(Ver figura 1La figura del jaguar 1 (Panthera onca), como principal representante de "lo felino" en América, ha sido protagonista en todas las áreas de expresión étnica a lo largo del continente. Además de hacer parte de la mitología y la filosofía indígenas, el jaguar se ha materializado como símbolo en diversos ámbitos de la cotidianidad. Ha sido fijado y moldeado en las utilerías y la cultura material; representado en rituales e imaginarios transubstanciales; narrado a través de historias y corporizado en prácticas cotidianas como la cacería. Todo este conjunto de elementos y apariciones postula un universo con trazos de continuidad tanto cultural como geográfica que llamamos hoy América Latina.
Colombia cumple un rol fundamental en esa continuidad, siendo espacio de conexión entre ambos extremos del continente. A la presencia del jaguar como figura simbólica en la escena étnica e histórica se suma su rol biológico en un escenario actual y cambiante de la ruralidad colombiana, donde se encuentran diversas expectativas sobre el territorio, y la dependencia sobre los recursos naturales deriva en nuevas tensiones y formas de convivencia.
El presente texto parte de la premisa de que existe una relación íntima entre el humano y el felino en las culturas prehispánicas latinoamericanas. A partir de esto, se encamina a través de su iconografía y simbología, particularmente en Colombia, enfocando dicho territorio con un lente de contemporaneidad que busca revisar las nuevas interpretaciones de lo felino en el contexto presente, no necesariamente étnico, y desmitificar algunos elementos comunes que se atribuyen al "tigre"2 o jaguar, así como recuperar aquellos que se han visto desvanecidos en la dinámica actual. Con el advenimiento de la biología de la conservación, el jaguar ha adquirido nuevos valores y significados como especie vulnerable con necesidades de conservación (International Union for Conservation of Nature, IUCN), como especie focal para la conservación a largo plazo (Thornton et al. 2016), como herramienta de conectividad genética de la biodiversidad latinoamericana (Rabinowitz y Zeller 2010) que asegura funciones ecológicas significativas para mantener el equilibrio del ecosistema (Terborgh et al. 2001), y como una especie que entra en conflicto con el hombre al depredar sus sistemas pecuarios (Castaño-Uribe et al. 2016).
A continuación se relacionan los elementos que revelan una aguda valoración ancestral de la especie en el territorio colombiano, valoración que se sugiere como referente importante para la protección de la especie, actualmente expuesta a la persecución y destrucción de su hábitat. Estas tensiones contemporáneas parecen diferir de los valores culturales ancestrales respecto al universo de los felinos, en especial del jaguar. Un recorrido por sus formas de representación como expresión de los valores que se atribuían a esta especie, y por la relación metonímica con esta, permitirá hacer visible un sistema simbólico que pudo ser determinante en la convivencia de las poblaciones humanas con las poblaciones de jaguar -y de felinos-, y que podrá así mismo influir sobre nuevos esquemas de valoración dentro de las actuales estrategias de conservación y/o propuestas de desarrollo rural.
Simbologías, mitologías y rituales felinos
Las sociedades se han servido históricamente de iconografías felinas como medios metafóricos y metonímicos para expresar cualidades humanas y simbolizar relaciones sociales, convergiendo generalmente en escenarios relacionados con expresiones de poder dominante y la emergencia de un estatus social (Saunders 1998). El jaguar, en su medio natural, es el depredador por excelencia, un cazador preciso: el más fuerte de los carnívoros americanos. Es excelente trepador y nadador, de hábitos nocturnos. Transita libremente por todos los ámbitos del territorio, y las cualidades fisiológicas de su organismo regulan gran parte de su comportamiento social, reproductivo y territorial. Se le atribuye la imagen de guerrero, gobernante, guardián, portador de linaje y progenitor, entre otros caracteres que han sido exaltados de su condición biológica, envolviéndolo en asociaciones culturales y míticas, y convirtiéndolo en un símbolo influyente y ampliamente significante. Estas y otras características de dominancia han llevado a que, además de rendirle culto a través de la cultura material, el perfil del jaguar sea utilizado como factor de empoderamiento, convirtiéndose en imagen potenciadora de habilidades a través de la imitación de su apariencia (Arocha y Friedemann 1982).
Además de su cercana relación simbólica con el control y el poder, el jaguar se metaforiza en el trueno, entendido en varias culturas como rugido felino y, por lo tanto, garante de la fertilidad y el bienestar del entorno natural (Arocha y Friedemann 1982; Legast 1998). El rugido -tan ronco, cavernoso, sonoro, grave, potente y rotundo como el trueno- simboliza la aproximación de las lluvias y, con ellas, la creciente corriente de ríos y lagunas, la germinación de las plantas y la atracción de herbívoros y sus depredadores. Se moldea así la figura del jaguar como animal cultural, cumpliendo también desde esta dimensión una función determinante en el control del equilibrio del ecosistema.
En cuanto al campo de la antroponimia, se ha identificado una recurrencia de términos y especies de felinos en nombres y conceptos de las sociedades Muisca, Embera y Kogi. El puma y el ocelote aparecen en los nombres de caciques de sociedades andinas como la Muisca3. Entre los Embera del río Sinú se resalta imamá purrú o "jaguar rojo", uno de los principales líderes de los años cincuenta (Pardo 1984). En los Kogi de la Sierra Nevada de Santa Marta, el término jaguar o sus raíces se hallan también de manera frecuente en los nombres de sacerdotes, jefes míticos, personificaciones divinas y constelaciones de estrellas4.
Además de estas expresiones en el lenguaje, la simbología felina ocupa sin duda un lugar privilegiado en la cultura material de las sociedades prehispánicas, en especial en figuras en cerámica, oro y piedra. A pesar de ser un símbolo de gran fuerza y recurrencia, la imagen del jaguar se vio considerablemente afectada por la aproximación reprobatoria de las misiones y por otras formas de condenación de lo indígena. Las constantes referencias al jaguar y las relaciones de las comunidades étnicas con esta imagen fueron frecuentemente señaladas como acto de brujería o atribuidas a un carácter diabólico (Taussig 2002). Esta correlación gravada tuvo como evidente consecuencia el soterramiento de las prácticas y las representaciones de lo felino en la cotidianidad de dichas poblaciones a lo largo del territorio colombiano. Se sucedieron ocultamientos, defunción simbólica y readecuaciones culturales que trasladaron las representaciones a una dimensión narrativa, donde fueron simbólicamente silenciadas, dejando vestigios de relaciones suspendidas u ocultas (Rocha 2010). A esto se sumaron la guaquería y el comercio de objetos precolombinos, que imposibilitaron trazar un camino continuo de reconocimiento de aquellas expresiones culturales. Sin embargo, la imagen del jaguar dentro del mundo indígena permaneció latente en actividades, rituales, comportamientos y procesos de empoderamiento (Tejeda 2010). Teniendo en cuenta estos antecedentes, es preciso hacer un breve recuento de los campos en los que elementos de lo felino, y específicamente del jaguar, se integran en las formas de expresión y representación de las sociedades que habitaron -y habitan- el territorio colombiano. La cerámica, el oro, la piedra, instrumentos musicales y otros objetos, mitologías y rituales, fueron la base de representaciones de hibridación y mimetismos de la relación humano-felino, elementos cosmogónicos fundamentales del área sociocultural que hoy es Colombia (Villegas y Villegas 2006; Gault 2012; Lleras 2015), y muestras tangibles de las formas de correspondencia y convivencia que se tejieron entre ambos sujetos.
La cerámica
La incorporación de simbologías felinas en los oficios cerámicos encuentra dos de sus más sobresalientes expresiones en las culturas prehispánicas Calima5 y Tumaco-La Tolita6. En las representaciones de la cultura Calima priman figuras de rasgos felinos como la faz plana, orejas y ojos redondos, composición exagerada de la mandíbula, manchas oscuras, cuerpos decorados con triángulos incisos, y cola grande, peluda y volteada hacia arriba. Sumadas a esto, y aunque escasas, se encuentran también figuras que representan híbridos de animales: felino-serpiente, mico-felino y hombre-felino (Legast 1993). Para el caso de este último, las proporciones entre el mamífero y la figura humana no son naturales, lo cual sugiere, tal vez, a través de esta desproporción, una relación totémica7 con el mamífero, o su evocación como un alter ego, probablemente atada a las prácticas rituales de transformación del hombre en felino (Legast 1993).
Para el caso de los objetos cerámicos de la cultura Tumaco, el jaguar es también motivo protagonista. Esta preponderancia de lo felino parece llegar a la Costa Pacífica hacia el final del Período Formativo8, por conducto de los grandes centros ceremoniales de la vertiente andina oriental, como Chavín de Huántar, en Perú, y Cerro Narrio, en Ecuador, a su vez influidos por el culto al jaguar de la cultura Olmeca del golfo de México (Brezzi 2003).
El metal
Los objetos en metal -particularmente en oro- de distintas culturas prehispánicas revelan también frecuentes representaciones zoomorfas y antropozoomorfas de rasgos felinos. Los productos de este oficio hallados en territorio colombiano se ostentan como unos de los más variados, elaborados y complejos de América, tanto desde el punto de vista tecnológico como iconográfico (Plazas 1998).
La metalurgia se desarrolló a lo largo del territorio nacional, especialmente en las culturas de la zona Andina, en las vertientes del Pacífico, en la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía de San Lucas, y en el sur de los Llanos Orientales, donde se ubica la mayor parte de las minas auríferas del país (Bruhns 1994; Ingeominas 2016). Las muestras de las etapas tempranas de estas culturas se diferencian de aquellas de los períodos tardíos, que se caracterizaron por la elaboración de ajuares, collares, bastones, máscaras, narigueras, tocados de oro y un amplio conjunto de objetos suntuosos que evidencian la transformación hacia una sociedad más jerarquizada (Museo del Oro s. f.; Reichel-Dolmatoff 1978b). Algunas de las piezas notables de estas expresiones tardías son narigueras, en las que la imagen felina fue plasmada de manera recurrente. A estos diseños de placas colgantes que representan felinos con extremidades móviles y agujeros como las manchas de su piel se les atribuye un rol importante en rituales chamánicos, donde la corporización de seres animales era práctica frecuente (Sondereguer y Punta 2003).
Además de su presencia en diversos ejemplares de la metalurgia Calima, lo felino aparece como figura emblemática en el arte orfebre de las culturas San Agustín, Malagana y Zenú, especialmente en objetos de carácter funerario, diademas y pectorales que nutrían las esferas de poder y el estatus social (Gutiérrez y Torres 2011). Las representaciones de la fauna en la cultura Zenú Temprana9, en particular los jaguares representados por orfebres, ceramistas y artesanos de la concha, se caracterizaron por mostrar actitudes apacibles, carentes de las expresiones agresivas comunes en las representaciones de otras culturas. Entre los Muiscas del altiplano cundiboyacense se desarrolló una orfebrería de tradición votiva, formada por centenares de objetos, ofrendas, adornos, tecnologías, formas e iconografías, donde la figura felina es también constante (Plazas 1998). La orfebrería Tairona, y especialmente su período tardío, se caracterizó por la representación de tres animales que aún conservan su simbolismo para las comunidades étnicas de la Sierra Nevada de Santa Marta: el jaguar, asociado al oriente, sitio del sol naciente, representa la fuerza positiva de la existencia; la serpiente, dueña del oeste, donde muere el sol, es símbolo de oscuridad y muerte; y finalmente, el sapo, que se ubica en el centro, se asocia a la tierra de los hombres (Falchetti 1993).
La piedra
En las expresiones culturales sobre piedra, de las cuales San Agustín es un exponente remarcable, lo felino es también motivo predominante. Un inventario de la temática zoomorfa en San Agustín ubica al jaguar en el tope, seguido en prevalencia por la serpiente (López 1992). Entre los mitos asociados a esta cultura sobresale el del jaguar como representación de la suprema deidad solar, y estrechamente relacionado con la fecundidad y la fertilidad: "El mito del jaguar aparece vibrante en las formas escultóricas pétreas; nunca aislado, jamás de cuerpo entero, sino siempre simbolizado en la representación de personajes o deidades" (Arocha y Friedemann 1982, 51-52). El jaguar copulando o atacando a una mujer, el hombre con atributos felinos y el hombre-jaguar combinado con otras criaturas son motivos que se suman a criterios como la orientación de los objetos de acuerdo con sucesos cosmológicos (Reichel-Dolmatoff 1970), consolidándose en un sistema simbólico que se corresponde con el pensamiento chamánico (Páramo, James y Jiménez 2004).
Las estatuas de San Agustín, imponentes y sobresalientes, no constituyen el único caso de tallados en piedra con simbología felina. De la cultura Tumaco-La Tolita se ha recuperado una serie de esculturas antropomorfas que llevan sobre el tocado o sobre la espalda una segunda figura, generalmente animal y comúnmente interpretada como alter ego (Fauria 1985). Los petroglifos hallados en la serranía de Chiribiquete constituyen otro caso ilustrativo del vínculo entre las sociedades prehispánicas y la simbología felina. Los abrigos rocosos de esta serranía, ubicada entre los departamentos de Guaviare y Caquetá, han sido objeto de rigurosos estudios, no sólo por su importancia dentro de un arsenal de significados y simbolismos en el contexto cultural nacional, sino por la antigüedad y resonancia de sus ilustraciones (Castaño-Uribe y Van der Hammen 1988; Castaño-Uribe 2005). El elemento jaguar es un común denominador temático a lo largo del tiempo dentro de las miles de representaciones gráficas en Chiribiquete (Castaño-Uribe 2012). Se encuentran también petroglifos con iconografías felinas en las serranías de la Macarena y La Lindosa (Botiva 1986; Urbina y Peña 2016) y a lo largo del río Caquetá, donde el jaguar, descrito como "cuadrúpedo saltador", se despliega sobre las geoformas del escudo guayanés (Urbina 1994). El abrigo rocoso de la vereda Perico, en Caldas, constituye otro ejemplar de arte rupestre, donde, a pesar de las deterioradas evidencias, es posible notar la presencia de figuras antropozoomorfas, incluidos los motivos felinos.
Instrumentos musicales y otros objetos
La esfera musical es otro de los ámbitos donde las iconografías felinas se hicieron presentes. Los instrumentos fueron ciertamente objetos significativos durante el período prehispánico. Fabricados a partir de caracoles, conchas marinas, piedra, madera y cerámica, entre otros, los objetos musicales llegaron a ubicarse como bienes de poder y riqueza, dado que su fabricación suponía la formación de una mano de obra especializada y una demanda exigente en niveles de calidad (Gudemos 2009). Entre todos los instrumentos, fueron tal vez las trompetas y ocarinas las que representaron de manera más explícita las características felinas. Se encuentran, por ejemplo, amplios conjuntos de estos instrumentos en la cultura Mochica, o Moche, de la costa norte del Perú, en cuyos motivos y decoraciones prepondera la simbología felina. En cuanto instrumentos de guerra, a través de esta iconografía se propiciaba la victoria e integraba la naturaleza de lo felino, adquiriendo de ella la energía (Gudemos 2009). El instrumento transmitía entonces fuerza y poder, en un sentido mágico, cuando el rugido felino se proyectaba con el aliento del trompetero (Escobar 1985). Para el caso de Colombia se resaltan las ocarinas Tairona, Zenú y Quimbaya.
Los bancos de chamanes son otro elemento de gran fuerza simbólica y significado cosmogónico que ha trascendido a lo largo de la historia. Llamados butacos o pensadores, estos objetos se sitúan hoy en día como elemento ritual y cotidiano en muchas de las comunidades étnicas del país. La primera descripción de un butaco amazónico se le atribuye al padre Cristóbal de Acuña, quien hacia 1641 relató que "por el de las Amazonas abaxo, ENT#091;...ENT#093; hacen bancos forjados en forma de animales, con tanto primor, y tan acomodados para tener el cuerpo con descanso, que ni la comodidad ni el ingenio, los pudiera fingir mejores" (Pineda 1994, 16). Generalmente, su forma de fabricación puede variar de acuerdo con el área, la cultura y su función social y simbólica. En las extremidades de los butacos de los Makiritare y Ye'cuana del Alto Orinoco, por ejemplo, se encuentran figuras que representan al jaguar, aludiendo al proceso reiterativo de metamorfosis del chamán en jaguar (Pineda 1994). El banco es, para muchas sociedades, sinónimo de soporte, de fundamento de vida, "símbolo de estabilidad y sabiduría" (Reichel-Dolmatoff 1968, 83).
Cronistas e investigadores han encontrado otro tipo de objetos, en su mayoría rituales, provenientes del cuerpo de un jaguar. En la mayor parte de los casos, estos han sido hallados en las comunidades amazónicas, que tienen una estrecha relación con esta especie en todas las esferas -rituales, laborales, mitológicas-. Se conocen cucharas fabricadas a partir de hueso de puma, instrumentos fabricados a partir del cráneo de tigre, tabacaleras hechas a partir de un hueso tubular o hueso de pata de jaguar, donde se guardan el rapé o el yopo, por citar algunos ejemplos (Reichel-Dolmatoff 1943, 475; 1978a, 54; Arocha y Friedemann 1982, 100). Para varias comunidades étnicas, el jaguar muerto transfiere su energía vital a partes de su cuerpo como los huesos, el cráneo, la piel, los colmillos, donde se considera está presente el alma del animal, y, por lo tanto, al portar alguna de estas insignias, el individuo o chamán mantiene viva la energía vital del jaguar (Gutiérrez y Torres 2011). Se describe, por ejemplo, el adorno de los caciques de los Guahibos hacia 1950, que consistía en una corona de garras de tigre soportadas por una base tejida de fibras y con una o dos plumas largas de guacamaya; del hombro colgaba una bolsa rectangular de piel de tigre que contenía los instrumentos para absorber el yopo (Reichel-Dolmatoff 1943).
La utilización de partes del cuerpo del jaguar como amuletos protectores no corresponde únicamente a prácticas chamánicas. Individuos de los Llanos Orientales, especialmente Sikuani, utilizan hoy en día colmillos de "tigre" a manera de collar. Además de sentir un poder transferido desde el animal, esta costumbre es para ellos símbolo de orgullo, de adquisición y alcance de habilidades. Además de los huesos y dientes, la piel del jaguar también tiene un significado de adquisición de atributos poderosos y felinos. Para los Tukano del Amazonas, por ejemplo, esta significa la "envoltura invisible de la selva" (Reichel-Dolmatoff 1978a, 192).
Los remanentes de la cultura material aquí recogidos, rescatados por trabajos arqueológicos y otras actividades, son expresión significativa de la manera en que se rendía culto a seres, símbolos y figuras como el jaguar, que ocuparon un lugar central en la cosmogonía de los pobladores del territorio colombiano. Esos contornos, temas e imágenes metonímicas, que alguna vez quedaron plasmados en la manufactura del arte indígena, actualmente siguen representados en tradiciones orales, en la ejecución de instrumentos y cánticos, en la complejidad del parentesco de algunos grupos y, naturalmente, en el ritual religioso (Arocha y Friedemann 1982; Accornero 2007).
Mitologías y rituales
La esfera de lo mitológico resulta a veces esquiva, debido a los innombrables cambios en las estrategias de narración, así como a las dificultades de acercamiento a este mundo cada vez más cifrado y oculto. Los registros etnográficos sobre las narraciones que desglosan la mecánica del universo indígena son uno de los varios espacios en donde lo felino se encuentra sin dificultad. El origen del mundo, los mandatos morales y la descendencia de los elementos que hacen parte del entorno cuentan con la participación del "tigre" como principio de varios de estos ciclos y procesos.
La interpretación del jaguar como ser que dio lugar a un nuevo linaje se observa como un relato compartido por varias etnias del país. En su Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada, Lucas Fernández de Piedrahita se refirió a algunos grupos Chibchas como comunidades que sostenían ser descendientes de legendarios caciques y chamanes de origen jaguar (Fernández de Piedrahita 1688). Por su parte, el padre José Gumilla, S. J.10, afirmó que los Sáliva y Achagua se referían a los Caribes de las sabanas del Orinoco como descendientes legítimos de los tigres, razón que explicaba su comportamiento cruel, heredado de sus padres míticos (Gumilla 1955 ENT#091;1741ENT#093;). Los Kogi relatan sobre sus ancestros directos, la gente-jaguar, que descendían de grandes felinos que fueron creados en el inicio de los tiempos (Reichel-Dolmatoff 1970). Grupos Tukano del Amazonas, así como otras etnias de la región Caquetá-Putumayo, derivan también su descendencia de jaguares míticos (Reichel-Dolmatoff 1970), tendencia que comparten con otras etnias amazónicas como los Huorani del Ecuador (Valarezo 2002).
El jaguar como ser manchado se asemeja a la luna para los Embera (Rocha 2010), es ser de ojos sigilosos y protector del clan Uriana, en la cultura Wayúu (Arocha y Friedemann 1982), elemento central del clan Newuju Monowi o "clan jaguar" del pueblo Sikuani (Suárez 1996; Guzmán 2004), trueno y artífice de la fertilidad y la fecundidad para los Páez, Ette, Barí y Yukpa (Reichel-Dolmatoff 1970; Guzmán 2004; Rocha 2010). Hay entre los Kogi mitos y tradiciones que hablan de diferentes personificaciones del jaguar, "de esos seres que se dice que fueron grandes chamanes que podían mudarse a voluntad de hombre a animal y viceversa, y que establecieron rituales, hicieron guerras y ejercieron su dominio por todas las montañas" (Reichel-Dolmatoff 1978a, 62). El jaguar ocupa un sitio preferencial en el universo Kogi desde el acto mismo de la creación, realizado por Haba, la Diosa Madre. Su importancia como ascendencia cosmogónica es tal, que se llaman a ellos mismos Gente Jaguar (Arocha y Friedemann 1982). Las personas Kogi encargadas de asumir técnicas curativas o medicinales están embebidas en la simbología felina de sus orígenes (Gómez 2010). El jaguar es la alegoría de la figura del chamán en su pensamiento, ese guardián, sanador, médico, guía, que viaja entre mundos, y, tanto en el relato como en la realidad, se funde en los límites entre lo humano y lo animal (ACEG 2010).
Se encuentran también elementos comunes en la mitología de las etnias Tikuna, Tukano, Tunebo, Desana y Huitoto. Allí, la figura del jaguar está íntimamente ligada con la de la anaconda y la de la luna, compartiendo terrenos míticos, rituales y simbologías en la cultura material (Arocha y Friedemann 1982; Guzmán 2004). Para los Desana, el jaguar es el representante del Sol; simboliza la energía fertilizadora de la naturaleza; es el protector de la maloca y de la selva; por su color, está asociado con el fuego, y por su rugido, con el rayo (Brezzi 2003). Otra analogía común es la que figura entre el chamán y el jaguar. Para el caso de las etnias amazónicas, la figura del chamán está embebida en el concepto payé11, un hombre que actúa solitariamente, pero que desempeña un papel mediador con la naturaleza en favor de su comunidad (Pineda 2003).
La mitología amazónica, se ha dicho, tiene un componente remarcable de regulación ecológica (Reichel-Dolmatoff 1976; Beltrán 2013), aunque estas teorías deterministas y/o funcionalistas han cambiado con el paso del tiempo. En la cosmovisión de los Tukano, por ejemplo, el payé es el que se comunica con el dueño de los animales y controla la disponibilidad de estos para la cacería, tomando la forma de serpientes y jaguares (Reichel-Dolmatoff 1978a, 90-91). Existe un término medio entre el jaguar y el humano, cuya esencia es interpretada como peligrosa, y el jaguar que inflige temor entre las comunidades no es entonces el animal (Gutiérrez y Torres 2011). En su capacidad de infligir temor, este jaguar sobrenatural desempeña entre los Desana, Tanimuka y otras etnias amazónicas una función determinante como controlador de la cacería. Aparece continuamente como figura amenazante a quien falte a las reglas rituales en la caza, reglas que, finalmente, procuran el equilibrio del ecosistema de la selva (Urbina 1991).
Estas apariciones de la figura del jaguar en las narraciones y los mitos constituyen un factor determinante en la manera como las comunidades se relacionan con su entorno y, específicamente, con esta especie. Los mitos, como "frutos de la experiencia y estructuradores de la misma" (Urbina 1991, 9), permiten apreciar el nivel más profundo de la visión que tienen los indígenas de su entorno natural y de su origen, haciéndose parte integral del espacio y sus procesos naturales. El cosmos y la naturaleza son el escenario donde se encuentra lo sagrado, allí donde existe el diálogo entre lo social y lo natural. Así, el jaguar se integra como parte de la mítica, gravita en la conducta de los indígenas, en sus actitudes frente al otro y frente a su entorno, en sus formas de organización, en las enfermedades, en las aptitudes y cualidades, y en la muerte (Rodríguez y Mercado 2009).
Además de las representaciones materiales de las comunidades prehispánicas, y del breve esbozo de la recurrencia de la figura del jaguar dentro de la dimensión mitológica de algunas de las etnias del país, es preciso referir los rituales como otro de los ejercicios de reproducción y perpetración de estas simbologías. Para este caso, la concepción del ritual no reposa en su carácter festivo sino en una comprensión más amplia de su condición como estado mental fluido, en el que se intercambian identidades, se ablandan los límites y se flexibilizan las categorías: "Plants, animals, and humans merge and exchange identities with one's human self in rapid flashes of transformation, and shared animation pervades all things ENT#091;...ENT#093; It is in this visionary realm where the outsized human ego dissolves in the face of essential truths and interconnections" (Stone 2012, 1).
La historia del yagé está comúnmente ligada a los orígenes del cosmos, entendiéndose como un elemento estructurante de las culturas (Pinzón y Ramírez 1992). Varias son las interpretaciones sobre sus efectos, y muchas de estas convergen en la visión de algún indicio felino o del jaguar como imagen viva y penetrante (Ronderos 2005). Algunos de los nombres indígenas que designan variedades de alucinógenos aluden al jaguar. Una de las plantas alucinógenas más fuertes utilizadas por la etnia Kamentsá en Putumayo es el mitskway borrachero o embriagante del jaguar (Reichel-Dolmatoff 1978a). El yagé tigre o tigrehuasca es la planta que tiene un vínculo con este animal de poder, y es el yagé efectivo para curar (Ronderos 2005). En el sur de la Amazonía se practica la toma de rapé de vihó entre los payé, una sustancia estrechamente relacionada con la experiencia del ser jaguar. Entre los Tukano, los aprendices que están en proceso de convertirse en payé "suben con su maestro a la Vía Láctea y se vuelven jaguares. ENT#091;...ENT#093; Sus almas se remontan y toman forma de animal para poder vagar por la selva sin ser reconocidos" (Reichel-Dolmatoff 1978a, 114). Los Desana, cuando toman rapé, "se acuestan ENT#091;...ENT#093; sólo el corazón les late. Ahora son jaguares devoradores. Para convertirse en jaguares se ponen panza arriba. ENT#091;...ENT#093; Junto con los demás jaguares, vagan por la selva, ENT#091;...ENT#093; andan errantes y devoran gente. ENT#091;...ENT#093; Hay también otros jaguares que son reales. Viven en otros lugares" (Reichel-Dolmatoff 1978a, 115). En todos los casos, uno de los efectos manifiestos de las prácticas rituales de las sociedades amazónicas es el de la transubstanciación jaguárica, donde se alcanzan facultades de dominio, control, fuerza y venganza (Reichel-Dolmatoff 1978a, 120-121).
Las figuras del jaguar y lo felino aparecen entonces desde los nombres de las plantas rituales hasta la percepción de frecuentes imágenes alucinatorias y prolongadas secuencias oníricas (Pinzón y Ramírez 1992). La tendencia a la transformación en jaguar, o su corporización, puede explicarse en la habilidad adquirida para sobrevivir en ambientes desconocidos y la tranquilidad que genera dentro de un entorno depredador, donde el hombre también corrobora su valentía (Reichel-Dolmatoff 1978a; 1928b).
Discusión y conclusiones
La figura del jaguar en el pasado ha penetrado, integrado y trascendido múltiples culturas en su simbología, su mitología, sus rituales y objetos, consolidando un universo de expresiones felinas que se percibe continuo y recurrente a lo largo del continente americano (Saunders 1998; Reichel-Dolmatoff 1978a; Castaño-Uribe 2005). Aunque el presente texto no agota la descripción de estas recurrencias en cada uno de los casos identificados, presenta una breve revisión de su trasegar por la historia de las culturas étnicas y prehispánicas de Colombia, que con sus raíces y permanencia se consolidan como parte de los elementos formadores del escenario geográfico y cultural que llamamos América Latina.
Sin embargo, hoy en día se percibe que la relación hombre-jaguar, así como la representación de su figura, han tomado otras dimensiones. Con el advenimiento de la biología de la conservación, y las apreciaciones del "medioambiente" asociadas, el jaguar ha adquirido el rol de especie focal12 por excelencia, no sólo en Colombia sino en América Latina. El jaguar, por su gran tamaño y hábitos carnívoros, requiere amplios ecosistemas bien conservados, con múltiples y abundantes presas para sobrevivir (Terborgh et al. 2001; Carbone, Pettorelli y Stephens 2010). Al conservar al jaguar a la escala de su distribución actual se logra conservar varios ecosistemas13 y su diversidad biológica. Lo anterior es razón para considerar al jaguar como especie sombrilla -debido a que su conservación cobija más especies- y como especie paisaje -debido a que su conservación permite asegurar la protección de varios paisajes ecológicos, por requerir amplios horizontes para su supervivencia-.
El estudio de la función ecológica del jaguar ha dilucidado consecuencias de su presencia o ausencia que afectan los intereses de conservación de la biodiversidad y los valores ecosistémicos asociados. Una eventual extinción del jaguar ocasionaría una serie de extinciones y adversidades ecológicas en cadena llamadas cascadas tróficas, que afectan el equilibrio de los ecosistemas en general (Estes et al. 2011). Por ejemplo, la ausencia de jaguares puede cambiar la estructura y regeneración de un bosque, disminuyendo la sombra y aumentando la erosión y la sedimentación de los ríos (Payán 2016). Así mismo, la extinción o variación en abundancia del número de individuos de este gran felino tiene un efecto que repercute directamente en otras especies e individuos de manera negativa. Es por esto que, hoy en día, la conservación de poblaciones de jaguares a largo plazo se ha convertido en una herramienta para la planificación ambiental usada a nivel regional (Borón et al. 2016; Payán et al. 2011) y continental (Olsoy et al. 2016). A esto se suma la Iniciativa del Corredor Jaguar, una estrategia transversal que busca garantizar la conservación de la especie por fuera de áreas protegidas no declaradas, como complemento de la conservación a largo plazo proveída por Parques Nacionales Naturales y demás áreas protegidas (Rabinowitz y Zeller 2010; Payán et al. 2016a).
Vemos entonces que el jaguar -como símbolo prehistórico, artístico, cultural, ancestral y de conservación- se configura como una especie ampliamente valorada y reconocida en el imaginario humano. Esta apreciación contrasta con la imagen negativa que tienen del jaguar algunas poblaciones humanas contemporáneas. El jaguar puede ser un depredador de ganado y de especies domésticas, lo cual ocasiona graves pérdidas económicas a los productores pecuarios a lo largo de su distribución actual (Hoogesteijn y Hoogesteijn 2011; Hoogesteijn, Hoogesteijn y Mondolfi 1993; Payán et al. 2013a). Es por esto que en el presente, las estrategias de protección de jaguares consideran el manejo de la depredación como una de las principales para su conservación (Hoogesteijn y Hoogesteijn 2008; Hoogesteijn y Hoogesteijn 2013). Por otra parte, existe comúnmente un rechazo de la sociedad hacia la especie, por miedo a ataques directos (Borón y Payán 2016). Sin embargo, se ha demostrado que la especie sólo ataca a humanos de forma reactiva, es decir, en defensa propia, en defensa de sus cachorros, o al ser sorprendida -comiendo o en cortejo- (Hoogesteijn et al. 2016). Comparados con sus parientes del "Viejo Mundo"14, los ataques de jaguares a humanos son menores y casi inexistentes (Löe y Röskaft 2004; Payán et al. 2016b). Este miedo atávico parece entonces ser heredado por generaciones y transportado como mito, y podría encontrar sus bases en las representaciones rupestres de ataques de cuadrúpedos (Urbina y Peña 2016), en las referencias oníricas de chamanes y culturas de la selva (Beltrán 2013) o en el imaginario cultural alimentado por imágenes mediáticas de textura moral (Luengo 2009).
Por la creciente pérdida de su hábitat, su persecución y sus requerimientos de ecosistemas íntegros, de gran escala, y cada vez más escasos, el jaguar es actualmente una especie amenazada en Colombia y el mundo. Esto ha llevado a un movimiento social de conservación frente a la perspectiva de su extinción a mediano plazo. La forma de percibir la naturaleza ha ido cambiando a través de la historia, y un recuento histórico de estos procesos supera los objetivos del presente artículo, pero es preciso resaltar cómo desde hace más de dos siglos, las colecciones de historia natural permitieron un mayor conocimiento y valoración del mundo natural, así como de la diversidad de ecosistemas y especies (Drew 2011). En la década de 1960 se publicaron las primeras referencias a la necesidad de conservar grandes felinos, incluidos los jaguares (Schaller 1967; Adamson 1960; Cabrera y Yepes 1960), que aportaron una nueva perspectiva para su valoración y para la correspondencia humano-jaguar. A esto se suma la dimensión de los medios, que no sólo alimentan percepciones erradas sobre la contingencia de un ataque carnívoro en contra de los humanos, sino que también permiten que un amplio espectro de personas, que supera el grupo de expertos en biología de la conservación, se aproximen a nuevas formas de conocimiento y representación del rol de la especie en el entorno.
Los estudiosos de la naturaleza, las personas y sociedades distantes de los ecosistemas, removidos de las presiones y de la competencia directa con el jaguar, interpretan la figura del jaguar a partir de un juicio ético y de una valoración no sólo ecológica sino estética. Contrasta entonces esta valoración con las de los productores rurales que comparten territorio y recursos con esta especie. Para estos, la depredación causa una pérdida patrimonial que puede poner en juego la supervivencia o el bienestar de la economía rural, y la decisión de eliminar la amenaza se basa generalmente en esta razón proximal. Esta competencia por recursos y supervivencia es una condición determinante de la valoración y la correspondencia de estas sociedades con el jaguar.
No se trata aquí de remitirnos a una imagen del "buen salvaje" (Ulloa 2004), o de apelar a una "sensibilidad mística" (Taussig 2002), ni mucho menos de imponer una percepción común sobre las comunidades indígenas del siglo XIX como parte de la armonía cósmica de una naturaleza prístina (Gómez 2011). Con los antecedentes arriba citados, sumados a la discusión posterior -que aporta un lente de contemporaneidad sobre la relación de las sociedades modernas con el jaguar-, se busca proponer una interlocución consciente entre antiguas formas de pensar y (con)vivir con el jaguar, y las nuevas tendencias y relaciones que se establecen con esta especie, que no deja de ser competencia evidente para el individuo que habita el mismo rango de distribución, pero que parece carecer hoy en día de un estatus cultural que la revista ante un frente de retaliación y diversas expresiones contemporáneas de poder y dominancia que han llevado a su declive como especie. La deforestación y la alteración de hábitats silvestres para su conversión a la agricultura, entre otras actividades productivas, se distancian de las esferas simbólicas arriba relatadas, y de las prácticas cotidianas de comunidades étnicas para quienes la convivencia y coexistencia con el jaguar y otros elementos del entorno hacen aún parte fundamental de su sistema de vida, incluso en el ámbito de la subsistencia (Payán 2009; Peres y Nascimento 2006; Ohl-Schacherer et al. 2007).
Debido a estas tensiones de convivencia, que no son nuevas, se ha planteado que los pocos reductos de hábitat que hacen viable la supervivencia del jaguar como especie a largo plazo son aquellos donde hay menos densidad humana (Bernal-Escobar, Payán y Cordovez 2015). Sin embargo, un recorrido preliminar a través de los sistemas simbólicos y la relación de poblaciones históricas con el jaguar sugiere que la densidad humana no es el único factor determinante de su viabilidad como especie. Así mismo, algunos estudios han demostrado que los sistemas productivos actuales pueden encontrar formas de operar con el jaguar en sus tierras, así como formas conciliadoras basadas en un comportamiento de protección o valoración práctico de la especie (Green et al. 2005; Quigley et al. 2015; Borón et al. 2016). Se propone entonces trabajar en estrategias de conservación que integren los modelos culturales y de apreciación simbólica, y se fundan en las más recientes configuraciones de la ruralidad colombiana dentro de los escenarios transicionales del país, entendiendo que, en una eventual extinción del jaguar, no sólo se perdería su función ecológica sino esa relación metonímica que ha enriquecido a las culturas del territorio colombiano por milenios.