Introducción
Cuando a finales de 2019, el mundo supo de la emergencia de una enfermedad contagiosa causada por un coronavirus, la experiencia de enfermedades como el síndrome respiratorio agudo grave o el síndrome respiratorio de Medio Oriente (SARS y MERS, respectivamente, por sus siglas en inglés) -ocasionadas también por un tipo de coronavirus, aunque distinto al que desencadenó la pandemia de la COVID-19-, si bien daba cuenta de la necesidad urgente de atender la crisis que estaba iniciando, no permitía sospechar la dimensión que adquiriría la pandemia que azota hoy a la humanidad.
Ser testigos directos de la emergencia de una pandemia despertó un gran interés por la historia de otras epidemias y, como era de esperarse dado su impacto demográfico, social y económico, la famosa peste negra y la epidemia de gripa de 1918 adquirieron importante protagonismo. Sin embargo, por ser más cercana en el tiempo, pero sobre todo por su nefasto paso por Bogotá, la pandemia de gripa llamó especialmente la atención, lo que se hizo evidente en los medios de comunicación colombianos que dedicaron un importante esfuerzo a entrevistar a expertos en la materia y a buscar en los archivos visuales imágenes que acompañaran las diferentes notas que produjeron. Hace catorce años, en enero de 2006, en un primer trabajo pionero sobre el tema 1, se señalaba lo llamativo que resultaba la ausencia de investigaciones previas alrededor de la que, hasta ese momento, había sido la epidemia más importante en la capital en tiempos modernos, pues, salvo un artículo de El Espectador, escrito por el profesor Fabio Zambrano 2, la epidemia no se había estudiado en el país pese a contar con importantes fuentes primarias -fundamentales para la elaboración del presente texto y que se enfoca en la prensa gráfica y los informes médicos y testimonios de la época-. A partir de entonces, nuevos trabajos se han publicado y, de a pocos, hemos logrado reconstruir el paso de la epidemia por el país, en especial por la capital de la república y por el departamento de Boyacá.
La historia de las epidemias nos remonta a los tiempos en que nuestros antepasados iniciaron el proceso de sedentarización y comenzaron a sembrar la tierra y a domesticar algunos animales. No obstante, la agricultura y la domesticación implicaron, por un lado, que agentes patógenos, tanto vegetales como animales, conquistaran un nuevo huésped: el ser humano; por otro lado, la emergencia de ciudades, y su posterior crecimiento, significó la concentración de personas en el espacio. El posterior intercambio comercial entre distintas urbes completaba las condiciones necesarias para la propagación de enfermedades de corte epidémico. Con respecto al caso específico de la gripa, vale la pena señalar que Hipócrates describió, en 412 a. C., el que parece ser el primer registro, en occidente, de una epidemia de gripa y, sin embargo, la primera epidemia que se puede atribuir con certeza a esta enfermedad se presentó en 1170 3. Desde entonces, varios brotes epidémicos gripales se han conocido, entre ellos los de 1510, 1580, 1833, 1837, 1847 y 1889. Especial mención merece esta última, por ser la más importante, dadas las cifras y difusión geográfica, previa la acaecida en 1918, y porque fue posible "probar anticuerpos para influenza en el suero de gente que vivió en ese tiempo" 4. En Bogotá, las epidemias de 1893 y 1902 se presentan como los eventos previos a la llegada de la llamada gripa española, también conocida como influenza española o la dama española, de 1918.
De esta forma, la gripa no era una enfermedad desconocida para quienes habitaban el mundo en ese fatídico año de 1918 y, sin embargo, tal como ocurre hoy con la COVID-19, fueron más las incertidumbres que las certezas. La confusión acerca del foco original de contagio; las dificultades para explicar por qué la enfermedad apareció en Colombia por primera vez en Bogotá, ciudad ubicada en el centro del país a 2600 metros de altura sobre el nivel del mar y muy lejos de los principales puertos; el desconcierto del cuerpo médico frente a la enfermedad que estaba presentando un comportamiento atípico, no solo por el vertiginoso aumento en las cifras de enfermos y muertos, sino por el grupo poblacional entre las que se encontraba el mayor número de víctimas; la falta total de liderazgo del Gobierno central, que redundó en la creación de la llamada Junta de Socorros, institución privada; pero, sobre todo, las condiciones de vida de las clases populares de ciudad, permitirán la comprensión de una epidemia que -a la luz del enfoque teórico-metodológico de la historia de la ciencia y de los estudios sociales de la ciencia, en especial de la sociología visual-, permitirá sustentar la tesis, según la cual los pobres que vivían en la capital del país, dadas sus muy precarias condiciones de vida, se convirtieron en las víctimas por excelencia de una enfermedad letal y de una élite bogotana que, en un doble discurso, los consideró responsables de su suerte y peligro social, a la vez que, movida por la caridad católica, movilizó ayudas para atender a los "pobres" pobres peligrosos.
Desarrollo
El origen de la epidemia y su llegada a la capital colombiana
Contrario a lo ocurrido con la pandemia actual, dada la inmediatez de las comunicaciones y la hiperconectividad en los tiempos actuales, en la que se ha señalado a la ciudad de Wuhan, en China, como el escenario donde se desencadenó la actual pandemia de la covro-19 en diciembre de 2019, y pese a lo que equívocamente pueda sugerir el nombre de la gripa española, la única certeza que tenemos frente a esta última epidemia, que inició en 1918 y terminó a mediados de 1919, es que su origen no fue el país ibérico.1
Cabe señalar que una aproximación a la historia de las epidemias ha dado cuenta de la muy alta probabilidad de que ocurran simultáneamente brotes en distintos escenarios o con muy breves intervalos de tiempo, lo cual explica por qué resulta muy difícil precisar el origen de esta gripa y, asimismo, podemos, a futuro, tener nuevas investigaciones que pongan en duda la emergencia de la COVID-19 en la señalada ciudad china o en el periodo establecido.2
Diferentes autores se inclinan por la teoría según la cual la epidemia de gripa de 1918 se habría desatado en Asia; sin embargo, no hay un consenso acerca del lugar exacto. Se ha señalado al Tíbet, a Bombay, a China, y otros indican que se desencadenó en algún punto de Japón. No obstante, una tesis que ha cobrado particular fuerza, dado que los primeros casos aparecieron de forma temprana en marzo de 1918, ubica el origen de la gripa en Estados Unidos, más exactamente entre los soldados agrupados en un campamento militar ubicado en Kansas. El ingreso, en ese mismo año, del país norteamericano a la Gran Guerra o a la Primera Guerra Mundial implicó la movilización de un significativo número de soldados que estando enfermos se movilizaron hacia la costa este para su posterior traslado hacia el continente europeo. Su arribo a los principales puertos franceses implicó, también, la llegada de una enfermedad que en muy poco tiempo haría gala de su letalidad y que encontró, en medio de las circunstancias propias de la guerra, las condiciones ideales para su acelerada expansión.
Es necesario señalar que, por un lado, a comienzos del siglo XX, la gripa no era una enfermedad de obligatorio registro en varios países del mundo, entre ellos Estado Unidos, por lo cual no es posible determinar ni el número total de víctimas, ni el proceso de propagación en ese país y, por otro lado, en lo que respecta a Europa, los países enfrentados decidieron, como estrategia de guerra, no reportar los cada vez más crecientes casos de gripa en el interior de las tropas para no correr el riesgo de mostrarse débiles frente a un enemigo que, muy seguramente, se hallaba en las mismas condiciones. Pese a ello, y tal como sostiene Guillermo Acuña 5, se supo que "la mayoría de las pérdidas humanas en las tropas americanas en Europa no fue debido al fuego enemigo, la mayoría (casi un 80 %) de estos jóvenes murió por efecto de la influenza" (p. 162).
Esa decisión contrastó con lo ocurrido en España, país que, según Toby Saul 6, al hallarse al margen del conflicto, reportó públicamente, a través de una prensa que no sufría la censura de los países beligerantes, la presencia de la gripa. Beatriz Echeverri Dávila 3, en su ya clásico texto sobre la epidemia, ha señalado que en medio de la guerra resultó estratégico en términos políticos, y no sin cierto tono xenofóbico, enfatizar en el origen español de la pandemia.
En el mismo sentido, es muy difícil establecer la ruta de entrada de la enfermedad a la capital colombiana, si se tiene en cuenta que, a comienzos del siglo XX, el predominio del comercio marítimo y las estrechas relaciones comerciales tanto con Europa como con los Estados Unidos haría suponer que la enfermedad, como ocurrió con la historia de otras patologías de carácter epidémico en el país, haría su ingreso al territorio nacional por la costa caribe, muy probablemente por la ciudad que para comienzos del siglo XX era el puerto más importante de la nación: Cartagena. De ser así, la posible propagación se daría o bien a lo largo y ancho del río Magdalena, o bien a través de los caminos ferroviarios. Manrique et al. 7 refirieron que en la Gaceta Médica de Cartagena se registró la muerte de una persona en dicha ciudad costera el 1.° de septiembre. Los autores consideran que, contrario a lo que se ha señalado acerca de la emergencia de los primeros brotes en Bogotá, este deceso puede demostrar que la gripa sí entró, como era de esperarse, por la costa caribe colombiana. Sin embargo, sostienen que en la misma gaceta las cifras siguientes reportan veintiún muertes en noviembre y una más en diciembre. La ausencia de muertes en Cartagena durante octubre contrasta con lo ocurrido en la capital y adquiere especial importancia si se tiene en cuenta que los primeros casos de la mortal enfermedad que aparecieron en Bogotá, en ese mismo mes de octubre, aumentaron a diario exponencialmente desde el momento mismo de los primeros contagios y solo hasta la segunda semana de noviembre el número de enfermos y de muertos inició una clara curva descendente.
Registros previos han dado cuenta de que era usual que se presentara algún caso de gripa en el territorio nacional que terminara con la defunción de uno que otro paciente, así que el único paciente reportado en septiembre en Cartagena puede inscribirse en este tipo de casos, dado lo improbable que resulta que solo hasta a noviembre volvieran a presentarse muertes, pensando en la irrefutable virulencia de la gripa y su rapidísimo contagio. Parece haber más consenso, hasta que la exploración de nuevas fuentes revelen algo distinto, que los primeros brotes del contagio ocurrieron, en efecto, en Bogotá, tesis que respalda el destacado médico colombiano Pablo García Medina 8, gran protagonista durante la epidemia, quien indicó que "es bien sabido la gripa se presentó en Bogotá en los primeros días de octubre; a lo menos fue entonces cuando se notó que se trataba de una epidemia, y no sino mucho más tarde, a fines de octubre y principios de noviembre, cuando apareció la gripa en nuestros puertos del Atlántico y en Puerto Berrío" (8, p. 474). Por su parte, Martínez et al. 9 han citado un artículo de El Espectador del 28 de octubre de 1918 en el cual se "afirmaba que la gripa había llegado a través de un paquete de correo enviado desde Estados Unidos a Bogotá, de donde se extendió a través del correo de ferrocarriles y las vías de comunicación" (p. 297).
En suma, y como Eslava et al. 10 han insistido, reafirmando lo que ya sabemos, resulta muy difícil explicar la aparición de los primeros brotes en Bogotá, lo cual los ha llevado a aventurar otras posibles explicaciones. Para ellos "una hipótesis puede ser que no se hicieron los registros apropiados de estos sucesos y sólo en apariencia la epidemia inició en Bogotá. Pero otra posibilidad es que la epidemia estuviera asociada a la emigración de aves que llegaban a la Sabana de Bogotá" (p. 9). No obstante, lo cierto es que, pese a su esfuerzo por explicar cómo se dio el ingreso de la gripa a Colombia, como los mismos autores señalan, "este asunto, en todo caso, está por determinarse" (10, p. 9).
Ahora bien, que resulte difícil explicar las razones por las cuales el escenario de emergencia de los primeros casos de gripa en Colombia fue Bogotá, no significa, de forma alguna, que los capitalinos no se hallasen al tanto de la existencia de la pandemia o que desconocieran su rápida capacidad de contagio. Así lo evidencia el testimonio del señor Eduardo Carvajal 11, miembro de la Junta de Socorros de Bogotá, al señalar que "desde mediados del año en curso (1918) se venía teniendo conocimiento por medio del cable y de la prensa europea, de la aparición y rapidísima propagación en muchos países del Viejo Mundo, de la epidemia conocida desde hace algún tiempo con el nombre de influenza española" (p. 5).De igual forma, debe indicarse que el hecho de que las élites letradas del país, entre las cuales, por supuesto, se encontraban los máximos gobernantes de la nación, tuvieran noticias de la epidemia no se reflejó en la elaboración cuidadosa de un plan de contingencia para atender la inminente llegada de una enfermedad que se venía propagando por todo el planeta y que ya había tocado, en septiembre, países vecinos como Brasil. Así, las palabras del mismo Carvajal recogen, en buena medida, las lamentaciones de los capitalinos de entonces, para quienes "constituirá un recuerdo imborrable de legítimo espanto, la aparición de la gripe y el periodo de desconcierto que le siguió en los primeros días, cuando todo faltó, merced a nuestra ancestral imprevisión, y cuando la peste asumía para el común de las gentes caracteres de un fantasma misterioso y avasallador" (11, pp. 7 y 8).
El paso mortal de la gripa por Bogotá
La gripa, entonces, llegó a la capital de la república colombiana en octubre de 1918 en lo que se conoció como la segunda ola de la pandemia -iniciada en agosto y finalizada en noviembre-, y que se caracterizó por un mayor grado de virulencia y de letalidad.
De esta forma, en un artículo publicado el 17 de octubre de 1918 en el periódico El Tiempo12 se informaba acerca del significativo número de contagiados, aunque, al parecer, se subestimó la letalidad de la gripa: "La epidemia de gripa que hay actualmente es Bogotá es algo verdaderamente fabuloso. Más del 20 por la 100 de la población se encuentra atacado de esta fastidiosa enfermedad sin que baños ni remedios sean capaces de librarla de ella y aunque parece que no es grave si es en alto grado desagradable" (énfasis propio).
Al día siguiente, es decir, el viernes 18 de octubre de 1918 se aseguraba en el mismo periódico El Tiempo13 que seguía "haciendo estragos en la ciudad la terrible epidemia de gripa, que toma caracteres inquietantes. Puede asegurarse que no hay casa en la que no haya dos, tres, y cuatro enfermos y en los hoteles fábricas y talleres se cuentan por docenas".
La rápida propagación y las razones por las cuales se tuvo la percepción equívoca del arribo a la capital de una enfermedad que, en un primer momento, pareció no revestir mayor gravedad, fueron temas tratados por el ya citado doctor Pablo García Medina, en el informe que, en su calidad de director nacional de Higiene, presentó al ministro de Instrucción Pública y en el cual señaló que "la enfermedad se generalizó desde el 20 de octubre tan rápidamente, que el 25 se calculaba con fundamento que el número de griposo pasaba cuarenta mil [...] a finales de octubre el número de habitantes atacados por la gripa pudo estimarse, sin exageración, en sesenta mil" (14, p. 280). Con respecto a la poca atención que demandó en los primeros días la enfermedad, explicó que "en principio no llamó la atención porque se presentó con las apariencias de un catarro, febril en muchos casos, que es frecuente en esta ciudad en meses como éste en que hay cambios bruscos de temperatura y principian las lluvias" (14, p. 279).
Tal como lo indica García Medina, la gripa encontró en la fría capital colombiana -que al hallarse en la parte central del planeta no cuenta con estaciones, pero sí con periodos de intensas lluvias-, el tiempo climático propicio para su propagación.
Si bien en noviembre la epidemia empezó a ceder, se calcula que el 80% de la población bogotana, que entonces se hallaba alrededor de los 120 000 habitantes, se enfermó durante el paso de la enfermedad en un periodo aproximado de un mes entre octubre y noviembre de 1918. En su informe, García Medina señala que, "en el mes de octubre hubo 1 075 defunciones por gripa, y en noviembre 498" (14, p. 280).
El 30 de septiembre de 2020, la Organización Panamericana de la Salud recordó lo que las estadísticas del mundo habían demostrado a lo largo del año: la vulnerabilidad de los adultos mayores frente a la COVID-19: "las personas mayores tienen mayor probabilidad de enfermar gravemente si se infectan, con los mayores de 80 años muriendo a una tasa cinco veces mayor que la media. El informe de las Naciones Unidas 'El impacto de la COVID-19 en las personas mayores' sugiere que esto puede ser debido a condiciones subyacentes que afectan al 66% de las personas mayores de 70 años" 15.
Hasta la mortífera gripa de 1918, esa parecía ser también la constante de una enfermedad que en apariciones anteriores había reclamado inclemente la vida de personas mayores junto con el extremo opuesto de la población, los niños y las niñas más pequeños. No obstante, la gripa española cobró, a lo largo y ancho de los cinco continentes, la vida de las personas cuya edad se enmarcaba entre los veinte y los cincuenta años, y Bogotá y las demás ciudades colombianas afectadas por la epidemia no fueron la excepción. Esta novedad generó gran desconcierto en la sociedad bogotana, en general, y en el cuerpo médico, en particular, el cual, pese a las dificultades propias de una comunidad científica latinoamericana de comienzos de siglo XX que se hallaba inmersa en condiciones periféricas con respecto a la producción y a la recepción científica, dio cuenta de encontrarse a la vanguardia de las teorías y explicaciones médicas de su tiempo 1. A este respecto debe señalarse que, para entonces, se creía que la gripa era causada por un agente bacterial conocido, en honor a su descubridor, como el bacilo de Pfeiffer, y que solo quince años después, en 1933, fue posible demostrar el carácter viral de esta enfermedad. Diferentes testimonios de médicos colombianos indican que en el país se realizaron numerosas pruebas y que en "los exámenes bacteriológicos que practicaron los doctores Jorge Martínez S. y Bernardo Samper en el Laboratorio de Higiene que ellos dirigen, y por el profesor Federico Lleras A., demostraron la presencia del bacilo de Pfeiffer, de neumococo, de estreptococo y de estafilococo" (14, p. 280). Para García Medina, la asociación de estos varios microbios y la especial virulencia del neumococo explicarían la principal característica de esta gripa letal: la intensidad de las complicaciones pulmonares. Los doctores R. Fajardo Vega y Jorge Martínez pudieron realizar varias autopsias que, por un lado, "revelaron en la mayoría de los casos lesiones de neumonía, bronconeumonía, generalmente muy extensas, y de las pleuras" (14, p. 280) y, por otro lado, explicaron que las lesiones del miocardio serían las causantes de las muertes repentinas, que se presentaron en alto número, incrementando la angustia de los bogotanos.
En suma, puede decirse, siguiendo a García Medina, que la epidemia de gripa de 1918 se caracterizó, para el caso de Bogotá, por una forma catarral que desencadenó graves complicaciones del sistema respiratorio; asimismo, las complicaciones gastrointestinales y la presencia de enterorragias fueron frecuentes, seguidas por las formas nerviosas y, finalmente, por las cardiacas.
¡Qué peligro los "pobres" pobres!
La epidemia por la COVID-19 despertó gran preocupación en el mundo entero, por las consecuencias que pudiera traer esta nueva enfermedad, y produjo un repentino interés por episodios epidémicos previos -lo cual explica, en buena medida, la aparición del presente número de esta revista-, así que, teniendo en cuenta que en un primer momento el actual virus parecía atacar de forma particular y letal el sistema respiratorio, no sorprende que varios medios de comunicación se apresuraran a hacer comparaciones no muy afortunadas con la gripa española. Si bien no es objeto del presente artículo referirse a este asunto en particular, sí vale la pena rescatar dos ideas fundamentales que permiten llamar la atención sobre dos aspectos que en la epidemia de 1918 fueron fundamentales y que hoy, un siglo después, vuelven a estar presentes: la primera hace referencia a que las epidemias ponen al descubierto la fragilidad humana y dejan en claro que todos los seres humanos, independientemente de nuestra raza, género, nacionalidad, clase socioeconómica o nivel educativo, por solo mencionar algunas de estas cuestiones, somos susceptibles de enfermar y morir; la segunda supone la creencia de que las clases populares se constituyen, más que siempre, en un verdadero peligro social.
Sería necio desconocer que en un evento epidémico todos los seres humanos estamos en riesgo, pero es aún más necio ignorar que las condiciones de vida desempeñan un papel determinante a la hora de enfrentar un enemigo letal e invisible, expresión muy usada en la actualidad a propósito del virus SARS-COV-2. Estudiar el caso de la gripa española en Bogotá es, sin duda, el mejor ejemplo de cómo las clases menos favorecidas sufren, con mayor crueldad, la inclemencia de un flagelo epidémico. Una juiciosa lectura de los informes presentados al gobernador por parte de los médicos que atendieron la emergencia, así como de la prensa de la época, en particular aquellas publicaciones que se destacaban por incluir material fotográfico, entre las que sobresalen El Gráfico y la revista Cromos, permiten recrear el cuadro de miseria que constituía el sector más deprimido de la ciudad y en el que, como era de esperarse, se presentó el mayor número de víctimas mortales, el Paseo Bolívar.
Bogotá es reconocida por sus dos cerros tutelares, Monserrate y Guadalupe, y en la parte baja de ambas montañas que, a su vez, constituye la parte más alta de la ciudad, se ubicaba este populoso barrio caracterizado por acoger y concentrar a buena parte de la población migrante que arribaba a una ciudad capital que para 1912, según el censo de ese mismo año, contaba con 121 257 vecinos que estaban distribuidos en 538 hectáreas 16.
En este sentido, la ciudad, y de forma especial este deprimido sector, cumplía con el primer requisito para que una enfermedad de carácter contagioso hiciera estragos: gran concentración de personas en un espacio reducido caracterizado por la precariedad.3 Todo lo anterior se ve muy bien reflejado en un artículo publicado en El Gráfico, en su edición del 26 de octubre de 1918, en el que se señaló que la semana anterior a la publicación de dicho número se constituyó, sin lugar a dudas, en una de las más difíciles en la historia de la ciudad y no era "para menos ya que con rapidez y virulencia inauditas, la peste que hoy nos diezma, al señalar sus numerosas víctimas en todas las clases sociales, ha sembrado una justa consternación general y como lógico corolario, ha paralizado casi todas las actividades de la metrópoli" (17, p. 315).
Ver tan de cerca el rostro de la muerte, como solo una epidemia lo hace posible, se reflejó en la toma de conciencia del riesgo común y compartido; sin embargo, se señaló, asimismo, que las clases populares estaban en un peligro mayor, pues en el mismo texto es posible leer que "como era natural, la falta casi absoluta de higiene en los barrios pobres determinó que en ellos fuese donde con mayor furia se cebara la enfermedad en términos que el crecido porcentaje [sic] de mortalidad, como no registra uno igual nuestros anales, ha llegado a ser algo verdaderamente alarmante" (17, p. 315).
De esta forma, varias voces se sumaron a esta idea que reafirmaba que las condiciones higiénicas o, aún mejor, la falta de toda higiene, que siguiendo el texto anterior se asumía como natural entre los habitantes de los barrios populares, se constituyó en la causa que explicó el mayor grado de mortalidad entre las personas pobres del Paseo Bolívar, zona en la que, según el doctor Manuel Peña, pudo observar que los casos de gripa "eran relativamente más numerosos y de mayor virulencia que los que se iban presentando en la parte baja de la ciudad, explicándose esto por el mayor desaseo y por la carencia de higiene en que viven sus pobres habitantes" (18, p. 11).
Al respecto, el doctor García Medina señaló que "aunque todas las clases sociales sufrieron la enfermedad, fue en la clase obrera y en la proletaria en las que más rápidamente se extendió y más alta mortalidad ocasionó, dadas las malas condiciones de las pésimas habitaciones en que viven y por la deficiencia en la alimentación y la falta de abrigo de los proletarios" (14, p. 280).
Las descripciones de la prensa, así como las imágenes que acompañaban los numerosos artículos dedicados a reportar el avance de la gripa, dieron cuenta de un sector deprimido, caracterizado por casas de una sola habitación construidas, en su gran mayoría, en bareque y techadas con paja. Estas viviendas que ni contaban con servicio de baño, ante la ausencia absoluta de servicios públicos, ni gozaban de una buena ventilación albergaban familias numerosas que, con frecuencia, convivían con varios animales domésticos. Tales chozas o "casuchas", como fueron denominadas por la prensa bogotana, se encontraban en lugares con calles sin pavimentar, que en la época seca se constituían en caminos polvorientos y en temporada de lluvias se constituían en verdaderos barrizales por los que transitaban descalzos vecinos carentes de abrigo y con altos grados de desnutrición (figura 1).
Este desolador panorama se tradujo en un profundo temor de las élites bogotanas, que vieron en los enfermos pobres un potencial peligro y los consideraron los principales responsables de la propagación del vertiginoso contagio. Si bien eran frecuentes las quejas sobre las pésimas condiciones higiénicas de una ciudad que solo unos años atrás había sido llamada la "Atenas suramericana", se consideró que, "por sobre todo esto, la miseria y el supremo desaseo en que viven las clases bajas del obrerismo, fueron causa más que suficientes para determinar, en forma nunca antes vista, la epidemia que nos vino de Estados Unidos, rotulada ya con el nombre de gripe, con lo cual sentó entre nosotros sus reales de desolación y espanto" (11, p. 7). Las palabras de Eduardo Carvajal ejemplifican buena parte de un sentimiento generalizado de unas élites bogotanas que, haciendo gala de su absurda incomprensión, incluso de su indolencia, criticaron lo que para ellos es un acto de total inconciencia e imprevisión de las clases populares y que se resume bien en el siguiente extracto de un texto publicado en la revista Cromos, el 2 de noviembre de 1918: "La mayoría de los obreros y en general todos aquellos que derivan la diaria subsistencia de su propio trabajo, habían sido privados de los más elementales auxilios debido a la enfermedad; como el ahorro es para ellos planta exótica, les fue preciso implorar la caridad pública para no morir de hambre" 19; énfasis en el original).
Estas ideas, según las cuales los pobres son per se sucios, incapaces de ahorrar y atenidos a la caridad pública, son discursos que, con la emergencia generada por la COVID-19 en nuestro país, demostraron tener plena vigencia. Es necesario señalar que, contrario a lo ocurrido con la gripa de 1918 en Bogotá, el Gobierno nacional decretó, a mediados del mes de marzo del 2020, una cuarentena obligatoria como medida de contención del contagio, y campañas como Quédate en casa o Está en tus manos, si bien se constituyeron en un muy importante elemento pedagógico, sirvieron como telón de fondo para que, de nuevo, se hicieran visibles discursos que construyen a las clases trabajadoras pobres de la capital como peligrosas e inconscientes. El muy alto índice de informalidad laboral en la capital colombiana explica que, con el pasar del tiempo, aquellos que estaban en riesgo de morir de hambre encerrados en sus casas se vieran en la obligación de aventurar un posible contagio en las calles con la esperanza de poder "hacer un diario" que cubriera las afugias inmediatas.
Ahora bien, pese a que durante la epidemia de 1918 no existió un mandato presidencial o de cualquier otra instancia gubernamental en el que se decretara, en rigor, un periodo de cuarentena, la gripa española también paralizó la ciudad. Todos los despachos ministeriales, departamentales y municipales se vieron en la necesidad de cerrar sus puertas; el Congreso dejó de sesionar, por la falta de quórum, ya que varios de los congresistas cayeron enfermos, y las instituciones educativas y locales comerciales también suspendieron todas sus actividades. Además, eventos que implicaran la aglomeración de personas, por ejemplo, las misas, fueron cancelados y aquellos que tenían a su cargo la comunicación de la ciudad, es decir, los trabajadores del telégrafo o del tranvía, conscientes de la importancia de mantener conectada a la capital, hicieron un esfuerzo por mantenerse en sus puestos de trabajo hasta que, víctimas del contagio, varios de ellos murieron y otros se vieron obligados a permanecer en sus casas.
Con el paso del tiempo, el número de muertos aumentó de forma drástica y las calles de la capital se convirtieron en escenarios de muerte y desolación, en los que era cada vez más frecuente la presencia de cuerpos inertes o de personas moribundas que, víctimas del mayor de los desalientos, se acostaban en medio de la vía pública en espera de la muerte (figura 2).
A estas estremecedoras imágenes se sumaron las llamadas carretas macabras, que en tiempos inmediatamente anteriores fueron vehículos usados para el transporte de las cantinas de leche y de otros alimentos, que empezaron a escasear, y que, ante el incremento de cadáveres, debieron ser utilizadas para trasladar los cuerpos al anfiteatro de la ciudad, que los albergó durante varios días hasta alcanzar altos grados de descomposición, pues los cementerios, por una parte, tampoco dieron abasto con el número víctimas mortales que a diario ingresaban y, por otra parte, no contaban con sepultureros suficientes, debido a que la mayoría de ellos enfermaron o perdieron la vida en medio de uno de los trabajos que mayor riesgo representó (figura 3).
De esta forma, los enfermos pobres se vieron expuestos hasta en el acto más íntimo de sus vidas: su propia muerte. Como ya se presentó en un trabajo previo 20, la prensa bogotana registró varias de estas imágenes que contrastan fuertemente con la forma como fue narrada la muerte entre las élites bogotanas, cuyas imágenes los representaban en vida, vestidos con sus mejores galas, lejos de todo anonimato y a quienes dedicaban honrosas palabras que exaltaban sus virtudes físicas, morales y sociales (figura 4).
Ahora bien, en un claro contraste con el silencio negligente del gobierno nacional,4 blanco de las más feroces críticas, la Gobernación del departamento de Cundinamarca, liderada por E. Restrepo Sáenz, promovió dos reuniones con la Junta Central de Higiene, realizadas los días 22 y 24 de octubre, y en ellas se estableció organizar la asistencia médica para atender a los enfermos pobres a domicilio; dividir en ocho o diez zonas la ciudad y asignar a cada una de ellas un médico y un ayudante; establecer hospitalidad para aquellos pacientes que así lo requirieran; crear una Junta de Socorros, para que se encargara, por un lado, de reunir recursos suficientes para llevar a los sectores más pobres de la ciudad víveres, ropas y demás provisiones necesarias y, por otro lado, organizara el servicio de hospitales. Finalmente, se estableció que la Gobernación y la Alcaldía asumirían, en conjunto, los gastos para cubrir el cuerpo médico y los medicamentos necesarios para la atención de los enfermos pobres. En atención a lo encomendado -y teniendo en cuenta que el San Juan de Dios, único hospital público con el que contaba la capital en ese entonces, no tardó en verse desbordado por el altísimo número de pacientes que a diario llegaban en busca de atención-, la Junta de Socorros, entendiendo que la creación de hospitales se constituía en una tarea urgente, abrió el 26 de octubre de 1918, a menos de dos semanas de que se desencadenara la epidemia, las puertas de los dos primeros hospitales provisionales.
Con el paso del tiempo se hizo necesaria la creación de cuatro hospitales más, con el ánimo de atender una crisis que, con el posterior cierre del último de ellos el 27 de noviembre, daba por terminado el paso de la gripa por Bogotá que, aunque fugaz, quedó grabado en el recuerdo de los capitalinos como la mayor tragedia vivida en la ciudad en los tiempos modernos. Las fotografías que circularon en la prensa de la época se convierten en el mejor testimonio de las precariedades de estos espacios, carentes de las condiciones mínimas de higiene y de asepsia que pudieran garantizar el tratamiento y la recuperación de los numerosos enfermos. No obstante las dificultades referidas, se sabe que fueron muchos más los pacientes que fueron dados de alta que aquellos que perdieron la vida (figura 5).
En el caso de las visitas domiciliarias, pese a los esfuerzos del gobernador, del alcalde y del cuerpo médico bogotano, es posible determinar, siguiendo a Jorge Laverde, que un número significativo de enfermos pobres murió sin que hubieran podido recibir algún tipo de atención médica, no solo "por lo rápido de la enfermedad", sino porque la gran mayoría de los médicos tampoco escaparon al contagio y enfermaron tarde o temprano 20. Gracias a los informes presentados por estos galenos, fue posible identificar los diferentes tipos de tratamientos utilizados, aunque no es posible determinar cuál de todos ellos presentó mayor eficacia, justamente, por la rapidez con que la gripa hizo su paso por la capital. La base de la medicación consistió en expectorantes, aplicaciones locales como ventosas secas y escarificadas, inyecciones intravenosas de colargol e intramusculares de ergotina, aceite alcanforado, desinfectantes intestinales y febrífugos, entre los cuales las sales de quinina mostraron gran eficacia 21.
No fueron breves las líneas que los facultativos dedicaron a hacer un fuerte llamado de atención acerca de las condiciones de extrema pobreza que encontraron en los sectores pobres de la ciudad, y algunos de ellos denunciaron, de forma enfática, que la miseria se constituyó en la principal causa de propagación del contagio. La proximidad con los enfermos pobres fue una muy buena oportunidad para hacer una especie de pedagogía de la higiene y del cuidado, en la que se hizo hincapié en diversas medidas de aseo y en las diferentes estrategias para reconocer los peligros que pudieran llevar a una recaída. En una época en que los médicos colombianos lideraban lo que se conoció con el nombre de la lucha antialcohólica, esas visitas se presentaban como una oportunidad inmejorable para combatir el consumo de bebidas alcohólicas, en general, y de la chicha, en particular, la cual era considerada uno de los mayores flagelos que azotaban a los bogotanos pobres. Las palabras del doctor Guillermo Gómez ilustran, en buena medida, el pensamiento de un importante sector del cuerpo médico nacional, para quienes esta bebida fermentada podía ser un "veneno, que ha causado a nuestro pueblo males mucho más desastrosos que la gripa" (22, p. 118), frase que, en medio de un evento de tal magnitud, expresa una verdadera preocupación.
Los médicos domiciliarios no fueron los únicos visitantes que llegaron a la parte alta de la ciudad. Dentro de las misiones encomendadas a la Junta de Socorros estaba la de buscar recursos que permitieran atender las necesidades urgentes de una población particularmente vulnerable. En este sentido, no sorprende que la entrega de alimentos fuera considerada una de las estrategias más importantes para conjurar un mal que era tomado como el verdadero enemigo por vencer: el hambre. En la prensa bogotana de la época se insistió en que los estragos de la gripa se explicaban, en gran medida, porque la enfermedad encontraba en los cuerpos de los pobres a un huésped débil, con lo cual los estragos causados eran aún mayores. Esta idea generalizada se ilustra bien a través de las palabras publicadas en la revista Cromos, el 26 de octubre de 1918: "Mucha, mucha pobre gente me dicen ha muerto. Esta ya había comenzado a fallecer, con distintas afecciones en apariencia, pero en el fondo con una sola y misma enfermedad: hambre. Iban a sucumbir con el plazo y turno que la miseria les había fijado. La gripe no ha hecho sino decirles: por aquí que es más derecho" 23.
De esta manera, la creación de comedores fue un asunto prioritario. No obstante, un buen número de enfermos, dado su complicado estado de salud, no se hallaban en condiciones de trasladarse hasta los locales donde a diario, y pese al inminente riesgo de contagio, llegaban miles de bogotanos, especialmente niños, en busca de alimento. Esta situación obligó a que un buen número de voluntarios se trasladara hasta los altos de la ciudad a llevar los víveres y las prendas que se recolectaban entre los capitalinos más favorecidos y quienes, movidos por la caridad -considerada la mayor virtud cristiana-, acudieron al llamado de los organizadores (figura 6).
Conclusiones
La actual crisis social desencadenada por la COVID-19 ha obligado a que varias de las políticas gubernamentales concentren esfuerzos en atender el mismo problema que golpeó tan duramente a la capital hace un siglo. Las imágenes de la entrega de mercados, que no se repartieron entre todos los que los necesitaban ni en la frecuencia necesaria, fueron usuales en esta pandemia, y, tal como ocurrió en el pasado durante la epidemia de gripa de 1918, se presentan como medidas paliativas que están muy lejos de dar soluciones a los problemas de fondo. Mucho se dijo que era un riesgo latente que el hambre llevara a los pobres de esta ciudad a saquear los almacenes y, sin embargo, fueron los corruptos quienes encontraron en prácticas denigrantes como los sobrecostos, por solo citar un ejemplo, la forma de robar a los más necesitados. La clase alta colombiana -y buena parte de la clase media-, a la que pertenecen los dirigentes de este país, señalaron el riesgo que constituían los pobres de la ciudad, los cuales, dada su "natural ignorancia", no mantenían el distanciamiento social y no eran lo suficientemente disciplinados como para "quedarse en casa" cuidando, así, de ellos mismos y de los otros que no merecían quedar expuestos.
De nuevo, la incapacidad de nuestra sociedad para entender que los pobres, dadas sus condiciones de vida, habitan, los que más suerte tienen, en inquilinatos o hacinados en pequeñas viviendas, no permitió comprender la dura elección a la que se vieron enfrentados: escoger entre morir de hambre en sus casas o correr el riesgo de morir contagiados en las calles para conseguir el tristemente famoso "diario", ese diario vital con el que sobreviven muchas familias bogotanas. Como ocurrió en el pasado, los medios de comunicación actuales produjeron un corpus de imágenes que ayudan a la construcción de un discurso sobre los pobres, en los que se siguen reforzando los estereotipos que estamos muy lejos de superar.
Aunque es innegable que las pandemias dejan un halo de desolación y muerte tras de sí, pueden, y deben, presentarse como una oportunidad para movilizar esfuerzos y exigencias, en aras de mejorar las condiciones de vida de aquellos menos afortunados. Si bien la caridad que inspiró acciones conjuntas en los tiempos de la gripa española fue remplazada por la solidaridad que hoy nos mueve alrededor de la pandemia de la COVID-19, y que debe ser una premisa obligada de la humanidad, no puede, de forma alguna, salvar la responsabilidad del estado. Cien años después del paso devastador de la gripa por Bogotá, la pandemia actual desnuda las miserias de siempre, las de una nación que ha sido incapaz de ofrecer una vida digna a los sectores populares de nuestra ciudad, de garantizar el acceso a un sistema fuerte y público de salud, de proteger de las garras de la corrupción los recursos públicos y de brindar un futuro mejor a nuestras clases trabajadoras para que así, cuando llegue de nuevo la muerte voraz, no encuentre en los nuestros a quien dar su abrazo mortal.