Introducción: el surgimiento del extractivismo en Latinoamérica
El alza en los precios globales de las materias primas, a comienzos del siglo XXI, produjo un incremento importante de la inversión extranjera directa en América Latina, especialmente en operaciones mineras a gran escala. Desde entonces, ha surgido un corpus de literatura crítica en torno al concepto del «neoextractivismo» que analiza esta nueva fase extractiva de recursos naturales en esta región del mundo (Acosta, 2012, 2016; Burchardt & Dietz, 2014; Gudynas, 2009, 2011, 2013; Svampa, 2019, 2021). La revista Tabula Rasa (2016) dedicó una edición especial a este tema.
Por supuesto, el extractivismo no es un fenómeno nuevo en Latinoamérica. Como lo afirma Alberto Acosta, una de las voces más destacadas en el debate sobre el neoextractivismo, el extractivismo es un «modo de acumulación entrelazado con el proceso de conquista y colonización que comenzó a implantarse a escala global hace más de quinientos años» (Acosta, 2012, p. 62). El extractivismo en Latinoamérica por consiguiente debe verse como parte instrumental del (neo)colonialismo europeo y de los Estados Unidos de América en esta región del mundo. Como lo señaló Eduardo Galeano (2003) en su estudio clásico Las venas abiertas de América Latina: «Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha transmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder» (p.16). La expropiación extractiva de los recursos naturales de América Latina forma así parte esencial de la explicación sobre el desarrollo del capitalismo global.
El extractivismo también debe asociarse al mito de la misión civilizadora que según los conquistadores europeos justificaba sus acciones en Abya Yala. Como lo mencionó el geógrafo Derek Gregory en su influyente estudio The Colonial Present (El presente colonial), la riqueza extraída del «nuevo continente» hizo posible la consolidación del capitalismo y la imposición de «mitos de autosuficiencia en los que “Occidente” es responsable de llevar la “civilización moderna” al “otro” subalterno» (Gregory, 2004, p.4). De ese modo, el extractivismo surge como un producto histórico y geopolítico de diferenciación y jerarquización entre territorios coloniales y metrópolis imperiales. Los primeros concebidos como espacios de saqueo y pillaje para el abastecimiento de los segundos (Machado, 2013). Desde la perspectiva actual puede considerarse la extracción de plata de Potosí (hoy Bolivia) una de las primeras operaciones mineras a gran escala de Latinoamérica. En épocas coloniales, Potosí producía el 74 por ciento de la plata del mundo y operaba con mano de obra controlada mediante las instituciones coloniales de la mita y la encomienda (Machado, 2017, p.40).
El extractivismo adoptó nuevas formas y dimensiones después de la independencia formal. Pero las recién creadas repúblicas latinoamericanas replicaron las instituciones económicas coloniales y las divisiones sociales racializadas manteniendo lo que el pensador peruano Aníbal Quijano (2000) llamó «la colonialidad del poder». La raza, explica Quijano (2000), «se impuso como el criterio básico para clasificar la población en la estructura de poder de la nueva sociedad, asociado con la naturaleza de los roles y los lugares en la división del trabajo y en el control de los recursos de producción» (p. 216).
El extractivismo es central para entender la inserción de Latinoamérica en el sistema global, que conlleva un desarrollo desigual, inequidades sociales y diferenciación geográfica. Las comunidades locales e indígenas han cargado por siglos los efectos adversos de la expansión de la extracción de minerales. Más de dos siglos después de la independencia formal, sigue siendo la extracción de recursos minerales lo que más atrae la inversión extranjera directa a Latinoamérica. Como lo señalan Bebbington & Bury (2013, p.16), «El aumento de la inversión extranjera directa en hidrocarburos entre 2004 y 2007 fue de 223 por ciento en Brasil y de 623 por ciento en Colombia; y en minería fue de 458 por ciento en Brasil, de 502 por ciento en Bolivia y del 550 por ciento en México». Veltmeyer (2012, p.66) agrega que «A comienzos de los noventa, América Latina recibió un 12 por ciento de la inversión global en minería; y para 2009, esa participación rondaba el 26 por ciento».
Según Brand et al. (2016), basados en datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), para 2011, Latinoamérica mostraba señales claras de «reprimarización de la economía»; esto quiere decir, un retroceso hacia la producción de bienes primarios. Por ejemplo, «en Bolivia, la producción de gas triplicó su volumen entre 2000 y 2008, mientras que la producción petrolera en Brasil, Ecuador, Bolivia, México y Venezuela creció entre 50 y 100 por ciento entre 1990 y 2008» (Brand et al., 2016, p.131). Más aún, para Maristella Svampa (2019) la expansión de las operaciones de minería a gran escala en países sin una tradición minera esencial para la economía, como Argentina (Gómez Lende, 2018; Svampa & Álvarez, 2010), Colombia y Ecuador, es un indicador más de la reprimarización de la economía. Las megaoperaciones mineras durante la primera década del siglo XXI ocurrieron en contextos políticos muy diversos, tanto en aquellos con gobiernos progresistas que pretendían hacer un cambio político hacia la izquierda, como Venezuela, Ecuador y Bolivia, así como también en aquellos con gobiernos con una agenda neoliberal, como Colombia y Perú.
En el contexto de las transformaciones económicas, sociales y políticas de la primera década del siglo XXI, comenzó a aparecer literatura crítica sobre el neoextractivismo. La mayoría de esos pensadores cuestionaron el modelo de desarrollo económico adoptado por los llamados gobiernos progresistas del «giro a la izquierda». Básicamente, cuestionaban los supuestos beneficios que aportaría la exportación de materias primas a largo plazo después de la fase inicial de crecimiento económico y diversificación de la economía. Esos académicos articulaban el análisis de la economía política con una perspectiva histórica para analizar los fenómenos emergentes de lo que denominaron «neoextractivismo» (Acosta, 2012; Acosta & Cajas, 2016; Burchardt, 2016; Canterbury, 2018; Composto, 2012; Gudynas, 2009; Milanez & Santos, 2015; Svampa, 2019, 2021).
Pero, si el extractivismo ha sido una constante de la vida económica, social y política de muchos países en el sur global (Acosta, 2012, p.63), ¿qué es lo «nuevo» o lo diferente del «neoextractivismo»? ¿Es simplemente un ciclo renovado o la intensificación de patrones económicos existentes hace mucho? O ¿tiene que ver más con el ángulo de interpretación que le han dado estos pensadores? ¿Vale siquiera la pena usar esa denominación?
En este artículo, analizamos con una lente crítica los debates teóricos de enfoque neoextractivista, y la relación entre la extracción de recursos y el desarrollo económico. Es importante subrayar que el enfoque en el neoextractivismo no se configura bajo una postura de análisis unificada. Más bien, es heterogénea, con diferentes énfasis que comprenden la ecología política (Gudynas, 2009), la geografía (Bebbington, 2009), la sociología (Svampa, 2019) y la economía política (Acosta, 2012; Burchardt, 2016; Burchardt & Dietz, 2014; Canterbury, 2018; Petras & Veltmeyer, 2014; Veltmeyer, 2016).
También argumentamos que las discusiones dentro de los diversos enfoques sobre el neoextractivismo indican algunos replanteamientos de temas anteriores tratados en la teoría crítica latinoamericana, como en la economía del desarrollo y en especial en la teoría de la dependencia (Ghosh, 2019; Grosfoguel, 2000; Slater, 2004). Por ejemplo, los estudiosos del neoextractivismo comparten al menos tres presupuestos comunes con la teoría de la dependencia. En primer lugar, la afirmación de que los países extractores de recursos y las comunidades no perciben beneficios económicos significativos de la extracción de recursos, pero sí padecen las consecuencias negativas ambientales, sociales y políticas. En segundo lugar, se piensa que la inversión extranjera directa causa distorsiones en las economías locales y en los patrones tradicionales de reciprocidad y solidaridad. Y en tercer lugar, la opinión de que es posible contrarrestar los efectos adversos de la expansión del capital extranjero con un control nacional sobre los procesos económicos y los recursos naturales. Se dice que en este proceso es central el fortalecimiento de las políticas nacionales y la participación política de distintos actores.
A continuación, proponemos analizar tres enfoques distintos, aunque interrelacionados frente al neoextractivismo: 1) como coyuntura progresista; 2) como nuevo ciclo de acumulación capitalista; y 3) como imperialismo. Aunque los argumentos de los diferentes autores en estas secciones muchas veces coinciden, sigue siendo útil hacer esta distinción para establecer una imagen más clara de la naturaleza heterogénea de los debates que se consolidan bajo la noción del neoextractivismo.
El neoextractivismo como coyuntura progresista
Al ecólogo político Eduardo Gudynas (2009) se le atribuye el término «neoextractivismo» en su publicación Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo: contextos y demandas bajo el progresismo sudamericano actual. Allí, sostiene que el neoextractivismo hace parte de la versión actual del desarrollismo en Suramérica, en el que se mantiene el ideal del progreso material en nuevas condiciones políticas y culturales (Gudynas, 2009). El Estado tiene participación activa en este modelo mediante la regulación de la industria extractiva y la canalización de los ingresos hacia el gasto social. Pero esto sigue siendo funcional a la globalización comercial y financiera, y mantiene la inserción en calidad de subordinada de los países suramericanos en la división internacional del trabajo. También sostiene que, si bien algunos gobiernos progresistas ganaron legitimidad política con la captura de una porción más importante de ganancias y su reinversión en gasto social, el neoextractivismo ha acentuado los impactos sociales y ambientales negativos. Según Gudynas (2009), los estudiosos del sistema neoextractivista cuestionan las ideas modernas del progreso y la naturaleza que reaparecen bajo una nueva apariencia como parte del modelo de desarrollo liderado por la extracción de recursos naturales de la mano de gobiernos progresistas y neoliberales en la primera década del siglo XXI.
De manera similar, Burchardt & Dietz (2014) conceptualizan el neoextractivismo como un debate sobre los nexos entre el desarrollo y la extracción de recursos en el contexto del boom de los precios de las materias primas y la proliferación de gobiernos de izquierda durante el siglo XXI. Burchardt & Dietz (2014) sostienen que el neoextractivismo es un modelo de desarrollo que termina reproduciendo las mismas relaciones de poder de ciclos anteriores de acumulación de capital, pero lo hace generando problemas sociales y ambientales que se tornan más prevalentes en el contexto de la actual «crisis ecológica, de cambio climático global, de empobrecimiento de los suelos, deforestación, pérdida de la soberanía alimentaria, deterioro de la biodiversidad y contaminación del agua potable» (p.469).
Una suposición común desde esta perspectiva sobre el neoextractivismo es que la llegada del siglo XXI fue una coyuntura con profundas consecuencias políticas y económicas (Burchardt & Dietz, 2014; Göbel & Ulloa, 2014; Gudynas, 2009, 2013; Svampa, 2019, 2021). En el ámbito económico, esta coyuntura se caracterizó por los altos precios internacionales de las materias primas entre 2002 y 2013, aproximadamente, una expansión sin precedentes de megaproyectos de extracción de recursos fomentada por la creciente y diversificada demanda global de energía y biocombustibles, la mayor inversión extranjera directa, los tratados de libre comercio y el acomodo de los códigos mineros nacionales a los intereses de las empresas transnacionales que allanaron el camino a un aumento inédito en el tamaño y la escala de las operaciones extractivas en Latinoamérica (Bebbington & Bury 2013; Deonandan & Dougherty 2016; Svampa 2019; Veltmeyer, 2016). Según Petras & Veltmeyer (2014, p.115), «En los países suramericanos, el ingreso en materia de inversión extranjera directa pasó de un promedio de 10 por ciento entre 2000 y 2003 a 61 por ciento en 2006. A pesar de la crisis financiera y económica global de esa época, los flujos de inversión extranjera directa hacia Latinoamérica y el Caribe alcanzaron un récord de US$128.3 billones en 2008».
En términos políticos, el aumento en los precios de las materias primas creó las condiciones materiales para que los llamados gobiernos progresistas rearticularan sus prácticas y discursos de desarrollo en torno al neoextractivismo (Bebbington & Bury 2013, Burchardt & Dietz 2014, Gudynas 2009). De especial importancia es el uso de las rentas generadas por los sectores extractivos por parte de gobiernos latinoamericanos progresistas para expandir el gasto social y los programas sociales, lo que dio un grado relativo de legitimación política para adoptar las exportaciones de materias primas como medida central de desarrollo económico. Parte de la rearticulación del discurso desarrollista involucra los esfuerzos por crear organizaciones que integren intereses regionales y de cooperación entre gobiernos progresistas de la región. En Venezuela, por ejemplo, Hugo Chávez promovió la integración regional mediante acuerdos de libre comercio alternativos, como el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América. Chávez jugó un rol crucial en la expansión del giro regional hacia la izquierda que abarcó los gobiernos de Dilma Rousseff y Lula da Silva, en Brasil; José Mujica, en Uruguay; Fernando Lugo, en Paraguay; y Mauricio Funes, en El Salvador. También, una izquierda más populista, como la de Evo Morales, en Bolivia; Daniel Ortega, en Nicaragua; Rafael Correa, en Ecuador, y Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina (Mares, 2012). Esos gobiernos acogieron las exportaciones de materias primas como una medida central del modelo económico y el discurso populista sobre redistribución y bienestar. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos redistributivos de los gobiernos progresistas, los impactos negativos del extractivismo sobre la sociedad y el medio ambiente desataron la protesta social y acciones colectivas en la región.
El cambio político también se manifestó en esta nueva coyuntura con un rol más activo del Estado y la autoridad nacional como eje de la acumulación de capital, en comparación con el periodo anterior de reformas neoliberales. Los llamados gobiernos progresistas reinventaron viejas formas de intervención estatal, revisitando diversos presupuestos comunes del desarrollismo, uno de los cuales fue que el crecimiento económico permitiría el gasto social y la diversificación sostenidas de los sectores de la economía nacional. Más aun, los gobiernos progresistas afirmaban que después de una fase inicial de desarrollo económico impulsado por lo extractivo que aprovechara la gran reserva de recursos naturales, habría una diversificación de la economía nacional que rompería la dependencia histórica de la región (Burchardt & Dietz, 2014; Gudynas, 2009).
Los gobiernos progresistas buscaron implementar un modelo de crecimiento económico basado en la extracción de recursos mediante diversas formas de intervención estatal que incluyeron la nacionalización de empresas extranjeras, el aumento de la participación estatal en empresas extranjeras, medidas fiscales para aumentar la renta y mayor gasto en servicios sociales. Como lo sostiene Antony Bebbington (2009), estas medidas representan un «nacionalismo de recursos», que quiere decir, un esfuerzo de los gobiernos que intenta recuperar el control sobre los recursos, en ocasiones en contravía de los intereses de las empresas transnacionales. Sin embargo, los gobiernos progresistas no cuestionan el extractivismo en sí, sino el control privado y extranjero de los recursos naturales. Desafortunadamente, no es suficiente nacionalizar los minerales, como lo ha demostrado la larga y penosa historia de la extracción de recursos en Latinoamérica (Galeano, 2003).
Es importante hacer énfasis en que los estudiosos que entienden el neoextractivismo como una nueva coyuntura se han centrado en entender la implementación del modelo de desarrollo liderado por lo extractivo en el contexto de los gobiernos progresistas de América Latina y han dejado de lado relativamente el análisis de los gobiernos latinoamericanos que, en su opinión, no se salían de la trayectoria neoliberal del desarrollo, como los casos de Colombia y Perú, que tienen un peso relativamente menor en la literatura, en comparación con los trabajos producidos sobre Ecuador y Bolivia. La ruptura con las políticas neoliberales y la renovación de la participación del Estado en la regulación del extractivismo son aspectos cruciales para los estudiosos que entienden el neoextractivismo como una coyuntura progresista.
Otro aspecto crítico de la nueva coyuntura son las movilizaciones sociales en aumento, oponiendo resistencia a la expansión de las megaoperaciones mineras en América Latina. Los movimientos que se oponen a la minería son vistos como una extensión de los movimientos sociales antineoliberales (Canterbury, 2018; Zibechi, 2012). Se dice que los movimientos sociales se basan en experiencias previas de resistencia a las reformas neoliberales y cobran una creciente relevancia en su rol en la articulación de las demandas indígenas, urbanas, populares, antiglobalización y ambientales (Oslender, 2016; Svampa, 2019; Zibechi, 2012). Los movimientos sociales devienen fuerzas políticas fundamentales en diferentes países, como lo demostró, entre otros ejemplos, la influencia decisiva de los movimientos indígenas en Bolivia, Ecuador y México, la movilización de los trabajadores rurales sin tierra en Brasil y el activismo de los desempleados y piqueteros en Argentina (Zibechi, 2012). Durante la primera década del siglo XXI, algunos de estos movimientos sociales se articularon con partidos políticos de izquierda que comenzaron a tener cargos de gobierno en diversos países latinoamericanos (como el Movimiento hacia el Socialismo MAS en Bolivia, y la Alianza País en Ecuador). En resumen, las transformaciones políticas durante esta coyuntura, las formas emergentes de participación y movilización social, las rearticulaciones entre el Estado y la sociedad, el surgimiento de movimientos sociales con agendas posneoliberales y las relaciones de poder en general son elementos centrales de análisis para el enfoque que entiende el neoextractivismo como una coyuntura progresista.
El neoextractivismo como un nuevo ciclo de acumulación capitalista
El economista ecuatoriano Alberto Acosta (2012) afirma que el extractivismo y el neoextractivismo son «dos caras de la misma maldición». Como lo plantea, el extractivismo es un modo de acumulación que acomoda distintos ciclos de acumulación de capital y regímenes políticos: «la modalidad de acumulación extractivista parece estar en la médula de la propuesta productiva tanto de los gobiernos neoliberales como de los gobiernos progresistas» (Acosta, 2012, p. 62).
Acosta (2012) sostiene que, si bien las experiencias de los gobiernos progresistas muestran que es posible alcanzar cierto progreso en términos de redistribución y gasto social, no es suficiente, ya que dichos gobiernos en realidad no representaban una alternativa al extractivismo. De la misma forma que en ciclos anteriores de la acumulación de capital, el actual modelo económico se basa en el crecimiento económico entendido «como sinónimo de desarrollo, y creen que debe lograrse aumentando las exportaciones y maximizando la inversión» (p. 73). Por tal razón, su interés no es la coyuntura específica de la primera década del siglo XXI sino la noción de diferentes ciclos de acumulación de capital. Como lo plantea Acosta (2012), «el extractivismo ha sido un mecanismo de saqueo y apropiación colonial y neocolonial, que ha asumido diversos ropajes a lo largo del tiempo, se ha forjado en la explotación de las materias primas indispensables para el desarrollo industrial y el bienestar del Norte global» (p.63).
Tampoco el periodista, activista y teórico político uruguayo Raúl Zibechi está convencido de la supuesta ruptura con el periodo neoliberal en los regímenes progresistas. Zibechi (2017, p.364) afirma que el neoextractivismo representa una «segunda fase del capitalismo neoliberal». Esta segunda fase, en su opinión, «tomó la forma de capitalismo extractivo, retroceso a un tipo de capitalismo que predominó antes de la era del capitalismo industrial, que funcionaba no tanto sobre la base de la explotación de la mano de obra, sino de la explotación de la naturaleza» (Zibechi, 2017, p.364). Para él, las políticas sociales y redistributivas de los llamados gobiernos progresistas no fueron más que un mecanismo para evitar la protesta social y legitimar el modelo de desarrollo extractivo. Como lo señala Zibechi (2017, p.366), «no hay extractivismo sin políticas sociales que arrojen mendrugos a los pobres para evitar o contener el estallido social».
De igual forma, Canterbury (2018) rechaza la perspectiva del neoextractivismo como coyuntura progresista. Sostiene que la noción de neoextractivismo distrae la atención del enfoque real del problema, porque el neoextractivismo «no puede explicar el fenómeno cíclico asociado con la crisis y reforma del capitalismo global» (p.21). En su opinión, «el problema real es que el desarrollo capitalista trata la naturaleza como la propiedad privada de unos pocos para su explotación con ánimo de lucro» (Canterbury, 2018, p.17). En la misma línea, Norma Giarracca (2007) afirma que «en los últimos veinte años un nuevo proceso de apropiación de la naturaleza se convirtió en una de las principales formas de valorización del capital y de noción dominante del desarrollo, implica el dominio sobre los recursos naturales, en especial sobre el agua, la tierra y la biodiversidad» (p. 2). De igual modo, Atilio Borón (2015) señala que el neoextractivismo «es la reintroducción, adaptada a las nuevas circunstancias, de una vieja estrategia de desarrollo basada en la explotación intensiva de ciertos bienes comunes, principalmente en la minería y la agricultura» (p.5).
Desde esta perspectiva, no hay nada nuevo en el neoextractivismo; aparte de que es un fenómeno específico de la era posneoliberal. En lugar de una visión coyuntural, se propone una perspectiva cíclica, porque se entiende que el extractivismo ha tenido distintas manifestaciones en diferentes periodos de la historia del desarrollo capitalista. Por lo tanto, es posible hallar diferencias y semejanzas entre distintos contextos históricos. Por ejemplo, después de la Segunda Guerra Mundial, la dependencia en la exportación de productos primarios se consideró un problema que debía ser superado (Grosfoguel, 2000). La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) buscó reemplazar el enfoque de las décadas anteriores, del modelo de economía primaria a la industrialización. Lo paradójico es que, a comienzos del siglo XXI, los gobiernos progresistas volvieron a promover el rol de los países latinoamericanos como «sociedades exportadoras de naturaleza» (Coronil, 2002).
El neoextractivismo como imperialismo
Esta sección no pretende debatir el imperialismo en mucho detalle, pues eso sobrepasaría los límites de este artículo. En lugar de eso, nos centramos en los argumentos planteados por autores que consideran el neoextractivismo como una manifestación del imperialismo contemporáneo. Sin embargo, recordemos brevemente algunas generalidades de la noción de imperialismo.
En primer lugar, hay una asociación entre imperialismo y crisis capitalista. Como lo señalaron Gordon & Webber (2008, p.63), «el imperialismo capitalista se funda en la lógica de un sistema socioeconómico movido por la búsqueda competitiva del lucro a partir de la explotación de la mano de obra, y que posteriormente es proclive a la acumulación».[2] En segundo lugar, la teoría del imperialismo explica que ante las crisis generadas por la acumulación y la desvalorización, las economías metropolitanas responden con una expansión geográfica imperialista, que a su vez produce «rivalidades entre Estados y conflictos entre países ricos como una batalla por el control de los mercados mundiales y las fuentes coloniales de mano de obra y materias primas» (Robinson, 2011, p.731).
Como lo explicó David Harvey (2004, p.143), «el capitalismo siempre requiere una reserva de activos por fuera de sí mismo, si quiere enfrentar y eludir las presiones de la acumulación. Si esos activos, como las tierras baldías o nuevas fuentes de materias primas, no están a la mano, entonces el capitalismo debe producirlos de alguna manera». Harvey plantea que las contradicciones internas del capitalismo (esto es, entre mano de obra y capital; entre recursos naturales limitados y desarrollo económico) muchas veces se han resuelto de manera provisional mediante lo que denomina un «ajuste espacial», que incluye la organización de nuevas divisiones territoriales de la mano de obra, la apertura de lugares nuevos y más económicos de fuentes de materias primas, nuevos espacios dinámicos para la acumulación de capital y la penetración en estructuras sociales preexistentes de relaciones sociales capitalistas. Sin embargo, el «ajuste espacial», según Harvey, es tan solo una solución temporal a las crisis capitalistas de la acumulación.
Harvey (2004) sostiene que después de la década de 1970, la incapacidad capitalista de acumular por medio de la expansión de la producción se ha compensado con una creciente «acumulación por despojo». La acumulación mediante la expansión de la producción es diferente de la acumulación por despojo. La primera crea riqueza dentro del proceso de producción capitalista explotando la mano de obra asalariada y reinvirtiendo posteriormente las ganancias; la segunda se refiere a nuevos mecanismos no ligados a la producción. La acumulación por despojo incluye las luchas por la mercantilización y la privatización de la tierra, el desplazamiento forzado, la privatización, el agotamiento de los bienes comunes ambientales (la tierra, el agua y el aire), la mercantilización de la fuerza laboral, la supresión de formas de producción alternativas, el endeudamiento mediante créditos, los derechos de propiedad intelectual, las patentes, las licencias de material genético, entre muchas otras. «Lo que hace la acumulación por despojo es liberar una serie de activos (incluida la fuerza laboral) a un costo muy bajo (y en algunos casos, nulo)» (Harvey, 2004, p. 149).
De esta forma, podemos entender la acumulación mediante el despojo como un mecanismo actual de lo que Fernando Coronil (2004) ha llamado «imperialismo global». Coronil (2004) afirma que el imperialismo actual no reposa sobre el control administrativo directo de territorios extranjeros como en el pasado, sino que requiere la colaboración de diversos agentes en diversos niveles para articular el dominio efectivo. Propone pensar el imperialismo no como una etapa avanzada del capitalismo, como en el sentido clásico, sino diferenciar entre las tres modalidades de imperialismo: colonial, nacional y global. Según Coronil (2004), el imperialismo colonial se caracterizó por el dominio directo de las metrópolis sobre sus colonias, básicamente por vías políticas. Por su parte, el imperialismo nacional implica el reconocimiento mutuo entre naciones independientes, pero existe el dominio imperialista por medio de la economía. Finalmente, la actual modalidad, el imperialismo global, se caracteriza por la importancia central de redes transnacionales y su poder sobre las poblaciones del planeta por medio de un mercado global respaldado por los Estados metropolitanos (Coronil, 2004).
Es en este marco de análisis que Petras & Veltmeyer (2014, p.19) afirman que el «desarrollo capitalista y el imperialismo hoy en día en las Américas puede describirse mejor en términos de lo que los economistas han denominado extractivismo». Según ellos, el extractivismo se ha adaptado a distintos ciclos de la acumulación capitalista y se ha implementado de manera estratégica en diferentes contextos políticos. Desde esta perspectiva, los autores caracterizan dos tipos de expresión actual del extractivismo. Por un lado, el «activismo estatal incluyente» o neoextractivismo, caracterizado por países con gobiernos que rechazan abiertamente las políticas económicas neoliberales (como Argentina, Brasil, Bolivia y Ecuador). De otro lado, lo que denominan «imperialismo extractivo» se refiere a otra serie de países latinoamericanos (como Colombia, Perú y México) «donde el régimen gobernante sigue una trayectoria neoliberal hacia el desarrollo nacional en la órbita del Consenso de Washington y el imperialismo estadounidense» (Petras & Veltmeyer, 2014, p.26). En este primer grupo, el caso de Venezuela representa, en opinión de estos, el caso más radical que propone una visión más allá del capitalismo con un socialismo del siglo XXI (Petras & Veltmeyer, 2014).
La noción de «imperialismo extractivo» resuena en estudios recientes que analizan el imperialismo canadiense en Latinoamérica (Garrod & Macdonald, 2016; Tetreault, 2013; Todd & Webber, 2016). Un supuesto común entre estos trabajos es que el Estado canadiense ha implementado estrategias imperialistas para garantizar el acceso de firmas canadienses a recursos minerales en América Latina. Según Tetreault (2013), las reformas neoliberales facilitaron la consolidación de oligopolios en industrias extractivas, un aspecto clave para fundamentar la tesis del neoextractivismo como una forma de imperialismo. Tetreault (2013) identifica cinco mecanismos que impulsan el imperialismo canadiense en América Latina: el primero es que el Gobierno canadiense, por medio de la Agencia Canadiense de Desarrollo Internacional (CIDA), promovió las reformas neoliberales en América Latina, el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (Nafta) y Acuerdos de Protección a la Inversión Extranjera. Lo segundo es que interviene en la reformulación de la legislación minera. En tercer lugar, crea condiciones flexibles para la especulación financiera en la Bolsa de Valores de Toronto (TSX). Cuarto, crea exenciones tributarias para empresas mineras canadienses. Y, por último, promueve y subsidia la responsabilidad social corporativa (CSR) como forma de autorregulación adoptada de manera voluntaria y que supuestamente garantiza el respeto por los derechos humanos y ambientales de los países y comunidades receptoras.
Aunque estos mecanismos no constituyen imperialismo por sí mismos, Tetreault (2013, p.191) sostiene que «reflejan las estrategias imperialistas de una potencia mediana que ha contribuido a dar forma a la evolución del sistema global capitalista hacia los principios del libre comercio, la privatización y la desregulación». Después de analizar estos instrumentos de dominación e interferencia, Tetreault (2013) afirma que Canadá actúa como potencia imperialista y que ha sido fundamental para crear las condiciones para la financiación y la consolidación de oligopolios en la industria extractiva. También señala que contrario a las teorías de la transnacionalización del capital y el surgimiento de una clase capitalista transnacional, el Estado tiene un rol central en la acumulación de capital. Más aún, Tetreault (2013) rechaza la afirmación de que ya es imposible identificar la sede nacional de las corporaciones por cuenta de la globalización. Sostiene que la mayoría de las casas matrices de las corporaciones multinacionales con inversiones en el sector extractivo se sitúan en Canadá, que tienen una red de accionistas minoritarios y mayoritarios, y que pueden contar con que el Estado canadiense facilitará su expansión global (Tetreault, 2013, pp.206-207).
Un aspecto central para la discusión sobre el neoextractivismo como imperialismo es el rol que asumen los Estados debido a los cambios en la composición y la dirección de la inversión extranjera directa hacia la minería en América Latina. Como lo señala Maristella Svampa (2015), todos los países de la región acogieron un «consenso sobre las materias primas» hacia la primera década del siglo XXI, en el que las exportaciones de materias primas se consideraban el soporte central del modelo económico. Sin embargo, como sostiene Veltmeyer (2012), algunos Estados adoptaron la forma de «activismo estatal incluyente», mientras que otros siguieron la senda neoliberal. Mientras que países como Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela pueden considerarse «posneoliberales», porque rechazaron los principios del Consenso de Washington, países como Perú, Chile y Colombia siguieron ahondando su compromiso con los principios del capitalismo de libre mercado.[3] El «activismo estatal incluyente» suponía una ruptura con la lógica impulsada por el mercado, que otorgaba al Estado mayor control sobre los recursos naturales, y un ejercicio afirmativo de soberanía nacional frente a los ataques del imperialismo norteamericano. Petras & Veltmeyer (2014) son, sin embargo, cautelosos al señalar que el Estado posneoliberal y el supuesto producto de un giro pronunciado a la izquierda en la política nacional es simplemente la nueva ida y venida en la política del «imperialismo extractivo».
Comentarios finales
El inicio del siglo XXI presentó un auge global en el precio de las materias primas que disparó un aumento importante de la inversión extranjera directa en América Latina, en especial en el sector minero. Desde entonces, ha surgido un corpus de literatura crítica en torno al concepto del «neoextractivismo» que ha estudiado esta nueva fase extractiva de los recursos naturales en América Latina. En esta revisión de parte de esa literatura, hemos querido hacer énfasis en la heterogeneidad de los argumentos presentados en este campo emergente de los estudios críticos. Lejos de ser una serie de argumentos homogéneos, hay un número importante de matices en estos debates. Hemos propuesto revisar estos argumentos en tres posturas distintas, aunque interconectadas, que reflexionan sobre el neoextractivismo como a) una coyuntura progresista; b) un nuevo ciclo de acumulación capitalista, y c) imperialismo extractivo. Aunque los argumentos planteados por los diferentes autores en estas secciones coinciden muchas veces, afirmamos que es útil hacer esta diferenciación para armar una imagen más clara sobre la naturaleza heterogénea de los debates que se consolidan dentro de la noción del neoextractivismo.
Tampoco pretendemos cerrar esta categorización en este punto. Puede haber muchas formas de reflexionar conceptualmente sobre las diferencias sutiles en los argumentos presentados bajo el manto del «neoextractivismo», con la expansión de este campo de estudios. Parece claro que ha nacido un nuevo campo de estudios críticos en América Latina que interviene de manera crítica en debates sobre el desarrollo y el capitalismo global. Hay paralelos claros con desarrollos teóricos previos surgidos de América Latina, el más notable puede ser la teoría de la dependencia. Puede decirse que una de las continuidades más sobresalientes entre estas dos perspectivas críticas es el esfuerzo por pensar los problemas de las economías latinoamericanas desde una perspectiva histórica con una búsqueda de soluciones no universalizantes. Por ejemplo, los dependentistas ya habían llamado la atención, mucho antes que los académicos del neoextractivismo, sobre los impactos negativos de las exportaciones de materias primas como soporte central de los modelos económicos en América Latina, y criticaron la dependencia de las economías periféricas de los recursos naturales y la orientación general hacia la idea de las «ventajas comparativas». Desde la perspectiva actual y trascendiendo las diferencias ideológicas de los gobiernos progresistas y neoliberales, ambos vuelven a poner sobre la mesa el argumento de las ventajas comparativas, a la par que minimizan o niegan las nuevas asimetrías potenciales y las injusticias sociales, económicas, ambientales y territoriales, que implicaría la exportación de materias primas a gran escala (Svampa, 2019). Explorar más estas continuidades sobrepasa el alcance de este artículo, pero debería proporcionar un terreno fértil para excavar la genealogía del pensamiento crítico procedente de Abya Yala.