Cada libro fue revelado en su momento prefijado Dios abroga o confirma lo que quiere. Él tiene la Madre del Libro. (Corán, sura 13,38-39).
1. Introducción
1.1. Borges y Oriente
Es frecuente que los trabajos que abordan la temática oriental en la producción de Borges -y, particularmente, su relación con el islam- comiencen señalando la insuficiencia o escasez de estudios sobre esta cuestión (Elia, 1998; Almond, 2004; Betancort, 2010; Mbaye, 2016). Si bien esta afirmación debería matizarse, ya que en los últimos años puede constatarse un creciente interés por las relaciones de Borges con la literatura y el pensamiento oriental, es indudable que se trata de un terreno que amerita seguir explorándose, especialmente considerando la relevancia que el tópico tiene en la producción borgeana. Pensemos, por mencionar solo algunos de los textos que más frecuentemente han sido abordados por la crítica, en relatos como «El tintorero enmascarado Hakim de Merv» (1934), «El acercamiento a Almotásim» (1936), «La busca de Averroes» (1947), «El Zahir» (1947), «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto» (1951) y ensayos como «Los traductores de las 1001 noches» (1936) o «El enigma de Edward Fitzgerald» (1951).1
En el presente artículo proponemos avanzar en la exploración de las relaciones de Borges con la religión y la cultura islámica, concentrándonos en un punto que -hasta donde sabemos- no ha sido objeto de abordajes específicos: los usos que el escritor hace del Corán a lo largo de su obra. Partimos de un breve relevamiento de algunos trabajos previos que nos permite situar el modo en que Borges se relaciona con el oriente islámico - cifrado en dos libros, a saber, Las mil y una noches y el Corán-. Rastreamos, a continuación, las referencias al Corán en la producción borgeana para caracterizar el uso irreverente -es decir, no religioso, sino literario y creativo- del texto sagrado y proponer una sistematización de sus principales funciones. Nos detenemos, por último, en la que consideramos la principal función del Corán en la obra del escritor: como ejemplo cabal del texto absoluto y eterno, que permite al escritor delinear un modelo para su literatura y, sobre todo, una poética de la lectura.
La obra del escritor, como ha señalado Gómez (2015), representa un hito significativo en los modos de abordar la materia oriental en la literatura argentina, en tanto implica un desplazamiento con respecto al orientalismo previo. Almond (2004, 2007), en este sentido, sitúa a Borges entre los postorientalistas.2 El orientalismo argentino parecía reducirse o bien a la consideración de lo oriental como emblema de lo bárbaro, opuesto a la civilización occidental -como puede constatarse canónicamente en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento-, o bien a la mirada exotista, es decir, el uso de Oriente «para hablar de lo diferente, lo mágico y lo sobrenatural», que puede ilustrarse con ciertos relatos de Lugones (Gómez, 2015;Gasquet, 2010). Frente a esto, podemos afirmar que, en primer lugar, Borges exhibe sin ser un especialista, un conocimiento bien informado de algunos elementos de la cultura árabe -en especial, con respecto a sus tradiciones literarias y religiosas- (Ferrín, 1992; Elia, 1998; Tornielli, 2001; Betancort Santos, 2010; López Baralt, 2012 y 2013; Mbaye, 2016).3 Al separarse de una mirada reductiva, que equipara lo oriental con lo bárbaro o con lo exótico, la perspectiva de Borges es capaz de reconocer ideas y pensadores singulares que el autor evalúa, discute y pone en diálogo con sus equivalentes occidentales. Véase, en este sentido, «La metáfora» o «Historia de la eternidad» (Gómez, 2015). En segundo lugar, Borges manifiesta una conciencia autocrítica de los límites de su conocimiento y el sesgo de su propia perspectiva: no incurre en la ilusión de «asumir una objetividad en torno a Oriente» (Gómez, 2015, p. 70). Esta conciencia queda explicitada en el memorable final de «La busca de Averroes», considerada por Almond «a key moment in the evolution of Borges’s relationship to the Islamic Orient, a final realization of the fictitious foundations and illusory claims of the Orientalist Project» (2004, p. 451). El párrafo final del texto referido del escritor argentino reza:
Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, «Averroes» desaparece) (Borges, 1996a, p. 588).4
En esta misma línea, por último, nos interesa destacar que el posicionamiento periférico desde el cual Borges se acerca al Oriente contribuye a la singularidad de su literatura. Si bien es cierto que en algunos casos el escritor retoma tópicos orientalistas (Almond, 2004 y 2007; Taboada, 2010a; Mbaye, 2016), su paradójica situación de escribir desde la periferia, aun cuando sus raíces culturales estén en las civilizaciones «centrales», implica «una aparente contradicción que enriquece y desencasilla su visión cosmopolita» (Betancort Santos, 2010, p. 10); un lugar de enunciación heterogéneo que desestabiliza esos mismos tópicos, a partir de la mezcla (Ferrín, 1992) y la deconstrucción (Mbaye, 2016). Es desde esta singular posición que Borges aborda el Corán, la cual no implica una originalidad absoluta pero sí una apropiación creativa de lo oriental. Su aproximación al islam, como veremos enseguida, puede situarse en coordenadas similares a las que el escritor propone para otras tradiciones filosóficas y religiosas: un acercamiento ni libresco ni religioso, sino fundamentalmente literario.
1.2. Dos libros
Es frecuente que, en Borges, ciertos libros aparezcan como sinécdoque de naciones o culturas enteras, en línea con lo que él mismo ha sugerido en su conferencia sobre «El libro»: «[la creencia] de que cada país está representado por un libro» (Borges, 1996c, p. 180). Así, por ejemplo, la cultura argentina estaría cifrada en la disyuntiva entre dos obras, Facundo o Martín Fierro (Borges, 1996c; Gamerro, 2015); Israel, por su parte, está en su libro sagrado, la Biblia, como lo sostiene el escritor argentino, en el poema «A Israel», de Elogio de la sombra (1969).5 Del mismo modo, la King James Version, es emblema de Inglaterra -véase, por ejemplo, «Página sobre Shakespeare» (Borges 1999, p. 71- Con respecto al mundo árabe e islámico, este parece cifrado fundamentalmente en dos libros: Las mil y una noches y el Corán.6
Por una parte, Las mil y una noches -obra a la que Borges dedica ensayos y conferencias incluidos en antologías, los cuales compila y cita muy recurrentemente- resulta ineludible para pensar el lugar de lo oriental en la obra del escritor, la cual ha sido objeto de varios trabajos que proponen interpretaciones diversas -aunque no necesariamente divergentes-. Así, retomando lo enunciado por el propio escritor en la conferencia recogida en Siete noches: «La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches», López Baralt (2012) lee este libro como un «símbolo del infinito» (p. 112), al igual que Elia (1998, p. 142). En ese sentido, Cala (1992) indaga tres dimensiones de esta obra dentro de la producción -y, más ampliamente, de la biografía- de Borges. En primer lugar, como modelo para la literatura del escritor que valora en la obra cumbre del islam una serie de rasgos orientadores de su propia producción: el «repudio del psicologismo»; la «prioridad de la imaginación sobre el discurso, de la trama sobre la diégesis» (p. 106); la rigurosidad de la construcción; el «sabor arcaico y sentencioso de su prosa» (p. 107) y la idea de «narración pura» que Borges coloca como paradigma de sus ficciones en el famoso prólogo a El informe de Brodie: «Mis cuentos, como los de las Mil y Una noches, quieren distraer y conmover, no persuadir» (Borges, 1996b, p. 701). En segundo lugar, recuperando una hipótesis propuesta por Rodríguez Monegal (1993), Las mil y una noches podría vincularse con el erotismo (reprimido), tanto en el plano biográfico como en la producción de Borges: «los cuentos que Sherezade refiere al sultán funcionan [...] a modo de shifters que hacen al texto borgeano derivar hacia terrenos insospechadamente pasionales» (Cala, 1992, p. 109). El escritor se ha referido en más de una ocasión a las «sugestivas ilustraciones y las largas notas sobre las costumbres sexuales de los árabes» (Cala, 1992, p.108) que acompañan la versión de Burton. La autora recuerda, en este sentido, el lugar que tiene el libro sagrado del islam en «El sur», donde la ansiedad por ver a una mujer deseada, que llevó a Borges a subir apresuradamente las escaleras y tener un famoso accidente en la Navidad de 1938, aparece transpuesta ficcionalmente como la ansiedad de Dahlman por examinar «un ejemplar descabalado de las Mil y una noches» (Cala, 1992, p. 108), lo cual es reafirmado por Attala (2019). En tercer lugar, Las mil y una noches es -como, en otro sentido, los textos homéricos- emblema de uno de los fenómenos literarios que más interesaba al escritor: la traducción, pues buena parte de sus comentarios al libro «se centran en el tema de la diversa fortuna de sus traductores» (Cala, 1992, p. 109), entre los que se encuentran Antoine Galland, Joseph Charles Mardrus, Edward Lane, Rafael Cansinos Assens, Robert J. Littman, Gustav Weil y, especialmente, Richard Burton son objeto de menciones, comentarios y hasta ensayos completos por parte del autor (Waisman, 2005, p. 75). Por eso, Las Noches no solo son Oriente sino que son, a través de la historia de sus diversas traducciones, el diálogo entre Oriente y Occidente. Por último, en un trabajo reciente, Attala (2019) propone que Las mil y una noches funciona, en la obra borgeana, como sinónimo de toda la literatura profana y, en este sentido, como una suerte de contralibro de las obras sagradas -el Corán y, fundamentalmente, la Biblia- (p. 2). A partir de esta premisa, el autor recoge y rearticula varios de los tópicos asociados a las Noches que venimos comentando: su carácter modélico para la ficción borgeana, su «infinitud» caótica, su fuerte carga sensual, y hasta obscena.
Ahora bien, a diferencia de lo que sucede con las Noches, el Corán no ha sido, hasta donde hemos podido relevar, objeto de estudios específicos. Es, por supuesto, mencionado en los trabajos que abordan la relación de Borges con el islam, y en algunos casos se analiza su función en algún texto particular. Queremos proponer aquí, entonces, una caracterización del acercamiento de Borges a dicho libro y un relevamiento de las referencias explícitas al texto sagrado islámico en la literatura de Borges, esquematizándolas a partir de sus diversas funciones.7
2. Una lectura irreverente
Comenzaremos nuestra aproximación con dos referencias al Corán que se encuentran en textos de Borges de la década de 1950, y que consideramos particularmente relevantes para definir el lugar del Libro en la producción borgeana. La primera está en «El enigma de Edward Fitzgerald», publicado en el diario La Nación en 1951. Al presentarnos a Omar Jayam (Umar Ben Ibrahim), nos dice el ensayista: «Es ateo, pero sabe interpretar de un modo ortodoxo los más arduos pasajes del Alcorán, porque todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe» (Borges, 1996b, p. 61). Esta afirmación podemos extenderla al propio escritor, pues su lectura del Corán, en este caso, no es una lectura religiosa. Borges no se acerca al libro sagrado del islam como un creyente sino, para ponerlo en sus términos, como «un hombre culto» que conoce esa tradición, como ya dijimos, pero no participa de la fe. En ese sentido, el posicionamiento que construye en relación con el texto coránico es similar al que despliega con respecto a la Biblia cristiana: un notable interés y conocimiento que no implica una adhesión confesional (Adur, 2014).8 El acercamiento de Borges al libro sagrado del cristianismo ha sido frecuentemente caracterizado como un interés «estético» o «literario» (Aizenberg, 1997; Vélez, 2011; Cervera Salinas, 2011). De modo similar, entendemos que Borges tuvo esos mismos intereses en su aproximación al Corán. De este modo, aunque en términos comparativos la intertextualidad e hipertextualidad con el texto bíblico son mucho más frecuentes en la obra de Borges -lo que responde, posiblemente, a que era un texto que el escritor conocía bien desde su infancia y que tiene una mayor presencia en la tradición de la literatura occidental (Vélez, 2011)-, las referencias al Corán, como veremos, son también significativas.9
La segunda referencia que queremos evocar es quizás la más célebre mención del Corán en toda la obra borgeana. La encontramos en la conferencia «El escritor argentino y la tradición», -dada en 1951 y recogida luego en la segunda edición de Discusión, publicada en 1957-:
He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía, que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local (Borges, 1996a, p. 270).
Son varias las cuestiones que esta cita permite señalar acerca de la influencia del Corán en la obra de Borges. En primer lugar, aquí tenemos un ejemplo significativo de lo que antes llamamos el acercamiento literario de Borges al libro sagrado del islam. Nos referimos a que la consideración no tiene que ver con el contenido del texto coránico, en cuanto revelación divina, sino a su construcción en términos de relato. De hecho, Borges incluye esta referencia en una conferencia donde está discutiendo la idea de la representatividad y el color local en la literatura. La omisión de camellos en la obra escrita por Mahoma se integra, aunque sea por contraste, a la misma serie en la que incluye la relación de Jean Racine, poeta francés, con los temas griegos y latinos, y la de William Shakespeare con los escandinavos y escoceses (Borges, 1996a, p. 270).
En segundo lugar, notemos que la omisión de rasgos típicos señalada por Borges en el libro sagrado del islam contrasta no solo con el exceso de color local que atribuye a ciertas obras ostentosamente nacionales - así, Sarlo (2003, p. 62) afirma que hay demasiados caballos en Don Segundo Sombra como para tomar en serio su pretensión de representatividad-sino también con los excesos exotistas del orientalismo argentino, y más generalmente occidental, al que nos hemos referido antes.10 Donde Lugones y sus seguidores multiplicarían los camellos -o los magos, las odaliscas, cualquier elemento que considerasen idiosincrático-, un auténtico árabe los omite: por eso es un libro oriental y no meramente orientalista.
Sin embargo, como señalan Lastra (1996) y Zaid (2005), entre otros, hay casi una veintena de referencias a camellos en el Corán11. Al respecto, Borges, como vimos, afirma que la información proviene de un texto de Edward Gibbon. Se trata de una nota al pie (la 13), del capítulo l de Declinación y caída del Imperio Romano, «dedicado a la descripción de Arabia y al minucioso relato de la vida de Mahoma» (Lastra, 1996, p. 62). Allí se habla del animal en cuestión y se afirma que «vivo o muerto, cada parte del camello es útil al hombre: su leche es abundante y nutritiva…» (Gibbon, como se citó en Lastra, 1996, p. 62) -la traducción es nuestra-. Luego, el historiador británico afirma en una nota lo siguiente: «Mahomet himself, who was fond of milk, prefers the cow, and does not even mention the camel; but the diet of Mecca and Medina was already more luxurious…» (Gibbon, como se citó en Lastra, 1996, p. 62) -el énfasis es nuestro-. A partir de estas palabras, puede comprobarse que lo que Mahoma no menciona en el Corán es, según Gibbon, la leche de camello. Por lo tanto, la desaparición del animal en las páginas coránicas es, por deliberación o por error, una operación borgeana, una suerte de creative misreading.12
Esta comprobación nos permite subrayar algo que ya anticipamos, al decir que la lectura del Corán por parte de Borges no puede considerarse como religiosa. En su lugar, el escritor argentino utiliza e incluso «manipula» el texto de un modo análogo al que se comprueba en sus usos de la Biblia o de cualquier texto, sea este literario, científico, filosófico o religioso. Es a partir de estas lecturas desviadas que una obra se vuelve productiva en la literatura borgeana; es desde la irreverencia que -como concluye en el ensayo que citamos-se alcanzan «consecuencias afortunadas» (Borges, 1996a, p. 273). Frente a estas consideraciones, destacamos que este tipo de desvíos se cargan de un sentido particularmente transgresor al ser operados sobre textos que se proponen como sagrados. Por ende, alterar la «letra» de la revelación es, como advierten la Biblia y el Corán, exponerse al anatema (Ap 22: 18-19; sura 2, aleya 79).
3. Epígrafes, citas y otras alusiones al Corán en la literatura borgeana
El breve análisis de estas dos citas nos ha permitido situar los parámetros de la utilización del Corán en la obra de Borges: se trata de un acercamiento no creyente, una lectura no dogmática, que puede caracterizarse como «literaria» y «creativa». Esto puede comprobarse en distintas operaciones de lectoescritura sobre el Corán que encontramos a lo largo de la obra borgeana.
En primer lugar, podemos constatar la integración de citas coránicas en relatos del escritor ambientados en Oriente. En estos casos, el Corán funciona como un texto sagrado para los personajes, como un elemento que es parte de sus culturas. Así, por ejemplo, en «El espejo de tinta», en «Etcétera», Historia universal de la infamia (Borges, 1996a), se transcribe un testimonio, supuestamente recogido por Richard Burton, de un hechicero que afirma: «Recorté la hoja en seis tiras, escribí talismanes e invocaciones en las cinco primeras, y en la restante las siguientes palabras que están en el glorioso Qurán: “Hemos retirado tu velo y la visión de tus ojos es penetrante”» (Borges, 1996a, p. 343). En un sentido similar, podrían considerarse algunas de las menciones del Corán en «La busca de Averroes», la presencia de «Alcoranistas» en «El hombre en el umbral» (1996a, p. 614) o la cita de la sura 71, aleya 23 en una nota de «El Zahir» (1996a, p. 594) e incluso la alusión al Corán que puede leerse en «Benares» (Fervor de Buenos Aires).13 En estos casos, las citas simplemente se recontextualizan en el marco de una ficción o un poema, como elementos constitutivos de este, que contribuyen a lo que Almond (2004) llama la «inducción de una atmósfera arábiga para el lector occidental» (p. 439) -la traducción es nuestra-. Este sería, por decirlo así, el grado mínimo de uso literario del libro sagrado del islam.
En segundo lugar, es posible relevar la consideración por parte del autor de ciertas estrategias o procedimientos formales del Corán. Si bien este tipo de lectura no es demasiado frecuente, no deja de ser significativa, en cuanto implica indudablemente una perspectiva literaria sobre el texto sagrado del islam. Podemos rastrearla, como dijimos, en la discusión sobre la no inclusión de camellos en el mismo -en tanto atribuye a Mahoma una opción estética, aunque sea inconsciente, contra el uso deliberado del color local (Mbaye, 2016, p. 221)- y en un pasaje de «Las kenningar» (1933), recogido en Historia de la eternidad, (1936), donde un texto coránico aparece en serie con otros ejemplos de figuras retóricas habituales entre los musulmanes:
Padre de la fragancia ¡oh jazmín! pregonan en El Cairo los vendedores. Mauthner observa que los árabes suelen derivar sus figuras de la relación padre-hijo. Así: padre de la mañana, el gallo; padre del merodeo, el lobo; hijo del arco, la flecha; padre de los pasos, una montaña. Otro ejemplo de esa preocupación: en el Qurán, la prueba más común de que hay Dios, es el espanto de que el hombre sea generado por unas gotas de agua vil (Borges, 1996a, p. 380, apudGómez, 2015).
Notemos que, en esta cita, Borges se construye como un enunciador que conoce el texto, es capaz de acudir a él en busca de ejemplos y de afirmar, sin citar ninguna fuente, cuál es la prueba más común de que hay Dios a lo largo del libro. En esta misma línea, podemos mencionar el interés del escritor por los modos de interpretación del Corán, particularmente lo que se denomina zahir y batin, lo evidente y lo oculto. La cuestión está presente en uno de los más célebres relatos del escritor, «El Zahir» recogido en El Aleph (1949), donde el narrador explica: «Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios» (Borges, 1996a, p. 593). Este concepto, como lo desarrolla Elia (1998), va ligado al de su opuesto complementario:
Zahir as a concept is traditionally coupled with, and opposed to, batin, thus making up a complete entity comprising thesis, antithesis, and synthesis. Batin, another Arabic word, is the antonym of zahir and means inner, innermost, concealed. The zahir and the batin are as inseparable as two sides […] The two terms are also paired, almost equated, in the Koran (p. 131).
El contrapunto entre zahir y batin, las «dos caras» del Corán, está presente también en «La busca de Averroes» (Borges, 1996a, p. 584). Explica la autora que se trata de una cuestión que ha sido eje de debates entre distintas escuelas de interpretación del texto sagrado del islam (Elia 1998, p. 133); lo cual es señalado también por otros autores (Nuñez Faraco, 2002, p. 117; Farag Fahim, 2011, p. 304). Incluso, propone que estos dos modos de leer pueden ser relevantes para abordar la propia obra borgeana, que tendría un significado evidente o literal, pero también resonancias ocultas, solo accesibles para un pequeño grupo (Elia, 1998, p. 136). En cualquier caso, la cuestión parece haber interesado al escritor argentino, quien a lo largo de toda su obra reflexiona acerca de los «modos de leer» -y, particularmente, textos sagrados-, pues «no en vano ha exaltado Borges la técnica de profundizar y desentrañar los distintos niveles de lectura» (Farag Fahim, 2011, p. 320).
En tercer lugar, podemos mencionar los epígrafes de dos relatos: «El milagro secreto» (1943), recogido en Ficciones (1944), y «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto» (1951), incluido luego en El Aleph. Una vez más, la capacidad de citar distintos lugares del Corán contribuye a construir una figura de autor que conoce el texto en detalle. El primero de los epígrafes dice:
Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: -¿Cuánto tiempo has estado aquí? -Un día o parte de un día, respondió. Alcorán, ii, 261 («El milagro secreto», Borges, 1996a, p. 508).14
Entretanto, en uno de los primeros estudios sistemáticos sobre la obra del escritor, Barrenechea (2000) ya había señalado que la trama de este relato -que incluye entre los que proponen «versiones del motivo del tiempo abreviado o dilatado»- remite al episodio del Corán referenciado en el epígrafe (pp. 112-113).15 En ese sentido, Mbaye (2016), retoma a la crítica argentina y propone que el libro sagrado del islam le permite a Borges tramar esta noción de tiempo atípica, fundamentada en la oposición entre tiempo sagrado y tiempo profano: un año de tiempo sagrado está contenido en un instante de tiempo profano. Como señala el autor, ese mismo desajuste entre tiempos puede comprobarse en varias leyendas de la tradición islámica, por ejemplo, la historia de los jóvenes en la cueva, referida en la sura 18 del Corán.16 La relación es, en este sentido, patente:
La tradición islámica sirve, como queda dicho, de preámbulo, de antesala a la historia narrada. Incluso se podría decir sin exagerar que Borges hace en este relato una sutil y dúctil exegesis literaria de este versículo del Corán. En efecto, la historia de Hladik es una interpretación literaria, una anécdota ilustrativa de ese tiempo sagrado que el versículo plantea (p. 225).
Con respecto al epígrafe de «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto», creemos que contribuye a dotar de atmósfera oriental o miliunanochesca a un relato que transcurre en Inglaterra. La cita coránica es un fragmento de la aleya 40, de la sura 29, titulada justamente «La araña»: «… son comparables a la araña, que edifica una casa. Alcorán, xxix, 40» (Borges, 1996a, p. 600). En comparación, la aleya completa dice: «Semblanza de los que tomaron fuera de Alá patrón como semblanza de la araña [que] tomó casa, y, ciertamente, la más liviana de las casas [es] la casa de la araña si supieren» (Cansinos Assens, 2006, p. 288). En este caso, a partir del recorte de la cita, el relato se desvía del sentido de la aleya, en cuanto lo que esta sugiere es la fragilidad de la tela -análoga a la de las casas de quienes prescinden de Dios-, mientras que el cuento desarrolla la idea de la telaraña como laberinto, que permite atrapar al enemigo (Mbaye, 2016, p. 225).17 A partir de estas interpretaciones, podemos considerar esta operación como otro ejemplo de creative misreading por parte de Borges. En términos más amplios, la elección de estos paratextos sugiere que el Corán puede pensarse como una de las posibles fuentes de inspiración de los cuentos o, en todo caso, que al ser puestas en relación con estos se subraya la potencia imaginativa - es decir, literaria- del libro sagrado del islam.
Por último, en un sentido similar, citamos el relato titulado «El burak», incluido en Manual de zoología fantástica (1957). Se trata de una figura de la tradición islámica que Borges ya había evocado brevemente en una nota de Historia de la eternidad (1936), como ilustración de que «el tiempo de los hombres no es conmensurable con el de Dios» (Borges, 1996a, p. 361).18 En el libro de 1957, escrito en colaboración con Margarita Guerrero, el escritor amplía la referencia en lo que constituye quizás el mayor grado de literaturización del Corán en toda su obra:
El primer versículo del capítulo diecisiete del Alcorán consta de estas palabras: «Alabado sea El que hizo viajar, durante la noche, a su siervo desde el templo sagrado hasta el templo que está más lejos, cuyo recinto hemos bendecido, para hacerle ver nuestros signos». Los comentadores declaran que el alabado es Dios, que el siervo es Mahoma, que el templo sagrado es el de La Meca, que el templo distante es el de Jerusalén y que, desde Jerusalén, el Profeta fue transportado al séptimo cielo. En las versiones más antiguas de la leyenda, Mahoma es guiado por un hombre o un ángel; en las de fecha posterior, se recurre a una cabalgadura celeste, mayor que un asno y menor que una mula. Esta cabalgadura es Burak, cuyo nombre quiere decir «resplandeciente». Según Burton, los musulmanes de la India suelen representarlo con cara de hombre, orejas de asno, cuerpo de caballo y alas y cola de pavo real. Una de las tradiciones islámicas refiere que Burak, al dejar la tierra, volcó una jarra llena de agua. El Profeta fue arrebatado hasta el séptimo cielo y conversó en cada uno con los patriarcas y ángeles que lo habitaban y atravesó la Unidad y sintió un frío que le heló el corazón cuando la mano del Señor le dio una palmada en el hombro. El tiempo de los hombres no es conmensurable con el de Dios; a su regreso, el Profeta levantó la jarra de la que aún no se había derramado una sola gota. Miguel Asín Palacios habla de un místico murciano del siglo XIII, que en una alegoría que se titula «Libro del nocturno viaje hacia la Majestad del más Generoso» ha simbolizado en Burak el amor divino. En otro texto se refiere al «Burak de la pureza de la intención» (Borges & Guerrero, 1995, p. 48).
Un «versículo» o aleya del Corán es recontextualizado en una antología de «seres imaginarios», con un propósito eminentemente estético. En este caso, el texto sagrado del islam funciona como un punto de partida para desarrollos imaginativos, cada vez más literarios, que se atribuyen a «versiones» o «tradiciones islámicas» -de las que también Borges manifiesta tener un cierto conocimiento antes que al texto mismo. En cualquier caso, el Corán y sus tradiciones, nuevamente, se leen aquí por su potencia literaria más que por su mensaje divino.
4. La madre del libro: El Corán como libro absoluto y eterno
Ahora bien, más allá de estos usos que enumeramos, la noción más recurrentemente asociada al Corán en la literatura borgeana es la de «libro sagrado o absoluto». La encontramos por primera vez en un ensayo de 1932, titulado «Una vindicación de la Cábala», donde, como es frecuente en la obra de Borges, se aproximan las concepciones del Corán y de la Biblia:
Ese concepto [el de inspiración mecánica de la Biblia], que hace de evangelistas y profetas, secretarios impersonales de Dios que escriben al dictado, está con imprudente energía en la Formula consensus helvética, que reclama autoridad para las consonantes de la Escritura y hasta para los puntos diacríticos -que las versiones primitivas no conocieron. […] Los islamitas pueden vanagloriarse de exceder esa hipérbole, pues han resuelto que el original del Corán -la madre del Libro- es uno de los atributos de Dios, como Su misericordia o Su ira, y lo juzgan anterior al idioma, a la Creación (Borges, 1996a, p. 209).
Podemos notar que el Corán, al igual que la Biblia, es concebido como obra de una inteligencia absoluta, divina, capaz de controlar cada detalle del texto. El libro sagrado del islam es, además, un «libro impenetrable a la contingencia», donde «la colaboración del azar es calculable en cero» (1996a, p. 211). Desde luego, como afirmamos repetidamente, el acercamiento de Borges al texto coránico no es religioso. Por el contrario, el hecho de que comprenda y acepte la potencia de la noción de un libro como obra de una inteligencia divina, no significa que la comparta sino, ante todo, que le resulta productiva para pensar fenómenos literarios. Así, la crítica ha señalado con frecuencia que el concepto de libro absoluto funciona como una suerte de modelo -imposible, pero siempre perseguido- para la construcción de la propia literatura borgeana (Aizenberg, 1997; Ruiz, 2002; Attala, 2016; Adur, 2021). De este modo, la obra de Borges en relación con el Corán
se exige en la dirección de ese límite absoluto de quien escribe un texto impermeable a la contingencia y estrictamente necesario, el escritor que aspira a construir un texto que idealmente sea «un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz» y que justifique ser interrogado hasta lo absurdo (Ruiz, 2002, p. 206).
Ahora bien, los críticos en general asocian esta noción a la Biblia, tal como Borges lo hace en «Vindicación de la Cábala». Pero como también queda claro en este ensayo, es en realidad el Corán el libro que encarna este concepto en grado sumo. No se trata solo de un libro «inspirado por Dios», sino de un libro que es directamente «un atributo de Dios» y puede considerarse entonces «sagrado» o «divino» en un nivel superior a la Biblia. Por tanto, el libro sagrado del islam no es únicamente un «libro absoluto», sino «eterno». Se trata de una idea persistente en el escritor, que reencontramos en términos muy similares, en ensayos de distintas épocas.
La siguiente aparición relevante de este tópico se da en un relato crucial para considerar la perspectiva de Borges no solo sobre el Corán, sino, más ampliamente, sobre el islam: el ya citado «La busca de Averroes» (1947). En este relato hallamos varias alusiones al Corán, en una de las cuales reencontramos la definición del libro increado, eterno:
Otro huésped negó con indignación que la escritura fuese un arte, ya que el original del Qurán -la madre del Libro- es anterior a la Creación y se guarda en el cielo. Otro habló de Cháhiz de Basra, que dijo que el Qurán es una sustancia que puede tomar la forma de un hombre o la de un animal, opinión que parece convenir con la de quienes le atribuyen dos caras. Farach expuso largamente la doctrina ortodoxa. El Qurán (dijo) es uno de los atributos de Dios, como Su piedad; se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón, y el idioma y los signos y la escritura son obra de los hombres, pero el Qurán es irrevocable y eterno. Averroes, que había comentado la República, pudo haber dicho que la madre del Libro es algo así como su modelo platónico, pero notó que la teología era un tema del todo inaccesible a Abulcásim (1996a, p. 584) -el énfasis es nuestro-.
En este fragmento, vemos que no solo se insiste en lo dicho en el ensayo de 1932 acerca de la eternidad del texto sagrado del islam, sino que se agrega la posibilidad de entender el Corán «celeste» como arquetipo platónico. Esta idea parece quedar asociada al tópico y la reencontramos en un importante ensayo de comienzos de los años cincuenta, titulado «Del culto de los libros», recogido en Otras inquisiciones (1952):
A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el «Alcorán» (también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo xiii, leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al-Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: «el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo, sigue perdurando en el centro de Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos». George Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel recurriera a los arquetipos, comunicados al Islam por la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del Libro (1996b, pp. 92-93).
La noción parece haber quedado fijada en sus rasgos fundamentales y la reencontramos sin demasiadas modificaciones en dos conferencias de la última etapa de su producción: «El libro» y «La cábala». En «El libro», la primera de una serie de cinco clases dictadas en la Universidad de Belgrano y recogidas en Borges oral (1979), el escritor vuelve a presentar el Corán como ejemplo de libro sagrado:
En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro lo dice el Corán, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes (Borges, 1996c, p. 179).
En «La cábala», conferencia dictada en 1977 y recogida posteriormente en el volumen Siete noches (1980), encontramos una descripción muy semejante del «libro mágico»:
Señala Spengler en el capítulo de Der Untergang des Abenlandes consagrado a la cultura mágica que el prototipo de libro mágico es el Corán. Para los ulemas, para los doctores de la ley musulmanes, el Corán no es un libro como los demás. Es un libro (esto es increíble pero es así) anterior a la lengua árabe; no se lo puede estudiar ni histórica ni filológicamente pues es anterior a los árabes, anterior a la lengua en que está y anterior al universo. Ni siquiera se admite que el Corán sea obra de Dios; es algo más íntimo y misterioso. Para los musulmanes ortodoxos el Corán es un atributo de Dios, como Su ira, Su misericordia o Su justicia. En el mismo Corán se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es el arquetipo celestial del Corán, que está en el cielo y que veneran los ángeles (, Borges 1996c, p. 168).
Nótese que la parentética que introduce Borges en este segundo fragmento, «(esto es increíble, pero es así)», explicita una vez más que su acercamiento al Corán no se da desde el punto de vista de un creyente - pues lo que enuncia le parece, literalmente, «increíble»-. En ese sentido, podríamos ampliar esta enumeración con otras menciones de este mismo tópico en distintas épocas -«Martín Fierro y los críticos» en El Martín Fierro (1953),19 «Cansinos y Las mil y una noches» en La Nación (1960)-20 e incluso en los versos de «Tamerlán» en El oro de los tigres (1972): «el Alcorán, El Libro de los Libros / anterior a los días y a las noches» (Borges, 1996b, p. 459). Pero, como dijimos, los rasgos fundamentales de esta concepción del Corán parecen quedar definidos entre los años treinta y cuarenta.
El Corán se propone, al igual que la Biblia, como «obra de la inteligencia divina» y, por lo tanto, un libro «sagrado» y «absoluto». En este aspecto, resulta modélico para la literatura de Borges. Pero, como vimos, el Corán parece llevar la noción de libro sagrado a un extremo y, como afirma Gesché (2010), llevar las ideas hasta su límite es la mejor manera de comprenderlas, o cuestionarlas, a fondo.21 El Corán no solo es «obra de Dios», sin que es directamente un «atributo de Dios» y, por lo tanto, «anterior a la creación», de modo que Borges lo compara con los arquetipos platónicos. Es «eterno» e «inalterable», más allá de cualquier lectura, «no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos» y «no se lo puede estudiar ni histórica ni filológicamente», como vimos en los fragmentos citados anteriormente. De este modo, proponemos que esta noción de «libro inalterable» funciona como contrapunto extremo que permite definir una de las ideas centrales de la poética borgeana.
En «Notas sobre (hacia) Bernard Shaw», el escritor argentino afirma que «El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones» (Borges, 1996b, p. 125). Esta concepción de la literatura puede rastrearse a lo largo de buena parte de la producción del autor. Pensemos en un relato fundacional, como «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939) y en uno de los últimos, «El libro de arena» (1975) que ficcionalizan una convicción persistente de Borges: no es posible leer la misma página dos veces. Recordemos la visión borgiana al respecto en la ya citada conferencia sobre «El libro»:
¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez. […] Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado (Borges, 1996c, p. 183, nuestro destacado).
Esta concepción del libro humano -uno de los «instrumentos del hombre» (1996c, p. 177), lo define el au- tor- aparece en la misma conferencia en que Borges se refiere al libro divino. Aunque ambas nociones no se encuentran explícitamente vinculadas en el texto, el escritor parece concebirlos por contraste: el libro humano, que varía en cada lectura, se opone al divino, el arquetipo inalterable, «la Madre del Libro», El Corán.
5. Consideraciones finales
En este breve recorrido quisimos hacer solo una primera aproximación a un tópico que merece investigaciones más amplias. Procuramos simplemente fijar algunos parámetros para pensar los usos y funciones del Corán en la literatura borgeana. El acercamiento del escritor al libro sagrado del islam se realiza desde un posicionamiento «no creyente», que conoce el texto y algunos de los conceptos centrales de sus tradiciones interpretativas, pero no participa de la fe en su naturaleza sagrada. Por eso, consideramos que el uso borgeano del texto coránico puede caracterizarse como literario y creativo, de acuerdo con las distintas funciones que hemos descrito.
Si bien en muchos casos estas funciones se solapan -es decir, en un mismo texto, las referencias al libro cumbre del islam pueden funcionar en más de un sentido-, hemos procurado sistematizarlas distinguiendo, en principio, cuatro niveles de funcionamiento. En primer lugar, en algunos textos de Borges se integran citas y alusiones al Corán en relación con personajes islámicos: lo hemos visto, por ejemplo, en «El espejo de tinta», «El hombre en el umbral» y «Benarés». En segundo lugar, comentamos ciertos procedimientos formales observados en el texto sagrado del islam y discutimos los modos de leerlo como en el pasaje citado de «El escritor argentino y la tradición» sobre la prescindencia de elementos de «color local» en el Corán, o en la discusión de las figuras retóricas empleadas en el texto coránico en «Las kenningar». En tercer lugar, observamos la utilización de citas como fuente de epígrafes para relatos -«El milagro secreto», «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto»- e incluso como punto de partida para una de las entradas del Manual de zoología fantástica (1957). En síntesis, podríamos afirmar que las distintas funciones de las referencias al Corán en la obra de Borges implican diferentes formas de relaciones transtextuales -tal como las definió Genette (1989) - entre la obra literaria y el texto sagrado: intertextualidad o cita, metatextualidad o comentario y, más acotadamente, paratextualidad, en los epígrafes, y hasta hipertextualidad -en los casos de «El burak» y, al menos parcialmente, «El milagro secreto»-.
Ahora bien, la función más recurrente del Corán en la obra de Borges es como ejemplo paradigmático de la noción de «libro absoluto», la cual no es valorada desde la fe, sino como una concepción que resulta clave para comprender la historia de los modos de leer y modélica para el proyecto literario del autor.22 En principio, proponemos que, si la idea de libro absoluto, escrito por una inteligencia divina, es común a la Biblia y al Corán, este último tiene el añadido de ser «eterno» e «increado». «La madre del Libro», el Corán «celeste», es directamente un «atributo divino». Propusimos que es en contrapunto con esta noción de un libro divino, que preexiste a su escritura y, desde luego, a cualquier lectura, que Borges delinea la noción de libro humano, fruto del encuentro del texto con cada lector y, en ese sentido, inestable, móvil, novedad siempre nueva en cada lectura. Frente a la inmutabilidad del libro divino, Borges parece valorar la humana mutabilidad de la literatura, hecha de lecturas, es decir «versiones y perversiones» (Borges 1996a, p. 561).