Introducción
En el año 2016 fue publicado un informe impulsado de forma conjunta por el Advocacy for Human Rights in the Americas -Washington Office for Latín America (WOLA)-, el Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia), el International DrugPolicy Consortium (IDPC), y la Organización de EstadosAmericanos (OEA) (Amador, et al., 2016). El informe documentaba la preocupación creciente en Latinoamérica sobre el papel de las mujeres en el negocio de la droga, y la forma diferenciada en que la guerra contra las drogas las afectaba. Teniendo en cuenta el impacto de la persecución penal del narcotráfico en la sobrepoblación penitenciaria en Colombia (Uprimny Yepes y Guzmán, 2009; Uprimny, Martínez, Cruz, Chaparro y Chaparro, 2016; Uprimny, Chaparro y Cruz, 2017), el informe recomendaba fortalecer el uso de los mecanismos alternativos a la prisión -entre ellos el esquema de domiciliarias1- como mecanismo para disminuir el efecto negativo en las mujeres pobres de la criminalización del tráfico de estupefacientes.
Aunque la propuesta de fortalecer el sistema de penas alternativas al encarcelamiento puede ser una medida adecuada para la reducción de la población penitenciaria en el país (Hernández Jiménez, 2012) -y, en el caso específico de las mujeres las cuales son encerradas por delitos menores relacionados con el narcotráfico, una estrategia para mermar los efectos negativos que la guerra contra las drogas ha tenido para la población femenina-, cuyo hacinamiento para septiembre de 2019 se ubicaba en el 54,8% (SISIPEC, 2019),dicho enfoque presenta unos retos específicos que deben tenerse en cuenta para el diseño de las políticas criminales adecuadas que no tengan únicamente como horizonte la descongestión penitenciaria. En el caso específico de la prisión domiciliaria, aunque esta tiene muchas posibilidades para disminuir los efectos negativos del castigo, a través de la reducción de la ruptura del tejido social que padecen las prisioneras y el aumento de las capacidades de reinserción, su éxito depende de la existencia de condiciones sociales y de una organización institucional que permita maximizar sus beneficios. En el caso de Colombia, estas condiciones no están dadas.
El presente texto se enfoca en mostrar la forma en que, para las mujeres encerradas por delitos relacionados con el tráfico de drogas bajo supervisión de la guardia penitenciaria del Pedregal, las condiciones sociales que inciden en la comisión del delito se convierten en obstáculos para el éxito de las alternativas a la cárcel enfocadas en el domicilio. Nuestra tesis central es que los contextos sociales de pobreza, violencia y exclusión social de los cuales provienen las mujeres perseguidas penalmente por delitos relacionados con drogas derivan en dificultades institucionales y personales que limitan la capacidad del domicilio para servir como mecanismo de reintegración social. La anterior noción no se dirige a cuestionar la prisión domiciliaria como alternativa a la prisión, sino a mostrar cómo las condiciones específicas de las mujeres detenidas por delitos relacionados con drogas obligan a realizar una atención integral, con el fin de garantizar el éxito de dichos programas.
Para presentar nuestro argumento, el presente texto se encuentra dividido en cuatro secciones. En la primera, presentamos la metodología utilizada para la realización de la investigación y los instrumentos implementados para la recolección de información. En la segunda sección, se caracteriza el fenómeno de la detención domiciliaria de mujeres en Colombia, con especial atención a los delitos relacionados con las drogas. Asimismo, en esta sección se incluyen los datos específicos de las mujeres detenidas en su domicilio bajo supervisión de los funcionarios de la cárcel El Pedregal. En la tercera sección, partiendo de la información recolectada, se presenta la forma en que las condiciones de pobreza, violencia y exclusión social no sólo inciden como factor clave para explicar la criminalidad femenina en delitos relacionados con las drogas, sino que se mantienen durante el periodo de supervisión de la detención domiciliaria. Esto las convierte en obstáculos para que los funcionarios del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC) puedan controlar adecuadamente el cumplimiento de las medidas alternativas y para que las mujeres puedan tener una reintegración social alejada del delito. El domicilio así constituido es un factor criminógeno. Finalmente, se plantean unas conclusiones en las que sostenemos que las medidas alternativas a la prisión deben estar acompañadas de intervenciones integrales que puedan atender las condiciones específicas de las mujeres detenidas por delitos relacionados con las drogas.
Conocer El Pedregal: diseño de la investigación e instrumentos de recolección de información
La investigación realizada consistió en un estudio de caso de la cárcel El Pedregal, conducido durante el año 2018. La elección de la cárcel El Pedregal está determinada por dos factores. En primer lugar, para el momento del diseño de la investigación (enero de 2018) la cárcel El Pedregal era la segunda del país con mayor cantidad de mujeres en reclusión domiciliaria, con 864 mujeres en esta situación -solo superada por el reclusorio de mujeres El Buen Pastor de la ciudad de Bogotá que contaba con l.629 mujeres en prisión domiciliaria (SISIPEC, 2019)-. En segundo lugar, y como complemento de lo anterior, la cárcel El Pedregal recibe mayoritariamente mujeres procesadas en el distrito judicial de Medellín. En esta ciudad, el problema del narcotráfico ha tenido una particular connotación histórica que se refleja hasta nuestros días (Martin, 2014). En Medellín -con mayor intensidad que en Bogotá cuyo reclusorio de mujeres es mayor que el de Medellín- el problema del narcotráfico ha impactado de forma particular las relaciones sociales en la ciudad y las interacciones entre las instituciones estatales y locales con dicha realidad (Martin, 2014).
Una vez seleccionado el establecimiento en el cual se adelantaría el estudio de caso, se inició la recolección de datos cuantitativos y cualitativos. Por un lado, se utilizaron las bases de datos del INPEC para caracterizar el fenómeno, del mismo modo se hizo uso del sistema SISIPEC, así como de los tableros estadísticos disponibles para consulta pública en el sitio web de la institución. En segundo lugar, se realizó trabajo de campo en la ciudad de Medellín. Este trabajo de campo tuvo lugar entre los meses de noviembre y diciembre de 2018, y se enfocó en obtener datos cualitativos sobre el estado de las mujeres detenidas en prisión domiciliaria bajo la supervisión del INPEC, con especial énfasis en los delitos relacionados con las drogas. Este trabajo se condujo en dos lugares sucesivamente. Inicialmente nos dirigimos a la cárcel El Pedregal, donde se revisaron todos los expedientes de mujeres sometidas a prisión domiciliaria y, a su vez, se realizaron entrevistas a los funcionarios encargados del trámite y supervisión de las medidas. Luego tuvimos la oportunidad de asistir a la oficina regional noroeste del INPEC, seccional Medellín, en donde se encuentran los sistemas de supervisión de los mecanismos electrónicos de vigilancia que se usan ocasionalmente como mecanismo para garantizar el cumplimiento de la prisión domiciliaria. En dicho lugar, no solo se tuvo pleno acceso al sistema de vigilancia con el objetivo de conocer las anotaciones que se realizan en el mismo como resultado de la supervisión realizada, sino que se entrevistó a los funcionarios encargados de dicha tarea.
Narcotráfico y prisión domiciliaria de mujeres en Colombia
La guerra contra las drogas emprendida por Estados Unidos a mediados de los años setenta ha tenido un impacto profundo en el encarcelamiento masivo (Tonry, 1995; Tonry, 2011; Simon, 2011). Como ha sido documentado en el caso estadounidense, entre 1980 y 2017 la población de mujeres encarceladas creció más del 750%, pasando de 26.378 a 225.060. (The Sentencing Project, 2019, p. 1). Incluso, estudios recientes han demostrado que las mujeres tienen mayor posibilidad que los hombres de ser encarceladas por delitos relacionados con las drogas. (The Sentencing Project, 2019 p. 4).
La guerra contra las drogas ha impactado con fuerza la población penitenciaria y las políticas de gobierno de los países encargados de producir y exportar estupefacientes (Jaitman y Torre, 2017a; Jaitman y Torre, 2017b; Capriolo, Jaitman y Mello, 2017), algo que se ha manifestado en los países latinoamericanos (Metaal y Youngers, 2009). Colombia ha sido uno de los países que con mayor fuerza ha experimentado los resultados de la cruzada contra los narcóticos, no solo por ser uno de los mayores productores del mundo -y en materia de cocaína, el mayor (United Nations Office on Drugs and Crime, 2018) -, sino por los convenios firmados con Estados Unidos a finales de los años noventa para fortalecer los mecanismos de persecución de los traficantes a cambio de jugosas sumas de dinero para financiar la lucha contrainsurgente y antinarcóticos (Iturralde, 2010; Tamayo Arboleda, s. f.).
Hombres privados de la libertad por delitos de estupefacientes | Total Hombres privados de la libertad | Porcentaje | Mujeres privadas de la libertad por delitos de estupefacientes | Total Mujeres privadas de la libertad | Porcentaje | |
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Prisión | 21.045 | 172.503 | 12,19% | 3.762 | 13.171 | 28,56% |
Prisión domiciliaria | 10.175 | 63.246 | 16,08% | 4.791 | 13.845 | 34,60% |
Vigilancia electrónica | 696 | 7.035 | 9,89% | 294 | 1.055 | 27,86% |
Fuente: (INPEC, 2018).
La población penitenciaria femenina ha crecido en un 50% en los últimos años a nivel global (Wamsley, 2015). Si bien existen diferencias regionales importantes, el mayor aumento se ha presentado en países centroamericanos como Guatemala -que ha cuadriplicado su tasa de encarcelamiento femenina desde el año 2011- y El Salvador -que ha aumentado en casi ocho veces desde el mismo momento-. En el caso de Colombia, se ha duplicado la tasa de encarcelamiento femenina desde el año 2000 (Wamsley, 2015). Esta tendencia había sido identificada desde hace más de una década. En países como Chile,Venezuela y Perú, por ejemplo, el porcentaje de mujeres tras las rejas por delitos de narcotráfico alcanzó al 70% de toda la población reclusa femenina (Antony, 2000; Antony, 2007). El aumento vertiginoso de la tasa de encarcelamiento de mujeres es un fenómeno ampliamente documentado en la región (Sánchez-Mejía, Rodríguez Cely, Fondevila y Morad Acero, 2018)
En el caso colombiano, la proporción de mujeres que se encuentran en el sistema penitenciario ha aumentado en las últimas décadas. Mientras que el promedio anual de mujeres recluidas en el año 2000 fue de 3.071 -representando un 6,1% de la población penitenciaria total (INPEC, 2017)-, para diciembre de 2018 había 13.171 mujeres recluidas -con una representación del 7,1% de la población intramural total (INPEC, 2018)-. Los datos muestran que la población de mujeres recluidas por narcotráfico representa el 28,5% del total de la población femenina intramural, lo que genera una cifra mucho más alta en comparación con los sindicados y condenados hombres recluidos por este delito, que suponen apenas un 12,2% del total de la población (INPEC, 2018). A inicios del siglo XXI, 40 de cada 100 mujeres eran perseguidas penalmente por delitos relacionados con las drogas y, en un lapso de apenas quince años, esta cifra ha pasado a ser de 46 de cada 100 (Uprimny, Chaparro y Cruz 2017, p. 50). En cuanto a la población penitenciaria se refiere, el narcotráfico es un asunto en el que la justicia criminal se feminiza (Ariza y Iturralde, 2015; Rodríguez 2009).
Esta desproporción del encierro femenino por delitos contra las drogas contrasta con la tendencia inversa en el caso de los delitos contra la propiedad y el homicidio, en los cuales los hombres son encerrados en mayor proporción. Mientras en Colombia los hombres jóvenes son primordialmente encerrados por homicidio y delitos contra la propiedad privada, la situación de las mujeres parece sugerir que mientras los primeros se incorporan a las economías ilegales como mano de obra encargada de acciones violentas, estas lo hacen en condiciones de distribuidoras de estupefacientes; o que la necesidad de satisfacción inmediata de necesidades económicas se realiza, respectivamente, a través del hurto en el caso de los hombres y el narcotráfico en el caso de las mujeres (Norza-Céspedes, González-Rojas, Moscoso-Rojas y González-Ramírez, 2012; Blanchette y McMurran, 2006, p. 111-112).
Algunos de los hallazgos sobre esta vinculación entre mujeres y delitos relacionados con las drogas sugieren que, en el marco de una sociedad patriarcal, esta actividad ilícita les permite a las mujeres seguir desempeñando los roles de género relacionados con su papel de madre, esposa, y ama de casa. Para el caso colombiano, un grupo significativo de mujeres vinculadas con actividades criminales se desempeñaban como amas de casa. Según lo muestran González Ramírez, González Rojas y Moscoso Rojas (2012), el 32,5% de las mujeres capturadas en el país son detenidas por delitos relacionados con drogas y, de este grupo, el 26% eran amas de casa en el momento de su detención. Así mismo, hasta el 46% de las mujeres detenidas por dichos delitos no cuentan con trabajo estable o son desempleadas. La mayoría de las mujeres delincuentes son jóvenes entre 21 y 35 años; cerca de un 70%, antes de entrar a la cárcel, pertenecía a los estratos 1 y 2, y tenía acceso al sistema de salud por medio del Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales (SISBÉN) (González Ramírez, González Rojas y Moscoso Rojas, 2012). Esta situación socioeconómica de las mujeres tiene gran relevancia a la hora de explicar su participación en actividades criminales (Norza-Céspedes, González-Rojas, Moscoso-Rojas y González-Ramírez 2012, p. 247).
El ingreso de las mujeres a las economías ilegales relacionadas con el tráfico de drogas está relacionado con dos factores; el primero, la necesidad de proveer sustento en familias en las cuáles no es suficiente con el dinero generado por el hombre, o en el que ellas encabezan la unidad familiar, son las encargadas de la provisión económica y el cuidado (Boutron y Constant, 2013; Paladines, 2017; Jácome, 2017); y, el segundo, las dificultades específicas de las mujeres para ingresar en el mercado laboral (Jácome, 2017, p.15). Por lo general, las mujeres pobres, madres y jefas de hogar cumplen con el perfil ideal usado por las redes de narcotráfico para transportar o vender estupefacientes (Pontón, 2006, p. 4; Paladines, 2017). Las organizaciones criminales han integrado a la mujer principalmente como traficante de bajo nivel encargada del transporte y venta de la droga, por la ausencia de sospecha que, en ocasiones, se presenta por parte de las fuerzas policiales frente a ellas (Harper, Harper y Stockdale, 2010; Anderson y Kavanaugh, 2017). En Colombia, el uso de mujeres de avanzada edad o en estado de embarazo refuerza esta utilización perversa de la vulnerabilidad de la mujer socialmente construida.
La integración femenina en el negocio de las drogas es evidente. De las 10.785 mujeres recluidas en prisión domiciliaria para septiembre de 2019, 4.823 de ellas se encuentran privadas de la libertad por delitos relacionados con las drogas; incluso, considerando que otras 2.051 se encuentran detenidas por el delito de concierto para delinquir, que muchas veces se presenta en concurso con delitos relacionados con las drogas, es razonable pensar que la cifra de mujeres detenidas en prisión domiciliaria por delitos relacionados con las drogas es mucho mayor.
La relevancia de la detención domiciliaria como parte del castigo penal femenino en Colombia no termina con las cifras señaladas. Tal vez el dato más relevante es que en la actualidad la cifra de mujeres sometidas a reclusión domiciliaria es mayor que el de mujeres encarceladas. De las 18.035 mujeres supervisadas por el INPEC en septiembre de 2019, 59,8% se encontraban en encierro domiciliario, y 40,2% en prisión (SISIPEC, 2019). Esta división porcentual es, en parte, resultado de la forma en que las mujeres se involucran de manera particular en los delitos contra las drogas. Mientras que los delitos mayoritariamente cometidos por hombres son el homicidio y el hurto calificado y agravado (INPEC, 2018), que por el monto de pena derivan usualmente en penas privativas de la libertad, las penas imponibles por los delitos relacionados con los estupefacientes llevan con facilidad a la imposición de las penas y medidas domiciliarias. Para septiembre de 2019, el delito con mayor registro de mujeres fue el tráfico de estupefacientes, que cuenta con 4.823 encerradas domiciliariamente (SISIPEC, 2019). Aunque también se registraban 10.232 hombres en prisión domiciliaria por delitos relacionados con las drogas, resulta particular que la población masculina supervisada por estas cuestiones no alcance siquiera a triplicar la de mujeres, cuando la cantidad total de hombres bajo vigilancia del INPEC es casi diez veces superior a la de mujeres (SISIPEC, 2019).
Para diciembre de 2018, momento en el cual terminamos el trabajo de campo en la cárcel Pedregal, había 830 mujeres bajo supervisión del personal del INPEC de dicho establecimiento. De las mencionadas, 504 se encontraban como condenadas y 3l6 como sindicadas. De las primeras, 22 contaban con mecanismos de vigilancia electrónica, y 10 de ellas tenían permiso para abandonar el domicilio por motivos de estudio o trabajo. De las segundas, 15 tenían mecanismos de vigilancia electrónica como refuerzo de su detención domiciliaria. Aunque el establecimiento no tenía clasificadas a las internas por delito, pues esto sólo se hace para la población condenada, los funcionarios que realizan la supervisión informaron que alrededor de 400 de las 830 supervisadas eran investigadas o condenadas por delitos relacionados con las drogas2. Asimismo, es necesario considerar que, para ese momento, el reclusorio de mujeres El Pedregal contaba con 2.227 mujeres privadas de la libertad, teniendo cupo para albergar 1.288, lo que implicaba un hacinamiento del 72,9% (SISIPEC, 2019).
Supervisando la miseria: violencia, pobreza y exclusión social de las mujeres en encierro domiciliario
Las mujeres condenadas por delitos relacionados con las drogas bajo supervisión del personal del INPEC provienen mayoritariamente de contextos de violencia, pobreza y exclusión social. En esta sección mostraremos cómo, de acuerdo con la información recolectada en el trabajo de campo, estas condiciones no solo inciden en la decisión de las mujeres de cometer delitos relacionados con las drogas, sino que se replican durante la vigilancia de las medidas domiciliarias por parte del INPEC. Esta transversalidad de los problemas señalados genera dificultades específicas para los funcionarios encargados de la supervisión, y pone a las mujeres en un ambiente que difícilmente podrá garantizar una reinserción social exitosa.
Organizaciones delincuenciales y violencia
Desde los años ochenta Medellín ha sido un escenario de guerra. La particular incidencia del narcotráfico en la ciudad desde la época de los carteles ha traído consigo una disputa permanente del territorio. Por un lado, el surgimiento del cartel de Medellín y su fortalecimiento en la ciudad puso a esta en los años ochenta y noventa en medio de dos guerras, una relacionada con el control del negocio de la droga en el país, y otra con el conflicto nacional entre el Estado, la guerrilla y los grupos paramilitares (Martin, 2014; Blair, Grisales Hernández y Muñoz Guzmán, 2008). Por otro lado, a finales de los años noventa y durante el nuevo milenio, la narcotización del conflicto armado (Iturralde, 2010) trajo consigo una disputa permanente entre grupos organizados que contendían por el control del negocio de la droga (Martin, 2014).
Lo anterior no sólo generó un enorme involucramiento de personal humano en grupos armados organizados, sino una concentración desigual de la violencia en ciertas zonas de la ciudad (Vélez Rendón, 2001). Esta localización de la violencia urbana en barrios marcados por la "alta densidad demográfica, con índices de desempleo problemáticos y con carencias en la dotación de servicios educativos, de vivienda y servicios públicos" (Vélez Rendón, 2001, p. 65-66) ha marcado la situación social de los barrios periféricos de la ciudad, en los que la presencia de diferentes actores delincuenciales organizados confluye con la marginalidad y la pobreza para construir contextos complejos de segregación. Recientemente se han detectado al menos diez organizaciones criminales que disputan el control de la ciudad, cuyos focos principales de incidencia y control territorial se dan en los barrios marginados (Mercado Pérez, 2019).
Para las mujeres recluidas en El Pedregal por delitos relacionados con las drogas, esto implica la cercanía geográfica con organizaciones que, como se mostró anteriormente, las integran en las estructuras de distribución y transporte de estupefacientes (Harper, Harper y Stockdale, 2010; Anderson y Kavanaugh, 2017).
El poder de estas organizaciones se extiende desde antes del ingreso a prisión a través de la integración de la industria del narcotráfico, hasta los procesos de supervisión de las penas y medidas domiciliarias por parte de los funcionarios de la cárcel El Pedregal. Como lo informa el personal encargado de la materia, la presencia de las organizaciones delincuenciales en los barrios en los que se ubican los domicilios de las mujeres supervisadas genera diferentes problemas para una adecuada presencia institucional. Por un lado, la situación de seguridad muchas veces les impide ingresar a los barrios y, cuando pueden hacerlo, deben vestir como civiles para no poner en riesgo su integridad personal. Por otro lado, para realizar visitas de supervisión deben pedir permiso a los jefes de las bandas delincuenciales o, en los casos más extremos, son las mujeres las que deben abandonar su domicilio para encontrarse con los funcionarios del INPEC en las afueras de sus propios barrios.
Esta situación no sólo refuerza el poder de las organizaciones armadas al interior de dichos barrios, en los que excluyen al Estado del ejercicio de la soberanía, sino que representan un poderoso símbolo del sometimiento de las mujeres en el país en dos estructuras organizadas distintas, aquella ilegal conformada por los propios grupos delincuenciales que las acogen como miembros de baja categoría, y aquella del Estado que las somete a través del aparato punitivo manifestado en el encierro domiciliario. Que los funcionarios del INPEC tengan que pedir permiso para ingresar a los barrios a realizar la supervisión, o que no puedan directamente hacer su trabajo, refleja la ausencia reiterada del Estado en los contextos de violencia y, para las mujeres detenidas por delitos contra las drogas, refuerza el sometimiento que tienen a las organizaciones criminales.
Pobreza y marginalidad
El orden patriarcal del sistema laboral y la distribución del cuidado son rasgos clave de sociedades patriarcales como la colombiana. Como lo señala Lerner (1986), el patriarcado se caracteriza por tres procesos estrechamente relacionados entre sí. En primer lugar, por la presencia de una ideología que degrada a la mujer asignándole posiciones en el mundo que suponen su subordinación; en segundo lugar, por la presencia de mitos y rituales simbólicos que confirman dicha posición subordinada y, por último, por el moldeamiento de las estructuras sociales que excluyen a las mujeres del acceso a los espacios de poder y toma de decisiones (Lerner, 1986).
Bajo esta premisa, la situación económica de las mujeres encerradas en su domicilio bajo supervisión de la cárcel El Pedregal está ligada a una situación más amplia del papel de la mujer en una sociedad patriarcal, en las que se ocupa principalmente de las labores de cuidado. En Colombia, la integración femenina en la economía nacional es considerablemente inferior a la masculina. Por un lado, las cifras de desempleo son porcentualmente superiores para las mujeres (13,6%) que para los hombres (8%) (DANE, 2018). Por otro lado, considerando que las cifras del Departamento Nacional de Estadística sobre desempleo no miden como "desempleado" a las personas que han dejado de buscar trabajo activamente, es necesario destacar que la tasa general de ocupación es considerablemente superior en hombres (con un 68,5%) que en mujeres (con un 45,9%). Lo anterior permite suponer que algunas mujeres, o bien han desistido de buscar trabajo por las dificultades de acceder al mercado laboral o bien están integradas en familias donde el rol de provisión económica recae en el hombre y las labores de cuidado en la mujer. Aunque pueden existir otras razones por las cuales más de un 40% de las mujeres colombianas no trabajan ni buscan trabajo (considerando que un 45,9% están empleadas y un 13,6% están en búsqueda activa pero desempleadas) -como por ejemplo, la integración a economías informales, usualmente ligadas también al cuidado, como el aseo informal o similares-, la mayor dedicación de tiempo de vida a las labores de cuidado (DANE, 2017) es una hipótesis plausible para explicar su menor presencia en el campo laboral (Ramírez, Tribín y Vargas, 2016).
Precisamente, son las condiciones de falta de acceso al mercado laboral las que condicionan el ingreso de las mujeres a las estructuras de narcotráfico. Está ampliamente documentado cómo la falta de acceso al mercado laboral, mezclado con la necesidad de proveer sustento en familias en las cuales no es suficiente con el dinero generado por el hombre, o en el que ellas encabezan la unidad familiar siendo encargadas de la provisión económica y el cuidado (Boutron y Constant, 2013; Paladines, 2017; Jácome, 2017), son factores determinantes para que las mujeres se integren en la distribución y transporte de estupefacientes. Las mujeres bajo vigilancia del personal del INPEC adscrito a la cárcel El Pedregal no son la excepción. No solo la guardia confirma las situaciones de pobreza de las mujeres que se hace visible en las visitas de supervisión, sino que, informan, la reincidencia en las mujeres detenidas por delitos relacionados con las drogas sometidas a prisión domiciliaria supervisadas por ellos está cerca del 70%. Esta preocupante cifra, que es más del triple del reporte de reincidencia del año 2018 (INPEC, 2018), se explica porque los factores que condicionaron el ingreso no se modifican con la salida de prisión, sino que, al contrario, pueden verse reforzados por esta.
Las mujeres sometidas al encierro domiciliario carecen de manera casi absoluta de ingresos. Como se mostró anteriormente, de las 830 mujeres recluidas en su casa bajo supervisión del personal del INPEC de la cárcel El Pedregal, solo 10 de ellas contaban con permiso para trabajar o estudiar. Esto implica que 820 se encontraban recluidas en su casa, sin recibir ingresos económicos derivados de su propio trabajo, con la necesidad de cubrir sus obligaciones básicas -y a veces las de sus familias- en cuanto a alimentación, vestido y salud, sin contar con un empleo formal. Si se toma en cuenta lo anterior resulta casi obvio que, si fueron las labores de cuidado las que les impidieron ingresar con mayor fuerza al mercado laboral y determinaron que buscaran ingresos económicos en actividades delictivas que no interfirieran con el tiempo invertido en el cuidado, la prisión domiciliaria como alternativa al encierro carcelario solamente refuerza su condición de pobreza a través de la obligación de permanecer enclaustradas en su propio hogar.
Aun así, las relaciones entre pobreza y criminalidad para las mujeres detenidas por delitos relacionados con las drogas no acaban en el condicionamiento transversal que las privaciones económicas generan como circunstancia para ingresar a las estructuras de narcotráfico. Estas condiciones de pobreza se reflejan además en dificultades específicas durante la supervisión de la prisión domiciliaria, particularmente en cuanto a los dispositivos de vigilancia electrónica. La vigilancia electrónica en Colombia depende de una tecnología basada en GPS, cuya supervisión se realiza desde las principales oficinas del INPEC, y no desde la cárcel que tiene a cargo la vigilancia de los establecimientos. En el caso de la cárcel El Pedregal, las oficinas en las que se realiza la vigilancia electrónica se ubican en el centro de la ciudad de Medellín. En dicho centro de monitoreo, cinco funcionarios son los encargados de vigilar todos los mecanismos de vigilancia electrónica de la regional noroeste del INPEC, que para diciembre de 2018 sumaban un total de 1.560 personas, de las cuales 68 se encontraban adscritas a la cárcel El Pedregal3. Esto implica que cada funcionario estaba encargado de supervisar más de trescientos casos.
El sistema de vigilancia depende de que los dispositivos que se ponen a las mujeres estén permanentemente en buen estado, no presenten manipulaciones y se encuentren con las baterías cargadas. Si el dispositivo presenta defectos o signos de manipulación, el software despliega una alerta que debe luego ser verificada por los funcionarios de manera directa en una visita al domicilio de la supervisada, aunque estos casos son poco comunes. Sin embargo, lo que sí es bastante usual es la alerta por falta de carga del dispositivo. En cuanto a este asunto, informan los funcionarios encargados de la supervisión, la situación de pobreza de las mujeres encerradas en el hogar es tan dramática como compleja. La obligación de la carga de la batería recae en las internas y, en caso de incumplirla, la prisión domiciliaria les puede ser revocada. Según informaron los funcionarios encargados de realizar la supervisión, la razón principal por la cual las internas no cumplen con dicha obligación es porque no cuentan con servicio de energía eléctrica, sea por fallas de la prestación del servicio en el sector en el que viven, o porque directamente no pueden costear el servicio. En estos casos, el funcionario no tiene otra alternativa que reportar dicha situación, sabiendo que esto puede derivar en que las mujeres retornen a prisión -a pesar de que los propios funcionarios reconocen la injusticia de la situación-.
Exclusión social y segregación urbana
Un último factor que juega un papel decisivo en cuanto al uso y supervisión de la prisión domiciliaria de mujeres encerradas por delitos relacionados con las drogas es el lugar de la ciudad en el que habitan. Como ya se mostró de manera preliminar en los apartados anteriores, que los espacios destinados a la detención domiciliaria estén localizados en lugares con presencia permanente de violencia ligadas al narcotráfico y al conflicto armado, y con altos grados de pobreza, es algo que incide de forma importante en la manera en que la experiencia del encierro domiciliario se manifiesta. Sin embargo, la localización geográfica de los hogares en que se encuentran recluidas las mujeres habla de una historia de segregación más extensa que los contextos de violencia y pobreza en que se ubican sus hogares.
Como lo han mostrado ampliamente los análisis sociológicos sobre la organización cartográfica de las ciudades, la mayoría de los recursos se concentran en torno a los espacios de mayor circulación del capital (Bauman, 2015; Caldeira, 2000; Harvey, 2001). Esto implica no solo que las élites construyen sus propios espacios privilegiados para adquirir los servicios de alto nivel en las economías de consumo (Bauman, 2015; Tamayo Arboleda, s.f.; Müller, 2016), sino que el acceso a la ciudad y la garantía de derechos dependen a su vez de la capacidad de participar en la anterior. Esto genera una distribución desigual de recursos en todas las materias -desde por el acceso a los servicios públicos, hasta la presencia institucional del Estado, pasando por la provisión de servicios de seguridad, la manutención de los espacios públicos o la creación de garantías de participación ciudadana en los procesos democráticos-.
Esta cartografía de la segregación urbana se manifiesta de una forma particular en las dificultades de las mujeres encerradas en su domicilio por delitos relacionados con las drogas. Además de los retos que presentan la falta de provisión de seguridad estatal como recurso para la protección de las mujeres en entornos dominados por estructuras organizadas de narcotráfico, y las condiciones de pobreza estructural de muchas de las mujeres ingresadas al sistema penal de cara a la maximización de los beneficios del encierro domiciliario como alternativa a la prisión, la ubicación geográfica de los barrios se ha convertido en un problema difícil de superar. Como se mencionó anteriormente, la vigilancia electrónica como mecanismo que respalda ocasionalmente a la prisión domiciliaria, y que debe complementarla obligatoriamente cuando se conceden permisos para trabajar y/o estudiar, funciona con una tecnología basada en el sistema GPS. Este sistema depende, a su vez, de la posibilidad de tener señal de los equipos con los cuales opera el sistema, de este modo, se necesita tener cobertura en los espacios en los que tenga lugar la reclusión domiciliaria. En muchas situaciones esto no se da, lo que dificulta o imposibilita conceder la prisión domiciliaria.
Precisamente por la ubicación cartográfica de los barrios en los cuáles se ubican los domicilios de las mujeres supervisadas, no existen servicios telefónicos o de internet que permitan poner en funcionamiento los equipos de vigilancia electrónica, o que una vez puestos en funcionamiento pierdan señal de forma regular. En los primeros casos, los funcionarios del INPEC no pueden ignorar el mandato judicial que ordena dejar instalado un sistema de vigilancia electrónica en pleno funcionamiento, por lo que deben informar al juez la imposibilidad de hacerlo. En los segundos casos, el sistema de alertas incorporado en el software de supervisión comunica la situación a los encargados de la vigilancia, quienes proceden a informar a los funcionarios del establecimiento El Pedregal que, a su vez, deben informar al juez para que revoque la prisión domiciliaria.
En estos casos, la segregación urbana que ha excluido a las mujeres en contextos de violencia, pobreza y falta de cobertura de servicios esenciales, se replica durante la ejecución del encierro domiciliario para llevarlas nuevamente a la prisión. La exclusión urbana que padecen al exterior de la prisión no sólo condiciona su involucramiento en delitos relacionados con las drogas, sino que influye en diversas formas en su posible retorno a la prisión. El sistema actual de vigilancia electrónica termina por impedir el retorno a la vida en sociedad en los eventos en que las mujeres no pueden garantizar el acceso a cobertura para los sistemas GPS, algo que resulta paradójico, pues garantizar los servicios públicos domiciliarios a esta población es una obligación estatal.
Conclusiones
Las condiciones de violencia, pobreza y exclusión social de las mujeres recluidas por delitos contra las drogas en Colombia tienen impactos que se extienden de forma transversal durante la vida de las procesadas y condenadas. Por un lado, estas situaciones generan su involucramiento con estructuras organizadas de distribución de drogas, que no solo se aprovechan de su condición de vulnerabilidad para someterlas a trabajar en los escalones más bajos del mundo del narcotráfico, sino que parecen ser la única alternativa viable para generar ingresos económicos en contextos de segregación (Boutron y Constant, 2013; Paladines, 2017; Jácome, 2017). Por otro lado, se erigen como factores importantes que dificultan su reinserción social. Estas dificultades se dan no solo a nivel personal, por retornar a los mismos contextos y situaciones que las empujaron a involucrarse en el delito, sino institucional, lo que dificulta las posibilidades estatales de ejercer controles adecuados a su situación, o creando la imposibilidad de garantizarles un tránsito satisfactorio a la vida ordinaria.
Aunque la prisión domiciliaria ciertamente presenta grandes beneficios cuando se le compara con el encierro carcelario -más aún cuando este tiene lugar en un contexto de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, como sucede en Colombia (Hernández Jiménez, 2018)-, su implementación en el caso de las mujeres recluidas por drogas tiene diversos retos que implica una respuesta legal o institucional adecuada. La imposibilidad de los funcionarios del INPEC para ingresar a barrios en los cuáles la presencia institucional es insípida o nula -o es eclipsada por las propias organizaciones criminales que han integrado a las mujeres a la distribución de drogas-, la falta de cobertura de los sistemas de supervisión basados en GPS, la falta de recursos económicos para costear la manutención de los dispositivos electrónicos, entre otros asuntos, generan que la prisión domiciliaria sea un mecanismo de reclusión tremendamente insatisfactorio.
Consideramos que esto no implica la necesidad de renunciar a la implementación de alternativas a la prisión, sino que obliga a pensar la política criminal en la materia desde una perspectiva integral que ayude a las mujeres no sólo a retornar formalmente -y de manera paulatina- a la vida ordinaria, sino a superar las diferentes condiciones que influyen en la comisión de delitos. Para ello, nuestra investigación es clave para detectar los inconvenientes sociales e institucionales a los que se encuentran sometidas las mujeres supervisadas por delitos relacionados con las drogas en Colombia, pero implica también un punto de partida para continuar la tarea de comprender la situación de este tipo de población.