A manera de presentación1
En este trabajo intentaremos reflexionar desde una perspectiva de género sobre las huellas (Pita, 2016) que han quedado de las mujeres que transitaron la instancia inquisitorial o que estuvieron vinculadas al accionar de la comisaría de Córdoba durante el siglo XVIII y la primera década del XIX en el patrimonio documental, bibliográfico y arquitectónico de Córdoba. Es decir, escudriñaremos los rastros que existen de ellas en diversos tipos documentales de origen oficial, en la literatura jurídica que solo una élite leía y poseía; en un edificio que albergó la celda destinada a ellas en la Real cárcel del cabildo, como también en otros espacios en los que pudieron ser solicitadas o donde escucharon la lectura de los Edictos de Fe y Anatemas, porque entendemos que sus huellas cobran otro relieve cuando salimos a buscarlas en registros que no son solamente documentales. Además, nos interesa indagar en las políticas de acceso y de visibilización que implementan las instituciones que acogen estos ricos bienes culturales2.
Desde principios del siglo XVII Córdoba contó con una comisaría de la Inquisición que trabajaba bajo la dependencia del tribunal de Lima. Por ese entonces ya existía un comisario en el puerto de Buenos Aires, y desde fines del siglo XVI actuaban comisarios en Santiago del Estero, por ser sede del obispado del Tucumán. La comisaría de Córdoba jugó un rol estratégico de control en el espacio geográfico que funcionaba, incluso se presentaron varias propuestas ante la Corte para que se convirtiera en tribunal durante el siglo XVII y hasta mediados del XVIII (Vassallo, 2019).
Durante el siglo XVIII, Córdoba era la única ciudad universitaria en toda el área después de Charcas-, y tenía una vida social y cultural bastante intensa en relación con los parámetros regionales, marcada por la presencia de numerosas iglesias, conventos, monasterios, el Colegio de las Niñas Educandas y el Seminario de Loreto. Poseía un sector mercantil urbano consolidado que controlaba una parte relevante del tráfico comercial hacia Buenos Aires, hacia el Alto Perú y Cuyo para llegar a Chile. Por ese entonces fue la región del interior rioplatense más densamente poblada y rica en cuanto a su producción agropecuaria: contaba con poco más de 50 000 habitantes y la ciudad se transformó en el núcleo urbano más importante de toda la región: tenía más de 11 000 habitantes, número que por entonces solo era superado por Buenos Aires, que devino en capital virreinal en el último cuarto del siglo XVIII. Esta posición central en la geografía de intercambios interiores le otorgó un papel destacado en el tráfico mercantil rioplatense, ya que a fines del período colonial, cerca de la mitad del volumen del tráfico de mercaderías desde y hacia el interior pasaba por ella (Fradkin y Garvaglia, 2009).
Nuestro marco temporal se extiende a lo largo del siglo XVIII y finaliza en 1813, cuando la Asamblea del año XIII abolió el fuero inquisitorial en el Río de la Plata. Es decir, el tiempo comprendido por la administración de los Borbones, en el que Córdoba comenzó a dar los primeros pasos como sede de la diócesis del Tucumán mientras formaba parte del virreinato del Perú. Durante el último cuarto de dicho siglo, pasó a formar parte del virreinato del Río de la Plata, y en ese marco se activaron fuertes políticas de control social, también se produjeron cambios en el gobierno de la diócesis y en 1806 la ciudad se convirtió en sede del obispado de Córdoba (Mazzoni, 2019; Punta, 1997). Incluimos tres años del período revolucionario- cuyo proceso se inició en 1810-, ya que la comisaría jugó un rol importante como instancia de denuncia contra revolucionaros, hasta que la Inquisición fue abolida en 1813 (Vassallo, 2017b). Por todo lo señalado, se trata de un espacio temporal en el que se produjo gran cantidad de documentación por parte de las autoridades reales, eclesiásticas e inquisitoriales, que se traducen en la existencia de expedientes judiciales, sumarias, actas de visitas de cárcel, censos, entre muchos otros. Fue, además, el tiempo de mayor esplendor en lo referente a la existencia de bibliotecas y librerías jurídicas, como también de la presencia de numerosos edificios tanto laicos como religiosos vinculados al poder colonial y que hoy, muchos de ellos, forman parte del patrimonio cultural local.
Un número considerable de trabajos han estudiado desde distintas perspectivas teórico metodológicas el tránsito de mujeres de Córdoba por diferentes instancias judiciales durante el siglo XVIII, ya que en la ciudad existía una sede de justicia ordinaria, como también, un tribunal de justicia eclesiástica y la comisaría de la Inquisición. Ambroggio (2013), Aspell (1996a), Clissa (2002), Dominino Crespo (2007), Rufer (2004; 2005) y Vassallo (2006a; 2006b; 2016; 2020) se ocuparon de estudiar casos judiciales en los que se vieron involucradas mujeres, como victimarias o víctimas y que tramitó la justica capitular. Se trató, según Barriera (2019), de una de las sedes más bajas de la administración de justicia ordinara delegada por la monarquía hispánica, cuyas sentencias debían ser consultadas o apeladas ante las Audiencias de Charcas y/o la de Buenos Aires. Habida cuenta que desde fines del siglo XVII la ciudad fue sede del obispado de Tucumán y, luego, a principios del XIX del obispado de Córdoba, contó con una audiencia episcopal, cuyos casos fueron trabajados por Mónica Ghirardi (2004) - fundamentalmente los vinculados a nulidades y divorcios matrimoniales solicitados por mujeres-; esta autora, junto a Nora Siegrist (2012), se focalizó en los derroteros de las parejas conformadas por mujeres y sacerdotes que llegaron hasta esta instancia3.
En el particular caso de los estudios sobre mujeres vinculadas a la Inquisición en la diócesis del Tucumán y de Córdoba, podemos mencionar los trabajos de Aspell (2007) y Molina (2017; 2018). En tanto que Pizzo (2004) y García (2019) indagaron en los documentos inquisitoriales las prácticas de curar y el rol que jugaron las esclavas en ello, debido a que sus intereses están puestos en la historia de la medicina. Como se ha señalado, en numerosos estudios nos hemos ocupado de trabajar desde una perspectiva de género el rol de las mujeres como delatoras y delatadas ante la Inquisición local, las prácticas mágicas y las mujeres solicitadas durante el siglo XVIII y principios del XIX, tomando como base las fuentes locales y las relaciones de causas albergadas en el Archivo Histórico Nacional de Madrid (Vassallo, 2015a; 2015b; 2017a; 2020). Sin embargo, en esta ocasión queremos avanzar en identificar y explorar las huellas que han quedado de ellas en algunos bienes culturales4 que son albergados en distintas instituciones locales en vista a continuar profundizando las indagaciones que hemos iniciado de manera reciente (Vassallo, 2021).
En este punto, pensamos que las investigaciones que incorporan fuentes producidas por la justicia eclesiástica y por la Inquisición en relación con las mujeres pueden ayudar a avanzar en conocer lo que ha señalado Mazzoni (2019), es decir, cómo la Inquisición se sumó a las audiencias episcopales en la contribución a complementar "el accionar de la Corona y de la Iglesia, en pos de implementar, trasmitir y mantener un orden social - y político-, basado en la obediencia a las leyes e instituciones hispanas y, en última instancia, al rey"(p. 83).
Ahora bien, este enfoque es posible ya que Córdoba es una ciudad que ha construido parte de su identidad vinculada a un "ilustre" pasado colonial y que puede probar mediante la existencia de iglesias, museos, bibliotecas y la Universidad Nacional de Córdoba que tiene más de 400 años, y en numerosos archivos conservan las más amplias series documentales desde la época colonial5. Es más, la Manzana Jesuítica fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO6 en el año 2000, y los documentos judiciales y notariales producidos en tiempos coloniales -que hoy se encuentran en el Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba-ingresaron al registro de Memoria del Mundo de la UNESCO en 2016. Todo ello, ha contribuido en generar una importante oferta de turismo cultural y religioso.
Ahora bien, no es sencillo estudiar las comisarías de la Inquisición de regiones de frontera como lo eran la de Buenos Aires o la de Córdoba, ya que las huellas documentales suelen estar dispersas y el acceso a ellas requiere la consulta de archivos que se encuentran en otros países como Perú, Chile o España. Sin embargo, en Córdoba tenemos la fortuna de contar con documentación vinculada a la comisaría local en el Archivo del Arzobispado (Tanodi, 1968).
Sabemos que los estudios sobre la historia de las mujeres inauguraron desafíos metodológicos y conceptuales, pero también una renovación en el tratamiento de las fuentes y la urgencia de otras preguntas, otras claves para abordar el pasado (Bonaudo, 2016, p.80). Escuchar los silencios, problematizar las ausencias de documentos, bucear en un sinnúmero de fuentes que no fueran las oficiales, confrontar miradas, sospechar e interpelar la organización androcéntrica de los archivos, fueron (y aún sigue siendo) una parte importante del trabajo que suponía abordar el estudio de las mujeres del pasado, en clave de género (Bonaudo, 2016; Pita, 2016).
Estas cuestiones tampoco escaparon a quienes se dedicaron a investigar a las mujeres ante la Inquisición, porque, además, el asunto de la existencia, localización y el acceso a las fuentes que produjo esta institución fue (y es) un tema que ha sido trabajado como objeto de investigación por numerosos autores (Guibovich, 2015; Haempe Martínez, 1996; Millar Carvacho, 1997; Pinto Crespo, 1982; Pinto, 2020; Pinto Crespo et al., 1984; Rodrigues Lourenco et al., 2018; Torres Puga, 2017; Vassallo, 2018;).
Una de las pioneras en reflexionar sobre las fuentes y los registros desde una perspectiva de género fue María Emma Mannarelli (1998) una referente ineludible en lo que hace a investigaciones sobre mujeres frente a los estrados de la Inquisición en América y en particular, en el tribunal de Lima7. Impregnada de los recaudos teórico- metodológicos que planteaban los estudios de mujeres así como los de la historia de la justicia, la investigadora peruana manifestaba a fines de los años 90 del siglo pasado que la documentación inquisitorial había permitido encontrar las "voces" de las mujeres situadas en un contexto social y político-religioso determinado, que no siempre resultaban fáciles de hallar:
Las declaraciones femeninas suelen presentarse impregnadas de una visión masculina del mundo en la medida que son transcritas, escogidas e incluso reinterpretadas por hombres, son testimonios parciales en los que las versiones femeninas se intercalan con las opiniones de los inquisidores y, también por las transcripciones de los notarios. Parte del desafío es distinguir todos estos matices, percibir la forma en que emergen los productos culturales femeninos y entender la forma en que interactúan con la cultura masculina (Mannarelli, 1998, pp.12-13).
A estos reparos metodológicos, Mannarelli (1998) agregaba que existía una suerte de silencio de las fuentes debido a "la virtual desaparición de la mayoría de la producción escrita por las mujeres en la época colonial" (pp. 49-50), sobre todo, de las acusadas de alumbradismo, porque generalmente eran cultas, letradas y que producían escritos. Escritos que en algunos casos los inquisidores decidían su destrucción8.
Estas reflexiones estaban en sintonía con lo que señaló unos años después Michelle Perrot (2006) cuando resumió los problemas a los que nos enfrentamos al trabajar desde esta perspectiva: la falta de huellas directas, escritas o materiales, que fueron destruidas por las mismas autoras o por terceros, pero también de la negativa de los archivos públicos a recibir documentos vinculados a mujeres.
En unas pocas líneas, Perrot (2006) no hizo más que dar cuenta del largo proceso que venían desarrollando las feministas -entre ellas, las académicas- desde los años 80: el debate sobre el rol estratégico que cumplen las unidades de información, el peligro de la pérdida de las fuentes o de su integridad por falta de tratamiento específico. Fue, entonces, cuando se diseñaron recursos metodológicos, estrategias de conservación, de acceso y difusión de fuentes de información.
Es por ello que consideramos fundamental comenzar a problematizar la cuestión de las fuentes de (o sobre) la Inquisición que involucra a mujeres en sus distintos roles, en tanto bienes culturales o como patrimonio cultural, los archivos estatales, institucionales o privados que albergan los fondos, la organización de centros de documentación especializados y revisar las políticas de acceso y la difusión de los fondos, en clave de género. Es decir, proponemos ampliar la mirada crítica sobre las fuentes, pero como objeto de análisis, colocándolas en el centro de la discusión9. Y, además, instamos a ir en busca de las huellas de las mujeres en otros registros, como el arquitectónico o el arqueológico. En el específico caso de nuestro trabajo, nos concentraremos en escrutarlas en este tipo de registros que existen en la ciudad mediterránea, siguiendo de cerca bibliografía especializada en materia de patrimonio cultural y género Perpinyá Morera (2020), Arrieta Urtizberea (2017), Jiménez-Esquinas (2017), Lagunas y Ramos (2007), y País Andrade (2014; 2018).
Ellas, en el patrimonio documental de Córdoba
¿Qué roles jugaron las mujeres frente a la Inquisición? Las Instrucciones de comisarios, los Edictos de Fe y Anatemas, y los Manuales- que recogen normativa inquisitorial-, nos ofrecen ejemplos muy concretos, siempre imbuidos en nociones patriarcales y estamentales10.
Como bien es sabido, la Inquisición era tribunal y, por ende, hasta allí llegaban quienes habían incurrido en alguna acción u omisión que reconocía bajo su jurisdicción y siempre que no fueran indígenas, ya que en América quedaron excluidos. También estuvieron habilitadas para denunciar todas las mujeres bautizadas mayores de doce años, incluyendo a las indígenas, y podían ser testigos tanto en las causas como en las informaciones de limpieza. Asimismo, las mujeres fueron destinatarias de regulaciones, generalmente vinculadas al rol parental de algún varón de la familia (padre o marido) que caía bajo las redes de la Inquisición: confiscación de bienes, tacha de infamia, la posibilidad de rescatar la dote de tal confiscación si la cónyuge era inocente, la no consideración de ser cómplice (bienhechora) a la esposa que no denunciara al marido por temer a que este la castigara (Ayllón, 1997; Eimeric y Peña, 1996); Instrucción y orden que comúnmente han de guardar los comisarios y notarios del Santo Oficio de la Inquisición de Perú,1818).
Finalmente, las mujeres aparecían en los documentos vinculados a la limpieza de sangre cuando sus maridos e hijos se postulaban para ser familiares; y así sus ancestros también eran escrutados bajo esta lupa (Instrucción y orden que comúnmente han de guardar los comisarios y notarios del Santo Oficio de la Inquisición de Perú,1818)11.
Estas definiciones nos ofrecen pistas para bucear en ciertos bienes documentales, bibliográficos y arquitectónicos que existen a nivel local. Sin embargo, en esta búsqueda debemos tener en cuenta las funciones que tenían las comisarías para poder saber los documentos que producía y con los que debían trabajar.
Recordemos que la cobertura inquisitorial dispuesta por la Corona para los territorios de América se centró en la instauración de tribunales en Lima, México y Cartagena de Indias, y el establecimiento de comisarios y/o comisarías que debían trabajar bajo sus respectivas dependencias. Las comisarías constituían las representaciones locales de la administración inquisitorial, configuraron un espacio de control y vigilancia que desempeñaron un rol importante de intermediación social y cultural, puesto que una red compuesta por comisarios y ministros podían asegurar la presencia de la autoridad (Miranda Ojeda, 2007; Moreno, 2015), sobre todo, en los extensos territorios que comprendían las gobernaciones del Tucumán y el Río de la Plata, tan lejanas al tribunal de Lima.
En líneas generales, el rol central de la comisaría consistió en procurar las denuncias, examinar testigos, y practicar las ratificaciones y remitir los papeles correspondientes para que el Tribunal determinara la continuidad de un proceso. Y, en caso de ser requerido por el superior, el envío de los y las detenidos a Lima previo secuestro de sus bienes (Miranda Ojeda, 2007). Por lo tanto, el expediente de la causa se tramitaba y archivaba en Lima (Castañeda Delgado y Hernández Aparicio, 1989; Dellaferrera, 1993). A estas obligaciones, debemos sumar la lectura de los edictos de fe y anatemas, la organización de la supervisión de bibliotecas y el despliegue de las tareas burocráticas propias del funcionamiento de la institución, como llevar libros, preservar el archivo y contestar correspondencia (Vassallo, 2019a).
Cabe agregar que los comisarios necesitaban trabajar en colaboración con las autoridades reales locales -como veremos más adelante- y, también, con el obispo del distrito. Por ejemplo, cuando debían dirimir si la acción u omisión realizada por una persona determinada debía recaer en la jurisdicción episcopal o en la inquisitorial, como solía ocurrir en los casos de bigamia, como también, cuando existía la sospecha de que una persona había cometido un hecho grave y podía escapar, el comisario estaba obligado a consultar la posibilidad de su detención con el obispo de turno (Dellaferrera, 1993).
Lo señalado permite acercarnos a los tipos documentales que podemos hallar en el Legajo N°18 de la Comisaría de la Inquisición, albergado en el Archivo del Arzobispado de Córdoba, fechados entre los siglos XVII y XIX (Tanodi, 1968). A saber: denuncias que conformaban las "cabezas del proceso", cartas, autos, notas edictos e inventarios. Asimismo, encontramos documentación que evidencia comunicación frecuente entre los comisarios y el tribunal limeño: cartas, notas, certificaciones, acuso de recibo de documentos, respuestas de consultas recibidas, nombramientos, pedidos de información, edictos de "fe y anatemas" e instrucciones para interrogar, entre otros. El estado de conservación de los documentos es aceptable, aun cuando no se hallen debidamente descriptos (salvo el tomo III que comprende los años 1711-1827). Las fojas se conservan sueltas y no presentan foliatura original. Los tres tomos que componen el fondo se hallan digitalizados (Tejerina Carreras, 2015)12.
Asimismo, existen documentos sobre las actuaciones de la Inquisición a nivel local en la Colección particular de Monseñor Pablo Cabrera (1857-1936) que, actualmente se halla en la Biblioteca Elma Kohlmeyer de Estrabou de la Facultad de Filosofía y Humanidades y Psicología de la UNC, entre los que se halla una sumaria fechada en 1792 por bigamia iniciada contra Francisco Xavier Miranda, soldado de las fuerzas de la frontera de La Carlota que, casado con María del Carmen Ferreyra en Pampayasta, había realizado algunos trámites para casarse con Florentina Aguirre (CPC, 00958, 15fs)
Los documentos consultados nos llevan a identificar a las mujeres en roles de denunciantes y denunciadas. Es más, las denuncias interpuestas por ellas constituyen una buena muestra del abanico de acciones que eran consideradas delitos -muchas de ellas, figuras connotadas por el género-, y que obviamente no agotan la muestra de quienes pudieron ser denunciados, sino que constituyen la "punta del iceberg" de prácticas cotidianas trasgresoras o disciplinantes más extensas, en términos de lo que plantea Peña Díaz (2019). Estamos hablando fundamentalmente de hechicerías, solicitaciones, sortilegios, blasfemias, proposiciones heréticas y bigamias. Son denuncias que el comisario de turno consideró relevantes para darles forma de acta -escribano mediante-, que luego podían o no convertirse en sumarias y, eventualmente, en causas judiciales13.
Estos documentos nos muestran que las denunciantes mayormente pertenecían al sector dominante de la sociedad y que seguramente actuaron como guardianas de las costumbres, del orden social y del espacio al que pertenecían, sobre todo, teniendo en cuenta la posición social inferior del que provenían varios de los delatados como, por ejemplo, los dichos que quedaron consignados de doña Luisa de Zárate, quien el 22 de mayo del mismo año involucró al esclavo del Maestre de Campo Ignacio Salguero -llamado Negro Capitán- por practicar hechicería. Como también lo declarado por María Mercado de Jara, quien en 1747 señaló a su cuñado paraguayo Juan Pablo de Villalba por blasfemias y tenencia de imanes (Vassallo, 2015a; 2015b; 2017a; 2020).
En tanto que las mujeres denunciadas fueron vinculadas mayormente por prácticas mágicas, como la negra Mariana, esclava de la Compañía de Jesús, por curaciones que no fueron exitosas o María Cornejo, por realizar la prueba del cedazo para encontrar objetos perdidos (Vassallo, 2015b).
Si leemos con detenimiento el inventario de los papeles con los que trabajó el comisario José Antonio Ascasubi -fechado en 1768-, no hay rastros evidentes o explícitos de ellas, y solo se mencionan varones.
Un cuaderno de las remisiones de causas y cartas para dicho Tribunal. Una instrucción de Comisarios impresa. Un inventario de los bienes de Joseph Arana con la tasacion de ellos, la causa original se remitió al Tribunal con todos los documentos concernientes Un cuaderno de apuntes que se halló en el embargo de dicho Arana con varios papeles sueltos. Una causa de matrimonio contra Joseph Canevallo que hizo fuga de la cárcel. Una causa iniciada contra un hombre llamado Perico, alias el Porteño. Una causa de matrimonio abierta contra Domingo Bustos. Una causa contra Domingo Raya. Una mandamiento de prisión contra Alonso de Castro y no se ha encontrado dicho sujeto, un exhorto sobre la defensa de los familiares de este Santo Oficio. Unos edictos generales que se publicaron el año de sesenta y cinco. Veintitrés cartas del tribunal respondidas. Tres edictos que no se han publicado. Una carta que acompañaba a dichos edictos" (AAC, Fondo Inquisición, leg. 18, t 3, s/f).
Ahora bien, a lo largo de los siglos la Inquisición produjo numerosas herramientas jurídicas para funcionar, entre ellas, la literatura inquisitorial que, como ha señalado Llamosas (2008), quedó comprendida dentro de lo que por entonces se consideraba literatura jurídica14. Y si bien tanto varones como mujeres podían caer bajo su jurisdicción, ciertas disposiciones, la literatura de autoridad y la práctica judicial no escaparon a las representaciones de género vigentes (Collantes de Terán de la Hera, 2018). Por ejemplo, el trato diferenciado existente en los procedimientos judiciales a la hora de asignar responsabilidades, validar sus palabras, ser sospechosas de cometer ciertas figuras delictivas y por los tipos de castigos recibidos. Sin olvidar la separación entre ellos en las cárceles inquisitoriales ya que, como ha señalado Torremocha (2017), más allá de las funciones específicas que tenía la cárcel, también se encontraba la del control social genérico. Todo ello, en sintonía con la legislación real y las obras de autoridad que se encontraban vigentes al momento de que Castilla instaurara la Inquisición15.
Las librerías corporativas y bibliotecas particulares de Córdoba contaron con obras de literatura inquisitorial, fundamentalmente en las de la Compañía de Jesús y Santo Domingo. También, en la biblioteca particular del comisario Montoya y Tejeda, del arcediano de la catedral Ledesma Zeballos y en la del obispo Moscoso, entre otros. Esteban Llamosas (2008) ha señalado que se trata de un 5,25% del total de las obras que ha escrutado para Córdoba en el siglo XVIII. Entre ellas, las de Alberghini, Albertino, Álvarez de la Paz, Carena, Escobar, Eder, Francisco de la Enunciación, Luis de Páramo, entre otras16.
Ahora bien, la presencia de estos libros se inscribe en la existencia de numerosas librerías y bibliotecas que había en la ciudad que, aunque periférica del vasto imperio hispánico, contaba como ya hemos señalado más arriba, con varios colegios, una universidad jesuítica, que luego de la expulsión fue gestionada por los franciscanos. Y, que como cabecera de los obispados del Tucumán y de Córdoba, tenía obispo y audiencia episcopal, el seminario de Loreto y numerosas órdenes religiosas que necesitaron de ellos. De igual manera, la falta de una Audiencia y la tardía enseñanza de la carrera de Derecho en la Universidad -implementados a fines del siglo XVIII-, podrían explicar la necesidad de contar con libros jurídicos (Llamosas, 2008). De igual modo, podría hacerse extensiva a la temprana radicación de la comisaría en Córdoba -y la consiguiente lejanía del tribunal de Lima-, al trabajo que desplegaron los jesuitas como calificadores de bibliotecas y el desempeño como comisarios de algunos provisores. Sin olvidar, las vinculaciones que algunas veces despegaron los obispos junto a comisarios, según se ha mencionado.
Como compartimos de la idea de que en ese entonces el libro era un instrumento decisivo para la circulación de ideas, pero, también, un agente eficaz para asegurar la ideología dominante (Llamosas, 2008), en este apartado nos concentraremos en individualizar algunas de estas obras que aludieron específicamente a las mujeres en el ámbito inquisitorial17. Por ejemplo, el MalleusMaleficarum de Sprenger y Kramer, la obra de Cesare Carena, Tractatus de OffiáoSancúss'imelnquiss'itionis et modo procedenti in causisfidei, el Manuale qualificatorum sanctae inquisitionis in quo omnia quae ad illud tribunal ac haeresun censuram pertinent, brevi methodo adducuntur de Giovanni Alberghini y la Theologia christiana dogmatico-moral, de Fr. Daniel Concina.
Recordemos que el Malleus Maleficarum o Martillo de las brujas, de Jacob Sprenger y Heinrich Kramer, publicado en Estrasburgo (1486), estableció de forma decidida el vínculo directo entre la brujería y las mujeres (Salman, 1998; Torquemada Sánchez 2000; 2013). Se trató de una suerte de manual que circulaba entre quienes se dedicaban a la persecución y represión de la brujería en el resto de Europa. Según Collantes de Terán de la Hera (2018), los inquisidores españoles no otorgaron mucha credibilidad, "por lo extremado de sus planteamientos" (p. 63).
Resulta interesante encontrarlo entre los anaqueles de los jesuitas del Tucumán, ya que fundamentalmente durante el siglo XVII colaboraron con la Inquisición, incluso fueron los primeros comisarios (Llamosas, 2008; Sartori, 2018). También poseía este libro el presbítero Ledesma Zeballos (Llamosas, 2008).
Entretanto, Carenaaludía a los alcances que podía tener la tortura aplicada a las mujeres en el marco de un proceso inquisitorial -especialmente las que estaban embarazadas- o la necesidad de que la Inquisición reuniera tres testimonios de mujeres contra un sacerdote solicitador para poder proceder contra él y así, compensar la "insuficiencia" del testimonio de ellas, por creerlas mentirosas. Esta obra también la tenían los jesuitas y el presbítero Nicolás Videla del Pino, doctor en Teología, profesor de la Universidad de Córdoba y rector del Seminario de Loreto (Llamosas, 2008).
La falta de credibilidad del testimonio de las mujeres fue señalada en extenso por Alberghini, cuyos escritos estaban en los anaqueles de la Compañía (Llamosas, 2008), al igual que la obra de Concina, que señalaba la obligación que tenían las mujeres de denunciar, aun cuando hubiesen accedido a las propuestas de los sacerdotes. Algunas de las cuestiones que fueron planteadas por los autores mencionados, como la necesidad de tener tres denuncias contra un mismo sacerdote, seguramente fueron consideradas por los comisarios, ya que ninguna de las delaciones interpuestas llegaron a la sustanciación de una causa en el tribunal de Lima (Vassallo, 2020).
En la actualidad, ya no es posible encontrar los libros citados en las bibliotecas particulares, pero sí algunos que tuvieron los jesuitas antes de la expulsión. En el año 2000 la Universidad Nacional de Córdoba recuperó buena parte de lo que fue la "librería grande"-hoy Colección Jesuítica-, que alberga el Museo Histórico de la UNC18. El catálogo en línea menciona la presencia de las obras de Alberghini y la de Concina, pero lamentablemente no se hallan entre las que la institución optó por digitalizar19.
Finalmente, cabe señalar que las impresiones sobre la falta de fiabilidad de la palabra de las mujeres en materia de solicitación perduraron en la obra de Juan Antonio Llorente- Historia Crítica de la Inquisición de España (s.XIX)-, quien sostenía que solo los dichos de mujeres "honestas", de "buena fama" y "dignas de crédito", podían viabilizar una sumaria (Collantes de Terán de la Hera, 2018). Esta obra es posible consultarla en la biblioteca particular del jurista Dalmacio Vélez Sarsfield que se encuentra albergada en el Templete que a sus efectos se construyó en el edificio del rectorado de la Universidad y al que se accede ingresando por la Biblioteca Mayor20. Se trata de una edición de cuatro volúmenes, editada en París por Truttal, fechada en 1817-1818 (Catálogo de la Biblioteca de Vélez Sársfield, 1940).
Tanto la Colección Jesuítica, como la biblioteca de Dalmacio Vélez Sásrfield están en el edificio del Rectorado Antiguo de la Universidad, espacio en el que solo se visibiliza al público visitante el trabajo y las lecturas de hombres de la iglesia- en especial de los jesuitas-, y la de los abogados, cuyo emblema encarna Dalmacio Vélez Sásrfield. El privilegiar una suerte de "memoria androcéntrica", en los que las mujeres están ausentes aun cuando fueron destinatarias de sus discursos y regulaciones, es mostrada con apariencia de "neutralidad" (Perpinyá Morera, 2020), sin interpelaciones y disrupciones en el guion que plantea el museo..
Ahora bien, Córdoba no contó con una cárcel especial destinada a la Inquisición, ni tampoco para las mujeres, sino que les fue destinada una celda que se hallaba injerta en la Real Cárcel. Ésta, como tantas de tiempos coloniales, no tenía un edificio propio y estaba situada en el edificio del cabildo, donde había calabozos para varones y una celda para mujeres, donde también funcionaban los juzgados de primer y segundo voto y sesionaban las asambleas capitulares. Se encontraba frente a la plaza mayor junto a la catedral y otras casas particulares de importancia (Izeta et al., 2014).
Las actas de visitas de cárcel nos hablan de mujeres detenidas, sujetas a potestades punitivas muy diversas -eclesiásticas, inquisitoriales, estatales y familiares-, y por los más variados motivos: delitos, contravenciones, faltas privadas y hasta demencia. Recordemos que los libros de visita de cárcel tienen una enorme potencialidad como fuente y fueron profusamente estudiados en distintos espacios de Hispanoamérica (Aspell, 1996a; Bernal Gómez,1986; Díaz Melián, 1991; Herzog, 1995; Levaggi, 2002; Rebagliati,2018; Vassallo, 2006b). Y si bien no siempre es sencillo sortear la primera "aridez" que nos muestran sus registros, pueden darnos información muy valiosa sobre la vida en la cárcel y las formas en que operó la justicia de entonces en tiempos en que se implementaron fuertes políticas de control social, de las colaboraciones que se prestaban entre autoridades que ejercían distintas potestades jurisdiccionales, y de la habilitación de la cárcel que se hizo a los particulares para que llevaran hasta allí a sus esposas, hijas y esclavas en vista a que cumplieran un tiempo de disciplinamiento (Vassallo, 2021). Es decir, nos hablan de una población carcelaria más numerosa de la que podemos calcular atendiendo solo a los expedientes judiciales que llegaron hasta nosotros o a las denuncias o sumarias que podamos encontrar en el fondo de la Inquisición del Archivo del Arzobispado.
La visita formalizada por el Marqués de Sobremonte en su calidad de Gobernador Intendente -junto a otros funcionarios judiciales-, el 9 de noviembre de 1793, dio cuenta de la presencia de tres mujeres detenidas por el comisario Guadalberto Coaraza: María Manuela Correa, María Catalina Galván y Juana Garay. Durante el lapso de su detención compartó la celda con María Ochoa, Margarita Montiel, María Isabel Alanís -procesadas por homicidio-, María Teresa González -por falsificación de moneda-, Bernarda y María Riarte -por "complicadas con las Nuebas"-la ladrona Juana Rosa Salguero, Josefa Gutiérrez encerrada por "mala conducta", María Susana Sánchez, Cayetana Agüero y María Isabel Ávila21 -().
Seguramente estas mujeres atravesaron la experiencia de la visita que compartieron sus compañeras de celda, como también los varones: una vez que las puertas del cabildo eran cerradas los días sábados por la tarde, los detenidos, y procesados eran sacados de los calabozos y agrupados en la escalera para luego ingresar uno a uno a la sala capitular. En la sala se hallaban el Gobernador Intendente de turno, el escribano del cabildo, los alcaldes, el defensor de pobres, de menores y el asesor letrado (Vassallo, 2021).
Lamentablemente, no conocemos las imputaciones por las que resultaron detenidas, aunque podemos precisar que la estadía fue efímera, porque el día 5 de diciembre ya no se encontraban en la celda. Como podemos apreciar, el acta muestra una "foto" de quienes se encontraban conviviendo en 1793 cuando la celda femenina poco a poco iba sumando más y más detenidas debido a la aplicación de fuertes medidas de control social por parte del Marqués de Sobremonte (Vassallo, 2006a).
Actualmente, los libros de visita de cárcel se alojan en Oficialía Mayor del Palacio Municipal 6 de Julio (Municipalidad de Córdoba), lo cual dificulta su consulta, salvo el libro correspondiente a los años 1789 y 1795, que fue hallado de manera casual por esta autora en la Biblioteca del Tribunal Superior de Justicia de la Provincia de Córdoba. Se trata de una de las seis bibliotecas que dispone el Poder judicial de la ciudad y la más antigua, fundada en 1925 por el Dr. Enrique Martínez.
La celda estaba lejos de ser un lugar en el que no se padecían malestares. Si bien no han quedado registros sobre este asunto de las mujeres que fueron detenidas por el comisario Coaraza, otros, vertidos por quienes eran juzgadas por la justicia capitular, dieron muestra del espacio que pudieron compartir en noviembre de 1793, cuando ya en Córdoba se acercaba el verano: un lugar donde hacía mucho calor y no había "ninguna saludable ventilación" (, (AHPC, Bárbara Lencinas, por adulterio, 1800)que "por la inmundicia, hedor, estrepito de prisiones, y tristeza de los presos, es especie de tormento, y se equipara a la muerte" (AHPC, Josefa Herera, por homicidio, 1808).
En este apartado, también nos interesa incluir el rastreo de algunas mujeres que quedaron por fuera de lo señalado en Edictos, Manuales e Instrucciones: las que compartieron la casa en la que vivía el comisario de turno donde funcionaba la comisaría, ya que para el siglo XVIII en Córdoba, los comisarios pertenecían al clero secular.
Los censos son los documentos que se visibilizan en estos hogares en los que los comisarios son cabeza de familia. Por caso, los de 1778 y 1813, y allí las encontramos como esclavas e integrantes del personal de servicio (libres y /o agregadas).
El padrón de 1778 fue el primer empadronamiento colectivo que comprendía la ciudad de Córdoba y diez curatos de la campaña. Los originales se conservan en el Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba, Serie Gobierno Cajas 18 y 1922. El censo de 1813 tuvo lugar durante la segunda mitad de ese año, cuando la Inquisición se había suprimido, pero nos proporcionan información valiosa sobre Coara-za, el último comisario y lo podemos consultar en el ya citado archivo23. Sabemos que estas fuentes documentales pueden contener errores, omisiones y que nos ofrecen una "foto" de quienes vivían en cada hogar en un momento determinado, que podía ser dinámico o cambiante. Sin embargo, es una fuente que los estudios locales sobre Inquisición no han utilizado, y la consideramos relevante ya que nos sitúa en el contexto familiar y cotidiano de los comisarios.
En el censo de 1778 hemos hallado al comisario Dr. Pedro Joseph Gutiérrez, quien en 1778 declaró tener 52 años de edad, ser español americano; en ese momento se desempeñaba arcediano, aunque no declaró ser comisario como lo era en ese entonces. Gutiérrez vivía en la calle del Dormitorio junto a dos sobrinos: don Santiago Miguel Gutiérrez y don Miguel Velázquez, que tenían 13 y 20 años de edad, respectivamente, además de tres esclavos y más de una decena de agregados. Entre las esclavas hallamos a María de 58 años y María de 18; entre la gente de servicio de condición libre podemos mencionar a María Mercedes (30 años), María Rosa (33 años), María Segunda (6 años), María de la Trinidad (agregada de 35 años), María Jacinta y María Hipólita de 3 y 1, respectivamente (Celton, 1996).
También hemos identificado la casa donde vivía el comisario Dr. José Antonio de Ascasubi, quien se había desempeñado en estas funciones durante la década del 60. Ascasubi vivía en la calle de la Merced, tenía 48 años de edad, era español americano y declaró estar desempeñándose como Chantre. Convivía con ocho esclavos y cuatro personas de servicio, libres. Entre ellos, había varias mujeres: Clara, Pascuala y Dolores (esclavas de 34, 46 y 18 años, respectivamente) y Josefa y Francisca, de 35 y 80, ambas libres (Celton, 1996).
En el mismo censo, encontramos al Dr. don Domingo Ignacio Coaraza, quien era un presbítero de 28 años de edad, pero llegó a ser el último comisario de Córdoba que actuó, incluso recibió denuncias hasta 1813. Este hombre, que vivía en la Calle del Colegio junto a su madre, doña Teresa Sobrero, y su hermana, Hermenejil-da, más tres esclavas: Francisca, Francisca y María de la Cruz, de 45, 30 y 35 años, correspondientemente (Celton, 1996). Sin embargo, creemos con certeza que su domicilio en el cuartel N°10 -situado entre la Merced y el noviciado viejo-, que aparece en el censo de 1813, puede haber sido el lugar donde ejerció como comisario. Por ese entonces, Coaraza contaba con aproximadamente 63 años de edad, vivía junto a un sobrino nieto y un agregado, más 13 esclavos y tres personas de servicio libres (Ferreyra, 2013).
Los aportes que nos brindan los censos nos devuelven una mirada diferente sobre los comisarios que hallamos en los documentos inquisitoriales, inmersos en hogares que comparten con familiares y sirvientes -entre las que había mujeres-, y en donde despegaban su quehacer como tales. Seguramente, alguna de ellas abrió las puertas de la casa al notario, al alguacil, a los familiares o tal vez a algún denunciante -varón o mujer y que, generalmente, llegaban de noche, sin previo aviso-, aunque los documentos oficiales no lo mencionen. Cumplir con el secreto, sin lugar a dudas, fue un desafío para la Inquisición al tener que trabajar los comisarios en sus propias casas24.
Ellas, en el Patrimonio arquitectónico y arqueológico de Córdoba
La presencia de las mujeres en la Real cárcel del Cabildo que nos muestra el acta de visita ya mencionada nos lleva a explorar en los restos arqueológicos que se encuentran en el edificio del Cabildo, ubicada actualmente en la plaza San Martín (ex Plaza mayor), hoy sede del Museo de la Ciudad y Centro Cultural "Cabildo". La estructura del Cabildo que hoy podemos apreciar es la misma que le dio el ingeniero Manuel López en tiempos de Sobremonte; y si bien como institución fue suprimida en tiempos revolucionarios (1824), el edificio siguió utilizándose como cárcel pública hasta 187025.
En la actualidad los restos arqueológicos de la cárcel no cuentan con explicaciones suficientes sobre la presencia de las mujeres en esta cárcel colonial. . La información que se brinda a través de cartelería no especifica dónde se encontraba la celda destinada a todas las mujeres -independientemente de la autoridad que dispuso el encierro-. También se invisibilizan sus presencias en los restos de la cocina -que se han encontrado en el patio menor-, y donde estaban obligadas a preparar la comida para todos los presos, como un doble castigo en calidad de mujeres que intentaban disciplinar. Tampoco figuran en la capilla donde seguramente fueron interrogadas por el comisario26, donde los curas confesaban a los presos y presas, y hasta donde se los obligaba a asistir al servicio religioso. En aquella época, el comisario Coaraza había designado a un sacerdote "reprendido" por el tribunal limeño para que cumpliera su "penitencia" confesando a los presos de la cárcel capitular (Aspell, 1996).
Como bien señala Preciado (2018), citado por Riano (2018), el museo es una máquina social que "produce verdad" y en esta "verdad", como podemos apreciar, ellas no están. Con estas ausencias "se siguen reproduciendo formas de ser y estar en el mundo que gestionan desigualdades por medio de acciones y prácticas patriarcales" (País Andrade, 2014, p.127) y, por lo tanto, es imprescindible comenzar a visibilizar los matices presentes y explicar de qué manera estas prácticas refuerzan los estereotipos de género.
Por otra parte, las denuncias que interpusieron algunas mujeres solicitadas frente a comisarios a lo largo del siglo XVIII nos señalan edificios religiosos en donde fueron requeridas sexualmente mientras eran confesadas por la Iglesia de la Compañía, la capilla del Santísimo Sacramento que se encontraba en el Convento franciscano y la Iglesia de San Francisco. Se trata de Luisa Ledesma, solicitada en varias ocasiones por el jesuita Pedro Lobo; Juana Inés de Soria, solicitada por fray Juan Alberto Gómez; y la mulata Juana Ignés Cabrera, requerida por el franciscano Luis Olivares, respectivamente. En el registro que hizo el escribano de turno cuando recogió las delaciones de Luisa y de Juana Inés -ambas en 1746-, quedaron mencionados los lugares donde tuvieron lugar estos requerimientos. También quedó registrada en la denuncia fechada en 7 de octubre de 1811, en tiempos del comisario Coaraza, lo que no ocurría cuando otras mujeres involucraron al clero secular.
Repasemos algunos pasajes documentales:
en otras ocasiones la hacía llamar de su casa [Lobo a Ledesma], o le decía que fuese por varios motivos al confesionario. Y que en él, después de tratado las materias que se ofrecían, le decía mi alma, mi corazón, mi vida. Y que esto fue en varias ocasiones. Y que asimismo en otras varias ocasiones, después de confesarse y comulgar, que volviese al confesionario. Y que allí le decía las mismas cosas (AAC, Fondo Inquisición, tomo 3, s/f).
Por su parte, Fray Juan Alberto Gómez, religioso de San Francisco, solicitó en cuatro oportunidades a la doncella Soria "para que le quisiese y que este lo hizo en las cuatro ocasiones así al tiempo de la confesión como habiéndola acabado, estando aún esta declarante en el confesionario, en la capilla del Santísimo Sacramento del Convento" (AAC, Fondo Inquisición, tomo 3, s/f).
En la actualidad, podemos encontrar la iglesia donde fue requerida doña Luisa; allí, todavía se celebran oficios religiosos. Se trata de la Iglesia de la Compañía de Jesús (calle Obispo Trejo y Caseros) que data del siglo XVII, tiene una planta de cruz latina, flanqueada por la capilla de naturales a la derecha (hoy capilla de Lourdes) y por la de españoles (hoy, Salón de Grados de la Universidad). Al momento en que doña Luisa fue solicitada, la iglesia era parte del complejo jesuítico que estaba conformado por el Noviciado, la Residencia, el Colegio Máximo y el Colegio Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat (Martínez de Sánchez, 2011). Fue una de las principales iglesias locales de entonces y hoy es la más antigua de Argentina. Para el tiempo en que Luisa fue requerida, el jesuita Florián Paucke dejó expresamente señalado que la iglesia era tan "magnífica" porque "cada procurador que viaja a Roma y trae consigo una misión a América se esfuerza en traer algo consigo algo elegido para esta iglesia" (Segreti, 1998, p. 122).
Por su parte, el Convento de San Francisco, en cuya capilla fue requerida Soria, se encontraba en la calle de San Francisco (hoy, Entre Ríos), y si bien en la actualidad hay una iglesia y convento, se trata de una construcción renovada, y posterior al año en el que esta joven fue solicitada por el franciscano. En aquel entonces, el convento formaba parte de un complejo, junto a la iglesia y el noviciado y fue renovándose de manera constante durante el período colonial debido a las inundaciones que afectaban la zona. El edificio actual, perpendicular al primero, comenzó a levantarse en 1794, aunque ya desde 1765 existía la capilla de la Tercera Orden en la esquina nordeste. Del convento colonial se conservan el viejo refectorio y la sala de Profundis, donde se realizaban los velatorios de frailes y cofrades (Martínez de Sánchez, 2011). El recinto que hoy los contiene está rodeado por un edificio comercial (calle Ituzaingó casi esquina Corrientes).
Cabe recordar que tanto jesuitas como franciscanos aparecen mayormente mencionados por mujeres en las denuncias. Unas décadas antes habían sido la comidilla de la ciudad cuando los franciscanos esparcieron las sospechas de que los jesuitas se hallaban "cargados de hijos" y vivían amancebados a través de libelos y desde el púlpito de la iglesia. En medio de un clima de disputas, buscaron desautorizarlos frente a la feligresía por no practicar la "moralidad que predicaban" (Quarleri, 2001), y durante meses existieron cotilleos en la ciudad sobre estos asuntos que finalmente fue saldada por la Inquisición.
Como podemos imaginar, en ninguno de estos espacios patrimoniales se mencionan las trasgresiones en las que incurrieron los sacerdotes en materia del celibato obligatorio en tiempos coloniales. El discurso que predomina en la cartelería es apenas informativo, y cuando en las visitas guiadas se alude a los sacerdotes que habitaron estos lugares, solo se mencionan a las "grandes figuras", al nivel cultural que tenían los jesuitas y los aportes que hicieron en materia educativa (fundamentalmente, la Compañía de Jesús). Todo ello, reforzado desde la declaración de la UNESCO.
Otro espacio religioso que podemos reconocer por los que pasaron las mujeres fue la Catedral, aunque no de manera exclusiva, ya que para escuchar la lectura de los Edictos de fe y anatemas también debían concurrir los varones. Se encuentra al lado del Cabildo (apenas separada por el pasaje Santa Catalina) y frente a la Plaza San Martín. Es decir, junto al Cabildo, y dicha plaza constituye "inseparables emblemas del poder hispano" (Page, 2009, p. 426). El edificio pasó por una serie de vicisitudes en el largo proceso de construcción; a mediados del siglo XVIII Florián Paucke la definió como una "linda y grande catedral" (Segreti, 1998, p. 121). Tenemos noticias que en 1765 se leyeron en la catedral Edictos de Fe y Anatemas (AAC, Fondo Inquisición, tomo 3, s/f), pero, por entonces, su apariencia, según el parecer de Concolorcorvo no era demasiado majestuosa: "tiene una perspectiva irregular, con tamaño suficiente, con pobre y escaso adorno" (Segreti, 1998, p. 148).
Más difícil aún es intentar encontrar las huellas en la arquitectura o en los restos arqueológicos de la ciudad de alguna de las mujeres que fue denunciada ante la Inquisición local. Corría el año 1750 cuando Mariana, una mujer esclava de la Compañía de Jesús, fue involucrada por doña Petronila de Molina, vecina de la ciudad de Córdoba, quien tiempo atrás había requerido sus servicios para que curara a una esclava suya. Sin embargo, al ver que los resultados no fueron los esperados, decidió delatarla por hechicera (Vassallo, 2015b). Es posible que Mariana viviera en alguna de las rancherías que tenía la orden antes de su expulsión: en la del Monserrat (hoy, entre las calles Duarte Quirós y Boulevard San Juan), la existente al lado de la capilla de la Quinta Santa Ana o en el molino (hoy, barrio Rivera Indarte), empero, todas estas cuestiones necesitan ser profundizadas27.
Sin lugar a dudas, estas invisibilizaciones en los lugares patrimoniales no son neutras, sino que producen, como dice Jiménez Esquinas (2017), "consecuencias desconocidas para la construcción del yo de las personas que lo visitan" (p. 34).
A modo de epílogo
Encontrar rastros documentales de mujeres que transitaron distintas experiencias frente a la inquisición local no es sencillo, ya que hay que llegar a los fondos munidos de múltiples lecturas que den cuenta de las lógicas de funcionamiento de una comisaría que trabajó en la periferia, a cientos de leguas del tribunal de Lima. Pero, también, para entender los silencios, ausencias e incluso, presencias, fue necesario acudir a lecturas sobre historia social, historia de las mujeres y de género. Los vínculos que la inquisición tejió con autoridades locales de distinta índole (seglares y religiosas) también nos remitieron a la consulta de fondos documentales que encuentran en diversos archivos locales. Asimismo, los documentos producidos por la comisaría nos llevó a encontrar las mujeres que convivían y asistían a los comisarios -la mayoría personal de servicio-, que hasta el momento los estudios locales no habían mencionado; y, así, las visibilizamos en quehaceres cotidianos junto a ellos, los notarios y familiares que concurrían al hogar en el que habitaban. Tampoco podemos dejar de lado en estas consideraciones la dispersión que ha sufrido el fondo Inquisición del AAC, ya que algunos documentos que nos interesó individualizar se encuentran en la colección Monseñor Pablo Cabrera.
El contenido de los documentos producidos por la comisaría nos remitió a espacios y lugares de la ciudad que aún existen y por los que muchas de estas mujeres transitaron sus experiencias como detenidas, delatadas o denunciantes. Nos interesó dar cuenta de ello, pero también escrutar la información que se ofrecen (y la que no ofrecen) en esos lugares históricos desde una perspectiva de género.
Y si bien es sabido que la identidad de la ciudad de Córdoba tiene como uno de sus pilares fundamentales el pasado colonial, ligado fundamentalmente a la presencia de la universidad, iglesias, conventos (que aún conserva) y de ciertas órdenes religiosas como los jesuitas, la alusión a la Inquisición no suele estar presente en cartelería, en los guiones de museos ni en el de los guías turísticos. Claramente, la declaración de la Manzana jesuítica como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO ha reforzado la identidad de la "Córdoba de las campanas" con un pasado colonial "glorioso" por su vinculación con lo "religioso" y "lo culto" -y en el que se vivía sin demasiadas estridencias ni tensiones-. Una ciudad con un pasado devoto y "ordenado", en el que no sería necesario incluir a la Inquisición en el relato, sino varones destacados vinculados a la vida religiosa, al derecho y a la educación, como así lo demuestran los nombres de las calles del centro histórico. En tanto que la presencia de las mujeres resultó destacada en tanto fueran monjas o pertenecientes a las familias fundadoras de la élite local.
Un discurso hegemónico y patriarcal del pasado colonial cordobés del que quedaron fuera muchas presencias disruptivas de los "ideales modélicos" establecidos por entonces, incluso los sacerdotes solicitantes. El resto de las mujeres fueron invisibilizadas, sobre todo, las delincuentes, las desobedientes, las pobres, las trabajadoras, las esclavizadas, las herejes, las que pertenecían a los grupos sociales inferiores del orden colonial.
Solo es cuestión de ponerse a trabajar en un marco de mutuo respeto por los saberes y experiencias que unos y otros contamos y, como propone País Andrade (2014), de "reconocer (nos) como trabajadores en- generizados" (p. 130) para poder avanzar en el proceso de construir nuevas retóricas y prácticas sobre el patrimonio cultural local, desde una perspectiva de género.