Introducción
En la obra de Blanchot la literatura es pensada y presentada como una experiencia que se sustrae a todo dominio y que al mismo tiempo se orienta hacia un espacio donde ya no habría relaciones de poder. Se puede incluso afirmar que este tema aparece en su obra como uno de los elementos más singulares de su reflexión sobre la literatura y el arte; pero hay que añadir además que la aproximación que hace a esta temática no está vinculada únicamente con la literatura y el arte, sino también con una reflexión más amplia sobre el espacio de las relaciones humanas en general. Es así que desde finales de los años 50, buscando pensar “la cuestión literaria”, ya se preguntaba: “¿qué nos puede enseñar la obra de arte que pueda aclararnos sobre las relaciones humanas en general?” (Blanchot, 1992: 37); según él, la obra de arte tendría la capacidad de atraernos a “un punto donde, agotado el aire de lo posible, se ofrece la relación desnuda que no es un poder, que precede incluso toda posibilidad de relación” (Blanchot, 1992: 37), y ello con un lenguaje o una manera de comunicación que no se presenta bajo la forma del poder. Es a partir de esta perspectiva que para él:
es necesario rescatar en la obra literaria el lugar donde el lenguaje sigue siendo relación pura [relation sans pouvoir - relación sin poder], ajena a cualquier dominio y a cualquier servidumbre, lenguaje que también habla sólo a quien no habla para tener ni para poder, ni para saber ni para poseer, ni para convertirse en amo y dominarse a sí mismo (Blanchot, 1992: 41).
Valga advertir que el cuestionamiento y el planteamiento que hace Blanchot sobre la posible existencia de una relación sin poder, no lo lleva a la necesidad de construir una teoría del poder, sino, más bien, a empeñarse en la exigencia de mantener un rechazo al poder como imperativo ético en la relación con el otro. Tal imperativo implica, no obstante, un doble a priori de la comprensión del poder: en tanto medio para ejercer la autoridad o la dominación sobre los hombres y como posibilidad de cambiar o de edificar el mundo. Contra esa primera comprensión del poder hay permanentemente en él un rechazo radical, tratando de alejarse de toda tradición y función autoritaria del poder desde la cual unos hombres buscan dominar a otros; mientras que con respecto a la segunda se empeña constantemente en tratar de abrir un cuestionamiento por el que se perfila la exigencia de la literatura de responder a lo imposible, a lo que está por fuera de la posibilidad y del poder.
Es de anotar además que aquella reflexión sobre el habla literaria que se orienta hacia una relación que no sería de poder, se convierte también en una manera de interpelar el pensamiento para que se pronuncie según una medida diferente de la del poder; Blanchot se cuestiona entonces: “¿cuál sería esa otra medida? Quizá precisamente la medida de lo otro [autre], de lo otro en cuanto otro, y ya no ordenado según la claridad de lo que lo adapta a lo mismo” (Blanchot, 2008: 55). Se trata de la exigencia a partir de la cual la literatura y la filosofía -en una tendencia no sistemática- se confían a la tarea de escrutar otra alternativa, otro desafío, que se opone “a toda palabra cierta que decide, a toda realidad triunfante que se proclame, a toda declaración unilateral, a cualquier verdad substancial, a todo saber tradicional -de un modo general a toda habla fundada en una relación de poder” (Blanchot, 2001: 80).
Tal alternativa consiste en la búsqueda de otro tipo de relación: una relación de discontinuidad, de infinidad y de extrañeza donde se anuncia otro espacio fuera de la unidad y del poder; es en este sentido que, bajo la forma de una conversación ficticia, Blanchot invita la filosofía a pensar el planteamiento de una relación disimétrica, una relación sin poder:
- La dignidad única de la relación que se me propone en la filosofía de conversar con lo que sería lo desconocido y que, en todo caso, escapa de mi poder (sobre el cual no tengo posesión), consiste en una relación de tal índole que ni yo ni el otro dejemos de estar, en esta misma relación, preservados contra todo lo que identificaría al otro conmigo o me confundiría con el otro o nos alteraría a ambos en un término medio: una relación absoluta en el sentido de que la distancia que nos separa no habrá disminuido, por el contrario, se habrá producido y mantenido absolutamente en esta relación. (Blanchot, 2008: 65).
Ahora bien, cuando Blanchot reflexiona sobre la posibilidad de una relación sin poder, no permanece en un pensamiento confinado únicamente a una supuesta intransitividad de la literatura o a una abstracción pura de la filosofía; él continuará profundizando esa reflexión en una dimensión ética donde la relación con el otro preserva siempre la exigencia de alejarse del poder, relación que corresponde a una distancia irreducible y que “representa aquello que, del hombre al hombre, escapa del poder humano” (Blanchot, 2008: 86), relación en la que irrumpe lo desconocido, lo inaccesible, sugiriendo que “el prójimo se revela ante mí como lo que está absolutamente fuera y por encima de mí, no porque fuese el más poderoso, sino porque, allí, cesa mi poder” (Blanchot, 2008: 69).
La frase anterior es parte de un comentario que Blanchot hace sobre la noción de “rostro” en Lévinas; para este último el rostro del otro es una interpelación al respeto que le debo, tanto desde una visión onto-teológica -en la cual el otro está más cerca de Dios que yo-, como desde un humanismo de la alteridad en donde prima la responsabilidad ante la vulnerabilidad y la precariedad del otro, impidiéndome erguirme ante él de una manera poderosa y amenazadora.2 Ha sido justamente Lévinas uno de los pensadores que ha advertido la emergencia del tema del impoder o del no-poder en el pensamiento literario de Blanchot, señalando que la escritura literaria sería “la inverosímil marcha de un poder que, llamado en cierto momento inspiración, «vira» en no-poder” (Lévinas, 2000: 38). Por su parte Blanchot, como se verá a continuación, mantendrá una fuerte interlocución con el pensamiento de la alteridad que suscita Lévinas3; en lo que aquí concierne, se intentará profundizar particularmente en las concepciones de Blanchot sobre el impoder y su concatenación con una reflexión ética en el campo relacional.
La alteridad: una “filosofía de la separación”
En el transcurso del siglo XX, y particularmente con relación a acontecimientos específicos como el holocausto, surge la urgencia de repensar una ética en la que prevalezca la responsabilidad y el cuidado del otro. Es en tal contexto que aparece la singularidad de un pensamiento como el de Lévinas (1993) acerca de la alteridad, afirmando el carácter primigenio de la ética con respecto a la ontología, es decir, la prevalencia del pensamiento sobre la existencia del otro para dar fundamento al pensamiento del ser. La ética que emerge desde esta visión sugiere así una nueva geometría de las relaciones humanas, postulando una disimetría en la que responsabilidad por el otro debe primar.
En la interlocución que Blanchot sostuvo con Lévinas a través de diversos textos, él intentará profundizar en las posibles consecuencias éticas de esa relación disimétrica con el otro, pero poniendo constantemente de relieve la particularidad de una relación en la que el poder no intervendría. Uno de los textos en los que Blanchot dialoga con el pensamiento de Lévinas para su planteamiento de una relación sin poder es “La relación del tercer género (hombre sin horizonte)”, incluido en La conversación infinita, libro que consta de otros textos en los que resuena también el pensamiento de Lévinas4. Allí Blanchot comienza por diferenciar este tipo de relación de la implicada en la “dialéctica” donde la relación tiende a la unidad (el Uno) y de la conocida como “fusión mística” en la cual el yo se une sin mediación al otro, para convertirse en lo Mismo. Después, por yuxtaposición a estas dos formas de relación, caracteriza la “relación del tercer género” como una relación múltiple5 y disimétrica en la cual cada participante permanece siempre como “el otro” (l’autre) de la relación, no volviéndose lo “Mismo” ni enalteciéndose en “la unidad de lo Único”. Según Blanchot: “ese otro (autre) que se juega en la relación del tercer género, ya no está en uno de los términos, no está ni en uno ni en otro, no siendo otra cosa que la relación misma, relación de uno con otro que exige la infinidad.” (Blanchot, 2008: 92).
Es aquí donde reaparece la pertinencia del pensamiento de Lévinas para quien el prójimo (autrui) debe ser siempre considerado “por mí, como más cerca de Dios que yo” (Blanchot, 2008: 73);6 en cuanto a Blanchot, este intentará pensar de nuevo esta disimetría considerando el prójimo (autrui) como el que está “próximo a lo que no puede serme próximo: próximo a la muerte, próximo a la noche y, con certeza, tan repulsivo como todo lo que me viene de estas regiones sin horizonte” (Blanchot, 2008: 90). Así, en su pensamiento la disimetría será mantenida bajo el aspecto de una “doble ausencia infinita” en la que el prójimo (autrui) no es “ni otro yo, ni otra existencia, ni una modalidad o un momento de la existencia universal, ni una supraexistencia, dios o no-dios, sino lo desconocido en su distancia infinita” (Blanchot, 2008: 95).
Esa disimetría de la relación es sostenida por Blanchot a lo largo de toda La conversación infinita como una “filosofía de la separación” con la cual concibe “el otro” como “lo otro” (l’autre), lo desconocido,7 lo completamente extraño que se revela en el prójimo (autrui) y que designa en él la infinita distancia en la que es menos el límite que la inidentificable extrañeza a partir de la cual la relación no se reduce a una comprensión -reducción de lo otro a lo Mismo-, sino que queda como una separación irreducible que deja entre mí y el prójimo (autrui) un intervalo inconmensurable. Al respecto escribe Blanchot:
estoy decididamente separado del prójimo [autrui], si el prójimo [autrui] debe considerarse como lo esencialmente distinto de mí; pero también, por esta separación que la relación con el otro [autre] se me impone como desbordándome infinitamente: una relación que me relaciona con lo que me supera y se me escapa en la medida misma en que, dentro de esta relación, estoy y sigo estando separado (Blanchot, 2008: 67).
Lo que separa deviene pues un modo de relación que se (in)determina por la inaccesibilidad del yo al prójimo (autrui) -y viceversa-; la relación reenvía así a una interrupción o a una efracción que la vuelve una separación infinita, constituida por un espaciamiento que no tiene horizonte delimitado o que tiene como horizonte el afuera, el afuera que se hace presente en la proximidad del prójimo en tanto otredad completamente inaccesible. La noción de afuera que concibe Blanchot comporta un tipo de relación donde cada participante se borra ante una distancia que permanece como un intervalo insuperable, como la imposibilidad misma de la relación, “la imposibilidad que se hace relación”, que es “la relación con el Afuera”, “la pasión del afuera” (Blanchot, 2008: 57). Es a través de la separación que la relación con el prójimo se convierte en acontecimiento del afuera, en deslizamiento hacia la dispersión en un afuera no divino: espacio de lo desconocido que hay entre los seres humanos, espacio de la “comunidad” del afuera en tanto que distancia sin la medida común entre el yo y el prójimo (autrui). Esta “comunidad” es la experiencia de la distancia insuperable entre “nosotros”, llevando nuestras relaciones al espacio errante del afuera donde no nos encontramos, donde vamos fuera de todo encuentro.8 El afuera es lo impersonal de cualquier relación, el espacio de la comunidad anónima donde la diferencia no designa a nadie, ella se sustrae a los términos implicados en la relación y se conjuga en lo neutro, en una doble ausencia que dice “ni lo uno ni lo otro, [sino] el vacío del entre-dos, un intervalo que siempre se ahonda y al ahondarse se hincha, esto es, la nada como obra y movimiento” (Blanchot, 2008: 7).
La alteridad expresada en la disimetría relacional no se queda pues en una comprensión del otro en tanto prójimo (autrui), sino que se mantiene bajo la nominación de lo neutro donde se juega la ambigüedad de la proximidad y del alejamiento de lo otro (autre) en tanto que manifestación de la extrañeza: “«¿Pero lo neutro no es lo que hay más cerca del Otro?» - «Pero también lo más alejado» - «lo Otro está en neutro, incluso si nos habla como el Prójimo, hablando entonces en virtud de la extrañeza que lo hace inidentificable y siempre exterior a lo que lo identificaría»” (Blanchot, 2008: 395).9
Si el cambio que opera desde el pensamiento de Lévinas consiste en pasar de la preeminencia del ser al otro (de la ontología a la ética), en Blanchot se continuará en una dimensión ética en la que el otro se conjuga en lo neutro, haciendo persistir en las relaciones humanas el trazo de la extrañeza que se presenta como “la relación con lo desconocido que es el don único del habla” (Blanchot, 2008: 271).10 Del ser al otro y del otro a lo neutro, tal es la transición y la ruptura que opera en el pensamiento ético de Lévinas y Blanchot; pero mientras que para el primero la preeminencia del otro se manifiesta en la sensibilidad del “rostro”, para el segundo el otro conjugado en lo neutro resulta ser una concesión del habla, donde resuena y se preserva la separación como la garantía de una palabra que debe mantenerse, que debe afirmarse “esencialmente plural”, sin subordinación ni reciprocidad; aquí hay que preguntarse entonces:
¿Cómo puede afirmarse la búsqueda de un habla plural, que no esté fundada en la igualdad y la desigualdad, ni en el predominio y la subordinación, ni en la mutualidad recíproca, sino en la disimetría y la irreversibilidad, de manera que, entre dos hablas, siempre esté implicada una relación de infinidad como el movimiento de la significación misma? (Blanchot, 2008: 8).
A partir de la yuxtaposición de “la relación del tercer género” con respecto a lo Uno y lo Mismo, se puede presentir que la afirmación de un habla plural no corresponde ni a la búsqueda de la unidad ni a la esperanza de una fusión benevolente, sino siempre a la confirmación de esa cesura que hace que el otro sea preservado en la distancia de la separación. Ese tipo de habla Blanchot la caracteriza como la “que de antemano está precisamente siempre destinada (disimulada también) en la exigencia escrita” (Blanchot, 2008: 101). La afirmación de un habla plural pasa por la escritura en tanto que experiencia de una relación con el otro donde lo que se impone es lo neutro de la escritura: la relación “con lo que se excluye de toda relación” (Blanchot, 1994: 35); es en la exigencia de la escritura donde el lenguaje se mantiene como un habla plural:
habla impersonal, errante, continua, simultánea, sucesiva, en la que cada uno de nosotros, bajo la falsa identidad que se atribuye, recorta o proyecta la parte que le toca, rumor transmisible hasta el infinito en ambos sentidos, procesión que, al no detenerse, reserva cierta posibilidad de comunicación (Blanchot, 2008: 422).
Esta posibilidad de la comunicación es garantizada por la transparencia de la escritura declinada en nombre de lo neutro, bajo la forma de una atención infinita, sin reciprocidad, dirigida a lo que es completamente diferente, lo que desplaza la posición del sujeto -sea yo, sea el prójimo (autrui)- y que deja un ser desprendido, cediendo ese lugar del desprendimiento al acogimiento de lo otro, de lo neutro. Este acogimiento, esta exposición a lo neutro, comienza justamente por la pérdida del poder de hablar en primera persona, cuando aquel que habla, que escribe, ha devenido una figura neutra: él; sin embargo, esto no deriva en glorificación o rebajamiento del otro -como tampoco del yo-, sino en la apertura de ese espacio neutro que exige que para mantener la palabra, hay que “hablar sin poder” (Blanchot, 2008: 82).11 Blanchot resume esta experiencia de la alteridad y del habla -que se aleja de todo discernimiento dialéctico y trascendental-, de la siguiente manera:
El prójimo [autrui], si es más alto, también es más bajo que yo, pero es siempre otro [autre]: el Distante, el Extranjero. Mi relación con él es una relación de imposibilidad, que se escapa del poder. Y el habla es esta relación donde aquél a quien no puedo alcanzar viene como presencia en su verdad inaccesible y ajena [...] el habla es la relación sin medida común del prójimo [autrui] conmigo, relación donde el habla no es para mí un medio de conocimiento o una manera de ver, de tener o de poder y, añado ahora: tampoco una manera de hablar de igual a igual (Blanchot, 2008: 80).
Así, puede inferirse que la búsqueda de un habla plural concuerda con la afirmación de un modo de relación que se sustrae a la unidad, a la igualdad, a toda comprensión reduccionista y a toda palabra fundada en una relación de poder. El habla plural sólo puede ser pensada desde una medida que “no se enuncia en términos de poder” (Blanchot, 2008: 86); esa medida es la que es preservada en la distancia del otro en tanto que otro -lo desconocido- y que es nombrada por Blanchot como “relación del tercer género”, relación de infinidad fundada a partir de la disimetría y de la irreversibilidad.
Una ética del testimonio
En la disimetría relacional cada quien deja entonces al otro como desconocido, en su alteridad impenetrable. Esta característica de la postura de Blanchot con respecto a las relaciones humanas es incluso llevada por él hasta la relación sin poder que se tiene con quien ha padecido lo intolerable. Es el caso de sus reflexiones sobre la humillación padecida por los judíos en los campos de concentración durante el régimen nazi y donde, según él, la desgracia sufrida ha tenido la particularidad no sólo de despojar de toda relación consigo mismo, sino también de toda relación de poder: “El hombre de los campos de concentración está en el extremo mismo de la impotencia. Todo el poder humano está fuera de él, así como está fuera de él la existencia en primera persona, la soberanía individual, la palabra que dice «Yo»” (Blanchot, 2008: 169).12
Tal hombre -a quien el sufrimiento le hizo perder el poder de hablar en primera persona, cayendo así en lo irreductible y encontrándose excluido del lenguaje de la insurrección y de la esperanza que ella abre- no se encuentra en un tipo de relación esclavo-amo con quien causa su desgracia, pues éste no es el dueño de esa relación que ya no depende del dominio y que tampoco se mide por el poder. La presencia silenciosa de quien sufre frente a aquel que provoca su desgracia es una “presencia que ningún poder, por formidable que sea, podrá alcanzar” (Blanchot, 2008: 169-170).13
A este respecto, Blanchot no busca elaborar una nueva teorización de la relación entre el sufrimiento y la crueldad; para él, el imperativo será más bien el testimonio y la responsabilidad ante quien ha vivido una desgracia absoluta. La situación extrema del sufrimiento designa para él la manifestación de un escollo tanto para el pensamiento como para la producción de un saber; por un lado, el pensamiento ya no puede ser concebido como un ejercicio de dominación, pues “pensar la desgracia es conducir el pensamiento hacia este punto en que el poder ya no es la medida de lo que hay que decir y pensar” (Blanchot, 2008: 153), y por otro lado, la producción de un saber puede resultar contraproducente ya que “el saber, que llega hasta lo horrible para saberlo, revela el horror del saber, el bajo fondo del conocimiento, la complicidad discreta que lo mantiene en relación con lo más insoportable del poder” (Blanchot, 1990: 73-74).
Ahora bien, ese escollo que subsiste para el pensamiento y la producción de un saber no conlleva a una abdicación con respecto a una posible aproximación al sufrimiento del otro, sino que incita a una forma de respuesta en la que reaparece la búsqueda de un lenguaje donde irrumpe el habla plural de lo neutro que pasa por la escritura. Es en esta búsqueda que se inscribe el texto denominado la Escritura del desastre (Blanchot, 1990) en el cual el desastre es concebido como una forma irrecuperable del “pensamiento del afuera”, allí donde la escritura se dirige hacia un afuera des-astrado -sin astro-, con una escritura que destruye la escritura misma: escritura fragmentaria que se vive bajo la forma de un habla neutra que, ante el sufrimiento del otro, excluye el yo de todo dominio, incluso del que consistiría en fundar un saber.
El desastre sobreviene como lo que separa del poder -“solo el desastre pone a distancia el dominio” (Blanchot, 1990: 11)- y, además, como “la inminencia que gratifica, la espera del no-poder” (Blanchot, 1990: 17). Con el desastre adviene la forma más claudicante, pero también la más desposeedora o desobligante del impoder: “desprendido de todo, incluso de su desprendimiento” (Blanchot, 1990: 18) dirá Blanchot en medio de La escritura del desastre. No obstante, este desprendimiento no es la obtención de un reposo o de la iluminación de una conciencia, es más bien lo que deja fluir el impoder y el anonimato del desastre. A esto Blanchot lo denomina “paciencia” y, de una manera más general, “pasividad” -algunas veces, las hace alternar: “paciencia de la pasividad” o “pasividad de la paciencia”-, términos que van a implicar aún el movimiento desobrante del desprendimiento de sí mismo -el “arrancamiento de sí a sí mismo” (Blanchot, 1990: 20).14
De la pasividad difícilmente se puede conformar un discurso o dar cuenta de ella, poniéndose así como aquello que interrumpe la razón y el habla; sin embargo, pese a que el discurso sobre la pasividad le es necesariamente infiel, existe al menos la posibilidad de recuperar o de evocar, de una manera aproximativa, algunos trazos por los cuales ella se sustrae siempre a ser dominada por un discurso o un saber exacto:
La pasividad: podemos evocar situaciones de pasividad, la desdicha, el aplastamiento final del estado concentracionario, la servidumbre del esclavo sin amo, caído por debajo de la necesidad, el morir como inatención al mortal desenlace. En todos estos casos, reconocemos, aunque fuese por un saber falsificador, aproximado, unos rasgos comunes: el anonimato, la pérdida de sí, la pérdida de cualquier soberanía, pero también de toda subordinación, la pérdida de la permanencia, el error sin lugar, la imposibilidad de la presencia, la dispersión (la separación). (Blanchot, 1990: 22).
Todos estos rasgos de la pasividad están relacionados con situaciones extremas, experiencias desmesuradas que están muy cerca de lo invivible y relacionándose con la exigencia no dialéctica de lo neutro, que en el caso del desastre “no tiene lo último por límite” (Blanchot, 1990: 31). En esta perspectiva, la pasividad sólo es la discreción de la tarea infinita de lo neutro que no tiene incluso la muerte por término o que no hace de la muerte una salida; este es justamente uno de los sentidos de lo neutro y de su forma de lenguaje: “Lo neutro, la dulce interdicción del morir, allí donde, de umbral en umbral, ojo sin mirada, el silencio nos lleva a la proximidad de lo lejano. Habla todavía por decir más allá de los vivos y de los muertos, que testifica por la ausencia de atestación” (Blanchot, 1994: 107).15
Cuando el sufrimiento y la muerte de alguien han tenido ya lugar, quien lo testimonia habla desde esta forma de lo neutro que es lo infinito del morir, allí donde ya no existe una voz que podría responder. Ante esta ausencia de respuesta, no se trata de responder en lugar de quien ha desaparecido o no tiene ya la capacidad de hablar, sino de dejarle todo el lugar para que su ausencia sea indicio de una respuesta. En este habla neutra que “testimonia por la ausencia de testimonio”, la tarea de la pasividad -que no es una prescripción ordenada por alguien- retoma todo su carácter desposeedor y desobligante, deviniendo una “pasividad sin sujeto”: el don de una “amistad inmemorial” (Blanchot, 1990: 31),16 amistad de un ser que se interrumpe a sí mismo para velar por la ausencia del otro y que conmociona aquella forma de vida ligada a la existencia personal, abriéndola a la pasividad que libera de todo apego y dejando sólo una subjetividad sin sujeto expuesta a la exterioridad. Blanchot expone esta subjetividad sin sujeto desde la interlocución que mantiene con Lévinas:
Lévinas habla de la subjetividad del sujeto; si se quiere mantener esta palabra -¿por qué? mas ¿por qué no?- tal vez sería preciso hablar de una subjetividad sin sujeto, el lugar herido, la desgarradura del cuerpo desfallecido ya muerto del que nadie pudiera ser dueño o decir: yo, mi cuerpo, aquello a que anima el único deseo mortal: deseo de morir, deseo que pasa por el morir impropio sin sobrepasarse en él. La soledad o la no interioridad, la exposición a lo exterior, la dispersión fuera de clausura, la imposibilidad de mantenerse firme, centrado - el hombre desprovisto de género, el suplente que no es suplente de nada” (Blanchot, 1990: 32-33).
La carencia que denota el “sin” de esa subjetividad sin sujeto de la que habla Blanchot no designa una abdicación del yo para acceder al otro en una supuesta universalidad de la muerte; ese “sin” corresponde a una forma de ceder el lugar del sujeto al vacío de la ausencia del otro, haciéndose él mismo ausencia: “un yo que ha dejado de ser yo [es quien] responde por lo ilimitado del desastre” (Blanchot, 1990: 19). Se trata de una ética del cuidado del otro donde no subsiste de manera oculta el heroísmo o la exaltación del yo, sino la forma, quizá demasiado intrascendente, bajo la cual la responsabilidad de la subjetividad sin sujeto sólo es la intervención de un “singular provisional”. En esta responsabilidad ética que toma a cargo el desamparo absoluto del otro, yo no soy imprescindible, pues lo que el otro invoca es un auxilio que cualquiera -un “singular provisional”- puede prestar:
Que el otro sólo signifique el recurso infinito que le debo, que sea el grito de socorro sin término al que nadie más que yo pudiera responder, no me hace irremplazable, y menos todavía el único, sino que me hunde en el movimiento infinito de servicio en que no soy más que un singular provisional, un simulacro de unidad: no puedo sacar justificación alguna (ni por valer ni por ser) de una exigencia que no está dirigida a una peculiaridad, que no le pide nada a mi decisión y me excede de todas maneras hasta desindividualizarme (Blanchot, 1990: 25).
Esta responsabilidad alcanza toda la amplitud de la disimetría de la relación con el otro, salvo que esta vez toda posible comprensión filosófica será trastocada para poner de antemano una obligación ética; en este sentido, hay que reconocer que lo expresado por Blanchot acerca de esa responsabilidad ante quien sufre y muere es quizá lo que su amigo Lévinas ya le había enseñado:
la responsabilidad extrema que hace de nosotros el servidor, incluso el rehén, revelándonos la asimetría entre el Tú y el yo. Yo sin yo que ya no tiene la suficiencia de su subjetividad, que intenta deshacerse de lo que él es y hasta del ser, no para una ascesis puramente personal, sino para intentar reunir la obligación ética que reconozco en el rostro y en la invisibilidad del rostro que no es la figura, sino la debilidad del prójimo expuesto a la muerte… (Blanchot, 2006: 154-155).
Ahora bien, hay que señalar que en Blanchot, incluso si es esencial afirmar la atención infinita de esa subjetividad sin sujeto que en la pasividad vela por la ausencia del otro, también es necesario que esa atención se mantenga en guardia para rechazar la “voluntad asesina” de un poder intolerable; al respecto, Blanchot escribe:
la persecución que me abre a la paciencia más larga y es en mí la pasión anónima, no solamente tengo que responder por ella, cargando con ella fuera de mi consentimiento, sino que también he de responderle con la negativa, la resistencia y la lucha, volviendo al saber (volviendo, si es posible -porque puede que no haya retorno), al yo que sabe, y que sabe que está expuesto, no al Otro, sino al “Yo” adverso, a la Omnipotencia egoísta, la Voluntad asesina” (Blanchot, 1990: 24).
Puede que la espantosa dominación que provoca sufrimiento y muerte revele lo absoluto del impoder, pero cuando el impoder es llevado por lo ilimitado del desastre no queda entonces únicamente la responsabilidad ética de una subjetividad sin sujeto a la que se impone la pasividad, sino también el cuidado ético de mantenerse separado del poder, rechazándolo firmemente. Es por esto que, además de la pasividad, es necesario preservar también el recurso al rechazo siempre bajo la forma de una exigencia ética, ya no como un “habla neutra”, sino como un “habla justa” por la cual se mantiene aún la responsabilidad y la justicia que se debe al otro, “con una atención activa que expresa menos la preocupación por sí mismo que la preocupación por los otros” (Blanchot, 2003: 56).
Conclusiones
La disimetría relacional en la que no opera el poder surge en Blanchot desde su pensamiento literario, pero simultáneamente se convierte también en un elemento que se articula a la exigencia ética de lo neutro en tanto forma de relación con lo otro: lo otro como manifestación de una abscisa en donde deja de existir todo poder personal. Es en ese horizonte que subsiste el compromiso de una reflexión ética sobre la alteridad en la cual se plantea una forma de relación que no está determinada por la medida del poder.
Esa cualidad de una relación sin poder es la que también aparece en la “ética del testimonio” que toma a cargo el padecimiento de quienes han sido objeto de la arbitrariedad y la violencia de un poder; se trata de una ética en la que la responsabilidad es la manifestación de una subjetividad sin sujeto dispuesta a convertirse en vigía de esa ausencia de sentido producida por un execrable ejercicio del poder, para que ello no se repita y para mantener el cuidado de una alteridad a la cual se le debe un sentido de justicia que permita recuperar la dignidad de quienes han padecido lo intolerable.
Frente a la amplia tarea ética de testimoniar (ya sea como testigo directo o como testimoniante17), resulta esencial la necesidad de adquirir un sentido singular de responsabilidad en el que no se trata de responder en lugar de quienes ya no están, sino de ser los vigías de esa ausencia producida, abandonando el lugar cómodo de la indiferencia y posibilitando la apertura de espacios y lenguajes para el testimonio que permitan escuchar o hacer resonar la memoria y la ausencia de quienes ya no están. Es la producción de diversos lenguajes y escenarios del testimonio lo que puede empezar a esbozar respuestas, que no son las respuestas de las personas ausentes o las respuestas que se dan en el lugar de ellas, sino los lenguajes y los espacios que se abren y dejan que la ausencia misma empiece a resonar y a bosquejar una forma de respuesta o, más bien, de responsabilidad ante quienes han padecido lo irreparable.
Esta tarea no consiste en una prescripción que deba ser ordenada por alguien, sino en el desprendimiento infinito que conlleva lo irreparable del sufrimiento; especie de conciencia de lo irreparable en la que se afirma el compromiso de evitar la reiteración, en el presente, del horror ya acaecido. Al respecto, Adelaida Barrera Daza (s.f., 14) subraya la necesidad de “mantener los acontecimientos de extrema violencia y dolor precisamente como extremos, como inaceptables, y no permitir que se conviertan en una normalidad o en una costumbre cuyo recuerdo deje de producir sorpresa, extrañamiento, desconcierto”. Esta voluntad de ser el vigía de lo inadmisible, para que no se repita, debe llevar a que “los testimonios, las narraciones y representaciones del sufrimiento padecido por las víctimas [sean] capaces de despertar una indignación informada en los ciudadanos” (De Gamboa y Herrera: 2012, 216). En esta perspectiva, la exigencia ética de la responsabilidad que toma a cargo el dolor del otro tiene como correlato un sentido de justicia que se expresa mediante una atención activa que busca garantizar la no-repetición y el cuidado de los otros ante el resurgimiento de lo intolerable.
El deber de dar testimonio se entiende así como un deber ético, pero también como un deber de hacer justicia. Mas el sentido de justicia que se invoca no es tanto el de la venganza, sino el de la memoria de las víctimas. Aquí se puede inferir el sentido que hoy prolifera del testimonio como acto de memoria en el que se narran acontecimientos pasados para que, como lo plantea Hanna Arendt (1992), las víctimas puedan velar porque sus sufrimientos no sean condenados al olvido. Dar testimonio es también una manera de rechazar el ultraje de la violencia padecida, una manera de que el dolor hable y procurar con ello algún tipo de justicia.
En nuestro contexto nacional, hoy más que nunca resulta fundamental acudir a una “ética del testimonio” para brindar justicia a las víctimas del conflicto armado que hemos padecido hace tantas décadas; ello con nuestro compromiso de garantizar, como sociedad, que no se sigan repitiendo hechos tan abominables como masacres, desapariciones forzadas, secuestros, etc. Para jalonar esta visión transformadora de nuestra realidad, debemos abrir diversos espacios de recepción y reflexión de nuestro pasado, tratando de escuchar y visibilizar diferentes testimonios que puedan alimentar el diálogo social con la intención de superar la violencia que tantos compatriotas han padecido.
Cómo citar este artículo:
MLA: Ramírez, Luis. “Una relación sin poder: alteridad y ética del testimonio en Blanchot”. Estudios de Filosofía, 55 (2017): 103-118.
APA: Ramírez, L. (2017). Una relación sin poder: alteridad y ética del testimonio en Blanchot. Estudios de Filosofía, 55, 103-118.
Chicago: Ramírez, Luis. “Una relación sin poder: alteridad y ética del testimonio en Blanchot.” Estudios de Filosofía n.° 55 (2017): 103-118