Introducción
En el auge de las vanguardias de la década de 1920 en el Perú, aparecieron diferentes proyectos artístico-políticos que dibujaron al “indio” con el material mítico en circulación, apelando a una imagen sofisticada del pasado andino. José Carlos Mariátegui, uno de los intelectuales más prominentes del siglo xx, junto con intelectuales indigenistas organizados en los grupos Resurgimiento y Orkopata debatieron sobre los problemas de la identidad nacional, los futuros posibles y el lugar del “indio” en lo que llamaron la “Nueva Peruanidad”, utilizando el ensayo, la literatura y la poesía. Estas discusiones intelectuales implicaron pensar nuevos conceptos como los de socialismo y nación, presentando fundamentos míticos en la movilización de determinados proyectos políticos. De esta manera, los debates referidos abrieron la posibilidad de utilizar nuevos lenguajes y permitieron la emergencia de aportes míticos del mundo indígena a la cultura política peruana.
La historia conceptual, desde la versión de la mítica de Blumenberg, brinda una teoría que sirve para desentrañar el funcionamiento de los mitos y sus estructuras de significación, comprendiendo al mito menos como una interpretación deformada de la realidad y más como una técnica intelectual de desciframiento del mundo: como metacategoría histórico-antropológica, dicha técnica conserva su núcleo mítico, sin el cual no es posible la narración, pero habilita la variación con la que la pragmática instituye una dimensión intersubjetiva1.
El mito aparece inscrito en una teoría general que fundamenta los conceptos sociopolíticos y brinda las coordenadas de su constitución, impregnándolos de temporalidades. Sander Kirke recuerda la distinción que proporciona Blumenberg entre trabajo del mito y trabajo sobre el mito: mientras el primero refiere al cuerpo de mitos precedentes, encargados de suministrar los temas fundamentales, los nombres y el material a partir de los cuales las sociedades se adaptan a circunstancias vitales, el último alude al proceso narrativo de contar mitos para adaptarse a las circunstancias presentes de significación2.
Este artículo propone recuperar la retórica del mito como elemento fundamental del debate indigenista de los años veinte en el Perú. Para ello, se ofrece una reinterpretación de las fuentes de la polémica del indigenismo de 1927 a través de la historia conceptual, buscando recuperar los fundamentos míticos, usos y sentidos de los conceptos acuñados por los indigenistas peruanos. En especial, se enfoca en las articulaciones conceptuales entre indio, nación y socialismo y las diferentes coordinaciones temporales entre pasado, presente y futuro3.
De las tres partes en que se organiza el artículo, la primera se dedica a explorar el estado general de la relación entre el segundo gobierno de Augusto Leguía (1919-1930) y los movimientos sociales, resaltando la movilización de concepciones míticas en la experiencia del Comité Pro-Derecho indígena Tahuantinsuyo y en las protestas indígenas de principios de los años veinte. El segundo apartado reconstruye la polémica literaria del indigenismo, animada en 1927 por José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez, con el fin de recuperar la disputa conceptual sobre la nación. Finalmente, se restituye el circuito intelectual de las propuestas indigenistas de Luis E. Valcárcel y Uriel García, desde el Cusco, y el del Boletín Titikaka en cabeza de los hermanos Alejandro y Arturo Peralta, en Puno, estableciendo la constelación mítica que reflexiona sobre la identidad peruana y el universo andino.
El proyecto de la Patria Nueva: mito, movimientos sociales e indigenismo (1919-1924)
El segundo ascenso de Augusto Leguía a la presidencia (1919-1930) resquebrajó el orden instaurado por la República Aristocrática4, desplazando al Partido Civil de sus antiguas posiciones de poder e intensificando el proceso de modernización económica que daba importancia al capital norteamericano como motor del ideal de progreso del Perú. El proyecto de la Patria Nueva, eslogan con el que se inauguraba el nuevo gobierno, se construyó con los apoyos de nuevos industriales, sectores medios y populares, impulsando una demagógica campaña proindígena y antigamonalista5.
La actitud oficial hacia la población indígena, uno de sus rasgos más distintivos, matizó la retórica racista del orden anterior, forjando a su vez dos regímenes constitucionales que instituyeron prácticas diferenciadas para indígenas y trabajadores6. En lugar de solo buscar la conversión del indígena en trabajador, como lo había hecho la República Aristocrática7, el gobierno de Leguía promovió la creación de una serie de instituciones especiales para proteger a los indígenas y distinguir su tratamiento de la cuestión obrera. A la par de la creación de la Sección del Trabajo en 1920, se formó la sección de Asuntos Indígenas del Ministerio de Fomento y Obras Públicas, encomendando en su dirección al indigenista Hildebrando Castro Pozo8, y se estableció, en mayo de 1922, el Patronato de la Raza Indígena9.
El Patronato fue una institución con sede en Cusco, cuyo impulso surgió a raíz de las fuerzas renovadoras que habían apoyado al gobierno de Leguía y que, al mismo tiempo, veían en él un instrumento eficaz para defender al indígena de los terratenientes y posicionar la cuestión indígena como política oficial. Todas estas condiciones aseguraron el apoyo de capas medias y la colaboración de intelectuales, quienes fueron desplazando paulatinamente la vieja administración civilista10.
Fiel al propósito de centralización del Estado, el Patronato formuló un instrumento de arbitraje con el fin de solucionar los conflictos entre indígenas y terratenientes. Promulgada la nueva constitución en 1920, con la que se formalizó la reelección de Augusto Leguía, se reconoció la comunidad indígena en tanto entidad legal de propiedad de la tierra. Al tiempo, Leguía se autoproclamó viracocha, evocando la figura del dios supremo del antiguo imperio incaico; enarboló símbolos de la autoridad indígena y pronunció discursos en quechua, lengua que él mismo desconocía11. Así fue como se intensificó el discurso de absorción del indio a la nación, incorporando selectivamente el pasado Inca como parte constituyente de un país moderno y glorioso12.
Sin embargo, la política oficial sobre el indio terminó siendo ambivalente. Al tiempo que se aseguraban derechos de ciudadanía a los indígenas y se velaba por su integración económica -lo que implicaba un cierto enfrentamiento con los intereses gamonales-, se incrementó la conflictividad y se sancionaron leyes como la de la conscripción vial de 1920. Con esta, el gobierno buscó modernizar la infraestructura de los caminos, liberando mano de obra de las comunidades rurales y obligando a los indígenas a trabajar gratuitamente en la construcción de carreteras13.
Cerca de un mes después de la creación del Patronato, jóvenes indígenas emigrados a Lima fundaron, en junio, el Comité Pro-Derecho Tahuantinsuyo. El Comité fue influenciado significativamente por sectores anarquistas. Migrantes indígenas y serranos como Hipólito Salazar, Ezequiel Urviola, entre otros líderes del grupo anarquista La Protesta, promovieron formas de organización federativas que emulaban las estructuras sindicales del naciente proletariado urbano. De este modo, se crearon comités del Tahuantinsuyo en diferentes regiones, se organizaron asambleas populares, se eligió la red de mensajeros y se alentó una conciencia nacional indígena14.
Asimismo, junto a José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, figuras intelectuales cuyo protagonismo empezaría a despuntar, estos nuevos actores políticos gestionaron el funcionamiento de las universidades populares mediante la enseñanza del quechua, impartiendo conferencias sobre las “hazañas guerreras de la raza indígena” y su “organización comunista”15.
El Comité Pro-Derecho Tahuantinsuyo dedicó su actividad a la denuncia del poder gamonal y a la formulación de peticiones y memoriales al gobierno para que interviniera a favor de los derechos de propiedad comunal. Su exhortación enfatizaba las fechas del 29 de agosto, día del asesinato del emperador Atahualpa por parte de los españoles, y del 1 de mayo, día del proletariado. Esto evidenció la mediación de la prédica anarcosindicalista al interior del Comité al fusionar dos eventos de naturaleza distinta: por un lado, la conmemoración de la muerte del inca, recordando la grandeza del Tahuantinsuyo, y, por el otro, la referencia a mayo, el mes de protesta obrera, en lo que Wilfredo Kapsoli y Wilson Reategui han caracterizado como una “concepción de corte mesiánico”16.
Los cinco congresos indígenas celebrados entre 1921 y 1926 fueron en sus comienzos auspiciados por Leguía, hasta que la acción colectiva del movimiento puso freno a los propósitos de instrumentalización del gobierno. Impulsado por los anarquistas, el Comité Tahuantinsuyo difundió una utopía que dispuso del lenguaje de las comunidades, movilizando la imagen de una sociedad construida desde los Andes17. La “andinización” del anarquismo, surtida entre 1912 y 191518, se afianzaría en el Comité con la promoción de una educación e instrucción basada en los idiomas de las comunidades19. Al animar la idea de restauración del Tahuantinsuyo, la prédica del comité recobraba la grandeza del pasado incaico destruido por el poder colonial y la restitución de las autoridades legítimamente constituidas20.
El Comité presentaba un pasado que ponía en circulación la idea de restauración del Tahuantinsuyo, un ideal proyectado en el horizonte de expectativa de las comunidades indígenas serranas. Ello no excluía, sin embargo, la naturaleza cívico-republicana y modernizadora de la política de la Patria Nueva compartida por el Comité, en su búsqueda por establecer la igualdad legal del indígena21.
Según Wilfredo Kapsoli, entre 1921 y 1923 fueron varios los líderes indígenas que se proclamaron presidentes del Tahuantinsuyo anunciando el retorno del Inca. Los soberanos andinos se orientaron a dirigir a los runas con la protección de los Apus, Auquis (deidades indígenas) y Paqos (adivinos), estableciendo sedes de gobierno, nombrando autoridades y proclamando la destrucción de las haciendas para su conversión en comunidades22.
La lucha de los indígenas se dirigió contra las haciendas y la cultura del poder gamonal. Los “mistis”, palabra quechuizada, utilizada por las comunidades indígenas para designar a la clase alta criolla, representaban el horror de la conquista y la explotación; mientras el indio simbolizaba el estatus milenario de la propiedad comunal23. Por su parte, las élites regionales denunciaron una guerra de razas destinada a acabar con la cultura y propiedades del “blanco”, convirtiendo en programa político de los indígenas la restauración del Tahuantinsuyo24; lamentaban el influjo de líderes foráneos en las comunidades25, al fabricar una imagen en la que el pavor a la sublevación convertía tres nociones en sinónimos: destrucción, comunismo y sociedad incaica26.
La idea mítica del retorno cobró fuerza en el mundo andino con la acuñación del Pachakuti, una concepción de larga duración que indicaba el “cataclismo”, el “nuevo tiempo” o “el castigo” en ciclos sucesivos de 500 años27. Esas mitologías, que circulaban en las comunidades, significaron la espera activa de la inversión del mundo28, lo que implicaba la restitución del ciclo de armonía que había conjurado el imperio inca29.
Dentro de la cultura quechua, el Pachakuti -la inversión del orden- se manifestó en una multiplicidad de géneros históricos, entre otros, el mito de Inkarrí, los cuentos de condenados o el propio género taki (de cantos o recitaciones)30. De acuerdo al mito de Inkarrí, recuperado entre 1953 y 1972 por una serie de antropólogos dentro de comunidades rurales del sur peruano, el inca descabezado por los españoles se recompondría a partir de su cabeza, escondida debajo de la tierra. El inca resurgiría -se levantaría de las profundidades- para enderezar el mundo puesto al revés por la conquista31.
Así, por ejemplo, en la rebelión de Rumitaque de 1921, en el departamento de Cusco, el enfrentamiento entre hacendados e indígenas revistió caracteres míticos. Las batallas de Rumitaqe, nombre que designaba un cerro considerado por los indígenas como un Apu, dieron cuenta de las formas de manifestación indígena. El contrapunteo de la recitación colectiva a gritos implicó la aparición de una instancia carnavalesca, traduciendo un modo violento del acto comunicativo y una modalidad específica del antagonismo político entre ambos bandos enfrentados32. Como lo ha descrito José María Arguedas, el carnaval, de origen chanka, es música bravía, guerrera, trágica y violenta33, cuya danza y recitación colectiva supone, para la teoría del mito de Blumenberg, una forma de distanciar “el absolutismo de la realidad”, a saber, aquellos poderes ominosos -los de los terratenientes- con los cuáles los indígenas se enfrentaron para poder disipar su dominio34.
Las dimensiones temporales irrumpieron en esta rebelión a partir de la concepción del Pachakuti: un pasado anterior a la invasión de los mistis, un presente a su vez pasado caracterizado por la opresiva presencia de los mistis o hacendados, y un presente a su vez futuro -tiempo en devenir- cuyo término no podría ser sino el restablecimiento del pasado remoto del Inca descabezado por los españoles35.
La acción colectiva de los indígenas en la rebelión fue entonces motivada por el mito. Como lo señala Blumenberg, el mito surgió como una posibilidad para narrar posibles historias, en lugar de la utopía, pobre en imágenes y temporalidades. Mientras el mito nombra, sitúa e identifica una narración, su propio tiempo y las imágenes legibles de ese pasado antiquísimo, en este caso el inca, la utopía designa un otro lugar, proyectado en un futuro inexistente, sin imágenes de evocación36.
El ciclo de rebeliones del sur serrano, como se ha denominado a los levantamientos indígenas entre 1919 y 1923, dentro del cual tuvieron lugar las batallas de Rumitaqe, dio cuenta de las concepciones del regreso del Tahuantinsuyo. Pueblos y haciendas fueron ocupadas en nombre de la restauración del pasado precolonial, provocando la acción violenta de los terratenientes y la expansión del latifundio. Precisamente, este material mítico sería el que las vanguardias políticas retomarían poco después en sus producciones intelectuales, como lo veremos en la próxima sección, mediante el acopio de documentos etnográficos y una profusa actividad editorial. Las rebeliones indígenas significaron un espacio de experiencia nuevo para los intelectuales que apoyaron sus demandas. Las muchedumbres andinas partieron de mitos para nombrar su mundo e identificar los poderes hostiles a los que debían enfrentar.
Asimismo, los anarquistas del Comité buscaron asimilar el universo categorial andino, desplazándose progresivamente de la utopía al mito. Ya no se trataba de un anarquismo racionalista, inspirado en utopías, sino de un anarquismo andino que concebía las formas míticas que aparecían en las rebeliones indígenas.
Si bien el gobierno de Leguía incluyó intelectuales sensibles al problema social e incorporó a través del Comité las demandas indígenas, el desborde de la conflictividad le llevó a constatar la imposibilidad institucional de imponer límites a la explotación de los indígenas por parte de los terratenientes. El cambio de la actitud reformista del gobierno, fruto de la imposibilidad de mediar los conflictos entre indígenas y hacendados, terminó con las rebeliones, prohibió el Comité en 1924 y, en 1927, disolvió los congresos indígenas. A partir de la segunda mitad de esa década, proliferaron los planteamientos alrededor de los mitos, reflexión que buscó legitimar los proyectos políticos en construcción. Este proceso surgió como un laboratorio de posibles futuros que se nutrió de la experiencia reciente de movilizaciones indígenas.
Los indigenismos y la construcción de la nación: la polémica de 1927
A partir de los años veinte, se había intensificado la reflexión sobre el problema indígena en regiones como Puno, Cusco y Arequipa. El sur peruano presenciaba una rica producción intelectual y una actividad a favor de las demandas indígenas. Así, por ejemplo, el grupo Resurgimiento y la revista Kuntur en Cusco, el Boletín Titikaka en Puno, la revista Amauta en Lima, entre otras iniciativas, representaron un heterogéneo movimiento sociopolítico que fue estableciendo relaciones entre literatura y política, lo que caracterizaría la experiencia vanguardista de esos años37.
Tras agotarse los congresos indígenas y advertir las limitaciones del tutelaje oficial, los indigenistas fueron radicalizando sus planteamientos ante la frustración de las expectativas que habían depositado en los procedimientos institucionales. La disputa de la tierra, con la que se enfrentaron comunidades y latifundistas, evidenció el problema que José Carlos Mariátegui y el movimiento intelectual de los veinte divisó en sus estudios sobre la realidad nacional.
La multiplicación de propuestas críticas al oficialismo indigenista derivó en la constatación de la heterogeneidad de los indigenismos, posicionados frente a Lima y legitimando sus propuestas críticas a través de la invención de la identidad nacional. Más que recuperar una tradición indígena, intentaron destacar la pluralidad de la cultura andina desde el lugar de enunciación que codificaba su identidad mestiza38. La restitución de los mitos que circulaban en las comunidades, a la par del movimiento milenarista de restauración del imperio, evocaba la configuración de funcionamientos metafóricos para reflexionar sobre la naturaleza conceptual del mundo andino y la fundamentación de conceptos como los de socialismo y nación, que tendrán su aparición generalizada en los años veinte.
Ya a principios de 1925, tras adelantar el ciclo de conferencias en la Universidad Popular Manuel González Prada y habiendo asistido al tercer congreso indígena de 1923, Mariátegui destacaba que “el problema de los indios es el problema de más de las tres cuartas partes de la población del Perú. Es el problema de la mayoría. Es el problema de la nacionalidad”39, por lo que cuestionaba que en los circuitos intelectuales no se hubiera articulado la problemática nacional con la indígena. Las críticas se dirigían contra el indigenismo oficial y sus representantes, quienes buscaban la integración del indio a través de mecanismos legales y educativos. La condena de Mariátegui contra la república por haber acentuado la explotación del indio era implacable. Para él, la nacionalidad implicaba un desafío, una creación contingente, opuesta a lo que denominaba “pasadismo”, refiriéndose a los intelectuales de la Generación del 900 que, según él, definían la nacionalidad desde la conquista en un largo proceso de maduración, reduciendo lo indígena a lo prenacional y exaltando una “peruanidad” de acepción hispánica40.
Aunque la generación del 900 fue heterogénea, la integraban en su mayoría intelectuales de la élite limeña como José de la Riva Agüero, quien en los años veinte escribía en defensa del hispanismo, justificando la conquista y su aporte a la cultura peruana41. Pero también la componían figuras como Víctor Andrés Belaúnde, procedente de Arequipa, quien descartaba la participación directa del pueblo, privilegiando una democracia corporativa cuya función se dirigía a la preservación de la unidad nacional de filiación católica42.
Sin embargo, sus críticas no solamente se dirigían hacia la élite intelectual. Mariátegui veía en los defensores de la restauración del Tahuantinsuyo un estéril programa de movilización social, refiriéndose a la experiencia previa del Comité Pro-Derecho Indígena y a intelectuales que replicaban su mensaje. Por esa razón, se opuso a su ideal utópico y precisó lo que entendía por indigenismo: “Los indigenistas revolucionarios, en lugar de un platónico amor al pasado incaico, manifiestan una activa y concreta solidaridad con el indio de hoy”43.
El 21 de enero de 1927 Mariátegui publicaría el primer artículo de su trilogía sobre “El indigenismo en la literatura nacional”, cuyos escritos se inscriben en la polémica del indigenismo junto con los de Luis Alberto Sánchez, uno de los representantes de la generación del novecientos. En este artículo, Mariátegui defendía la corriente indigenista en la literatura peruana, destacando una emoción contemporánea que preparaba la revolución, de la misma manera que lo había hecho la literatura mujikista rusa44.
La dimensión literaria cobraba un valor central en el proceso de transformación social y en la redefinición de la comunidad política. En sus observaciones literarias, el “criollismo”, término con el que Mariátegui aludía al mestizo y su cultura hispánica, no podía ser verdaderamente nacional, al no expresar al “Perú integral”, o el “Perú verdadero” que había advertido Manuel González Prada, precursor del anarquismo peruano. El 4 de febrero de ese año, pocos días antes del debate con Sánchez, Mariátegui señalaba que existía una oposición entre un criollismo costeño de espíritu colonial y una vitalidad indígena de horizonte serrano45.
En estos escritos, Mariátegui dejaba claro el tiempo de la literatura indigenista, comprendida como un momento de la revolución, cuya verdadera realización se daría con una literatura auténticamente indígena, inexistente para entonces en el Perú. Como lo señala Mirko Lauer, el fenómeno artístico del que hablaba Mariátegui, es decir, la producción intelectual que tomaba al indígena como material literario, no procedía ni se dirigía específicamente a ese segmento de lo autóctono, pues representaba el tránsito de lo colonial a lo nacional a través del cosmopolitismo46. Mariátegui era consciente del aporte de la literatura indigenista, pero también de su profunda e irreductible limitación:
La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla47.
Sin embargo, para Luis Alberto Sánchez, quien también escribía desde Lima, el fenómeno indigenista fue visto como una exótica experimentación nacional, paradójicamente alentada desde la costa. En “Un insensato anhelo de demolición”, título de un artículo publicado el 11 de febrero de ese mismo año en la revista de tendencia oficialista Mundial, Sánchez acusaba a los indigenistas de“dogmáticos” y “oportunistas”, y de haber instrumentalizado el problema del indio a favor de sus propios beneficios:
Unos tratan de resolverlo, al desgaire, como problema secundario, conformándose a soluciones tradicionales, más bien con cierto criterio caritativo que justiciero. Los otros hacen de él bandera, pero tremolada en la Costa; bandera que siembra divisiones de zonas geográficas, cuando hay tanta desemejanza entre Norte, Sur y Centro48.
Lo que se ponía de manifiesto era el problema de la representación en el debate del indigenismo. José Ángel Escalante, diputado leguista por la provincia de Acomayo, quien también contribuyó a la polémica en un escrito titulado “Nosotros, los indios…”, publicado en La Prensa el 3 de febrero, cuestionó a los indigenistas reparando en su identidad y naturaleza mestiza. Aunque él mismo no era indígena, se presentaba con ironía como indio, defendiendo las políticas leguistas en la salvaguarda de los intereses “aborígenes”, y acusando a los intelectuales “blancos” de llevar doctrinas foráneas y formas de gobierno soviéticas al Perú, refiriéndose al grupo Resurgimiento, fundado por Luis Valcárcel en 192649.
El diputado partía de la cercanía geográfica para fundamentar el conocimiento sobre los temas indígenas. Para Escalante los “indigenistas de vanguardia” asentados en la costa revelaban un profundo desconocimiento de la “sicología del indio”, por lo que no podían plantear soluciones reales a los problemas andinos50. Escalante buscaba exaltar al indio como forjador de la nacionalidad en la gramática de un lenguaje difundido por el oficialismo y que había encontrado resonancia en sectores de las comunidades indígenas, quienes veían a Leguía como un viracocha y el gestor de una nueva era de progreso, lo que dejaba ver, a decir de Ricardo Melgar Bao, no tanto el compromiso real de gobierno, sino las demandas “antiterratenientes”51.
El artículo que desató públicamente la polémica del indigenismo fue el que Luis Alberto Sánchez publicó en Mundial el 18 de febrero de 1927, con el título “Batiburrillo indigenista”, donde criticó las categorías que utilizaban los indigenistas para esclarecer el problema nacional: “Sierra y costa: barato casillero en que no caben los problemas nacionales. Serranos y costeños: así no se divide un país”52.
Para Sánchez debía fundamentarse el conocimiento sobre la sierra, el indio y los problemas peruanos, antes de civilizarlo y darle una nueva causa por medio de lo que llamaba “nacionalismos exóticos”53. Criticaba las supuestas taras que pesaban sobre el indio, la compasión y el paternalismo de los indigenistas, haciendo alusión a Luis Valcárcel y a Enrique López Albújar, literato piurano que había iniciado una tendencia naturalista entre el indigenismo. También cuestionaba abiertamente a Mariátegui por sostener la división entre costa y sierra y oponer vagamente colonialismo e indigenismo.
A los comentarios hechos por Sánchez, Mariátegui reaccionó en un escrito titulado “Intermezzo polémico”, publicado en Mundial el 25 de febrero. Allí definió su posición, distinguiéndola del resto de indigenismos e inscribiéndola en un movimiento de alcance transnacional: “El socialismo ordena y define las reivindicaciones de las masas, de la clase trabajadora. Y en el Perú las masas -la clase trabajadora- son en sus cuatro quintas partes indígenas”54.
Según Mariátegui, el propósito del debate era suscitar una amplia discusión que coadyuvara en la formación de un criterio común sin imposiciones programáticas. Para Sánchez, en cambio, resultaba extraño que, aun cuando Mariátegui defendiera el socialismo en sinonimia con el indigenismo vanguardista, la revista Amauta, proyecto editorial de Mariátegui recién creado en 1926, registrara posiciones dispares y contradictorias. La diatriba se dirigía, en definitiva, contra la función organizadora de un proyecto político antimperialista y trasnacional que desde Lima conectaba diferentes esfuerzos intelectuales55, viendo al indígena como el nuevo sujeto de la “peruanidad”. Para Sánchez, esto significaba un borramiento de la participación mestiza en la construcción de la nacionalidad y una instrumentalización por parte de los autodenominados indigenistas de la cuestión indígena. En palabras de Sánchez, Amauta polarizaba y dividía, “olvidando al cholo, olvidando al criollo; que se separe para crear, en vez de reunir; que se fomente odios, en lugar de amparar cordialidades”56.
Ya las críticas contra Mariátegui por escribir a favor del indigenismo habían discurrido a mediados de 1926. César Falcón, quien había acompañado a Mariátegui en las jornadas de protesta de 1919 y en la fundación de la célula comunista en Génova, Italia, en 192657, le reprochaba en una carta su supuesto “incaísmo”, defendiendo, en cambio, un contenido hispánico de la nacionalidad: “En nuestros países no ha habido jamás, y posiblemente no habrá nunca, una norma formativa de los hombres, una norma de civilización distinta de la hispánica”58.
La acusación a Mariátegui por parte de Falcón era distinta de la que Sánchez profería a los indigenistas. El primero advertía sobre la dispersión de los términos del debate y concluía en la exagerada ambigüedad de los conceptos, disociados de las soluciones concretas a las cuestiones fundamentales de los países latinoamericanos. En lugar de debatir sobre términos literarios y tendencias indigenistas, pues era clara la indiscutible herencia hispánica, para Falcón debía alentarse el estudio de los problemas del Perú y la puesta en marcha de un plan de organización política59.
Mariátegui continuó sosteniendo la relación fundamental entre nacionalismo y socialismo con el fin de desmantelar el nacionalismo conservador, forjado a base de ornamentos retóricos. Descubrir el Perú serrano implicaba resolver la dualidad entre costa y sierra: “No es mi ideal el Perú colonial ni el Perú incaico sino un Perú integral”60, es decir, una nacionalidad de hegemonía indígena que se alineara con el socialismo y recreara las tradiciones culturales en conflicto.
A partir de 1926, el debate permitía establecer asociaciones entre diferentes campos conceptuales. Según estas articulaciones, pensar el socialismo remitía a la nación y reflexionar la nación implicaba inscribirla en un proyecto socialista. Ambos conceptos funcionaban como movilizadores de expectativas, representados a través de la imagen metafórica en construcción de la nueva “peruanidad”61.
De ahí que Mariátegui buscara establecer relaciones con indigenistas regionales y comunidades indígenas en el propósito de organizar un proceso político de orden nacional, un frente cultural y democrático que acercara las posiciones hacia un objetivo revolucionario62. Descartaba la restauración del Tahuantinsuyo como programa del indigenismo, y proponía el esclarecimiento del Perú del presente por medio de una interpretación marxista de la realidad: “[…] el problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. Está, más bien, en saber cómo es el Perú”63. Esas palabras introducían la tensión entre lo mítico y la historia: qué era lo que se recuperaba en las regiones andinas, y cuál era su material mítico. La polémica literaria entre Mariátegui y Sánchez establecía un examen profundo de las estructuras de significación de la “peruanidad”. De esta manera, las relaciones entre política y literatura adquirieron una dimensión central. Como veremos, el movimiento indigenista buscará brindar una imagen del indio que iría a producir la nueva nacionalidad desde otro lugar geográfico, destacando atributos míticos y milenarios del imperio del Tahuantinsuyo64.
La heterogeneidad de los indigenismos: tiempo y mito en el universo andino
En la polémica que venimos tratando, Sánchez le reprochó a Mariátegui introducir en el indigenismo equivalencias entre diferentes experiencias intelectuales, viendo un abismo infranqueable en sus posiciones: “exaltaciones líricas en pro del Incanato” y “crueles y demoledoras apostillas en contra del mismo indio”. Por lo que agregaba a continuación: “De lo primero surge la necesidad inaplazable de ir a la raza sometida y enaltecerla; de lo segundo, surge la necesidad también de ir a ella, pero para exterminarla”65.
Lo que Mariátegui veía como un formidable movimiento regional de renovación político-cultural, era visto por Sánchez como una suma de lógicas excluyentes de segmentación nacional. Sin embargo, el desacuerdo entre ambos contenía el trabajo del mito, entrampando la argumentación del primero. Mariátegui privilegiaba la función unificadora de experiencias por encima de la distinción inequívoca de los conceptos, una operación política del mito que contribuía a descargarlo de complejidad a expensas de su funcionamiento político66. Esto significaba que a pesar de las diferencias de las tendencias indigenistas, desde la que defendía la restauración del Tahuantinsuyo hasta aquella que consideraba socialismo e indigenismo como un proyecto nacional, el indigenismo encarnaba un mito de movilización política sin importar sus contradicciones internas ni precisiones conceptuales.
Esta conceptualidad al interior de las tendencias indigenistas presentaba una profunda heterogeneidad, impregnada de temporalidades. Por ejemplo, en diciembre de 1926 Enrique López Albújar, mencionado por Luis Alberto Sánchez en la polémica, publicó en la revista Amauta un artículo en que alegorizaba al indio bajo la figura de la esfinge, dibujando dos imágenes: una que miraba al pasado y le servía para vivir con los suyos, como verdaderamente era; y otra vuelta al presente en la relación con los mistis, como no querría ser67.
En uno de los capítulos que componían Tempestad en los Andes, el libro de Luis Valcárcel publicado en Cusco en 1927, aparecía uno de los fundamentos del mito que otorgaba significación a la acción del indígena, en contraste con la dependencia naturalista que había retratado López Albújar. En Un pueblo de campesinos, Valcárcel exponía los agravios del republicanismo democrático en contra del indígena, reconocía el paternalismo de los esfuerzos tutelares, decretaba el fin de la literatura indigenista y presagiaba el despertar de la “raza de bronce”. Valcárcel narraba este despertar como el momento de emancipación de los cinco siglos de dominación, en donde el miedo que representaba la noche y sus poderes invisibles era disipado por un lenguaje misterioso que le permitía autoafirmarse e identificar sus propias angustias. El paso a la libertad era pronunciar la palabra y reconocer los poderes de su declive. Así lo presenta Valcárcel con uno de los principios antropológicos que el propio Blumenberg expone en Trabajo sobre el mito: “S[í], era la invitación a la libertad en las sombras. Podía salir, saldría a la llanura inmensa en la noche. Ya no temía a nadie”68.
La autoafirmación hipotética de la salida a la llanura era la antropogénesis del mito, mediante la técnica de distanciamiento que significaba el articular la palabra en el acto de nombrar lo innombrado69. “Sé hombre y no temas”, concluía Valcárcel, expresando la superación de la animalidad e invitando a la toma de conciencia de la libertad del indígena, un momento fundamental que estaba acompañado por el tiempo mítico del retorno del inca, según el cual la marcha de los viejos emperadores a la llegada de los españoles estaría disponible también en la hora de la redención. El autor ofrecía así una versión filtrada y matizada del Inkarrí: el retorno cobraría toda su potencia en el instante en que el sol rojo coincidiese con el cataclismo del Pachakuti70 o la revivida Kori Ojllo71.
Valcárcel era uno de los indigenistas que había anunciado el retorno del Tahuantinsuyo, separando al indio de cualquier contacto con la civilización europea y exaltando su pureza cultural. El mimetismo, la simulación, el atavismo de sus costumbres le conferían cualidades excepcionales para sustraerse del dominio criollo, en aquella técnica de distanciamiento frente a la cultura hispánica y la autoafirmación de sus tradiciones culturales ligadas a la originalidad de su pasado agrario.
Con Valcárcel y el grupo Resurgimiento muchas de las cualidades del mundo indígena fueron valoradas. El examen de la comunidad indígena sería uno de los temas fundamentales, objeto de estudios científicos, mitológicos y sociológicos a lo largo de la década. Para Valcárcel, junto a las máscaras que habían permitido salvaguardar la cultura indígena, la forma general de la vida comunitaria andina subsistía como una de las manifestaciones del patrimonio milenario indígena, influyendo significativamente en la cultura mestiza y cumpliendo funciones de absorción en todo el Perú. Así lo dejaba claro en una conferencia impartida en la Universidad de Arequipa el 22 de enero de 1927 y publicada también en Amauta a los pocos días: “Y llegó el impulso asociativo, el sinequismo que es ejemplar en las colectividades arequipeñas fuera del terruño. ¿No lo identifican con el hombre de comunidad que es el hombre del inkanato?”72.
Según Marisol de la Cadena, la construcción del concepto raza en el Cusco de los años veinte no refería tanto a rasgos fenotípicos como marcadores raciales, sino a la posición social relativa del individuo indicada por su ingreso, ocupación y origen geográfico. Para el caso “indígena” esta posición estaba ligada al ambiente de montaña y a la figura del ayllu73, término que alude a la institución social indígena caracterizada por la propiedad colectiva de la tierra, siendo esta forma de vida comunitaria un eje topográfico susceptible de descubrimiento. Así, con la democratización de la actividad intelectual que había logrado la nueva generación de estudiantes cusqueños, resultado de la reforma universitaria de 1909 en la Universidad San Antonio Abad, buena parte de las reflexiones nacían de investigaciones etnográficas que describían prácticas religiosas, fiestas, alimentación y vestimentas de las comunidades, en un intento por volcarse al pasado y forjar un discurso regional propio74.
Parte de las manifestaciones de este discurso regional eran las afirmaciones de Valcárcel sobre la continuidad entre el indio prehispánico y el actual. Partiendo de datos sociales y económicos75 y acopiando los desarrollos de la sociología relativista europea que permitían revalorar el mundo andino y privilegiar su composición mítica, Valcárcel situaba lo indígena en un proceso de expansión cultural de orden civilizatorio: “Sabemos ya por la sociología relativista, que en el mundo se han desarrollado, como grandes organismos, las culturas sometidas a las leyes generales de la vida: nacimiento, desarrollo y muerte”76.
La argumentación de Valcárcel presentaba una peruanidad producida desde otra matriz conceptual que además ensamblaba un lenguaje de corte radical. Esta articulación le permitía hablar del indio de manera beligerante, expresión del influjo de lenguajes mítico-socialistas en circulación. La no cooperación del indígena con el terrateniente, táctica idealizada que registraba Valcárcel en Tempestad, se percibió asimismo como la huelga general del proletariado andino. La simbología indigenista que había estrenado el anarquismo del Comité Pro-Derecho indígena a principios de la década de los veinte, con figuras míticas como las del sol rojo y el retorno del Inca, correspondía a sedimentos temporales que seguían apareciendo en su retórica radical: “-Viven aún los Inkas -aseguran- en la Tierra Misteriosa del Antisuyu; de allí van a volver, cuando el Sol se ponga rojo.”77.
La catastrófica imagen de la tempestad configuró la aceleración del tiempo cíclico del advenimiento. El cuadro fue reforzado por la conjura violenta del cataclismo. Si no se recomponían las fuerzas del universo -la justicia sobre los andes- el desacuerdo violento podía emerger. Cataclismo y tempestad aparecían como sinónimos míticos de socialismo, palabras que traducían el temor de los terratenientes: “Que la propiedad es de todos. Puro socialismo, comunismo, bolcheviquismo. Estamos al borde de una sima. Y no habrá salvación. Apure usted el paso. Lo perderemos todo”78.
Esta relación entre el indígena y el socialismo la acentuaba una de las alusiones que Mariátegui retomó para prologar el libro de Valcárcel: “el proletariado indígena espera su Lenin”. Con ella, Mariátegui dejaba abierta la posibilidad de desligar la comprensión de la Revolución de Octubre con relación a la decadencia de Occidente para pensar las articulaciones entre ambos universos. Mariátegui coincidía en el advenimiento del indio, anunciando el mito del socialismo indígena, con lo que Indoamérica se enriquecía en un espacio de experiencia singular: “No es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista”79.
Mariátegui comprendía que la esperanza del indígena era el socialismo edificado a partir de las cualidades excepcionales de una civilización milenaria. Encontraba lo indígena a través del socialismo, no sólo como reivindicación social y económica, sino como mito movilizador del nuevo tiempo y prefiguración del proletariado mundial, capaz de metamorfosearse en viejos pueblos y servir como “carburante emocional” para encarnar expectativas de futuro y de acción80.
Mariátegui, en su estadía en Europa entre 1919 y 1923, conoció la teoría del mito de Georges Sorel y amplió su alcance al señalar la circulación de mitos en el contexto andino. Para Mariátegui el mito constituía aquella fe que mueve a los hombres a vivir significativamente, encarnando proyectos de movilización política y condensando imágenes del pasado, latencias y posibles futuros. Por esa razón celebró la aparición del grupo Resurgimiento como tendencia que confirmaba la politización del problema indígena. El colectivo había nacido a la luz de capas medias, interesadas en construir un frente nacional indigenista y una retórica antigamonalista, superando la reivindicación legalista que había caracterizado los esfuerzos indigenistas anteriores81.
La rica actividad del indigenismo cusqueño en la que el grupo se inscribía no fue homogénea. Si bien Mariátegui manifestó mayor simpatía por las iniciativas de Valcárcel, no polemizó decisivamente con otros indigenistas. Consideraba que el proceso de politización debía terminar en la toma de posiciones políticas definitivas, reorganizando los sectores intelectuales en favor del mito socialista. Aun así, el mapa heterogéneo del indigenismo cusqueño compartía un fundamento: la exaltación geográfica de la sierra como forjadora de la nacionalidad, en contraposición a una Lima extranjera y europeizada. La propuesta de Valcárcel en Tempestad expresaba de manera más acabada esa oposición en términos de las inversiones de los significantes de la nación82: “El Cuzco representa la cultura madre, la heredada de los inkas milenarios. Lima es el anhelo de adaptación a la cultura europea”83.
Incluso desde Cusco otra lectura había repercutido también en el horizonte de los argumentos topográficos que confirmaba la mediación mítica del debate. Si Valcárcel oponía las culturas y destacaba la inca, José Uriel García, con quien Valcárcel tuvo diferencias por la campaña al rectorado de la Universidad del Cusco, proponía la idea del nuevo indio. Se trataba de una síntesis que daba preponderancia al elemento mítico-andino como matriz de la nacionalidad: “Porque la tierra andina fué conquistada por el indio; su lengua la dió nombre; el verbo quechua ya hubo determinado su acción dominadora, la mitología incaica cubrió las cumbres del Ande de una aureola de leyenda, es decir, le infundió vida” [sic]84.
La formación del nuevo indio era un estado ampliado de la cultura peruana. Su función matriz descansaba en el trabajo de nominación del universo. José Uriel García mediaba entre el retorno romántico del Tahuantinsuyo y la cultura criollo-nacional. El Neoindio no era el nativo puro, sujeto a sus regulaciones agrarias, sino el mestizo que revaloraba la tradición peruana según las metas de la cultura contemporánea: “nacionalismo tiene que ser universalismo”85, significando el influjo cultural de las distintas épocas pasadas en la construcción de la nacionalidad, incluyendo el periodo prehispánico y el legado occidental.
Pero el trabajo del mito había permeado también a los indigenistas puneños del grupo Orkopata, quienes se deslizaron de una estética andina hacia la radicalización política de un espacio de destino indoamericano. La editorial Titikaka daba nombre al boletín que difundieron entre 1926 y 1930 los hermanos Alejandro y Arturo Peralta. Puno se ubicaba en una localización privilegiada al sureste del país, característico del circuito intelectual formado entre Cusco, Puno, La Paz, Buenos Aires86, y fue el epicentro de la rebelión de Rumi Maqui, el levantamiento popular más importante de principios del siglo xx.
En sus primeros 12 números, entre agosto de 1926 y julio de 1927, el Boletín Titikaka difundió las reseñas y comentarios que se habían suscitado por la publicación del poemario Ande de Alejandro Peralta (1926). Con la presentación del poemario, el Boletín buscó renovar la experiencia intelectual puneña que había impulsado a principios de la década Federico More, una de las figuras representativas del antilimeñismo. More había simbolizado la sierra en la unidad suramericana, explicitando su raíz mítica:
Andinista debe ser el continentalismo del continente andino. El NUESTROS ANDES, suene en nuestros oídos como el mare nostruxí suena para los latinos que medran en las orillas del Mediterráneo. La mayor proeza militar de Suramérica, la cumple San Martín tras-montando los Andes. Un ferrocarril que nos enorgullece, serpentea sobre los Andes, a 17,000 pies de altura. La cuna de nuestro continente está en el altiplano andino, en la puerta del Sol de Tiahuanacu, sede vetusta de la raza aymara. En un valle delicioso, escondido casi al pié de las escarpas andinas, cerca del nudo de Vilcanota, se hunde el hacha de oro de Manco Capac y surge la capital fastuosa [sic]87.
Si More recuperaba el mito fundacional del imperio para describir el “continentalismo”, Peralta fusionaba aspectos de la poesía vanguardista con el conocimiento de la cosmovisión andina88, enunciando un andinismo construido sobre metáforas del mundo de la vida en la técnica de la asociación libre. Para Hans Blumenberg, el mundo de la vida refiere al fundamento de la cotidianidad, es decir, a lo sobrentendido. Es aquello que está integrado de una vez al mundo que experimentamos89. En este caso, formas poéticas como “ojos mojados de totorales” (planta nativa del lago Titicaca), “balseros del ayllu” (forma de organización comunitaria indígena) y “Un kelluncho le brinca sobre los parietales bajo un kolli pordiosero” (árbol de la puna), configuran unidades de significado que tienen como punto de partida el mundo de la vida, ese universo rural andino que está alentado por el desplazamiento metafórico. Lo que proponía Peralta no era entonces un retroceso a las profundidades originarias de un pasado antiquísimo, sino una elaboración que tenía como presupuesto la cultura del pueblo andino en una proyección modernizadora de la poesía90.
A finales de 1927, la apropiación de los motivos indígenas ganó densidad en la experiencia que daba nombre a la publicación. En el número 17, la editorial de Francisco Chuqiwanka Ayulo, también miembro del grupo, clarificaba la expresión Titikaka que daba nombre al Boletín: “[…] pronunsyada la palabra keshwa TITIKAKA qorrejtamente bertida al qastellano sijnifiqa RROQA DE PLOMO ¡qe ejspresibo nombre para una editoryal!...” [sic]91.
Escrito en una ortografía que recuperaba la fonética del quechua, el Boletín registraba palabras del “fabla popular”, tanto del mundo andino como inventadas por sus autores, con el propósito de dotar de significación sus producciones. La heteroglosia en formación correspondió en parte al énfasis que los sectores intelectuales otorgaron al lenguaje vernáculo92, como también al acercamiento del castellano a los ricos idiomas nativos, estableciendo leyes comunes de regulación; una propuesta más matizada de la que Valcárcel había adelantado en Tempestad93.
No obstante, la recepción de Tempestad advirtió sobre la nueva gestación de una estética política. A principios de 1928, Gamaliel Churata, seudónimo de Arturo Peralta, reseñaba el libro de Valcárcel y defendía la Tempestad en “fermentación”: “[…] el indio profesor-el karabotas-el indio apóstol-el revolucionario-el obrerista etc”94.
Churata proponía el indianismo y describía su oposición fundamental: “se encuentran frente a frente dos seculares poderes andinos -el gamonalismo y el indianismo- el indianismo es plebeyo y distributivo el gamonalismo latifundista y aristocrático”95. Ambas oposiciones se establecían en la literatura y en la economía. Por un lado, la hacienda, célula económica del gamonal, y por el otro, el ayllu, núcleo vital del indio libre. Una operación que remitificaba la redistribución de poderes y competencias. Concluía así asignándole a Tempestad el sello indianista y sugiriendo su traducción al quechua, al integrar la lengua indígena a la preocupación de la adquisición cultural de la nación.
El Boletín continuó proyectando las imágenes míticas en conexión con la personalidad política de la región. Así escribió Churata en mayo de 1928 al designar mediante una estética mítica la singularidad del comunismo andino:
[…] hoy con el sentido humano de su revolución -al sur los inkas realizan nuestro ensayo de comunismo por el cual tenemos personería y consolidan la política del mitmak que deviene unidad de raza y de pensamiento y aunque hasta hoy no se advierta la reviviscencia de su genio [-] hay signos de que la obra de pachaqutej (el civilizador) va a encarnar su ciclo teleológico96.
Del mito de Manco Cápac y Mama Ocllo se prefiguraba la salida de los jóvenes del grupo Orkopata al medio andino para educar y llevar un nuevo ideal, tal y como los adventistas habían llevado la Biblia a las comunidades rurales a principios del siglo xx. Ahora se anunciaba la presencia del tiempo restaurativo de Pacha Kutek, en un espacio de destino continental, animando la concepción cíclica del pasado-futuro del Pachakuti97.
En agosto de 1928, finalmente, el Boletín clausuró su primera fase. Entonces hizo un balance de su actividad, circunscribiéndose como parte del movimiento indigenista en líneas más radicales:
Este movimiento -osmótico- devino teatro neokeswa con Inocencio Mamani, sentimiento dramático con la compañía ‘Orkopata’, invasión de la ciudad por el joven indio y formas de lucha reivindicatoria del ayllu; móviles que son la raiz [sic] ideológica de los trabajadores que actúan a nuestro lado98.
Inocencio Mamani, en efecto, era un indígena auspiciador del teatro quechua que representaba la misión educadora del indianismo. Los indigenistas del Boletín calificaron su acción colectiva de “proletaria” y “plebeya”, según una concepción inspirada en el resurgimiento indígena y en el reconocimiento del problema nacional como modo de posicionamiento ante la capital99.
Con el boletín, el grupo Orkopata había comenzado mediante la poesía una reflexión estética que resultó denunciando el gamonalismo y promoviendo una actividad político-pedagógica de naturaleza mítica. Utilizaron materiales míticos para autoafirmar el lugar del indianismo en la construcción de la nación, una concepción que vendría a modificar la situación de justicia del indio y a ampliar el horizonte de expectativa de las comunidades rurales. De tal modo, la poesía jugó un papel excepcional: contribuyó en la entrada y eficacia del mito100 como en la proyección de las imágenes heteroglósicas de la cultura popular ulterior101.
El debate entre Sánchez y Mariátegui permitió iluminar los modos de argumentación de los indigenistas regionales, con el propósito de descentrar los conceptos examinados. La intervención de la literatura en la construcción de la nacionalidad y los sujetos de su fundación, ya sea el mestizo o el indígena, fueron dibujados a través de mediaciones míticas significativas, que contribuyeron a precisar la naturaleza de la argumentación y a dotar de radicalidad al conjunto de sus propuestas políticas. El mito, tanto en su función antropológica que captura lo desconocido, como en sus mecanismos de fundación, movilización y legitimación, constituyó un recurso que acompañó las manifestaciones intelectuales del indigenismo peruano.
Los intelectuales mestizos autodenominados indigenistas representaron un movimiento de recuperación del indio. Se hicieron de la literatura y la poesía, decantando temas y desplazando figuras en la creación de la nacionalidad: debían nombrar y fundamentar el mundo hostil que no conocían. Por esa razón, acudieron al trabajo del mito para nominar el mundo andino y organizar la demanda de significación102.
Conceptos como los de socialismo y nación concentraron distintos sedimentos temporales con los que dichos intelectuales enfrentaron el haz de las polémicas. La cultura política experimentó un proceso de remitificación, deslizando los argumentos hacia el mito como modo de significación primario, una operación orientada a fundamentar lo propio y extraño de la nacionalidad. No solo se solidarizaron con la experiencia comunal indígena sino, más aún, buscaron establecer diálogos y nombrar el mundo andino, función mítica que consistía en encontrar nombres para lo indeterminado.
Conclusiones
Las transformaciones conceptuales que se operaron en la década del veinte fueron motivadas por la argumentación mítica, un modo de significación de la realidad que adoptaron comunidades indígenas e intelectuales indigenistas. El gobierno de Leguía había dado un vuelco al discurso indígena, al incorporar el indio a la nación mediante una prédica republicana. Sin embargo, esa retórica oficial encontró rápidamente sus límites: se hizo palpable la ineficacia institucional, mientras las rebeliones indígenas exhibieron sus repertorios míticos al desafiar el dominio gamonal.
La exploración de la polémica literaria del indigenismo, auspiciada por Mariátegui y Sánchez, permitió desentrañar los argumentos y el circuito de intercambio intelectual en las regiones alrededor de la “peruanidad”. El mito fue una técnica intelectual que tensionó la relación entre historia y literatura, multiplicando las imágenes de un Perú que tornaba la mirada hacia la identidad nacional y sus significantes. La disputa presentó el esfuerzo de los indigenistas por conocer y fundamentar la nacionalidad y el universo andino desde su irreductible limitación mestiza, lo que posibilitó, además, la emergencia de nuevos lenguajes políticos que dispararon los futuros posibles en medio de un escenario global de transformación conceptual.
Todos los experimentos compartieron el problema del indio como reflexión de la nación y articularon una praxis artística con modulaciones políticas propias. Unos más que otros, percibieron el trabajo del mito como fundamentación de lo experimentable, en su relación inmediata con los tiempos y sus distintas coordinaciones: el mito del socialismo indoamericano, el ciclo del Pachakuti y la restauración del Tahuantinsuyo en tanto forjador de la nacionalidad, todas narraciones de aceleración y coagulación temporal de un pasado-futuro fueron adoptados por diferentes intelectuales cargando semánticamente conceptos como los de socialismo y nación. El reflexionar sobre la “peruanidad” significó posicionarse global y regionalmente a través de instrumentos míticos proporcionados por el estudio de la cultura andina, permitiéndoles iluminar de otra manera el pasado y revivir espacios de experiencia recientes como las rebeliones indígenas y las actividades del Comité Pro-Derecho Tahuantinsuyo a principios de los años veinte.
Mariátegui consideró a Resurgimiento como la manifestación de la idea del frente único y la politización de la vanguardia andina. Los trabajos de Valcárcel y los experimentos del Boletín constataban sus intuiciones, imaginando a Indoamérica como el nuevo espacio de organización política continental. Mariátegui formuló el mito del socialismo como un nuevo horizonte de expectativa de alcance mundial y la nueva esperanza del proletariado andino, modificando radicalmente la semántica de la nación y los lugares asociados a ella.
Con la literatura y la estética producida desde las regiones, retomando aspectos de la cultura mítica popular, el mito otorgó su significación y las metáforas contribuyeron en la reflexión de los problemas de la comunidad política.