspectos medibles de su labor, como lo es los índices de citación. Afirma, además, que se empieza a ver natural la lógica de acumulación del prestigio, como si fuera una mercancía.
La universidad, y la lógica competitiva en la que esta funciona, se ve arrastras para medir la práctica educativa, pues la naturaleza de ésta es la contingencia. Así que, más fácilmente, se centra en cuantificar y clasificar lo que si puede ser abarcado por la eco nometría: número de artículos, número de citaciones, número de títulos, número de intervenciones en aulas virtuales, número de proyectos, etc. Los docentes se ven abocados a competir en esos números, pues los instrumentos con que los evalúan se centran en esa lógica, y los resultados determinan su vigencia contractual o el ascenso a otra categoría salarial. Se compite, siguiendo a Ruiz (2017), por un prestigio devenido en mercancía, que aparentemente es resultado del trabajo y se puede acumular e intercambiar en el marcado, porque se le puede poner un precio.
En síntesis, los cambios en el contexto laboral del profesor, es decir, la naturaleza de la universidad, trastocan la labor del docente y, en ese orden, las expectativas sobre las cualidades que se espera que él tenga. En otras palabras, una universidad que entra por la carrera de los rankings y las acreditaciones empieza a exigirle a sus docentes cualidades que le retribuyan mejores réditos para alcanzar el prestigio que estos regímenes brindan. No obstante, estas expectativas colocan ideales de ser-hacer del docente con estándares difícilmente alcanzables muchas veces.
Por ejemplo, en un concurso reciente en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, “97 plazas de tiempo completo se declararon desiertas” y sólo se cubrieron 22 cargos. Entre las diferentes razones para que tal número de vacantes no hayan quedado copadas se señala la alta “ponderación dada a la productividad académica (artículos, libros, etc.) de los participantes”, que asignaba más puntos a artículos registrados en las bases de datos SCOPUS o ISIS WoS, y la presentación de “unas pruebas psicotécnicas virtuales y superfluas”, pues median cualidades administrativas (Observatorio de la Universidad, 2016a). La universidad traída a colación no pudo copar todas las vacantes que abrió porque puso criterios que los docentes no pudieron alcanzar. Se ha creado un perfil paradigmático ficcional del profesor que ya empieza a determinar la carrera profesional. Los profesores que fracasaron en esta convocatoria ya saben que para la próxima deben llegar con un dosier de artículos en revistas prestigiosas y capacidades administrativas, es decir, aspectos más allá de saber sobre su disciplina y saberlo enseñar, que era un esquema de valoración básico para ser docente.
Además, atiéndase que este tipo de anuncios laborales para docentes tienen por título “convocatoria de méritos”. La palabra mérito hace referencia a un “derecho a recibir reconocimiento por algo que uno ha hecho”. No obstante, en estas convocatorias los docentes más que tener derecho al reconocimiento, se ven abocados a demostrar que lo poseen, en este caso, en forma de prestigio académico.
Se puede ver hasta acá una lógica auto-referencial del prestigio. Por un lado, las universidades compiten por estar en los rankings y recibir títulos de acreditación de calidad. Los organismos que evalúan a las instituciones les miden el número de profesores con doctorado (o incluso de profesores premiados con el nobel), número de publicaciones en revistas indexadas, número de egresados en cargos de prestigio, etc. A su vez, las universidades les piden a los docentes títulos de doctorado, que tengan publicaciones en revistas reputadas, que participen en redes internacionales, etc.
Los docentes deben dar cuenta de lo que le piden las revistas (que simultáneamente se someten a lo que dicen los estándares de indexación) y a lo que le piden las universidades (que están buscando cumplir lo que le piden las agencias de acreditación). Es decir, el docente debe dar cuenta paralelamente de lo que le piden varios estándares, porque si no cumple pierde su vigencia social o nunca alcanza a ganar una plaza en la convocatoria de méritos.
Está lógica auto-referencial del prestigio, donde un estándar de medición lleva al otro y vuelve finalmente al mismo, puede ser nombrado como construcción tautológica del prestigio académico, es decir, que la reputación académica es constituida por una repetición de los esquemas de valoración simultáneamente en diferentes instancias de estimación social. Por otro lado, es pertinente advertir que a los docentes de la convocatoria anteriormente citada se les pedía de antemano el título de doctorado. Esto indica, entre otras cosas, que la universidad ya no invierte en formar a sus docentes, es decir, ya no necesita dar becas, comisiones de investigación, licencias, etc. Consecuentemente, el docente se ve abocado a invertir en su formación, pagando un programa de doctorado que fácilmente puede ser el doble de uno de pregrado. Una inversión millonaria para poder competir por una plaza, sin contar el tiempo que esto implica. A esto se puede sumar que muchas veces las revistas indexadas cobran por la revisión y publicación de textos. Así, el docente para cumplir el estándar debe invertir en su prestigio, por lo que al final la reputación que le da vigencia laboral es una mercancía. Incluso Brunner (1995) habla de un mercado reputacional. Mercado que es bien jugoso toda vez que al docente se le pide una cualificación permanente.
Cabe señalar que esta inversión sigue siendo tautológica: la universidad recibe el dinero del docente que pagó por cursar un doctorado y es la misma universidad la que recibe el dinero que cobra la revista por publicarle un artículo al profesor, pues por lo general estas revistas son de las editoriales universitarias. El docente, visto así, paga a la institución para que lo contrate.
Ahora, se puede hablar de una reputación transaccional porque la reputación de la institución que está en el ranking o recibe el sello de acreditación de calidad transfiere su reputación al docente que en ella trabaja. Un docente de Harvard tiene una aureola de reputación previa a su acción como docente, como si la gente pensará que es bueno per se, sin verlo aún en la práctica. Este prestigio transaccional también se ve en el marco editorial académico: se privilegia un artículo de una universidad del ranking porque arrastra reputación y se presupone que sus investigaciones son de vanguardia.
El movimiento de los cambios en la valoración social del docente
Como se puede ver, la axiología del prestigio es un elemento organizador de los esquemas de valoración del docente. Tal axiología tiene actualizaciones que van destacando cualidades y olvidando otras, como por ejemplo destacar al docente que usa innovaciones tecnológicas por encima del que hace una cátedra magistral, o destacando al que publica en una revista del ranking y no valorando al que se queda a trabajar con sus alumnos después de clase.
Otro ejemplo en el cambio de esquemas de valoración o las expectativas sobre las cualidades que debe tener un docente es la disolución de la idea del profesor que, por su labor crítica e intelectual, tenía la capacidad de ofrecer criterios para orientar la función social de la universidad. Ya Chomsky (2014) y Santos (2007) lo habían señalado: el protagonismo del docente cada vez es menor porque la universidad encaminada al negocio necesita de administradores y tecnócratas en los cargos decisivos, son ellos los que dicen para dónde va la institución y el docente se debe subsumir a la planeación y objetivos que los gerentes determinan.
Prestigio y prácticas aleccionadoras
Las prácticas aleccionadoras se pueden entender como mecanismo usados por la institución para mostrarle al docente como debe comportarse. Son mecanismos sinuosos en la medida que no son oficiales o explícitos. Una de ellos, es la apología condicionante, es decir, los discursos que exaltan la labor de un profesor para aleccionar a los otros en el deber-ser. Otro es el despido ejemplarizante, es decir, cuando se le da por terminado el contrato a un docente para mostrarle a los otros como no debe ser-decir.
El prestigio académico y su intrínseca competencia se articulan con estas prácticas aleccionadoras porque si bien el docente no se ve obligado a cumplir un índice medible como el número de citas, su reputación está condicionada por el hacer-decir designado por la insinuación del discurso apologético o el no decir-ser como el docente que fue despedido. En otras palabras, el prestigio del profesor no sólo está directamente vinculado a los parámetros institucionalizados, sino a otros esquemas implícitos de valoración que circulan en estudiantes, directivos y los mismos docentes.
En ese orden, en su competencia por la reputación en ese círculo tautológico del prestigio académico, el docente se enfrenta a la decisión de compensar criterios explícitos y medibles y otros implícitos e intangibles. Esta decisión no está enajenada de su campo emocional y, por ello, el prestigio, las prácticas aleccionadoras y los esquemas de valoración del reconocimiento configuran una afectación psico-corporal del reconocimiento, como lo puede ser el malestar. Esta dinámica fácilmente deriva en una sensación de presión en el docente que puede denominarse sujeto agobiado.
En consecuencia, el campo emocional expresado en los grupos de discusión con palabras como desasosiego, presión, malestar, impotencia, está vinculado a una competencia por el prestigio que se juega sin tener completamente las reglas claras, pues los docentes a la vez que encuentran cualidades exigidas de manera explícita también deben develar prescripciones encriptadas en prácticas aleccionadoras. Se configura así un perfil paradigmático ficcional docente porque produce una realidad imaginaria que, como se mostró anteriormente, difícilmente se materializa, dejando las vacantes sin llenar y, sobre todo, distorsionando los esquemas de gratificación profesional del profesor.
Hasta acá se puede advertir una centralidad del prestigio, en la medida que es la forma que toma el reconocimiento social del docente en la competencia por su vigencia académica en el contexto de la universidad mercantilizada. El prestigio se advierte como capital simbólico originado, acumulado e intercambiado en econometrías que miden y cuantifican el trabajo del profesor (claro está, que miden lo que pueden medir, porque la práctica educativa es contingente).
La incertidumbre del acto educativo y la evaluación efectuada al profesor
Si idealmente el docente es aquel que lleva a otro sujeto a un encuentro con el saber, es necesario decir que, de ser así, la universidad hace mal en centrar su éxito en la consecución de egresados que tengan determinadas competencias laborales. Dado que la contingencia del encuentro con el saber no puede garantizar un producto determinado. En efecto, por más que se planifique una clase no se puede garantiza el efecto que el saber tenga en un estudiante. De lo contrario, todo programa de disciplinamiento escolar tuviera éxito asegurado, pero lo que vemos es todo lo contrario: siempre habrá “productos indeseables”, es decir, sujetos que no cumplen el parámetro y, más aún, se niegan a cumplirlo. En consecuencia, en la universidad ocurren muchas cosas incontroladas que, por más estricto que sea el seguimiento al syllabus o más rígido que sea el currículo, no se podrán presagiar. Así, no todos los egresados de Harvard terminan siendo los mismos profesionales.
Al analizar los indicadores con los que se pretende evaluar a los docentes se advierte que estos dejan de lado la incertidumbre sustancial al conocimiento y la contingencia del acto educativo. Los indicadores procuran medir y, por ello, no pueden dar cuenta de esto. Por ello, por ejemplo, no miden que sabe el docente, sino si los estudiantes están satisfechos con su labor. No miden qué tipo de relación construye con el saber, sino el número de artículos publicados. La queja de los docentes de que en el escalafón se le atribuyen muy pocos puntos a la experiencia no es, en ese sentido, algo menor, dado que se efectúa un encubrimiento calificador, es decir, deliberadamente se velan cualidades para ponderar otras, en este caso, la sapiencia que da múltiples encuentros con múltiples sujetos en los que ha visto como la relación con el saber puede ser conducido de una u otra forma.
Los medios de información, los empresarios, los políticos se toman la potestad de señalar que los docentes son malos porque se gradúan profesionales malos. ¿Conocen ellos la contingencia del acto educativo? ¿Un docente puede ser juzgado por el profesional que se egresa? ¿Esto no es desconocer que en la formación profesional el sujeto que se forma tiene potestad sobre sí? ¿Esto no es omitir que la subjetividad de una persona no depende de una sola instancia sino de múltiples relaciones y autodeterminaciones?
Este desdén o discursos que desprestigian la labor docente, como aquellos que le atribuyen a los profesores toda la responsabilidad de la formación social de sujetos, son un síntoma de que dicha cultura no privilegia la formación de sujetos o que la formación de sujetos está agendada por otra institución social. Ejemplo de esto último son las recientes políticas educativas que centran todo en el aprendizaje, puesto que si se coloca el aprendizaje como eje del proceso didáctico se configura la oportunidad de desprenderse del docente. En efecto, los discursos que privilegian el aprendizaje hablan de que este se da de forma autónoma e independiente e instalan como paradigma a la educación virtual. De fondo, este tipo de enunciados degradan al sujeto-docente pues ya el aprendizaje es asunto de un estudiante en un ambiente predefinido, y su rol como sabedor y pensador pedagógico ya no es necesario, pues se convierte en un mero acompañante en un camino que él no planificó.
Por otro lado, esta relación que el docente guarda con el saber, que es constitutiva del reconocimiento previo al acto educativo, se suele englobar bajo un término mistificador: la vocación. Así, corre una leyenda: para ser docente se debe tener vocación. ¿Qué hay detrás de esta idea de vocación?
Usando a Bourdieu (2003), se puede decir que detrás de la vocación docente como cualidad hay una complicidad y una necesidad de creer que es así: el sistema que hace sobresalir necesita que todos los pertenecientes al campo crean que es así, de lo contrario se cae el sistema. Así que cuando todos hablan de que el buen docente tiene vocación, pasión o mixtica lo hacen porque lo creen, pero sobre todo porque necesitan creerlo, de otro modo no habría piso que los diferencie de los otros profesionales, sobre todo de aquellos que asumen la docencia como un trabajo coyuntural o un ingreso adicional.
En otras palabras, la vocación, la pasión, la mística, son cualidades que los docentes necesitan atribuírselas a ellos mismos para poder mantener un esquema de reconocimiento que los distinga, no sólo entre ellos, sino también en su relación con la sociedad en general. Así, la vocación no es una condición sine qua non para ser un profesor, porque solo tiene sentido como parámetro de valoración si los miembros del campo así lo creen.
Esta vocación puede ser entendida como un reconocimiento auto-reivindicativo, en la medida que es una reafirmación de cualidades que el mismo se atribuye frente a los otros. Igualmente, detrás de la idea de vocación se puede ver un reconocimiento reificado, es decir, una construcción que se va familiarizando hasta el punto que se ve como necesaria o se percibe natural.
Por otro lado, existen una rubricas tácitas de reconocimiento que se dan entre los mismos docentes. Hay una suerte de sistema de honores no estipulado, pero que igual organiza las mutuas distinciones que entre los profesores se hacen. Por ejemplo, un docente que le pide explicación sobre un concepto teórico a otro está, implícitamente, brindándole un reconocimiento. Pues, entre los docentes se considera que la relación con el saber es cualidad sustancial del trabajo profesoral. No obstante, como en todo campo, este reconocimiento implícito no está impoluto de estrategias y pugnas, en la medida que el consejo no se pedirá a un profesor con el que se tengan desavenencias, sino con uno con el que haya cierta simpatía.
Estas condiciones tácitas que organizan la forma en que los docentes mutuamente se reconocen entre ellos pueden denominarse complicidad valorativa intersubjetiva, toda vez que está estipulada por la tradición compartida que organiza esquemas de valoración. No obstante, la complicidad valorativa intersubjetiva no está desprendida de entramados emocionales propios de cualquier vínculo inter-subjetivo.
Ahora bien, si se comprenden a los docentes como pertenecientes a un campo, es inevitable la puja por un capital simbólico (Bourdieu, 2003). Como se señaló, dicho capital simbólico está acompañado de prestigio. Así, un docente que tiene prestigio sobre una materia es poseedor de un buen capital simbólico y tendrá mayores posibilidades de aumentar su capital porque tiene una buena posición dentro del campo. Por ejemplo, el profesor con prestigio (repetimos los otros profesores deben dar fe de que es poseedor de dicho capital) tendrá más posibilidades de incidir en una discusión que aquellos que no tienen tal prestigio, aumentando con esa incidencia su capital. Esto tiene que ver con lo que se ha denominado reconocimiento reificado, en la medida que el prestigio del sujeto reafirma su posición. Se observa entonces que existes relaciones que determinan la forma del reconocimiento entre los mismos docentes, de tal forma que ellos estipulan formas valoración o, siguiendo la metáfora del campo, reglas de juego, para determinar quien merece cierto prestigio o distinción y quien, por el contrario, pierde vigencia social. Sin embargo, opera paralelamente la axiología de reconocimiento institucional, por lo que un docente puede tener reconocimiento entre sus compañeros pero no con los directivos. Ejemplo, un profesor puede ser considerado un conocedor de su disciplina por sus pares y, al mismo tiempo, recibir llamados de atención por su jefe por no cumplir las tareas administrativas. De manera inversa, a veces los profesores mejor calificados por los estudiantes no gozan de prestigio entre los colegas, pues recuérdese que los estudiantes suelen dar buenas evaluaciones a profesores flexibles, graciosos, etc., operando cualidades diferentes a la relación con el saber, que es más preponderante en el reconocimiento entre profesores. Esta simultaneidad de construcciones reputacionales, derivados de diferentes esquemas de valoración, puede denominarse reconocimiento ambivalente.
Ahora, los estudiantes evalúan a sus docentes desde eventos emocionales muchas veces no centrados en la relación con el saber (el estudio de Páramo [ 2008] es un buen ejemplo), valorando que sean comprensivos y flexibles, por no decir poco estrictos. Sin embargo, varios profesores saben de estos factores afectivos a la hora de evaluarlos, por lo que estratégicamente son permisivos con los estudiantes: los dejan entregar trabajos a destiempo, repetirles exámenes si les fue muy mal, etc. Esto se puede llamar transigencia compensatoria, donde el sujeto cede en su autonomía para compensar su campo emocional de la incomodidad que le genera el esquema de valoración.
Cabe aquí señalar que el instrumento de evaluación de los docentes, como uno de los mecanismos de valoración para estipular su reconocimiento, tiene bastantes límites.
De hecho, en el instrumento de evaluación de docentes que los estudiantes diligencian se observan aspectos que tal vez ellos no tengan criterios para valorar. Por ejemplo, les pregunta si el docente usa bibliografía adecuada. ¿Un estudiante puede evaluar si la bibliografía usada es adecuada? ¿Sabe él quiénes son los autores principales en una materia?
¿Sabe cuál es el estado del arte en la asignatura? Si los supiera, ¿acaso no sería un par del docente más que un estudiante? Igualmente pasa con la valoración de las estrategias pedagógicas, ¿qué criterios tiene un estudiante para determinar qué estrategia es buena o mala? ¿Será solamente si aprendió no aprendió? Si se limita el éxito de una estrategia pedagógica al aprendizaje, ¿no se reduciría la pedagogía aún asunto del resultado? ¿A caso no ocurre que un estudiante aprenda cosas que no estaban previstas en el programa? Incluso, hay instrumentos que indagan si el contenido de la asignatura era el adecuado, ¿un estudiante sabe que es lo que necesita que le enseñen? Si es así, ¿por qué hoy los diseños curriculares los hacen los expertos a partir de las necesidades del mercado laboral y no los propios estudiantes?
Este límite del instrumento también fue señalado por los directivos: el instrumento les pregunta simplemente si el docente cumple o no cumple, pero un profesor que cumpla no necesariamente implica que esté siendo el mejor, dado que el instrumento no profundiza en su conocimiento en la materia, en las dinámicas dentro del aula, en los efectos que genera en sus estudiantes, etc. Además, los directores casi nunca van al aula, ¿cómo podrían evaluar por ejemplo la estrategia pedagógica? Sin embargo, el instrumento les pregunta eso, así que tienden a calificar más por factores afectivos, es decir, si un profesor es amigo tendrá una nota directamente proporcional. Acá puede ser determinante el prestigio: en efecto, si un profesor tiene fama de bueno el director que no vaya al aula para verificarlo tenderá a calificarle bien por su capital simbólico acumulado, reproduciendo las valoraciones que perfilan su reputación, otro ejemplo de reconocimiento reificado.
Sin embargo, la investigación permitió observar que es pertinente relativizar o descentralizar la evaluación, pues darle un peso preponderante encubre a los otros elementos que configuran el acto pedagógico-didáctico y, además, si el docente se subsume a ellos introyecta las prescripciones que le hace el orden establecido, convirtiendo la evaluación en una herramienta de subjetivación.
El hecho de que los docentes adviertan que los instrumentos con los que los evalúan tienen tales cualidades les permite jugar con sus vacios. En efecto, el puede ser permisivo con sus estudiantes y entregar sus tareas administrativas sin hacer un mayor esfuerzo, ejecutando una mediocridad planificada y una condescendencia estratégica que le permite organizarse emocionalmente en la medida que procura dar cuenta del parámetro, pero no deja que este lo agobie.
Con base en lo anterior, se puede decir que un docente que tenga estrategias de vigencia social podrá logran cumplir y sacar buenas calificaciones en su evaluación, estable ciendo un buen registro para mantener o incrementar su reconocimiento. En todo caso, lo que vemos es que su reconocimiento no radica exclusivamente en la vocación, en el tener conocimientos sobre su materia o el prestigio académico de los índices de las revistas, sino que existen otros componentes que determinan su reputación, como son los factores psico-afectivos y las relaciones interpersonales.
Miedo, vigencia social del profesor y proyectos posibles de futuro del sujeto
De otro lado, los docentes manifestaron que existe una inestabilidad laboral que les genera malestar, pero más precisamente miedo. Los directivos ratificaron esa percepción. Este miedo radica, sobre todo, en perder su empleo. Algunos profesores hablan de que se han acomodado al parámetro. Dicen que salir despedido no es fácil porque no se consigue trabajo fácilmente. A primera vista es entendible el comportamiento y se ve como una reacción básica de protección a los recursos materiales para mantener un estilo de vida.
Esta inestabilidad laboral, muestra una organización subjetiva bastante efectiva en las sociedades de control (Deleuze, 1999). En esa línea, Bauman & Dessal (2014) muestran que los sujetos declinan ciertas aspiraciones en pos de acatar lineamientos de control social que les brinden sensación de seguridad. Los docentes no sienten, en esa línea, un simple miedo primario o propio de su instinto de conservación (perder la fuente de ingresos materiales), sino un desasosiego propio de un momento socio-histórico donde la necesidad de seguridad laboral, en una economía flexibilizada, se ha convertido en estrategia de dominación.
Pareciese que los docentes se subordinaran cada vez más al orden de la universidad mercantilizada. Sin embargo, es una falsa apariencia. En efecto, los docentes desplieguen su subjetividad y organizan sus posibilidades como sujetos meta-activos, pero lo hacen con discursos y prácticas no explícitas. En palabras de Scott (2000) lo hacen con infrapolítica, que puede entenderse como una “gran variedad de formas de resistencia muy discretas que recurren a formas indirectas de expresión” (p.44). En ese sentido, “la lucha sorda que los grupos subordinados libran cotidianamente se encuentra -como los rayos infrarrojosmás allá del espectro visible” (p.217). Dado que los subordinados temen emitir opinión sin protección. Por ello, “el sentido del texto casi siempre es ambiguo: dice una cosa a aquellos que ya saben y otra a los extraños y a las autoridades” (p.218).
Los docentes resisten a la jerarquía institucional y las decisiones que los afectan, solo que esta resistencia no es la deseable desde ciertos supuestos que exigen un juego estratégico más confrontacional. La resistencia se hace con discursos soterrados, con burlas y sarcasmo, incluso no sólo es discurso: bien saben los jefes directos que los docentes se ingenian excusas para no asumir una tarea, como el desprestigio beneficioso, es decir, afirmar no saber cómo se hace la labor que piden para que no se la asignen o entregar cualquier cosa por cumplir o procrastinan en el cumplimiento de sus tareas (mediocridad planificada).
Los docentes no se acomodan pasivamente a los cambios institucionales agenciados por la política de calidad y, más globalmente, por una educación captada por el mercado. Han encontrado estrategias para alivianar sus tareas y mostrar que cumplen el indicador sin que esto les genere mayor esfuerzo. Ejemplo de ello son las aulas virtuales. En la institución que sirvió de referente empírico les pidieron tener obligatoriamente aulas virtuales para acompañar las clases presenciales. Un malestar general se sintió por un tiempo. Pero después de dieron cuenta que el sistema que evalúa el uso de las aulas sólo mira si el decente subió ciertos documentos. Al conocer esto, los docentes se limitan a subir lo mínimo, sin necesidad de desarrollar el aula y, mucho menos, sin tener que trabajar largo tiempo en ese espacio con sus estudiantes. Hoy nadie se queja de la directriz, porque cada semestre solamente suben los mismos archivos.
De igual forma ocurre con el instrumento de evaluación docente. Los docentes saben que gran parte de los ítems se pueden cumplir fácilmente: llegar puntual, subir notas a tiempo, presentar el syllabus al comenzar el semestre, participar en las reuniones del programa, etc. Cumpliendo estos elementos, por demás que no evalúan su capacidad como docentes, logran mantener una buena calificación de sus jefes.
Conclusión: el reconocimiento en el acto educativo
La investigación permite afirmar que, al alterarse la función de formación de las universidades por las exigencias del mercado educativo, se alteran las tareas del docente, pero sobre todo las expectativas que se tienen sobre su profesión. Esto deviene una una reconfiguración de los valores para evaluar la vigencia social del profesor universitario.
Sin embargo, una reafirmación del papel social del docente más allá de la lógica de la universidad mercantilizada pasa por que él y la sociedad comprendan que su reconocimiento es más profundo al prestigio académico, pues es cimiento del acto pedagógico.
En efecto, al ser el acto educativo un evento de encuentro entre sujetos, el reconocimiento es un catalizador del vínculo pedagógico. La formación que un sujeto quiere ejercer sobre el otro, el efecto en la subjetividad que busca lograr el docente en el estudiante, está condensado en una experiencia previa: el mutuo reconocimiento de los sujetos. Este reconocimiento pasa por conceder al otro un lugar y advertir sus cualidades, por lo que en la práctica educativa operan esquemas de valoración no contemplados en los índices de calidad y estatutos profesorales.
Este ejercicio de reconocimiento como experiencia que sostiene al acto educativo no es siempre ideal o neutro. En efecto, en el opera también el reconocimiento reificado, es decir, cuando se naturalizan o dan por dadas las cualidades del sujeto desconociendo la posibilidad que tiene éste de modificar sus prácticas y creencias. Por ejemplo, cuando un estudiante tiene fama de vago y pasa al siguiente año el otro profesor ya tiene un perfil condicionado por el arrastre de ese prestigio. Igualmente, en el reconocimiento del evento pedagógico se puede buscar el moldeamiento de la subjetividad del otro a través de discursos y prácticas, como lo es la apología condicionante, que destaca las cualidades de un sujeto para perfilar a los otros sujetos.
La pedagogía y la didáctica muchas veces obvian o naturalizan la dinámica de reconocimiento en la práctica educativa, pero es condición de su realización: la intención de formar a alguien pasa por reconocer el estado ontológico en el que el sujeto se encuentra y querer llevarlo a otro (o idealmente brindarle las condiciones para que éste llegue a otro estadio). En todo caso, la relación docente-estudiante de las instituciones de formación modernas pasan por un reconocimiento, ya sea reconocer en él otras carencias (la idea de adolecente, por ejemplo) o potencialidades (el estudiante como potencia contenida).
Ahora bien, se puede proponer la categoría de subjetivación concedida ya que permite abstraer este mutuo reconocimiento intersubjetivo en la dinámica educativa, ya que en el encuentro pedagógico un sujeto reconoce en el otro ciertas cualidades y por ello se deja afectar. Por ejemplo, si el encuentro esta mediado por el saber científico, como en un programa de doctorado, el sujeto-estudiante reconoce en el sujeto-docente cualidades, valga decir saberes, y por ello se deja afectar, esto es, cuestionar, aprender conceptos, imitar prácticas de escritura, etc. El sujeto-estudiante concede al otro (sujeto-docente) la oportunidad de afectarlo en su subjetividad.
La amenaza que profetizan algunos de que el docente universitario tiende a desaparecer, para dar lugar al instructor o, incluso, al algoritmo del aula virtual automatizada, puede ser contrarrestada en la relación cotidiana que establece el docente con el estudiante. Relación que tiene como tejido previo una mutua confirmación intersubjetiva llamada reconocimiento pedagógico que cimenta a todo el ejercicio didáctico. Para que el docente logré una reafirmación permanente de sus cualidades en la estima social de su profesión debe moverse, hacer memoria y trabajar colectivamente, pero sobre todo debe abrazar firmemente el campo disciplinar y el campo pedagógico-didáctico, pues es en la relación que establece con el saber que logra reflexionar el qué, para qué y cómo de la formación de sujetos, es decir, la razón de ser de su profesión. Recuperando su ser como pedagogo-didáscalo activa nuevas compresiones, y así puede colocarse en otros intersticios para tomar decisiones y construir proyectos posibles de futuro.
Si el docente logra problematizar los esquemas con que los otros sujetos e instituciones valoran su papel en la sociedad se podrá dar cuenta que, en el último tiempo, se ha impuesto una centralidad en la evaluación de funciones y cualidades que lo alejan de su relación con el saber disciplinar y pedagógico-didáctico, generando una axiología de estimación de su profesión que se limita a lo medible administrativamente. Al darse cuenta de estos discursos y prácticas que buscan condicionarlo, puede ampliar la relación qué el establece consigo mismo en su auto-reafirmación y el vínculo que establece con los otros en los procesos de afirmación-intersubjetiva de su identidad profesional. Ampliar estas relaciones le permite comprender de otro modo su trabajo y, sobre todo, diluir cualidades naturalizadas sobre su perfil que circulan socialmente, pero que de fondo son construcciones socio-his tóricas y, por tanto, mutables pero que sean familiarizado al punto que se ven necesarias.
Ampliar su comprensión de cómo se realiza su reconocimiento social le permite al docente una recolocación epistémica, que le concede ver y analizar la realidad desde otra colocación, lo que le puede permitir alterar su necesidad de reconocimiento, la cual apare como natural e incuestionable en los instrumentos de evaluación docente, los estatutos profesorales, las escales de evaluación de productos, las revistas indexadas y los indicadores de acreditación.