La desigualdad es inherente al progreso, si se entiende que no todas las personas se enriquecen al mismo ritmo y que no todas acceden con la misma facilidad a saneamiento básico, vacunas, medicamentos, etc., que salvaguardan la vida (Deaton, 2015).
Cuando la desigualdad está al servicio del progreso, se suelen despreciar los efectos no deseados de este, invisibilizando a quienes han salido lastimados o han sido dejados atrás (Deaton, 2015). La pandemia por coviD-19 ha dejado en evidencia esta realidad, porque, además de los incontables muertos y el estrés sobre los sistemas de salud, esta crisis ha maltratado a los más pobres y ha arrastrado a más personas en el mundo hacia la pobreza material1.
Los resultados económicos respaldan esta afirmación, porque han mostrado números muy sombríos de decrecimiento a nivel mundial2 y prevén que otros problemas, como el cambio climático y los conflictos sociales, tienen el potencial de deteriorar aún más la frágil condición de millones de personas en el orbe.
Las mujeres, por ejemplo, han sufrido particularmente la pandemia. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal, 2021), para ellas se han profundizado los nudos de desigualdad y su autonomía se ha visto limitada. Dentro de las razones que explican esto, están los retrocesos en el mercado laboral de diez años en sus niveles de ocupación y que alrededor del 56,9% de las mujeres en América Latina están empleadas en sectores en riesgo por la pandemia, lo que implica un potencial desempleo femenino y la reducción de sus fuentes de ingresos (Cepal, 2021). Lo anterior, además de los patrones culturales patriarcales, la concentración del poder en las figuras masculinas que limitan la participación femenina en la toma de decisiones para reaccionar a la pandemia, la tradicional división del trabajo por sexo3, entre otros.
Como se puede ver, la pobreza aquí referida no solo se limita a la falta de ingresos, sino que también abarca la privación de capacidades, a las que Sen (2000) denomina como básicas y que Deaton (2015) asocia con la libertad, la educación, la autonomía, la dignidad y la capacidad para participar en la sociedad, manifestando que estas contribuyen al bienestar.
En definitiva, las privaciones que deja la pandemia van por la vía de lo material y por la vía de las capacidades que se han limitado. Pese a que los progresos en riqueza y salud son importantes para una buena vida (Deaton, 2015), no lo son todo al pensar en la coyuntura actual, en la cual urgen decisiones de política pública con alta participación de la sociedad que faciliten las capacidades de las personas para percibir renta y que hagan más fácil convertir la renta en capacidades.