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Ideas y Valores
Print version ISSN 0120-0062
Ideas y Valores vol.56 no.135 Bogotá Sep./Dec. 2007
LA CONCEPCIÓN POLÍTICA DE LA PERSONA Y LAS VISIONES CONSTITUTIVAS DEL BIEN
The Political Conception of Person and the Constitutive Visions of the Good
LUIS VILLAVICENCIO*
Universidad Católica de Temuco · Chile. * lvillavicencio@uctemuco.cl
resumen
Este artículo se ocupa de analizar si la estrategia desplegada por Rawls, a partir de las Conferencias Dewey, le permite superar el carácter comprehensivo que algunos críticos le imputan a su concepción política de la persona. Para ello se describe primero dicha concepción, y luego se revisa la objeción que sostiene que es incompatible con las nociones del bien que le atribuyen carácter constitutivo a los vínculos y fines. Finalmente se concluye que, aunque la distinción entre liberalismo político y comprehensivo sea inestable, es compatible con las visiones constitutivas del bien.
Palabras claves: Rawls, liberalismo, comunitarismo, persona, bien.
AbstrAct
This article analyzes whether the strategy displayed by Rawls starting with the Dewey Lectures makes it possible to overcome the comprehensive character that some critics attribute to his political conception of person. After describing said conception, the paper reviews the objection that it is incompatible with those conceptions of the good that attribute a constitutive character to attachments and ends. Finally, it is concluded that although the distinction between political and comprehensive liberalism is unstable, it is compatible with constitutive conceptions of the good.
Keywords: Rawls, liberalism, communitarianism, person, good.
I. Introducción
Uno de los puntos centrales del debate entre liberales y comunitaristas1 ha sido la crítica que estos últimos despliegan en contra de la concepción de persona en la que se sustenta el edificio liberal, especialmente el rawlsiano2. Según la objeción que se hace a A Theory of Justice —particularmente en la versión de Sandel (31–89)— el liberalismo, para poder sostener la primacía de la justicia, debe asociarse a una cierta concepción de la persona que sólo se encontraría implícita en la justicia como equidad, según la cual los agentes morales son independientes de sus intereses, atributos y preferencias particulares, capaces de distanciarse de ellos para revisarlos, valorarlos y modificarlos (cfr. Rawls 1971 561).
Sin embargo, continúa la crítica, esta forma de vernos a nosotros mismos es errada, puesto que los seres humanos nos concebimos como miembros activos de grupos comunitarios en los cuales estamos insertos y que nos dotan de las herramientas indispensables para que podamos responder a la pregunta por quiénes somos y, además, alcanzar ciertos bienes imprescindibles que sólo adquieren sentido en un contexto mayor que el del individuo considerado aisladamente (cf. MacIntyre 40–53 y Taylor 36–8). Para estos autores, la concepción de persona liberal no sólo sería equívoca, sino también inútil al momento de proporcionar los fundamentos para justificar la prioridad de lo justo sobre lo bueno y, por añadidura, la neutralidad liberal. O, en el mejor de los casos, la justicia como equidad terminaría sosteniéndose en una concepción más bien intersubjetiva del “yo”, inconsistente con los presupuestos de la propia teoría (cf. Sandel 107–8).
Frente a los reproches apuntados, una lectura filosóficamente atenta de la justicia como equidad de Rawls, tal como fue presentada en A Theory of Justice (1971), más las aclaraciones y correcciones integradas a la teoría por el propio filósofo estadounidense —particularmente en su trabajo “El constructivismo kantiano en la teoría moral” (1986 209–262)— permiten enfrentar con éxito dos aspectos parciales de las críticas comunitaristas: por una parte, aquellas que acusaban a la justicia como equidad de “ocultar” una cierta concepción de la persona sin la cual la teoría se encontraba huérfana de una apropiada fundamentación que fortaleciera el precario argumento contractual en el que, al menos explícitamente, parecía descansar toda la construcción rawlsiana; y, por otra, las objeciones que atribuían a la justicia como equidad una excesiva abstracción y universalidad que la exponía a los típicos reproches que pueden hacérsele a una doctrina de inspiración kantiana.
Así pues, apoyándose en el constructivismo kantiano, Rawls sostiene que la teoría se sustenta efectivamente en una concepción de la persona que, al ser normativa, no la compromete con ninguna doctrina o antropología metafísica sobre la naturaleza humana y, al mismo tiempo, le permite obviar la crítica de caer en la abstracción y de tener pretensiones universalistas, puesto que la justicia como equidad se funda en una noción concreta de los agentes morales, que hunde sus raíces en ciertas intuiciones compartidas propias de la cultura política democrática moderna (cf. Rawls 1986 210–216). Si bien Rawls contrarresta con éxito la ofensiva comunitarista, al demostrar que la concepción de persona en la que se funda la justicia como equidad no posee un carácter metafísico, sí queda expuesto a la crítica de que dicha concepción tiene un carácter “comprehensivo”3. Y es el propio autor estadounidense quien reconoce esta deficiencia en El liberalismo político (cf. Rawls 1996b 57 y 58)4.
El objetivo del presente trabajo será evaluar si la estrategia rawlsiana, desplegada a partir de las Conferencias Dewey, le permite escapar del fuerte compromiso comprehensivo que tiene la concepción de persona en la que se sustenta el modelo constructivista de la justicia como equidad en A Theory of Justice. Para ello, en la primera parte del artículo describiré la concepción política de la persona tal (I) y como la presenta Rawls (II). Luego, revisaré la objeción que sostiene que dicha concepción es incompatible con las nociones del bien que le atribuyen carácter constitutivo a sus vínculos y fines (III). Y, por último, concluiré que, aunque la crítica anterior llegue a demostrar que la distinción rawlsiana entre un liberalismo político y uno de carácter comprehensivo es inestable, ello no compromete la compatibilidad entre la concepción política de persona y las visiones constitutivas del bien (IV).
II. La concepción política de la persona
Antes de entrar definitivamente en las críticas a la concepción política de la persona, quisiera detenerme un momento en la descripción del modo en que el liberalismo político comprende dicha concepción. Rawls insiste en que la concepción de la persona es estrictamente política y, por lo tanto,
[N]o se extrae de la metafísica o la filosofía de la mente, ni de la psicología; puede tener poco que ver con las concepciones del ‘yo’ discutidas en esas disciplinas. Por supuesto, debe ser compatible con (una o varias de) dichas concepciones filosóficas o psicológicas (siempre que sean sólidas), pero esto es otra historia. La concepción de la propia persona se entiende a la vez como normativa y política, no como metafísica o psicológica. (Rawls 2002 44)
El contenido esencial de dicha concepción es que los ciudadanos y ciudadanas se conciben a sí mismos como personas libres e iguales en el ámbito público, o sea, todos y todas se entienden poseedores por igual, en un grado mínimo fundamental, de las facultades morales necesarias para participar activamente en la cooperación social durante toda una vida, y para formar parte de la sociedad como ciudadanos y ciudadanas iguales (cf. Rawls 1996b 59–65; y 2002 43–50).
Dicha concepción se particulariza en tres aspectos relevantes. El primero de ellos es que los ciudadanos y ciudadanas se conciben a sí mismos, y unos a otros, como poseedores de la facultad moral de tener una cierta idea del bien. Esto implica que, como personas racionales y razonables, tienen la capacidad de revisar y alterar dicha noción si es que así lo desean.
Como personas libres que son, los ciudadanos se arrogan el derecho a entender sus personas independientemente de cualquier concepción particular de ese tipo, con su esquema y con sus objetivos finales y sin identificación con esa concepción. Dada su facultad moral para formar, revisar y perseguir racionalmente una concepción del bien, su identidad pública como personas libres no se ve afectada por los cambios que temporalmente se sucedan en su determinación de esa concepción. (Rawls 1996b 60)
De modo tal que, si una ciudadana se convierte de un credo religioso a otro o decide ya no profesar ninguno, no deja de ser, en lo que atañe a cuestiones de justicia política, la misma ciudadana que era antes.
Deben distinguirse, entonces, dos tipos de identidad de las personas: una que se denomina identidad pública o política, y otra que se llama identidad no pública o privada o también identidad no institucional o moral (cf. Rawls 1996b 61–2; y 2002 47–8). La primera de ellas se conecta con nuestros compromisos y adhesiones políticas, y es la que nos interesa desde el punto de vista de una concepción política de la persona. La segunda, en cambio, se relaciona con objetivos y compromisos más profundos de los ciudadanos y ciudadanas. En este ámbito es perfectamente posible que las personas tomemos nuestros asuntos personales, o aquellos relacionados con la vida interna de las asociaciones a las cuales pertenecemos, de forma que percibamos nuestros fines últimos y nuestras adhesiones de forma muy diversa a la diseñada por la concepción política. Quizás tengamos, y generalmente conservemos, afectos, devociones y lealtades de las que estamos convencidos que jamás nos separaremos o nunca evaluaremos críticamente o, más todavía, respecto de las cuales no nos encontraríamos capacitados para hacerlo. Probablemente percibamos sencillamente como imposible la opción de vernos a nosotros mismos al margen de ciertas convicciones religiosas, filosóficas o morales. Si abruptamente fuéramos despojadas de ellas quedaríamos desorientados y con seguridad se nos haría muy pesado continuar. Pero también puede suceder lo contrario, es posible que nuestras concepciones del bien puedan variar con el tiempo y a menudo las modifiquemos, a veces despacio, en otras ocasiones abrupta y dramáticamente (Rawls 1996b 62).
El segundo aspecto en el que se singulariza la concepción política de la persona es en el rasgo común de los ciudadanos y ciudadanas de verse a sí mismos como fuentes autentificadoras de exigencias válidas. Esto quiere decir que “se ven a sí mismos con derecho a presentar exigencias a sus instituciones con ánimo de promover sus concepciones del bien (siempre que esas concepciones caigan dentro del espectro permitido por la concepción política de la justicia)” (Rawls 2002 48).
Por último, el tercer aspecto tiene que ver con la capacidad que poseen los ciudadanos y ciudadanas de responsabilizarse por sus fines, esto es, de ser competentes para ajustarlos en razón de lo que razonablemente pueden esperar considerando el marco institucional5. Es decir, se entiende que las personas son capaces de restringir sus exigencias en asuntos de justicia al tipo de fines y objetivos que los principios de justicia admitan (cf. Rawls 1996b 64).
Ahora bien, y para terminar esta aproximación a la concepción política de la persona, debe subrayarse que esta idea es normativa, es decir,
[E]s construida por el pensamiento y la práctica —morales y políticos— y es estudiada por la filosofía moral y política, y por la filosofía del derecho […] No ha de confundirse esta concepción de la persona con la concepción del ser humano (un miembro de la especie Homo sapiens) que pudiera establecer la biología o la psicología sin hacer uso de conceptos normativos de diversa índole, entre los que se incluyen, por ejemplo, los conceptos de las facultades morales y de las virtudes morales y políticas. Además, para caracterizar a la persona debemos añadir a estos conceptos los que usamos para describir las facultades de la razón, la inferencia y el juicio. Éstas son facultades esenciales que acompañan a las dos facultades morales, y son imprescindibles para ejercerlas y para la práctica de las virtudes (Rawls 2002 49–50).
En suma, la concepción normativa considera que las personas tienen dos facultades morales que ya conocemos: la de perseguir, evaluar y modificar sus concepciones del bien; y la de poseer un sentido de la justicia. Y, al mismo tiempo, su ámbito de aplicación se reduce al espacio político o público, es decir, al diseño de las instituciones sociales básicas. En consecuencia, “sostener que deberíamos ser tratados en el ámbito público como si fuésemos seres capaces de perseguir, evaluar y elegir alterar nuestras concepciones del bien no implica afirmar que ésta es la manera en que deberíamos ser tratados en todos los ámbitos de la vida” (Seleme 298). Así pues, lo fundamental del argumento rawlsiano es intentar conciliar, al interior de cada ciudadano y ciudadana, la aceptación de una concepción normativa de la persona referida al ámbito público, afirmando el valor de la autonomía en este dominio, sin que se vean comprometidos los fines y objetivos que esos mismos ciudadanos y ciudadanas suscriben de conformidad con las doctrinas comprehensivas que adhieren en el ámbito no público. Veamos ahora si la maniobra rawlsiana es factible y consistente.
III. La concepción de la persona y las visiones constitutivas del bien
En este apartado indagaré si Rawls puede superar la crítica que sostiene que la concepción de la persona rawlsiana es incompatible con la nociones del bien que adjudican carácter constitutivo a sus vínculos y fines, lo que trae como consecuencia que la concepción de persona no sería neutral con aquellos ciudadanos o ciudadanas que poseen concepciones del bien que atribuyen a sus fines aquel carácter (cf. Sandel 184–218). Según Sandel, de diversas maneras, quienes discuten la prioridad de lo justo caracterizan la concepción de persona rawlsiana como un “yo” libre e independiente, desconectado de sus lazos morales. Ellos argumentan que esta concepción del “yo” podría no dar cabida a algunos aspectos importantes de nuestra experiencia moral y política. Ciertas obligaciones políticas y morales que nosotros reconocemos comúnmente —la obligación de la solidaridad, por ejemplo, o los deberes religiosos— pueden sernos reclamadas por razones desvinculadas de la elección. Tales obligaciones son difíciles de descartar como meras confusiones, y se mantiene la dificultad de afirmar que, si nos consideramos a nosotros mismos como seres libres e independientes, separados de lazos morales, no estamos eligiendo en estos casos (cf. Sandel 188–9).
Ya sabemos que el Rawls del liberalismo político desaprueba la concepción kantiana de la persona por su carácter comprehensivo, pero una vez realizada esta maniobra, la justificación de la posición original y de la prioridad de lo justo no parece tan clara, y podemos preguntarnos, junto con Sandel, ¿qué razón permanece para insistir en que nuestras reflexiones sobre la justicia deberían proceder sin referencia a nuestros propósitos o fines? ¿Por qué debemos dejar a un lado nuestras convicciones morales y religiosas, o nuestras concepciones de la vida buena? ¿Por qué los principios de justicia que gobiernan la estructura básica de la sociedad no deberían ser sustentados en nuestra mejor comprensión de los más altos fines humanos? (cf. Sandel 191).
Apoyándose en la distinción entre identidad pública y no pública, Rawls puede ahora sostener que las personas, en tanto que son concebidas como ciudadanos autónomos, pueden alterar sus fines y vínculos privados, modificando por tanto su identidad no pública, sin variar, sin embargo, su identidad pública. O sea, los fines y vínculos privados de las personas no tienen, desde el punto de vista de la identidad pública, carácter constitutivo, pero esto no excluye la posibilidad de que sí lo tengan en relación con la identidad no pública. De este modo, el compromiso con la autonomía en el plano político no obliga a postular, como cree erróneamente Sandel, la tesis metafísica de que todos los fines y vínculos que el “yo” posee son producto de una elección voluntaria y libre, y que sólo en esas circunstancias son reputados valiosos. Por el contrario, sólo supone sostener la tesis normativa de que, si estos fines varían, los derechos y deberes de los ciudadanos y ciudadanas deberían permanecer idénticos (cf. Seleme 300). Más aún, Rawls sostiene expresamente que las personas pueden sentirse identi- ficadas o adherir a concepciones del bien que atribuyen a sus fines y vínculos carácter constitutivo (cf. Rawls 2002 47).
Ahora bien, la pregunta que queda pendiente es la siguiente: ¿por qué razón las personas que consideran sus vínculos y fines como constitutivos aceptarían ponerlos entre paréntesis en el plano político y adoptar la identidad pública rawlsiana? O, lo que viene a ser equivalente, ¿qué argumentos podrían persuadir a una persona, que se vincula a sus fines en forma no electiva, a asumir la idea de una ciudadanía autónoma aunque fuera restringida estrictamente a los asuntos relacionados con el ámbito de lo político?6
Pensemos, siguiendo a Kymlicka (cf. 2002 228), en grupos fuertemente tradicionales, como son, por ejemplo, grupos fundamentalistas religiosos o minorías etnoculturales aisladas. Tales grupos a menudo se sienten amenazados por el énfasis liberal en la autonomía. Temen que, si sus miembros son informados o expuestos a otros modos de vida, y son dotados de las capacidades cognitivas y emocionales para entenderlas y evaluarlas, muchos escogerán renegar de los modos de vida heredados y, en consecuencia, debilitarán la cohesión del grupo. Para prevenir esta amenaza, los grupos fundamentalistas o aislados intentarán formar y educar a sus niños y niñas de tal forma que se minimicen las oportunidades de desarrollar o ejercitar la capacidad de racionalidad crítica. Y, al mismo tiempo, buscarán el modo de hacer altamente oneroso para sus miembros dejar sus grupos originarios. Su meta es, a final de cuentas, asegurar que sus miembros se encuentren tan enmarcados por el grupo y por la tradición, que sean incapaces de concebir el éxodo.
Este problema no es menor, la cuestión que está en juego es un interrogante central en las sociedades modernas pluralistas: ¿cómo debería un Estado liberal tratar a los grupos minoritarios no–liberales que no valoran la autonomía política? Aun cuando tales grupos no–liberales puedan ser relativamente aislados o poco numerosos, ¿tienen los liberales políticos el derecho a imponerles sus creencias sobre la identidad pública? (cf. Kymlicka 2002 228). Obviamente, si un grupo no–liberal minoritario intentara imponer por la fuerza su modo de vida a otros grupos, se podría argumentar con suficiente poder de persuasión que el Estado debería intervenir en razón de la autodefensa contra esa agresión. Pero, ¿qué sucede si el grupo minoritario no tiene el más mínimo interés en alterar los modos de vida de otros grupos, sino simplemente busca que los dejen en paz para llevar adelante su modo de vida tradicional puertas adentro?
Para el autor canadiense, lo que está en juego es discernir cuál es el valor fundamental de la teoría liberal: la autonomía o la tolerancia. Para el segundo Rawls de El liberalismo político, a diferencia del primer Rawls vinculado A Theory of Justice, el valor fundamental de la teoría liberal es la tolerancia y no la autonomía, ya que, si no fuera así, el liberalismo no podría ser político y seguiría siendo comprehensivo. Pero la tolerancia puede comprenderse de diversos modos. Tal como plantea Gray, la “tolerancia no empezó con el liberalismo. En la antigua Alejandría y en la India budista, entre los romanos, los moros y los otomanos, durante largos períodos, diferentes credos coexistieron en paz. Sin embargo, el ideal de una vida común no basada en creencias comunes es un legado liberal” (Gray 2001 11). Así pues, la idea de Rawls es extender simplemente el principio de tolerancia, originalmente conectado a disputas religiosas, a otras cuestiones disputadas sobre el significado, el valor y el propósito de la vida humana (cf. Rawls 1990 y 1996a).
Pero, aunque el liberalismo pueda ser visto como una extensión del principio de libertad religiosa, debe reconocerse que la tolerancia religiosa en Occidente ha tomado una forma específica: la idea de una libertad de conciencia individual, es decir, un derecho individual básico a creer libremente, difundir la propia religión, cambiarla o renunciar a ella por completo. Restringir el ejercicio individual de estas libertades es visto como una violación de un derecho humano fundamental. Sin embargo, hay otras formas de tolerancia religiosa que no son liberales, antes bien, se caracterizan por la idea de que cada grupo religioso debe ser libre para organizar su comunidad en la forma que le parezca más apropiada, incluyendo por cierto principios claramente no liberales (cf. Kymlicka 2002 230)7.
La cuestión que debe ser analizada es si la postura del liberalismo político es coherente y defendible. Éste sostiene que asume
[U]na perspectiva que justifica la tolerancia religiosa, no sólo para los escépticos en materia religiosa, sino también para los devotos, y la tolerancia sexual no sólo para los libertinos, sino también para quienes creen que el sexo extraconyugal es un pecado. El liberalismo distingue entre los valores a los que puede apelar una persona a la hora de organizar su vida, y a los que puede apelar a la hora de justificar el ejercicio del poder político. (Nagel 159)
En el caso particular de Rawls y en su versión del liberalismo político, lo que el filósofo estadounidense espera mostrar es que ahora hay varios argumentos para la protección de las libertades básicas contenidas en el primer principio de justicia, algunos de los cuales apelan al valor de la autonomía, pero otros no. Estos diferentes argumentos serán relevantes para distintos grupos de la sociedad, y al final se logrará alcanzar un consenso por superposición en el cual todos acordaremos la necesidad de respaldar ese esquema de libertades básicas, aunque por diferentes razones.
El propio Rawls, para ilustrar el modo en que opera el consenso por superposición, recurre al ejemplo de la libertad básica de conciencia (cf. 1996b 177–190 y 347–352). Él distingue entre dos importantes tesis a favor de la libertad de conciencia: por una parte el argumento liberal, que sostiene que las creencias religiosas son vistas como un aspecto de una concepción del bien que se conecta en forma electiva con sus fines y vínculos y, en consecuencia, necesita la libertad de conciencia, porque no existe garantía de que todos los aspectos de nuestro modo de vida actual sean los más racionales para nosotros; y, por otra, el argumento comunitarista, que reposa en el convencimiento de que las creencias religiosas son consideradas como dadas y firmemente fundadas, y nosotros requerimos la libertad de conciencia debido a que en la sociedad se presenta una pluralidad de tales concepciones, siendo cada una, por decirlo así, innegociable. Este segundo argumento acepta la concepción de persona comunitarista que se relaciona en forma constitutiva con sus vínculos y fines. Pues bien, en opinión de Rawls, ambos argumentos nos permiten concluir que debe distribuirse en forma igualitaria la libertad básica de conciencia.
Para Kymlicka, no obstante, el razonamiento rawlsiano no funciona (1996 211–237 y 2002 233–4). Y no cumple su objetivo, porque sólo permite justificar la tolerancia entre grupos, pero no al interior de los mismos grupos. Es cierto que los dos argumentos fundamentan la misma conclusión en algunas cuestiones. En particular, tanto la tesis liberal como la comunitarista sustentan la conclusión de que los grupos religiosos dominantes no deben ser capaces de imponer sus creencias sobre los grupos religiosos minoritarios. Así, ambas endosan un principio de tolerancia entre los grupos. Pero los dos argumentos no suponen la misma conclusión en punto a la libertad de conciencia individual, por ejemplo, la libertad de cada miembro individual dentro de cada grupo de cuestionar y negar sus creencias intrínsecas. Sin embargo, la definición de Rawls de la libertad de conciencia es de tal índole, que suscribe la postura liberal en toda su extensión. Rawls sostiene que una parte esencial del consenso superpuesto es el acuerdo de concebir a los ciudadanos como detentadores de un poder moral de formar, revisar y perseguir una concepción del bien. Ésta es de hecho una de las dos facultades morales básicas, junto con el sentido de la justicia. De acuerdo con Rawls, las personas necesitan acordar estas facultades morales, porque ellas proveen el soporte compartido dentro del cual las cuestiones acerca de la interpretación de los dos principios de justicia son debatidas y resueltas, lo que implica explícitamente que es esperable que los grupos comunitaristas acepten que los individuos tienen el poder de revisar, así como también de perseguir, sus propias concepciones del bien.
Si lo anterior es efectivo, ¿por qué los grupos comunitaristas tradicionales podrían aceptar el principio de la libertad individual de conciencia, asociada a la idea de la facultad moral de formar y revisar una concepción del bien? Rawls sugiere que hay dos respuestas a esta cuestión. Por un lado, provee ciertos beneficios positivos; por otro, no supone ningún costo. Rawls sostiene categóricamente que únicamente un derecho fuerte a la libertad de conciencia individual puede proteger a los grupos religiosos pequeños (incluidos los grupos religiosos comunitarios) de la intolerancia de los grupos religiosos mayoritarios. Él argumenta que sin la garantía de una igual libertad de conciencia, los cultos minoritarios podrían ser perseguidos por los cultos dominantes. Así, aun cuando los miembros de un grupo comunitario concibieran sus creencias religiosas como inmodificables, todavía endosarán la libertad de conciencia individual como el mejor o el único camino para protegerse a sí mismos de la persecución de otros grupos. Una vez reconocida que la diversidad religiosa es un rasgo inevitable de las sociedades plurales modernas —lo que Rawls llama el hecho del pluralismo razonable— las libertades individuales civiles constituyen el único camino para proteger a las minorías religiosas (cf. Rawls 1996b 347–352).
Desafortunadamente, siguiendo a Kymlicka, el argumento parece incorrecto. Como demuestra el ejemplo del imperio Otomano, uno puede asegurar la tolerancia entre los grupos sin necesidad de aceptar la tolerancia de los individuos disidentes al interior de cada grupo. Y así, mientras las minorías comunitaristas pueden estar de acuerdo en que la libertad de conciencia es un camino para protegerse de las tiranías mayoritarias, ellas no estarán necesariamente de acuerdo con que sea el mejor o el único camino, pues podrían preferir un modelo como el Otomano. La elección dependerá de los costos asociados a cada modelo.
¿Tiene razón Kymlicka? Creo que no. Aunque los grupos comunitaristas no valoren positivamente el derecho a la libertad de conciencia individual, igualmente pueden aceptarlo, porque no les hace daño, ni interfiere con sus modos de vida. Tal como sostiene Rawls, aceptar la concepción liberal no interfiere con los modos de vida comunitarios, si comprendemos con exactitud su alcance estrictamente político, es decir, que sólo es necesaria para el propósito de determinar nuestros derechos y responsabilidades públicas. No debe ser considerada, insiste, como una idea general de la relación entre el “yo” y sus fines aplicable a todas las áreas de la vida, o como un exacto retrato de nuestro más profundo auto–conocimiento. Por el contrario, en las vidas privadas es perfectamente posible que la identidad personal de algunas personas se encuentre limitada por sus fines particulares, los cuales pueden excluir la revisión racional. En suma, aceptar el liberalismo como una concepción política de la vida pública no requiere que los comunitaristas abandonen sus creencias en un ser enmarcado o constituido por sus fines en su vida privada (cf. Rawls 1996a 37–8). O, como sostiene el propio Kymlicka, las personas podrían ser comunitaristas en sus vidas privadas y liberales en la esfera pública (cf. Kymlicka 2002 236).
Como puede observarse, la estrategia rawlsiana depende de una distinción entre lo público y lo no público, lo que Dworkin denomina un liberalismo de la discontinuidad (cf. 1993, 1996 y 2000 211–284). La prueba que debe superar, entonces, el planteamiento rawlsiano, es si esa distinción entre los dos ámbitos señalados es, al menos, indiferente para aquellas personas que se relacionan en forma constitutiva con sus fines. El problema es, insiste Kymlicka, que, incluso aceptando la idea de revisión racional constreñida exclusivamente a asuntos puramente políticos, se torna inevitable que se escurran en la vida privada de las personas ciertos efectos incontrolables de la aceptación de la identidad pública liberal (cf. 2002 236). De esos posibles efectos, el que interesa analizar aquí es el siguiente: “aceptar el valor de la autonomía para fines políticos conlleva inevitables implicaciones para la vida privada” (Kymlicka 1996 223). Y estas implicaciones son aceptadas por el propio Rawls, al reconocer que el ejercicio de la autonomía en el ámbito político puede promover su práctica en la vida privada de las personas (cf. Rawls 2002 218–9).
La principal forma en que puede ser promovida la autonomía en el ámbito no público es el hecho de que, si bien el Estado liberal no demanda ni estimula que las personas se vinculen de forma electiva con sus fines, siempre mantiene disponible esta capacidad de revisión que potencialmente podría chocar con los intereses de los grupos comunitaristas. Especialmente, en un Estado liberal es esencial mantener informadas a las personas de sus libertades básicas —incluyendo el derecho a revisar sus fines— y que la apostasía, la herejía y el proselitismo no son crímenes (cf. Rawls 1996b 246 y 2002 134). Pero, además, los ciudadanos y ciudadanas en un Estado liberal deben saber que pueden imponer por medio de la fuerza el respeto a sus derechos, si alguien intenta desconocerlos, recurriendo a las autoridades establecidas para ello, particularmente los tribunales. Aún más, el Estado liberal, diseñado bajo el alero de los principios de justicia, adoptará medidas para asegurar que los individuos realmente tengan la capacidad para ejercer tales derechos. Así pues, las nuevas generaciones crecerán aprendiendo y sabiendo que poseen la capacidad para evaluar los diversos planes de vida, y serán educadas en ese sentido (cf. Rawls 1996b 209–10).
Veamos un ejemplo que permite ilustrar hasta qué punto puede ser costoso para los grupos comunitarios la previsión liberal de revisar, y potencialmente distanciarse, de los propios fines. Para hacerlo, acudiré a Kymlicka (cf. 2002 237–241) y al caso canadiense Hofer vs. Hofer. Los Hutterites viven en grandes comunidades agrícolas, llamadas colonias, dentro de las cuales no existe la propiedad privada. Dos antiguos miembros de una colonia fueron expulsados por apostasía. Ellos demandaron su parte en los bienes coloniales, los cuales habían contribuido a forjar durante años de labor. Cuando la colonia se negó, los dos ex–miembros recurrieron a las Cortes. Ellos argumentaron que la comunidad no tenía, a todo evento, el derecho sobre sus vidas de obligarlos a dejar la colonia abandonándolo todo. Los Hutterites defienden esta práctica en virtud de la libertad religiosa, que protege la facultad de la congregación de vivir en concordancia con su doctrina religiosa, aun cuando esto limite la libertad individual8. La Corte Suprema canadiense falló por mayoría en contra de los recurrentes, y reconoció, en consecuencia, el derecho de los Hutterites a expulsar a los apóstatas sin ninguna compensación. El juez Pigeon, en cambio, no se plegó a la mayoría, en razón de que la práctica citada hacía altamente improbable que las personas de las colonias Hutterites renegaran de sus enseñanzas religiosas debido al alto costo que implicaba cambiar sus creencias, y ello constituía una violación de la libertad religiosa, puesto que ésta incluye no sólo el derecho a adoptar una religión, sino también a abandonarla discrecionalmente. Según su punto de vista, los Hutterites debían compensar a los apóstatas por sus años de labor, con el objetivo de que su salida de la colonia fuera una opción viable.
La cuestión subyacente al caso citado es que, al parecer, los grupos comunitaristas —como los Hutterites— se ven a sí mismos como vulnerables frente a la libertad de conciencia cuando ésta se vincula con el derecho liberal individual a revisar los fines compartidos, y, por ende, buscan imponer cuantos obstáculos sean posibles para el ejercicio efectivo de este derecho. La conclusión para Kymlicka es, entonces, unívoca: dado que el Estado liberal está comprometido con ciertos derechos legales básicos, incluyendo el derecho a revisar los fines, busca garantizar las condiciones necesarias para que los individuos sean realmente capaces de ejercitar tales derechos, intentando reducir o eliminar los obstáculos impuestos por los grupos que pueden anularlos. Ésta es la inevitable intromisión de los derechos legales en las vidas privadas (cf. Kymlicka 2002 239).
Ahora bien, el liberalismo político dudosamente podría estar de acuerdo con la decisión de la Corte canadiense. Pareciera claro, como ya se dijo, que para Rawls las personas tienen un interés básico en ejercer la facultad moral de formar y revisar su concepción del bien. De este modo, y en concordancia con el razonamiento del juez Pigeon, el poder de las comunidades religiosas —o de cualquier otro tipo— sobre sus propios miembros tiene como límite infranqueable el deber de respetar la opción de los individuos de ejercitar dicha facultad. Si los Hutterites aceptaran la concepción de la persona rawlsiana, aun cuando fuera exclusivamente para fi- nes políticos, deberían también permitir a sus miembros ejercer la libertad religiosa entendida como la posibilidad de revisar y apartarse de sus creencias religiosas.
Empero, es dudoso que éste y otros grupos comunitaristas estén de acuerdo. Al contrario, lo que pretenden es llegar precisamente a la conclusión a la que arribó el voto mayoritario de la Corte canadiense: la libertad religiosa debe ser interpretada de modo tal que el derecho individual a la libertad de conciencia sea subordinado al derecho grupal de sostener sus doctrinas comprehensivas religiosas. El problema es que esta conclusión, insiste Kymlicka, no es defendible, ni siquiera articulable, bajo las estructura del liberalismo político rawlsiano, que demanda que el debate político esté sustentado en términos del reconocimiento de nuestra común facultad moral de formar y revisar las concepciones del bien. Los grupos comunitaristas no sólo objetan los argumentos particulares a favor de las libertades básicas. Son las libertades mismas las que les disgustan y a las que temen. Pero el liberalismo político tiene un compromiso completo con las libertades básicas, al igual que el liberalismo comprehensivo. Rawls argumenta que la concepción liberal de la revisión sólo es aceptada para fines políticos, pero los comunitaristas pueden ver que esta voluntad se vinculará inevitablemente con el ejercicio de la revisibilidad en la vida privada (cf. Kymlicka 2002 239).
Parece ser, entonces, que la conexión entre lo político y lo privado es conceptual. Rawls acepta que, ejercitándose la autonomía en la esfera política, se puede promover su ejercicio en la vida privada. Pero insiste que esto es un efecto contingente y no intencional, y que su concepción política de la persona sólo se ocupa del modo en que las facultades morales (de la autonomía y el sentido de la justicia) son ejercitadas por los ciudadanos en la vida política (cf. Rawls 1996b 229–235). Pero, ¿qué significa ejercer nuestra capacidad de autonomía en la vida política? La capacidad de autonomía es completamente diferente en este punto de la capacidad de tener un sentido de la justicia, aunque Rawls las trata conjuntamente en este pasaje. La capacidad de tener un sentido de la justicia es ejercitada para fijar la justicia y la eficacia de las leyes y políticas sociales, por lo que principalmente se implica con, y se ejercita en, la vida política. La capacidad de formar y revisar una concepción del bien, por otra parte, está principalmente implicada en lo que Rawls llama nuestra identidad no pública —y se implica, por consiguiente, con nuestra identidad comprehensiva, antes que política (cf. Kymlicka 2002 279).
Como el mismo Rawls lo destaca, la libertad de conciencia y de asociación nos autorizan a desarrollar y a ejercitar nuestras facultades morales, formando, revisando y persiguiendo racionalmente nuestras concepciones del bien que pertenecen a nuestras doctrinas comprehensivas, afirmándolas como tales (cf. Rawls 1996b 370 y 2002 76) Así pues, la capacidad para la justicia evalúa las políticas e instituciones públicas; mientras que la capacidad de formar y revisar una concepción del bien evalúa las doctrinas morales y religiosas comprehensivas que definen nuestra identidad privada. Pero entonces ¿qué significa sostener que el ejercicio de esta última capacidad puede ser restringido a la vida política, sin chocar con nuestra identidad privada? Aparentemente, la única capacidad envuelta es la capacidad de formar y revisar nuestros fines comprehensivos y, por ende, su ejercicio involucraría necesariamente nuestra identidad privada.
Lo anterior sugiere que la distinción tajante entre liberalismo político y liberalismo comprehensivo es precaria, y esto me permite conectar directamente con el siguiente apartado, donde evaluaré si la objeción de Kymlicka es lo suficientemente robusta para hacer tambalear el edificio político rawlsiano.
IV. Conclusión: La compatibilidad entre la concepción política de la persona y las visiones constitutivas del bien
Kymlicka sostiene esencialmente que “la distinción entre liberalismo político y liberalismo comprehensivo es inestable, puesto que, aceptar el valor de la autonomía para fines políticos, conlleva inevitables implicaciones para la vida privada” (1996 223 y 2002: 239–240). Es decir, la separación absoluta entre liberalismo político y comprehensivo es exagerada. Los dos están comprometidos, no sólo con derechos públicos, sino también con el aseguramiento de las condiciones necesarias, en la vida privada, para que esos derechos realmente se ejerzan. Ambos se encuentran conectados, en definitiva, tanto con el reconocimiento constitucional de las libertades, como con el fortalecimiento de las circunstancias que permitan su ejercicio. En otras palabras, admitir “el valor de la autonomía para fines políticos permite a su vez ejercerla en la vida privada, implicación que sólo suscribirían quienes aprueben la autonomía como valor general” (Kymlicka 1996 223).
Obviamente, no es difícil imaginar una forma de liberalismo comprehensivo que presione a los individuos a ejercer genuinamente su derecho a revisar sus concepciones del bien, y que observe con reticencia el valor de los modos de vida tradicionales que desprecian el ejercicio de ese derecho. Rawls se preocupa largamente de eludir todo el tiempo un liberalismo de este tipo, cuyo ejemplo más claro es el perfeccionismo liberal, puesto que a todas luces sería inaceptable desde un inicio para los comunitaristas. Sin embargo, un liberalismo más comprehensivo, pero no perfeccionista, no endosa este tipo de compromiso tan completo, sino simplemente postula que a las personas se les debe conceder la autonomía que les permita eventualmente apartarse de sus fines compartidos o tradicionales, aunque en los hechos nunca la ejerciten. Pero si esto es así, ¿cuál es la auténtica diferencia entre un liberalismo comprehensivo y el liberalismo político?
Todo lo anterior sugiere, siguiendo a Kymlicka (cf. 2002 239– 244), que es imposible eludir la profunda tensión existente entre la concepción comunitarista del yo y el compromiso liberal con la prioridad de los derechos individuales. Si, como los comunitaristas señalan, las personas se conectan con ciertos fines de modo tal que no tienen interés o carecen de la capacidad para cuestionarlos o revisarlos, entonces un sistema tipo millet, que autoriza restricciones internas dentro de cada grupo, puede ser una respuesta mucho más satisfactoria para los comunitaristas. Ya sea que se sostenga que los individuos son incapaces de revisar sus compromisos religiosos inherentes, o que es apropiado desalentar el ejercicio de esa capacidad, el sistema millet protegerá los fines constitutivos de una forma mucho más eficaz. Esto es realmente lo que los comunitaristas demandan. Insisten en que, una vez derribado el presupuesto de que la autonomía es un valor general, los grupos religiosos, étnicos y culturales deberían ser autorizados para proteger los fines constitutivos de sus miembros a través de la restricción de ciertos derechos individuales. En definitiva, concluye el filósofo canadiense, el liberalismo político es tan hostil con esas demandas, como lo es, por ejemplo, el liberalismo comprehensivo de Mill. El hecho de que la nueva teoría de Rawls sea menos comprehensiva, no hace que su teoría se muestre más atractiva para las demandas de las minorías no–liberales.
Considero que la conclusión a la que llega Kymlicka es sugestiva, pero, con todo, no llega a ser concluyente, debido a que descansa en una interpretación errada de la concepción política de la persona rawlsiana. Siguiendo estrictamente a Rawls, suscribir la autonomía como valor político implica sostener tres afirmaciones: a) que todos los ciudadanos y ciudadanas se conciben a sí mismos como fuentes autentificatorias de exigencias válidas, es decir, entienden que poseen el derecho a presentar exigencias a sus instituciones con el ánimo de promover sus concepciones del bien permisibles; b) que los derechos y deberes de los ciudadanos y ciudadanas no se ven alterados porque practiquen o no una doctrina comprehensiva específica; y c) que los ciudadanos y ciudadanas son considerados responsables por sus objetivos y fines, es decir, se entiende que éstos son capaces de ajustar sus aspiraciones a la luz de lo que razonablemente pueden esperar (cf. Rawls 1996b 59–65).
El error del filósofo canadiense es, precisamente, pedirle más a la concepción política que lo que exactamente demanda el liberalismo político. Para Kymlicka, el papel de la concepción política de la persona es indicar cuál capacidad, de las varias que poseemos los seres humanos, tiene valor primordial y, entonces, establecer a partir de esa capacidad cómo deberíamos tratarnos, ya sea en el ámbito político, ya sea en el no político. Así, solamente si las personas abrigan para sí la aptitud de revisar sus fines, tiene algún sentido defender la idea de que es fundamental permitirles modificarlos y, en consecuencia, concluir que una aplicación de las reglas que debieran gobernar el trato recíproco es, por ejemplo, la distribución igualitaria de la libertad de conciencia o religiosa. En otras palabras, según la interpretación de la concepción política de persona que construye Kymlicka, es necesario postular primero que los individuos son autónomos, para poder afirmar luego con propiedad que el ejercicio de la autonomía es algo valioso y, por ende, debería autorizarse. Pero lo único que auténticamente exige la concepción política es que, independientemente de ser o no efectivamente sujetos autónomos capaces de revisar y modificar nuestros fines y vínculos constitutivos, deberíamos tratarnos en nuestras relaciones interpersonales como si lo fuésemos, ya que tratarnos de ese modo es valioso (cf. Seleme 244).
Esta reconstrucción busca independizar la tesis normativa que —sustentada en la concepción política de la persona— plantea que debemos tratarnos como sujetos que respetamos recíprocamente nuestra autonomía, de la tesis metafísica y, en consecuencia comprehensiva, que afirma que efectivamente somos sujetos autónomos. Y esta idea no es descabellada, como pudiera parecernos a primera vista.
Así, por ejemplo, aceptar que deberíamos tratarnos como si fuésemos hermanos no nos compromete con afirmar que efectivamente lo somos. Aunque no somos hermanos y sabemos que esto es así, es posible todavía seguir afirmando que deberíamos tratarnos como tales. Para que esto fuera imposible, debería ser el caso de que, a menos que fuésemos hermanos, no pudiéramos tratarnos como tales, pero esto es evidentemente falso. De la misma manera, aun para alguien que sostuviera que no somos sujetos autónomos podría tener sentido seguir afirmando que deberíamos tratarnos como si lo fuésemos, por ejemplo, porque ve como algo valioso, a nivel político, que la sociedad se organice como una empresa cooperativa para el beneficio recíproco. (Seleme 245)9
La salida que propone Seleme puede parecer convincente, pero todavía tiene que superar una nueva variante de la crítica de Kymlicka. Se puede objetar perfectamente la conclusión a la que llega Seleme, cuestionando el supuesto de que aceptar la concepción normativa política de la persona rawlsiana no implica comprometerse con ninguna tesis metafísicamente controvertida. La pregunta es ¿deben incluirse necesariamente razones metafísicas antropológicas para adoptar una determinada concepción normativa de la persona? Así, por ejemplo, si acordamos que debemos tratarnos como hermanos aunque no lo seamos efectivamente, ¿se sigue obligatoriamente que poseamos alguna propiedad metafísica fraternal? Según mi perspectiva, todavía se puede objetar que no es indispensable, para aceptar una concepción política de la persona como la que nos presenta Rawls, coincidir en una cierta visión metafísica de aquello que nos identifica como seres humanos. Parece tener perfecto sentido sostener que dicha concepción se encuentra justificada sólo en razones morales de índole político. A modo de ilustración,
[F]rente a alguien que preguntara: ¿qué justifica tratarnos a nivel político como si fuésemos sujetos autónomos? Una respuesta con perfecto sentido podría ser ésta: el considerar que la esclavitud es moralmente incorrecta. La razón que justifica la concepción normativa [de persona] es tan normativa como ésta. Si alguien me preguntara por qué la esclavitud es moralmente incorrecta, ¿estoy obligado a darle razones metafísicas so pena de irracionalidad? Creo que no. La razón normativa basta. (Seleme 246)
Incluso si el razonamiento apuntado nos siguiera pareciendo discutible y persistiéramos en que necesariamente deben darse razones metafísicas que le den soporte a la concepción política, el liberalismo político alcanza sus objetivos, puesto que ofrece una concepción de la autonomía que es perfectamente compatible con las visiones del bien que asignan carácter constitutivo a sus vínculos y fines —como es el caso de la concepción de persona comunitarista. Una vez aclarado, como se hizo más arriba, el papel que juega la concepción política de la persona, el liberalismo está en condiciones de conceder que las personas se constituyen en parte por sus lazos comunitarios, pero resulta desproporcionado defender la idea de que el contexto en que nos desenvolvemos define totalmente nuestra identidad. Por lo demás, cualquiera que desee defender esta tesis deberá intentar explicar el hecho de que muchas personas, nacidas y formadas en horizontes de sentido, por ejemplo, férreamente religiosos, reflexionan sobre ellos, se distancian y finalmente los abandonan. Esto es tan claro que el propio Sandel reconoce que el “yo” sólo está parcialmente constituido por su contexto y sus fi- nes, al sostener que el sujeto puede “participar en la constitución de su identidad” (Sandel 191).
Si lo anterior es reconocido por Sandel, la organización política que da mejor respaldo a la concepción de persona sandeliana es la previsión liberal de proteger la autonomía frente a la imposición de la comunidad, y no la prioridad de ésta sobre el individuo. En efecto, si los propios comunitaristas reconocen —pienso, por ejemplo, en la concepción de persona que puede deducirse de la postura de Sandel, Taylor e incluso MacIntyre10— que el “yo” sólo está parcialmente constituido por sus fines, siempre existe la posibilidad, por costosa o improbable que sea, de revisar, tomar distancia o apartarse totalmente de ellos y, por lo tanto, debe reconocerse la autonomía individual aun en comunidades fuertemente identificadas con principios comunitaristas, pero no debido a que en esas comunidades o grupos empírica o históricamente pueda darse la ocasión de que efectivamente se les reconozca, por ejemplo, autonomía a las mujeres, sino porque filosóficamente así se sigue de los propios presupuestos metafísicos comunitaristas. En suma, sí tenemos buenas razones para concordar en el deber de tratarnos como si fuéramos agentes morales iguales y libres. Esas razones descansan en que la visión metafísica de la persona rawlsiana y la visión comunitarista se entrecruzan en lo necesario y, en consecuencia, existirían las condiciones básicas para que ambas doctrinas puedan coincidir en un consenso por superposición que distribuya igualitariamente el valor de la autonomía.
1 Una visión panorámica actualizada del debate entre liberales y comunitaristas puede verse en Pérez de la Fuente 35–63.
2 Robert Nozick sostuvo, en un pasaje ampliamente conocido, que desde la publicación de A Theory of Justice “los filósofos políticos tienen que trabajar según la teoría de Rawls o bien explicar por qué no lo hacen” (Nozick 183). Tampoco escapó, por supuesto, a este influjo y a la justa imposición de escribir en torno a Rawls y, por lo mismo, este trabajo girará alrededor de su obra.
3 Rawls define las doctrinas comprehensivas como aquellas doctrinas religiosas y filosóficas a cuya luz se ordenan y entienden los diversos fines y objetivos de las personas (Rawls 2002 43).
4 La reformulación política de la justicia como equidad puede ser vista como una respuesta a las críticas comunitaristas, especialmente a las de Sandel, aunque no supone la aceptación de que la teoría reposaba en una concepción metafísica desacertada de la persona. Luego, aunque la ofensiva comunitarista acierta en sostener que A Theory of Justice se sustenta en una concepción equívoca de persona, yerra en identificar el defecto que ésta posee. El problema no es el supuesto carácter metafísico de la concepción rawlsiana de persona, sino su ámbito general de aplicación o, lo que es lo mismo, su carácter comprehensivo.
5 Para Rawls, las personas deben adecuar sus concepciones del bien a lo que exijan los principios de justicia o, al menos, no deben insistir en pretensiones que los violen directamente. Un individuo que disfrute discriminando a otros, u observando a otras personas en una posición de menor libertad, debe comprender que no tiene pretensiones de ninguna especie a ese goce (Rawls 1971 30–1).
6 Debe destacarse que lo mismo puede preguntarse respecto de otras concepciones del bien que, sin darle necesariamente un sentido constitutivo a sus fines, otorgan a la participación política en el diseño de las instituciones sociales básicas una importancia distinta a la que parece exigir el liberalismo político. Rawls, sin embargo, cree que, al ser no comprehensiva la concepción política de la persona, no requiere que la exigencia de participación en la vida política se sustente en que ésta sea uno de los objetivos vitales más importantes o la forma de vida más valiosa –como sí sucedía en A Theory of Justice, la que sí podía verse como una especie de humanismo cívico–, sino simplemente en su contribución esencial a garantizar la subsistencia de un régimen constitucional. Los ciudadanos y ciudadanas deben persistir en ciertas virtudes políticas, y se les exige una participación activa, pero exclusivamente en función de un valor enteramente político: el bien de la existencia de un régimen democrático constitucional. De este modo, el liberalismo político es perfectamente compatible con el republicanismo (Rawls 2002 193-6).
7 El ejemplo más claro de este tipo de tolerancia religiosa entre grupos es el que impuso el Imperio Otomano entre musulmanes, cristianos y judíos. Walzer describe este sistema como sigue: “La religión del imperio era el Islam, pero a otras tres comunidades religiosas –la griega ortodoxa, la armenia ortodoxa y la judía– se les permitía constituir organizaciones autónomas. Las tres eran iguales entre sí, sin atender para nada a su relativa fuerza numérica. Estaban sometidas a las mismas restricciones que los musulmanes […] y se les permitía el mismo control legal sobre sus propios miembros. Los granos (millets) […] minoritarios se subdividían según criterios étnicos, lingüísticos y regionales, de manera que así se podían incorporar al sistema algunas diferencias en las prácticas religiosas. Sin embargo, los miembros individuales no tenían libertad de conciencia o derechos de libre asociación en oposición a su propia comunidad” (Walzer 32-3).
8 Kymlicka también analiza el caso de la comunidad Amish en Estados Unidos. Esta comunidad ha defendido ante la Corte Suprema Estadounidense, con éxito dicho sea de paso, el derecho de retirar a sus niños de las escuelas antes de los 16 años. Cf. Kymlicka (2002 238).
9 Todavía es posible hacer otra objeción a la concepción política que, si bien no sostiene directamente que la concepción política sea una visión comprehensiva, argumenta que la prioridad de lo justo, es decir, de los valores políticos por sobre los que no lo son, cuando unos y otros entran en conflicto, supone suscribir al menos parcialmente algún tipo de doctrina comprehensiva liberal, específicamente aquella que defiende la separación entre el ámbito político y el no político. Cf. Mulhall y Swift (1996 297-325).
10 MacIntyre sostiene, por ejemplo, que “la vida buena para el hombre es la vida dedicada a buscar la vida buena para el hombre, y las virtudes necesarias para la búsqueda son aquellas que nos capacitan para entender más y mejor lo que es la vida buena para el hombre” (MacIntyre 271). Pero si la vida se entiende de este modo, no parece que se aleje mucho de la insistencia liberal de que la sociedad buena es aquella que deja a las personas descubrir autónomamente lo que es una vida buena (Kukathas y Pettit 119).
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