Introducción
Gracias a la aceleración de la innovación tecnológica, que se ha manifestado a partir de la segunda mitad del siglo XX y, más recientemente, a la continua expansión de la presencia de tecnologías digitales y de computación, nuestra experiencia con las máquinas y con las técnicas ha cambiado de forma radical. Es evidente cómo las tecnologías mediáticas han transformado nuestras subjetividades y las maneras de formarlas y cómo la aceleración de la mediación técnica está creando un entorno en el que, como argumentó Félix Guattari a finales de la década de 1980, "los contenidos de subjetividad se han vuelto cada vez más dependientes de una multitud de sistemas maquínicos" (Guattari 1996b, p. 95). Esto no significa solamente que dependemos más de las máquinas para ejecutar nuestras actividades cotidianas: ahora están integradas en procesos cibernéticos, circuitos biónicos, entornos sensoriales y redes sociales digitales; incluso las subjetividades clásicas parecen hasta precedidas y superadas en su posibilidad de actuar, en la medida en que está surgiendo un complejo enredo entre lo humano y lo tecnológico, donde los procesos cognitivos tienen lugar cada vez más allá de lo que siempre se ha concebido como la esfera monádica del sujeto (Hörl y Guillaume 2013; Baranzoni 2017).
Cuando Guattari (1996a, 14-15) decía que, hoy en día, "las máquinas tecnológicas de información y comunicación operan en el corazón de la subjetividad humana, no únicamente en el seno de sus memorias, de su inteligencia, sino también de su sensibilidad, de sus afectos y de sus fantasmas inconscientes", dejaba imaginar un mundo donde las tecnologías eran capaces de afectar los seres humanos no sólo en términos de comportamientos "generales", sino también en sus micro-decisiones, en su manera de pensar y en su cuerpo. Ya no existe actividad que no pueda ser relacionada con un entorno digital, por lo que, ante la situación actual, se hace necesario empezar a prestar más atención a cómo cada aplicación se enmaraña con la vida humana y perturba física y mentalmente nuestra relación con el mundo, hasta el punto en el que podemos llegar a percibirla como enfermiza.
Ya desde los ochentas se hablaba de patologías causadas por el uso excesivo de tecnologías, por ejemplo, de la "videogame addiction" (Soper y Miller 1983), y se consideraban como muy parecidas a otras adicciones conductuales (no químicas), es decir, como repeticiones compulsivas de los mismos comportamientos que provocan una caída del interés sobre otras actividades, con una serie de síntomas mentales o físicos cuando se intenta interrumpirlas. Adicciones de este tipo pueden ser pasivas, como en el caso de mirar la televisión, o activas (es este el caso específico de los videojuegos). De todas maneras, las adicciones están ligadas al uso continuo de un dispositivo y a unas reacciones derivadas, con consecuencias nefastas a nivel individual y social. Como veremos, muy a menudo los mismos programas o software utilizados están hechos para contener todos los elementos de refuerzo necesarios para fomentar las tendencias adictogénicas (Schüll 2012). En el caso de la televisión y de los videojuegos resulta muy sencillo establecer cuáles son los comportamientos patológicos e identificar en la repetición de ellos -y la derivada pulsión por el consumo de bienes así como de tiempo- el problema. Hoy en día, sin embargo, no son solamente los dispositivos y su uso los que generan la adicción, sino también los entornos -las llamadas circunstancias ecológicas (Moore 2018)- que, a través de sus multíplices interfaces más o menos ocultas, crean situaciones en las que se hace muy difícil reconocer el elemento de peligro. Pensados como herramientas de ayuda (al menos, desde el sentido común), de simplificación de las operaciones cotidianas más engorrosas y, además, como presencias "amigables", dichos entornos híperconectados parecen servir más que atrapar y, de hecho, mandar sobre las subjetividades.
Si la adicción a los dispositivos digitales y, en particular, al internet se ha convertido en un tema cada vez más importante para las agendas de investigación de varios campos científicos, incluida la psicología, la psiquiatría y la neurociencia, queremos abordarlo aquí desde el punto de vista de la filosofía de la tecnología, es decir, dejando de lado los estudios clínicos sobre el comportamiento y de casos, para mejor enfocarnos en algunas teorías que tratan de identificar las causas tecnológicas de la dependencia, así como los procesos (a su vez tecnológicos) que están detrás del fenómeno. Después de esta breve introducción al tema, exploraremos, entonces, algunos aspectos específicos de la relación entre tecnologías y adicción, concentrándonos en las posibilidades que todo esto nos proporciona para pensar la condición contemporánea.
Farmacología y dualidad
En su obra magistral, La técnica y el tiempo (2002), el filósofo Bernard Stiegler afirma que, si hay algo que se ha olvidado en la historia de la filosofía, es la técnica. A pesar de esto, como afirma Guattari, "desde el origen de la filosofía, la relación del hombre con la máquina es fuente de interrogación" (Guattari 1996a, 47). Por un lado, "Aristóteles considera que la techné tiene la misión de crear aquello que la naturaleza no tiene posibilidad de efectuar. Del orden del "saber" y no del "hacer", aquella interpone entre la naturaleza y la humanidad una suerte de mediación creativa cuyo estatuto de intercesión es fuente de perpetua ambigüedad" (Guattari 1996a, 47). Además, en tanto producción (póiesis), argumenta Stiegler con Heidegger, la técnica es "un modo de hacer salir de lo oculto" (Stiegler 2002a, 24) y, por ende, es un modo de verdad, un apoyo constante a la actividad del ser humano.
Por el otro lado, si nos volvemos hacia la perspectiva derridiana, seguramente la tecnología desde el principio se ha relacionado con el saber, pero de forma muy específica: de hecho, según el filósofo francés, la escritura como técnica hace su aparición en la filosofía platónica como... una droga . Más precisamente, si tomamos en cuenta el Fedro de Platón, toda su última parte está consagrada, como se sabe, al origen, a la historia y al valor de la escritura, la cual se presenta como un pharmakon, en griego, remedio y veneno al mismo tiempo, que "se introduce en el cuerpo del discurso con toda su ambivalencia" (Derrida 1997, 102). La escritura es una droga benéfica precisamente porque, como recuerda Derrida (1990), según Theuth, el primero de los dos personajes del relato platónico, está ligado a una posibilidad de repetir ("la escritura no puede más que repetir(se)"), de almacenar conocimientos, entonces de recordar. Sin embargo, con la misma motivación, el otro personaje, el rey Thamus, la descalifica, en tanto "auxiliar nemotécnico de una mala memoria" (Derrida 1990): la escritura repite sin saber, es decir, elimina la presencia y el origen de dicho saber. Así que, desde su punto de vista, la escritura permite el olvido, pierde la memoria en lugar de servirla, llevándonos a la irresponsabilidad. He aquí el primer efecto de la adicción tecnológica ante litteram: la pérdida de control y el uso irresponsable de algo (en este caso, el saber). Pero lo que más nos interesa en este cuento es precisamente la presentación de la dualidad del fármakon: el sentido de la técnica es, pues, siempre ambiguo y "aparece a la vez como obstáculo y como posibilidad última del pensamiento" (Stiegler 2002a, 21). El rey, en tanto sujeto hablante, detiene el logos, que se destruiría sin su presencia -la escritura sería una forma de parricidio (Derrida 1997, 113). Sin embargo, y al mismo tiempo, la sustitución que la escritura opera es la única posibilidad para que el logos salga de la unidad, y, a través de la repetición, de añadir y abrirse a la diferenciación (Derrida 1997, 137). A su manera, cada objeto técnico contiene esta posibilidad: acumula en sí capas de sabiduría (de conocimientos, de usos), permite su multiplicación y conservación y, además, hace una transferencia intergeneracional de los mismos saberes. Pero, una vez exteriorizados y almacenados en el objeto técnico, los saberes "abandonan" la memoria humana, para aligerar, en soportes externos, el aparato psíquico humano de esquemas inertes, de tareas elementales y aburridas, y de alguna manera lo vuelven ignorante, ya que lo despojan de ciertas prácticas, de modos de hacer, etcétera, que ya no necesita recordar.
No podemos ahora proponer un extenso recorrido de la historia de la filosofía de la técnica. No obstante, es importante recalcar cómo esta dualidad se mantiene latente hasta llegar a la contemporaneidad y cómo "el mal pharmakon puede siempre parasitar al buen pharmakon, la mala repetición puede siempre parasitar a la buena" (Derrida 1990). Es por esto que una política y una ética de su utilización se hace hoy necesaria. En este sentido, Stiegler, siguiendo y superando a Derrida (1997, 102), quien afirmaba que "farmacea (Farmaqueia) es también un nombre común que significa la administración del farmacon, de la droga", propone esbozar una farmacología o una perspectiva farmacológica, para introducir un pensamiento que identifica a la tecnología como algo que está siempre y al mismo tiempo intensificando y disminuyendo el poder de la subjetividad y la colectividad. En este sentido, intensificación y disminución no dependerían del uso que se hace de la tecnología, como se diría desde el sentido común, y los órganos técnicos y biológicos se compondrían mutualmente, (in)determinándose recíprocamente, ya desde sus orígenes .
Repetición
La perspectiva farmacológica, en lugar de insistir en el plan distópico y alarmante de las transformaciones tecnológicas para oponerse a ellas y combatirlas incondicionalmente, utiliza las tecnologías como soporte epistemológico para entender y repensar las nuevas cuestiones que cada agente tóxico pone frente a las civilizaciones y a los individuos, más allá de cada visión pesimista u optimista. Es decir, tal perspectiva indaga por el sentido del devenir tecnológico e intenta variarlo hasta generar el remedio que el mismo objeto o práctica contiene. Esto implicaría un primer paso hacia un plan emancipador para el porvenir, sin renegar u olvidar el movimiento hacia delante de la evolución tecnológica, del cual ya no podemos retroceder o sustraernos. De acuerdo con la perspectiva aquí utilizada, y bien explicada por Bernard Stiegler (2002a, 203), la técnica es la invención del ser humano y en la ambigüedad de este genitivo reside una pregunta fundamental: ¿quién o qué inventa y quién o qué es inventado? En una conversación con André Leroi-Gourhan y Jacques Derrida, Stiegler perturba la frontera que separa la animalidad de la humanidad afirmando que esta se sitúa en la producción (por la) técnica, saliéndose así de todo antropocentrismo y humanismo en la definición de lo humano. Según los estudios de Leroi-Gourhan (1971), de hecho, "en el movimiento de liberación (o de movilización) que caracteriza la vida [...] la aparición del hombre es la aparición de la técnica" y de acuerdo con eso, sostiene lo siguiente:
[...] es la herramienta, es decir, la techné, la que inventa al hombre, y no el hombre el que inventa la técnica. E incluso: el hombre se inventa en la técnica inventando la herramienta -exteriorizándose tecnológicamente. Ahora bien, el hombre es aquí el "interior": no hay exteriorización que no designe un movimiento del interior hacia el exterior. Sin embargo, el interior es inventado por ese movimiento: no puede, por lo tanto, precederlo. Por consiguiente, interior y exterior se constituyen en un movimiento que inventa al uno y al otro a la vez: un movimiento en el que se inventan el uno en el otro, como si hubiera una mayéutica tecnológica de eso que se llama el hombre (Stiegler 2002a, 213).
En este sentido, si el ser humano está imbricado desde siempre con un conjunto de tecnologías y no puede separarse de ellas, sin dejar de ser humano (es decir, continuamente producido y reinventado con la técnica), es evidente que no se puede postular una voluntad humana en sí que anticipa y utiliza la tecnología como medio para sus fines. En otras palabras, no hay "una" voluntad, sino sólo actos de voluntad que se constituyen cada vez después de la desorientación causada por el encuentro con las tecnologías. Al mismo tiempo, no se puede pensar que esto resulte en un determinismo tecnológico sobre las capacidades humanas, ya que, como se dijo, según Stiegler, ellas se componen, desde sus orígenes, con la técnica y viceversa: la agencia es compartida, es decir, el qué y el quién se intercambian constantemente, sin fijarse en una estructura transcendental.
Así, pues, la única manera para ser dignos de las transformaciones tecnológicas será la de tomarlas en serio: no es posible rechazar el uso de las tecnologías y, al mismo tiempo, no se puede concebir la prosecución de la especie humana sin un entrelazamiento creciente con las máquinas. Por supuesto, todo esto determina la producción de nuevas necesidades, deseos y servicios: es lo que Stiegler llama "organología general", es decir, la teoría metodológica según la cual los órganos psíquicos/biológicos, los órganos técnicos y las organizaciones sociales se coindividuan recíprocamente, ajustándose a cada cambio de uno u otro plano -es según esa relación que deben ser estudiados e investigados. Por todas estas razones, se hace indispensable indagar el papel de los dispositivos tecnológicos en la formación de la subjetividad en su esfera más íntima, aquella que tiene que ver con la dimensión micropolítica de la sensibilidad, la percepción, la atención, el deseo, para entender qué pasa con esta relación y cuáles invenciones puede desencadenarla, en particular, a nivel social.
La cuestión de las dimensiones juega aquí un papel cardinal. La gran habilidad de Guattari fue presentir que, de las familias a las instituciones educativas, de las formas de escritura a los soportes de memoria y a pesar de la aparente democratización de acceso que la miniaturización tecnológica conlleva, el poder se ejerce hoy en día no tanto a través de órdenes concretas, es decir, de palabras de mando e imperativos normativos, sino por medio de semióticas ordenantes o de sistemas de signos capaces de controlar, repartir y direccionar sin normar:
El poder económico capitalista no construye discursos, sólo quiere dominar las máquinas semióticas asignificantes manipulando los engranajes asignificantes del sistema. [...] Las máquinas asignificantes no reconocen ni a los sujetos, ni a las personas, ni los roles, ni siquiera los objetos delimitados. Esto es precisamente lo que les confiere una especie de omnipotencia: el poder pasar a través de sistemas significantes en cuyo seno se reconocen y se alinean los sujetos individualizados. Nunca se sabe dónde comienza y dónde termina el capitalismo (Guattari 2017, 293-294).
Esto quiere decir que ya no es más a través de los grandes discursos y las grandes instituciones normalizadoras que el poder represivo se administra. Más bien, la normalización penetra los individuos precozmente, se deposita y actúa a nivel micro, mientras que el nivel macro, el de las universidades, escuelas, partidos, familia, etcétera, lo apoya en tanto cómplice, entrenando a los individuos para ser capaces de reaccionar precisamente ante ciertos códigos, para desear nutrirse de ciertos estímulos sensoriales, para sujetarse a nivel inconsciente al sistema de significación que dichas semióticas cargan. De esta forma, las órdenes no necesitan pasar por los imperativos explícitos expresados por los organismos políticos o socioeconómicos, ni alinearse con ideologías particulares y manifiestas. Será suficiente explotar las posibilidades ofrecidas por la revolución digital para que, un poco a la vez, la técnica, antes concebida como prótesis del hombre, se vuelva autónoma y pueda imponer sus dictámenes:
El catecismo del nuevo Dios programador ya no se hace de la boca a la oreja, sino directamente sobre las estructuras modulares nerviosas y psíquicas. El niño tiene desde la cuna los esquemas piloto que le son transmitidos por la tele y que modelizan su percepción, su imaginario y sus valores de referencia; el obrero está cogido en el engranaje de los sitios productivos asistidos por computador, por comandos numéricos de todo tipo; los comportamientos del consumidor y del elector son teleguiados en bucles de retroacción por la publicidad, los sondeos y la hipnosis televisual (Guattari 1990).
En otras palabras, los medios no están programados simplemente para transmitir contenidos, sino para hacer "succionar" toda una serie de micromandos semióticos, de esquemas que modifican la estructura del pensamiento a nivel preconsciente y, por ende, participan en la formación de imaginarios, de la libido y de proyecciones individuales, lo que finalmente orienta las inversiones y las elecciones futuras. Esto no tiene que ver únicamente con las generaciones jóvenes, más bien, actúa como un aprendizaje continuo: del obrero proletarizado y absorbido en los ritmos productivos de las máquinas al usuario digital, del elector al consumidor. Esto, en el contexto de las semióticas maquínicas y asignificantes que foucaultianamente se ha llamado la gubernamentalidad algorítmica (Rouvroy y Berns 2016) y que siguen trabajando sobre la inclinación de las personas hacia ciertos comportamientos. Cuando los filósofos belgas Antoinette Rouvroy y Thomas Berns propusieron semejante denominación, estaban precisamente pensando en esta manera automática de administrar los actores humanos, sin la necesidad de producir nuevas normas explícitas, sino simplemente a través del análisis y el relacionamiento de datos "[para] modelizar, anticipar y afectar por adelantado los comportamientos posibles" (Rouvroy y Berns 2016, 96) y así minimizar las incertidumbres sobre ellos. Según su análisis, la gubernamentalidad algorítmica se basa en un ciclo de retroalimentación constantemente actualizado en relación con los datos recogidos o "huellas digitales" y no necesita producir y modelar de antemano sujetos capaces de relacionarse con las normas establecidas, más bien, se limita a anticipar e influenciar las inversiones libidinales de individuos sensibles y "domesticados". Así resulta sencillo orientar las elecciones individuales y colectivas en todas aquellas situaciones que, aparentemente abiertas y democráticas, producen una realidad preconfeccionadas y dentro de la cual el margen de selección es, efectivamente, mínimo. Lo que se dibuja aquí es una "economía capitalista del deseo" donde los valores no se establecen por medio de la información, ni tampoco los grandes discursos ni las grandes políticas, es decir, se ponen de lado los viejos mecanismos de consenso que se basan en la individuación colectiva en relación con el logos desarrollado sobre problemas puntuales, y se desplaza el enfoque hacia sistemas que producen estereotipos conductuales por redundancia, construidos sobre un sistema sintáctico de orden (y de órdenes) sutil y eficiente.
Es así que se pueden interpretar varios fenómenos contemporáneos extremadamente violentos; se basan en una adhesión emotiva y viral y no en argumentos, sino en "redundancias de alta y rápida circulación" (Genosko 2017) que se producen en entornos asfixiados, agujeros negros o burbujas, en espacios acotados y rellenados de pulsiones y automatismos ejecutivos donde todo lo que podemos encontrar se nos proporciona precisamente porque es afín a nuestros gustos (Parisier 2017). Esta es la desactivación semiótica de que habla Guattari: la construcción de individuos perfectamente capaces de (y forzados a) utilizar un tipo particular de lenguaje, compuesto de datos y redundancias perceptivas específicas. No hace falta mencionar casos como el de Cambridge Analytica o del Brexit para comprender que hoy se ha vuelto posible construir técnicas quirúrgicas de orientación conductual a través de la llamada "like economy" y cómo funcionan como agujeros negros: "una cloaca que no es vacía, pero que atrae y retiene el tiempo de atención y los afectos de muchos" (Genosko 2017, 63). Aquí los significantes se adhieren y se generan comportamientos basados en un compartir sin generar significación (Lovink 2019). Las subjetividades contemporáneas, atrapadas en un vórtice de repeticiones enfermas de fragmentos pulsionales, entran en simbiosis con una serie de máquinas que renuevan promesas vacías e indignaciones espectacularizadas y que generan, de forma automática, por un lado, una impresión de refuerzo individual mientras, por el otro, formas de apego intenso y al mismo tiempo muy adictogénicas (Schüll 2012).
Adicción
Si lo pensamos bien, todo esto no es una novedad: el capitalismo siempre se ha basado en mecanismos de exhortación de la individualidad y ha necesitado, al mismo tiempo, formas precisas de apego y compulsión. La función básica de la acumulación de capital parece proponer modos de individuación psíquica y colectiva que se relacionan con productos específicos, los cuales terminan, sin embargo, aniquilando cada posibilidad de una verdadera formación de colectividad (Stiegler 2004) . Así como lo sostiene Stiegler, lo que esos mecanismos hacen es implementar un sistema de dependencia generalizada, precisamente para poder explotar al máximo las energías libidinales de los consumidores, que se encuentran así cada día más sujetados a los soportes farmacológicos que hacen posible su supervivencia en dichos sistemas.
Es importante aclarar que cuando se habla de soportes farmacológicos en términos stieglerianos, nunca se piensa en sustancias específicas. Más bien se hace referencia a todos los dispositivos, objetos o ambientes técnicos que el ser humano utiliza o vive y que, de hecho, actúan protagónicamente en los procesos de individuación . En tanto fármacos, las tecnologías operan "tanto para lo mejor como para lo peor" (Guattari 1996a, 16) y pueden arrancar "procesos de proyección tanto curativos como negativos" (Stiegler 2015a, 29), pero como tales siempre lo hacen generando formas más o menos reconocidas de dependencia . Tampoco esto es nuevo, ya que, siguiendo las teorías de los psicólogos del aprendizaje, las dependencias aparecen como un fenómeno típico de la formación. A partir de lo que Donald Winnicott (1982) ha llamado el "objeto transicional", es decir, un objeto simbólico en el cual el infante deposita su afición y que sustituye algunas funciones afectivas de la madre, desempeñando así la función de intermediario entre el niño y la realidad y permitiendo la creación de un vínculo especial entre mamá y bebé, todos los objetos que manejamos participan en la formación de nuestra atención y de nuestro deseo, fomentando un apego que muy a menudo se convierte en adicción (Stiegler 2015a, 28). En este caso, solo las formas muy atentas de cuidado maternal pueden reconvertir la adicción en autonomía y proporcionar la posibilidad de entrar en una relación afectiva con otras cosas. Pero, ¿qué puede definirse como adicción y qué pasa cuando la adicción no se puede convertir de forma sencilla en impulso social?
El psicólogo Mark D. Griffiths (1995), en su larga trayectoria de estudios sobre las adicciones y en particular sobre aquellas relativas a los juegos y al internet, ha definido el comportamiento adictivo como uno que presenta todos los siguientes componentes:
Prominencia. La actividad mencionada se vuelve la más importante en la vida de una persona, domina su pensamiento, sus sentimientos y su comportamiento en general, hasta el punto en el que el sujeto, aunque no esté actualmente desempeñándose en dicha actividad, sigue pensando en ella y en las próximas "jugadas".
Modificaciones del estado de ánimo. En la experiencia subjetiva que los usuarios reportan, se nota que la actividad les ayuda a producir sensaciones especificas (tranquilizadoras, excitantes, calmantes, etcétera).
Tolerancia. Esto es, la necesidad de aumentar las cantidades de uso o de tiempo en la actividad para lograr los mismos efectos de antes.
Síntomas de abstinencia. Se trata de la ocurrencia de sentimientos desagradables o efectos físicos negativos que se producen al interrumpir el uso o al reducir repentinamente la frecuencia de la actividad.
Conflicto. Debido a su actividad, el usuario entra a menudo en conflicto con otras personas de su entorno (casa, pareja, amigos), con otras actividades (escuela, trabajo, intereses) o consigo mismo (se experimente un sentimiento de pérdida de control o de crisis interior).
Recaída. En los casos de adicción, la tendencia a la repetición de los comportamientos es tan fuerte que la actividad se restaura rápidamente aún después de periodos de abstinencia o control.
El punto interesante aquí es que los estudios más recientes ya no relacionan la adicción con modelos basados en un malestar especifico, sino, precisamente, en esta búsqueda de placer que se encuentra en la repetición y que, sin embargo, pronto transciende el placer mismo.
Además, según reportan en su investigación Pontes, Kuss y Griffiths (2015, 16), en los estudios neurobiológicos y de neuroimaging relativos a las adicciones relacionadas con sustancias, se ha demostrado y documentado que existe una fuerte interrelación entre los cambios neuronales en el cerebro y los cambios en el comportamiento. Ya sabemos que la adicción se desarrolla a través de mecanismos de repetición y habituación y, químicamente, lo que la repetición prolongada de la conducta adictiva produce es la liberación de dopamina en las vías dopaminérgicas. Esto es, la liberación en el sistema nervioso central de neurotransmisores que modulan diversas funciones, entre las cuales están la emotividad y la afectividad (Bahena-Trujillo, Flores y Arias-Montaño 2000). La dopamina se vincula pues al sistema de placer del cerebro y, entre otras cosas, a la adaptación, a la formación de hábitos y al aprendizaje a través de la experiencia basada en recompensa y castigos. Cuando una experiencia produce efectos positivos, se forman nuevas conexiones neurales marcadas por el incremento de dopamina y, cuando la acción se repite, aún más dopamina entra en círculo, amplificando la sensación de bienestar, hasta provocar el surgimiento de fenómenos de tolerancia, es decir, que cada vez se hacen necesarias más repeticiones para producir el mismo efecto. En este sentido, la adicción es un efecto colateral de la habilidad del cerebro de adaptarse a entornos o a situaciones específicas, recibiendo premios emocionales en caso de éxito (Moore 2017).
Como consecuencia de este continuo bombardeo de dopamina que la conducta adictiva produce, el individuo se vuelve menos sensible a las recompensas clásicas, como la comida y el sexo, y en cambio busca específicamente el tipo de recompensa generada por la conducta adictiva, que cambia más rápidamente la química del cerebro. En los períodos de ayuno, la falta de la liberación de dopamina en el cerebro conduce a síntomas de abstinencia que solo pueden aliviarse mediante el restablecimiento del comportamiento adictivo. En biología, esto se asocia con la alostasis, es decir, la necesidad de cambiar un comportamiento (en este caso, relacionado con el punto de ajuste de la recompensa) en situaciones de estrés o de presión, que lleva al individuo a buscar el comportamiento adictivo para reconquistar su equilibrio.
Hablando de síntomas, la investigación (Pontes, Kuss y Griffiths 2015, 16) también sugiere que participar en comportamientos adictivos (incluida la dependencia tecnológica) puede provocar disfunción cerebral, incluso en regiones cerebrales prefrontales, es decir, en la corteza orbito frontal y la circunvolución del cíngulo, que comúnmente se asocian con la toma de decisiones; esto sugiere un deterioro del procesamiento de las informaciones, con la consecuente toma de decisiones impulsivas y un renovado apego a las acciones adictivas. Más específicamente, la neuroadaptación constante, que se da durante el uso prolongado de internet y que conduce a la sincronización de la región mesocorticolimbica del cerebro (una de las vías dopaminérgicas), hace que los adictos sean significativamente más sensibles a las recompensas que a los castigos, al punto que ni siquiera un resultado poco exitoso de su actividad en línea los disuade de utilizar el mismo medio. También se ha encontrado que la adicción a internet está asociada con niveles más bajos de materia gris, lo que lleva a modificaciones en el control motor, pensamiento, motivación, emociones, ansias y toma de decisiones. Además, la investigación sugiere que los adictos a internet masculinos tienen anomalías cerebrales morfométricas, que incluyen un grosor cortical orbito frontal significativamente menor en comparación con controles sanos, disminución del volumen de la materia gris del polo frontal derecho, mejor conectividad funcional entre su polo frontal derecho y el estriado ventral izquierdo, y una mayor amplitud de fluctuación de baja frecuencia en su estriado ventral bilateral, lo que sugiere una capacidad deteriorada para concentrarse en objetivos a largo plazo (Pontes, Kuss y Griffiths 2015, 17).
Finalmente, la activación del sistema simpático, que se observa en personas que hacen un uso problemático de internet, se correlaciona también con aumentos en los niveles de adrenalina y cortisol (Reed et al. 2015), la principal hormona del estrés de nuestro organismo, que administra las reacciones de lucha o huida. Su liberación genera cambios fisiológicos tales como aumentos repentinos en la presión arterial, la frecuencia cardiaca y el azúcar en la sangre, que nos ayudan a reaccionar y sobrevivir frente a amenazas físicas graves. Los niveles crónicamente elevados de cortisol pueden eventualmente causar deficiencias en las funciones inmunitarias y comportar un mayor riesgo de problemas de salud graves, incluidos la depresión, la obesidad, el síndrome metabólico, la diabetes, los problemas de fertilidad, la hipertensión arterial, la demencia y los infartos cerebrales.
Aparecen así aún más preocupantes las palabras de Sean Parker, ex presidente de Facebook, cuando afirma que "para cada 'me gusta', es como si estuviéramos haciéndoles una inyección de dopamina". Eso demuestra que hay conciencia sobre cómo esa red está cambiando, de forma radical, la relación con la sociedad y con la producción y cómo explota la vulnerabilidad psíquica hasta el punto en el que "solo Dios sabe lo que le está pasando a los cerebros de nuestros hijos" (Solon 2017). Y es en este punto que la perspectiva farmacológica y organológica se vuelve fundamental porque nos permite "convertir" la mirada, dejando de ver solamente las motivaciones humanas y sus efectos para, en cambio, concentrarnos en las máquinas, tanto en su aspecto técnico como en su funcionamiento , y en las relaciones sociales (en particular, las políticas económicas neoliberales) que se asocian con ellas para de hecho fomentar los comportamientos adictogénicos y así aprovecharse de los humanos "proletarizados" para generar valor.
Capitalización
Stiegler sostiene que una dependencia no es necesariamente patológica ya que, en tanto creación de un vínculo, puede estimular diversos procesos de philia y aprendizaje (como es el caso de la relación mamá-infante) o también porque es precisamente a través de la adopción de la dependencia que se puede llegar a experimentar un sentimiento de autonomía (Stiegler 2015a, 61-62). Sin embargo, es por esta razón que es necesario poner atención a las adicciones; cuando el vínculo se transforma en automatismo se hace imposible elegir, es decir, cuando el "querer" sobrepasa el deseo y lo esclerotiza, lo elimina y lo transforma en pulsión automática hasta un punto en el que faltaría muy poco para perder cada indicio de autonomía residual (Stiegler 2015a; Moore 2018).
Hoy en día, este peligro se hace cada vez más presente. Franco "Bifo" Berardi (2009, 2014) lo afirma cuando dice que la creciente exposición a ritmos productivos y estímulos psíquicos fuerzan la atención a ir constantemente más allá de sus límites. Las experiencias individuales se encuentran fragilizadas y las subjetividades, ante la falta de puntos de referencia, incrementan fácilmente la búsqueda de situaciones y entornos que se piensan fortificantes o, por lo menos, que permiten la evasión (Alexander 2008). Y es así que esas subjetividades se encuentran necesitadas por encontrar un alivio a través de experiencias farmacológicas cada vez más extremas -donde farmacológicas no necesariamente se refiere al consumo de sustancias específicas. De hecho, una vez inmersos en la era de la automatización digital y algorítmica (Stiegler 2015b) y en el momento en el que los sujetos se convierten en los engranajes perfectos de la "máquina informática capitalista", ya no es necesario sintetizar nuevas sustancias. La dopamina ayuda a aliviar la ansiedad y si los individuos están constantemente sumergidos en un entorno calibrado para hacer cortocircuito y canalizar esos mecanismos de recompensa, esto puede ser suficiente para "olvidar" todas aquellas frustraciones generadas por su cotidianidad. Basta con pensar en cuantas personas encuentran un escape en las redes sociales o en algunos tipos de video-juegos -actividades que incitan, a través de estímulos precisos, la actividad del sistema dopaminérgico, generando así un consumo compulsivo.
En entornos de este tipo, cuanto más se repite la acción exitosa, más dopamina se libera en los circuitos sinápticos, lo que, explica Gerald Moore (2017, 71-72), en una sociedad basada en el consumo, no solo empuja a repetir ciertos comportamientos casi automáticamente, sino que lo hace hasta el punto en el que el placer se sustituye por una creciente pulsión por querer y querer más, generando una confusión continua entre los dos (placer y querer), tanto que las actividades adictogénicas dejan de generar satisfacción -a causa de la hipotrofia de los mecanismos de recompensa por sobre estimulación-, pero no un consumo prolongado, aunque más allá del goce. Estudios recientes de neuroplasticidad (Lewis 2015) han demostrado que estos entornos sensoriales actúan mucho más activamente sobre los mecanismos de adaptación neuronal que la ingesta de cualquier fármaco, ya que la intensidad de las experiencias posibles en ellos induce modificaciones de magnitud superior en los circuitos sinápticos. Es este el punto en que las dinámicas del capitalismo entran en juego, proponiendo actividades que, desde el fanatismo por el fitness hasta las apuestas, las dietas y las redes sociales digitales, refuerzan los mecanismos de adicción para explotarlos. Moore (2017) sugiere que el modelo económico actual, posiblemente, se basa en la extracción de dopamina [dopamining] de las actividades diarias de los individuos, a los que se les proporciona esas sustancia como un remedio "simple" para contrarrestar la inestabilidad social que crea el mismo sistema y que se "subministra regularmente" para hacer que las formas de consumo sean casi inmediatamente patológicas:
La adicción pone en juego procesos que escapan radicalmente a la conciencia, al individuo, produce transformaciones biológicas de las cuales el individuo experimenta confusamente - aunque de manera intensa- su necesidad. La "máquina-droga" puede desencadenar el éxtasis colectivo, la gregariedad opresiva; no por ello constituye menos una respuesta a una pulsión individual. Lo mismo ocurre con las adicciones menores: el sujeto que regresa a su casa hecho pedazos, extenuado tras una jornada agotadora, y que pulsa mecánicamente el control de su televisor. Este es otro medio de reterritorialización personal por medios totalmente artificiales (Guattari 2008, 198).
Esto puede ocurrir también porque, así como lo enunciaba Guattari (1996a, 50), las máquinas, desde los orígenes hasta hoy, para adquirir cada vez más vida (bios), es decir, posibilidad de actuar, han exigido a cambio (mejor, han sido programadas para exigir) cada vez más vitalidad humana abstracta, lo que quiere decir que han necesitado tiempo de dedicación y atención de forma creciente. Y aunque las máquinas se proyectan para actuar en ausencia de cualquier agente humano, solo pueden hacerlo gracias a las huellas, los datos, dejados o proporcionados por los usuarios. Evidentemente, los dos mecanismos (inestabilidad social y programación tecnológica) se refuerzan recíprocamente, generando así una situación que cortocircuita y reduce drásticamente cada posibilidad de decisión, impulsando la reorganización de las existencias alrededor de un número limitado de estímulos externos.
En presencia de estas condiciones, resulta apropiado el análisis de Moore relativo a la extracción de dopamina como nuevo recurso estratégico que genera valor de las actividades humanas y que se apoya en los mecanismos y energías neuronales. Al punto que no sorprende que la creación de aplicaciones y ambientes digitales haya empezado a recurrir a este medio para implementar sus estrategias comerciales: de ahí la constitución de la primera startup basada precisamente en la explotación de ese mecanismo biotecnológico, los Dopamine Labs, de Ramsay Brown, que prometen ayudar a cada diseñador que quiera aumentar al máximo la respuesta dopaminérgica generada por las aplicaciones realizadas. Así como en el caso de los jugadores que se sienten favorecidos por la suerte y su cerebro libera dopamina para marcar el evento, "nuestro producto es una slot machine que juega contigo", afirma irónicamente el propio Brown (Parkin 2018). Esto es el secreto de las corporaciones de la era Facebook: seguir controlando compulsivamente la página porque nunca se sabe cuándo llegará la aprobación social y esta fascinante molécula entrará en el círculo otra vez.
Conclusiones
Más allá de la crítica a estas "técnicas de secuestro" (hijacking techniques) de la atención, que hacen muy simple el generar comportamientos automáticos y estandarizados, en tanto reacción precisa a un estímulo igualmente preciso, el problema ético se pone en relación con los estilos de vida de los usuarios y la pregunta es si estas tecnologías dejan lugar para un mejoramiento de las condiciones cotidianas o solo amplifican el malestar que la condición contemporánea crea. Voces como la de Brown seguramente suenan reprochables cuando sostienen que "utilizar estos sistemas para producir efectos positivos es la manera más segura y lógica para hacer evolucionar la mente humana, y utilizar una molécula natural para formar hábitos intencionales y positivos" ya que así "podemos colmar el vacío entre aspiración y comportamiento y crear sistemas que enriquecen la condición y fomentan el desarrollo humano" (Parkin 2018). Sin embargo, no hay que olvidar la perspectiva farmacológica, la que, como se decía, hace que frente a la misma situación intoxicante, en lugar de querer eliminarla, se pueda imaginar una manera distinta de entenderla y pensarla. De hecho, autores como Stiegler (2015b) o Katherine Hayles (2012) han intentado formular propuestas para "desautomatizar", aunque de forma intermitente, el adicto digital, sin rechazar totalmente el uso de las tecnologías, lo que sería contrario al caso de todas aquellas técnicas de "desintoxicación digital" que empiezan a encontrar mucho éxito en las redes.
Un ejemplo emblemático de estas propuestas es el proyecto de "clínica contributiva" , fomentado por el IRI (Instituto de Investigación e Innovación) de Bernard Stiegler, en colaboración con la pedopsiquiatra Marie Claude Bossière, en el territorio de Plaine Commune, al norte de Paris. Este proyecto tiene como objetivo el cuidado de los bebés (0-3 años) y de sus padres que, exhaustos, utilizan pantallas digitales (smartphones, tablets, etc.) como juguetes o herramientas para distraer y calmar sus hijos, causando inconscientemente una sobreexposición a las pantallas que puede generar una adicción precoz y, con ella, una serie de trastornos del desarrollo físico y psíquico de los recién nacidos. Esto, además, genera un sentido de incapacidad y culpabilidad en las familias que se dan cuenta de que no saben cómo criar a sus infantes. Los colaboradores del proyecto, un variado equipo de investigadores y especialistas tanto en medicina como en tecnologías digitales, estudian juntos nuevas prácticas terapéuticas basadas en el intercambio de experiencias y conocimientos, relativos tanto al uso de los dispositivos inteligentes y de las pantallas como a los riesgos que se derivan de ellos y, al mismo tiempo, capacitan a los padres para que encuentren nuevas formas, menos tóxicas, de relacionarse con las tecnologías. Una de ellas es implementación de una red social terapéutica que permite a los padres el intercambio de sugerencias, la participación en discusiones con profesionales, que a menudo los transforma en expertos capaces de ayudar o de participar en eventos de integración y capacitación. Todo esto va de la mano con un seminario permanente de investigación, donde expertos y profesionales de varias disciplinas estudian juntos y actualizan constantemente sus propuestas.
Afortunadamente, ejemplos parecidos no nos hacen recaer en la abstención total del fármakon ya que, evidentemente, el sistema económico y cultural no puede más ser pensado sin ello. Al contrario, el enfoque en la reeducación y en la comprensión del mismo fármakon devuelve a los adictos su autonomía y la capacidad de tomar decisiones, desarrollando en ellos un "saber consumir" que alivia los efectos tóxicos de la relación con los dispositivos y los dota de una capacidad de invención de nuevas posibilidades que los ayuda a encontrar una forma distinta de relación en y con la sociedad. De acuerdo con Moore (2018, 203):
Los golpes de dopamina alivian la ansiedad frente al caos. El refugio en los juegos, las compras y las redes sociales se convierte en una vía de escape que sustituye las frustraciones de los "trabajos de mierda" [bullshit jobs] y la esclerosis social. Pero cuando los fármacos abren mundos que ofrecen la posibilidad de éxito en otros lugares, las posibilidades de aprovecharlos para crear otros ambientes y para la autoinvención pueden superar el deseo automatizado.
El acento recae, entonces, sobre la disociación colectiva que afecta la contemporaneidad y es paradójico que su magnificación se haga por medio de redes que se llaman sociales. Hay mucho que queda para ser examinado en semejantes propuestas, así como hay mucho por inventar para que este escape posible se materialice. Esta es una razón más para confirmar que cada nueva crítica al capitalismo actual, así como a las tendencias gregarias contemporáneas, no puede simplemente ignorar el nivel tóxico de los modelos de producción y explotación, sin concebir su relación cada vez más estrecha con el plan de gestión de las tecnologías y a través de ellas. Solo cuando se hayan analizado detalladamente las macro y las micropolíticas vinculadas a la producción tecnológica, se podrá abrir una nueva caja de herramientas, digna de los problemas presentados. Es este el desafío farmacológico al que nos llama el presente: a trabajar arduamente para que la droga, el fármakon, deje de ser solamente veneno y retome su ambivalencia constitutiva, de manera que vuelva a remediar, de alguna forma, los malestares que ella misma provoca.