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Introducción
Desde la última década del siglo XX y hasta el presente, se ha constatado un incremento considerable en los flujos migratorios globales e intrarregionales. Es así como la migración internacional, la diversidad cultural y la desigualdad social se han convertido en el centro de los debates sobre políticas públicas, derechos humanos e inclusión social. América Latina no ha estado exenta de estas tendencias y preocupaciones (hacinamiento en viviendas, empleo precario, acceso a la educación, atención en salud, brecha entre géneros), que han aumentado los desplazamientos dentro de la región de manera importante durante los últimos años, y Chile es uno de los principales países de destino -junto a Argentina, Brasil y Colombia- que concentra actualmente el mayor flujo migratorio regional (OIM 2019).
En Chile habitan 1.492.522 personas extranjeras, cifra correspondiente al 7 % de la población total, de las cuales 750.000 han ingresado al país en los últimos cuatro años (INE y DEM 2020). De los cuatro colectivos más grandes, tres son de Estados no fronterizos, lo que implica un giro en las tendencias históricas. La población cuantitativamente más importante es la venezolana, seguida de la peruana, la haitiana y, en cuarto lugar, la colombiana. Una mirada histórica nos lleva a constatar que el país se ha caracterizado por el diseño de políticas de inmigración selectivas. A través del tiempo, la fijación de políticas y marcos jurídicos ha tomado como principio la valoración positiva de la migración europea versus una construcción más bien negativa de las personas inmigradas de países de la región1 (Thayer 2016). En el país rige el Decreto de Ley de Migración y Extranjería 1094 de 1975 (Ministerio del Interior 1975), el más antiguo de Suramérica.2
En un escenario de consolidación democrática, cierta estabilidad política e indicadores macroeconómicos atractivos, Chile se convierte en un receptor de migración fundamentalmente sur-sur. Las poblaciones de diversos países de la región que enfrentaban sus propias crisis económicas y políticas se sintieron atraídas por el discurso de un país exitoso en lo económico que parecía ofrecer buenas condiciones laborales y expectativas de bienestar (Gissi, Ghio y Silva 2019). Con ello comenzó a afianzarse la llegada de personas de Latinoamérica y del Caribe, lo que posibilitó la generación de nuevas redes sociales transfronterizas. En este contexto, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, estableció en un breve periodo (2018-2020) cuatro reformas migratorias: eliminación y creación de visas particulares, proceso de regularización extraordinario, proyecto de una nueva Ley de Migración y Extranjería (que ya venía discutiéndose desde su primera administración en 2013), y la no adhesión al Pacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular a nivel internacional.
Estas medidas se sitúan en una línea similar a la de otros países con políticas centradas en el comercio de bienes y servicios, lo que restringe posibilidades de movilidad y, por tanto, redunda en condiciones de precarización de la población migrante. Principalmente, la gestión de la migración ha sido abordada desde una perspectiva doméstica y de seguridad interna (Polo et al. 2020). Esto lleva a que actualmente veamos cómo se están generando diversos procesos de inclusiones/exclusiones o inclusiones diferenciales, de acuerdo con la conjugación de distintos ejes de diferencia: la procedencia nacional, la supuesta “raza”, la clase, el género y la edad, lo que dificulta un reconocimiento efectivo.
Un punto crucial es reconocer que Chile ya no puede ser pensado/soñado bajo un falso ideal de homogeneidad identitaria y aceptar que originalmente fue una sociedad diversa y que cada día es más pluricultural. A la diversidad de pueblos originarios preexistente, se han sumado durante los últimos treinta años los colectivos latinoamericanos migrantes, fundamentalmente avecindados durante la última década, lo que genera el desafío de avanzar en la construcción de relaciones inter/transculturales, procesos de reconocimiento y representación. De este modo es posible aproximarse a un cambio en la noción de ciudadanía para incidir en los problemas de xenofobia y neorracismo que, tanto desde el Estado como en espacios cotidianos, se viven en el Chile posterior al estadillo social de octubre de 2019 y en plena crisis sanitaria global de la COVID-19. Lo último provocó el cierre de fronteras, la cancelación de viajes internacionales y la exacerbación del miedo a los “otros”, lo que agravó el drama de los migrantes.
En este contexto es relevante cuestionarse ciertas características del actual orden internacional fundamentado en el principio de la soberanía estatal, el cierre de fronteras a propósito de la pandemia y los discursos esgrimidos por la derecha radical, en diversas partes del globo, que rechazan la inmigración (Grande, Schwarzbözl y Fatke 2018; Sanahuja 2019). La politización de la temática migratoria contribuye a esbozar los límites entre partidarios y detractores de sociedades abiertas y cerradas (“Drawbridges Up” 2016).
Por ello, en este artículo analizamos cómo se ha construido la narrativa de la migración internacional y cómo esta se expresa en los debates en torno a los proyectos de ley de extranjería y migración en Chile, abarcando el periodo posdictadura, desde los años noventa hasta la actualidad. Asimismo, estudiamos la diversidad de discursos que se generan y entrecruzan para proveer sentido y tratar de hegemonizar la “realidad” de la migración. Por un lado, consideramos factores internacionales asociados a los debates entre soberanía, derechos humanos, ciudadanía, representación y las normas internacionales sobre la materia. Por el otro, incluimos aspectos domésticos, como el auge de la migración en las últimas décadas en Chile, la presencia/ausencia del enfoque seguridad nacional, de derechos humanos, y algunos elementos vinculados a los efectos del proceso constituyente y a la pandemia de la COVID-19.
Nuestro argumento es que existe una lucha por definir los límites de lo nacional/internacional en las discusiones sobre ciudadanía y migración. Compiten las visiones que resaltan la dimensión de seguridad nacional frente a la de derechos, énfasis que se quiere verter en el proyecto de ley de migración ya despachado por el Congreso chileno en diciembre de 2020, pero aún no promulgado. También estimamos que, luego del estallido social y con el proceso constituyente en marcha, se abren oportunidades para abordar temas relacionados con los derechos de las personas migrantes, los mecanismos de participación social y política, las amenazas y la seguridad nacional.
Para desarrollar estas ideas, recurrimos a una metodología cualitativa analizando en profundidad factores históricos y políticos. De igual forma, escogimos un estudio de caso para abordar la competencia de narrativas en la construcción de la política migratoria chilena. Este nos permite realizar un análisis intensivo e incorporar una gran cantidad de variables a la investigación (Gerring 2004; Ragin 2007). Tiene también la ventaja de analizar fenómenos complejos, relativamente poco estructurados, y ahondar en la génesis histórica. El estudio de caso es una instancia de clases de eventos, definida por los conceptos que las crean y las categorías que las definen (Bennett y Elman 2007; George y Bennett 2005). Finalmente, se recurrió al análisis histórico para evidenciar las continuidades y cambios en la conceptualización de la migración internacional y en los proyectos de ley de extranjería y migración. La relevancia de este texto reside en discutir sobre reconocimiento y representación de las ciudadanías emergentes, un tema fundamental en las cada vez más numerosas sociedades multiculturales del siglo XXI. Asimismo, se incluye una perspectiva internacional y politológica, enfoque pocas veces utilizado en los estudios migratorios, particularmente en Chile.
El artículo se estructura de la siguiente manera: primero se introduce un marco teórico y conceptual basado en la interacción de discursos y narrativas sesobre la migración internacional. En segundo lugar, se presentan los debates sobre la Ley de Migración de Chile y se examina su variabilidad desde los años noventa hasta la actualidad. En tercer lugar, se vincula la sección conceptual con el caso chileno y se formulan algunas ideas para considerar en el escenario pospandemia y de un proceso constituyente.
1. Narrativas de la migración internacional: soberanía, derechos y ciudadanía
Durante las últimas décadas no solo han crecido las corrientes migratorias en cuanto a su tamaño y diversidad, sino que se han convertido en el centro de los debates sobre políticas públicas, derechos humanos e inclusión social. Según datos de la Organización de Naciones Unidas (ONU 2020):
En 2019, el número de migrantes alcanzó la cifra de 272 millones, 51 millones más que en 2010. Los migrantes internacionales comprenden un 3,5 % de la población mundial, cifra que continúa en tendencia ascendente comparándola con el 2,8 % de 2000 y el 2,3 % de 1980.
En 2017, la Organización Internacional para la Migración (OIM 2017) informó de cerca de 7,5 millones de migrantes internacionales en América Latina. En esta línea, en octubre de 2018 miles de migrantes centroamericanos se coordinaron vía Facebook y WhatsApp para salir en conjunto desde San Pedro de Sula en Honduras, atravesando Guatemala y México, con destino hacia Estados Unidos, en lo que se conoció como la primera caravana de esta naturaleza y que desde ese entonces ha tenido múltiples versiones. Más de 7.000 personas participaron de esa primera caravana con la esperanza de encontrar mejores condiciones de vida, huir del hambre, la violencia y la desesperación (Rojas 2018). Por lo tanto, al estudiar la migración se aborda uno de los debates más actuales y complejos de las sociedades del siglo XXI, dado que no solo involucra cifras, sino a personas con necesidades materiales, espirituales y políticas (Hollifield 2012; Oyarzún 2019; Saavedra 2008). Esta realidad de movilidad socioespacial, dinámica y compleja ha generado múltiples desafíos, lecturas y valoraciones en torno a la convivencia pluricultural y el desarrollo social en las ciudades receptoras (García Canclini 2009; Han 2017).
Pero ¿qué se entiende por migrante internacional y cuáles son las narrativas que se construyen en torno a esta categoría? Según la OIM (2018), migrante internacional es cualquier persona que se mueve a través de una frontera internacional. Y aunque las migraciones siempre han existido, ya que se producen como respuesta a la necesidad del ser humano de explorar, descubrir y buscar mejores condiciones de vida, en algunos casos abre un debate sobre el nosotros y “los otros” en un mundo ordenado con base al territorio y la nación. Del mismo modo, hay que reconocer la migración internacional como un fenómeno histórico, constante y complejo que involucra distintas dimensiones y niveles, ya sean nacionales o internacionales (Oyarzún 2019).
La condición de migrante no depende del estatus legal de la persona, tampoco de las causas de su movimiento, del tiempo de estadía o de si la migración es voluntaria o forzada (OIM 2018). Se genera por diversas razones, entre ellas, desastres naturales, conflictos armados, inseguridad, violencia, genocidio o recesiones económicas. En cuanto a la migración “voluntaria”, esta se funda en una decisión razonada, planificada y libre; por ejemplo, estudiantes o personas de negocios que deciden vivir en otro país. La migración forzada, en cambio, se realiza por considerar que no queda otra opción e incluye a los asilados y refugiados. Los refugiados son aquellas personas que escapan de conflictos armados o por fundados temores de ser perseguidas, debido a razones de “raza”, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas. Los refugiados están protegidos por el derecho internacional, especialmente por medio de la Convención sobre el Estatuto del Refugiado de 1951 y su protocolo de 1967. La obligación principal de los Estados es la no devolución (Mathew y Harley 2016; Oyarzún 2019). En tanto, la condición de asilo se aplica exclusivamente a personas vinculadas a delitos políticos y es potestad del Estado otorgarla o no. América Latina tiene una larga tradición y diversos instrumentos jurídicos, entre ellos, la Convención sobre Asilo de La Habana (1923), el Tratado sobre Asilo y Refugio Político de Montevideo (1939) y la Convención de Caracas sobre Asilo Territorial y Diplomático (1954) (Domínguez 2016; Orduña 2011).
El migrante económico, en cambio, es aquel que deja su domicilio habitual con el fin de mejorar su nivel de vida en un país distinto al de origen (OIM 2018). Si bien no está catalogada como forzada, existe un arduo debate sobre este punto, dado que en situaciones de extrema necesidad y falta de oportunidades difícilmente se puede hablar de una migración de libre elección. “Una definición ampliada de la migración forzada para incluir a los llamados ‘migrantes económicos’ proporcionaría la justificación para la cooperación internacional en la reducción de la necesidad de migrar” (Gzesh 2008, 98). Aunque el aumento de las responsabilidades estatales genera resistencia, es necesario construir un régimen de protección para una clase más amplia de migrantes forzados (Goodwin-Gill y Newland 2003). En la migración forzada no solo se producen violaciones a los derechos humanos, también se ha desarrollado “una ‘industria de la migración’. Esta incluye participantes legales como las agencias de viajes, compañías navieras y bancos, al igual que colaboradores ilegales” (Castles 2003, 8).
Con la migración internacional los Estados nación devienen múltiples étnicamente o aumentan su pluralidad cultural, lo que altera el peso específico de los canales a través de los cuales se constituye la legitimidad local y los nuevos residentes tienden a sufrir acciones antiinmigrantes (Massey y Sánchez 2010). Quienes salen de su sociedad de origen y se localizan en otra, los llamados extranjeros o extraños (Bauman 2016; Sayad 2010; Schütz 1944; Sennett 2014; Simmel [1908] 2014), se distancian tanto física como culturalmente (en distintos grados) de su Estado nación (Anderson 2007). El migrante se va insertando en nuevos círculos sociales o configuraciones (Grimson 2015) y participa en redes de sociabilidad, horizontales y verticales, al llegar a la sociedad/ciudad de destino (Adler-Lomnitz 2001). Estas nuevas experiencias y vínculos contribuirán o perjudicarán sus proyectos, estrategias y tácticas de supervivencia, de movilidad socioeconómica y de imitación o distinción social (Bourdieu 1998; Izquierdo 2000).
En el texto ¿Redistribución o reconocimiento? de Fraser y Honneth (2006) y posteriormente en Escalas de justicia de Fraser (2008), se plantean algunas medidas que disminuyen la desigualdad de los grupos vulnerados, entre ellas, la redistribución en la esfera económica y el reconocimiento en el ámbito sociocultural. La tercera es la dimensión de la justicia: la representación en lo político. Este ámbito remite a la naturaleza de la jurisdicción del Estado y a las reglas de decisión. Para Fraser (2008) no hay redistribución ni reconocimiento sin representación. De esta forma, entendemos que las políticas de migración internacional se vinculan con aspectos de reconocimiento, redistribución y representación. Asimismo, tienen una doble naturaleza, tanto en la política doméstica como en las políticas públicas, dado su impacto en el territorio nacional, pero también y necesariamente como política exterior con efectos en su relación con terceros países (Hollifield 2012).
En este contexto, es relevante reflexionar sobre la naturaleza y las características del orden internacional actual, ya que la migración internacional se origina en un sistema basado en el Estado (sistema westfaliano), el cual se ordena bajo el principio de soberanía nacional y de las fronteras nacionales (Hollifield y Wong 2015), y en el que gran parte de las veces se antepone la seguridad nacional a la libertad de movimiento. Si bien el Estado tiene la autoridad para regular el ingreso, la permanencia y la expulsión en su territorio, su accionar está restringido por normas internacionales y los derechos humanos (Velasco 2006). Por ello, las migraciones abren la discusión política sobre ciudadanía y derechos, ambos conceptos vinculados a un territorio definido (Benhabib 2005; Kymlicka 2006). De igual manera, nos hace cuestionarnos por qué se excluyen de la ciudadanía plena algunos estatus intermedios, vinculados a la condición de migrante, más aún cuando una democracia representativa debiera considerar la participación y representación de “las personas que son afectadas por sus políticas, con independencia de su nacionalidad” (Penchaszadeh y Courtis 2016, 163).
El desarrollo del Régimen Internacional de los Derechos Humanos, que tiene una naturaleza extraterritorial, ha permitido que poco a poco los países vayan incorporado principios y normas internacionales en sus ordenamientos internos. Pero el proceso de internalización de normas suele producir tensión entre el derecho internacional y el nacional (Álvarez 2012; Hollifield 2012). En el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se estipula que todos los miembros de la familia humana son sujetos de derechos iguales e inalienables, y releva el principio de igualdad como base para la libertad, la justicia y la paz en el mundo. En tanto, en el informe de 2013 del relator especial de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos de los migrantes se señala que:
Todos los migrantes, sin discriminación, están protegidos por las normas internacionales de derechos humanos. Las excepciones son muy pocas y están definidas con precisión, a saber, el derecho a votar y ser elegido y el derecho a entrar en un país y quedarse en él. Incluso en el caso de esas excepciones, deben respetarse las garantías procesales, así como las obligaciones relativas a la no devolución, el interés superior del niño y la unidad familiar. (ONU 2013)
En el marco regional latinoamericano también se han abordado estas temáticas. Por ejemplo, en 1966 se creó la Relatoría para los Trabajadores Migratorios. En 2003, a través de la Opinión Consultiva n.° 18, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, reconociendo la situación de vulnerabilidad de los migrantes, estableció “que el principio de igualdad y no discriminación es una norma deius cogens3y que el Estado puede hacer distinciones entre personas migrantes en situación regular o irregular, y entre nacionales y extranjeros, pero que, en definitiva, las políticas migratorias deben respetar los derechos humanos tanto en sus objetivos como en su ejecución” (García 2016, 113). Sin embargo, no hay un apoyo real al reconocimiento de los derechos de los migrantes y “los principales instrumentos internacionales de derechos humanos no desvinculan ciudadanía y nacionalidad” (Penchaszadeh y Courtis 2016, 165).
En el marco internacional, en el 2019 en Marrakech (Marruecos), 164 Estados miembros de la ONU adoptaron el Pacto Mundial sobre Migración con el fin de prevenir el sufrimiento de más de 68 millones personas que se han visto forzadas a desplazarse. De igual manera, se buscó dar respuesta a la grave crisis humanitaria de los refugiados en Europa y a las caravanas de migrantes que viajan desde Centroamérica hacia Estados Unidos. Este instrumento es el primer acuerdo global para las migraciones y cuenta con 23 objetivos, entre ellos, mejorar las vías de migración legal, reconocer el derecho de los migrantes irregulares a recibir atención en salud y educación en sus países de destino y evitar la separación de las familias, y establece medidas contra la trata y el tráfico de personas. Los países se comprometieron a no perseguir legalmente a quienes presten apoyo humanitario y a realizar misiones de búsqueda y rescate para salvar la vida de los migrantes. Asimismo, el pacto promueve una serie de iniciativas para lograr una “migración segura, ordenada y regular”. Por lo tanto, resguarda el derecho de los Estados a definir su propia política migratoria, pero los compromete a que las disposiciones que adopten respeten los derechos humanos de los migrantes (ONU 2018).
Sin duda, se trata de un avance en la construcción de un régimen internacional de migración y un claro reconocimiento a la naturaleza internacional de la migración y a la necesidad de abordarla de manera cooperativa. No obstante, surgieron duras críticas de algunos países, entre ellos Chile, que no firmó el acuerdo.4 La administración del presidente chileno Sebastián Piñera afirmó que su adopción representaría una disminución de la soberanía del país y podría generar obligaciones indeseadas como tener que aceptar a todos los migrantes (Reyes 2018).
Una de las consecuencias de los procesos migratorios es que los Estados de recepción aumentan su pluralidad cultural. Kymlicka (1996) distingue entre Estados multinacionales y Estados poliétnicos. Los primeros son aquellos en los que han sido incorporadas una o más culturas minoritarias concentradas territorialmente y que fueron previamente autogobernadas, mientras que los Estados poliétnicos son producto de la inmigración. En Chile se presentan rasgos de ambas características. Nos enfocaremos aquí en esta segunda dimensión poliétnica, que nos recuerda que en diferentes momentos históricos se han incorporado al Estado nación chileno diversas corrientes migratorias, provenientes de los países limítrofes, de América Latina y en menor medida de Europa.
Dicho esto, las características étnicas y “raciales” de los grupos de migrantes participan en la configuración de diferentes relaciones con la sociedad receptora. Al respecto, Guibernau (2009) distingue tres tipos de colectivos migrantes y situaciones: tipo 1) los inmigrantes que se parecen socioculturalmente a la mayoría de la población receptora; tipo 2) los que al principio fueron discriminados y que tienden a formar comunidades étnicas, pero que se han integrado del todo a la sociedad receptora y han adquirido la ciudadanía; tipo 3) inmigrantes con rasgos fenotípicos que los distinguen de la mayoría de la población, viven en comunidades étnicas relativamente cerradas y suelen ser objeto de discriminación racial y marginación socioeconómica.
Siguiendo a Krotz (1993), las formas de entender, concebir y concebirse como un otro e igual entregan pistas valiosas sobre una conciencia que oscila entre la experiencia bicultural y centrada en unos pocos “otros” y la experiencia de habitar un lugar caracterizado por la diversidad sociocultural. De hecho, más allá del modelo de la asimilación o integración etnocéntrica, hoy destaca el enfoque de convivencia intercultural, desde el cual se puede ir día a día construyendo un análisis a partir de categorías tanto propias como extrañas.
En Chile, desde mediados del siglo XX se vinculó al migrante con personas originarias de Europa, especialmente de España, Alemania, la antigua Yugoslavia e Italia; un biotipo de inmigrante blanco, masculino y poseedor de la capacidad necesaria para modernizar al país. No obstante, a partir de los años noventa la migración proveniente de países andinos aumentó (Stefoni 2005). En la actualidad, Chile ha experimentado cambios que lo han posicionado como el país latinoamericano donde más ha aumentado la migración intrarregional. Su relativa estabilidad política y económica contribuyó a fortalecerlo como Estado receptor. En esta misma línea, su cercanía geográfica lo convierte en una opción más barata para los sudamericanos que buscan emigrar.
Otro factor que incide es la empleabilidad. “La proporción de inmigrantes con diez o más años de estudio es elevada sobre todo en Chile (79,4 %)” (Cepal y OIT 2017, 18). En este contexto, la inmigración latinoamericana en este país presenta los tres tipos de situaciones que plantea Guibernau (2009). En cada una de ellas, se establecen diferentes relaciones de alteridad entre personas de otras nacionalidades latinoamericanas y chilenos/as. La evidencia muestra que existe un trato diferenciado a distintos colectivos migrantes y sus grupos, según características socioeconómicas, de sexo y “raciales”, acorde con la geocultura colonialista y eurocéntrica dominante en el país (Gissi y Ghio 2017; Tijoux y Palominos 2015). Las experiencias migratorias recientes en Chile, en particular sobre la inserción laboral, muestran expresiones de hospitalidad con los venezolanos (tipo 1), ambivalentes con peruanos y colombianos (tipo 2), y racistas y xenófobas con los haitianos (tipo 3).
En esta sección se han presentado algunos conceptos clave, como el de migración internacional, vinculándolo con las discusiones sobre Estado y soberanía, ciudadanía emergente, derechos humanos y representación, lo que refleja la complejidad y multidimensionalidad de la migración. Asimismo, se han identificado los tipos de Estado poliétnico y multicultural en Chile, y se ha detectado una diferenciación en el trato según los distintos colectivos migrantes. En el próximo apartado, estudiamos cómo se ha ido construyendo la política migratoria del país sudamericano, identificando la selectividad en el proceso de inmigración y la relevancia de la seguridad nacional.
2. Construcción de la política migratoria en Chile: selectividad, seguridad nacional y derechos
Desde el siglo XIX y durante gran parte de su vida republicana, Chile implementó un marco migratorio con fuerte énfasis selectivo, reforzado hacia el siglo XX, especialmente con las coyunturas críticas del centenario de la República y el inicio de la dictadura militar en 1973. Asimismo, la inercia, percibida como garantía de estabilidad institucional, alimentó la tendencia restrictiva en la política migratoria (Norambuena, Navarrete y Matamoros 2018, 224).
En la actualidad, la legislación migratoria chilena depende del Decreto Ley 1094, promulgado en 1975 bajo la dictadura. La reglamentación contiene orientación policial y dirigida al control y la seguridad del territorio (Cano, Soffia y Martínez 2009). Se basa en la doctrina de seguridad nacional. Un ejemplo de lo anterior es el artículo 15, n.º 1, que prohibía la entrada al país de los extranjeros que estuvieran sindicados o tuvieran reputación de ser agitadores o activistas de ciertas doctrinas. Este inciso busca limitar la entrada y el derecho de movilidad de las personas, y resulta inadecuado en un régimen pluralista.
Stefoni et al. (2010) agregan que su carácter regulatorio, administrativo e infraccional no solo se proyecta al ingreso de extranjeros en el país, sino además a las condiciones para su residencia. Thayer, Stang y Dilla (2020, 107) sostienen que durante este periodo se advierte una política por defecto, entendiendo que las políticas no solo se expresan mediante leyes sino también por medio de decretos o con prácticas concretas. Por otra parte, se evidenciaron debilidades sustantivas en cuanto al tratamiento de la migración y la extranjería en el Ministerio del Interior; por ejemplo, en la demora de cerca de un año para obtener la visa, al pedir regularización -para lo cual hay muchos óbices administrativos- o en las solicitudes de refugio de las que se aprueba un porcentaje mínimo (Echeverri 2016).
En tanto, en 1990 la Asamblea General de la ONU adoptó la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares, y Chile la sucribió en 1993, pero recién entró en vigor en el 2005 y con algunas reservas. La convención consta de 9 partes y 93 artículos. En su preámbulo, los Estados parte reconocen los principios consagrados en los instrumentos fundamentales de la ONU en materia de derechos humanos, entre los cuales destacan la Declaración Universal de Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial; la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer y la Convención sobre los Derechos del Niño. Asimismo, integra principios y normas establecidos en el marco de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), particularmente el convenio relativo a los trabajadores migrantes, entre otros (Minrel 2005).
En el artículo 1 se afirma que la convención será aplicable a los trabajadores migratorios y sus familiares, “sin distinción alguna por motivos de sexo, raza, color, idioma, religión o convicción, opinión política o de otra índole, origen nacional, étnico o social, nacionalidad, edad, situación económica, patrimonio, estado civil, nacimiento o cualquier otra condición”. En tanto, en el artículo 7 los Estados se comprometen a respetar y asegurar a todos los trabajadores migratorios y sus familiares. Igualmente, en la tercera parte se hace referencia a los derechos humanos (Minrel 2005).
En esta línea, recuperada la democracia en Chile y bajo la presidencia de Patricio Aylwin (1990-1994), hubo una propuesta para reemplazar la Ley de Extranjería y Migración por otro cuerpo más actualizado y acorde con los tratados internacionales. No obstante, el proyecto no fue aprobado por el Legislativo. Desde entonces, varias modificaciones se han introducido esporádicamente. Entre las más relevantes destaca la Ley 19273 de 1993 que derogó las normas sobre salvoconducto y reingreso; la Ley 19476 de 1996 que propició modificaciones al estatuto de los refugiados para adaptarlo al tratado internacional de 1951 y al Protocolo de Palermo de 1967; y la Ley 19581 de 1998 que instituyó el estatus de habitante de zona fronteriza y su respectiva tarjeta vecinal.
De esta manera, se inició un debate para sustituir la política migratoria chilena e incluir un nuevo paradigma (Mármora 2002, 109). Este establece la relación entre Estado liberal y derechos. La política es definida bajo una perspectiva gradualista de los derechos que permite explicar la mayor o menor apertura del Estado con respecto a las temáticas migratorias (Hollifield 2000). No obstante, se producen contradicciones. Por una parte, la economía internacional y el mercado empujan al Estado hacia una mayor apertura por razones de eficiencia. Por otra, fuerzas domésticas presionan para proteger el modelo heredado. En Chile se trata de un modelo neoliberal, impuesto por el régimen militar. Posteriormente este fue “corregido” por los gobiernos de la Concertación (Garretón 2012) bajo esquemas de multilateralismo y regionalismo abierto. Igualmente, se amplió el papel del Estado, especialmente al implementar programas sociales no universales (Aranda 2016).
Estas tensiones y déficits se manifiestan en varias políticas migratorias latinoamericanas implementadas por Estados receptores (Bello 2005, 86):
Reformas regresivas que entienden la migración como una amenaza a la seguridad nacional.
Leyes de tipo excluyente al migrante, que ponen el énfasis en su carácter ajeno y restringen por ello sus derechos.
Cuerpos legales que otorgan derechos y permisos de residencia y de trabajo limitados temporalmente, para evitar “que los migrantes reclamen la residencia legal y la ciudadanía”.
Reformas que propenden por la migración selectiva, generalmente para suplir una demanda laboral interna específica.
Si aplicamos esta taxonomía a la legislación migratoria chilena aparecen aspectos regresivos, exclusivos o de temporalidad acotada. Hay dos factores indicativos de la indecisión acerca del tema de la integración de los inmigrantes en el país. Primero, la temporalidad de los permisos, pues deben renovarse cada uno o dos años, dependiendo del tipo de visa. Además, en cada prórroga se debía volver a realizar el mismo trámite que en la primera solicitud sin importar el tiempo de residencia.
En cuanto a las dimensiones sociales de la migración, destacan los ámbitos de educación, salud y vivienda. También aspectos culturales y políticos, relativos a la inserción sociocultural del inmigrante, entre los cuales se incluyen los programas de asistencia social, la regularización de los inmigrantes irregulares y la creación de vínculos con organizaciones que defiendan sus derechos. Hasta el año 2007 hubo escasas políticas gubernamentales en este sentido, pero a partir de dicha fecha comenzaron a aparecer una serie de decretos y acciones administrativas para abordar ciertas cuestiones sociales de los migrantes. Cabe consignar que el Decreto Resolución Exenta 3972 del 16 de junio del 2007 estableció el acceso universal de los migrantes al sistema de salud público en Chile, Fondo Nacional de Salud (Fonasa), y fue extendido el 2015 mediante el Decreto 67 del Ministerio de Salud (Minsal 2015) para los extranjeros que carecieran de documentos y permisos de residencia.
A partir de 2008, con las disposiciones del Instructivo Presidencial n.o 9, se adoptó una perspectiva más enfocada en los derechos (Gobierno de Chile 2008). En esta línea, el primer gobierno de la presidenta Michelle Bachelet (2006-2010) dispuso mecanismos de admisión y protección al migrante, en su condición de titular de derechos humanos (Norambuena, Navarrete y Matamoros 2018). La relevancia de los tratados y convenciones internacionales quedó reflejada en el eslogan “Chile país de acogida”, aun cuando era prematuro referirse a una integración plena. Se trató entonces de una combinación del enfoque de la “gestión internacional de las migraciones” (Domenech 2017; Estupiñan 2014), patrocinada por los organismos internacionales, y el enfoque garantista de los derechos humanos. Esta combinatoria propició la coexistencia de ciertas garantías al reconocimiento de los derechos de los migrantes, aunque con condicionalidad de su goce efectivo.
Durante la primera administración del presidente Sebastián Piñera (2010-2014), se devolvió al Departamento de Extranjería y Migración del Ministerio del Interior el protagonismo en la elaboración del proyecto de ley de migración. En 2013 el Ejecutivo lo envió al Congreso Nacional; sin embargo, no hubo voluntad de conferirle prioridad, por lo que la política migratoria siguió la tendencia de décadas pasadas, aunque en un escenario transnacionalmente más dúctil (Norambuena, Navarrete y Matamoros 2018, 232).
Posteriormente, en el segundo periodo de la presidenta Bachelet (2014-2018), hubó un aumento de las expectativas con relación al trato de los migrantes. El Gobierno se propuso erradicar toda discriminación al aporte cultural que realizan al país (Matus y Jarpa 2015), y para ello dispuso que las políticas migratorias se enmarcaran en una nueva ley, el Instructivo n.° 9 de diciembre de 2015. El nuevo enfoque fue complementado por el trabajo intersectorial entre los ministerios para abordar las políticas migratorias de manera multidimensional. Asimismo, se incluyó a la sociedad civil y a los gobiernos locales (Norambuena, Navarrete y Matamoros 2018).
En esta fase se equipararon los derechos de los migrantes a los de los nacionales con respecto a la postulación a vivienda. Igualmente, se procedió a regularizar la situación de estudiantes en las municipalidades de las principales ciudades y el Ministerio de Educación de Chile (Mineduc) firmó un convenio de acceso para la educación parvularia con la Junta Nacional de Jardines Infantiles. Asimismo, se implementó la visa temporaria por motivos laborales (2016), lo que en la práctica fue una solución administrativa para la regularización de los migrantes sin contrato de trabajo. De igual forma, se modificaron otros aspectos del Reglamento de Extranjería que significaron el fin del entramado de visados (Sandoval 2017, 46). Como consecuencia, las jerarquizaciones del estatus de extranjero fueron reducidas a las categorías de residentes y no residentes. Sin embargo, finalmente no se logró adoptar una nueva ley en reemplazo de la de 1975.
Luego, durante la segunda administración del presidente Piñera (2018-2022), Chile experimentaba, al igual que otros países de la región, un notable incremento de migrantes haitianos y venezolanos como resultado de las crisis en sus respectivos países. Los Estados sudamericanos fueron particularmente sensibles a la llegada masiva de venezolanos, por lo que modificaron sus pautas de recepción a extranjeros. Chile implementó instrumentos ad hoc para regularizar, o limitar, el ingreso y la estadía de los migrantes haitianos y venezolanos, estos últimos por medio de la visa de responsabilidad democrática. Este es un instrumento de residencia temporal para ciudadanos venezolanos, cuyo periodo de vigencia es de un año, prorrogable por el mismo periodo, y fue expedida por el Estado chileno en junio de 2018. No obstante, ante la magnitud de la migración venezolana, dichos mecanismos de recepción resultaron insuficientes. Entonces, los históricos criterios restrictivos para la migración fueron reforzados por políticas excepcionales que dificultaron la obtención de la residencia. Se impuso la selectividad, orientada a cubrir demandas laborales o expertise específica. Podríamos decir que se trató de otra hibridez, esta vez un enfoque securitario-utilitarista. En la práctica se promueve un modelo que oscila entre los tipos ideales de reconocimiento al migrante (Thayer, Stang y Dilla 2020), de asentamiento excluyente y de condicionalidad por defecto.
Recientemente, en diciembre de 2020, el Congreso chileno aprobó la nueva ley migratoria, pero todavía falta su promulgación y un grupo de parlamentarios de oposición acudió al Tribunal Constitucional para que fuera declarada inconstitucional. Si bien la mayoría del Legislativo chileno coincide en que una nueva ley sería un hito, considerando que lo único que hay es el decreto de 1975, no hay consenso sobre sus reales beneficios.
La nueva ley presenta algunos avances, por ejemplo, en cuanto al reconocimiento de derechos a las personas migrantes dentro de ciertos estándares del derecho internacional de los derechos humanos. También reconoce el valor de la cultura propia de los migrantes y da especial cuidado a mujeres, niños y niñas. Incluso se refiere a la promoción de la multiculturalidad (artículo 6), evitando cualquier criminalización del migrante (artículo 9). En sucesivos artículos se establece la igualdad de trato con respecto a los nacionales, el derecho al trabajo y la protección de leyes sociales, la educación y la salud que, sin embargo, tienen indicaciones sustitutivas y comentarios (Ministerio del Interior y Seguridad Pública 2018).
La sección regulatoria, en tanto, prevé prohibiciones de ingreso que recaen sobre personas con antecedentes penales o que hubiesen cometido delitos (artículo 32). Establece las condiciones y el alcance de la residencia transitoria (artículo 45), así como los requisitos y trámites para obtener el estatus de residente definitivo (artículos 76 al 96). Reconoce el movimiento transfronterizo de pueblos indígenas, cuyo espacio trasciende los límites políticos chilenos (artículo 52). Del mismo modo, define las sanciones al ingreso y la salida de extranjeros en forma clandestina (artículo 113) y las causales de expulsión para quienes detenten la residencia transitoria y definitiva (artículos 123 y 124 respectivamente).
Un aspecto llamativo de este, con relación a previos proyectos, es la creación de nuevas instancias e instituciones. En primer lugar, un Servicio Nacional de Migraciones y un Consejo de Política Migratoria. Este último, un espacio multisectorial responsable de la asesoría al jefe de Estado (artículo 155), conformado por los/as ministros/as del Interior y Seguridad Pública, de Relaciones Exteriores, de Hacienda, de Justicia y Derechos Humanos, de Desarrollo Social, de Salud y del Trabajo y Previsión Social; incorpora, con derecho a voz, al presidente de la Asociación Chilena de Municipalidades y al de la Asociación de Municipios de Chile (Ministerio del Interior y Seguridad Pública 2018).
Igualmente, destaca el papel atribuido a los gobiernos regionales y municipales en materia de migración. Cada unidad local ejecutará planes y programas de migración bajo el marco legal, y dispondrá la creación de fondos y oficinas específicas. Este Consejo formulará políticas y evaluará su implementación, mediante avances y recomendaciones (artículo 156), sobre la base de un Registro Nacional de Migrantes (artículo 160). Sin duda, nos parece un avance, pero se advierte la ausencia de la sociedad civil y de los colectivos migrantes. El sesgo policivo se mantiene al continuar la dependencia de la Subsecretaría del Interior (artículo 161).
En esta línea, el reconocimiento de título para quienes cursaron estudios en universidades extranjeras será abordado por Interior (artículo 151) y el Servicio Nacional de Migraciones (artículo 153). Por consiguiente, aunque se declara la relevancia de la multiculturalidad, esta no se refleja en la norma.
Los puntos que generan mayor consenso se refieren a los beneficios que incluiría la nueva ley para los hijos de extranjeros, quienes podrán estudiar con gratuidad. En materia laboral, en tanto, se establecerían multas de hasta 200 unidades tributarias mensuales (UTM) a las empresas que contraten trabajadores sin papeles.5 Por otro lado, generan desacuerdo en el Congreso la falta de un mecanismo de regulación para los extranjeros informales, las competencias otorgadas a la Subsecretaría del Interior para disponer la prohibición de ingreso y el plazo para efectuar las expulsiones (Senado de Chile 2020). La figura del “retorno asistido” de niños, niñas o adolescentes no acompañados al país del cual son nacionales es otro de los puntos más cuestionados, pues en la práctica se trata de una expulsión que deja de lado sus derechos y desconoce el principio de reunificación. De igual forma, resulta controversial el que las personas que ingresaron antes de la promulgación de la ley tendrían seis meses para abandonar Chile y solicitar la visa en los consulados chilenos en el exterior.
Paralelamente a estos debates, y como consecuencia del estallido social de octubre de 2019, Chile inició un proceso constituyente con el fin de adoptar una nueva carta magna que cuente con legitimidad de origen a través de una amplia participación en la generación de representantes a la convención constitucional. Este será un punto de inflexión, pues en Chile rige la Constitución de 1980 creada durante la dictadura. En su capítulo II, artículo 13, se hace referencia a la nacionalidad y la ciudadanía, se establece que son ciudadanos los chilenos que hayan cumplido dieciocho años de edad y que no hayan sido condenados a pena aflictiva. La calidad de ciudadano otorga los derechos de sufragio y de optar a cargos de elección popular. Por su parte, el artículo 14 dispone que los extranjeros residentes en Chile por más de cinco años y mayores de dieciocho años, que cumplan con los requisitos señalados en la Constitución, podrán ejercer el derecho al sufragio. Para optar a cargos de elección popular deberán nacionalizarse y esperar que hayan transcurrido cinco años desde esa fecha. Sin embargo, las personas nacionalizadas no podrán postularse para presidenta/e de la República (Minsegpres 2020).
En este sentido, uno de los aspectos más relevantes de la actual normativa es el derecho al sufragio en las elecciones nacionales, incluyendo las presidenciales. Los migrantes con permanencia definitiva pueden votar y militar en partidos políticos, pero no se les permite presentarse a cargos públicos. Por otra parte, existen países que consideran un plazo menor para acreditar avecindamiento dos o tres años, y no cinco como en Chile. El proceso constituyente es una gran oportunidad para repensar qué tipo de relación se quiere construir entre el Estado y sus habitantes, quiénes integran la comunidad política, quiénes tienen derecho a tener derechos o si la ciudadanía debiera superar el vínculo exclusivo de la nacionalidad.
Consideraciones finales
A través de este artículo, hemos estudiado las ideas sobre la migración internacional y cómo estas compiten en los debates en torno a los proyectos de ley de extranjería y migración en Chile, desde los años noventa hasta la actualidad. En la primera parte, analizamos algunos discursos sobre los vínculos entre soberanía, migración, derechos humanos, ciudadanía, nacionalidad, representación y normas internacionales. Uno de los aspectos complejos que advertimos en esta materia es la conceptualización de la migración internacional y sus límites. En ese sentido, presentamos las discusiones entre quienes postulan la urgencia de ampliar el concepto de migración forzada. De igual forma, revisamos los debates referentes al estrecho y conflictivo vínculo, muchas veces excluyente, entre ciudadanía y nacionalidad. Logramos confirmar que existe una lucha constante por definir los límites de lo nacional/internacional en las discusiones sobre ciudadanía y migración internacional.
Asimismo, nos detuvimos en las categorías planteadas por Kymlicka (1996) de Estados multinacionales y poliétnicos, para reconocer que en Chile se presentan ambos rasgos, ya que se han incorporado culturas minoritarias concentradas territorialmente y que fueron previamente autogobernadas (mapuches, aymarás, rapa nui, entre otros). De igual forma, la inmigración ha constituido una sociedad poliétnica que nos recuerda que en diferentes momentos históricos se han incorporado al Estado nación chileno diversas corrientes migratorias, provenientes fundamentalmente de los países limítrofes, pero también de América Latina y Europa.
En la segunda parte del texto, centrada en el plano doméstico, analizamos la migración en las últimas décadas en Chile, y confirmamos la presencia de selectividad y del enfoque de seguridad nacional a partir de la dictadura, lo que quedó plasmado en la Ley 1094. Asimismo, que durante los últimos cinco años se intensificaron los debates, en respuesta también al aumento de la inmigración en el país. De esta forma, constatamos que en el breve periodo entre 2018 y 2020 se produjeron cuatro grandes cambios: la eliminación y creación de visas particulares, un proceso de regularización extraordinario, un proyecto de una nueva ley de migración y la no adhesión al Pacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular a nivel internacional. Lo anterior confirma la existencia de posiciones intermedias entre aquellas asentadas sobre la gestión y la garantía de derechos y otras que combinan el enfoque securitario-utilitarista con un lenguaje de gestión internacional de las migraciones.
Por otro lado, advertimos que los efectos de la pandemia en la política migratoria en Chile profundizan desigualdades, escondidas por un crecimiento macroeconómico que no se traduce en la efectiva redistribución, el reconocimiento y la representación y que afecta los sectores más vulnerables de la población, entre ellos los migrantes. La condición de vulnerabilidad se evidencia en asimetrías entre nacionales y extranjeros en las leyes y en el acceso de unos y otros a los recursos públicos administrados por el Estado. Esta situación ha hecho replantearse a los colectivos migrantes seguir residiendo en el territorio nacional.
A nivel estatal, el asunto migratorio puede tratarse a través de la legislación, la política migratoria y el control de las fronteras. Las tres formas se han aplicado desde abril de 2018 por el gobierno del presidente Sebastián Piñera, y se aprobó en el Congreso Nacional la nueva Ley de Migración y Extranjería en diciembre 2020. Es así como el Gobierno ha debido tomar decisiones, considerando que es posible clasificar las políticas migratorias de acuerdo con tres enfoques: uno basado en los derechos humanos, en el que migrar es un derecho universal de toda persona; otro securitista, que prioriza el cierre y control de fronteras; y el tercero, denominado de gobernabilidad, en que la migración se visualiza como un asunto de gestión político-administrativa.
Finalmente, consideramos que luego del estallido social y con las discusiones que abre el proceso constituyente, se debatirán temas relacionados con los derechos de las personas migrantes, normas de un debido proceso, mecanismos de participación social y política para los migrantes. Un proceso constituyente implica pensar el nuevo marco social que se quiere construir y bajo qué principios. Actualmente los migrantes en situación irregular son invisibles para las políticas del Estado. El proceso constituyente podría llegar a redefinir un nuevo marco jurídico para abordar la relación con los extranjeros que viven, trabajan o estudian en Chile, entendiéndolos como sujetos políticos. Será clave incluir en estas discusiones el principio de igualdad y no discriminación.