Suelo dormir ocho o nueve horas profundamente, pero esa noche algo me despertó. Era Monchie, nuestra perra cocker, que se había metido debajo de mi cama y estaba nerviosa con sus dos cachorritos. Monchie dormía en el patio de ropas, detrás de la cocina, en el segundo piso de la casa; nuestros cuartos quedaban en el primer piso. Que Monchie hubiera buscado mi compañía para tener a sus hijos fue un hermoso acto de confianza de uno de los animalitos que más he querido. Bajé su cama y la instalé debajo de mi escritorio. Estuve con ella mientras nacieron tres perritos más, a los que les abrí las bolsas en las que venían. Luego me quedé dormida. Por la mañana había siete cachorros. Monchie tenía apenas dos años; vivió quince más y está enterrada en el jardín de la casa de mis papás.
Rosita, nuestra perra actual, no ha sido mamá, porque tan pronto llegó a vivir con nosotros entró en celo y la mandamos a operar. Creemos que es un "schnoodle", una mezcla de poodle y schnauzer, dos razas que estuvieron de moda en las casas elegantes de Bogotá en las décadas de 1970 y 1980, y poco a poco fueron bajando de estatus y mezclándose, de tal forma que hoy no es raro ver perros que parecen primos de Rosita deambulando por las calles de la ciudad. A Rosita, según la interpretación de mi papá, me la robé una noche a finales de 2004. Caminaba yo por La Candelaria, el emblemático barrio histórico de Bogotá, cuando vi a un perro color sombra, sin collar, muy alerta en busca de comida. Le pregunté a los dueños de puestos de dulces callejeros sobre "ese perro" y me dijeron que llevaba varios días vagando por ahí. Logré conquistarla y esa noche Rosita durmió por primera vez en nuestro apartamento. Ahora es una antigua residente del barrio La Macarena, gracias a quien hemos conocido a muchos vecinos que también sacan (o sacaban) sus perros al Parque de la Independencia. Sin querer, ella y sus congéneres ayudan a crear comunidad en el barrio, pues llevan a establecer vínculos entre personas que de otro modo no se cruzarían palabra.
Aprendí a vivir con perros y a quererlos por mi papá, un bogotano nacido en 1937. Si él hubiera vivido en otra época, o incluso en otro lugar, es bien probable que no hubiera tenido esa pasión y entonces su vida, y de paso la mía, habrían sido bien distintas. En la región selvática del Chocó, en la costa Pacífica colombiana, las mascotas son una rareza, aunque algunos chocoanos tienen costosos perros de cacería. Un conocido que trabaja en Angola me comentaba una situación similar: a sus amigos allá les daba risa, por lo absurdo, que él tuviera un perro al que le dedica tiempo, dinero y hasta le recoge el excremento. Sabemos poco de esas diferencias regionales y de lo que significan, y también poco sobre los perros en lugares como Bogotá en tiempos pasados1.
Investigaciones sobre otras latitudes indican que la costumbre generalizada de tener perros como mascotas es un desarrollo de los últimos dos siglos, aunque los perros existen hace miles de años, antes que cualquier otro animal doméstico. Según la popular teoría de Raymond y Lorna Coppinger, los perros derivaron de lobos que se domesticaron a sí mismos, después de que los miembros menos ariscos de las manadas se acercaron a las primeras aldeas humanas, atraídos por los desechos que allí había. Estos individuos fueron sumando una masa crítica que con el tiempo conformó una población separada de sus ancestros, con características genéticas propias2. Raymond Pierotti y Brandy R. Fogg proponen una historia muy distinta que comienza mucho antes -no 20 000 sino puede que incluso 100 000 años atrás- y que se basa en la cooperación voluntaria entre dos especies cazadoras: una de animales bípedos y otra de cuadrúpedos3. En cualquier caso, se trataba de un planeta con menos de un millón de personas, capas de hielo que cubrían grandes extensiones y en el que los animales salvajes -entre ellos mamuts y rinocerontes peludos- eran amos y señores.
Los perros eventualmente prestaron sus servicios como pastores, guardianes y fuerza para el transporte. Miles de años después, en un nuevo mundo urbanizado, muchos perros pasaron de ser aliados o trabajadores a ser parte de las familias y apreciados principalmente como compañía. Las razas pequeñas ya habían emergido como mascotas, pero eran un privilegio de pocos: una forma de distinción, tal como lo demuestran las pinturas en las que mujeres europeas aparecen ataviadas con joyas y ropas lujosas en compañía de pekineses y spaniels japoneses. Sus maridos preferían aparecer con razas de mayor tamaño, como pointers, además de caballos, en faenas de cacería. Estos animales ayudaban a reforzar las identidades de clase y de género de sus propietarios. Harriet Ritvo nos cuenta cómo en la Inglaterra victoriana, los perros permitieron a las clases medias citadinas imitar a las altas, que competían en ferias con sus caballos y reses, pues para tener perros no era necesario poseer tierras. Así se generalizaron los concursos de perros, con razas cada vez más variadas y con características físicas más específicas y exigentes4.
He empezado esta reflexión sobre los retos de la historia ambiental latinoamericana hablando de los perros porque ellos permiten mostrar la utilidad (e incluso necesidad) de esta área del conocimiento. La historia ambiental trae al campo de visión de los historiadores aspectos muy familiares y relevantes de la existencia humana que hemos tendido a pasar por alto por considerarlos no-humanos. Incluir a las mascotas en la historia permite tener una mirada más completa, por ejemplo, del mundo urbano o de los hogares, además de que presenta un ángulo privilegiado para examinar problemas sociales que preocupan a los historiadores, como las formas en que mujeres y grupos pobres han subvertido su posición subordinada; para convencerse de ello basta con leer la novela Flush (1933) de Virginia Woolf. Los perros, además, al igual que las grandes tendencias del clima, nos recuerdan que nuestra historia no se mide en décadas o centurias, sino en milenios5. Todos estos elementos me han ayudado a entender qué hizo posible que yo quisiera tener un perro antes que hijos para que ellos, como yo, crecieran en su compañía. Estos aportes de la historia ambiental derivan de su misma razón de ser: el reconocimiento de que la historia humana no es solo humana, sino que está entrelazada con la historia de los animales, las plantas, las montañas, los bosques y demás elementos del ambiente, en buena medida porque somos seres biológicos6.
Al expandir nuestro campo de visión, la historia ambiental ha abierto avenidas de investigación, como fue (y sigue siendo) el caso del impacto del intercambio de organismos entre el Viejo y el Nuevo Mundo en el siglo XVI, que lleva a reconocer a actores no humanos en la historia. ¿Cómo entender la Conquista sin tener en cuenta la viruela y demás enfermedades que contribuyeron de manera definitiva a aniquilar a la mayoría de la población nativa de América?, o ¿cómo no considerar, para comprender cabalmente la Colonia, a los cerdos, las vacas y los caballos que facilitaron la vida de los colonizadores (y algunos indígenas) y transformaron el paisaje americano?7 La historia ambiental también ha servido para mirar con nuevos ojos viejos problemas históricos, como lo demostró John McNeill al resaltar que la fiebre amarilla fue determinante en la geopolítica del Caribe -por ejemplo, en el triunfo de la Revolución Haitiana- en los siglos XVII y XVIII al diezmar a los ejércitos invasores europeos8.
Estos aportes nos permiten identificar el gran desafío de la historia ambiental latinoamericana: proveer un lente que cambie de manera permanente el panorama de la trayectoria histórica de la región, al hacerlo más completo y preciso, no solo para los historiadores ambientales sino para todos. Este desafío busca seguir un camino semejante al abierto por los estudios de género, que han aguzado nuestra mirada al mostrarnos que sin importar lo que queramos examinar, diferenciar entre hombres y mujeres, y escudriñar las concepciones sostenidas de lo que cada género debe ser, nos permite entender la historia y nuestro presente mucho mejor. Es el caso, por ejemplo, de la comprensión de las reformas agrarias de las décadas de los años 60 y 70 del siglo pasado en América Latina. Carmen Diana Deere y Magdalena León demostraron que la tierra redistribuida fue titulada a hombres cabeza de familia, excluyendo efectivamente a las mujeres, y perpetuando de esa forma su dependencia de los hombres y la desigualdad entre géneros9. Señalar problemas de este tipo ha servido para planear políticas públicas más incluyentes.
De un modo similar, resulta limitado pensar en las reformas agrarias sin incluir una perspectiva ambiental. El caso mexicano es ilustrativo en este respecto. El Plan de Ayala -promulgado por el ejército zapatista en 1911 para plasmar los derroteros de su lucha revolucionaria- presentó su visión de reforma agraria de la siguiente manera:
hacemos constar: que los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados, científicos o caciques a la sombra de la justicia venal, entrarán en posesión de esos bienes inmuebles desde luego, los pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos, correspondientes a esas propiedades, de las cuales han sido despojados por mala fe de nuestros opresores...
A pesar de que su eslogan decía "tierra y libertad", los agraristas tenían muy claro que su lucha incluía agua, como lo ha mostrado el investigador Alejandro Tortolero, y bosques (montes), por no mencionar suelos de diversas calidades10. Mikael Wolfe ha ido más allá al explicar cómo en la fértil pero árida Comarca Lagunera el reparto de tierras estuvo acompañado de una transformación en el régimen hídrico: del aniego que aprovechaba de manera sostenible las aguas intermitentes del río Nazas se pasó a la construcción de una gran represa y al aumento desmedido de la extracción del agua de pozos profundos11. Las políticas revolucionarias también fueron más allá de la tierra y el agua. Christopher Boyer y Emily Wakild han estudiado cómo la reforma agraria cardenista (1934-1940) estuvo acompañada de medidas conservacionistas de variada índole, que incluyeron la creación de parques nacionales, en la búsqueda de justicia social en un campo ambientalmente sano y productivo12.
Estas investigaciones han contribuido a aguzar la mirada para que logremos ver las mil aristas del ambiente que los historiadores apenas intuíamos, o que ni siquiera imaginábamos, para construir una visión del pasado más compleja, nítida y colorida, y una mejor comprensión de nuestra realidad actual. Fue en ese sentido que interpreté la invitación que me hizo mi amigo Diogo de Carvalho Cabral a pensar en los impactos de la historia ambiental sobre la historia latinoamericana en una mesa redonda en la III Escuela de Posgrados de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental, Solcha (que tuvo lugar en Anápolis, Goiás, en 2017)13. No se trataba solo de hacer un necesario balance de cuántos libros y artículos hemos publicado y sobre qué temas, o de cuáles reuniones hemos organizado; su propuesta me obligó a pensar en qué medida esos esfuerzos han permeado la lectura del pasado en la región. No me refiero apenas a la lectura de nuestra (pequeña) comunidad creciente de historiadores ambientales y socios cercanos, sino la de los demás historiadores y la de nuestros connacionales. Más que construir un bastión sólido (y aislado), el mayor desafío de la historia ambiental latinoamericana (como la de cualquier otra región) es alterar la visión general de la historia: lograr que veamos al mundo completo e interrelacionado, sin las murallas que hemos construido alrededor de lo que identificamos como "social".
En la mesa redonda, como en este texto, me centré en el caso colombiano, que es el que mejor conozco. Sin embargo, aspiro a que mis planteamientos más gruesos tengan alcance regional (y soy consciente que los más finos, los detalles sobre los que se apoya este argumento, necesitan ser trabajados aún más). Ante la pregunta sobre qué tanto concebimos -los historiadores, los museos, el país- un pasado nacional en el que el ambiente tiene cabida o, dicho de otra forma, qué tanto hemos -los historiadores ambientales, "oficiales" o no- complementado la forma en que concebimos nuestro pasado, mi respuesta es doble: muchos de quienes hacen historia (no solo desde la academia) saben que la historia ambiental existe, a algunos les intriga y hasta han incorporado algunos elementos, pero nuestro campo ha añadido aún poco al gran tratado de historia nacional. Veamos...
Signos prometedores
A principios de este siglo la historia de Colombia -que se había establecido como un campo académico firme- tenía poco de ambiental. La historia encontró lugar en la academia colombiana en la década de 1960 y tomó fuerza en la década siguiente. La Universidad del Valle empezó a ofrecer el primer programa de historia en 1962, pero solo hasta 1975 las universidades Nacional y Javeriana en Bogotá, y la de Antioquia en Medellín, siguieron sus pasos. A finales de la década de 1980 la producción era suficientemente sólida para que Editorial Planeta publicara una serie de siete tomos titulada Nueva Historia de Colombia (1989), donde "nueva" hacía alusión a su carácter profesional y social, en lugar de moral y heroico14. La organización de esta obra es cronológica y temática. En ella hay más bien poco de ambiental, al igual que en el excelente libro que en 1993 dio una mirada general al pasado del país en un solo volumen: Colombia, una nación a pesar de sí misma de David Bushnell15.
En esos años aún no había un esfuerzo consciente por incluir al medio ambiente en los estudios históricos sobre Colombia; ese esfuerzo empezó más o menos una década después; es decir, que han pasado otros diez años desde entonces. Y a juzgar por algunas publicaciones generales, el impacto de dicho esfuerzo ha sido bastante limitado. Las consideraciones ambientales no contribuyeron a fortalecer dos libros publicados en 2010 y 2011, uno sobre historia (política) de Colombia del siglo XX y otro que abarca 500 años pero se centra en la economía16. Tampoco dejaron una huella significativa en los cinco tomos publicados por Taurus (entre 2010 y 2016) que cubren la historia nacional desde 1808 hasta 2010. De las 324 páginas de la Historia mínima de Colombia de 2017 solo influenciaron las primeras, dedicadas al período prehispánico; las transformaciones ambientales no figuran entre los grandes cambios del siglo XX17. De modo similar, el Colombia Reader, que recoge una variedad extraordinaria de fuentes escritas y visuales sobre la historia de Colombia (publicado en 2017), es débil justamente en facilitar que sus lectores imaginen que esa historia está profundamente entrelazada con la naturaleza18.
Sin embargo, el título de esta sección es optimista porque hay evidencias claras de que la disciplina histórica está acogiendo a esta nueva rama. Stefania Gallini fue invitada a participar en un compendio sobre historia cultural colombiana con un capítulo sobre historia ambiental19. Las reuniones profesionales denotan un interés similar de historiadores dedicados a otros temas en los aportes de este campo. En las convocatorias de los dos últimos congresos colombianos de historia (2015 y 2017) la historia ambiental ha estado entre las áreas para presentación de ponencias, mientras que en 2006 la mesa que organizamos entre varios colegas sobre el tema fue una novedad. En el mismo sentido, el Coloquio Anual de Historia -que organizan la Universidad de Caldas y el Banco de la República en la ciudad de Manizales- escogió como tema para su cita de 2017 la historia ambiental.
Este interés debe mucho a la existencia en Colombia de una comunidad de historiadores ambientales pequeña, que está creciendo aunque no tenga una sociedad formalmente constituida, ni congresos regulares, como sucede en Brasil20. Su mayor nodo está en Bogotá, en la principal universidad pública del país, la Universidad Nacional de Colombia, donde se ha forjado el grupo más sólido que tenemos bajo la guía de la colomboitaliana Stefania Gallini, y en la principal universidad privada, la Universidad de los Andes, donde los avances han estado abanderados por geógrafos que trabajamos en el Departamento de Historia. Este carácter interdisciplinario se replica en la sede Amazonia de la Universidad Nacional de Colombia, donde Germán Palacio ha liderado uno de los esfuerzos más sostenidos y en la ciudad de Cali, donde existen dos nodos, uno en el Departamento de Historia de la Universidad del Valle, orientado por Aceneth Perafán, y otro en el Departamento de Ingeniería Civil y Ambiental de la Universidad Javeriana, promovido por Olga Lucía Delgadillo. Nótese el diálogo entre humanidades, ciencias sociales y ciencias ambientales que este campo favorece. Esta comunidad se está volviendo más nacional gracias a que dos doctores egresados de las dos primeras universidades mencionadas -Vladimir Sánchez y Katherine Mora- entraron recientemente a formar parte de la planta profesoral de la Universidad Industrial de Santander en Bucaramanga y de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia en Tunja. Hay más colegas contagiados que desde otras instituciones fortalecen esta comunidad.
En estas universidades los estudiantes tienen la oportunidad de formarse incorporando el medio ambiente en sus aproximaciones al pasado, puesto que hay profesores que ofrecemos cursos especializados en historia ambiental e incluimos una dimensión ambiental en cursos generales de historia. En algunas de estas instituciones hay también lo que en Colombia se denominan semilleros, es decir, grupos de trabajo, más o menos formales, centrados en ciertos temas, en los que confluyen profesores y estudiantes. El grueso de estos últimos es de maestría, puesto que en Colombia el desarrollo de doctorados es aún incipiente. Los semilleros de historia ambiental sirven para potenciar los intereses de algunos y como punto de referencia de este modo de hacer historia para las comunidades que conforman los departamentos en los que operan.
Pero el impacto mayor sobre las formas de entender el quehacer histórico y nuestro propio pasado no se mide por lo que dicen las personas que hacen historia ambiental, sino los demás. En esa medida, los cursos sobre historiografía e historia de Colombia sirven como indicadores. La enseñanza de pregrado en la Universidad de los Andes, donde trabajo, nos arroja algunas pistas. Allí se ofrecen dos cursos historiográficos, uno de ellos centrado en la producción colombiana, en el que no se aborda la historia ambiental, pues sus aportes han sido mucho menores que los de otras escuelas. Pero en el curso sobre perspectivas recientes de la historia, sí se aborda, sobre la base de lecturas principalmente de autores estadounidenses.
Aquí hay una primera lección, tal vez muy obvia: una literatura robusta constituye la base para la inclusión de estas nuevas miradas en los cursos básicos y por lo tanto para afectar la manera en que las nuevas generaciones de historiadores entienden su disciplina. Por esto en los cursos sobre Colombia el abordaje ambiental es débil: se incluye un poco en historia colonial (en particular los efectos ambientales de la minería, pero con literatura sobre otros países) y en historia del siglo XX alrededor del tema de la deforestación causada por la colonización. Lo que he conversado con profesores de otras universidades del país sugiere que la perspectiva ambiental suele estar ausente21. Para entender esta realidad conviene evaluar las contribuciones con las que contamos y pensar hacia dónde debemos enfocar nuestros esfuerzos en aras de forjar una mirada ambiental de la historia de Colombia y la región latinoamericana.
Montañas y ciudades
No contamos con un balance de cómo aparece, si es que aparece, el ambiente en obras históricas clásicas, como las de José Manuel Restrepo (1781-1863), el historiador de la Independencia22. Pero sí sabemos que dentro del enfoque social y económico que marcó el despegue de la historia académica en la década de 1970, como es el caso de los trabajos de Germán Colmenares (19381990), hubo una pretensión de llegar a conclusiones sobre el país a partir de trabajos realizados a escala regional, que sin embargo no tuvieron mayor preocupación por las transformaciones físicas del territorio o por la forma en que el ambiente ha afectado el devenir histórico. Aún así, hay al menos tres caminos que han permitido pensar en asuntos ambientales dentro de nuestra historia.
La primera corriente, y a mi juicio la más significativa, proviene del reconocimiento de la importancia de la geografía (física) en el desarrollo o la cultura regional y nacional. Pionera en este respecto es la Historia doble de la Costa (1979-1987) de Orlando Fals Borda, que desde la sociología rural identifica la "cultura anfibia" como el resultado de la forma en que los campesinos se adaptaron al ambiente del Caribe colombiano23. Nuestra geografía incluye otras regiones naturales muy distintas; particularmente relevante para la interpretación de la historia nacional ha sido la división de la cordillera de los Andes en tres ramales que atraviesan la zona más poblada del país, foco de la mayoría de los estudios históricos. El título del libro Colombia, país fragmentado, sociedad dividida (2002), de Frank Safford y Marco Palacios, que es una mirada general a la historia de Colombia, hace alusión a este asunto24. Los autores comienzan con un examen de la fragmentada geografía económica, asociada a la topografía quebrada y la falta de integración económica, sugerido por sus investigaciones previas25.
De manera similar, Roberto Luis Jaramillo, profesor de la Universidad Nacional en Medellín, tiene un agudo sentido por la geografía que ha inculcado en sus estudiantes a lo largo de muchos años de enseñanza; ese proceso de formación fue continuado por uno de ellos, Orián Jiménez, desde que asumió como profesor de la misma institución26. Intrigado por el origen de la pasión de su maestro, aún siendo estudiante Jiménez le puso el tema a Jaramillo y este le comentó: "Cuando estaba niño leía en la biblioteca de un tío un ejemplar de la geografía de Uribe Angel y. esa lectura y la observación de los paisajes de [mi] pueblo natal, Jardín, en el suroeste antioqueño, [me dejaron huellas suficientes para que, tiempo después, [me] interesara por los temas de Cartografía Histórica y Geografía"27. El camino seguido por Jaramillo es posiblemente el de otros: una fascinación con los paisajes combinada con el impulso brindado por algunas lecturas afortunadas. Yo había pensado, equivocadamente, que el interés de Jaramillo derivaba de haber leído el concienzudo libro de James Parsons, geógrafo de la Escuela de Berkeley, sobre la colonización antioqueña; pero seguro que esa obra tuvo influencia sobre otros28.
La segunda corriente se deriva de las ciencias ambientales y el ambientalismo. El personaje más destacado en esta área es el agrónomo Víctor Manuel Patiño, quien se sumergió -sobre todo en las décadas de 1960 y 1970- en los archivos de varias ciudades de Colombia y el exterior para reconstruir con detalle enciclopédico el uso de plantas y animales en el pasado29. Ya en la década de 1990 los asuntos ambientales adquirieron una importancia sin precedentes en la política nacional. Eso llevó a que uno de los tres nuevos volúmenes de la Nueva Historia de Colombia publicados en 1998, titulado Ecología y cultura, incluyera un artículo sobre el desarrollo de las instituciones ambientales y el ambientalismo en el país desde mediados del siglo XX. Este texto fue escrito por Manuel Rodríguez Becerra, primer ministro de Medio Ambiente (1993-1994)30. Uno de las principales preocupaciones del ambientalismo ha sido la deforestación, estudiada en perspectiva de larga duración por el ecólogo Andrés Etter, en colaboración con colegas australianos31.
Una tercera fuente de interés en temas ambientales surgió desde los estudios de la ciencia, como lo demuestran los trabajos de Mauricio Nieto y Camilo Quintero. El primero explica cómo las investigaciones sobre la geografía realizadas a principios del siglo XIX fueron la base no solo para pensar en el mundo natural y el progreso nacional, sino para concebir un orden social. El segundo termina por indagar sobre los orígenes de la conservación de la naturaleza al examinar la trayectoria de reconocidos ornitólogos32. Fue también desde una preocupación por la producción de conocimiento que se comenzó a estudiar la comisión corográfica, aquella iniciativa de la década de 1850 por mapear el país y dar cuenta de sus recursos. Los escritos, mapas y acuarelas producidos por los miembros de la Comisión han constituido una fuente invaluable que ha acercado a los historiadores a la interpretación de la geografía nacional33.
Dentro de este panorama comenzaron a aparecer aportes que se apoyaban de manera consciente en la historia ambiental hecha en otras latitudes. Germán Palacio cumplió un papel central en estos esfuerzos al editar Naturaleza en disputa, ensayos de historia ambiental de Colombia 1850-1995 (2001) y luego publicar Civilizando la tierra caliente: la supervivencia de los bosquecinos amazónicos, un libro corto y novedoso que ganó un premio (otorgado por la Asociación Colombiana de Universidades, la Embajada de Francia y el periódico El Espectador) y que fue reeditado en 2006, con un capítulo adicional, bajo el título Fiebre de tierra caliente, Una historia ambiental de Colombia, 1850-193034. Este libro logra pensar la historia de Colombia desde un nuevo ángulo que incorpora los bosques y descentra una historia anclada en la zonas más habitadas del país: los Andes y el Caribe. En 2005 fueron publicados dos dossieres en las revistas Nómadas e Historia Crítica35.
Esos esfuerzos pioneros han tenido continuidad sobre todo en artículos o libros cortos, resultado de tesis de grado de maestría, aunque las historias ambientales de Bogotá y del Valle del Cauca son una excepción a esta regla36. Entre estos esfuerzos destaco el libro Semillas de historia ambiental, que cosecha el trabajo del semillero de la Universidad Nacional de Colombia, en el que confluyen trabajos de pregrado, maestría y doctorado37. Tal vez el mayor aporte ha sido en historia urbana, al punto que hoy sería inadecuado hacer un balance del tema sin tener en cuenta la historia ambiental. Los trabajos realizados rescatan el papel de los ríos en la formación de los espacios urbanos y las ciudadanías; llaman la atención sobre la creación de parques, las canteras y los árboles que crecen en medio del cemento38. Además de demostrar el interés despertado por los bosques, los animales y el clima, estas publicaciones traen a la luz información útil para pensar en una dimensión de la historia que ha permanecido en las sombras. Sin embargo, algunos son desordenados o limitados en los elementos de análisis que proveen para reinterpretar la historia. Vamos bien, pero el camino es largo.
Grandes problemas históricos
La base para que los historiadores y finalmente nuestros compatriotas vean en el pasado no solo guerras, presidentes, exportaciones y movimientos sociales, sino también animales, terremotos, agua y energía son resultados convincentes de investigaciones que abarquen más temas, períodos y lugares. Andrew Sluyter y Vera Candiani, por ejemplo, han insistido en la necesidad de ampliar el espectro temporal de la historia ambiental latinoamericana, dada su fuerte concentración en los siglos XIX y XX39 No se trata de un capricho de colonialistas, sino de la posibilidad de entender procesos de larga duración y de hacer comparaciones intertemporales. Del mismo modo, podemos hacer un listado de temas que habría que atender, como los mares, y de aproximaciones prometedoras que deberíamos replicar, como la colaboración entre historiadores y ecólogos que utilizan tanto el archivo como la composición y funcionamiento de los ecosistemas para construir historias ambientales40.
Pero el principal desafío va más allá de contar con un mayor volumen de publicaciones que ayuden a llenar vacíos, utilicen metodologías creativas o superen las historias que denuncian la destrucción ambiental41. Esta última crítica, que ha sido hecha reiteradamente, se inspira en la reflexión realizada por académicos estadounidenses en la década de 1990, que llevó a replantear el concepto de naturaleza entendido como un espacio prístino siempre amenazado, para entenderlo como una realidad "híbrida" moldeada por la acción humana (con consecuencias diversas)42. Aunque es cierto que las narrativas de deterioro ambiental -y su corolario: aquellas que exaltan las acciones heroicas que lo contrarrestan- han tenido un lugar prominente en el desarrollo de la historia ambiental latinoamericana, el panorama actual es bastante diverso y, en todo caso, ese tipo de historias hicieron grandes contribuciones.
Ese es el caso del libro The Green Republic, de Sterling Evans, que aplaude los esfuerzos por conservar la naturaleza en Costa Rica y en esa medida puede considerarse una historia heroica43. Esta publicación está basada en una concienzuda investigación, es agradable de leer y muy provechosa para reconstruir la historia más amplia de la conservación en América Latina. Aún más al punto es el libro de Warren Dean, With Broadax and Firebrand, que reconstruye una gran destrucción44. Con maestría, este historiador narra la historia de Brasil desde un ángulo novedoso: la aniquilación del bosque atlántico, que cubría la costa desde el nordeste hasta la frontera sur. Imposible volver a ver la historia brasilera sin reconocer que el desarrollo centrado en la costa y basado en la exportación de productos tropicales, la industrialización y el crecimiento urbano, estuvo alimentado por la destrucción de una de las grandes franjas boscosas de América Latina.
Este libro nos lleva a mi argumento central: para demostrar que el pasado y el presente se entienden mejor incorporando el ambiente, lo fundamental no es tanto el tema, el período o la aproximación, sino la existencia de historias contundentes. La necesidad de la historia ambiental se demuestra en su capacidad de explicar los grandes problemas que se ha planteado la historia o de proponer nuevos problemas, centrados en la relevancia de un tema ambiental en sí mismo. El libro de Dean hace visible a un gigante derrotado que ya no se puede obviar y que ilumina la forma de entender otros biomas brasileños. José Augusto Pádua ha esbozado una propuesta similar consistente en pensar la historia del Brasil como el proceso de conformación de un territorio, lo que obliga a tener en cuenta tanto el caleidoscopio de ecosistemas, para usar sus propias palabras, como las variadas formas de concebirlos. Esta es una propuesta prometedora para pensar otros países de la región45. La alternativa a proponer temas nuevos es demostrar que para entender un tema histórico relevante es útil, o hasta indispensable, una perspectiva ambiental. John McNeill expresa esta inquietud a manera de interrogante:
A veces la historia ambiental parece demasiado tangencial a las principales preocupaciones de otros historiadores. ¿Qué les puede decir de las grandes cuestiones que los han ocupado por generaciones? ¿Qué les puede enseñar sobre los imperios, las guerras y las revoluciones? ¿Qué puede añadir a los temas que han obsesionado a las últimas generaciones, tales como género, identidad y esclavitud?46
Es en ese sentido que Martin Melosi dice que la historia ambiental es un "ángulo de ataque", es decir, que puede hacer aportes a la historia social o económica, a la comprensión de las luchas agrarias o de las políticas públicas, por citar algunos ejemplos47. Es justamente como un ángulo de ataque que en el libro Landscapes of Freedom los usos y las formas de dar sentido a las selvas me ayudan a entender uno de los fenómenos sobre los que descansa la construcción de repúblicas: el paso de sociedades esclavistas a sociedades en las que todos sus ciudadanos viven en libertad. En los bosques extremadamente húmedos del Pacífico colombiano la población negra libre logró acceder a recursos naturales, como el oro para exportar o animales y plantas para su propia subsistencia, lo que le permitió alcanzar un nivel autonomía -de control sobre sus cuerpos y tiempo- mayor que la mayoría de la población negra del continente. Este caso abre una avenida para entender la experiencia de la libertad al señalar la importancia que tuvo el acceso a recursos de diferentes geografías en sociedades agrarias48. Aquí sigo los pasos de José Augusto Pádua, quien en Um sopro de destruição propuso una mirada refrescante -la preocupación de intelectuales por la deforestación- para complementar la comprensión de la economía cafetera, un tema fundamental en la historia de Brasil49. Aunque Pádua ha escrito artículos sobre el tema, estos derivan o contribuyen a un trabajo de mayor peso recogido en un libro, un formato que permite tratar un problema en toda su complejidad. Por eso, para muchos historiadores, como Marixa Lasso, los principales puntos de referencia son justamente libros, que permiten abordar con detalle procesos amplios:
Como muchos, cuando pienso en las grandes obras que cambiaron mi forma de ver el mundo, pienso sobre todo en libros. Fueron libros los que me enseñaron a entender conceptos como el nacionalismo, o a comprender la historia del capitalismo, a descubrir los múltiples mitos sobre la historia de las mujeres, o a entender cómo se ha perpetuado y transformado el racismo en los últimos 500 años.50
Como explicaba arriba, la mayoría de la producción colombiana está accesible en forma de artículos y tesis de grado. Si nuestro objetivo último es alterar la forma de ver y hacer historia, requerimos contar con monografías que demuestren de manera contundente la relevancia de la historia ambiental y se conviertan en referencia no solo para los historiadores ambientales, sino para aquellos interesados en otros temas; estudios que muchos académicos y estudiantes colombianos incluyan entre aquellos que definieron su forma de entender el pasado nacional y el mundo. Los libros siguen -tanto en Colombia como otros países- marcando el derrotero de nuestra disciplina y por lo tanto moldeando la manera como entendemos el pasado. Un par de libros contundentes de historia ambiental colombiana, de esos que se leen con pasión, no se olvidan y se recomiendan a colegas (y ojalá también a amigos) serían una contribución enorme para convencer a los no conversos de la necesidad de este enfoque51.
Los mejores libros cumplen un papel vital: De bosque a sabana de Reinaldo Funes y Culturas bananeras de John Soluri fueron importantes para el surgimiento de la historia ambiental latinoamericana debido a que se constituyeron en puntos de referencia52. Aún hay pocos libros como estos, que lectores de cualquier país de la región y sin un interés particular en el asunto específico en cuestión encuentren reveladores; convendría que hubiera más. Es cierto que los artículos, en especial los publicados en revistas reconocidas por su alta calidad y en aquellas de acceso abierto, toman cada día más relevancia y pueden tener un impacto significativo. Tienen la gran ventaja de ser de más rápida lectura y de traspasar más fácilmente barreras nacionales. Es sin duda otra dirección en la que debemos avanzar; artículos y libros son estrategias complementarias, como también lo es la elaboración de trabajos sintéticos y estudios comparativos.
Es difícil realizar síntesis sobre ciertos temas cuando hay poco material para sintetizar, pero es posible. Podemos inspirarnos en los primeros y grandes historiadores profesionales que tuvieron que hacer buen uso de su imaginación, además de fuentes sólidas, para sentar las bases de las historias nacionales. Además, se pueden releer de forma novedosa trabajos que no son expresamente ambientales y presentan una base nada despreciable sobre la cual construir. El deseo de contar con balances de este tipo alimentó el esfuerzo de un grupo de colegas asociados a Solcha de presentar una visión general de la historia ambiental de América Latina de los últimos dos siglos, que avanzara sobre la presentada por Shawn Miller53. Se trata de un libro -A Living Past- con capítulos sobre áreas y ambientes (como México y ciudades) y temas (como minería y ciencia), en la que confluyen autores de varios países de América Latina y Estados Unidos54. Estas síntesis pueden convertirse en puntos de referencia para historiadores de muy variada índole y pueden ayudar a concebir cursos de formación básica.
Con el fin de que nuestros estudios enfocados en temas específicos tengan mayor vuelo conviene realizar trabajos comparativos, haciendo uso del material publicado sobre otros lugares (ojalá en países o continentes distintos a los nuestros) y colaborando con colegas que conocen otras realidades. Las comparaciones nos permiten ver qué es particular o general de nuestro caso y nos obligan a salir de las limitadas fronteras de nuestros estudios. Para este fin se puede utilizar la red de Solcha y la plataforma que brinda la revista Historia Ambiental Latinoamericana y Caribeña (Halac). Una opción prometedora es realizar historias de biomas similares en varios lugares de América Latina y el mundo, como puede ser el Cerrado en Brasil, que tanta atención ha recibido últimamente, y los llanos colombianos y venezolanos, por no mencionar las grandes planicies de los Estados Unidos o las estepas de Asia Central55.
Dado el desarrollo de la historia ambiental a nivel internacional, me parece particularmente promisorio estrechar vínculos con otras regiones de lo que ha dado en llamarse el Sur Global. El proyecto BRICS, acrónimo que se refiere a la asociación de economías emergentes (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica), constituye un primer paso: de la colaboración entre historiadores ambientales de estos países resultó el libro The Great Convergence56, La realización, en 2019, del III Congreso Mundial de Historia Ambiental, en Florianópolis, Brasil, representa una gran oportunidad para forjar nuevas colaboraciones57. El idioma puede ser una barrera para estos trabajos conjuntos. En América Latina tenemos la gran ventaja de que muchos nos comunicamos en español y que la gran mayoría de brasileños entiende este idioma. Es esta lengua, además de la historia común, lo que ha permitido que Solcha cuente con colegas españoles, quienes llevan años trabajando con latinoamericanos. Pero a los hispanoparlantes nos hace falta hacer un mayor esfuerzo por leer y hablar portugués, sobre todo dado el peso de la comunidad de historiadores ambientales brasileños en el contexto latinoamericano. Al salir de nuestra región nos vemos obligados a operar en la lingua franca que es el inglés, lo que no siempre es fácil. Por eso hay que ser ingeniosos y por ejemplo publicar traducciones de textos escritos originalmente en español o portugués.
Terminaría por decir que nuestro objetivo último es tener un gran número de socios, es decir, que quienes funcionen desde otras áreas de la historia utilicen una perspectiva ambiental en la medida en que les convenga58. Esos socios no están solamente en la academia, sino también en el mundo de la cultura, en donde se diseñan e implementan políticas públicas, en el sector ambiental y en otros espacios. Ante ellos debemos desplegar nuestras más efectivas estrategias de conquista.
Más allá de las aulas
La historia no la hacen solo los historiadores, la hacen los cantantes con sus canciones, los curadores con sus exposiciones, los directores de cine con sus películas. En años recientes ha tomado vuelo lo que se denomina historia pública, que busca hacer historia para un público que va más allá de la academia, es decir, para los grupos a los que llegan esos otros fabricantes de historias. Pensar en otros públicos y formatos, y reconocer a nuestros socios, descansa sobre una gran pregunta de fondo: ¿para qué y para quién hacemos historia? Si queremos convencer a muchos de que el pasado humano ha estado entrelazado con la naturaleza para así entender mejor nuestra situación presente, resulta insuficiente publicar artículos en revistas indexadas. Debemos ampliar nuestros círculos, ser creativos en lo que hacemos y participar en debates actuales.
Los historiadores contamos con una herramienta poderosa que podemos utilizar para producir resultados no convencionales: las narrativas. Los historiadores ambientales William Cronon y Regina Horta Duarte han hecho reveladoras reflexiones sobre el poder de esta herramienta para crear visiones de la naturaleza acordes con nuestros valores y hasta para enfrentar la muerte59. Contar historias es una forma probada a lo largo de los siglos para fascinar a grandes y a chicos. Si logramos evadir las rigideces que a veces impone la cultura académica escrita, podemos llegar a un universo amplio de lectores. Además hay formatos a nuestro alcance, como libros para niños y páginas web, que implican un cambio de estilo, pero dentro de un oficio -escribir- que nos es familiar. Ya hay buenos ejemplos en ese sentido, designados con el rimbombante nombre de humanidades digitales, que combinan texto con imágenes (e incluso sonidos) y nos marcan derroteros a seguir60.
Los caminos para llevar nuestros conocimientos más allá de las aulas son infinitos. Una experiencia reciente del Instituto de Investigaciones de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, institución estatal encargada de la investigación para la conservación y uso sostenible de la biodiversidad colombiana, sirve como ejemplo del tipo de colaboraciones posibles. El instituto fue encargado de proveer la información necesaria para delimitar los páramos, ecosistemas andinos ubicados en la alta montaña donde ya no crecen árboles. Son considerados estratégicos porque almacenan el agua de la que depende buena parte del país. Definir hasta dónde llega cada páramo es un ejercicio que simplifica realidades complejas, pero que ha resultado necesario a la luz de normas que definen qué es permitido y qué no en estos ecosistemas. Las líneas que se están trazando pueden proteger los páramos de le minería, así como limitar enormemente las actividades de los campesinos que viven allí, por lo que la cuestión no es tan solo un difícil ejercicio técnico, sino un proceso profundamente político.
Paula Ungar, encargada de este asunto en el Instituto, solicitó a diferentes universidades estudios de veintiún complejos de páramos y estableció entre los parámetros para su realización la inclusión de una sección de historia ambiental. También aseguró el diseño de algunas herramientas que incluyeron una guía sobre cómo hacer historia ambiental de estos ecosistemas61. El énfasis en la historia no es gratuito; se desprende en parte de la colaboración previa entre el Instituto y los historiadores ambientales en la realización del VI Simposio de Solcha. Este encuentro fue realizado en 2012 en la ciudad colombiana de Villa de Leyva, donde se ubica una de las sedes del Instituto. Los historiadores ambientales quisimos hacer una reunión que no fuera solamente académica, así que en ella participaron, desde la misma organización, profesionales que trabajan en varias instituciones relacionadas con el manejo del medio ambiente, entre ellas Parques Nacionales Naturales de Colombia. Esta colaboración, que es además interdisciplinaria, se ha extendido a otros ámbitos, como la realización de salidas de campo y trabajos con el Jardín Botánico de Bogotá.
La historia ambiental ha logrado permear otros espacios no académicos en Colombia. El Museo Nacional renovó sus exposiciones permanentes y en los últimos años creó dos salas -"Memoria y nación" y "La tierra como recurso"- en las que reconoce el lugar de los espacios y sus recursos alrededor de valores como la diversidad y procesos como aquellos que han guiado la economía nacional. El carácter visual del museo permite aproximaciones novedosas que incluyen obras de arte y objetos. De un modo similar, el Centro Nacional de Memoria Histórica, que recoge las memorias de las víctimas del conflicto armado, está preparando un museo para cuyo guión ha escogido tres ejes, uno de los cuales es agua. Detrás de estos esfuerzos se encuentran artistas y antropólogos.
Así que las propuestas terminan por juntarse: una academia sólida, que produzca excelentes y ojalá amenos libros de referencia, es sin duda un apoyo para iniciativas como las de estos museos y las investigaciones asociadas al proceso de delimitación de páramos. Las peticiones de algunas poblaciones por prohibir la minería para proteger su derecho al agua o el incremento de la deforestación en el contexto del actual proceso de paz tienen explicaciones históricas, relacionadas con los usos que le hemos dado a nuestros recursos, alentados por visones de la naturaleza como mercancía, obstáculo o ecosistemas que proveen servicios ambientales. Vamos forjando un camino que permita que desde pequeños, los colombianos y demás latinoamericanos aprendan que la historia humana no sucede en el vacío, sino en territorios concretos que hemos imaginado y transformado hasta convertirlos en lo que son hoy Colombia, Brasil, Chile, México y los demás países de la región. Sin una perspectiva ambiental no lograremos ver la historia en toda su complejidad y con la gama de colores que la hace bella, dolorosa y promisoria.