En medicina, así como en otras áreas del conocimiento, a pesar de tener mayor representación por géneros históricamente excluidos, sigue existiendo una discriminación hacia la mujer que se ha normalizado. Están entrando y se están graduando más mujeres en las facultades de medicina, pero una brecha de género se hace evidente, al evaluar la presencia de mujeres en altos cargos dentro de la red hospitalaria y académica, así como una brecha salarial persistente entre mujeres y hombres médicos. Es por esto por lo que existe una discriminación que yace por debajo de la superficie. Una discriminación oculta, disimulada dentro de la jerga, dentro del día a día, que evita que se reconozca y que se ha, por tanto, normalizado dentro de un discurso fundado en un sinnúmero de constructos sociales y estereotipos que construyen un sesgo de género. Este no afecta únicamente el clima laboral ni discrimina únicamente a las mujeres médicas, sino que también afecta la atención a pacientes y, por ende, los desenlaces en salud.
Durante los últimos años, las mujeres en medicina han logrado igualdad de oportunidades para entrar a la facultad, tener presencia en casi todas las especialidades médicas y ocupar cargos académicos y administrativos de liderazgo y autoridad. En muchas partes del mundo —y Colombia no es la excepción— hay más mujeres en las facultades de medicina y en los hospitales. En España, para el 2018, más del 68 % de los estudiantes de las facultades de medicina eran mujeres (1). En Colombia, entre el 2015 y el 2016, el 59 % de las matrículas a programas de medicina eran de mujeres (2), y al graduarse el 60 % eran mujeres (esto último, para el caso de la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes) (3). Más aún, en los hospitales hay mayor representación del género femenino en la totalidad de la fuerza laboral, transición que se ha observado en la mayoría de sistemas de salud del mundo (4). Sin embargo, a pesar de que al principio haya mayoría, en algún momento del camino esto se invierte y se hace evidente la brecha de género (teoría de una tubería con fugas) (4,5).
Por ejemplo, si miramos el profesorado de las facultades de medicina, el 39 % son mujeres, en particular el 41 % de los profesores de planta son mujeres (1,3). En cuanto a los cargos de liderazgo académico, del total de decanos o directores de programa de medicina afiliados a la Asociación Colombiana de Facultades Médicas, tan solo el 30 % de dichos cargos están ocupados por mujeres. En el ámbito hospitalario, nos encontramos con un panorama aún menos alentador: en Estados Unidos, solo el 18 % de jefes de departamento son mujeres (6,7), y en la comunidad de Madrid (datos extrapolables al Sistema Nacional de Salud Español), el 18 % de los jefes de departamento de todas las especialidades son mujeres. Cuando miramos a los jefes de los servicios de especialidades quirúrgicas, tan solo el 8 % son mujeres (1).
Por lo tanto, es claro que sigue existiendo una barrera que evita que las mujeres en medicina ocupen cargos altos, un techo de cristal, una brecha de género que de alguna forma frena su desarrollo profesional (6). Esta barrera está compuesta por diferentes elementos que, en conjunto, constituyen la inequidad de género persistente en el ámbito médico, desde la facultad hasta los hospitales (5). Una barrera que es, por tanto, estructural y sistemática, cuyos componentes principales son: el clima de género, con referencia a los factores que contribuyen a sus desigualdades, como el sesgo implícito y el sesgo percibido; la doble jornada, en referencia a la carga desproporcionada de responsabilidades familiares en las mujeres; la falta de mujeres en cargos académicos altos o en posiciones de liderazgo; la pobre participación de mujeres en cargos académicos (lo cual se podría extrapolar a cargos directivos en hospitales), y, finalmente, pero no menos importante, la brecha salarial entre mujeres y hombres médicos (5). Muchos argumentan que este es un cambio reciente, es decir, que solo hasta finales del siglo pasado se logró una mayor representación de mujeres en medicina, por lo que tenemos que esperar a que haya un cambio generacional para empezar a ver esta diferencia. Aunque esto puede, de alguna manera, ser cierto, el paso del tiempo por sí solo no responde a cambios culturales que continúan permeando la cotidianidad y la cultura contemporánea en medicina.
Uno de los grandes problemas se encuentra en el discurso: un lenguaje que crece en medio de una profesión histórica y tradicionalmente hegemónica, jerárquica y patriarcal (4). En los hospitales, nos vemos inmersos en un lenguaje tradicionalmente machista y excluyente. Estudiantes, residentes y docentes mujeres, así como personas con orientación sexual o identidad de género diverso, tienen mayor riesgo de sufrir discriminación en un entorno hospitalario (1,5,6). Además, el uso de un lenguaje que en ocasiones es hiriente y discrimina sienta precedente al ser normalizado y, por ende, evita que muchos lo perciban como un problema. Esto está inmerso en un sesgo de asociación implícita heredado por generaciones, por lo que se debe iniciar un proceso de concientización discursiva.
No obstante, la definición individual del concepto de género, desde múltiples dimensiones, está inmersa en una sociedad tradicionalmente paternalista, una sociedad que, ya sea consciente o inconsciente, imparte un juicio a los roles de género esperados. Desde el sesgo implícito, los constructos sociales y estereotipos de género establecidos generan, finalmente, mayores riesgos sociales y en salud tanto para mujeres como para hombres, con mayores tasas de estrés y ansiedad. Para ellas, por el rol esperado de cuidadoras, y para ellos, por el rol esperado de proveedores del hogar (8). Cada una de estas palabras, frases, juicios y argumentos encubiertos en nuestra normalidad edifican, ladrillo a ladrillo, las barreras que constituyen, de manera sistemática y estructural, la base de una discriminación al papel de la mujer en medicina y a su desarrollo profesional y académico libre de sesgos y prejuicios. Ser conscientes de lo que implica la construcción de identidad de género y del papel que cumplen los roles de género en la creación de inequidad, tendrá desenlaces que trascienden más allá de los resultados en salud.
Dentro de la medicina, el sesgo de género no afecta únicamente el clima laboral ni discrimina únicamente a las mujeres médicas, sino que también afecta la atención a pacientes y, por ende, los desenlaces en salud (5,6,9). Según un informe de María Teresa Ruiz Cantero (10), la perpetuación de dicho sesgo se basa en la persistencia de tres supuestos incorrectos que tradicionalmente se han desdeñado en el campo médico. El primero hace referencia a que no existen diferencias basadas en género o sexo en las diversas manifestaciones de las enfermedades. Así, tradicionalmente, la mayoría de las patologías, desde las ciencias básicas hasta la clínica, se han estudiado con base en el prototipo del hombre blanco de 70 kilogramos (10,11). Todo esto hace que enfermedades, como lo es la presentación de un infarto agudo de miocardio en mujeres, con sintomatología diferente a las de los hombres, no se reconozcan como tal. Por lo que, según un estudio publicado en el 2018, las mujeres que consultaban con infarto agudo de miocardio tenían mayor mortalidad cuando las atendía un médico hombre, efecto que disminuía entre más colegas y pacientes femeninas atendía ese profesional (9). Además, las mujeres metabolizan medicamentos de manera diferente; sin embargo, rara vez se considera una dosis diferenciada por sexo (11). Por lo mismo, al ser investigados los medicamentos, en su mayoría en población masculina, se estima que las mujeres tienen de 1,5 a 1,7 veces más oportunidad de presentar una reacción adversa a medicamentos que los hombres (10,11). Otro ejemplo hace referencia a los desenlaces posoperatorios de los pacientes operados por cirujanos hombres y mujeres (estudio que incluyó 104.630 pacientes atendidos por 3314 cirujanos, 774 mujeres y 2540 hombres). Aquellos intervenidos por cirujanas presentaban menor mortalidad a 30 días, así como menor tiempo de estancia hospitalaria, complicaciones y necesidad de nuevas admisiones hospitalarias; diferencia que era pequeña pero estadísticamente significativa (12).
El segundo supuesto erróneo parte de la creencia de que no existen diferencias basadas en género en la experiencia o vivencia de las enfermedades y el proceso de enfermedad (10). Y, finalmente, el tercero se hace evidente, cuando se pasa por alto que dichas diferencias por motivos de sexo o género pueden modificar la prestación de los servicios de salud y, más aún, los desenlaces en salud (10). Estos dos últimos han sido expuestos en diferentes escenarios en la literatura médica. Por ejemplo, según Chen et al. (13), una mujer que consulta por dolor tiene más probabilidad que le formulen sedantes; mientras que a los hombres se les formulan analgésicos (11). Así mismo, se ha encontrado que los hombres esperan un promedio de 49 minutos antes de recibir un analgésico para el dolor abdominal; mientras que las mujeres esperan un promedio de 65 minutos por el mismo motivo de consulta (11 ,14). El sesgo implícito, presente tanto en médicos como en médicas, hace entonces que tomemos menos en serio los síntomas de las pacientes femeninas, se atribuyan a patologías psicosomáticas y no se busque su origen orgánico (11,13,14). El sesgo de género, y por tanto esa discriminación oculta, se esconde en el lenguaje, se distrae en el inconsciente, pero finalmente contribuye a la prolongación de una inequidad de género con efectos también en la atención en salud.
La intención de este texto no es, de ninguna manera, criticar a los hombres que ejercen medicina, ni mucho menos generar un juicio de mala praxis. Este es un llamado a reconocer la manera en la que el discurso, el uso del lenguaje y el sesgo implícito, como consecuencia de una cultura normalizada, terminan repercutiendo en nuestra capacidad de atención a pacientes. Más aún, el sesgo implícito no está presente únicamente en unos pocos de la vieja guardia, sino que se hace evidente en todas las personas en diferentes escenarios, y casi siempre sin culpa ni malicia de por medio.
Finalmente, estamos en condiciones sociales y tecnológicas para exigir un cambio en el discurso tradicional, con el fin de lograr una verdadera equidad de género y, por supuesto, la medicina no puede ser ajena a esto. La importancia de dicha equidad trasciende en diversas áreas socioculturales y permea todas las especialidades médicas, desde la facultad hasta las prácticas hospitalarias. Por lo tanto, conociendo los diferentes motivos expuestos, y entendiendo que el sesgo es sistemático, estructural y no siempre depende de una mala intención de base, sin lugar a dudas, se puede afirmar que, en efecto, sí hay una discriminación normalizada hacia la mujer en medicina, desde su rol de paciente hasta para aquellas que portan la bata blanca. Por eso, debemos sensibilizarnos para emprender un discurso inclusivo y reconocer el sesgo persistente, con el fin de mitigar los prejuicios de género, emprender una cultura más equitativa y mejorar desenlaces económicos, sociales, así como los resultados en salud.