Introducción
En los archivos españoles y americanos, particulares o institucionales, en medio de un legajo de folios o en un fondo específico, se pueden hallar calendarios tipo cartel que datan entre los siglos XVII y XIX. Sus pies de imprenta nos remiten a ciudades ubicadas tanto en los reinos peninsulares como los de ultramar. Por su naturaleza efímera, en el sentido de que se solían desechar una vez caducaban, resultan ser impresos de difícil conservación y más aún encontrarlos agrupados en un mismo conjunto documental1. Existen, sin embargo, por lo menos tres instituciones que han acopiado y catalogado cada una más de un centenar de estos impresos: el Archivo Municipal de Toledo, la Biblioteca Nacional de México y la Biblioteca Nacional de Colombia2. Quienes se han acercado a estos documentos suelen disociar el vínculo que hubo entre ellos, no sólo por el hecho de desconocer su existencia en ambas partes del océano reduciéndolos a un fenómeno de imprenta nacional o regional, sino por descartar de antemano su estrecha semejanza en cuanto al contenido y a la disposición gráfica3.
Al estudiarlos en conjunto -como corpus documental- nuestro objetivo no es otro que el de reestablecer su función primaria y con ello su conexión original, es decir, como la estructura temporal a escala imperial que en ese entonces conformaron. En momentos en que la historiografía ha señalado con toda precisión las interacciones transoceánicas de todo tipo que se dieron a través de la Corona española4, y que ha empezado a superar la imagen distorsionada de que el funcionamiento de su burocracia careció de toda "Razón de Estado"5, no debe generar pasmo alguno el hecho de hablar de una sincronía imperial a través de unos calendarios impresos. Todo ello a pesar de que existe la idea profundamente arraigada -pero errónea- de que tal hecho se conquistó en el siglo XIX gracias a la fábrica, al ferrocarril y al ingenio anglosajón6.
Argumentamos entonces que esa sincronía fue posible apelando a la antigua práctica de tabular las fechas: retículas temporales que hasta cierto punto rememoran a los menologios romanos, a las tablas astronómicas computadas en el mundo islámico y a los calendarios bajomedievales, con la diferencia sustancial de que ahora se compilaba todo el año en uno o dos pliegos relativamente fáciles de componer, imprimir y consultar. Se trató entonces del elenco de todos los días con sus respectivos santos en una sola área de papel dispuesta para ser adherida en un principio a los muros de los despachos reales, práctica que terminaría por penetrar los recintos particulares7. Calendarios o lista de listas que desde el siglo XVI se imprimían en varias prensas europeas, y que por su carácter sintético calzó perfectamente con las necesidades burocráticas de la Corona española y su proyecto teológico-político de un planeta católico con un "tiempo universal"8. Los calendarios tipo cartel se emplearon en la península ibérica en momentos en que se recurrió a las listas como medida para resumir el universo de información que generaba un imperio de tal magnitud9. Pero también proliferaron en medio de un ambiente de Contrarreforma propenso a las hagiografías, a las canonizaciones y por tanto a colmar todos los días del año -mínimo- con un santo10.
Al rastrear la ruta de la composición, impresión y consulta que siguieron los calendarios no nos quedamos a medio camino entre la imprenta y la sociedad -tal como según creemos ocurre con algunos estudios sobre la materia-11. En su lugar reconstruimos las capas de relaciones que constituyeron al tiempo como un símbolo conceptual de una síntesis que avanzó paulatinamente, lo que significa en términos generales que se parte del punto de que el tiempo se constituye socialmente tanto como el soporte gráfico en el que se consigna. De modo que tras los calendarios vemos interactuar a un número indeterminado de individuos: reyes, virreyes, impresores, componedores, prensistas, censores, astrónomos, clérigos, libreros, buhoneros, oficiales reales, y con ellos al grueso de la sociedad que de una u otra manera los consultó. Específicamente, lo que aquí se ensayó fue poner en funcionamiento dos categorías propias de las ciencias sociales bajo un mismo objeto de estudio: la cultura escrita y el tiempo social; la sociología de los textos y la constitución social del tiempo12.
Bajo esta premisa, el análisis se ciñe a un marco espacial y temporal determinado por los calendarios con los que hasta ahora se dispone (Valladolid 1628-Bogotá 1888), lo que no quiere decir que estos sean los límites de producción y circulación de dichos impresos sino que se trata de una unidad documental que permitió estudiar el problema como un fenómeno de naturaleza imperial; enfoque diacrónico que asume el riesgo de omitir las singularidades que seguramente se presentaron en diferentes lugares y en diversos momentos para así visualizar el alcance trasatlántico de tales calendarios. Lo que se hará a continuación es tomar como punto de partida la pieza más antigua con que se cuenta, el Pronóstico y calendario de 1628, impreso mediante el cual se establecen los elementos tipográficos y materiales que quedaron grabados como una impronta en la memoria de todos aquellos que elaboraron y consultaron los calendarios. Acto seguido, se pasará a las prácticas que aseguraron su reproducción por más de dos siglos y a escala imperial, ejercicios periódicos, cíclicos y recurrentes comprendidos bajo la triada impresión, composición y consulta. En tercera instancia, se explora la manera en que este tipo de calendario se introdujo en América siendo objeto de apropiación por parte de los ilustrados, estructura temporal que permaneció prácticamente intacta muchas décadas después de las Independencias. Finalmente, se concluye que la pretensión inicial con estos calendarios fue aglomerar en un solo pliego todas las temporalidades con el fin de desplegar para todos los oficiales una versión sintética, aunque, por el camino se constituyó como un tiempo reticulado que produjo un efecto equivalente en su percepción.
El calendario de 1628 como impronta
Según Víctor Infantes y Jaime Moll, el documento que aquí se aborda resulta ser el calendario tipo cartel más antiguo que se conserva para el caso español (figura 1)13. Se trata de un pliego impreso en sentido vertical que cuenta con medidas aproximadas de 32 x 44 cm. La información consignada en el mismo cartel nos indica que fue "compuesto por Luis Gutiérrez Ortiz Zaragozano. Y con licencia impreso en Valladolid por Gerónimo Gutiérrez". Se desconoce la fecha exacta en que se dio a luz a este impreso, pero gracias a lo que sucede con calendarios para años posteriores, no resulta difícil deducir que se imprimió en las últimas semanas de 1627.
Fuente: Archivo Histórico Provincial de Valladolid (AHPV), Valladolid-España, Sección: Protocolo 1808, f. 139. Impreso en Valladolid por Gerónimo Morillo.
Es preciso mencionar que este calendario no era el único en circulación. Antes, durante y después de este existieron diferentes medios para consultar las fechas, evocar los santos, sincronizar las vigilias, acordar las témporas, saber los días de ferias, las fiestas móviles, rememorar la cronología cristiana y conocer de antemano las conjunciones lunares entre otros datos de carácter civil y eclesiástico. Así pues, ciertos libros manuscritos o impresos en formato octavo que correspondían a lunarios, devocionarios, novenas, kalendariums romanos, martirologios, santorales y almanaques recordaban a aquellas sociedades constantemente el estado del tiempo junto al vozarrón de los pregoneros y al oficio incesante de los escribanos que exigía en cada escritura la calendación14.
De modo que el interés sobre esta pieza se centra en una singularidad que no guarda relación ni con su exclusividad ni con su antigüedad. La materialidad del texto, el soporte y la forma en que se dispuso la información son en este caso los vestigios más lejanos de un orden temporal que resultó más exitoso de lo que la propia monarquía española pudo aspirar y sus oficiales captar. Un tamaño predefinido, un encabezado, doce columnas y la información de trescientos sesenta y cinco días aglomerados en un solo pliego nos dice mucho sobre el nivel de síntesis que demandaba el entramado burocrático español15.
A diferencia de los librillos mencionados, los calendarios tipo cartel eran impresos en pliegos precisamente para ser inamovibles, adheridos a las paredes interiores de los despachos reales, dispuestos allí para ser consultados por cualquiera, al servicio no de unos sino de todos: función análoga a la que cumplieron los relojes públicos y las campanas; artefactos que en su conjunto inducen a pensar en diferentes grados de sincronía en ambas partes del océano. No se trataba de una especie de norma o ley promulgaba, no encontramos hasta ahora penalidades ejecutadas contra alguien que los guardara para sí. En su lugar, se puede considerar que era el formato mismo el que proponía el uso adecuado, un efecto calculado o no, pero en todo caso efectuado y efectivo. Se trató, en suma, de una convención social, práctica que se irradió desde el interior de las oficinas del Estado español al grueso de la sociedad.
Para ser más específicos, el Pronóstico y calendario de 1628 era en realidad una "tabla", lo que significaba para los contemporáneos, entre otras acepciones, un índice o una lista. Esto explica el hecho que, de manera recurrente, uno se tope en los documentos de época con la expresión "fiestas de tabla", conjunto de vocablos que no debe dar pie a la idea de que se le les llamaban así debido a que se pegaban en las maderas de las puertas de las iglesias -lo cual sin lugar a dudas también debió ocurrir-. Eran "tablas" en la medida en que enlistaban los días, incluyendo los santos y sus fiestas. Eran índices porque señalaban las cosas más notables de cada fecha y bastaba pasar el dedo sobre el impreso para informarse16.
No obstante, sería un error afirmar que los calendarios tipo cartel son simplemente un listado, una mera trascripción de fechas, un simple ejercicio de copiar una información que ya estaba consignada en otros soportes escritos, orales y memorísticos. Más que una simplificación, enlistar -o más precisamente tabular- es un ejercicio de síntesis altamente sofisticado, un nivel de abstracción superior que logra compendiar en pocos caracteres -casi- todo el conocimiento de una sociedad, capacidad admirable cuanto mayor sean los datos a reunir y el número de individuos a los que se quiera informar. Mediante este procedimiento se obliga a procesar la información por categorías generales que a su vez exigen la condensación de los datos, de modo que las hagiografías, la carga espiritual de cada día, el origen mítico de los signos zodiacales, las solemnidades festivas y hasta los nombres propios se ven resumidos a abreviaturas, siglas, signos y números; tratamiento de la historia y la memoria que no deja otra opción que arriesgar lo particular por lo general, ponderando lo cuantitativo por encima de lo cualitativo17.
Ciertamente el Pronóstico y calendario de 1628 se nutre de un sinnúmero de fuentes que, luego de pasar por aquella trama depuradora, se presenta en forma de diagrama que cataliza la memoria, enciende el motor de los recuerdos. Hechos de hondura mayor, nada más que la estructura de la cristiandad, se sintetizan así en esta lista de listas: el rejuvenecimiento periódico de los mártires que desde el siglo IV fueron cualificando para dicha de los cristianos todos los días del año18; la reproducción de los marcos temporales de la cristiandad que desde el siglo XI había establecido los ciclos semanales y el día de nacimiento de Jesús19; la Reforma del calendario juliano efectuada desde 1582 por el papa Gregorio XIII en el mundo católico sobre la base de las propuestas enviadas por los teólogos de la Universidad de Salamanca20 y el cálculo de los fenómenos astronómicos más elementales que a estas alturas parecían de común conocimiento21.
Así pues, más que con una representación del tiempo, aquellos funcionarios -y luego los particulares- se encontraron un buen día en su pared con un artefacto mnemotécnico altamente sofisticado, un teatro para reestablecer su memoria, una verdadera obra de arte propia del raciocinio barroco: aquel planeta católico que aspiraba a reunir la variedad en la unidad, un intento por poner en su tiempo a todos los tiempos del mundo, por traer a su presente lo que pensaban que era su pasado, historias legendarias para ser diariamente rejuvenecidas22. Forma de organizar el mundo plasmada en el pliego no tanto por sus elementos estéticos o alegóricos, pues en este caso brillaban por su ausencia, sino por el cúmulo de caracteres que se atiborraban en aquel papel, casi como repujándose, luchando entre ellos por cada espacio en blanco, todo con el fin de englobar el universo católico (el llamado "tiempo universal") en aquella unidad ahora al servicio de los intereses de la Corona española; monarquía que buscó -y encontró- un instrumento efectivo para sincronizar los horarios de su burocracia (figura 2)23.
Pero este documento no solo resulta útil por permitir constatar la naturaleza de esta estructura temporal, sino porque en él se logra captar un punto de inflexión entre la representación del tiempo cualitativo tendiente a la simplificación. Si bien la práctica de tabular los días se mantuvo como una impronta durante los siglos XVII y XVIII, extendiéndose en algunos lugares hasta finales del siglo XIX, el Pronóstico y calendario de 1628 presenta un par de singularidades que nos invita a ubicarlo a medio camino entre los calendarios medievales y los modernos. Mientras que los de las fechas posteriores tienden a reducir el zodiaco a ilustraciones xilográficas y con ello el discurso de los pronósticos, el de 1628 recurrió a la narrativa para explicar la relación entre el movimiento de los astros, las cosechas y el temperamento humano. Un texto extenso, sin abreviaturas, justo debajo del encabezado, relata la prognosis para el año, herramienta discursiva que acompaña a las seis ilustraciones que escenifican los vaticinios tal como se solía realizar en la calendación medieval24.
Todo ello indicado con tiempos exactos, cuantitativos, expresados no con palabras sino con números arábigos, elementos que en su conjunto nos revelan la pugna entre la pretensión de representar el tiempo en su totalidad y la necesidad inherente de reducir la información. Simbiosis transitoria entre el tiempo narrado y el tiempo sintetizado, tendiente a la reducción de caracteres para capturarlo de la siguiente manera:
[...] A los 10. de Março Lunes a las 5. y un 4. de la tarde, se halla el Sol en la 7. casa en Aries. Significa, paz y concordia entre cazados. Venus en la dicha casa no lo contradize, y fiestas. Mercurio en la dicha casa 7. en Aries. Dixo Guido Bonato, sera buena cosecha de vino y azeyte, salud de mujeres, y pesadumbre por ellas. El dicho autor dize, avra sublimidad [...] miento de los Reyes Catolicos, à quien Dios de buenos, y muchos años de vida, en su santo servicio amen [.].25
Semejante pluralidad de información compendiada en un solo pliego, produjo -como creemos- un efecto trascendental en el modo de percibir el tiempo. Al reproducir la calendación consignada en la memoria y en otro tipo de soportes escritos en una suerte de redecilla a su vez condicionada por las limitaciones tipográficas de la imprenta y su área de impresión, se impuso, de manera deliberada o no, un nuevo orden y una nueva lectura del tiempo: sin necesidad de pasar página alguna se podía abarcar de punta a punta todo el año, de un solo vistazo se surcaba sin obstáculo desde enero hasta diciembre o de septiembre hasta febrero, deteniéndose por simple capricho en la fecha de algún santo patrono, en las fiestas de "guardar", los días de las vigilias, los momentos de las témporas, e informarse de la Epacta y la letra dominical. Además, consultando los días pronosticados para las fases lunares podían ajustar su reloj con la hora exacta allí indicada una vez divisaban el fenómeno; ejercicio que conllevaba a una relación sincrónica que para finales del siglo XVII se precisaría en minutos26. Consulta de un "tiempo universal" tan libre como direccionada que por la misma distribución reticular del contenido pudo producir la percepción de que el tiempo era cuadriculado, secuenciado, previsible, programable, presto a vivirse con anticipación y quizás carente de misterio27.
Composición, impresión y consulta de los calendarios
Mediante uno de los muchos y enriquecedores trabajos que emprendió Jaime Moll sobre la historia de la imprenta, se sabe que los calendarios áureos no descendían de un poder divino ni eran una arbitrariedad del poder terrenal28. Los calendarios, en realidad, se objetivaban, eran un hecho de factura humana sobre la base de las creencias, las necesidades y las posibilidades técnicas de aquellas sociedades. Si quedaron como impronta en la memoria colectiva de un sinnúmero de individuos partícipes de aquel orbe católico, es porque en realidad estos calendarios fueron el producto de la reproducción periódica de su composición, impresión y consulta, prácticas que se repitieron sin cesar hasta convertirse en un hecho natural.
Moll tuvo la pericia de rastrear los privilegios de impresión de estos calendarios otorgados a lo largo del siglo XVII, recapitulación que sirve como punto de partida para reconstruir su proceso de composición y circulación. Según sus hallazgos, el privilegio más antiguo que se tiene data del 15 de septiembre de 1621, firmado por el recién coronado rey Felipe IV y concedido al arquero de Su Majestad Cristiano Bernabé, natural de Amberes. Este arquero fungía también como mercader e impresor de libros en Madrid, quien, según Moll, parecía ser más el propietario de una imprenta que propiamente un prensista29.
Por diez años gozó Cristiano Bernabé del privilegio, y luego, ante su defunción, pasó como herencia a manos de sus sobrinas, María y Magdalena Bernabé, quienes se vieron beneficiadas por otra década. Una vez agotada la herencia de Cristiano Bernabé, el privilegio se otorgó en 1641 a un matemático de nombre Miguel Márquez, y más tarde, en 1649, a Juan Sigler de Cendejas, portero del Consejo Real de Castilla quien cedió al librero Pedro Coello la impresión y venta de los calendarios. A partir de esta fecha se continuó con la práctica de otorgar los privilegios a los porteros del Consejo que a su vez lo cedían a un impresor30. Los calendarios se distribuían por los canales habituales de los papeles sueltos "bien directamente por el impresor, o por los libreros, tiendas de pueblos y puestos instalados en las calles, mercados, ferias, o por los vendedores ambulantes, principalmente los ciegos"31.
Este autor advierte que ignora "si ya en el siglo XVII se había adoptado la descentralización de la impresión de los calendarios", es decir, si se imprimían exclusivamente en un taller ubicado en Madrid o si también se elaboraban calendarios tipo cartel en otras imprentas de la Península. Se trata de un interrogante que se disipa con toda seguridad en los albores del siglo XVIII, aunque el propio Pronóstico y calendario de 1628 ofrece algunas luces al respecto, pues no está de más recordar que el citado pie de imprenta nos remite a la ciudad de Valladolid32. Al margen de lo anterior, lo relevante para nuestro interés es dejar marcado el hilo conductor de la constitución del tiempo: el privilegio representó desde luego un beneficio social y económico para el impresor, pero también el inicio de una vía que se extiende y se ramifica con cada agente que interviene en el proceso de elaboración y apropiación de estos calendarios.
No resulta nada fácil reconstruir de manera pormenorizada el proceso de composición de estos calendarios, pues hasta el momento se carecen de referencias que nos indiquen las reglas exactas que se aplicaban para este tipo particular de impresos. Sin embargo, contamos con ellos mismos como huella del procedimiento de composición, y por fortuna nos podemos apoyar de un manual para componedores titulado Institución y origen del arte de la imprenta y reglas generales para los componedores, impreso en Madrid 1680 y elaborado por un practicante de este oficio: Alonso Víctor de Paredes33. A partir de estos elementos se pueden señalar tres labores imprescindibles que debía cumplir el componedor antes de pasar el primer pliego de prueba bajo la prensa: determinar el soporte, recolectar la información y condensar estos datos acomodando perfectamente los tipos indicados en la galera.
Por tratarse de una hoja suelta, la elaboración de los calendarios tipo cartel parecía una cosa sencilla frente al intrincado procedimiento por el que pasaba un libro. No en vano Alonso Víctor de Paredes dedicó la mayor parte de su obra -apoyándose en dibujos- a explicar cómo doblar un pliego según el tamaño final requerido y el sentido que se le debía dar al texto para que compaginaran las planas y la paginación. De modo que, si bien la elección del soporte y su modo de empleo resultaba ser el paso más sencillo desde el punto de vista del componedor, en realidad este acto demarcó anualmente los límites de la representación del tiempo; una circunstancia impuesta por la propia imprenta que inevitablemente constriñó su riqueza sociohistórica y delimitó su fluir.
Para recaudar los datos que contenían los calendarios, se arguye que no representaba para el componedor un asunto tan complicado como en principio pueda parecer, en buena parte porque los medios para obtener tales datos estaban a la mano. Se sabe que para ser componedor era imprescindible leer y escribir, dominar bien la ortografía, entender de guarismos y números romanos, comprender el latín y las lenguas romances, y por lo menos poseer un nivel cultural relativamente alto -habilidades en las que Alonso hizo hincapié y que Moll también reseñó34-. Nada le impedía a un componedor consultar otros escritos para actualizar cada año la información: en los lunarios hallaba el cómputo astronómico "perpetuo" calculado de antemano para varias décadas; en los kalendariums romanos o santorales encontraba todo lo referente a los santos, misas y fiestas en el orbe católico "universal"; y en las reales cédulas localizaba las viejas y las nuevas disposiciones sobre los "días de guardar" que regían a los oficiales35. Si ese material no era suficiente o se estaba privado de él, no es difícil imaginar que el componedor acudía personalmente a un versado en astronomía, a una autoridad eclesiástica o a un oficial real. Además, probablemente su trabajo partía de la trascripción de un calendario del año anterior, para luego hacerle las modificaciones necesarias. Actos repetitivos que año tras año ponían en circulación aparentemente la misma información sobre aquel reconocido formato. Prácticas que reproducían los elementos mínimos para vivir en sociedad, un marco temporal que evitaba el caos y aseguraba la sincronía, y cuyo componedor ignoraba que de él dependía su reproducción.
La operación de mayor cuidado y en la que el componedor debía depositar toda su pericia era la de componer propiamente el texto en la galera. Un error en la numeración de los días, en la elección de la letra Epacta, en la ubicación del orden de las lunaciones, en la variación de un número de las fechas de las efemérides o en la alteración de la abreviatura del nombre de un santo podía dar pie no sólo a una cadena de erratas sino -más grave aún- a una confusión, sobresalto o lapsus temporal en la sociedad. Todo ello debía ser revisado una y otra vez por el componedor, antes y después de la primera prueba. Las correcciones sobre borradores manuscritos y las copias iniciales eran un ejercicio sagrado que involucraba -ahora- no sólo a los componedores, sino también a los prensistas y correctores: unos se fijaban en la correspondencia de los tipos, mientras los otros en su legibilidad y en la coherencia de la información. En este punto se trataba de un ejercicio más de deletreo que de lectura o propiamente de consulta, de cotejar y corregir más que de "leer" el tiempo. Un ejercicio por lo tanto distinto al que estaban habituados con otros impresos, pues no estaban frente a un texto ante el cual se efectuara una lectura de corrido en la que se sometiera a enmienda su redacción o sintaxis. La cantidad de signos y caracteres, la información segmentada y codificada, exigía que se comprobara el contenido tipo por tipo, punto por punto, signo por signo, espacio por espacio, de otra manera el impreso resultaba ser cualquier cosa menos un calendario36.
Quienes han cuantificado la producción de las imprentas del siglo XVII han señalado que en un día o jornada de trabajo se lograban imprimir entre 1200 y 1500 pliegos de un mismo ejemplar, así que una vez realizadas las correcciones se asume que en poco tiempo se lograba el tiraje de los calendarios37. Los rastros de lacre o cera que aún se pueden apreciar en el reverso de algunos de estos (figura 3) confirman el hecho de que una vez afuera del taller de la imprenta los calendarios eran adheridos a alguna pared y por lo tanto consultados por un número indeterminado de personas, justo como su formato lo sugería y a la medida de las pretensiones de la Corona española. Consumado, así como un hecho público, solo restaba que su consulta lo dotara de su función temporal. En este punto se debe advertir que al ser agrupados por los bibliógrafos y los historiadores dentro del rublo de "papeles sueltos", o clasificados con más precisión bajo la tipología de "ediciones recurrentes"38, los calendarios han recibido un tratamiento que no corresponde con las "prácticas de lectura" efectuadas por los contemporáneos, pues aunque fueran impresos efímeros dispuestos para ser memorizados, "recitados" y de rápida aprehensión, claramente no se "leían" como las coplas, comedias, relaciones de sucesos y demás literatura de cordel39.
Fuente: Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Bogotá-Colombia, Sección: Raros Varios. Fotografía tomada por el autor.
Por esta vía los calendarios han quedado por fuera de los estudios sobre las prácticas de lectura, estancados entre el taller de imprenta y el proceso de apropiación de sus contenidos40. De hecho, no es adecuado emplear el término "lectura" para abordar dicha práctica, pues en realidad se trataba de una consulta: puntual y momentánea, pero que conjugaba en un instante varios elementos. Lo más probable es que esta se efectuara de pie, a diario y más de una vez al día, por uno o por muchos individuos. Sobre la base del análisis de la distribución gráfica de estos calendarios y decodificación de su contenido, podemos inferir que cualquier oficial o particular que lo asaltara la duda de alguna fecha se dirigía a la pared donde a la vista de todos se encontraba el calendario para hallar la respuesta. Una vez allí, la mirada y los dedos índices de los interesados se movían en direcciones diferentes, aparentemente erráticas, de manera horizontal, vertical y diagonal. Secundados por la voz, de repente los movimientos y los sonidos se detenían sobre un dato puntual el cual se retenía por un instante en la memoria para cotejarlo con otros hasta llegar a un acuerdo sobre lo buscado. Este conjunto de listas compuesta por signos y abreviaturas obligaban a efectuar una "lectura" discontinua, un esfuerzo cognitivo que fuera capaz de hilar dos o más datos ubicados cada uno en diferentes columnas, y de esta manera recomponer el sentido inicial que codificaban los vocablos.
Consulta que se vuelve cada vez más abstracta -compleja y a la vez sintética- conforme finalizaba el siglo XVII y trascurría el siglo XVIII, pues mientras el Pronóstico y calendario de 1628 solo emplea dos signos (una cruz y un asterisco) para indicar los días de guardar o las "fiestas de tabla", los que se conservan a partir del año 1681 progresivamente reemplazan las palabras por signos, cuyas nomenclaturas se encuentran en el encabezado o en una columna complementaria a las de los meses (figura 4). En efecto, las lunaciones pasan a ser representadas por xilografías; los días de acudir a los despachos con obligación de oír misa con el emblema del dedo índice; el día de las ánimas con una cruz ensanchada; y la cronología cristiana, el cómputo eclesiástico, las fiestas movibles, las témporas y los días de eclipses fueron recogidos en una lista aparte. Así pues, de manera simultánea, la "lectura" en voz alta, en silencio y colectiva, la memoria, la oralidad y la escritura, la discontinuidad, la decodificación y la abstracción se efectuaban durante cada consulta. De modo que en los breves momentos que podía durar este ejercicio se escenificaban varias de las habilidades conquistadas por el llamado "lector moderno"41.
Allende del mar, de la Ilustración y de los tiempos revolucionarios
En el siglo XVIII proliferó la impresión de los calendarios tipo cartel no solo en la Península sino también en América. El mismo soporte, el mismo tamaño y las mismas formas de circulación se encuentran por lo menos en la Nueva España y en la Nueva Granada. Las vías por las que fue posible que estos calendarios surcaran los mares son diversas, aunque todas partían y terminaban en la necesidad de sincronizar el tiempo a escala imperial. Así, por ejemplo, allí donde aún no llegaba la imprenta, los oficiales de los despachos reales elaboraban a mano los calendarios siguiendo el patrón de tabular las fechas y marcar con una cruz las "fiestas de guardar". Un borrador de calendario 1689 realizado por los oficiales de la Real Audiencia de Santafé de Bogotá atestigua la ejecución de la Ley XXII, del Libro III, Título XV "de la nueva recopilación de estas Indias" promulgada en 1644 por Felipe IV. En los folios que contienen el proceso de elaboración de dicho borrador, se trascribió la ley que indica "que en las Audiencias no se guarden más fiestas de las que esta Santa Iglesia Romana manda guardar", agregando "que traigan ante nosotros las tablas donde se asientan dichas fiestas para reconócelas, y mandar guardar"42. Acto con el cual se ratificaba, y en consecuencia se reproducía, el marco temporal del citado planeta católico regido por el calendario gregoriano que desde 1583 se promulgaba en el Nuevo Mundo43.
La existencia de estos calendarios manuscritos, seguramente recurrente y longeva, hoy dispersa y exigua en los archivos, confirma la efectividad que tuvo la práctica de enlistar los días en un pliego que se adhiriese a una pared con el fin de ser visible para todos44. Sin embargo, en pleno siglo XVIII, ambiente del reformismo bajo el credo ilustrado, tal recurso no era suficiente para asegurar el orden sincrónico del tiempo en los despachos. Su naturaleza manuscrita, exenta de la reproducción mecánica, no era garante de una retícula, de una misma disposición gráfica, de una reproducción uniforme de contenidos que se propagara de manera iel de despacho en despacho. Su materialidad se prestaba, además, para todo tipo de alteraciones: al no seguir la secuencia de los trescientos sesenta y cinco días del año, dejar amplios espacios vacíos en el pliego y no acatar de manera rigurosa una cuadrícula, no resultaba difícil introducir un nuevo dato entre alguna fecha, sobrescribir en el contenido, suprimir información con un rayón, modificar los números de los días, cambiar de posición la cruz y con ello las fiestas de guardar. Adulteraciones que no encontraban lugar en los calendarios impresos debido a la falta de espacio entre los caracteres, a la secuencia pormenorizada de todos los días del año, a la diicultad de emular la tipografía y al hecho de que cualquier error o modiicación se disipaba fácilmente al comparar la información con otro calendario. Las pocas anotaciones o glosas que se hallan en los consultados, tienen que ver, como se verá, con la interpretación de su contenido más que con intentos de transformarlo.
La introducción de los calendarios impresos supuso entonces un intento por regular el desorden que provocaba los calendarios manuscritos, domesticar el azar mediante la prescripción de cada uno de los días, y con ello "gobernar" el ritmo de los oficiales en los despachos -y por extensión de la sociedad-. Por lo menos así lo interpretó Manuel Antonio Flores, virrey de la Nueva Granada entre 1776 y 1781, devoto de la Ilustración quien a su llegada a Santafé de Bogotá vio la necesidad de trasladar desde Cartagena de Indias al impresor y mercader de libros Antonio Espinosa de los Monteros junto con su imprenta, bajo el propósito de publicar, en un principio, "papeles sueltos" para "el mejor gobierno de este reyno"45. En efecto, una vez instalado el taller conocido como la Imprenta Real, el primer impreso que salió de sus puertas fue el "Almanak ò kalendario del año del Señor de 1778", compuesto y prensado seguramente en las últimas semanas del año inmediatamente anterior (figura 5). Con este calendario el virrey no sólo celebraba la consumación de su empresa, la "utilidad pública de mi pensamiento" decía, "con solo el hecho de haber ya conseguido que se haya formado e impreso un Almanaque". Sino que realmente esperaba que tanto en la "capital" como en "la mayor parte de los lugares de este reyno" se pudiera estar al tanto del orden temporal "y las demás noticias que son consiguiente y que antes carecían, con falta de habilidad y aún de cumplimiento de muchas obligaciones que exige la religión y la cristiana disciplina"46.
Fuente: Archivo del Real Jardín Botánico de Madrid (ARJBM), Madrid-España, Fondo: José Celestino Mutis, 11 2 5 0001. Impreso en Bogotá por Antonio Espinosa de los Monteros.
La datación de este tipo de impresos en los territorios ultramarinos, en este caso tardía frente a su aparición en la Nueva España desde por lo menos el año de 1723, ha llevado a algunos investigadores a pensar que se trató de un producto propio del reformismo borbónico e incluso una invención de las prensas americanas47. Se entiende el equívoco cuando se toma en cuenta el carácter sintético de los calendarios que a primera vista pueden remitir al programa ilustrado y las pretensiones de la casa Borbón: el orden numérico, el diseño reticular, y la relativa facilidad de producirlos y distribuirlos. Así lo confirma el hecho de que su diagramación operara como una impronta en la memoria de los impresores y oficiales reales, por ejemplo, Antonio Espinosa de los Monteros y Manuel Antonio Flores, agentes que a estas alturas ya habían naturalizado que la tabulación y las cuadrículas eran, no la representación, sino la presentación del tiempo católico. De ahí que, a la hora de componer el primer calendario impreso tipo cartel para el virreinato de la Nueva Granada, el resultado fuera la reproducción de aquel viejo patrón de principios del siglo XVII, ignorando -probablemente- que con ello asistían más un raciocino barroco que a una racionalidad ilustrada.
No es necesario aquí recordar el origen español del impresor y del virrey, en cambio sí es preciso resaltar que antes del traslado de la imprenta a Santafé de Bogotá, exactamente el 26 de noviembre de 1776, Antonio Espinosa de los Monteros envió a Manuel Antonio Flores una copia de un calendario impreso en Cartagena como muestrario de su tipografía, ejemplo de su trabajo y credencial de su conocimiento en la materia. Calendario del que no tenemos ejemplar alguno, pero que sí nos sirve para constatar que, sin una orden o instrucción de por medio que especificara la manera en que se debía componer el calendario, ambos comprendían de antemano su disposición gráfica y la forma de consultarlos. Se tiene noticia, además, de que por lo menos desde 1773, Espinosa de los Monteros estuvo encargado de imprimir "la Tabla de los Santos", o como él mismo le llamaba "La Cartilla del Rezo de este Obispado [el de Cartagena]", impreso que por su nombre parece ser un kalendarium romano tipo librillo y no un calendario tipo cartel, pero que en todo caso ratifica la relación intrínseca entre este tipo de impresos y los conocimientos polivalentes del encargado de componerlo48.
Dicha matriz temporal cumplió con su función hasta finales del siglo XIX, atravesando prácticamente intacta el cambio que supuso la era de las revoluciones y la caída del Antiguo Régimen. Así sobrevivió a varios cambios generacionales y tecnológicos, superponiéndose a la defunción o sucesión de los responsables en producir los calendarios y con ello a cualquier innovación que se quisiese introducir. A partir de la impresión del calendario de 1791, Antonio Espinosa de los Monteros se vio desplazado del cargo de componer los calendarios, mas no de imprimirlos, pues año tras año incurría en errores que generaban malestar entre el público y confusión general. A Antonio Joseph García de la Guardia se le otorgó entonces el privilegio de su composición, un joven ilustrado que conocía la astronomía y la matemática moderna, y quien cumplió con esta labor hasta el año de su muerte49.
En su reemplazo, Benedicto Domínguez del Castillo solicitó su privilegio, joven abogado que de la mano del prolífico Francisco José de Caldas aprendió la ciencia de la astronomía y de la cartografía, y que desde el año de 1813 hasta el año de 1867 su nombre figuró en el encabezado de los calendarios junto al de algunos impresores como José Manuel Galagarza, Nicomedes Lora, Juan Nepomuceno Barros, José Ayarza, Gregorio Morales, Nicolás Gómez, José Antonio Cualla, Francisco Torres Amaya50. A partir de 1831 saltaron a la escena nuevos nombres de impresores, imprentas y componedores que sugieren, por un lado, el fin del privilegio de los calendarios, y, por otro lado, el surgimiento de una competencia para Benedicto Domínguez del Castillo la cual se manifestó en tensas rivalidades dirimidas por la precisión de los cálculos astronómicos consignados en los calendarios51.
Así mismo, las prácticas de consulta de los calendarios se mantuvieron vigentes al adherirlos al principio de cada año en la pared. Un diario que data de 1783 escrito por Francisco Xavier Caro, oficial mayor de la Secretaría del virreinato de la Nueva Granada ubicada en Santafé de Bogotá, informa que ante cualquier duda efectivamente los oficiales que se encontraban dentro del despacho se levantaban de su escritorio y se dirigían a consultar el calendario en el muro. Allí discutían por unos segundos, debatían sobre la confusión y al final llegaban a un acuerdo sobre la fecha y el tipo de actividad correspondiente52. Por otro lado, algunos oficiales o particulares escribían sobre los calendarios ciertas anotaciones que indican una manera específica de consultarlos, es decir, formas y niveles distintos de apropiación. Ciertos calendarios presentan, al final de cada columna, un número que indica la suma de días en que no abrían los despachos en el mes, mientras en otros hay anotaciones personales como los años trascurridos de la muerte de un familiar, los días en que se celebraron fiestas y sermones memorables, o la elección de un alcalde del cabildo. Interpretaciones subjetivas sobre la base de un tiempo objetivo, ejemplos que nos permiten entrever la manera en que esta cuadrícula dejaba espacio para las percepciones más disímiles, nociones de tiempo diversas que encontraban un axial temporal: una sincronía. Motivo suficiente, según se cree, para no modificar su estructura y mantener por siglos su distribución gráfica.
En 1888 fue la fecha del último calendario tipo cartel de que se dispone en este trabajo (figura 6), lo que no quiere decir que este fuera el momento en que se interrumpió su producción, pues aún en la década de 1930 se pueden encontrar calendarios con las fechas y los santos tabulados aunque siguiendo una distribución que rompe con el orden secuencial de los meses y con aquella retícula temporal barroca para favorecer más a la publicidad y a las imágenes policromadas, punto en el que se puede establecer un quiebre -o por lo menos una inflexión en el curso del fenómeno- en el que empiezan a ser desplazados por los calendarios auspiciados por compañías particulares en formato de pared o de bolsillo53. En contraste con los que aquí se han estudiado, se trata calendarios impresos con imágenes que perseguían un fin más comercial que religioso, compuestos por doce cuadrículas, cada una por mes, una nueva retícula en cuyas casillas se podía consultar -únicamente- el número de la fecha. Disposición gráfica que materializaba el desplazamiento definitivo del tiempo cualificado por uno totalmente cuantificado, cambio que invitaba a percibir y emplear el tiempo de una manera más individual frente a la vinculación colectiva que proporcionaba la distribución gráfica de los calendarios anteriores (figura 7).
Fuente: BNC, Sección: Raros Varios, 321, pza. 85. Impreso en Bogotá por Imprenta de La Luz, director Marco A. Gómez
Fuente: Biblioteca y Archivo de Galicia (BAG), Santiago de Compostela-España, Fondo: Basanta, s.f. Impreso en España.
Desde luego, en el trascurso del siglo XIX los calendarios presentaron cambios que condujeron gradualmente al reemplazo señalado: la ciencia ilustrada precisó las computaciones astronómicas; la loa a la Independencia y la construcción de una narrativa republicana introdujo como se sabe nuevas celebraciones; la evolución de la imprenta produjo impresiones y grabados de mayor calidad; el tamaño del pliego se incrementó en algunos ejemplares a partir de la década de 1830 y con ello hubo espacio para nuevos datos como los horarios de los correos y de los telégrafos, las distancias entre las ciudades principales, tablas para saber cobrar los intereses de un préstamo y poder calcular los sueldos; y para finales de siglo se destinó un espacio específico a los anuncios publicitarios. A pesar de ello, la tabulación de los días en columnas se mantuvo acompañada de la cualificación religiosa de las fiestas, así como la costumbre de apelar a varias fuentes para su composición. Arraigo al planeta católico que año tras año se rejuvenecía, impresos de los cuales algunos encabezados remiten de nuevo a la impronta ejemplificada aquí mediante el Pronóstico y calendario de 1628: "Almanaque calculado para el año bisiesto de 1860 [...] conforme a los cálculos tomados del lunario perpetuo i de acuerdo con las disposiciones eclesiásticas"54.
Conclusiones
Sobre la base de las costumbres cristianas, perennes y asentadas en múltiples soportes gráficos y orales, se intentó depositar toda esa información en un solo pliego relativamente fácil de producir, distribuir y consultar. El resultado fueron las retículas temporales presentadas aquí, calendarios tipo cartel reproducidos por casi tres siglos -año tras año- que, según se sostiene en este artículo, terminó por "cuadricular" al tiempo. Un trabajo de abstracción tendiente a constituir un tiempo válido para todos, universal y sintético: declarado público e inmóvil al ser puesto en una pared; convalidado y solemnizado con cada consulta. Todo ello hasta el punto de inscribirse como un hábito, una impronta en la memoria de los oficiales reales y por extensión en los particulares que llegaban a los despachos. Composición, impresión y consulta fueron las prácticas recurridas y recurrentes que aseguraron la reproducción de aquel artefacto mnemotécnico al interior de los despachos, así como adentro de las casas particulares.
Más de tres décadas después de la data del último calendario tipo cartel con que se cuenta aquí, un funcionario norteamericano de la Rockefeller Foundation, el señor D. B. Wilson, envió desde su oficina en Colombia una carta dirigida a su superior en Nueva York, el Doctor W. A. Sawyer, informando que el "Almanaque de la Campaña contra la Anemia Tropical" había sido todo un éxito desde el punto de vista pedagógico, pues la positiva recepción de este tipo de impresos resultó ser un medio efectivo para socializar las formas de prevenir dicha enfermedad. En su misiva expresó, con gran júbilo y sorpresa para los intereses de la fundación, que "los colombianos, por alguna razón psicológica desconocida, son muy aficionados a los almanaques y tienen el hábito de dejarlos pegados en las casas durante el año"55. Costumbre "psicológica" inexplicable para el citado funcionario, y quizás también para los "colombianos", que aquí ha encontrado, por lo menos, un punto de origen y una explicación sociohistórica plausible. Pues para el año de 1926, fecha en que está firmada la carta, las sociedades del orbe iberoamericano habían adherido al principio de cada año un calendario a la pared como mínimo en trescientas ocasiones. En efecto, cerca de tres siglos componiéndolos, imprimiéndolos y consultándolos habían calado muy hondo en la memoria, haciendo de las retículas el orden del tiempo habitual -cuando no natural-.