Introducción
Analizar la relación entre naturaleza y desarrollo urbano en Chile es la motivación que orienta las reflexiones propuestas en el presente trabajo. Se trata de un desafío que, por su complejidad, exige delimitar algunos aspectos fundamentales. De manera específica, el texto se propone estudiar el papel histórico que la sociedad urbana de la ciudad de Santiago les asignó a determinados agentes del ecosistema en la adecuación de su infraestructura de servicios, más en concreto, a su principal red de transporte público: el tranvía. El argumento central es que el estudio de las fuentes motrices utilizadas por este medio de transporte no sólo posibilita una aproximación histórica a la disponibilidad de recursos energéticos en la sociedad urbana chilena hacia fines del siglo XIX, sino que también remite a los imaginarios ambientales y tecnológicos que primaron en la validación social de dichas energías aplicadas a la movilidad urbana.
Las fuentes motrices necesarias para poner en funcionamiento redes de circulación extendidas, como fue la tranviaria, introdujeron en el entorno urbano elementos provenientes de la naturaleza, que auxiliaron sin duda el progreso de la ciudad, contribución que, pese a todo, no impediría su posterior depreciación y reemplazo, cuando las expectativas económicas, sociales y culturales de la población cambiaron, de acuerdo a las dinámicas del tiempo global.
La primera fuerza motriz empleada por el tranvía en Santiago corresponde a la tracción animal y su mecanismo de aprovechamiento del motor muscular. Contrariamente a otras ciudades latinoamericanas que utilizaron mulas, acorde con las características físicas de su territorio -tamaño y pendientes-, en la capital chilena se usaron caballos para el arrastre de los carros de pasajeros(1). La actualización que experimentó el uso de este animal a partir de la demanda del sistema tranviario, como parte de la fase de preparación cultural que precedió a la implementación de la electricidad, será un aspecto en el que el texto profundizará. También ahondará en las consecuencias medioambientales de la introducción masiva de caballos a la ciudad y la posterior depreciación de la fuerza animal, en el marco de la “gran separación” (política sanitaria que promovía el drenaje de los residuos orgánicos y la expulsión de los animales productivos del espacio urbano) y la modernización de los servicios públicos dirigida por el empresariado trasnacional que llegaba a la región para controlar la industria de la electrotecnia(2).
El rastro biológico contaminante de los caballos en las calles, la imagen negativa que recaía sobre estos por ser objeto de la crueldad de una sociedad poco civilizada que subsistía dentro de la urbe y el obstáculo que representó la especie para la libre circulación de otros vehículos y peatones deterioraron su legitimidad social y favorecieron su sustitución por una nueva fuente de propulsión: la electricidad. El declive del tranvía de sangre y, con ello, el de la hegemonía equina para el recorrido de distancias cortas y medianas se relaciona con el discurso médico y con la implementación de una política de salubridad al servicio de la construcción de la ciudad moderna. A su vez, la sustitución del caballo tiene relación con las aspiraciones de la burguesía urbana y el ideal estético y científico de la Belle Époque, que veía en la nueva fuerza motriz la posibilidad concreta de inserción de la sociedad chilena en el concierto mundial de las metrópolis occidentales. La electricidad fue, en este contexto, una de las principales expresiones de la “evasión estética” que acompañó el sueño burgués metropolitano, impulso nervioso capaz de bombear la energía necesaria para conseguir aproximarse a los modelos urbanos europeos y norteamericanos que tanta admiración generaban entre las clases dirigentes latinoamericanas(3).
Un nuevo imaginario ambiental surgiría entonces para vincular el potencial natural del que disponía la zona central de Chile, a través de sus caudales de agua, con el interés de los inversionistas ingleses y alemanes comprometidos con la producción, transmisión y comercialización de fuerza eléctrica para el progreso urbano e industrial de Santiago. Legitimar este imaginario implicó, por oposición, devaluar la tracción animal, en una operación que conjugaba la expansión capitalista en la región, la implementación de una agenda sanitaria y la tecnificación de la sociedad. Así, a la crítica higienista en contra de los caballos por su rastro contaminante, se le sumaría aquella que los consideraba insuficientes para dar respuesta al incremento del ritmo urbano y a las expectativas civilizatorias de la vida en una ciudad moderna.
El uso de determinadas fuentes motrices, así como su sustitución o coexistencia, con el propósito de facilitar la movilización de los habitantes de las ciudades, señalan la relación histórica que existe entre medios de transporte y entorno urbano. Antes de profundizar en este aspecto y recorrer el camino trazado, se analizará la adaptación del caballo chileno a la vida urbana. Esto, para luego profundizar en los argumentos ambientales y culturales contra su uso en el sistema de tranvías, y, por último, adentrarse en el imaginario favorable a los recursos hídricos y la electricidad.
La adaptación del caballo al entorno urbano chileno
La relevancia del caballo en el devenir histórico de las ciudades ha sido ampliamente documentada en las urbes estadounidenses, no así en las latinoamericanas, donde aún se mantiene como un campo poco explorado. Clay McShane y Joel Tarr señalan que los humanos no podrían haber construido ciudades ni vivido en grandes metrópolis generadoras de riqueza sin contar con la presencia activa de este animal(4). La relación entre caballo y sociedad fue a tal punto simbiótica, en palabras de estos autores, que, más que dominación por parte de la especie humana sobre la bestia, lo que existió fue una coevolución(5). Lo anterior se expresaría con claridad en el tercer cuarto del siglo XIX, periodo de rápida urbanización en ciudades como Boston, Filadelfia, Chicago y Manhattan, donde los caballos aumentaron en número e importancia, lo que llevó a que la especie se adaptara a las transformaciones de los centros urbanos en expansión, incluso más rápidamente que sus propios habitantes(6).
El uso utilitario del caballo debe entenderse en el marco de la participación de los animales en la economía urbana. Estos contribuyeron con su energía, su carne e, incluso, sus desechos a una fase importante en el progreso de la ciudad, factores que establecieron una dinámica de cohabitación entre humanos y seres orgánicos que duraría, en el caso de la capital chilena, hasta fines del siglo XIX, cuando estos últimos comenzaron a ser expulsados del ambiente urbano(7). El caballo tuvo un rol importante en el desarrollo de las comunicaciones y el transporte de Santiago. Gustavo Donoso, estudioso de los orígenes de este animal en Chile, señala que tanto el traslado de la correspondencia como el envío de mensajes -avisos o pedidos de auxilio- dependieron de su uso(8). Con relación al transporte, hasta las primeras décadas del siglo XIX, los equinos fueron utilizados sobre todo para montar, y poco o nada se los destinó al tiro o tracción. A partir de las transformaciones derivadas de la modernización sociocultural de las ciudades comenzó a emplearse la fuerza caballar para la tracción de vehículos, primero en carruajes privados, como signo de distinción en una ciudad que iniciaba su proceso de ebullición y hacía de las formas de desplazamiento de sus habitantes una expresión de diferenciación social. Posteriormente, en la flota de coches de alquiler, modalidad de transporte privilegiada por los sectores medios y altos de la sociedad. Sin embargo, sería con la llegada del tranvía que el caballo ganaría prestigio como potencia motriz valiosa para el funcionamiento de un sistema de locomoción colectivo capaz de responder a las necesidades de movilidad de la población urbana.
El hecho de que el caballo chileno fuese empleado durante siglos como cabalgadura, sumado a las consecuencias fisiológicas de regímenes nutricionales poco racionalizados, incidieron en que la raza local no desarrollara cualidades de facto para el arrastre. El naturalista francés Claudio Gay, encargado por el Estado de recorrer el territorio nacional y escribir su historia física y política, señaló, hacia 1840, que el desarrollo del servicio de coches, así como las mejoras que habían experimentado los caminos en la zona central del país, exigían que se sustituyese al caballo autóctono por ejemplares europeos, por lo menos hasta que la raza criolla pudiese ofrecer caballos más fuertes y más aptos para las exigencias del rudo trabajo de tiro(9). Gay advertía que las debilidades físicas del caballo chileno, por lo general pequeño y con las piernas delanteras rectas, dificultaban la labor de arrastre, situación que debía suplirse con una elección inteligente de razas para la cruza. Esta operación permitiría contar con una casta de mayores proporciones, lo que, sumado a una buena nutrición durante los primeros años, daría como resultado caballos más robustos(10).
Vukan Vuchic planteó en su estudio sobre el desarrollo histórico del tránsito urbano que una de las consecuencias asociadas a la introducción de los rieles en la ciudad, en beneficio del transporte público, fue la aceptación generalizada del caballo como fuerza motriz idónea para recorridos de corta y mediana distancia(11). Lo anterior, dado su índice de utilidad derivado del costo de mantenimiento y accesibilidad a los animales, que cumplirían la función de motores primarios. En Chile, la modernización tecnológica de la movilidad urbana contribuyó directamente a la adaptación del caballo a las necesidades de la ciudad en expansión(12). Sería justamente con la introducción del riel, dispositivo tecnológico de vanguardia y herramienta representativa de la modernidad cinética, que se ampliaría la utilización de caballos en labores de tiro. Esto, en la medida que los rieles disminuyeron el coeficiente de fricción en el arrastre, lo que posibilitaba el aumento del peso transportado e incrementaba la fuerza potencial de los animales. Se trata de un factor técnico favorable en el rendimiento de los motores musculares, si se considera, además, que la instalación de vías paralelas estuvo acompañada del empedrado de las rutas de circulación, lo que daba estabilidad al trote.
El uso del caballo como fuente de fuerza motriz, asociado a la instalación del riel, remite a la convivencia y complementariedad de dispositivos para la movilidad urbana. Gijs Mom argumenta que, para la consolidación de una determinada tecnología, novedosa en su momento, como eran las vías férreas en la ciudad, fueron necesarias la supervivencia y actualización de fuentes tradicionales de energía, compatibles con las necesidades de la nueva técnica incorporada(13). Tal fue el caso de la utilización en la ciudad de la fuerza equina para desplazamientos direccionados por rieles.
A medida que el tranvía avanzaba en el proceso de vertebración urbana, el número de caballos aumentó, lo que llevó a recurrir a la oferta de criaderos nacionales y a otros localizados en la provincia de El Cuyo (Argentina)(14). Para resguardar la vida útil de los animales se impuso la idea de que, si bien la selección en el cruzamiento de especies era un factor relevante, también era importante proveerlos de los cuidados básicos que permitiesen aprovechar al máximo su capacidad física, sin necesariamente encarecer el costo total de su manutención. Con este propósito, la Empresa del Ferrocarril Urbano (EFU, en adelante), explotadora del tranvía de sangre en la ciudad de Santiago (1872-1897), dispuso diversos cuidados para sus máquinas vivientes. Se arrendaron potreros, donde los caballos engordaban en época de descanso(15), así como caballerizas, donde se los cobijaba cuando estaban en período de servicio. Los caballos eran herrados, lo que protegía sus patas y evitaba el problema crónico de la cojera, que incidía en el ritmo que podían alcanzar. Asimismo, tras extenderse los recorridos de los tranvías hasta la periferia distante, se implementó la modalidad del relevo, con lo que se buscaba evitar la fatiga y deceso por sobrecarga de exposición a la rutina diaria. Por último, se mantuvo el adoquinado de las calles, lo que resultaba fundamental para impedir la cojera, una de las lesiones invalidantes más comunes entre los animales en servicio.
Tras actualizarse su uso con la llegada del tranvía, la presencia del caballo se consolidó en Santiago durante la segunda mitad del siglo XIX. Esto se confirma al verificar el aumento de la población equina y, en particular, el incremento sostenido de ejemplares identificados en los inventarios comerciales, según puede apreciarse en la tabla 1. El alza en la demanda de este animal desencadenó el aumento de su precio en un 58,9% entre las décadas de 1870 y 1890, período que coincide con la fase de mayor expansión de la red tranviaria. Encarecimiento que, pese a ser significativo, mantuvo el umbral de conveniencia a favor de la tracción animal frente a otras opciones de movilidad, como era la propulsión a vapor(16).
Contaminación, barbarie y lentitud: la depreciación medioambiental de la tracción animal
Bajo la administración de la EFU, los tranvías tirados por caballos habían unido el centro con los nuevos barrios en las regiones norte, sur y poniente de Santiago, a través de 48 líneas y más de 80 kilómetros de vías férreas(17). Aunque el crecimiento del sistema fue exponencial y respondió al aumento de población y ensanchamiento de los límites urbanos(18), la municipalidad y la opinión pública criticaron la administración, la calidad y la eficiencia del servicio prestado por la empresa. Dichas críticas apuntaron al monopolio de facto ejercido por la EFU y al incumplimiento de sus responsabilidades contractuales. Los pasajeros, a su vez, cuestionaron las malas condiciones en que se encontraban los carros, la impuntualidad de los recorridos y el alza injustificada de tarifas, situación esta última que estimularía jornadas de violencia social, como la del 29 de abril de 1888, que terminó con una veintena de carros quemados y la dirigencia del Partido Democrático encarcelada.
Si bien las controversias en torno al servicio prestado por los tranvías se remontan prácticamente al momento en que la EFU asume la dirección del negocio, los reproches se incrementaron en la antesala de 1897, fecha en que expiraría el contrato que la sociedad comercial mantenía con la municipalidad para hacer circular sus carros por las calles de la ciudad. El fin del contrato implicaba llamar a una nueva licitación para modernizar el sistema de transporte público de la capital chilena, en una operación polémica, cruzada por intereses económicos y políticos de amplio alcance. Un argumento de peso entre los cuestionamientos hacia la EFU en esta coyuntura fue aquel que situaba al caballo como un agente nocivo para el entorno urbano de Santiago. Cumpliendo la doble función de subrayar las posibilidades comerciales que traía el término del monopolio ejercido por el empresariado nacional y de señalar la urgencia de la modernización tecnológica del sistema de transporte para el bien de la población, la opinión pública articuló un discurso que desahuciaba la tracción animal. Así, la especie que había favorecido la movilidad urbana desde mediados del siglo XIX fue retratada como un agente de contaminación, de perturbación moral, y un obstáculo a la plena circulación, y se promovía su reemplazo por una nueva fuente de energía que se mostraba superior: la electricidad.
La animadversión hacia el caballo como fuerza motriz se enmarca en un proceso prolongado que Peter Atkins ha denominado la “gran separación”, término con el que se refiere a la política sanitaria favorable al drenaje de los residuos orgánicos y el destierro de los animales productivos del espacio urbano, factores que marcan un punto de inflexión en la división ontológica entre cultura y naturaleza para el desarrollo de la metrópolis moderna(19). Atkins pone en evidencia la manera en que las molestias derivadas de la presencia de caballos, ganado, cerdos y aves de corral dejaron de ser aceptables en el Londres victoriano, y el modo en que se transformaron, bajo el discurso sanitario, en evidencia del riesgo que implicaba para los seres humanos la convivencia urbana con animales(20). Así, la molestia dio paso a la percepción de peligro, tras lo cual se reglamentaron -no sin manifestaciones de resistencia por parte de distintos actores, según ha estudiado Jeffrey Pilcher, a propósito del consumo de carne fresca en México- los sitios identificados como puntos sensibles en los programas de salud pública, como fueron los mataderos y centros de procesamiento de residuos(21).
En Santiago, así como en otras ciudades latinoamericanas, el impacto del mundo rural sobre el tejido urbano fue evidente y se hizo insostenible, luego de que la presencia animal fuera interpretada desde la teoría miasmática. Rodrigo Booth analiza, en una investigación sobre la crisis medioambiental originada por la “animalización de la movilidad” en la capital chilena a fines del siglo XIX, el rol de los médicos en la difusión del imaginario que asociaba la nube infecciosa emanada de la tierra con las exhalaciones y los desechos producidos por caballos y otros animales como vacas y bueyes(22). Así, las críticas esbozadas por los higienistas actuaron de manera reactiva hacia los animales al relacionar dos factores ambientales clave en la propagación de enfermedades. Siguiendo a Booth, estos factores fueron “la masiva producción de desechos biológicos que originaba el tránsito de animales y la mala calidad de las calzadas, generalmente de tierra”(23). Se especulaba en torno a que los residuos depositados en la calle y acopiados en las caballerizas o directamente en el espacio público se mezclaban con la tierra y la lluvia, y producían una composición tóxica que se difuminaba en forma de polvo fino que enturbiaba el aire y propiciaba el contagio de afecciones como el cólera, el tifus y la tuberculosis. Se planteó, entonces, que la aglomeración urbana de personas y bestias acabaría favoreciendo el surgimiento de epidemias de fácil transmisión.
En consonancia con el sentido común tras la “gran separación” difundida desde Europa, los especialistas de la salud en Chile subrayaron la importancia de sacar a los animales del centro, con cuyo objetivo reglamentaron los espacios donde debían ubicarse y prohibieron, incluso, prácticas generalizadas como la venta de leche al pie de la vaca en las esquinas, con lo que se buscaba evitar la saturación por presencia animal en áreas altamente transitadas(24). La preocupación de los médicos por la proximidad entre animales y seres humanos no parece exagerada, si se considera, según cifras entregadas por Booth, que en 1895 había un animal por cada 20 a 25 personas(25). Es decir, en una ciudad de casi 250.000 existían aproximadamente 12.000 animales circulando dentro de los límites urbanos(26).
Aunque los higienistas habían promovido en las décadas de 1860 y 1880 la extensión del tranvía de sangre como herramienta para ensanchar el área urbana y trasladar a los sectores populares hasta áreas más ventiladas y espaciosas, distantes de los “conventillos”(27) localizados en el centro de Santiago, las críticas al uso de caballos para la tracción se difundirían aceleradamente a partir de 1890. Esto, luego de que se percibiera a los equinos como agentes contaminantes. Además de considerarse que contribuían a la contaminación del aire -por liberar dióxido de carbono en sus exhalaciones- y de las calles -al depositar sus orines y excrementos-, fueron vistos como agentes difusores de enfermedades, ya que sus propios cuerpos, muchas veces enfermos y lacerados, producían secreciones y parásitos que, por medio del contacto con insectos, llegaban hasta la población. Además, para los seguidores de la ciencia bacteriológica, la acumulación de estiércol favorecía el aumento de la mosca doméstica, vector de infecciones transmitidas a los seres humanos(28). Aún más alarmante era la situación en términos de salud pública, al constatarse que los caballos caían muertos en plena vía y que pasaban días hasta que el carretón municipal retiraba sus cadáveres. Solía pasar que los transeúntes pasaban cerca de los restos del animal y que los niños jugaran cerca sin conocer el riesgo que implicaba la proximidad a ese foco de contagio. Esta evidencia remite a otro de los aspectos fundamentales en la crítica a la utilización de la tracción animal en el sistema de transporte público: el maltrato.
La depreciación de la fuerza equina estuvo influida por el discurso que creía inaceptables las imágenes cotidianas de violencia contra los caballos que servían a la empresa de tranvías. Si bien durante el siglo XIX se impuso una mirada “racional” sobre el cuerpo animal, en cuanto máquina posible de ser refinada científicamente -no un ser capaz de sentir(29)-, abundaron las quejas contra la crueldad a que la especie era sometida, con lo que se reconocía que la situación representaba, en la dimensión más concreta, al hombre primitivo en su relación brutal con los seres vivos que lo rodeaban. El problema de la crueldad hacia los animales de tiro fue retratado vivamente en las páginas de la prensa, desde donde se hizo un ferviente llamado a la autoridad para que evitase los episodios callejeros de martirio contra los caballos de los carros urbanos, escenas que, según exponía un vespertino, “la moralidad pública aconseja evitar”(30).
A pesar de los innumerables reclamos en contra de la violencia hacia los caballos, su defensa sólo tendría eco en la autoridad a comienzos del siglo XX(31). En 1913 la municipalidad de Santiago aprobó un decreto de protección que favorecía a la especie. En el decreto se argumentó la necesidad de “reglamentar el uso de los animales en la vía y lugares públicos, impidiendo los actos de crueldad o maltrato de ellos”, así como los actos “reñidos con la cultura” y “abusivos del derecho sobre los animales”(32). Entre las medidas incluidas por este reglamento se mencionaba suprimir el uso de los objetos que se empleaban como instrumentos de crueldad, especialmente picas con clavos y espuelas. Además, se prohibía el empleo de animales fatigados o “con manifiestas señales de agotamiento o excesiva flacura, o con heridas visibles en el cuerpo”. Respecto a la terrible costumbre de arrastrar caballos desmayados hasta las caballerizas, el reglamento establecía que “cada vez que los animales se caigan en la calle, sus conductores deberán desengancharlos y ayudarlos a levantarse, sin forzarlos con golpes de palo o látigo y sin emplear ningún medio de violencia”, además de señalar que “cuando los animales sean heridos o sufran cualquier accidente grave, sus conductores deberán solicitar el auxilio de la policía para conducirlos sin tormentos a la respectiva posada o establo”(33). La infracción de cualquier disposición del reglamento sería en adelante penada con una multa de 5 a 20 pesos(34).
La fatiga de los caballos se debió, en buena medida, a la sobrecarga de peso. Un caballo tenía fuerza de tracción para doce pasajeros, aproximadamente, capacidad ignorada por los administradores de los tranvías, que terminaban por exponerlos al peso de veinte personas o más(35). Al exceso de carga se sumó la mala nutrición de los animales en servicio. La viabilidad económica asociada con el aprovechamiento de la potencia animal para el transporte no respetó los principios básicos de la zootecnia, ciencia que inculcaba diversos cuidados para mejorar el rendimiento de los motores musculares y abogaba por la explotación racional de las especies. Bajo este enfoque, el caballo era considerado una máquina capaz de convertir su energía calórica en energía muscular, y esta, a su vez, en capacidad de arrastre, características que condujeron a proyectar su potencia como unidad de medición universal a través de la denominación “caballos de fuerza”(36).
En un documento titulado “Inventario y clasificación de los caballos y mulas” que la EFU entregó a la municipalidad en 1897 (ver la tabla 2) se especifica que para esa fecha había en los establos y en los potreros de la empresa un total de 3.030 caballos, los cuales se clasificaban en diferentes categorías. El mayor porcentaje correspondía a caballos “en servicio”, es decir, animales que circulaban cotidianamente por las calles de la ciudad. En este mismo inventario se indicaba su estado y se señalaba que un 61% correspondía a caballos considerados “regulares”, ya que no alcanzaban la talla ni el peso necesarios para ejecutar de buena forma la faena diaria de tracción, mientras que un porcentaje no menor del 15% se refería a caballos denominados “malos”, por padecer deficiencias visibles.
Caballos de servicio | Buenos | Regulares | Malos | Inútiles | Sumas |
Caballos de servicio Secadores Postillones Especiales Mulas Potrillos TOTALES | 577 21 76 18 24 ….. 716 | 1.713 27 38 2 10 ….. 1.790 | 426 4 ….. ….. 4 ….. 434 | 60 ….. ….. ….. ….. ….. 60 | 2.776 52 114 20 38 ….. 3.030 |
Fuente: Chilean Electric Tramway & Light Co. Ltd., Documentos, 1899.
El hecho de que un 79% de los caballos utilizados se encontrase en estado regular, malo o inútil fue una realidad que preocupó a la opinión pública(37). Los números indicaban que las medidas adoptadas por la empresa para cuidar de los animales fueron, en la práctica, insuficientes. Al respecto, el escritor chileno Carlos Peña Otaegui recuerda en sus memorias sobre el Santiago decimonónico que “Los populares ‘carritos urbanos’ [...] iban tirados por parejas de caballos flacos y sucios, peludos y sin fuerza”(38). Por su parte, la prensa recreaba incesantemente imágenes angustiantes de caballos que apenas lograban sujetarse en pie, debido a las consecuencias físicas del rigor con que se los trataba.
Los informes empresariales establecen que el forraje incluía afrecho, cebada, paja, pasto seco y pasto verde. Sin embargo, no se identifica la proporción por tipo de ingrediente, por lo que es posible inferir que, en el marco de producción de recetas para la alimentación científica que la zootécnica venía experimentando, se apostó por fórmulas de bajo contenido calórico, que solamente resultaban útiles para la sobrevivencia de los animales, sin que se llegara a potenciar su capacidad de arrastre. Lo anterior implica que a los caballos no se les proporcionó el coeficiente adicional de proteínas que debían consumir para, además de mantenerse vivos, acarrear pesos significativos.
El agrónomo chileno Julio Figueroa, especialista en alimentación racional del caballo, se refirió en duros términos a las condiciones en que se encontraba la flota de las empresas de tranvía y apuntó hacia la hipocresía de los detractores de la zootecnia, cuando lo que se tenía en frente era el sufrimiento de animales carentes de los cuidados alimenticios mínimos:
“Cuando se trató de implementar por primera vez en Europa la alimentación del caballo sobre bases racionales y económicas, las únicas objeciones que se formularon contra la alimentación científica de este generoso animal, fueron las protestas de los miembros de algunas sociedades protectoras de animales.
Estas protestas, basadas únicamente en el sentimentalismo, no produjeron ningún efecto; al contrario, los experimentadores siguieron adelante en sus importantes estudios. Se acusaba a estos de que, al estudiar la alimentación del caballo basándose en la ciencia, trataban únicamente de aumentar rentas, disminuyendo pura y simplemente la ración de los caballos.
¡Quién creyera que estas mismas objeciones que hacían los antiguos defensores del caballo, tuvieran su mejor aplicación tratándose de nuestros ferrocarriles urbanos, que son tirados por caballos mantenidos a pura ración de hambre!
En la generalidad de los ferrocarriles urbanos que existen en Chile se participa de este criminal modo de proceder en contra de un animal digno de mejor tratamiento”(39).
La precaria nutrición y el consiguiente estado de debilitamiento crónico de los animales repercutieron negativamente en un aspecto sensible para el desarrollo material y social de la ciudad finisecular: la circulación pública. El mantenimiento de la circulación de bienes y personas fue un objetivo importante de la agenda liberal, y cualquier impedimento a su desarrollo sería revertido por las herramientas de los saberes técnicos en boga(40). Fue así como diversas voces promotoras del urbanismo de regeneración criticaron al caballo por su incidencia en la paralización del tránsito, ya fuera como resultado de la confluencia excesiva de animales en determinados puntos neurálgicos de la ciudad para descansar o alimentarse, o por sus propias limitantes fisiológicas.
El historiador Armando de Ramón señala que Santiago experimentó diversos problemas de aglomeración desde mediados del siglo XIX. Para este autor, “el primero y principal se refería al tránsito público” provocado por los tranvías de sangre(41). La presencia numerosa de caballos en el centro de la ciudad, específicamente en la Plaza de Armas, eje administrativo, comercial y político de Santiago, obstaculizaba la circulación y ralentizaba el movimiento en las angostas calles aledañas. La práctica del recambio, no sólo incomodó a los pasajeros que debían esperar a que se realizara la muda de animales para ver reanudado el servicio, en una operación que demoraba entre 10 y 15 minutos, sino que también causó atascamiento entre los otros vehículos que transitaban por las calles paralelas al terminal. Además, en la Plaza de Armas se localizaban las caballerizas dispuestas por la empresa para que los animales repusieran fuerzas al terminar sus recorridos. En estos lugares los caballos se alimentaban durante el día y descansaban por las noches. El hecho de que los caballos debiesen comer en el mismo espacio donde se acumulaban sus deposiciones puso en el centro del debate la ubicación de las caballerizas y pesebreras, tanto por ser consideradas foco de insalubridad como por obstaculizar el libre movimiento.
Pese a las dificultades que le ocasionaba a la EFU mantener sus caballos y establos en pleno centro de la ciudad, no consideró la opción de trasladar el terminal de sus recorridos a un nuevo sitio hasta fines de la década de 1890, cuando se concretó la transferencia a las proximidades del río Mapocho, frente al Mercado Central. La resistencia a dejar la Plaza de Armas se relaciona con que en ella convergían potenciales pasajeros que llegaban para realizar compras y diversas transacciones. Cabe señalar que los usuarios del transporte público de Santiago no habían hecho de esta una “walking city”, como sí lo era por entonces la vecina Buenos Aires(42), lo que se tradujo en que desarrollasen tempranamente hábitos de movilización dependientes de diversos tipos de vehículos. El diario El Ferrocarril realizó en 1896 un diagnóstico sobre esta situación, donde relacionó los hábitos de movilidad de los habitantes con la utilización del tranvía de sangre:
“Imposibilitados para sostener un buen pavimento, un buen alumbrado y una buena policía, no se acostumbró la población a movilizarse a pie ni a salir de noche, y de ahí su afición a usar primero el caballo, más tarde la carreta, después la calesa y el birlocho, y por último el coche y el tranvía. De tal modo que hoy se usa de estos para andar dos cuadras […] La característica, pues, de los tranvías de Santiago, es recorrer grandes distancias en medio de una población de una densidad relativamente baja, pero que siempre busca la comodidad de la locomoción. Esto explica el hecho de que en una población menor de 300.000 habitantes movilicen los tranvías 40.000.000 al año”(43).
Para transportar este número creciente de pasajeros, los tranvías debieron poner en movimiento diariamente a miles de caballos que no respondían a las expectativas de aceleración de los traslados cotidianos por parte de la población. Se difundió entonces la idea de que el caballo era lento, por lo que debía ser reemplazado por una fuerza de propulsión que permitiera alcanzar mayor velocidad. Santiago Castro-Gómez plantea que durante este periodo, “un imaginario social centrado en la velocidad y la aceleración permanente de la vida” se instaló en las sociedades de las periferias del capitalismo(44). La importancia adquirida por el argumento de la velocidad se condice, siguiendo los planteamientos de John Tomlinson, con el discurso de la modernidad cultural que reivindicaba la inmediatez y promovía la mecanización de las formas de desplazamiento(45). Las ideas de estos autores condensan lo que estaba ocurriendo en Santiago a fines del siglo XIX.
En términos históricos, tal como sostiene Carmen Miralles-Guash, “los incrementos de la velocidad son el resultado, no sólo de las nuevas capacidades tecnológicas, sino también de la nueva morfología de la ciudad moderna y de los hábitos de sus ciudadanos”(46). A mediados de la década de 1890, Santiago contaba con más de 250.000 habitantes y se habían ampliado sus márgenes, pues había pasado de 1.500 hectáreas urbanas en 1875 a 2.000, diez años más tarde(47). Ante estos cambios, se argumentó que los caballos retrasaban el ritmo urbano de la capital nacional. Esto, pese a que existía un reglamento de policía que prohibía a todo vehículo circular a más de 12 kilómetros por hora, velocidad promedio del trote de los caballos que remolcaban los tranvías(48). Se apelaba, en este sentido, a lo que Jean Robert denominó “velocidad tecnológica”, por sobre la “velocidad de circulación”, es decir, a las posibilidades que las máquinas cinéticas de la modernidad ofrecían, en contraposición a las dependientes de la tracción animal, pero las limitaciones que el contexto imponía eran ignoradas(49).
Frente al escenario de depreciación del caballo, el diario El Ferrocarril publicó una nota reveladora en 1896 sobre la evaluación que la opinión pública hacía respecto al tranvía de sangre y la necesidad de reemplazarlo. En la nota se señalaba que:
“La tracción con caballos es lenta e insegura. Es antihigiénica por las caballerizas que sostiene y por el estiércol que deja en las calles. Es incómoda por las detenciones, uso de la huasca [guasca/látigo] y expresiones que acostumbra el cochero. Es reducida por el poder limitado de los caballos, no pudiendo hacer viajes largos sin mudarlos. Es impropia porque destruye el pavimento. Es antihumanitaria porque es un constante ejemplo de la crueldad de los hombres. Y es anticuada porque va siendo desterrada de toda nación civilizada”(50).
El argumento de la crítica se relaciona tanto con la sensibilidad que despertaba la figura de las nuevas tecnologías para la movilidad como con el sentido común del momento, que manifestaba la imposibilidad de convivir con un número creciente de animales(51). El trasfondo discursivo, a su vez, remite al contexto que precedió a la legitimación de la electricidad como la mejor opción para la modernización del sistema de transporte público de Santiago, que llevó a que se impusiera la idea de que el caballo como herramienta para la locomoción urbana era insuficiente por su ritmo acompasado, por ser un agente de polución, evidencia de la barbarie, dado el trato a que era sometido, y, por último, por ser la representación del rezago material y cultural de una ciudad que debía transformarse para alcanzar el estatus de metrópolis moderna.
La fuerza restauradora y productiva del agua en el desarrollo urbano de Santiago
Frente a los diagnósticos que desahuciaban la tracción animal, se anunciaba la llegada de una nueva fuente de propulsión para el sistema de transporte público de la capital chilena que revalorizaría el aporte de la naturaleza al desarrollo urbano. En agosto de 1896, la municipalidad publicó sus bases para la explotación de una red de tranvías más moderna y eficiente que promovía el empleo de la fuerza hidráulica para la producción de movilidad e iluminación. El documento señalaba que serían “motivos especiales de preferencia, tanto el mayor perfeccionamiento del sistema de tracción que propongan los interesados, como la más baja tarifa de pasaje”(52). Asimismo, indicaba que se favorecerían “las propuestas que [ofrecieran] la tracción eléctrica unida al alumbrado eléctrico”, y las que acordaran “construir en el país los carros y demás útiles cuyas materias primas existan en Chile”(53). La autoridad reconoció que por tratarse de una obra de “manifiesta utilidad pública”, representaba una oportunidad excepcional para “propender a la introducción de capitales extranjeros”, con lo cual se beneficiarían los fondos municipales y se conseguiría avanzar decididamente en la urbanización e industrialización de Santiago. Se remitieron avisos a Europa y Estados Unidos, por intermedio de las representaciones diplomáticas, en los que se difundieron las bases para la construcción del nuevo sistema de tranvías y alumbrado público. La Parrish Brothers, firma inglesa con aportes de activos y tecnología alemana, se interesó tempranamente en el proyecto, situación que permitía defender el comienzo de una nueva era en la explotación del transporte de la ciudad.
El interés de la municipalidad por acceder a un tipo de energía superior se hizo extensivo a distintos actores que, por la vía de la prensa u otros espacios deliberativos, aplaudieron la iniciativa de transformar la locomoción pública a través de la aplicación de la electricidad. El encanto ejercido por este “fluido invisible” se relaciona con las aspiraciones estéticas y políticas de la clase dirigente urbana, que, actuando desde sus plataformas de influencia, plasmó sus deseos en una agenda edilicia centrada en el cambio material y cultural del escenario urbano.
Tal como señalan Tomás Errázuriz y Guillermo Giucci, la instalación del tranvía eléctrico en América Latina se vincula con el devenir de la “ciudad burguesa”(54). Las burguesías urbanas, obnubiladas por los cambios impulsados desde Inglaterra y Francia, forjaron sus ideas sobre el pasado y su proyecto de futuro, a través de una retórica de transformación amparada en “la necesidad moral de la expansión industrial” y la urgencia de llevar “a cada rincón habitado, los beneficios de la tecnología, la ciencia y el progreso que emanan del occidente blanco”(55). El relato de la modernidad había propagado el fetiche del progreso universal, que incubó el deseo de alcanzar los avances del saber especializado, entre los cuales sobresalían las mercancías producidas por la Segunda Revolución Industrial. Tener acceso al conocimiento científico y sus productos tecnológicos le permitiría a esta clase en formación replicar las condiciones económicas y sociales del mundo civilizado en el medioambiente que habitaba, lo cual la llevaría a avanzar en la satisfacción de sus expectativas culturales(56). Los artefactos derivados del desarrollo de la ciencia, cuya principal plataforma de exhibición fueron las exposiciones internacionales -la realizada en París en 1881 adquirió especial relevancia por estar dedicada a la electricidad(57)-, se sumarían entonces al repertorio de referencias con las cuales se pensaron el adelanto de la ciudad y su sistema de movilidad.
La expansión transatlántica de los capitales comprometidos con la industria de la electrotécnica repercutiría decisivamente en la puesta en valor de los flujos de agua provenientes de las regiones aledañas a Santiago. El control de las caídas de agua por parte de inversionistas extranjeros no sólo incidiría en el mercado local de servicios públicos, sino que también sería un antecedente poderoso para subrayar la importancia de las nuevas fuentes de energía para la satisfacción de las necesidades urbanas. Convergirían entonces las expectativas depositadas en los inversionistas de las metrópolis industrializadas, en cuanto “padrinos” del progreso, con las representaciones difundidas por la élite urbana que veían en la disponibilidad de recursos hídricos una fuente de energía moderna y limpia, posibilidad de avance incalculable para transformar los caudales en transporte, luz y actividad industrial(58).
La firma Parrish Brothers, por intermedio de sus representantes -el ingeniero español Pedro Merry del Val y Paul Millington Herrmann, administrador del Deutsche Bank de Santiago-, adquirió, antes de adjudicarse la licitación, los derechos sobre las aguas del río Maipo, la más importante cuenca hidrográfica de Santiago. Los derechos fueron comprados al empresario chileno Santiago Ossa, quien había ordenado tres años antes realizar estudios para la producción de fuerza hidráulica en la región. El caudal del Maipo tenía capacidad para proporcionar entre 12.000 y 15.000 caballos de fuerza, lo que permitía abastecer de energía al transporte público, al alumbrado y a las pequeñas y grandes industrias de la ciudad. Se dispondría para ello de treinta toneladas métricas de agua por segundo, que serían aprovechadas mediante el uso de ruedas del tipo Pelton, tecnología de punta utilizada en las instalaciones del Niágara(59).
Las dudas surgidas frente a la viabilidad de una hazaña de tamaña envergadura en Chile se disiparon, gracias a la garantía de éxito que implicaba la participación de inversionistas prestigiosos e ingenieros altamente capacitados. Así, los técnicos europeos enviados como voceros desempeñarían un papel decisivo en la legitimación de la propuesta vencedora. La credibilidad de estos especialistas se fundamentó tanto en su trayectoria práctica, reconocible por el trabajo realizado en otras capitales de Europa y América del Sur, como en su capacidad para elaborar documentos técnicos que incorporaban el lenguaje científico al respaldo de los intereses comerciales asociados con la explotación de la potencia electromotriz(60).
La comisión que evaluó las propuestas presentadas a la municipalidad después de la circulación de las bases señaló que la memoria del ingeniero Pedro Merry del Val era “detallada y extensa […] acompañada de planos y modelos, ilustrando el sistema que proponen emplear […] manifestando hasta en sus más mínimos detalles las grandes ventajas de la tracción eléctrica”(61). El resumen técnico de este documento profundiza en las cualidades de la electricidad y argumenta que era la mejor opción, además de la única adecuada para el desarrollo del transporte público en Chile:
“Una larga experiencia en todos los países del mundo ha venido a demostrar que el sistema de tracción eléctrica es más seguro, más higiénico, más económico, y más eficaz que cualquier otro de tracción mecánica. En efecto, las máquinas de petróleo, parafina, benzolina [sic], gas y otras llamadas máquinas explosivas, no ofrecen, sino en grado inferior, ninguna de las ventajas que acabamos de citar. Las pruebas que se han hecho últimamente en carruajes, tranvías, velocípedos y otros vehículos movidos por cualquiera de los tantos sistemas han demostrado plenamente que están en su infancia y parece dudoso que lleguen a perfeccionarse lo suficiente para que una ciudad importante los adopte como modo de locomoción urbana […] son muchos los ingenieros -agrega el documento- que han renunciado a perseguir sus experiencias en esta dirección, convencidos de que sólo la tracción eléctrica reúne las condiciones deseadas, y que, contra ella, no hay competencia posible”(62).
La idoneidad de la electricidad también había sido respaldada previamente por ingenieros chilenos, entre quienes se destacó Enrique Vergara Montt, por fundamentar la superioridad y la economía de la tracción por electricidad sobre la dependiente de caballos(63). Este ingeniero analizó la eficiencia de los electromotores en escenarios físicos semejantes al de Santiago y reflexionó sobre la velocidad potencial que la tracción eléctrica podía dar a los traslados urbanos, la higiene del servicio y la importancia social de un sistema de transporte público eléctrico para democratizar el acceso a la movilización de los obreros que vivían a mayor distancia de los centros productivos(64). Por último, analizó los peligros que podría ocasionar la electricidad, en caso de descargas, en seres humanos. La baja tasa de accidentes provocados por carros eléctricos en relación con aquellos tirados por caballos en ciudades norteamericanas, donde más desarrollo había alcanzado el transporte tranviario, fue un argumento preponderante al respecto.
En su labor como propagandista de los avances de la ciencia y promotora de la inversión internacional, la prensa liberal apoyó enérgicamente la iniciativa de la Parrish Brothers e hizo un llamado a la autoridad para que prestara todas las facilidades necesarias, a fin de asegurar una iniciativa que daría utilidad concreta al potencial hídrico de la zona central del país. En su editorial del 23 de diciembre, el diario La Nueva Republica advertía la urgencia de explotar aquel “inagotable manantial de fuerza motriz que tan estérilmente estamos viendo perderse todavía en los torrentes de nuestros ríos, como el Maipo, en estos tiempos en que la actividad industrial se distribuye por todo el mundo en busca de privilegiados lugares en donde la naturaleza ofrece el beneficio inmenso de una caída de agua”(65). Al contraponer la representación iluminista de la electricidad como fuerza victoriosa sobre el oscurantismo, asociado con la tradición bucólica y colonial que la tracción animal representaba, la crónica profundizaba en las ventajas de lograr el movimiento por medio de cables que cruzarían el cielo de la capital chilena. Con el empleo de la energía proporcionada por las aguas del Maipo desaparecerían, en opinión del periódico, los restos de la “antigua civilización”, toda vez que “la electricidad lo purifica todo, en el aire, en el suelo; lo transforma todo, en las apariencias y en el fondo, introduciendo por la vista y por los sentidos del alma efluvios de regeneración, de pureza y de vitalidad”(66).
En el debate público que legitimó la sustitución del caballo por la tracción eléctrica, el tranvía ganó importancia como vector capaz de trasladar hasta el corazón de la república la potencia necesaria para promover el progreso material de toda la nación(67). El desarrollo virtuoso de un medio de transporte urbano capaz de fomentar la fuerzas productivas, al emplear energía industrial conducida a través del territorio, permitiría en el nuevo imaginario ambiental relativizar las jerarquías espaciales -lo local y lo nacional, lo regional y lo global-, hecho que acortaba las distancias impuestas por la naturaleza y por el desarrollo desigual de las economías que integraban el sistema mundo(68). Así, las escalas parecían reducirse al pensar el debut de Chile en la era de la electricidad y su figuración en el mapa trasnacional de países productores de esta fuente de energía.
El momento de mayor esplendor en el imaginario que otorgaba valor a la electricidad como energía limpia, moderna y civilizada llegaría el día 2 de septiembre de 1900, fecha en que se puso en marcha por las calles de la ciudad el tranvía de propulsión electromotriz. El impacto que produjo en la opinión pública la inauguración del servicio redundó en la difusión de la fórmula que combinaba el avance material y moral de la sociedad urbana chilena con la consigna de la “utopía higienista”. Tal como señala Diego Armus, el discurso de la higiene reunía las promesas del progreso y la ciencia, y se transformó en “una suerte de gran consejera, de experta en el arte de observar, corregir, mejorar o cambiar radicalmente la salud del cuerpo social en su conjunto”(69). El tranvía eléctrico fue, así, para varios de los cronistas que relatan sus primeros recorridos, un agente que dejaba a su paso una estela de ablución que suprimía el pasado preurbanizado de la tracción animal, para transportar sus beneficios a todos los rincones de la capital chilena. Así quedó expresado en las palabras de un reportero, quien comentó tras la marcha del primer tranvía eléctrico por Santiago:
“Desde ayer nuestra vieja ciudad siéntese surcada por una fuerza nueva y desconocida para ella, que significa un adelanto más, una fuerza propulsora que ojalá importe […] su entrada a una era de limpieza y de adelanto.
Con los antiguos carritos destartalados, sucios, mal pintados, asquerosos a veces […] convoy de calamidades ambulantes, desaparece para siempre un pedazo del pasado, que es sinónimo de este, como en muchos otros, de falta de aseo y de infección. […]
Una nueva fuerza, savia misteriosa de la tierra misma, ramificándose bajo el piso desigual de adoquines y las aceras; ramificándose como una enorme red, como un enorme sistema arterial, por el arrabal embarrado y miserable y centro aseado a duras penas, parece despertar a la vieja ciudad, adormecida en un atraso colonial”(70).
Cabe mencionar que no todos los actores de la sociedad local vieron con buenos ojos la aplicación de la electricidad al tranvía. Anton Rosenthal subrayó la relevancia de este vehículo como un marcador tecnológico y cultural de la ciudad latinoamericana, capaz de mediar entre su forma física y psíquica al incorporar los diversos significados que le atribuyeron los actores urbanos(71). Así, mientras la élite urbana y los portadores del saber médico aplaudían la inauguración del tranvía eléctrico, también surgieron voces que informaban del temor y la ansiedad ocasionados por la manifestación de la modernidad tecnológica. Al operar el tranvía por medio de la electricidad, el engranaje del movimiento dejó de ser visible, y, a pesar de las múltiples explicaciones en la prensa sobre su funcionamiento y los argumentos que enfatizaban en sus beneficios para la salud pública, este continuó pareciendo ante la población no familiarizada con el conocimiento científico más un producto de la de magia, que la expresión del desarrollo de la ciencia aplicado al transporte sobre rieles(72).
El temor a la electricidad también se expresó en la inquietud por los accidentes que pudiese ocasionar el nuevo ferrocarril urbano. Ocho meses antes de que circulara el primer tranvía eléctrico, uno de los ingenieros asistentes de la Chilean Electric Tramway, de apellido Schaefer, respondió detalladamente respecto a casos hipotéticos que preocupaban a los habitantes de la ciudad, como el rompimiento de los alambres subterráneos, que, instalados bajo los carriles, retornaban la electricidad hasta su fuente de producción; cortes en los alambres aéreos de la tracción y caída sobre transeúntes; los peligros a que se exponían las personas al encumbrar volantines o cometas, en caso de que el hilo tocase un cable transmisor(73).
Finalmente, hubo quienes ironizaron sobre las buenas intenciones de los inversionistas ingleses y alemanes en su labor de mediadores del progreso urbano, así como acerca del verdadero precio que la electricidad les haría pagar a los obreros chilenos. Juan Rafael Allende, conocido como el Voltaire chileno, publicó en su periódico satírico El Tinterillo unos interesantes versos bajo el título “Condenado a carro eléctrico”, acompañados de un grabado que ilustraba sus palabras. En estos versos, Allende relaciona la pena capital de la silla eléctrica, aplicada desde la década de 1890 en Estados Unidos, con la condena que recaía sobre los pobres de Santiago, quienes al viajar en segunda clase, en la imperial de los tranvías -plataforma con asientos ubicada en la cubierta de los carros-, quedarían expuestos a descargas eléctricas por la proximidad con los cables del trolley. Por medio de una aproximación satírica refinada, Allende extrapola los peligros del viaje en tranvía eléctrico al destino de un pueblo que, sometido a la explotación, a la miseria y al hambre, ya estaba destinado a morir. Los cuerpos de la clase trabajadora eran así sentenciados, esta vez no por los jueces que los enviaban al cadalso por robar para sobrevivir, sino por la hija predilecta de la modernidad urbana: la electricidad (ver la imagen 1)(74).
Conclusiones
El estudio del uso del caballo como fuerza motriz en el sistema de tranvías de Santiago, así como su posterior depreciación, dadas las consecuencias ambientales de su rastro biológico en el espacio urbano, remiten tanto a la contribución de los animales al proceso de modernización de la infraestructura urbana como a los límites que el propio desarrollo de la ciudad, en su fase de metropolización, impuso a la presencia de estos agentes. Asimismo, reflexionar sobre la puesta en valor de los caudales de agua para producir el fluido fantástico que permitiría superar las limitaciones de la tracción animal alude a la importancia vital que adquirieron los nuevos usos de la naturaleza en el momento de enfrentar los desafíos que la experiencia de la urbanización y de la industrialización impusieron a la sociedad de la capital chilena.
La “gran separación” entre animales y humanos en el ecosistema urbano, telón de fondo de la sustitución del caballo por la fuerza electromotriz en los tranvías, permite, a su vez, entender la incidencia del discurso sanitario y de su imaginario civilizatorio en la percepción social sobre la relación naturaleza/cultura, así como la relevancia de las transformaciones medioambientales en la búsqueda del progreso urbano.
Frank Molano planteó que la historia ambiental encontró su campo de estudio en el proceso de “expansión del capitalismo global”(75). Adquiere sentido, entonces, la importancia que la burguesía otorgó a la electricidad como fuente de energía para modernizar un servicio fundamental, justo en la víspera del arribo de los capitales internacionales deseosos de explotar los recursos hídricos de Chile. Así, el discurso redentor sobre la tracción eléctrica conjugaría la contribución de la naturaleza local, en especial, de sus caídas de agua, con el saber científico y los activos provenientes del espacio noratlántico, proyectando a Santiago como una metrópolis moderna. Pese a la hegemonía de dicho discurso, también existieron actores que disintieron del consenso que veía en la electricidad un adelanto positivo, y que manifestaron, por el contrario, sus temores y desconfianzas respecto a los beneficios que esta traería a la población, sobre todo a la más pobre de la ciudad.
Por último, cabe señalar que, si bien la utilización de caballos como fuerza motriz declinó considerablemente con la inauguración del tranvía eléctrico, la tracción animal no desapareció por completo, manteniéndose como una alternativa útil en algunos recorridos suburbanos en el poniente y sur de la ciudad. Así, los motores musculares convivirían con vehículos eléctricos e, incluso, con otros de combustión interna hasta avanzada la década de 1930, con lo que también cohabitaron imaginarios medioambientales, los discursos sobre la importancia de la tecnología y los efectos diversos de su aplicación para la movilidad en el entorno urbano.