Introducción
Si bien los conceptos de agricultura urbana y huerta urbana no son nuevos, sí lo es su reciente auge y popularidad en el siglo XXI que se expresa en publicaciones y desarrollo de proyectos en todos los continentes desde múltiples actores, enfoques e intereses que se justifican en ejes recurrentes, entre otros, a favor de ciudades saludables; esto, como medida para ralentizar y mitigar el cambio climático y de paso como crítica a la ciudad moderna que avanza sobre el suelo rural con su impactante rastro de concreto y acero debilitando ecosistemas y colocando en riesgo la vida en el planeta. También como posibilidad de enfrentar el hambre en el mundo y hacerlo desde la agricultura libre de agroquímicos y desde el trabajo comunitario. Por eso, las huertas urbanas asociadas a seguridad y soberanía alimentaria han cobrado relevancia pública en el mundo convirtiéndose en apuestas por el bienestar y por un futuro más sustentable.
El mensaje de la Organización de las Naciones Unidas del 2015, cuando promulga la Agenda 2030 y los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ONU, Asamblea General. Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, 2015), apunta, entre otros, contra el hambre y la insustentabilidad de las ciudades. Así el ODS Nº 2 denominado hambre cero, de manera directa alude a la necesidad de “Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible” (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2018, p. 4); y en el ODS N° 11 enuncia la preocupación por ciudades sustentables. Consecuentemente, en el marco de (ONU-Hábitat, 2016), celebrado en Quito (Ecuador), se formula la Nueva Agenda Urbana, que en su apartado de Planificación y Gestión del Desarrollo Espacial Urbano, punto 123, dice que los jefes de Estado se comprometen con:
Promover la coordinación de políticas sostenibles de seguridad alimentaria y agricultura en las zonas urbanas, periurbanas y rurales, a fin de facilitar la producción, el almacenamiento, el transporte y la comercialización de alimentos a los consumidores en formas adecuadas y asequibles. (ONU, 2016, p. 36).
Así mismo, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO por su sigla, incorpora en 2019 la Agenda Alimentaria Urbana en sintonía con los ODS en la que parte de reconocer que el 55 % de la humanidad reside en centros urbanos, el cual consume el 80 % de los alimentos producidos mundialmente, concluyendo que la sustentabilidad de los sistemas alimentarios va a depender, en gran medida, del éxito de estos en áreas urbanas (ONU, Marco de la FAO para la Agenda Alimentaria Urbana., 2019). En tal sentido promueve:
Sistemas alimentarios resilientes, integrados, sostenibles e inclusivos que permitan terminar el hambre y todas las formas de malnutrición, haciendo énfasis que esto sólo puede hacerse realidad mediante la aplicación de políticas, planes y medidas coordinados por parte de diferentes niveles de la administración, instituciones y actores implicados en el desarrollo territorial. (FAO, 2019, p. 18).
Al mismo tiempo, la creación y las publicaciones sobre Huertas Urbanas Comunitarias (HUC) se han multiplicado en distintos lugares del mundo en el marco de la coyuntura originada en la pandemia por COVID-19 según tres motivos que se deducen. Uno como actividad creativa en los hogares; dos como una crítica implícita a la artificialización del mundo y un querer restablecer mejores relaciones con la naturaleza; y tres como respuesta al hambre en muchos lugares del planeta a causa de la pérdida de empleos (seguridad alimentaria) y las dificultades en el transporte y acceso a alimentos frescos (soberanía alimentaria).
De acuerdo a lo anterior, este artículo aporta resultados derivados de la experiencia de trabajo de la HUC de Villa Juanita en el Municipio de Villamaría, Caldas, Colombia. Se reconoce la HUC como ejercicio multisectorial, multiagente y multinstitucional a favor de la salud colectiva, que propende por unos sujetos saludables individual y colectivamente. La Comisión de los Determinantes Sociales en Salud de la Organización Mundial de la Salud (OMS) del 2009 reconoce que la salud está condicionada por estructuras más amplias, lo que (Breilh, 2013) denomina Determinaciones Sociales en Salud. En este sentido la HUC se constituye en praxis emancipatoria, puesto que una organización social, participativa, democrática, incluyente y comunitaria transforma la realidad, al tiempo que discute las metaestructuras que condicionan el alcance del Buen Vivir.
Para llegar a los resultados de este artículo se realizó un análisis de contenido desde un enfoque comprensivo, el cual consiste en un conjunto de técnicas interpretativas del sentido oculto de los textos (Díaz Herrera, 2018). Este tipo de análisis permitió considerar tres fases:
1. Fase experiencial: tomar como punto de partida la sistematización de las HUC como preanálisis. 2) Fase teórica descriptiva: se organizó la información a través de una revisión documental, lo que permitió la emergencia de aproximaciones categoriales y 3) Fase interpretativa: la conjunción de las fases 1 y 2 posibilitó contrastar una realidad social -que ha generado procesos de transformación local en las personas y sus contextoscon los abordajes teóricos/ epistemológicos, encontrando nuevos significados y formas de posicionarse ante el mundo de una manera crítica.
Resultados
La HUC en las relaciones entre agricultura y ciudad contemporánea como “acupuntura” revitalizadora
La definición de ciudad y de lo urbano ha estado marcada por su diferenciación con el campo y lo rural. (Martínez, 2004) señala, a propósito, que cuando la civilización humana construye su habitación individual y colectiva, no sólo se guarece de las condiciones meteorológicas, configura una nueva relación con el entorno natural. Un aspecto especialmente destacado es aquel que indica que los habitantes de la ciudad no producen su alimento. Se ha reconocido la dependencia en su abastecimiento de la ciudad frente al campo; “un establecimiento de hombres que para su mantenimiento han de recurrir al producto de un trabajo agrícola exterior” (Sombart, 1932, p. 449). En la misma línea (Casas, 1957) define a la ciudad como aquel asentamiento humano permanente de cualquier tamaño que es abastecido desde su ruralidad exterior, ya que, por sus características morfológicas y funcionales no tiene condiciones para una producción autosuficiente.
Las ciudades fueron un fenómeno posterior (en sus orígenes prehistóricos) a la aparición de la agricultura en el periodo conocido como Neolítico. Los hallazgos más antiguos del proceso transformador de grupos humanos recolectores en productores se sitúan en algunos lugares en las cuencas de los ríos Tigris y Éufrates desde el año 8500 a. c (Childe, 1996). Según Childe (1996) “La primera revolución que transformó la economía humana dio al hombre el control sobre su propio abastecimiento de alimentos” (p. 85) y “hacia el año 4000 a. C. la enorme comarca de tierras semiáridas que bordea el Mediterráneo oriental y se extiende hasta la India, se encontraba poblada por un gran número de comunidades” (Childe 1996, p. 173).
La relación histórica entre el campo y la ciudad, por lo menos hasta la denominada Revolución Industrial, se estableció con matices como una interdependencia beneficiosa para ambos, al punto que, siendo laxos, podría reconocerse como una relación simbiótica. Sin embargo, desde el origen de la ciudad como efecto del desarrollo de la agricultura en los campos, hasta el debilitamiento de tal relación en la urbanización de la Revolución Industrial, divorcio enfatizado en las postrimerías del siglo XX con el fenómeno de la globalización que propició y promovió, como nunca, el distanciamiento geográfico y funcional entre los lugares de la producción de alimentos y del consumo, es reconocido que el distanciamiento entre campo y ciudad puede rastrearse incluso en la alta edad media, como afirma (Kropotkin, 1902):
El error más grande y más fatal cometido por la mayoría de las ciudades fue también el basar sus riquezas en el comercio y la industria, junto con un trato despectivo hacia la agricultura. De tal modo, repitieron el error cometido ya una vez por las ciudades de la antigua Grecia y debido al cual cayeron en los mismos crímenes (p.58).
En ese camino, la Primera Revolución Industrial enfatizó la urbanización al tiempo que generó “la mayor ruptura de la historia moderna” (Braudel, 1985, p. 122), iniciada en el siglo XVIII en Gran Bretaña, Europa Occidental y los Estados Unidos, que impulsó la transición de economías agrícolas y artesanales a una comercial e industrial de carácter urbana. El sanitary movement británico desde finales de la década de 1830, impulsado por Edwin Chadwick, denunciaba los problemas asociados a la industrialización, produciendo en 1842 el Sanitary Report que concluía que el hacinamiento por el crecimiento demográfico y la insalubridad eran las causas de la reaparición de casos de cólera y de tifus (Ramos, 2014).
Los impactos de la industrialización en las ciudades fueron grandes, transformó drástica y aceleradamente morfología, funcionalidad y tamaños de población, producto de la creación y el funcionamiento de las nuevas industrias. Además, la atracción de mano de obra no calificada del campo hacia la ciudad que estas promovieron, generó problemas urbanos ambientales y sanitarios, expansión urbana no planificada y consecuentemente incorporación de suelos rurales periféricos a la urbanización, alejando agricultores, que ahora, con los avances en infraestructuras y transportes regionales, se ubicaban en áreas cada vez más distantes de los centros urbanos. De acuerdo con lo anterior, (Lefebvre, 1976) reconoce el aumento de complejidad de la sociedad, cuando muta de rural a urbana como efecto de la industrialización. El crecimiento demográfico y las nuevas actividades productivas y comerciales obligaron, en Europa, a mediados del siglo XIX a demoler las murallas medievales y a promover crecimientos racionales de las ciudades en los denominados (ensanches); ejemplo de ello fue el famoso ensanche de Barcelona elaborado por Cerdá en 1859, ver imagen N° 1. Este crecimiento reticular, influenciado por el higienismo hacia una ciudad salubre, ocupó el entorno rural inmediato a la ciudad y desplazó las actividades agropecuarias hacia regiones distantes.
Posterior a los ensanches, una segunda respuesta a los problemas de las nuevas ciudades industriales se produjo desde el socialismo romántico o utópico, sobresaliendo el movimiento urbanístico de la Ciudad Jardín creado en 1899 por Ebenezer Howard como respuesta a la escasez de vivienda para nuevos obreros y a la necesidad de replantear la ciudad medieval constreñida y hacinada, por ciudades pequeñas conviviendo con la naturaleza y distanciadas pero conectadas eficientemente con la metrópoli a través del ferrocarril, contando en su proximidad con espacio para granjas productivas que abastecerían de alimento a las comunidades de las ciudades jardín y de la metrópoli. La idea se describe en la teoría de Los Tres Imanes (Howard, 1902) donde presenta a la ciudad y al campo como imanes desde sus virtudes y defectos. Suma a estos un tercer imán denominado campo-ciudad, metáfora de la Ciudad Jardín, que es la sumatoria de las virtudes del campo y de la ciudad, eliminando sus defectos, atrayendo a las personas, quienes se expresan como alfileres (ver imagen N° 2).
Este modelo urbano, con pretensiones integradoras de lo urbano y rural, paradójicamente cae en manos de los agentes inmobiliarios, desvirtuándolo como tipología de conjuntos residenciales en los suburbios que usan lo verde como estética convertida en mercancía. De la propuesta original de Ebenezer Howard quedan los cinturones verdes y los enormes planes parciales de los suburbios que incorporan suelo rural como parcelaciones campestres. En América Latina y Colombia el fenómeno de industrialización, con sus diferencias, se presenta entre los años 1920 y 1970 con el modelo económico conocido como Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), periodo en el que se crean los primeros barrios suburbanos, más allá de los trazados fundacionales, algunos se apoyan en el modelo de la ciudad jardín.
La ciudad que hunde sus raíces en la Revolución Industrial, en su versión contemporánea vigente desde finales del siglo XX es determinada en gran medida y con matices, dependiendo el caso de estudio, por el mercado y por el fenómeno de la globalización, descrita como neoliberal (Hidalgo & Janoschka, 2014) (Mertinez, 2018), en donde “la neoliberalización supone una tendencia históricamente específica, pautada, híbrida y desarrollada desigualmente de reestructuración regulatoria sujeta a la disciplina de mercado” (Brenner, Peck y Theodore, 2011, p. 24), puesto que entrega la producción del territorio (a urbanización) al mercado y a la débil agencia del Estado regulador, sin contar con las comunidades, sus realidades y aspiraciones. Esta ciudad es insostenible en su expansión especulativa y desconsiderada sobre los ecosistemas, expresada en aumento de la contaminación atmosférica, la producción de residuos sólidos, la congestión, la artificialización del suelo rural (aumentado impermeabilidad de los suelos, aumento de radiación solar, deterioro de la biodiversidad, etc.), la generación de gases efecto invernadero y su contribución al cambio climático planetario, con crecientes efectos nocivos de la vida urbana sobre la salud de los habitantes de cada ciudad en particular y del planeta en general.
En un contexto crítico de la urbanización, emerge de la Conferencia de la Tierra de la ONU en Río de Janeiro en 1992 la Agenda 21, actualizada en los Objetivos del Milenio (ONU, 55/2. Asamblea general, declaración del milenio. , 2000); en la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ONU, Asamblea General. Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, 2015) los cuales convergen con las conferencias mundiales de la OMS sobre Promoción de la Salud3. A ello deben añadirse las conferencias mundiales sobre asentamientos humanos ONU-Hábitat, la más reciente de Hábitat III en Quito, Ecuador del 2016, que en conjunto colocan todo el interés en las problemáticas urbanas, proponiendo, entre otras, la necesidad de reconciliar los entornos urbanos con la naturaleza y la incorporación de mayores zonas verdes como espacio público efectivo. Es allí donde surge la HUC como una de las posibilidades para cambiar el rumbo hacia la sustentabilidad ambiental, social y económica por su carácter comunitario y agroecológico.
Sin haber desaparecido del panorama la huerta urbana pasó en el siglo XXI, de ser anecdótica y marginal al planeamiento y diseño urbano, a constituirse en una opción que se enriquece desde instituciones multilaterales como ONU, FAO y OMS, así como desde ONGs, entidades territoriales y prácticas de comunidades, en todos los continentes, con variados enfoques (antiglobalización, seguridad y soberanía alimentaria, desarrollo sustentable, gobernanza, comunitarismo, etc.). Las HUC recogen esas múltiples miradas según (Vara, 2010):
... estos espacios (paisajes, pasajes, territorios, terrenos) conquistados por la agricultura a la ciudad suponen, además de un elemento de producción agraria con sus consecuencias de sustentabilidad ecológica, importantes reservas de significados para los movimientos sociales ecologistas de la ciudad, referentes culturales para la población general, hitos de participación ciudadana en la ciudad, a la vez que canteras de sustentabilidad basada en la agricultura ecológica y escuelas de ciudadanía en donde promover formas colectivas de organización social... (p. 69)
Ello se expresa en ejercicios transdisciplinares de diseño urbano, que incorporan la participación ciudadana en asocio a los gobiernos municipales, ocupándose de áreas urbanas de pequeñas dimensiones, que recogen la HUC como posibilidad de recuperar, restaurar o renovar porciones de la ciudad a escala de barrio o vecindario conocidos como acupuntura urbana4 o diseño táctico5, los cuales presentan como características sobresalientes el ser intervenciones de pequeño formato en microterritorios6, regularmente en desuso o terrain vague7, con bajos presupuestos y con las comunidades como agentes. En este marco se inscribe la HUC del barrio de Villa Juanita, un proyecto local por el desarrollo sustentable de la ciudad en sus dimensiones materiales y sociales, en el camino de producir una ciudad significante para sus habitantes, porque ellos la construyen, y la construyen desde el cuidar; Cuidar de cada uno, de la comunidad y del planeta.
La Huerta Urbana Comunitaria del Barrio Villa Juanita: co-construyendo micro-territorios transformadores para la vida
Las prácticas sociales concretas surgidas a escala local, se encuentran en capacidad de desafiar la lógica hegemónica, repensar estructuras, alentar utopías y resistencias e impulsar el debate sobre formas de sociedad más justas que sean alternativas viables. Una reflexión sustantiva de un espacio público sin uso, transformado en HUC como territorio de vida, se configura como una experiencia actual disponible, además, como expectativa y posibilidad de futuro en la producción de una ciudad saludable, en el entendido de que “lo local de hoy, puede ser lo global de mañana” (De Sousa Santos, B., 2012, p. 123), para ello se requiere imaginación y voluntad política continúa..
En Villamaría, Caldas, Colombia, un municipio de 67.000 habitantes aproximadamente, se llevó a cabo una experiencia de HUC en el barrio Villa Juanita, derivada del programa Buen Vivir implementado desde el año 2018 y vigente a la fecha, con encuentros semanales de 18 personas aproximadamente, entre niños, jóvenes y con mayor intervención de los adultos mayores. Es una forma de concebir y actuar desde la salud colectiva que desencadena en nuevos actores y agentes colectivos relacionamiento con la naturaleza, producción de alimentos y a su vez tejido social (participación democrática).
La HUC se ha realizado con la cooperación entre actores comunitarios, gubernamentales, sociales y académicos. Por un lado, la alcaldía municipal, ante la solicitud e interés de los actores comunitarios, entregó en comodato un predio esquinero de 291 m2 (en su momento un basural informal) y junto con la Corporación Autónoma Regional de Caldas (CORPOCALDAS), los recursos necesarios para dar inicio al proyecto. De otro lado, se vinculó la academia con la Facultad de Ciencias para la Salud, Universidad de Caldas, y la Fundación Senderos de Luz8 en el proceso de transformación no solo estético del barrio, como suele ocurrir con la renovación urbana moderna, sino, también, en relación con los modos de vida de los participantes. En este caso, la preocupación colectiva, parte de la potencialización de las capacidades, lo inmanente a los sujetos, y un campo universal que lo trasciende (contexto económico, sociocultural y político, institucional y organizacional, y ambiental biofísico). Esto precisa un proceso dialéctico entre las regularidades de la estructura y lo imprevisible del acontecimiento singular (Campos, 2009), es decir, se funde una potente triada: sector público-privado y sociedad civil. (Ver imagen No.3).
Pasar de un basurero a una HUC precisa de una dimensión territorializante y de co-construcción de territorios comunitarios. Para este proceso, la cooperación vecinal fue un compromiso clave y transversal en pro de un beneficio tangible e intangible. Lo primero, tiene que ver con la modificación de un espacio marginal a un espacio incluyente; y lo segundo, tiene que ver con la subjetividad, los cambios en las formas de vivir y convivir con los otros, en el territorio mismo, en la proyección de un doble reflejo de modos de vida saludables, ciertamente, de los actores hacia el territorio y del territorio hacia los actores.
En la reflexión de los autores, un lote utilizado como basurero por los habitantes del barrio Villa Juanita generó una serie de relaciones de rechazo, marginalidad, rabia, tristeza y conflicto que se tradujeron en un desapego, pero a la vez emergió en los habitantes lo que Richard Sennet (Sennett, 2012) denomina la “liberación del artesano que todos llevamos dentro” (p.9), así, en dicho territorio, los ciudadanos vieron la oportunidad de trabajar conjuntamente en una renovación urbana profunda, una transformación del espacio geográfico, que impacta lo social, cultural y poliemocional, como una forma de construir no solo barrio propio sino ciudad y por ende salud colectiva.
De ahí que una HUC en tanto reconfiguración de lo que era un predio destinado (por inercia social y desidia pública) en un basurero, expresa el detonante de un proceso que intenta cambiar de sentido una espiral viciosa, “lugar enfermo que enferma”, en una espiral virtuosa, “un lugar saludable”, material e inmaterial para la vida. En la HUC se materializa la salud colectiva, la salud en su realidad histórica, en su matriz contextual y en su fundamentación vital (Franco, 2017ª). Para Granda (Granda, 2000), “la salud es una forma de vida autónoma y solidaria, consustancial a la cultura humana, dependiente y condicionante de las relaciones que se establecen con la naturaleza, la sociedad y el Estado” (p.6), mientras que en Chapela (2013) sugiere pensar la salud como: “una capacidad humana corporeizada para decidir y construir futuros viables y realizarlos” (p.87); ambas acepciones desde un abordaje crítico.
En este sentido, el territorio como huerta se constituye en un escenario de encuentro y de representación, posibilitador de vida que según Sennet (Sennett, 2012) fruto de la cooperación “da cuenta de un proceso de intercambio en el cual los participantes obtienen beneficios del encuentro” (p.18). Los habitantes construyen sus territorios en el ejercicio de la vida cotidiana: sembrar, cultivar, regar agua, reciclar, realizar compostaje y proteger los cultivos de plagas, entre otros, constituyen actos de cuidado propio, pues al final los actores reproducen lo que la huerta como medio les produce y les enseña. Estos microterritorios son transformadores de vida en doble sentido: tanto del territorio como de quienes habitan, pues influyen de diversas maneras en la salud, y, ciertamente, son reacciones positivas en cadena: protección del medio ambiente, una mejor salud física al contrarrestar el sedentarismo y diferentes factores de exposición, también salud mental, toda vez que promueve el diálogo, tejido social, fuente de felicidad, reconocimiento y en conjunto el Buen Vivir.
Buen Vivir, término que traduce Suma-qmaña, en aimara o Vida en plenitud traducción de Sumak-kawsay, en quechua, hace parte de la cosmovisión de los pueblos originarios andinos que hoy ha sido retomado en su praxis por los Estados de Bolivia y Ecuador, así como por algunos académicos. Según Franco (2017) entiende como una manera de vivir sustentada en los conocimientos ancestrales de respeto por la naturaleza, el trabajo colectivo y la reciprocidad, que incorpora los valores de la igualdad, libertad y la democracia. Para el Buen Vivir, la vida no se puede concebir aislada de los otros y de la naturaleza, implica una vida buena para todos. En este sentido, sostiene Viera (Viera, 2013) “ que el Buen Vivir defiende un modelo de vida más sano y justo para todos, no basado en la posesión de bienes sino en una ética de lo suficiente para toda la comunidad” (p.45).
Cada vez hay más indicios de que las comunidades socialmente inclusivas y cohesivas son más saludables y felices; las decisiones de dar voz a las personas y colectivos, de crear las condiciones necesarias para el apoderamiento y la participación significativa, constituyen el núcleo de los territorios saludables (OMS, 1986)10. Son acciones en manos del Estado, prácticas del individuo, de los colectivos que reorganizan la ciudad en función de estrategias co-construidas transformadoras para la vida.
La HUC como microterritorio saludable. Hacia ciudades sustentables
Hoy en día es claro que la complejidad y trama urbana se encuentra habitada y/o territorializada por dos tipos de fuerzas antagónicas y complementarias: “la de la ciudad apofántica, organizada y regulada11 y la de la ciudad dionisíaca, caótica y expresiva12” (Yory, 2003 p.18). En la primera ciudad no hay espacio para la complementariedad entre campo-ciudad-salud-actor, pues, el orden cartesiano rige la gestión del territorio, orden que normalmente es impuesto de manera vertical por los agentes externos al territorio; y la segunda, es la ciudad de la complementariedad, de la armonización entre el campo-ciudadsalud-actores ya que son estos últimos quienes desde la cooperación o acción colectiva imponen un proceso contracorriente de organización de la ciudad desde el diseño y puesta en marcha de los microterritorios. En este caso, la ciudad es gestionada principalmente por los actores internos en colaboración de los actores externos al territorio.
En este entramado de cuestiones antagónicas y complementarias, la huerta constituye un microterritorio que en efecto rompe con la ciudad ajena, con la ciudad cemento dominada en la que solo hay espacio para el gris y la elaboración de edificaciones sobre edificaciones, mientras las lechugas que reflejan la expresividad de los actores, así como la sustentabilidad y la salud, en palabras de Sassen (Sassen, 2015), han sido expulsadas a los bordes de las ciudades o en su defecto enterradas bajo el cemento como producto de la economía dominante que se materializa por medio de la renovación urbana.
El microterritorio HUC constituye así un territorio continuum y bisagra en el que ciudad-campo-salud-actores se encuentran, se acercan e incluso se entrelazan en un espiral virtuoso de esperanza por una ciudad cuidadora, protectora y promotora de la salud propia y de la salud colectiva de las comunidades. Dicho en otras palabras, la salud y la sustentabilidad de la ciudad contemporánea no devienen sólo del diseño arquitectónico o de la gestión estatal de la ciudad y mucho menos de la salud pública tradicional, deviene, más bien, de un ejercicio cooperativo de construcción de territorios en el que el actor comunitario es el centro de la acción territorializante, pues es quien proyecta en los territorios alivio, amor y heterogeneidad que revierte la homogeneización y la brutalidad espacial de la ciudad, dando paso a una explosión de heterogeneidades y procesos microterritoriales comunitarios como es el caso de la HUC del barrio Villa Juanita (Ver imagen No. 4).
El microterritorio, en este orden de ideas, funda un modo de emancipación, de apropiación, de complementariedad y fundamentalmente de reconquista de la ciudad (Breilh, 2013) (Chapela, 2013), en el cual los actores comunitarios, en medio del cemento, cultivan la lechuga y el derecho a la ciudad que les corresponde por el simple hecho de habitarla, de vivirla y de sentirla. La huerta, por tanto, no responde a una lógica vertical, más bien, corresponde a una lógica habituada y construida desde lo cotidiano, en la que los actores sociales, en palabras de Michel de Certeau (Certau, 1994), son quienes dibujan un retrato en el que el territorio se les hace significativo en el tiempo y a la vez funcional en términos físicos y simbólicos, ya que se trata de un territorio que produce alimentos (vida) y a la vez emosignificaciones (Vergara, 2017), dicho en otras palabras, se trata de un microterritorio que genera vida y emocionalidad, que trascienden a la transformación de los hábitos y modos de vivir y de construir lo urbano alrededor de un microterritorio resiliente para los actores y para la ciudad en general, pues, su reflejo e impacto va más allá de una simple reforma estética y material de los bordes del barrio o de la ciudad en general. En este caso en particular, dicha transformación urbana, a partir del microterritorio dibujado por la misma comunidad, le confiere al proceso un beneficio común en el marco de la salud colectiva.
En este sentido, estos pequeños territorios elaborados por la comunidad, es asumido desde una doble connotación territorial: como medio y como fin de un proceso dialéctico (Breilh, 2013). Como medio, y de nuevo, se insiste, que no se trata de esa idea funcional en la que el espacio solo contiene y es vacío, sino que se refiere al medio como esa posibilidad de dar escala de representación (Monnet, 2008) y de expresión de los actores comunitarios, ya que en palabras de Deleuze y Guattari en Haesbaert (Haesbaert, 2012) “como grupos humanos nos expresamos a través de nuestros territorios” (p. 25), ciertamente el actor expresa bien sea su descontento o su deseo de barrio y de ciudad que quiere, que anhela. Por eso, la huerta representa una forma de locución de una serie de contenidos culturales y códigos espaciales que en el trasfondo lo que reflejan es un reclamo a la ciudad y a reconsiderarla, a partir no solo del derecho a ella, sino, también, del derecho a la salud que se llega en la medida que el territorio lo permite, que coopera, que se hace puente y medio de ese fin ampliado: la sustentabilidad de la ciudad y la salud. Esto quiere decir que al cuidar, reclamar y cultivar el territorio; se cuida, se reclama y se cultiva al ciudadano que habita, que la transita.
Como fin, el microterritorio a parte de contribuir a estructuras resilientes y a hábitos estructurados en torno al buen vivir, incentiva la apropiación territorial, el amor hacía el territorio y la recuperación del habitar de la ciudad o de lo que (Heiddeger, 1951) ha definido como la habitualidad en tiempos de urbanización de las ciudades; tres dimensiones de la vida humana que de alguna u otra forma se han ido desvaneciendo a causa de la intervención abrupta realizada por actores gubernamentales y empresariales que aplican de acuerdo con Jaime Breilh (Breilh, 2013) “las grandes tendencias estructurales de la ciudad que se imponen sobre la lógica de los barrios y de sus procesos” (p. 89).
Inevitablemente, el proyecto global de ciudad, paso a paso, ha arrasado con las territorializaciones locales o zonales de los actores (Nates, 2010), lo que ha ocasionado un desapego y desinterés por la ciudad, por su cuidado y por el amor hacía ella, pues cada vez más “tenemos con la globalización la presencia de un proyecto universal y concreto que apunta, al menos en apariencia, a la homogeneización de códigos espaciales y culturales” (Yory, 2003, p.21). En términos metafóricos, es válido decir que el proyecto universal de la globalización en los territorios urbanos ha sido la producción masificada de grises que ha imposibilitado los procesos verdes humanos y no humanos (Latour, 2008), que dan cuenta de la multiplicidad de actores que la habitan, que la producen en tiempo y espacio. La ciudad para reorganizarla, entonces, no debe ser pensada a imagen y semejanza de un actor, sino, más bien, a imagen de una multiplicidad de experiencias que la viven.
Frente a esta realidad que viven la mayoría de las ciudades del mundo, estos microterritorios como el de la HUC abren una ventana, un medio simbólico que posibilita un ejercicio de apropiación social y cultural de los espacios de la ciudad, así como un modo de incentivar la participación de los actores como actores sujetos de derecho a la ciudad y de derecho a la salud a través de la construcción y transformación de su propia ciudad, todo desde sus propios códigos espaciales y culturales, esto es, desde sus territorios reivindicados y esencialmente vividos (Bozzano, 2000).
Cultivar la apropiación territorial de la ciudad es a la vez reflejo de ese proceso, cultivar el amor hacia el territorio y hacia el cuidado propio, hacia la salud. Ser amigo del lugar como lo define Carlos Mario Yory (Yory, 2003), es, por tanto, ser amigo de sí mismo, de los hábitos de vida que se construyen y proyectan alrededor de ese territorio o de esos territorios que son amados, que se demarcan como propios. No se es solamente amigo de un espacio tangible, material: la huerta; se es a la vez amigo cercano de lo que la huerta refleja, produce y genera en los actores, esto es, de los hábitos orgánicos de cuidar-se conjuntamente.
La virtud de estos microterritorios radica, primero en que aportan como medio y como fin a la sustentabilidad y soberanía alimentaria de la ciudad, así como al ejercicio colaborativo de edificación de una salud estructurada alrededor de perspectivas como la del Buen vivir que, aparte de alimentar el ser propio del actor y por ende del territorio, alimenta el amor hacia el territorio que motiva la explosión de ejercicios comunitarios autónomos como el del barrio Villa Juanita en otros territorios, iniciándose así un proceso de acupuntura urbana (Lerner, 2005) que, como resultado, tendrá ciudades en forma y naturaleza resilientes, armónicas y complementarias entre lo urbano y lo rural. Y segundo, en que constituyen una de las tantas unidades territoriales mínimas desde la cual se puede diseñar los territorios (barrio, ciudad) con incidencia determinante en la vida de los ciudadanos.
Como recomendaciones producto de este trabajo reflexivo, se resalta: que estos pequeños territorios se establecen como un insumo no solo para los planificadores territoriales de la ciudad, sino también, para los salubristas que ven en ellos una manera de territorializar la promoción de la salud colectiva de la población y por ende de la ciudad. Además se plantea la importancia de fortalecer la triada sociedad civil, academia y Estado para apoyar este tipo de procesos sociales; la necesidad de la intersectorialidad en la política pública, como salud pública y ordenamiento territorial; la implementación de las HUC en los entornos escolares y finalmente se sugieren estudios de Investigación acción que permitan documentar y sistematizar este tipo de experiencias colectivas.
Conclusiones
De lo anterior se concluye que el proyecto de transformación de un espacio público sin uso en el casco urbano del Municipio de Villamaría, Caldas, Colombia, en la Huerta Urbana Comunitaria de Villa Juanita, logra demostrar que una huerta urbana comunitaria es más que el hecho estético que se reduce a la metáfora lechugas entre cemento, reconciliando lo urbano con la agricultura, que incluso ha empezado a mejorar aspectos como la seguridad alimentaria, el amor hacia el territorio y la vida cotidiana. Esto refleja esperanza en el avance de la producción social de territorios saludables y sustentables como un nuevo derrotero sobre la salud y la vida en el marco de la salud colectiva.
La transformación de un barrio en sus condiciones de estética, seguridad y salubridad, que en una espiral viciosa se expresaba en un predio abandonado, que acumulaba residuos, proliferación de vectores, y prácticas de consumo de estupefacientes con múltiples impactos negativos en la comunidad, a una espiral virtuosa que embellece el lugar, lo resignifica con valores del cooperativismo y la solidaridad, aumentando relaciones de afecto por el lugar y dinamizando sentido de pertenencia es muestra de las posibilidades de la acción colectiva en la transformación de su entorno.
La industrialización (tecnificación) del espacio geográfico y en efecto, la desestructuración del espacio vivido / emotivo fruto del crecimiento en masa de las ciudades, constituye una demanda (necesidad) por una detención en el camino que dé lugar a territorios otros como los microterritorios como amortiguadores frente a la dureza de las ciudades, en los que sea factible tanto reconstruir el habitar y en consecuencia la vida misma (salud física y emocional), así como reconfigurar las relaciones con el entorno natural, relaciones que en la contemporaneidad se han visto cada vez más fragmentadas y desintegradas. En este sentido, el microterritorio como la huerta es territorio emancipador y posibilitador de otras formas de habitar lo natural dentro de lo artificial.
La viabilidad y fructificación de un proceso complejo de producción social del territorio, a través de una HUC, requiere de la sintonía y la cooperación sostenida en el tiempo entre la acción gubernamental, la academia y la sociedad civil, evidenciándose así la importancia esencial de la gobernanza al momento de construir tanto estrategias de promoción de la salud y procesos sustentables. La HUC como microterritorio producido en estas condiciones, aparte de la resignificación colectiva positiva y de la reconquista de la ciudad, contribuye a sostener procesos de resistencia y de emancipación, así como a forjar lo cotidiano desde el Buen Vivir como práctica y como sentido de la vida.