Introducción
Desde finales del siglo XIX se fue consolidando tanto en Argentina como en diversos países de Occidente un mandato con pretensión creciente de cientificidad a partir de la identificación de aquellas vidas que "merecían" ser vividas y de su contracara -integrada entre las más diversas otredades- por el universo inasible de la "mala vida", en cuyo contexto la cuestión de la sexualidad constituyó un prominente parteaguas. En efecto, teniendo en cuenta que la "mala vida" integraba un concepto nebuloso inclusivo de un juicio ético plagado de discriminaciones de diversa índole1, lo cierto es que en él subyacía, de manera explícita o implícita, la referencia a ciertas desviaciones al mandato de sexualidad legítima, y, obviamente, heteronormativa. Una "mala vida" que cabe ser leída como un buen ejemplo de disidencia; como un evidente punto de conflicto con la normalidad. El disidente es, por definición, aquel que se opone a un orden establecido, que disiente con el mismo; y, su sola caracterización, implica admitir la existencia de ese orden, así como de su carácter hegemónico. El mandato heterosexual resultaría, pues, un emergente necesario de esa hegemonía, mientras que, en cambio, lo disidente, compondría la heterodoxia. De ahí que la noción de disidencia sexual, o mejor aún, de disidencia sexo-genérica, avisa de antemano, la postura aceptada como "normal" en una comunidad dada.
A partir de estas premisas, el artículo se enfocará en el tratamiento jurídico y político dado en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX al enfermo venéreo2, y a la aparición, en la década de 1980, de los primeros casos de SIDA, patología antes desconocida y considerada en sus inicios como limitada al universo homosexual3. Así, y más allá de que ambas enfermedades fueran adjudicadas a un castigo por comportamientos sexuales inapropiados -la sífilis, por su identificación con cierta promiscuidad heterosexual y el SIDA por la ruptura del mandato heterosexual- la deconstrucción de su abordaje nos permite detectar ciertos anclajes biopolíticos sostenidos en sociedades de Occidente de inspiración católica. Las estrategias ideadas para contrarrestarlos involucraron, además, la necesidad de intromisión pública en la vida privada amén del consecuente fortalecimiento de la estigmatización de sus enfermos4.
Así, además del atendible empeño estatal en combatirlas, tanto las enfermedades venéreas tradicionales como el SIDA resultaron funcionales para afianzar un imperativo de heterosexualidad5. En efecto, la asociación de las primeras con la prostitución y con la supuesta incontinencia de la energía libidinal del varón validó -con cierta benevolencia del Estado y los médicos- las usuales transgresiones de los padres de familia a los límites de las sexualidades permitidas; aun cuando esas enfermedades estaban ahí para recordar esos límites. Al comprar sexo femenino se afianzaba su virilidad. A través del SIDA, en cambio, se representaba al homosexual como un sujeto enfermo, responsable de la expansión de la pandemia que a principios de la década de 1980 era imputada desde una maldición bíblica a una enfermedad letal6. En este sentido cabe recordar que entre los primeros casos y la identificación del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), que es el causante del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), surgieron diversas denominaciones que fueron desde "inmunodeficiencia asociada a la homosexualidad" - GRID: del inglés Gay-Related Immune Deficiency- hasta "síndrome de las cuatro haches" -homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos-; pasando también por la designación de peste rosa o cáncer gay7. Mención, esta última, utilizada en la nota iniciática publicada en The New York Times el 3 de julio de 1981, bajo el título: "Rare cancer seen in 41 homosexuals".
En resumidas cuentas, si de las antiguas venéreas emergía como presupuesto de sus portadores varones una heterosexualidad (deseable); el SIDA constituía un indicador de una homosexualidad (indeseable). Y la heteronormatividad subyacente a estos supuestos se valió del uso del miedo en cuanto elemento sustancial en teorías y praxis biopolíticas al momento de administrar respuestas sanitarias vinculadas a la sexualidad8. Un miedo "bueno" concentrado en la prostitución pese a su correlato patológico, las venéreas, por una parte; y, un miedo "malo" orientado hacia la homosexualidad, y su vinculación con el SIDA, por otra9. Y si cabe pensar que tanto las venéreas como el SIDA fueron consideradas enfermedades de la pasión; pasiones permitidas y pasiones prohibidas, veremos reforzada una especie de miedo binario: a la enfermedad, sí, pero también a la disidencia. Sendos miedos compartieron, a su vez, la misma matriz ideológica empeñada en afianzar la consolidación de un tipo deseable de familia argentina.
Enfermedades venéreas y patrones heteronormativos
La consideración de las enfermedades venéreas como una fuente de contagio que hacía peligrar la familia estuvo directamente vinculada a la prostitución heterosexual, siendo el sujeto digno de protección estatal el varón en cuanto padre o futuro padre; mientras que la custodia de la prostituta solo estaba fundada en su potencialidad de transmisión de la enfermedad a sus clientes. De ahí que más allá del débil juicio moral ensayado contadas veces sobre su portador, el "mal necesario", como fue calificada la prostitución, serviría de contención para cualquier impugnación respecto a la misma. No en vano los interminables debates sobre qué hacer con la prostitución: reglamentarla, abolirla, prohibirla10. Debates cuya continuidad hasta hoy día da cuenta de una situación no resuelta.
El derrotero seguido en Argentina en la gestión de la prostitución, fundamentado en el combate a la trata de blancas, contribuyó de manera decisiva a la construcción de un discurso oficial desde donde se presentaría a la inmigración como una lacra social, ejemplo emblemático de la mala vida, asociada al ejercicio de aquella11. A su vez, el par reproducción-sexualidad se constituyó en un elemento fundamental desde la perspectiva eugenésica seguida por aquel país. Así, la percepción de la sexo-genitalidad como medio instrumental ineludible para lograr la generación de una descendencia sana y vigorosa que asegurara la continuidad del "ser nacional" convivió con la idea que lo caracterizaba como algo vergonzante, mal visto, ocultado, identificado con la sublevación, la insurrección y el desorden.
En este sentido, siendo evidente el correlato que guarda la eugenesia con el diseño de estrategias de control de la reproducción humana cabe advertir que la regulación de la sexualidad -con independencia del hecho reproductivo en sí- nos impone un desafío de análisis desde otras coordenadas12. En efecto, conforme al andamiaje teórico a partir de estereotipos morales premodernos que caracterizó a la eugenesia en Argentina, la sexualidad debía ser normalizada en función de sus eventuales consecuencias reproductivas, ampliándose también el espectro de control a actividades sexuales "no reproductivas" o, al menos, no directa o deliberadamente reproductivas como el caso paradigmático de la prostitución13, en la cual la procreación era una consecuencia no deseada -al menos para el varón-. Al respecto, resulta necesario enfatizar que, en sentido lato, eugenesia implica reproducción y reproducción presuponía -con cierta ingenuidad- heterosexualidad. Existieron, sin embargo, planteamientos eugenésicos asociados a la prostitución y la homosexualidad, es decir, a sexualidades, cuyo acto reproductivo natural era o bien indeseable o bien impensado14.
Así, desde el neto predominio de un hermético enfoque heteronormativo, el control de la prostitución bajo pretexto eugénico pretendió explicarse desde la tesis de que toda prostituta estaba enferma y que, al infectar a un futuro padre de familia bien constituida, hacía peligrar la salud de la descendencia -legítima-, digna de la debida protección para el bien de la nación. En contrapartida, la situación sanitaria del "hijo de puta" -como se denominaba a la descendencia de la prostituta- era, sin más, invisibilizada15. Durante las primeras décadas del siglo XX eran más que habituales expresiones del tipo que toda prostituta era sifilítica "por el solo hecho de ejercer su profesión"16 y así este discurso adquirió carácter oficial durante los debates parlamentarios de la Ley de Profilaxis Antivenérea, en los cuales el diputado Enrique Mouchet afirmó sin tapujos: "Mejor es que se sepa esta verdad general: que toda mujer que ejerce la prostitución, sea en casa reglamentada o sin ninguna reglamentación, sin excepción, por ser prostituta, está enferma, fatalmente enferma y es contagiosa"17.
En este marco, el fin social de la reproducción implicaba el deber social de garantizar "cualitativamente" sus frutos, en hipotético beneficio de un colectivo futuro e inasible, llamado "raza". De ahí que todo estudio de la prostitución en Buenos Aires impone advertir su anclaje en la ideología eugenésica que impregnó los debates legislativos de la norma abolicionista sancionada a finales de 1936. En las deliberaciones que acompañaron la sanción de aquella, el abolicionismo fue considerado como mejor opción, por sobre la reglamentación de la prostitución en Buenos Aires, sosteniéndose que esta exponía un doble patrón de moralidad sexual que permitía a los varones el acceso a determinados cuerpos femeninos para "descargar" las apetencias sexuales que "naturalmente" brotaban de los suyos, y que no podían ser satisfechas dentro de un marco matrimonial convencional. A esto, cabe rescatar como ineludible la "exigencia" social de experiencia sexual para los solteros que pretendían formar una familia. Así, en un ideal de sexualidad anclado en la faz reproductiva y vaciada de placer, el cuerpo de las mujeres "decentes" quedaba preservado y confinado18. De ahí se comprende la reprobación a la "castidad exagerada" que hiciera el diputado Leopoldo Bard, en virtud de sus vinculaciones con la "perversión" asociada a la práctica del onanismo. Entre ambos "males" y ante la conveniencia de evitar la práctica masturbatoria, el político Bard se inclinaba claramente por la prostitución19.
Siendo la asociación entre sífilis -como "castigo bíblico que pesa sobre la humanidad"- y prostitución una constante entre las elites dirigentes, el fundador en 1921 de la Liga Argentina de Profilaxis Social, Alfredo Fernández Verano, llegó a "bendecir" los abortos espontáneos provocados por aquella enfermedad, al argumentar que "de haber nacido, esos seres no hubieran resultado sino engendros lamentables, degenerados de todo orden, condenándolos a una vida de sufrimientos sin cuento y destinados a terminarla en la más aflictiva de las situaciones"20. En este contexto, un grupo encabezado por Telémaco Susini y Ángel Giménez denunció las falencias de la prostitución legal, basándose en la coercitividad con que se trataba a las prostitutas, por una parte, y en la ineficacia de la norma en el control de las enfermedades sexuales, por otra. El problema mayor residía en el argumento implícito de pensar a las prostitutas como las exclusivas propiciadoras del contagio, haciéndose referencia, en pocas ocasiones, a la venalidad médica. Para los críticos del sistema reglamentarista, lejos de prevenir y controlar la enfermedad venérea, la prostitución legal favorecía la propagación del mal.
Ángel Giménez -autor del proyecto de Ley de Profilaxis Antivenérea presentado en la Cámara de Diputados en septiembre de 1933- se preguntaba de manera retórica: "¿Dónde está el foco de este terrible mal que ataca y mutila al individuo, que destruye la familia, bastardea la raza y la sociedad, recargando con ingentes sumas los presupuestos de la asistencia?" a lo que se respondía: "Está en primer término en la prostitución". Giménez aportaba su proyecto con el afán de merecer la consideración del "mundo civilizado" y para que, por su intermedio, la fusión de los componentes del crisol de razas que era Argentina se hiciera "en las mejores condiciones, libres de taras adquiridas o hereditarias, y sin la marca que bastardea la especie, las enfermedades venéreas, el alcoholismo y otras lacras sociales". Es decir, finalmente, se hiciera "obra de eugenesia"21. De esta manera, se pedía al Estado que se preocupara por obtener generaciones sanas y fuertes desde el nacimiento, proponiéndose desde la Liga Argentina de Profilaxis Social que, así como se sometía a los jóvenes a un examen médico para cumplir con el servicio militar, era menester -y con mayor razón- seleccionarlos antes de realizar la función reproductiva. La mentalidad eugénica reclamada debía estar acompañada de un claro sentimiento de "responsabilidad racial"22.
La prostitución, considerada foco morboso de enfermedades, era vista como causa determinante de lesiones orgánicas de importancia provenientes de la carga hereditaria, ya que los "hijos de sifilíticos, de alcoholistas, de débiles mentales, y otras taras hereditarias" mantenían un constante interrogante sobre el "porvenir de la raza blanca en los destinos futuros de la Humanidad"23. En la misma sintonía se concentró la disertación del activo eugenista Nicolás Greco en ocasión de la "Campaña Pro Salud de la Raza" durante el tercer aniversario de la instauración del "día antivenéreo", al reafirmar la tesis sobre la necesidad de erradicar las enfermedades venéreas so peligro de que "nuestra nación" retarde "su ascendiente o imperio en el Mundo"24.
Así, la Ley Antivenérea sancionada a fines de 1936 bajo el número 12.33 125 estuvo basada, en lo fundamental, en el paradigma eugénico enarbolado desde la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, así como en el proyecto de obligatoriedad del certificado de salud prenupcial elaborado por Tiburcio Padilla. Este último expresó, durante las sesiones legislativas en las cuales se debatió esa norma que "toda persona menos que se enferma, son muchas otras que se libran de un contagio, a recaer no solo sobre ella, sino también sobre su descendencia". Y, valiéndose de la autoridad del eugenista español Gregorio Marañón, sostuvo que,
Si se selecciona a los sementales de las cabañas, si se escoge a los hombres más sanos y fuertes para dedicarlos al servicio militar o a realizar la guerra, con cuánta mayor razón conviene tomar algunas medidas con los que serán futuros padres de familia.26
Parecía claro, entonces, que las enfermedades venéreas ameritaban particular atención toda vez que atacaban las "fuentes de la vida" y su transmisión estaba vinculada a uno de los "instintos inherentes a la naturaleza humana" amén de que el contagio se producía las más de las veces por personas sin "estigmas visibles" desde donde advertir el peligro y corroían el organismo "en lo que tiene de más noble, desde los órganos de la circulación hasta aquellos que se considera asiento del pensamiento". En definitiva, según Carlos Serrey, trascendían del hombre a sus descendientes lejanos y cumplían el apóstrofe evangélico que afirma que "las culpas de los padres recaerán sobre los hijos, hasta la quinta generación"27. Se destacaba, además, que los peligros de la sífilis -en cuanto enfermedad asociada a la prostitución- se centraban en la alarmante cifra de "jóvenes inútiles" para ingresar en las filas del ejército, que quedaban tras su paso28. Así las cosas, bajo el argumento de "librar al fruto de las uniones de las consecuencias de males venéreos de los progenitores"29, se reforzaba en la Argentina un mandato legislativo de orden sanitario e impronta heteronorma-tiva. No obstante, el abolicionismo legislado presentaría, prontamente, algunos problemas.
La prostitución (femenina) como antídoto ante la homosexualidad (masculina)
Si en las primeras décadas del siglo XX Alberto Nín Frías expresaba que "nunca se ha buscado tanto como ahora el explicar al ser humano a través del objeto de su libido"30, corresponde agregar que esa búsqueda estuvo, muchas veces, orientada por la intencionalidad de intervenir la libido, de "civilizarla"31. Una intervención en la cual la medicina se constituyó en una nueva aliada del poder estatal para la estructuración de subjetividades y cuerpos32. Y, desde ahí, se advierte la existencia de dos nodos de preocupación fundamental: la prostitución (femenina) y la homosexualidad (masculina). Las otras variantes, es decir, prostitución masculina y homosexualidad femenina detentaron una preocupación mucho menor en la agenda pública.
La homosexualidad masculina era imaginada como el "mal acechando los espacios clave" -escuelas y cuarteles- donde se formaba e instruía al "nuevo sujeto argentino" como ser, y fue utilizada desde principios del siglo XX para definir y regular nuevas nociones de nacionalidad y clase social33. Las estrategias para desalentar esa homosexualidad estuvieron concentradas en un dispositivo clave: la prostitución femenina. No obstante, y a menos de una década de la sanción de la Ley Abolicionista de Profilaxis Antivenérea parecía demostrada su imposibilidad de actuar como instrumento de control de la sexualidad, responsabilizándola sin más de un aparente incremento de la homosexualidad masculina en las Fuerzas Armadas; institución que resultó afectada por el denominado "escándalo de los cadetes" de 1942 que puso de manifiesto la vulnerabilidad sexual de sus miembros34.
Este episodio, protagonizado por cadetes del Colegio Militar de la Nación, quienes fueron descubiertos en reuniones "gay", fotografiados desnudos, en poses sugestivas, con la gorra o el cinturón del uniforme por toda indumentaria, permitió atacar la ineficacia del sistema abolicionista instaurado desde 1936. Para fundamentar esta impugnación, se acudió a la tesis de que ante la inexistencia de prostíbulos legalizados como producto de los mandatos de la Ley 12.331, los hombres buscaban placer mediante el contacto sexual con sus congéneres y al hipersimplificar los debates científicos sobre el origen de la homosexualidad, es decir, si era innata o adquirida, la administración local optó por sostener esta última postura.
Parecía claro que no se concebía la existencia de hombres homosexuales más allá de las oportunidades que tuvieran para la práctica heterosexual. Era notoria, además, la asociación hecha por los movimientos de derecha entre la homosexualidad y el comunismo, la disolución de la familia, la desintegración de la patria y la abolición de la religión. Una homosexualidad que ahora golpeaba a la más "viril" de las instituciones: las Fuerzas Armadas.
Ante este estado de cosas, el Gobierno de facto a cargo de Edelmiro J. Farell modificó la norma antivenérea por un decreto de abril de 1944. En él quedó atemperada la prohibición del establecimiento de casas donde se ejerciera la prostitución -o casas de tolerancia- que disponía la ley, autorizándose su instalación en ámbitos específicos para cumplir el objetivo militar de proporcionar entretenimiento femenino a los soldados apostados en bases remotas y evitar, de tal modo, el riesgo de que ante la abstinencia sexual con mujeres pretendieran saciar su apetito con hombres. A partir de esta nueva reglamentación se pretendía impedir que los buscadores de placer cayeran en la homosexualidad, sosteniéndose que los burdeles estimulaban la heterosexualidad tradicional y reforzaban, de esta manera, el matrimonio y la familia.
Ahora bien, transcurridos unos pocos años de este suceso, tuvo lugar el caso del "Bañado de Flores", originado por un evento ocurrido el 12 de octubre de 1949. Por entonces, unos quince muchachones asaltaron a una pareja en horas del anochecer en las cercanías del cruce entre la calle Erézcano y Avenida Cruz, de Buenos Aires, para luego separar al hombre de la mujer que lo acompañaba y, tras mantenerlo amenazado con un arma de fuego, la violaran todos los integrantes del grupo. Llegado el pleito a los estrados judiciales, el fiscal de primera instancia en lo penal de Capital Federal, Pedro Casazza, emitió un durísimo dictamen que - como en el incidente de los cadetes- también vinculó este hecho criminal con la prohibición de instalación de prostíbulos35. En este sentido, el funcionario destaca el "gravísimo problema que tiene hoy la juventud al no poder llenar sus necesidades sexuales, como así el peligro que representa para una nación culta como la nuestra, el cierre de las casas de tolerancia"36.
La cuestión ventilada en la causa del "Bañado de Flores" exponía, así, un supuesto desborde libidinal heterosexual cuyo origen fue también imputado, sin embargo, a la prohibición de la prostitución reglamentada por el Estado. A raíz de su intervención como fiscal del caso, Casazza publicó un opúsculo, titulado El patotero y la ley de profilaxis social, que él mismo se encargó de distribuir entre diversas personalidades del país. Entre ellas, al eugenista Carlos Bernaldo de Quirós, quien con marcada cortesía le obsequió uno de sus textos donde había trabajado la cuestión37. Si bien para Quirós el abolicionismo no era un remedio definitivo contra la prostitución como agente causal de la degeneración de la raza pero resultaba eficaz al momento de perseguir la morbilidad venérea, emancipar y dignificar a la mujer, estimular el sentido de la responsabilidad moral y física en el hombre y moralizar el ambiente social38. Sin embargo, de las muchas felicitaciones que recibiera Casazza fue, seguramente, la de Fernández Verano la que lo colmó de orgullo; circunstancia que generó una ubicación privilegiada de las impresiones de este médico hasta el punto de ser publicadas en la solapa del libro. Allí, el fundador de la Liga Argentina de Profilaxis Social enfatizaba los excelentes resultados obtenidos a partir de la modificación de la Ley 12.331 mediante la cual se autorizaron los burdeles en las bases militares y consideraba, además, que era fundamental la "orientación racional del impulso sexual en los adolescentes -la que debía iniciarse desde la época en la que el niño despierta a la vida intelectual- si se quiere evitar luego desastres fáciles de prever"39.
A diferencia del "escándalo de los cadetes" de 1942, donde quedaron expuestas orientaciones sexuales homoeróticas, el caso del "Bañado de Flores" de 1949 constituyó un supuesto evidente de violencia heterosexual. Sin embargo, en ambos, la gestión de la prostitución operó como un llamado de atención que requería de respuestas urgentes. Para ello, en el caso del Bañado, al igual que en el de los cadetes, se sostuvo la conveniencia de su reglamentación. En este sentido, se consideró, por una parte, que constituía "un grave error pensar que la juventud debe vivir en abstinencia hasta el día que se case"; y, por otra, se insistió en que "la perversión llamada homosexual o comercio entre individuos del mismo sexo, podía ser adquirida por la falta de ocasiones de ayuntamiento heterosexual"40. Los emblemáticos ejemplos descritos nos permiten avanzar en torno al análisis de un fundamental eje problemático: el binomio prostitución-homosexualidad, asentado sobre el denominador común de una hete-rosexualidad compulsiva41. Exigencia que tuvo marcadas continuidades a lo largo del siglo.
En efecto, un tiempo después, y ya entrada la década de 1960, cuando el país era gobernado por el dictador Juan Carlos Onganía esta visión homofóbica continuó exacerbándose. La gestión de Onganía exhibió diversos episodios represivos, que incluyeron la prohibición de espectáculos públicos so pretexto de proteger la moralidad de los ciudadanos, es decir, la pretensión de imponer una moral sexual; empresa en la cual se destacó el comisario Luis Margaride y su "Brigada de Moralidad". Margaride, quien hizo su aparición en la esfera pública en 1961 durante el Gobierno de Arturo Frondizi se constituyó en un personaje muy conocido por la población a partir de 1966 con sus redadas en "hoteles alojamiento" donde solicitaba la libreta matrimonial a las parejas allí encontradas. Según se comenta, al descubrir que la mujer estaba casada con otro señor -que, por supuesto, no era quien la acompañaba-, convocaba al marido para que fuera a buscarla a la seccional policial. De esta manera, Margaride buscaba para la mujer una doble sanción, pública y privada. A su vez, y para precisar aún más el perfil de este comisario se encuentra en su gestión la prohibición a las parejas de besarse en los parques, las detenciones de las mujeres que utilizaban mi-nifaldas y los cortes compulsivos del cabello a los jóvenes pelilargos. Estas normas, en su mayoría, no estaban escritas en código u ordenanza alguna42.
La emergencia del SIDA como patología de la disidencia
Las ambigüedades en torno a si la homosexualidad debía ser entendida como una enfermedad fueron resolviéndose hacia la década de 1960, advirtiéndose que, al no constituir patología alguna, tampoco podía hablarse de curación. Así, a comienzos de 1965 vio la luz un texto en el cual se plantean diversas preguntas que más que procurar respuestas convincentes dan cuenta de las confusiones y asombros de su autor respecto a la homosexualidad masculina.
Nos referimos al libro del ignoto Carlos Da Gris, El homosexual en la Argentina43, en donde se avisa desde sus páginas iniciales las diferencias biológicas existentes entre hombres y mujeres. Los primeros, serían polígamos "por su naturaleza biológica", mientras que las mujeres tendrían mayores posibilidades de refrenar sus impulsos sexuales44. El autor, muy preocupado por diferenciar a los homosexuales pasivos de los activos, se extiende sobre el deseo profundo de los primeros en ser mujer a "toda costa", circunstancia que fundamentaría sus ansias de una (imposible) maternidad45. El relato, no siempre lineal y hasta por momentos contradictorio, pasa de referir la repugnancia que le debiera dar a un hombre heterosexual el contacto con otro hombre y a aseverar que "lo que Dios hizo, Dios sabe por qué y sólo Él lo ha de enmendar o destruir"46.
Desde esta perspectiva, el denominado "enigma de la homosexualidad" hallaba su fundamento en una cuestión interna donde estaba asentada esa "vital desigualdad", es decir, el alma; y no en la forma humana, externa, puesto que todos los hombres eran constitucionalmente iguales y físicamente parecidos47. Sin embargo, al advertir la situación de marginación experimentada por los homosexuales varones y vinculada a la condena social por su condición, Da Gris señala una cuestión silenciada en la literatura de la época: la prostitución masculina como única salida que tendrían aquellos para satisfacer sus deseos ocultos hacia varones heterosexuales. Para combatirla Da Gris sugiere darles ayuda moral y material con el propósito de "encauzar sus vidas por sendas más nobles y de provecho en bien de toda la sociedad"48. Así, los miembros del tercer sexo eran considerados verdaderos parias de la sociedad, toda vez que llevaban en sus vidas "la maldición de un mundo que no supo comprender el inmenso dolor de haber nacido con un cuerpo de hombre y alma de mujer"49.
Este estudio proporciona minuciosas estrategias para "identificar" a los homosexuales; tarea que resultaba -según este autor- mucho más compleja en aquellos que eran aparentemente "normales" en sus actitudes, tenían familia, hijos y ademanes viriles. Y ante la sensibilidad que creía advertir trasuntaba el homosexual al sentirse despreciado por la sociedad, Da Gris propone entender cierta característica valorable de estos que superaría con creces a los heterosexuales: sus dotes para lo artístico, social, intelectual y cultural50. Insta, de este modo, a los hombres "normales" a "utilizar para fines del mejoramiento social y humano, el impulso creador del homosexual"51. La educación era vista como la mejor solución para la cuestión sexual, debiéndose enseñar desde la niñez los "problemas del sexo, en forma racional, metódica, ordenada y científica" ya que mediante aquella desaparecerían los "procesos pecaminosos e inmorales" encaminados al libertinaje. No obstante, claro está, que la educación sexual debería ser impartida por profesionales "intachables", mientras que recaería en los padres de familia dar los primeros abordajes del tema52.
El homosexual en la Argentina se convirtió, probablemente, en el primer texto que, pese a sus innegables contradicciones y tapujos, trata la cuestión del sexo entre varones apelando a una argumentación -no desprovista de invocaciones religiosas- que en 1965 se propuso encarar el tema desde una postura autodefinida como "humanista", punto en el cual coincide con el eugenismo tardío local53. Un eugenismo empeñado en explicar su intromisión en una actividad sexual no reproductiva, valiéndose de argumentos que referían la necesidad de intervención en el ambiente mediante la educación. Sin embargo, lo que ni unos ni Da Gris ni los eugenistas lograron explicar fue la legitimidad del poder para entrometerse en la vida privada de los individuos.
En los inicios de la década de 1970, la homosexualidad comenzó a ser "presentada" masivamente en una sociedad convulsionada. Por ejemplo, en 1973 la revista Así se ocupó de la cuestión de los "temores y deseos del homosexual argentino" a partir de un reportaje que hizo a miembros del Frente de Liberación Homosexual, fundado, entre otros, por el sociólogo y antropólogo argentino Néstor Perlongher54. Esta organización creada en 1971 en la clandestinidad contaba en su haber con unos 5000 miembros, algunos de los cuales habían sido detenidos en la cárcel de Villa Devoto (Buenos Aires) por supuesta "incitación al acto carnal en la vía pública" y liberados el 25 de mayo de 1973, en coincidencia con la asunción al Gobierno del peronista de izquierda, Héctor Cámpora, como primer mandata-rio55. La impronta progresista del Frente de Liberación Homosexual quedó expresada en las páginas de su órgano de difusión, la revista Somos; primera de su tipo en Argentina y de la cual se publicaron tan solo ocho números, entre diciembre de 1973 y las postrimerías del golpe cívico-militar en enero de 1976.
En su primer número, Somos advierte a sus lectores sobre las razias antihomosexuales a cargo de la Tía Margarita -apelativo que utilizaron para referirse al mencionado comisario Margaride-56. A su vez, el periódico Homosexuales, también publicado por el Frente, informaba a sus lectores de una circular enviada a las comisarías de la Capital Federal mediante la cual, como un festejo por la nueva etapa en la vida del país abierta con la asunción de Cámpora, se instaba a sus funcionarios a "ponerse junto al pueblo, junto a todos los oprimidos y los marginados"57. No obstante, por entonces, adquirió pública notoriedad política la figura de José López Rega, un oscuro policía de marcada influencia sobre Juan Domingo Perón y sobre su esposa, María Estela Martínez. El "brujo", como también fue conocido por su afición al esoterismo, era un enardecido detractor de Cámpora y de cualquier expresión de izquierda a la cual asociaba con el descontrol sexual. López Rega, quien estuvo al frente del Ministerio de Bienestar Social entre los años 1973 y 1975, instrumentó sus persecuciones a través del accionar de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) un grupo terrorista paramilitar que persiguió y asesinó a quienes eran considerados infiltrados marxistas en el peronismo. La Triple A declaraba desde las páginas de su órgano de difusión, El Caudillo (o El Caudillo de la Tercera Posición) su acérrima oposición al psicoanálisis, al cual responsabilizaba de fomentar la homosexualidad, la drogadicción y el marxismo58. La organización de las cárceles era presentada también como una causa de deformación moral e incentivo a la homosexualidad59. Y, en este marco homofóbico fue celebrado, por la prensa de derecha, el asesinato del cineasta italiano Pier Paolo Pasolini: "¡Terminemos con las pavadas! ¡Este tipo no era más que un maricón recalcitrante que terminó su vida cuando una de sus víctimas le dio su merecido!". El artículo incitaba a sus lectores a que, ante la eventualidad de encontrarse "con algún Pasolini en el baño de un cine o en una calle oscura, rómpale la cabeza, y después, si quiere, pregúntele cuántas películas filmó"60.
Apelando a la consigna de afianzar la familia y la educación de los hijos, los periodistas reaccionarios de El Caudillo criticaron el cine de Bernardo Bertolucci, tildándolo de "por-nopolítico", es decir, "una mezcla de pornografía, asco y política"61. Las críticas a cierto tipo de cine que ponía en pantalla "aberraciones sexuales" se basaban en la relación que veían las derechas entre marxismo y atentados contra la religión y la familia62. Aspecto en el cual vuelven las fundamentales coincidencias con la doctrina de la eugenesia tardía, las cuales nos llevan a afirmar la influencia de las enunciaciones provenientes de la Sociedad Argentina de Eugenesia. En efecto, si bien su principal mentor falleció en 1973 y desde entonces la institución se debilitó hasta su extinción, su impronta en discursividad y praxis se advierte, al menos, hasta fines de la última dictadura militar (1976-1983)63.
López Rega era, además, un ferviente opositor del control de la natalidad, motivo por el que denunció al Ingenio Ledesma ya que, según él, en el hospital de ese establecimiento se utilizaba anticoncepción instrumental u hormonal64. En este escenario, cabe recordar que, durante la gestión de López se dictó el Decreto 659 (febrero de 1974)65 en el cual fue reglamentada, de manera harto limitativa, la prescripción y venta de medicamentos anticonceptivos. Ello, bajo el manido argumento de presentar al control de la natalidad como un impedimento para la consolidación y expansión de la familia argentina, toda vez que desnaturalizaba la fundamental función maternal de la mujer y distraía a los jóvenes de su natural deber como protagonistas del futuro de la patria. La familia, modulada conforme a esos parámetros, ocupaba un lugar prioritario en su gestión a cargo, de hecho, del Gobierno argentino66. Así, el mandato heteronormativo se convertió con mayor virulencia que otrora en absolutamente hegemónico. En él, la moral antihomosexual era la consecuencia de "una sociedad antisexual en todo sentido"67.
Mientras tanto, a instancias del "brujo" crecía en importancia la presencia de Margaride y de Carlos Alberto Villar. El primero, fue designado subjefe de la Policía Federal, mientras que Villar fue jefe de esta fuerza hasta su asesinato, el 1 de noviembre de 197468. Cargo este último luego ocupado por Margaride hasta agosto de 1975 y cuya misión fundamental era "exterminio de esa raza de víboras encarnada en la guerrilla marxista"69. Así, en un momento de evidente conflictividad política, se encargó otra vez la custodia ciudadana al emblemático líder del control policial de los cuerpos.
Luego, durante la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983) continuó incrementándose la política de represión sexual en un marco de represión genocida inusitada70. Poder y virilidad constituyeron valores indisolubles en una nueva vuelta de tuerca sobre el retorno a la moralidad perdida, precisa y paradójicamente durante el más inmoral de los regímenes de la historia argentina. En este marco, la violación sexual de las mujeres detenidas constituyó un absurdo acto de afirmación de poder masculino, mientras que, el ultraje a los varones "feminizados" fue considerado una "justificada" degradación de quienes solo merecían ser "sujetos pasivos" del acto. Asimismo, desde la óptica militar, las mujeres guerrilleras ostentaban una enorme liberalidad sexual, eran malas amas de casa, malas madres y malas esposas y por eso se hacía necesario erradicarlas para convertir el arquetipo de mujer argentina en el de madre y esposa convencional, es decir, el modelo de subjetividad femenina impuesto por la reeducación y la disciplina concentracionarias71. El terrorismo de Estado instalado en el país se sustentó, en gran parte, en la imperiosa necesidad que veía el régimen de perseguir las disidencias; persecuciones en las cuales no faltó la participación de algunos intelectuales y de miembros de la jerarquía católica nacional72.
Este período, entre cuyas expresiones autoritarias se encuentra el disciplinamiento de la sexualidad mediante pautas sanitarias, fue en el que los argentinos asumieron la aparición del SIDA para luego, con el retorno democrático, imponerse la necesidad de una gestión efectiva de esta patología, en el marco de una recuperada Constitución Nacional, otrora violentada. Los primeros casos de SIDA detectados en Argentina a comienzos de la década de 1980, permitieron -paradójicamente- fortalecer en aquellas posturas disidentes una normatividad heterosexual impuesta desde hacía décadas. Y, más allá de la censura y la homofobia imperantes en buena parte de la sociedad, la acción estatal dirigió la atención a las personas de condición "gay". Si bien el miedo a la invasión del retrovirus letal generó nuevas formas de exclusión también auxilió a la visibilidad de quienes se suponían víctimas exclusivas; exclusividad que poco a poco se puso entredicho, pues a medida que avanzaba la década la voz de alerta llegó también a los heterosexuales73.
En 1983, la recuperada democracia auguraba a su vez cierta "salida del silencio" respecto de los derechos humanos relativos a la sexualidad74. Y, en este marco, se tornó emblemática la portada de la revista de divulgación masiva Siete Días donde en 1984 se publicó una fotografía con dos hombres abrazados. Ellos eran Carlos Jáuregui y su pareja75. Jáuregui, un referente en la lucha por la ampliación del reconocimiento de derechos a la disidencia sexual fue el primer presidente de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), organización que, en septiembre de 1987, llevó a cabo una campaña de prevención de VIH-SIDA con apoyo financiero de la Organización Panamericana de la Salud (Naciones Unidas). No obstante, y más allá del enorme valor simbólico de aquella portada de Siete Días, se advertía en la sociedad un clima de pensamiento variopinto, manifestado a través de las respuestas dadas por los diversos especialistas entrevistados en la nota.
Allí, se encuentran desde la posición de Isidoro Vegh (miembro fundador de la Escuela Freudiana de Buenos Aires), quien afirmó que instituirse como hombre o mujer no es algo que esté determinado por la herencia y que el temor atribuido a los homosexuales radica en la disociación entre sexualidad y reproducción76; hasta la más que cuestionable opinión del ministro del Interior de la reciente democracia, Antonio Tróccoli, quien veía en la homosexualidad una enfermedad y enfatizó que el Gobierno pensaba "tratarla como tal"77. Las ideas de Tróccoli parecían detenidas en la década de 1950; un momento en el que incluso ese tipo de prejuicios ya eran cuestionados por las más prestigiosas instituciones científicas internacionales78. Para sumar a la confusión reinante, en la nota de Siete Días se afirmaba que, con la democracia, "los homosexuales han aparecido y se los puede ver por las calles"79, con lo cual desoía la carga semántica de la expresión "aparecido" en un país donde su contracara "desaparecido" tenía un peso significativo. Sin embargo, e independientemente del final del oscuro silencio dictatorial, las razias y detenciones a colectivos de diversidades sexuales continuaron y se prolongaron en el tiempo.
En esos tiempos, el mundo comenzaba a preocuparse por la pandemia del SIDA y la Organización Mundial de la Salud a tomar cartas en la materia80. Por su parte, en Argentina, tuvo lugar en 1990 la sanción de la Ley Nacional de SIDA bajo el número 23.79881, mediante la cual su lucha fue declarada de interés nacional, enfatizándose la protección de los derechos humanos82. Este corpus normativo constituyó un ejemplo emblemático desde donde fue instalado el principio de no-discriminación aun cuando la enfermedad, en cuanto infectocontagiosa, obligaba a su denuncia obligatoria al sistema de salud, garantizándose, empero, el anonimato del enfermo a través de una particular codificación personal (Decreto 1244/1991)83. A su vez, cabe recordar que el proyecto originariamente presentado obligaba a la detección de la enfermedad en el marco de los exámenes prenupciales obligatorios, debiéndose informar a los contrayentes la existencia del virus y de los anticuerpos contra el mismo, para advertirles sobre las consecuencias de la futura unión, aun sin constituir impedimento matrimonial legal alguno. Este requisito fue dejado de lado en el texto luego sancionado.
Sin embargo, más allá del reconocimiento incremental de derechos impulsado -con diverso énfasis- por los gobiernos democráticos posteriores, la situación discriminatoria de las diversidades sexuales continuó. En 1992 fue realizada la primera marcha del orgullo gay en la Argentina, incentivada desde la Confederación Homosexual Argentina y la Asociación Gays por los Derechos Civiles, también fundada por Jáuregui. Esta marcha constituyó un hecho político que puso en tela de juicio el oscurantismo con el que la sociedad trataba a la diversidad sexual aun cuando muchos de los concurrentes debieron marchar con máscaras para cubrir su rostro, por miedo a la discriminación y a perder sus trabajos. Los reclamos por una visibilidad homosexual puesta a prueba con el SIDA estuvieron concentrados en torno a una consigna, "los gays somos seres humanos" desde donde se afianzaban los reclamos respecto al reconocimiento del libre ejercicio de la sexualidad en cuanto derecho humano.
A su vez, desde la Iglesia católica, a través del rol protagónico del cardenal primado de la Argentina, Monseñor Antonio Quarracino, se continuó con una tradicional homofobia, promoviéndose por televisión el aislamiento de los homosexuales y sugiriéndoles que constituyeran una especie de Estado independiente, dotado de sus propias leyes, pero alejados de la "gente normal". Lesbianas y gays deberían ser "encerrados en un ghetto" dado que eran "una sucia mancha en el rostro de la Nación"84. Por entonces, la División de Moralidad de la Policía siguió deteniendo gays y lesbianas, obligándolos a pagar multas. Pero más allá de estas represiones, la incansable lucha de las organizaciones representativas de identidades sexuales diversas logró la inclusión en la novel Constitución de la Ciudad de Buenos Aires de la cláusula antidiscriminatoria desde donde la orientación e identidad sexual fue considerada un derecho humano.
Conclusiones
La creación de arquetipos de género, para los cuales existía una correspondencia inequívoca entre varón y mujer, exacerbó, paralelamente, las distancias entre ambos85 y respecto al ejercicio de sus respectivas sexualidades. En este contexto, la prostitución femenina fue, en general, vista como remedio a la castidad masculina "exagerada" y al consecuente onanismo; lo que significaba que era útil, además, para evitar el abanico de prácticas sexuales consideradas "perversas". En síntesis, la prostitución guardaba relación de complementariedad con el afianzamiento de la heterosexualidad y el fortalecimiento de la familia. La homosexualidad, en cambio, al anular irremediablemente la clasificación de un varón como masculino o de una mujer como fémina puso en crisis cualquier hermética tipificación y contribuyó a desequilibrar las bases mismas de la heteronormatividad compulsiva que sustentó gran parte de las biopolíticas de la sexualidad instauradas en Argentina y diversos países de Occidente a lo largo del siglo XX.
A su vez, se le imputaba a la prostitución directa relación con la afectación genética de las generaciones futuras; mientras que la homosexualidad estaba más vinculada al factor ambiental que también signaba a la descendencia. Confluían, pues, en esta cuestión, las dos variantes que hibridaron al eugenismo argentino, al recuperar de algún modo, la vieja polémica nature vs. nurture. En definitiva, tanto la prostitución (femenina) como la homosexualidad (masculina) si bien compartieron su estigmatización desde parámetros eugenésicos, leídas desde coordenadas heteronormativas indican abordajes disímiles que como ha quedado evidenciado en estas páginas, a través de la gestión de las enfermedades "asociadas" a cada uno de los dos fenómenos, sífilis y SIDA, nos permite demostrar la bastarda vinculación entre política y vida sexual, donde el control de la sexualidad -ya sea hetero, homo o cis- ha sido instrumentado mediante el control político de los cuerpos, es decir, mediante el biopoder.