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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.26 Bogotá Jan./Apr. 2007

 

 

ENTRE LA GUERRA DE CASTAS Y LA LADINIZACIÓN.
LA IMAGEN DEL INDÍGENA EN LA CENTROAMÉRICA
LIBERAL, 1870-1944*

 

BETWEEN CASTE WAR AND MESTIZAJE: IMAGES OF INDIGENOUS PEOPLE
IN LIBERAL CENTRAL AMERICA, 1870-1944

ENTRE A GUERRA DE CASTAS E A LADINIZAÇÃO, A IMAGEM DO INDÍGENANA
AMÉRICA CENTRAL LIBERAL, 1870-1944/

 

David Díaz Arias

Magister Scientiae en Historia de la Universidad de Costa Rica (UCR); actual estudiante del Doctorado en Historia de Indiana University (Bloomington, Indiana, Estados Unidos). Profesor en las Escuelas de Historia y Estudios Generales e investigador del Centro de Investigaciones Históricas de América Central de la UCR. Su última publicación se titula: Historia del 11 de Abril. Juan Santamaría entre el pasado y el presente, 1915-2006. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2006.
Correo electrónico: ddiazari@indiana.edu.


Resumen

Este estudio analiza las representaciones que los políticos, la prensa y los intelectuales formularon sobre los indígenas en Centroamérica durante la llamada “época liberal” (1870-1944), ya que las imágenes expuestas sobre los aborígenes tendieron a exponerlos como bárbaros, rebeldes y vulnerables a la manipulación y, por tanto, auspiciadores de lo que se llamó “guerra de castas”. Partiendo de esas representaciones, las elites liberales centroamericanas siguieron tres caminos, a saber: negar la herencia indígena y representar a sus comunidades políticas como esencialmente “blancas” (Costa Rica); integrar a esas comunidades a la fuerza dentro de los proyectos de Nación que se impulsaban a partir de su aculturación, el abandono de sus costumbres y la pérdida de sus identidades (El Salvador, Nicaragua y Honduras); o bien continuar con el modelo colonial de exclusión (Guatemala).

Palabras clave: Representaciones del indígena, Centroamérica, comunidades imaginadas, políticas culturales.


Abstract

This article analyzes how politicians, newspapers, and intellectuals represented indigenous people of Central America during the so-called Liberal Era (1870-1944). They portrayed “Indians” as barbarous, rebellious, manipulable and, therefore, a driving force behind the caste wars of Central America. Based on these images, Central American liberal elites confronted the “Indian problem” in three different ways: hiding their indigenous heritage by labeling their imagined communities as “white” (Costa Rica); integrating Indian communities within the new nation-states but rejecting their cultures, traditions, and identities (El Salvador, Nicaragua, and Honduras); and fi nally by continuing with the colonial model of exclusion (Guatemala).

Keywords: Representations of indigenous people, Central America, imagined communities, cultural policies.


Resumo

Este artigo analisa as representações que os políticos, a imprensa e os intelectuais formularam sobre os indígenas na América Central durante a chamada “época liberal” (1870-1944), já que as imagens expostas sobre os aborígines tenderam a expô-los como bárbaros, rebeldes e vulneráveis à manipulação e, por isso, promotores do que se chamou “guerra de castas”. Fundamentadas nestas representações, as elites liberais da América Central, seguiram três caminhos: negaram a herança indígena e representaram as suas comunidades políticas como essencialmente “brancas” (Costa Rica); integraram essas comunidades, pelo uso da força, dentro dos projetos de Nação que se impulsionavam a partir da sua aculturação, o abandono de seus costumes e a perda de suas identidades (El Salvador, Nicarágua e Honduras); ou continuaram com o modelo de exclusão colonial (Guatemala).

Palavras-chave: Representações do indígena, América Central, comunidades imaginadas, políticas culturais.


En este trabajo analizo las rutas de representación del indígena que fueron seguidas por las elites políticas e intelectuales centroamericanas durante el periodo 1870- 1944, así como la forma en que dichas representaciones impactaron la visualización y las políticas de los estados centroamericanos nacientes a lo que posteriormente será llamado “el problema indígena”. El objetivo principal es determinar la forma en que las naciones centroamericanas fueron imaginadas en su construcción además de determinar el papel asignado a los indígenas de la región dentro de esas comunidades imaginadas.

Entre 1870 y 1944, las naciones centroamericanas sentaron las bases de representación del indígena apoyándose tanto en las percepciones de este último heredadas del pasado colonial, como en las ideas de raza construidas por la Ilustración y el Romanticismo europeos en los siglos XVIII y XIX. Partiendo de eso, las representaciones del indígena fueron homogéneas dentro de las elites políticas e intelectuales de la región, al concebirlo como bárbaro, rebelde y vulnerable a la manipulación. La diferencia radicó en la forma como reaccionaron frente a lo que se debía hacer después de esta representación: ¿Era necesario integrar al indígena al proyecto nacional, obligándolo a dejar sus comunidades, sus lenguas, y sus costumbres? O ¿se debía perseguir y exterminar a esa comunidad para poblar sus tierras con etnias “blancas”? ¿Qué elegir?: ¿La guerra de castas o la ladinización? Mi idea es que los países centroamericanos tomaron ambos caminos a la vez y que sus resultados variaron dependiendo del éxito de la integración o ladinización de esas comunidades indígenas a sus discursos nacionales.

Con el fin de exponer más claramente las diferencias en esos proyectos, el trabajo se encuentra dividido en tres partes. En cada una de ellas analizo las representaciones que tuvo el indígena en los países centroamericanos, durante un periodo de tiempo marcado por el ascenso de los llamados “políticos liberales” (alrededor de 1870) y por el cambio que se produjo de forma general en la estructura política de los países de la región durante la década de 1940. He seleccionado este periodo partiendo de la base de que fueron los políticos liberales centroamericanos los que, al fi nal de cuentas, se manifestaron más claramente con respecto a las políticas estatales hacia las poblaciones indígenas, debido a las transformaciones que querían desarrollar en sus países con el fi n de integrarlos a la economía mundial (Palmer, 1990). Así, primero analizo el caso costarricense y la forma en que, con la idea de una “raza homogénea”, se construyó una imagen del indígena como una cultura y una sociedad desaparecidas en la época colonial y sin ninguna conexión con la actual sociedad costarricense. En la segunda parte estudio los casos nicaragüense, hondureño y salvadoreño, al igual que el intento en esos Estados de construir la imagen de una población mestiza (indohispana). Finalmente, investigo la forma en que el indígena guatemalteco fue marginado del proyecto nacional y la división étnica que tal exclusión supuso.

Mi marco de interpretación teórica proviene, por un lado, de la ya conocida idea de comunidad imaginada (Anderson, 1991), en el sentido de entender estas representaciones del indígena en Centroamérica dentro de los proyectos amplios de invención de culturas nacionales, pero sin dejar de prestar atención a la complicación que dicha teoría tiene en el caso de los proyectos de Estado posteriores al dominio colonial español en Latinoamérica. Al respecto, las críticas y la discusión que en los últimos años ha suscitado entre los historiadores de América Latina el libro de Benedict Anderson, han llevado a mirar con reservas la forma en que se produce la invención nacional en esta región, a reconceptualizar el papel de sus clases populares y a proponer una visión más problemática que la de Anderson acerca de la construcción nacional en la región (Florescano, 1999; Lomnitz, 2001; Rowe y Schelling, 1995; y Castro- Klarén y Chaspeen, 2003). Por otro lado, siguiendo las ideas de Mary Louise Pratt (1992), es posible advertir que en el juego de representación del indígena en la Centroamérica liberal, los políticos e intelectuales—incluso los más radicales— han pretendido llevar adelante una especie de “anticonquista” que en su discurso “liberaba” a los indígenas del pasado colonial, pero sólo para insertarlos dentro de un modelo de dominación distinto en su forma, pero similar en su contenido.

Las concepciones de mestizaje y ladinización que se utilizarán en este texto también necesitan una aclaración inicial, debido a la multiplicidad de elementos a los que pueden aludir2. Algunos investigadores latinoamericanos y latinoamericanistas han considerado el uso del concepto mestizo como una construcción meramente teórica.

Quienes así lo han hecho, han advertido que el mestizaje es básicamente una ideología construida a fi nales del siglo XIX con la intención de suprimir o silenciar las distintas voces étnicas que se presentaban en Latinoamérica al fi nal de la época colonial (Miller, 2004 y Andrew, 1996). La versión más conocida de esa idea le pertenece a Ronald Stutzman, quien considera al mestizaje como “una ideología inclusiva de exclusión”, es decir, un sistema de ideas que parece incluir a todos como potenciales mestizos, pero que en realidad excluye a los indígenas y a los afrodescendientes (Stutzman, 1981). Hilando más fi no, Florencia Mallon ha indicado que el mestizaje parece tener dos caras. Por un lado, como una fuerza liberadora que rompe con categorías coloniales y neocoloniales de etnicidad, el mestizaje cuestiona la autenticidad y rechaza la necesidad de pertenecer a ellas. Por otro, también emerge como un discurso ofi cial ligado a la formación de las naciones y a un llamado a la autenticidad, que niega las formas coloniales, la jerarquía racial y étnica y la opresión, a través de la creación de un sujeto intermediario llamado “ciudadano.” Dicho concepto, empero, es construido implícitamente en contra de un “otro”; generalmente el indígena periférico, marginado y deshumanizado que a menudo “desaparece” en el proceso de construcción del discurso del mestizaje (Mallon, 1996). La discusión sobre una conceptualización del mestizaje, que obviamente no acaba en lo propuesto por Mallon, se vuelve aún más problemática cuando se le adjunta la discusión del término “ladinización.” Es probable que dicho concepto haya entrado en el vocabulario de las ciencias sociales como consecuencia del trabajo que realizaron antropólogos estadounidenses en las décadas de 1930 y 1940 (Adams, 1994). En ese sentido el concepto no se limita a ser solamente una creación histórica, sino que también su conceptualización tiene su propia historicidad. Así, Ligia Bolaños, Yamileth González y María Pérez consideran que existe una heterogeneidad en la manera en que históricamente se puede defi nir a los ladinos. Según estas autoras, los “ladinos son, en momentos diferentes, los mestizos, los mulatos, los zambos, pero también los negros o indios ‘europeizados’ y los españoles pobres” (Bolaños, González, y Pérez, 1992). Además, agregan que el ladino “representa de una u otra forma un intermediario, un punto de convergencia, un cruce (de caminos, de etnias, de funciones, de culturas)” (Bolaños, González, y Pérez, 1992). Por eso, muchas veces los términos “mestizo” y “ladino” son vistos como sinónimos (Cadena, 2000). Por ejemplo, algunos investigadores costarricenses afi rman que durante la época colonial se designó como “ladinos” a los indígenas que hablaban español, y que luego “el término se usó para designar a individuos de origen indio que perdían todo nexo con sus comunidades y, por lo tanto, no eran culturalmente hablando, indígenas. La ladinización favoreció el mestizaje” (Fonseca, Alvarenga y Solórzano, 2003, p. 417).

Aunque generalmente se ha indicado que el término “ladino” hacía referencia al individuo que podía hablar con fl uidez el castellano, y “bozal” a aquéllos sin conocimientos del español, según Loshe (2005, pp. 248-249) en Costa Rica ambas palabras aludían tanto a los indígenas como a los africanos. Darío Euraque (1998) indica además que durante la Colonia, “ladino” incluía una heterogénea gama de mestizos o gentes mezcladas pero que en principio la Corona utilizaba el concepto para denominar a los súbditos que manejaban los rudimentos de la lengua ofi cial. El término, en su uso original, no involucraba elementos raciales ni religiosos; empero, en América adquirió el signifi cado de los grupos hispanohablantes que no eran ni blancos ni indígenas, incluyendo varias posibilidades como negro ladino, mulato ladino y otros mestizos. Jeffrey Gould (1998 y 1996) ha señalado que al fi nal del período colonial en Centroamérica el término “ladino” tuvo varios signifi cados: se utilizó para designar a los indígenas que habían adoptado la lengua, el vestido y las costumbres españolas. Según Gould, a mediados del siglo XVIII “ladino” no se refería exclusivamente a los indígenas “hispanizados” sino más bien era un término utilizado para referirse a todas las castas intermediarias entre el español y el nativo, incluidos los mestizos, mulatos e, incluso, indígenas. Finalmente, en las regiones de gran población indígena, como Matagalpa (Nicaragua), “ladino” era un término utilizado en certifi cados de bautismo como sinónimo de todos los no-indígenas. También vale la pena aclarar la concepción de los políticos liberales en Centroamérica durante el periodo 1870- 1944, lapso de tiempo que enmarca el presente texto.

Dicho periodo tiene asidero fundamental en los diferentes tipos de revolución que se llevaron a cabo durante la década de 1870 en todos los países centroamericanos, excepto Nicaragua, y que llevaron al poder a políticos, militares e intelectuales cuyas ideas de progreso estaban enmarcadas en la privatización de la tierra, en la redacción de una legislación agraria, en la construcción de vías de comunicación y en el abrazo de aquello que proviniera de la “cultura europea” (Taracena, 1994). Empero, estas políticas fueron implementadas de manera distinta en los países centroamericanos debido a una multiplicidad de factores, entre los que sobresalen las formas de tenencia de la tierra, las dimensiones de la explotación de la mano de obra, el papel del capital extranjero, y las formas de integración política (Mahoney, 2001). Sin embargo, el objetivo era el mismo: la pretensión de superar el periodo colonial y construir Estados-Nación. Las representaciones del indígena, como trataré de probar, estuvieron en el centro de estas políticas.

La raza homogénea

En septiembre de 1871, en un artículo publicado en el diario costarricense La Gaceta con el fi n de celebrar la fi esta de la Independencia, se afi rmaba que la particularidad del desarrollo histórico de Costa Rica frente a América Latina radicaba en

    La homogeneidad de la raza que constituyó desde el principio la población costarricense. Esta homogeneidad entraña un elemento concorde, que tiene una alta importancia en la vocación de los pueblos a altos destinos... En casi todas las comarcas de Hispano- América hallareis los mismos hechos producidos por idéntica causa. Allí, además del promiscuo elemento latino, se han combinado el indígena i el africano, fomentando así el antagonismo de las clases sociales, i la confusión i la guerra en unas partes i el despotismo mas humillante sobre las razas débiles en otras... ... Otra de las causas de que en nuestro país el progreso haya sido relativamente mas rápido en los cortos años corridos desde su independencia es: que Costa Rica no heredó el cancro de la esclavitud de los africanos, pues que el pequeño número de esclavos que poseía al independizarse bien pronto los declaró libres, sin el peligro i sin las funestas consecuencias que esta justa i humanitaria declaratoria ha corrido en las naciones americanas que poseían un gran número de siervos, i que hicieron pesar mas tiempo sobre ellos su ominoso yugo. La esclavitud aquí no pudo ser pues ni un elemento de confusión ni un germen de la guerra de castas. Lo escaso i débil de las relaciones de Costa Rica con la madre patria durante el coloniaje, también fue origen del espíritu pacífi co i fraternal de los costarricenses. En todas las colonias en que los españoles formaban una clase numerosa de la sociedad se establecieron dos esferas sociales muy separadas por el medianil de ese respeto supersticioso que los americanos tenían a los europeos i del desdeñoso i necio orgullo con que estos miraban i trataban a aquellos. Esta separación de clases por ese motivo ha sido en casi todos nuestros países el origen de las divisiones sociales en oligarcas i demócratas, en nobles i plebeyos, que han acabado donde quiera en sangrientas guerras de carácter político que por desgracia durarán algunos años. Preparados pues á la libertad porque casi no conocieron la esclavitud; creados en la igualdad como extraños á nobiliarias preocupaciones, i á la fraternidad por la homogeneidad de la raza i uniformidad de las costumbres poseían i practicaban aun antes de conocerlas, las tres verdades políticas de LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD, que constituyen al fundamento del derecho publico americano (La Gaceta, 16-9-1871, pp. 3-4).
El texto anterior puede ser considerado el resultado de la construcción de imágenes que sobre su comunidad política había venido realizando la elite político-económica costarricense desde la década de 1820 (Díaz, 2002). Dichas imágenes de autorepresentación maduraron en el seno de esa elite y en la prensa costarricense durante las décadas de 1840, 1850 y 1870, generando un consenso sobre cómo debía interpretarse el desarrollo político posterior a la Independencia (1821) y la particularidad de Costa Rica frente a los demás países de América Latina. Su autoimagen, generada en la comparación con los demás estados centroamericanos, les permitió a las elites en esos años formular etiquetas identitarias de su población que, alentadas en parte por cierta realidad (como la paz vivida en el país entre 1824 y 1835 en comparación con la guerra civil de los otros países del Istmo) y por la imaginación, se expresó en una visión de la Costa Rica colonial como una sociedad sin castas ni divisiones sociales, sin poblaciones indígenas, casi desprovista de esclavos y sin nobleza (ni pretensiones sociales de alcanzarla), igualitaria y con costumbres uniformes (Acuña, 2002 y Díaz, 2005). ¿A qué se debía que, dejando a un lado la realidad histórica3., las clases dirigentes costarricenses enarbolaran una imagen tal de su heterogénea comunidad política? El poder político, a un año de la llegada de un nuevo grupo al poder (por efecto de un golpe de Estado), no lograba su estabilidad y por eso intentaba apelar a la unidad entre la población con este discurso de identidad. Así, en octubre de 1870, el recién instaurado presidente provisorio, Tomás Guardia, había clausurado la Asamblea Constituyente para un mes después enfrentarse a una rebelión engendrada en el gabinete. Asimismo, en mayo de 1871 liquidó un intento conspirativo en contra de su gobierno, el que desarticuló rápidamente alegando para ello “la tranquilidad pública” (Obregón, 1981, pp. 164-168). El 12 de agosto de ese mismo año convocó a elecciones con la intención de que se formara una nueva Asamblea Constituyente, que debía instaurarse el 15 de octubre. Es por eso que resulta enormemente signifi cativo y comprensivo que, en 1871 un editorial (en principio dedicado a la celebración del día de la Independencia) se refi riera a ciertos “valores identitarios” de la sociedad costarricense, e intentara por medio de ellos conjurar una cierta estabilidad sociopolítica. Así, este nuevo grupo político de raigambre liberal (Salazar, 1998) se abocaba la legitimación de su proyecto político con un discurso cuya base conceptual le otorgaba una identidad a sus aspiraciones económicas y estatales y tendía a la vez una manta homogénea sobre la heterogénea etnicidad que se advertía en su población.

Pero el asunto no acababa allí. Como se ve claramente, dicho editorial niega que los indígenas siquiera fuesen sujetos de ese territorio llamado Costa Rica; para este editorialista, los indígenas en Costa Rica simplemente no existían. Así, gracias también a la propaganda que en ese sentido hicieron varios viajeros europeos que pasaron por el país entre 1821 y 1850, a la par de la imagen de pacífi cos por naturaleza y de una sociedad sin divisiones y llamada al progreso, creció la de la representación de la sociedad costarricense como “homogénea de raza” que, en las décadas de 1850 y 1860, se comenzó a transformar en la representación de los costarricenses como blancos (Acuña, 2002, pp. 211-217).

A partir de 1870, y con las ideas racistas del darwinismo social de la segunda mitad del siglo XIX (Palmer, 1996; Putnam, 1999), los políticos e intelectuales costarricenses insistieron en identifi car a su población como blanca y homogénea. Ya en 1866, por ejemplo, en el Compendio de Geografía, un texto hecho para la escuelas primarias del país, se aseguraba que en Costa Rica la población ascendía a “120,875 habitantes, de los cuales, exceptuando una parte insignifi cante de raza indígena ó mezclada, casi todos son blancos y forman una población homogénea, laboriosa y activa; siendo quizá la única república hispano-americana que goza de esta indisputable ventaja” (Soto, 1998, p. 37).

No obstante no será sino hasta la década de 1880 cuando la noción de raza blanca se consolide claramente como discurso nacional y se exponga a través de textos escolares. Esto hizo que la población indígena del país fuera primero considerada mínima —como en la cita anterior—y luego fuera desaparecida por completo (Quesada, 1993, pp. 115-116). Joaquín Bernardo Calvo, uno de los primeros historiadores costarricenses y cercano al grupo dirigente, aseguró con entereza en sus Apuntamientos geográfi cos, estadísticos e históricos de la República de Costa Rica de 1887 que,

    En Costa Rica, si bien existe la raza primitiva, su número es exiguo y está completamente separada de la población civilizada. Esta es blanca, homogénea, sana y robusta, y une a estas buenas condiciones físicas las que son de un valor más estimable: su laboriosidad y afán por su cultura y prosperidad, su espíritu de orden y amor al trabajo y su denuedo y arrojo, cuando se trata de la defensa de la Nación. La moralidad del pueblo y su respeto a la autoridad es notoria... (Calvo, 1887, p. 34).

Desaparecer por completo la imagen del indígena en Costa Rica era difícil porque había indicios de su existencia en la época pre-colonial, colonial y republicana, así que la táctica de los intelectuales fue ubicarla temporalmente en el pasado; mientras que los indígenas vivos (alrededor de 3,000 en 1900; es decir un 0.97% de la población total) eran vistos como ajenos a la Nación, sin conexión con ella y en vías de extinción. Por otro lado, como se admira en la afi rmación de Calvo, éstos son considerados como una “raza primitiva” que parece ser lo contrario a aquello que se construye como civilización. En ese juego, la oposición bueno vs. malo es notoria. Así, la población costarricense es descrita como no indígena y además como blanca, sana, robusta, laboriosa, con amor por el orden y el trabajo y como un pueblo respetuoso de la moralidad y de la autoridad (Díaz, 2003).

Es interesante incluso que la representación del indígena, a pesar de encontrarse fuera de este círculo considerado como “lo nacional”, sí fue incluida en cierto momento dentro de él pero con la intención, nuevamente, de señalar la diferencia entre Costa Rica y Centroamérica. Tal cosa ocurrió en 1882 cuando, por efecto de las “expediciones” del Obispo de Costa Rica Bernardo Augusto Thiel a las comunidades indígenas Guatuso-Malecus del norte de Costa Rica (en la frontera entre este país y Nicaragua)—organizadas en parte con fi nes espirituales y etnográfi cos—éste escribió varias cartas que fueron publicadas en los periódicos de la capital costarricense relatando su viaje por esas comunidades. Lo más importante es que Thiel también detalló la explotación laboral y la masacre de esos indígenas realizada por parte de huleros nicaragüenses, en proporciones que alcanzaban el exterminio. Tales cartas permitieron al discurso ofi cial costarricense crear una imagen malvada de los nicaragüenses, que se oponía a la del costarricense como “bueno”. Esto era importante para la identidad que estaban construyendo los liberales costarricenses puesto que una de las bases de esa comunidad imaginada residía en oponer Costa Rica a Nicaragua (Sandoval, 1999, pp. 107-125). Por eso, esta situación favoreció la disposición de los grupos de poder del país (particularmente la Iglesia), a visualizar a estos indígenas como “proto-costarricenses”, “nuestros hermanos perdidos,” “hijos de Dios y además costarricenses” y “nuevos hijos dados a la Nación que contribuirán con sus manos a explotar las tierras que eran, en alguna forma, extranjeras a la misma Nación” (Edelman, 1998, p. 375). Empero, a pesar de este acercamiento entre el discurso nacional costarricense y las comunidades nativas, la representación del indígena continuó siendo ubicada en el pasado anterior a la Conquista, algo que quedó muy claro en las exposiciones que al fi nal del siglo XIX desarrolló el Museo Nacional de Costa Rica en donde se presentaba un desarrollo histórico de Costa Rica que enfatizaba los objetos indígenas como precolombinos y como rastros de poblaciones que habían desaparecido durante la época colonial (Viales, 1995).

Junto a este intento de negar la existencia del indígena, los políticos e intelectuales liberales costarricenses se encargaron de borrar a los afrodescendientes de la historia del país. Aunque existen pruebas claras de la importante presencia de población negra y mulata durante toda la época colonial (Loshe, 2005; Cáceres, 2000) y de que aún en la primera mitad del siglo XIX entre el 10 y el 20 por ciento de la población del Valle Central costarricense era afroamericana, descendiente de mulatos, pardos y negros esclavos, los liberales negaron completamente esa herencia al conceptuar a la población costarricense como estrictamente blanca (Gudmundson, 1986). En ese sentido, los negros, que en 1871 todavía eran recordados dentro del discurso que abre esta sección, ni siquiera tuvieron la posibilidad de ser reconocidos como parte del pasado de la Nación cuando después de 1880 los liberales costarricenses se empeñaron en blanquear su población.

En ese sentido, sería el presidente liberal costarricense Cleto González Víquez quien llevaría a su máxima expresión el discurso sobre la “raza homogénea”, al señalar al Congreso de Costa Rica en 1908 que en lugar de fomentar la inmigración de extranjeros para colonizar áreas vacías, se debía propiciar la “auto-inmigración”, es decir, “llevar al máximo la producción y la reproducción nacional por medio de una baja en la tasa de mortalidad infantil y la implementación de medidas moral y biológicamente sanitarias en toda la República” (Palmer, 1995). Ya que se temía que la supuesta imagen de homogeneidad se alterara con la llegada de inmigrantes, lo mejor, según González Víquez, era robustecer la población nacional y hacerla crecer. En las décadas de 1910 y 1920 esta idea tendría un eco importante en los obreros y artesanos costarricenses quienes se opondrían a la inmigración que, desde su perspectiva, les producía competencia en sus puestos de trabajo (Acuña, 1994, p. 156).

    Una de las mejores expresiones de la idea costarricense sobre su comunidad política la expuso Dana Gardner Munro, un joven investigador norteamericano que escribió cerca de 1918 su tesis doctoral sobre del desarrollo político y económico de Centroamérica. Así, en el apartado que incluye sobre Costa Rica, Munro señala que

    El desarrollo político de esta comunidad compacta de campesinos blancos ha sido necesariamente muy diferente al de los países vecinos, donde una pequeña clase alta de ascendencia española gobernaba y explotaba a un número de indios y mestizos ignorantes muy superior al suyo. En Costa Rica, el hecho de que prácticamente todos los habitantes eran de la misma raza y habían heredado la misma civilización ha hecho que el país sea más democrático y ha obligado a la clase que controlaba el gobierno a tomar en cuenta, en cierta forma, los deseos e intereses de las masas. Por esta razón, el devenir de la República, a diferencia del de los vecinos, no ha obstaculizado sino más bien favorecido la realización de los ideales republicanos que enarbolaban quienes redactaron las primeras constituciones centroamericanas. Los pequeños propietarios siempre han ejercido una fuerte infl uencia a favor de la paz y de un gobierno estable, ya que rara vez han intentado hacer revoluciones y más bien se han inclinado por tomar el mismo bando de las autoridades electas cuando los políticos descontentos tratan de sumir el país en la guerra civil. Costa Rica no ha vivido ninguna de las luchas prolongadas y sangrientas que han empañado la historia de las otras naciones, ya que los cambios violentos de gobierno, que se han dado de vez en cuando, han sido producto de conspiraciones militares en la capital y no de campañas en el campo de batalla. (Munro, 2003, pp. 181-182)

De esta forma, la designación de la población costarricense como estrictamente blanca cuajó durante las primeras décadas del siglo XX. Dos ejemplos adicionales lo certifi can: en 1927, el intelectual costarricense Ricardo Sotela aseguraba que, a diferencia de lo que ocurría en otras partes de América Latina donde persistía la presencia indígena, en Costa Rica había “un predominio caucásico... La herencia de la sangre española puede dividirse así: en la provincia de Cartago, castellanos; en San José, Heredia y Alajuela, gallegos y extremeños; en Puntarenas y Guanacaste, andaluces” (Soto y Diaz, en prensa). Finalmente, en 1936 el texto escolar Geografía de Costa Rica negaba que en este país siquiera existieran mestizos indicando: “Es raro encontrar en Costa Rica ese tipo tan corriente, en el resto de Centroamérica, y aun de toda la América Latina, resultante de la mezcla del europeo y del indio” (Ibíd.). Como lo ejemplifi ca el texto de Munro citado arriba, la retórica liberal costarricense se encargó de presentar esta imagen de una comunidad política “homogénea” y “blanca” como la causa de la estabilidad política del país.

Indohispanos

Los liberales costarricenses consolidaron una imagen de Nación que, ocultando el mestizaje a partir de la representación de su comunidad como una “raza homogénea”, encubrió también la presencia indígena en la historia y el presente de ese país. Se puede asegurar que hacia la década de 1910 este discurso había sido asumido por la mayoría de la población gracias a la extensión de la escuela primaria (Molina, 2002; Molina y Palmer, 2004). En Nicaragua ocurrió algo parecido en la zona pacífi ca, pero los alcances en ese país van a ser más limitados. Fundamentalmente, los gobiernos conservadores (1859- 1893) intentaron construir también una representación nacional basada en la homogeneidad, pero en este caso aludiendo a la idea de que Nicaragua era una nación homogéneamente mestiza. Así, ya en 1881 el discurso ofi cial nicaragüense denominó a su país como una Nación étnicamente homogénea (Gould, 1995, p. 254). Como ha apuntado Jeffrey Gould, la revolución liberal de 1893, que impuso como presidente a José Santos Zelaya, no rompió con este discurso; al contrario, reproduciendo la visión de civilización y barbarie esgrimida en otras latitudes, las elites liberales nicaragüenses “proyectaron una imagen del indio representado como un primitivo, que obstaculizaba el progreso a través de la ignorancia y del mal uso de sus tierras comunales” (Gould, 1993, p. 428).

El gobierno de Zelaya (1893-1909), cuya retórica nacionalista giró en torno a un patriotismo heroico y romántico, “desató una campaña para transformar a la población india en ladina y para absorber sus tierras” (Gould, 1995, p. 254). El problema se acentuó con la llamada “incorporación” de la Mosquitia a Nicaragua en 1894, una región del caribe nicaragüense que había sido posesión inglesa, cuyas estipulaciones de incorporación anunciaban una autonomía comunal para las poblaciones indígenas y la promesa de invertir las rentas producidas por ellas en su región. Empero, la unidad al Estado nicaragüense no supuso una mejora en la condición de los indígenas mismitos—el grupo aborigen más importante de la zona—sino más bien su progresivo ataque: fueron catalogados como “tribus infelices, esquimados por los creoles, en eterna servidumbre” e incapaces de poder organizar un gobierno local particular (Wünderich, 1996, p. 31).

En los años siguientes a la incorporación, el Estado nicaragüense realizó numerosos intentos para construir su control sobre la Mosquitia y la Costa Caribe del país, ahora nombrada como Departamento Zelaya. Así, las autoridades estatales impusieron impuestos, usurparon tierras, establecieron estructuras locales de dominio político y, a su vez, aplicaron restricciones al uso de otros idiomas además del español (Hale, 1994, Pp. 45-46). De esa manera, las tensiones entre la Costa Caribe y el centro de Nicaragua en el Pacífi co central continuaron e, incluso, supusieron la intervención de Gran Bretaña, país al que los grupos miskitos apelaron en 1905 con el fi n de que se garantizara que el Estado nicaragüense respetara sus tierras según el convenio de la reincorporación. Por otro lado, los miskitos debieron soportar todavía la penetración en su territorio de misiones angloamericanas como la Iglesia moraviana, que se acrecentaron después del golpe de Estado de 1909 y la llegada de los marines a las costas nicaragüenses. La congregación moraviana miró a los indígenas como una población a la que había que evangelizar, estigmatizando sus prácticas como “paganas.” Por su parte, los indígenas miskitos resistieron esta evangelización, lo que valió para que los predicadores moravionos insistieran en recalcar la rebeldía y el paganismo de los aborígenes (Hale, 1994, p. 49).

En ese sentido, los indígenas de la Costa Caribe de Nicaragua no corrían una suerte distinta de la de los de las tierras altas al norte de ese país.4. Desde su gran rebelión de 1881 en contra del gobierno local por varios abusos, especialmente por el trabajo mal pagado y obligatorio de construcción del telégrafo de Managua, los indígenas de Matagalpa habían sido reprimidos por los gobiernos nicaragüenses tanto conservadores como liberales, con base en la visión anotada arriba: intentando deshacer las comunidades indígenas y presentando a Nicaragua como una nación homogénea y mestiza. Este ideal alcanzó un tope en 1906 cuando el presidente Zelaya declaró la abolición de las comunidades indígenas, una medida que con fi nes políticos fue suprimida en 1914 por parte del gobierno conservador que tomó el poder después del golpe de Estado de 1909 (Gould, 1993). En todo caso, las rebeliones indígenas y el desconocimiento de las autoridades locales que se había producido entre 1909 y 1914, motivaban a los políticos para tratar de promover una cierta identidad entre el nuevo gobierno conservador y los indígenas con el fi n de parar sus levantamientos.

Sin embargo, curiosamente en las luchas sociales que se desencadenaron durante el periodo conservador (1910- 1924), lejos de ser los obreros quienes llevaron adelante la protesta, fueron las comunidades indígenas las que se levantaron y, lo que es más curioso, con la utilización del discurso nacionalista obrero que apuntaba por una Nicaragua indohispana a costa de su identidad indígena y su estructura comunal (Gould, 1997, p. 124). Es posible que esto ocurriera porque los indígenas buscaban apropiarse de un discurso que, al incluirlos, les hacía valer unos ciertos derechos políticos.

No obstante, varias de estas comunidades indígenas se integraron al Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Augusto César Sandino. Es justamente con Sandino que el discurso de una Nicaragua mestiza va a ser redimensionado, otorgándole un papel central al elemento indígena dentro de esa identidad mestiza. Así, en su Manifi esto Político de 1927 Sandino se declaró nicaragüense y orgulloso de que en sus venas circulara, en sus palabras, “más que cualquiera [otra], la sangre india americana que por atavismo encierra el misterio de ser patriota, leal y sincero...” (Acuña, 1994, p. 159; también ver Schroeder, 1993 y Wünderich, 1995). ¿Qué signifi cado tenía este Manifi esto? Por un lado, Sandino interpela a un pensamiento indigenista al declararse portador de dicha sangre. En ese sentido parecería que existe un rompimiento con la visión liberal nicaragüense de que el indígena ha ido desapareciendo con el mestizaje, y que aquéllos que quedaban vivos en sus comunidades debían ser integrados a la Nación para que superaran su barbarismo. Pero, por otro lado, la crítica de Sandino representa también el intento por mezclar nicaragüense e indígena en una sola frase que al fi nal está relacionada con ser patriota “leal y sincero”. Lo que sí es claro es que este movimiento sandinista estuvo integrado en su base social básicamente por indígenas y mestizos pobres que se sentían integrados por su discurso (Wünderich, 1988, p. 26).

De todas maneras, luego del asesinato de Sandino el 21 de febrero de 1934 y la represión organizada por la Guardia Nacional, las luchas de las comunidades indígenas continuaron y consiguieron la aprobación de varias leyes importantes en la década de 1930. Estas leyes alcanzaron a frenar en varios momentos los continuos intentos de abolición de las comunidades indígenas y la expropiación de sus terrenos. Aun así, la resistencia no aseguró un futuro más tranquilo, ya que en las décadas de 1940 y 1950 las comunidades indígenas se vieron enfrentadas en varias ocasiones a diferentes tipos de violencia física y simbólica que contribuían a socavar su identidad étnica y que pretendían destruir su lenguaje, su vestido y sus formas de organización social (Gould, 1997, pp. 167-185).

En este punto conviene advertir que el discurso de una Nicaragua mestiza también se había llevado adelante en contra de la población negra. Justin Wolfe ha mostrado que, en general, existía una signifi cativa población de afrodescendientes y mulatos en el Pacífi co nicaragüense, la cual llegó incluso a ubicarse en importantes posiciones políticas entre las décadas de 1830 y 1850 (Wolfe, manuscrito sin publicar a). Este grupo continuaba siendo importante hacia la década de 18805. y, según Wolfe, las actitudes racistas hacia ella se mantenían vivas, a pesar de los esfuerzos que después de la Independencia se realizaron para dividir la población nicaragüense en dos grupos, ladinos e indígenas, incluyendo a los afronicaragüenses y mulatos dentro de la primera categoría en un intento por homogenizar la población no indígena y acentuar el racismo en contra de los aborígenes. Empero, gracias a la estigmatización que se hizo de los indígenas de la Costa Caribe a fi nales del siglo XIX y comienzos del XX, la emergencia del mito de una Nicaragua mestiza sirvió, como hemos visto, para trasladar la discusión de raza hacia el Caribe haciendo que el término ladino se sustituyera por el de mestizo y borrara la herencia africana presente en la población nicaragüense (Wolfe, manuscrito sin publicar b). Así, la estigmatización del indígena sirvió para hacer invisibles a negros y mulatos.

Los indígenas en El Salvador vivieron una situación un tanto parecida a la nicaragüense. Durante el fi nal del siglo XIX, las comunidades indígenas experimentaron un enfrentamiento con el discurso liberal que las estigmatizaba como grupos bárbaros. En gran medida, dichas comunidades se encontraban la mayoría de las veces en los actos de violencia estatal más fuertes de esas décadas. (Alvarenga, 1996, pp. 97-142). Hacia 1921, después del último intento de las elites centroamericanas por reconstruir una república federal, que uniera a los cinco países de la región y de que se evidenciara una radicalización de los sectores populares en el interior de El Salvador, los líderes políticos comenzaron a promover con mayor fuerza un proyecto nacional que intentara resolver, de una vez por todas, la incorporación del indígena en la nación salvadoreña (López, 1998).

La Federación Regional de Trabajadores Salvadoreños comenzó una intensiva propaganda en tal contexto en contra de la explotación laboral, tanto en la zona urbana como en la rural, lo cual suscitó entre obreros y campesinos una fuerte identidad de clase frente a una identidad nacional endémica. Fue en ese momento cuando, con el impulso ofi cial y el apoyo de la prensa y de la intelectualidad, se produjo el mayor intento ofi cial salvadoreño por apropiarse del pasado prehispánico y representar al indígena entre los símbolos de la Nación en un claro intento por disminuir la identidad de clase y acentuar la visión de una nación salvadoreña unida a pesar de las divisiones sociales. Lo que se realizó entonces fue la recuperación de un héroe indígena cuzcatleco que, según la tradición popular, había resistido la Conquista española en el siglo XVI. Dicho héroe sería recordado como Atlacatl.

Carlos Gregorio López (2002) ha confi rmado que, al inicio de la década de 1920, una buena parte de los intelectuales salvadoreños intentaron construir la idea de un gran pasado indígena “salvadoreño”. Con ese objetivo, en 1919 Miguel Ángel Espino publicó una obra llamada Mitología de Cuzcatlán, libro que reunía cuentos infantiles en los que se narraban historias de la mitología indígena cuzcatleca. Pero quizás quien más ha contribuido a esta empresa, ha sido la folklorista María de Baratta quien, después de estudiar en Estados Unidos y Europa durante la década de 1920, presentó su obra Cuzcatlán Típico en un concurso literario en 1930, en el que recibió una medalla de honor y una recomendación para publicar su obra (Baratta, 1951). Según ella, el material con el que había construido su investigación venía “directamente de los intérpretes originales en su ambiente nativo”, y para redactar sus resultados había “tenido que tomar muy en cuenta al sector indígena, que es lo más puro y originalmente vernáculo, en música, costumbres, leyendas, etc.” (López, 2002).

De esta forma estos intelectuales trataban de provocar un leve cambio en la forma despectiva con la que los liberales visualizaban a los indígenas. Su idea era valorar las “tradiciones” de estos grupos como lo más autóctono de su país, etiquetándolas como su “alma nacional”. La fi gura de Atlacatl se rescatará en ese contexto, como una representación material de esa “alma nacional”, construyéndosele un monumento en la ciudad de San Salvador en 1926, justo para la celebración del 115 aniversario del “primer grito de independencia” de El Salvador, rebuscando así relacionar la resistencia indígena a la Conquista española en el siglo XVI con la lucha por la Independencia que comenzó en 1811. ¿Qué efecto tuvo esta imagen del indígena, más allá de los grupos intelectuales y de las zonas urbanas? Realmente su alcance fue muy limitado. A pesar del éxito ofi cial en la extensión de la fi gura de Atlacatl en la zona urbana, las poblaciones rurales, incluidas las comunidades indígenas, no sintieron seriamente el efecto de dicho proyecto en tanto que éste no se había preocupado por integrar el campo en su discurso. Por otro lado, tal proyecto no pasaba de ser una discusión relacionada con el rescate de lo indígena, ya que los nativos reales (alrededor del 20% de la población salvadoreña en 1930) sufrieron durante toda la década de 1920 una verdadera proletarización, además del desplazamiento de sus tierras y la necesidad de trabajar en otros lugares para poder sufragar sus necesidades (Gould y Lauria, 2004). No será sino hasta después de la matanza indígena de 1932 que el sector ofi cial comenzó a preocuparse por la integración de esta región y del nativo a su proyecto; pero, en todo caso, tal cosa se hizo en primera instancia con un radical discurso anticomunista y, por otro lado, con matices racistas (Anderson, 1992). Inicialmente, el blanco de los ataques discursivos fueron los indígenas, pero este discurso se fue matizando hasta desembocar en una visión de los mismos como personas engañadas por el comunismo. Así, posteriormente a la matanza de 1932, este concepto de mestizaje continuó ejerciendo presión sobre las comunidades rurales, ahora condimentado con la idea de un noble pasado indígena que se conjugaba con el anticomunismo. Como parte de eso, las elites implementaron la celebración del día del indígena, mientras que el indígena real seguía siendo marginalizado (Gould, 2001).

El caso hondureño es muy próximo a la experiencia salvadoreña y comparte con el nicaragüense su relación con la Costa Caribeña que, en buena parte, está también habitada por miskitos. La Corona británica, empero, aceptó de forma más temprana los derechos hondureños sobre la región de La Mosquitia, porque ya para 1859 fi rmó con ese país un tratado —el Tratado Wyke-Cruz— con el cual los británicos reconocieron la soberanía hondureña sobre tal territorio (Barahona, 1998). Como parte de la toma de posesión, el Estado hondureño y las autoridades locales promovieron la investigación sobre dichas tierras, con el fi n de poder afi anzar su poder sobre ellas. El lenguaje empleado en los múltiples informes que se presentaron a partir de esos estudios, está lleno de adjetivos que describen a las tribus indígenas miskitas y garifunas del Caribe hondureño como “las gentes más perezosas que produce la naturaleza” e “indolentes”. Junto a esto, los informes afi rman la necesidad de “civilizarlas” (Barahona, 1998, pp. 20-23). Incluso, en un informe redactado en 1882 por una comisión especial, se proclamaba como fundamental la necesidad de crear el mayor número de escuelas posibles en dicha región, así como la idea de fomentar la construcción de iglesias para moralizar a los indígenas y obligarlos a “andar vestidos”. Este informe llegaba a sostener que el indígena de la zona caribe en principio no merecía “los mismos derechos y consideraciones que la Constitución y las leyes dispensaban a los hombres civilizados, según el sistema republicano”. Finalmente, el texto terminaba afi rmando que en los indígenas todo era “imperfecto” (Barahona, 1998, pp. 20-23). En suma, la incorporación de la Costa Caribe al Estado hondureño fomentó en la década de 1870 y 1880 la renovación de las representaciones coloniales del indígena como un ser carente de razón en el sentido ilustrado y positivista y, aunque educable, indigno de recibir los mismos derechos políticos de los otros habitantes del país. ¿Qué pasaba con las comunidades indígenas del interior del país? Aquí la estrategia liberal fue muy parecida a la que hemos visto en Nicaragua. Así, las elites políticas hondureñas se empeñaron en identifi car a su población como homogénea, recurriendo al lenguaje para construir dicha representación. En ese sentido, tal homogeneidad se constituyó bajo el término “ladino”. Esto se hizo ofi cialmente efectivo en 1887 cuando, en las instrucciones dadas a los empadronadores que habían sido capacitados para llevar adelante el censo de población hondureño de ese año se les indicó incluir a todas las mezclas raciales sin distinción bajo la categoría de “ladino” (Euraque, 1996a, p. 78). Con este plumazo, el gobierno hondureño logró consolidar una categoría de clasifi cación étnica que diluía las posibles diferencias en el interior de su población—al menos ofi cialmente—y dejaba aislados a los indígenas de la representación de ese Estado. Así, “los mulatos, negros, blancos y todo tipo de otra mezcla racial se contrapuso a los indios” (Euraque, 1996a, Pp. 78-79).

Gracias a este proceso de ladinización, los indígenas en Honduras que no estaban ubicados en La Mosquitia, fueron poco a poco borrados de la representación social de la nación hondureña. Su incorporación solamente se promoverá al fi nal del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX, en el contexto de la restauración de las ruinas mayas de Copán. Darío Euraque ha mostrado la relación que existe entre este proceso de modelación de un mestizaje discursivo y lo que él llama la mayanización de Honduras en el periodo comprendido entre 1890-1940 (Euraque, 2002). De acuerdo con este autor, el discurso del mestizaje hondureño—es decir su ladinización—madurará y se adoptará plenamente en las esferas estatales en la década de 1920, hasta llegar a consolidarse en la de 1930.

El esfuerzo por restaurar las ruinas de Copán y por conectar esas ruinas (más cercanas a Guatemala) y la totalidad de la cultura maya con la capital hondureña (Tegucigalpa) adquirirá fortaleza en este periodo, gracias al interés por construir un discurso de “hondureñidad” basado en el mestizaje, que a su vez rescataba la grandeza de una civilización indígena desaparecida en el tiempo histórico, pero—según sus auspiciadores—presente en la mezcla racial. En ese sentido, varios intelectuales hondureños de las décadas de 1950 y 1960 se afi liaron a la teoría mayanista que fue literalmente inventada por monseñor Federico Lunardi, quien fungiría como representante del Vaticano ante los sucesivos gobiernos del general Tiburcio Carías (1933-1949). En una carta escrita en 1945 Monseñor Lunardi sentenció que Honduras “era toda maya”, a pesar de conocer varios estudios que probaban lo contrario (Euraque, 2002, Pp. 86-92).

El discurso oficial del mestizaje hondureño sirvió, además, como en el caso salvadoreño, para la recuperación y proclamación como héroe de la Nación de un líder indígena que había enfrentado a los conquistadores españoles en el siglo XVI: el cacique Lempira. Si bien la construcción discursiva de Lempira comenzó en el siglo XIX, no será sino hasta inicios del siglo XX cuando se afi ance como proyecto. Ya para las primeras décadas de ese siglo, Lempira era recordado como el máximo defensor de la autonomía hondureña, a pesar de que, obviamente, ésta había sido una creación del siglo XIX y no podía haber existido en el siglo XVI (Euraque, 1996b).

La modelación que se hará de la fi gura de Lempira en las primeras décadas del siglo XX giró en torno a la idea de que, efectivamente, Lempira era la representación de la heroicidad hondureña, pero que tal imagen no tenía vínculos con los indígenas lencos que todavía habitaban Honduras por esa época. En otras palabras, Lempira era considerado un héroe antiguo cuya sangre corría por las venas de los hondureños mestizos, pero que no tenía ninguna relación con los aborígenes contemporáneos a pesar de que estos sí eran descendientes directos del grupo étnico al que perteneció el cacique recordado. Asimismo, el recurso político a la imagen de Lempira sirvió en 1926 (año en que se le dio su nombre a la moneda nacional de Honduras en vez del nombre de Morazán—un héroe “blanco” hondureño del siglo XIX, propuesto primero), para restarle importancia a la presencia negra en la Costa Norte del país y homogenizar con ello “la confi guración étnicoracial hondureña ante el peligro de la inmigración negra y la mezcla racial contaminada con ‘lo negro’” (Euraque, 1996b, p. 150). Lempira en esa ocasión fue utilizado para recordar la idea de un pasado grandioso hondureño relacionado con el mestizaje y enfrentado a la inmigración negra y al creciente poderío económico de las primera y segunda generaciones de inmigrantes del Medio Oriente como judíos y, especialmente, palestinos (Euraque, 1994). De tal forma, el rescate de la imagen de Lempira propició la unión del indígena del pasado y el contemporáneo en la idea de una Honduras “ladina”, al mismo tiempo que enfrentaba a las poblaciones negras que también habitaban la Costa Norte (Payne, 2001). Ese discurso se afi anzará en las siguientes décadas de forma tal, que en 1935 se proclamará ofi cialmente el Día de Lempira y en 1943 el Departamento de Gracias a Dios. Básicamente, lo que era conocido como La Mosquitia hondureña en el siglo XIX se transformará en el Departamento de Lempira (Euraque, 2002, p. 82).

La Colonia en la República

Las experiencias descritas anteriormente nos revelan al menos dos patrones en el trato de las imágenes del indígena en Centroamérica durante la época liberal. El primero, seguido en el caso costarricense, se concentró en la negación de cualquier relación entre la población del país y las sociedades indígenas, afi rmando que la mayoría de las poblaciones originales habían desaparecido con la Conquista y que las que sobrevivieron quedaron al margen de la sociedad colonial y de la republicana, y estaban en proceso de extinción. La imagen inventada fue, entonces, la de una “raza homogénea”. En el caso nicaragüense, hondureño y salvadoreño, si bien el indígena no fue ocultado completamente, sí se afi rmó una imagen que por un lado lo ubicaba (en los dos primeros casis) en la zona Atlántica o por el otro lo dejaba mimetizado dentro del proceso de mestizaje (ladinización). Un camino distinto fue seguido por Guatemala. Este caso, empero, es más complejo que los anteriores, debido en parte a que la población indígena era más densa. Por eso los políticos e intelectuales guatemaltecos debatieron durante todo el siglo XIX la cuestión del nativo sin llegar a un resultado o consenso claro sobre cuál debía ser la actitud del Estado hacia esas comunidades.

Desde la coyuntura independentista, la discusión entre los moderados y los liberales guatemaltecos acerca de cuál debía ser el lugar del indígena en la comunidad política estuvo en el tapete. Los liberales independentistas apostaron en un primer momento por la inclusión de todas “las castas” dentro del proyecto nacional, oponiéndose a la segregación; sin embargo, los prejuicios que se construyeron después de varias revueltas ocurridas en 1848, en las que participaron indígenas, los hizo cambiar de visión (García, 2001). Pero la cosa no quedó ahí. Incluso Rafael Carrera, quien derrotó a las tropas liberales y tomó el poder en 1844 gracias a una revolución (Woodward, 2002), fue “blanqueado” en el discurso ofi cial guatemalteco al ser identifi cado, no como un representante indígena sino como parte de “las castas” (Taracena y otros, 2002, p. 70). Es más: va a ser durante el régimen de Carrera, en 1851, cuando se restablecerán, después de una importante disputa, las Leyes de Indias, como un remedio para la temida “lucha de castas” y una vuelta al orden colonial que, según los grupos conservadores, había sido corrompido por los liberales al declarar después de la Independencia una ciudadanía sin límites. De esta forma “los conservadores implantaron un sistema político republicano recurriendo a las Leyes de Indias y sus instituciones, al derecho consuetudinario, a la regulación de la Iglesia católica y al caudillismo de Rafael Carrera que daba vida al proyecto de nación criolla y que habría de durar tres décadas” (Taracena y otros, 2002, p 78). Este principio discursivo segregacionista conservador no se acabó con la triunfante revolución liberal guatemalteca de junio de 1871. Sin tener en cuenta los postulados universalistas de la ideología liberal, la segregación se hizo más profunda a raíz de un conjunto de políticas en materia de trabajo, tierra, educación, ciudadanía, población y nacionalidad, que tenían al indígena en el centro de las disputas, ya que todos estos elementos involucraban su explotación y la privatización de sus tierras (McCreery, 1994). Paralelo a esto se produjo el triunfo de lo que se ha llamado la emergencia ladina, es decir , la transformación del grupo ladino que se había enriquecido con la explotación cafetalera en la clase dominante guatemalteca. Lo anterior es importante porque dicha emergencia fue utilizada por el Estado liberal guatemalteco como representación de la asimilación de la población del país, esto en el sentido en que el ascenso social de los ladinos fue presentado como una muestra de cómo las elites guatemaltecas se habían diversifi cado y ya no eran solamente el remante de los grupos de poder coloniales (Taracena y otros, 2002, p. 410). Precisamente, aunque los liberales guatemaltecos cargados de un discurso eugenésico pensaban que la modernidad y el ansiado progreso solamente podrían ser alcanzados con la civilización del indígena, lo que implicaba su asimilación y ladinización, la estructura del trabajo rural en combinación con los mecanismos negociados por las comunidades indígenas a fi n de retener tantos vestigios de autonomía local como fueran posibles, produjeron todo lo contrario (Palmer, 1996). El propósito fundamental de los liberales se convirtió en blanquear el universo no indígena, particularmente ladinos y criollos. Asimismo, la historiografía liberal guatemalteca que intentaba probar “científi camente” la “degeneración de la raza indígena”, legitimó los estereotipos coloniales y afi anzó el discurso de subordinación de esa raza. Incluso, el Estado simplifi có, al estilo hondureño, la división social que se observaba en la recolección de información censal, al señalar que sólo existían dos grupos sociales: los ladinos y los indígenas. En la práctica esta estrategia de establecer en la legislación censal la existencia de únicamente dos grupos étnicos (ladinos e indígenas) dividió al país entre una población homogenizada como ladina y otra identifi cada como indígena que excluida de los derechos de la Nación ladina guatemalteca (Taracena y otros, 2002, Pp. 411-412). Esto aún a pesar de que entre 1880 y 1940 la población aborigen representó el 65% y el 56% de la población total guatemalteca.

Resulta muy ilustrativo el efecto del poder del discurso segregacionista liberal guatemalteco sobre la llamada Generación del 20, es decir de intelectuales y escritores como Miguel Ángel Asturias, Jorge García Granados, Jorge del Valle Matéu, Carlos Wyld Ospina, Carlos Samayoa Chinchilla, David Vela y Jorge Luis Arriola. Al respecto, Arturo Taracena ha señalado que estos autores tampoco lograron escapar del discurso liberal sobre el indígena ni transformar sus ideas en políticas claras hacia la integración de la población indígena y del respeto de sus culturas. Por eso, aunque

    buscaron darle un carácter espiritual—de ‘alma nacional’—a la redefi nición moderna de la nación guatemalteca, comprometiéndose activamente en su construcción al denunciar el sopor causado por la herencia colonial, el atraso económico, la dominación extranjera y las injusticias cometidas con el indio, exigiendo su derecho al acceso a la ciudadanía, en su tarea redentora abonaron las ideas de degeneración y manipulación de la ‘raza indígena.’ Y, a la larga, presionados por la crisis económica y la omnipresencia del Estado liberal, de una u otra manera, la mayoría de ellos terminó por subirse al carro estatal del liberalismo en la década de 1930. Por ello, como proyecto, el indigenismo—y aún la infl uencia de la experiencia del vecino México—sólo cuajaría después de la Revolución de 1944 (Taracena y otros, 2002, p. 412; Casaus, 2001).

En efecto, los intelectuales guatemaltecos que exponían una crítica fuerte frente al modelo de exclusión liberal del indígena y a la explotación económica con que el capitalismo agrario había despedazado las tradiciones y las vidas de los indígenas, se mostraron limitados para poder superar la visión patriarcal acerca del indígena (algo que hemos visto también presente en el caso salvadoreño en esa década). No será sino hasta después de que la crisis económica de 1929 y sus efectos hayan hecho evidentes los límites de las políticas liberales, que el planteamiento de dar un golpe de Estado desnude las tensiones étnicas que el liberalismo había profundizado. La Revolución de 1944 propició que esas tensiones fueran expuestas públicamente presentando claramente el carácter de las imágenes que se habían cosechado en Guatemala acerca del indígena y del ladino (Adams, 1990). La nueva discusión que se originaba con la Revolución era una de justicia social que, sin embargo, sería detenida por el golpe de Estado de 1954, el mismo que institucionalizaría la visión del indígena como comunista y al que había que enfrentar sin contemplaciones.

Conclusiones

En su obra América Central, publicada por primera vez en español en 1967, el profesor Mario Rodríguez señaló los obstáculos étnicos y culturales y el “sistema social” que desde su perspectiva podían entorpecer la formación de un mercado común centroamericano. Así, Rodríguez apuntaba:

    Históricamente, la diversidad racial y las diferencias culturales han tenido un efecto propicio a la división de América Central. En la actualidad, las tensiones motivadas por estas divergencias son menos agudas, gracias a la extensión del proceso de ‘ladinización’. Durante el periodo colonial, los amos españoles usaban el término ladino para referirse a los indios que adoptaban el sistema de vida de los hombres blancos y trabajaban como artesanos en las poblaciones españolas. Eran indios que habían sido ‘latinizados’, por decirlo así. Con el paso de los años, el término también llegó a ser aplicado a las sangres mezcladas, los mestizos, mulatos y zambos (híbridos de indio y negro), que se reunían en torno a los sitios colonizados por los blancos. En la actualidad, el signifi cado ofi cial de ladino es cualquier persona, sin considerar su ascendencia racial, que no vive como un indio. Empleado en este sentido, el término tiene implicaciones positivas de un nacionalismo centroamericano, uniendo elementos raciales y culturales discordantes (Rodríguez, 1967, p. 26).

Es claro; Rodríguez tenía ante sus ojos el proceso de construcción del discurso de ladinización en los distintos países centroamericanos que—aunque él creyera que servía para fomentar una unidad de la región—se llevó a cabo fundamentalmente como una estrategia de nacionalización popular en el periodo 1870-1944, buscando modelar una homogeneidad en el interior de los distintos estados centroamericanos y evitar así la “guerra de castas”. Aunque nunca lo pidieron, en el centro de tal programa estuvieron ubicados los indígenas.

Los políticos e intelectuales liberales centroamericanos que pretendieron poner en práctica las ideas europeas sobre la organización de la política moderna, decidieron enfrentar de distintas maneras lo que ellos llamaron “el problema indígena”. Por eso en Costa Rica se desarrolló la idea de que los indígenas habían existido solamente en un pasado precolombino muy lejano y que se habían extinguido con la Conquista, construyendo entonces una imagen de las comunidades que existían fuera de las fronteras del Estado como indígenas bárbaros en vías de extinción que, por tanto, no eran peligrosos para la Nación que se estaban imaginando. Esto signifi có, a su vez, que esas comunidades quedaran excluidas de cualquier tipo de derechos políticos, y que cuando el Estado costarricense negociara la explotación de las tierras en donde se encontraban, lo hiciera declarándolas áreas vacías, lo que equivalió a arrasar con buena parte de esas comunidades a punta de fuego y pólvora (Bourgois, 1989).

En los casos salvadoreño, nicaragüense y hondureño, las comunidades indígenas también fueron representadas como poblaciones hostiles y vacías de moral, aunque quizás aptas para recibir la educación liberal que las libraría del estado salvaje en el que se encontraban y que las integraría a las naciones. Este discurso serviría para sacar adelante campañas en contra de las tradiciones indígenas y a favor de la desarticulación de sus comunidades y de la venta de sus tierras. Empero, gracias a la resistencia indígena, estos Estados intentaron dibujar la idea de que sus poblaciones eran el resultado del mestizaje colonial, razón por la cual los indígenas ya se habían “diluido” como efecto de ese proceso. Además, contagiados por la búsqueda de pasados indígenas grandiosos—siguiendo el ejemplo mexicano— esta ladinización se combinó con el rescate de indígenas que habían luchado en el siglo XVI contra la Conquista española y que simbolizaban la lucha por la soberanía nacional en el pasado, pero cuyas comunidades ya no existían en el presente. Incluso, en el momento en que un grupo de intelectuales se interesaron por estas poblaciones lo hicieron con una visión paternal, interesada a su vez en integrarlas para “liberarlas” de su condición indígena.

En Guatemala, la visión de integración fracasó completamente. Tanto los políticos conservadores de la era de Carrera como sus sucesores liberales representaron a los nativos como indignos de las “luces” y de los derechos políticos modernos y, así, los excluyeron del proyecto estatal, incorporándolos únicamente como mano de obra y bajo un estilo de explotación colonial. Fue tal la fuerza de esta imagen, que incluso los intelectuales más radicales de la Generación de 1920, a pesar de su crítica al liberalismo y al capitalismo, no pudieron avanzar más allá de una idea patriarcal con respecto al indígena. Las consecuencias fueron nefastas: contrario al éxito de México en la integración del nativo —a pesar también de su explotación— el caso guatemalteco, que desde el siglo XIX volvía la mirada a ese país para precisar cómo actuar, no pudo alcanzar la integración nacional.


Comentarios

* Quiero agradecer a Jeffrey L. Gould y a Kathleen Myers de Indiana University, a Ronald Soto Quirós de la Université Michel de Montaigne, Bordeaux III (Francia), así como a los evaluadores anónimos de la Revista de Estudios Sociales por sus valiosos comentarios y críticas a este texto. Estoy también en deuda con Justin Wolfe (Tulane University) por facilitarme dos trabajos suyos que se encuentran en proceso de publicación y con Lina Mendoza Lanzetta (Universidad de los Andes) por su amabilidad y buenos deseos. Obviamente, los errores y omisiones son de responsabilidad exclusiva del autor de este texto.

2. Un seguimiento historiográfi co de los conceptos de mestizo y ladino en Centroamérica desde el periodo colonial hasta la época liberal se realiza en un trabajo de mi colega Ronald Soto (2006). En esta parte teórica reproduzco algunas de las ideas básicas planteadas por Soto en su texto, las cuales aparecerán ampliadas en un trabajo de Soto y Díaz de próxima publicación.

3. Las investigaciones sobre la época colonial costarricense han demostrado que tales imágenes de igualdad o de ausencia de divisiones sociales son sólo parte de un proyecto de invención de un pasado glorioso y no realidades históricas. Ver: Fonseca, 1983; Gudmunson, 1993; Molina, 1988 y Molina, 1991.

4. Según Gould (1997, pp. 22-23) hacia 1920 la población indígena de Nicaragua (la Costa Atlántica incluida) podía representar entre un 20% y 25% de la población total del país.

5. De acuerdo con los datos de Wolfe, en 1778 la población de afrodescendientes llegaba a 72.1% en Rivas y a 34.7% en Granada, mientras que en 1883 era de 70.6 y 32.3 respectivamente el porcentaje de afronicaragüenses en esas dos importantes ciudades del pacífi co de Nicaragua. (Wolfe, manuscrito sin publicar b)


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Fecha de recepción: 10 de junio de 2006 • Fecha de aceptación: 15 de enero de 2007

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