El 7 de noviembre de 1802 (16 de brumario del año 11 de la República francesa), Jean Louis Manuel, un excarpintero de Martinica, libre antes de la emancipación general (1793-1794), declaró ante los oficiales franceses en Santo Domingo. En su relato, seguramente parcial, alterado y mediado por el escribano, expuso que antes de su aprehensión había dejado Martinica cuando los ingleses capturaron la isla en 1794, y tomó refugio en Santa Lucía. Jean Louis continuó su testimonio describiendo cómo los ingleses, quienes invadieron Santa Lucía en 1796, lo trasladaron a una barcaza que servía de prisión en Martinica. Un mes antes de declarar, él y cerca de 250 negros y mulatos presos en el barco fueron obligados a embarcar dos bergantines (CARAN, AP/2, D18).
Azard La Rivière, un exzapatero de Guyana francesa, "libre antes de la revolución", declaró el mismo día. Según él, los prisioneros, "la mayoría también libres", fueron trasladados de Martinica a puertos españoles y holandeses para ser vendidos como esclavos. Aunque nadie fue vendido allí (su relato continúa), cerca de 160 cautivos fueron dejados en tierras indígenas. Alrededor de treinta hombres, incluyendo a Jean Louis y Azard, fueron conducidos a la corbeta francesa Berceau, la cual escoltaba a los bergantines. A bordo del navío de guerra trabajaron como marineros, hasta que anclaron en Santo Domingo, donde los franceses registraron sus testimonios (CARAN, AP/2, D18).
Estas historias no fueron parte de un evento aislado. En 1802, agentes franceses intentaron vender docenas de personas negras, a quienes consideraban elementos nocivos. En Santo Domingo, veintidós de ellos, casi todos marineros, relataron su travesía. Sus testimonios coinciden en que se trató de un viaje forzado que recorrió dos puertos españoles, una isla holandesa y un territorio indígena, en el cual la mayoría de sus compañeros fueron dejados. Fuentes en Colombia, España y Francia reportan que este último lugar fue la península de la Guajira, en la frontera entre las actuales Colombia y Venezuela (ANOM, C/7A/56, f. 200; ANOM, C/8A/106, f. 29; ANOM, C/8B/25, ff. 49-50; Matinée 92).
Al seguir el recorrido de estos cautivos (figura 1), este artículo analiza cómo los oficiales españoles percibieron las revoluciones en el Caribe francés. Para ello, hace uso de metáforas orgánicas como categorías analíticas. De forma particular, se centra en la asociación entre el desarrollo de las revoluciones y la transmisión de enfermedades. Se argumenta que estas analogías permitieron nombrar y entender fenómenos sociales. Esto último no implicó que el uso de estas metáforas impidiera cierta flexibilidad al tomar medidas para prevenir o tratar conflictos.
Este escrito se encuentra dividido en cinco partes, la primera de las cuales comprende esta breve introducción, en tanto que la segunda rastrea el recorrido de la flota, al triangular impresos y manuscritos provenientes de archivos en España, Colombia, Francia y los Estados Unidos. Dicha sección muestra además la naturaleza transimperial del Caribe. La tercera parte se centra en las metáforas de cuerpo, contagio y epidemia para explicar el supuesto rechazo de las autoridades españolas a la compra de estos prisioneros. Luego, para ilustrar la selectividad en el uso de estas metáforas, el artículo presenta las actitudes divergentes de las autoridades a la hora de intentar prevenir rebeliones. Finalmente, se presentan unas breves conclusiones.
Rastreando la flota francesa
Las postrimerías del siglo XVIII y los albores del XIX fueron momentos de cambios rápidos en el Caribe. En este contexto turbulento, en el que las islas pasaban de un imperio a otro y los rumores de insurrección pululaban, Martinica gozó de relativa tranquilidad. Mientras alianzas locales expulsaron a los británicos de Guadalupe y Saint-Domingue, una coalición entre británicos y plantadores cortó las nacientes tensiones sociales de Martinica en 1794. Sin embargo, tras el tratado de Amiens, la isla volvió a manos francesas. En julio de 1802, Charles Henrique Bertin, el nuevo prefecto colonial, reportó una buena relación con sus contrapartes británicas. No obstante, él y otros oficiales temían que, con la retirada británica, Martinica presenciara un levantamiento general liderado por gens de couleur. Para impedir este desenlace, ordenaron una serie de aprisionamientos (ANOM, C/8A/105, ff. 165-68; ANOM, C/8A/105, ff. 149-50; Pons 240).
El aprisionamiento con fines políticos no fue algo nuevo en la isla. Durante la guerra entre Francia e Inglaterra, Martinica albergó decenas de presos dispersos entre hospitales y barcos convertidos en cárceles. Como en el relato de Jean Louis, los que resistieron la ocupación británica fueron capturados. Asimismo, otros fueron apresados a bordo de corsarios armados en Guadalupe o Saint-Domingue. Como era usual, acabada la guerra, británicos y franceses canjearon prisioneros. No obstante, muchos cautivos negros, entre ellos soldados y corsarios, no fueron canjeados y permanecieron retenidos. Los británicos, quienes también usaron el aprisionamiento político, mencionaron que, luego del tratado de paz, otras personas fueron enviadas por los comandantes franceses en Guadalupe o capturadas a pedido de estos (ANOM, C/7A/56, f. 244; ANOM, C/8A/106, ff. 53-55). Como señala el historiador Phillippe Girard, con el rechazo británico de la legitimidad de las leyes de abolición de 1793-1794, los prisioneros de guerra, incluso los legalmente libres antes de la abolición, fueron vulnerables a ser esclavizados ("¿What's in a Name?" 776).
Como el alto número de presos devino en un "problema de seguridad pública", las autoridades europeas decidieron venderlos como esclavos a los españoles.
Varios exsoldados y exmarineros habían intentado escapar. Algunos lograron fugarse tras capturar barcos ingleses. A pesar de los escapes, antes de pasa r el control de la isla, los británicos reportaron a los franceses la presencia de casi seiscientos prisioneros negros. En agosto de 1802, Bertin y oficiales británicos en Martinica deportaron a 246 prisioneros a Tierra Firme. Según Bertin, plantadores locales le sugirieron venderlos para cortar los costos de su sostenimiento, mantener Martinica segura y recibir cierto lucro de la venta. Por esta razón, los prisioneros fueron puestos a bordo de dos goletas, La Rose y Juan, escoltadas por la fragata Berceau. Bertin confió esta operación al comerciante Louis Delpech, a quien encargó de no dejar las tierras españolas sin lograr su cometido (ANOM, C/7A/56, f. 244; ANOM, C/8A/105, ff. 149-150; ANOM, C/8A/106, ff. 53-55; Pons 238-239).
Dada su reputación como puerto en el cual se vendían esclavizados de origen ilegal, Cumaná, en Venezuela, fue un razonable punto para comenzar la venta. El 21 de agosto de 1802, el barco arribó a este puerto, en el que personas eran trocadas por mulas, ganado y carnes provenientes del oriente de la capitanía (Humboldt 332-335)3. Estos últimos bienes eran además vitales para la isla. Las misivas oficiales francesas retrataron la falta de alimentos, particularmente de carne para las expediciones militares. Como Delpech luego debatiría con el capitán general de Caracas, Martinica necesitaba animales para las plantaciones (RP-UF, 1158; AGI, E 60, n.os 25, 27, 29 y 32).
Los oficiales esperaban que los españoles en Venezuela, quienes carecían de mano de obra esclava, estarían prestos a comprar sus cautivos. Sin embargo, las autoridades se rehusaron. Según François Raymond Joseph de Pons, un refugiado martiniqués que se convirtió en agente comercial francés en Caracas, desde 1797 no arribaban barcos con esclavizados a Venezuela (Pons 238-239)4. No obstante, el gobernador Vicente Emparán prohibió la venta. Tras ser expulsados, la flota partió hacia La Guaira, un puerto a cinco leguas de Caracas. En ambos lugares, las autoridades alegaron que la Corona había restringido la compra de esclavizados para impedir la erupción de un brote revolucionario (AGI, E 60, n.o 29). Como la venta en La Guaira no prosperó, la mayoría de los prisioneros continuó su viaje forzado por el Caribe. Al parecer, la flota no ancló en otros puertos venezolanos, a donde Manuel de Guevara Vasconcelos, capitán general de Venezuela, envió mensajes para prevenir otro desembarco. Asimismo, en documentos posteriores, Guevara no mencionó otro incidente en su jurisdicción.
Lo ocurrido en Venezuela no se repitió en otros lugares visitados por la flota. En Santo Domingo, entonces bajo control francés, fueron introducidos algunos esclavizados. Antes del 2 de octubre de 1802, el Berceau llegó allí con cerca de ochenta cautivos, entre ellos varios niños, quienes fueron repartidos como domésticos. Diecisiete exsoldados y exmarineros, que el gobernante francés propuso reclutar para combatir en Saint-Domingue, también fueron desembarcados. Desde allí, comerciantes enviaron a Puerto Rico algunos cautivos que fueron vendidos ocultando su origen francés (RP-UF, 1265 y 1461; CARAN, AP/2, D18)5.
Como en Santo Domingo y Puerto Rico, se introdujeron esclavizados a Aruba y La Guajira. Los prisioneros reportaron que la flota había anclado en estos lugares antes de llegar a Santo Domingo. La mayoría declaró que nadie fue comprado por españoles u holandeses. Sin embargo, algunos afirmaron que alrededor de diez fueron dejados en Aruba. Por ejemplo, Jean Baptiste, un créale de Guadalupe que trabajaba como doméstico antes de su captura, declaró que un español compró ocho personas que recogería en esa isla. No obstante, los testimonios coinciden en que el mayor número de cautivos se descargó en una costa indígena. De acuerdo con documentos franceses y españoles, esta era una costa cercana a Chimare, un puerto guajiro (CARAN, AP/2, D18; ANOM, C/8A/106, f. 75; AGI, E 52, n.° 137; E 61, n.° 47).
Metáforas orgánicas, enfermedad y revolución
En la forma como las autoridades percibieron la flota francesa se puede observar una continua asociación entre enfermedad y actividad política. Por ejemplo, al rehusarse a los pedidos de Delpech, Guevara consideró que era "muy corta y despreciable la utilidad que puede resultar" de esta venta, "comparada con las consecuencias que indispensablemente se seguirán de comunicar a distintos países la infección de sus perversas costumbres" (AGI, E 60, 30, f. 2). Para Guevara, a imitación de los "cuerpos naturales", los "cuerpos políticos" como Venezuela requerían "la observación rigorosa de un método, justo, serio y prudente" para "exterminar" el contagio político (AGI, E 60, n." 29). De manera similar, las autoridades neogranadinas temían que el contacto entre prisioneros y guajiros movería a estos últimos a una nueva guerra contra los asentamientos hispanos que podría afectar el interior del reino (AGI, E 52, n.0 137). En vez de una figura retórica, las metáforas sobre cuerpo y enfermedad plasmadas en los registros permiten analizar cómo los oficiales entendían su sociedad y la utilidad pública, particularmente si los esclavizados debían comprarse o si el riesgo que representaba su pasado rebelde excedía los posibles beneficios.
Varias culturas a lo largo del tiempo han concebido la sociedad como un organismo vivo, racionalmente análogo al cuerpo humano. Por tanto, no sorprende que estas metáforas orgánicas hayan sido exploradas por varios filósofos y científicos sociales (Schlanger 255-262). Ernst Kantorowicz, por ejemplo, las usó en su estudio sobre el poder y las ficciones jurídicas. Como señala Alejandro Cañeque, estas analogías también permitieron a los habitantes de la América española reflexionar sobre la solidaridad y la jerarquía (20-22). A finales del siglo XVIII, los ilustrados de la Nueva Granada y Venezuela también las usaron al debatir los problemas sociales. Sin negar la existencia de un plano suprahumano o celeste, concibieron la sociedad como un organismo terrenal que puede enfermar y decaer pero que, al mismo tiempo, es susceptible de ser racionalizado e intervenido por un grupo de sabios en pro del bien común (Silva, Cultura escrita).
Estas metáforas orgánicas también estructuraron lo que imaginaban como el origen y el desarrollo de las actividades consideradas revolucionarias, especialmente las lideradas por los negros y otros sectores subalternos. Por ejemplo, al reflexionar sobre la actividad insurgente descubierta por los españoles, Pons, el agente francés, describió los movimientos políticos aparentemente inspirados en Francia como explosiones, combustiones, choques eléctricos o contagios. Sugirió, además, que "le caractère froid et apathique du peuple de Venezuela étoit trop difficile à être mis en effervescence" (Pons 226). Sin embargo, se refería a los movimientos negros solamente como contagios. Esto último no solo añadía una connotación negativa a la política negra, sino que esta además tenía un origen externo (223-239).
La idea de una sociedad susceptible a la decadencia, que es anterior a las revoluciones en el Imperio francés, no es necesariamente la misma que surgió al intentar interpretar un fenómeno como el de la rebelión de los esclavos. Aunque en ambas existe la posibilidad de intervenir sobre el cuerpo enfermo, se consideraba que el origen del mal en la rebelión de los esclavos era un elemento malsano enquistado en el cuerpo social, lo que requería un método más activo, como lo implica la palabra exterminio usada por Guevara. Se observa además una tensión entre una imaginada armonía interna y unas fuerzas externas que pueden perturbar este equilibrio. Entonces, en vez de procurar elevar las cualidades de la población local, al existir fuerzas exógenas que pueden causar un padecimiento, el tratamiento requería separar y contener los elementos malsanos e impedir la llegada de nuevos elementos nocivos6. Esta tensión no es exclusivamente racial. Como se presentará más adelante, se consideraba que los bozales, esclavizados que habían llegado en tiempos recientes de África y no hablaban una lengua europea, no representaban este peligro. Adicionalmente, los ilustrados creían que la pasividad era una característica general de los subalternos.
Si se ahonda un poco más en esta analogía entre enfermedad y revolución, se puede entender qué llevó al supuesto rechazo de los prisioneros. En Avisos médicos, populares y domésticos, de 1776, el doctor don Antonio Pérez de Escobar, médico de la familia real, presentó una de las teorías del contagio. Señaló que, a pesar de su afinidad, el contagio y la epidemia no debían confundirse. Para él, estos conceptos tocaban facetas distintas del problema. La idea del contagio concernía a la transmisión, lo que hacía a una enfermedad contagiosa era la presencia de un vicio extraordinario capaz de pasar de una persona a otra y causarle el mismo daño. Un contagio también requería la existencia de una porción humoral o halituosa, un cierto tipo de medio o propelente que hacía posible el traspaso. Así, un contagio asumía la existencia de tres partes: un cuerpo enfermo que contiene un vicio capaz de contaminar a otros similares, un cuerpo sano receptor y la infección entendida como ese medio o propelente que permite la transmisión entre cuerpos (Pérez IV, 2 y 19-22). Por su parte, la epidemia concernía al origen y a la propagación espacial de la enfermedad. En contraste con las endemias, las epidemias tenían origen externo y se caracterizaban por que se hallaba un alto número de personas contaminadas en pocos días7.
Al igual que con ciertas enfermedades, se pensaba que la revolución tenía un origen exótico. Entonces, en lugar de surgir de causas locales que se desenvolverían o no de acuerdo con diferentes circunstancias, la revolución se movía de un lugar a otro en barcos, personas o efectos comerciales. Asimismo, ciertos vicios revolucionarios podrían pegarse a objetos como libros y papeles que, así como la ropa y los efectos infectados, mantenían la capacidad de causar "daño" a distancia, mientras otros contagios requerían una comunión muy íntima. En este sentido, la mejor forma de evitar su propagación era evitar la entrada de personas a los puertos.
Los oficiales entendieron también que las enfermedades políticas, a imitación de las naturales, diferían en su origen, calidad y modo de propagación. Así como las viruelas solo podrían engendrar viruelas, un tipo de revolución como la de las islas francesas solo produciría algo similar. Por ejemplo, al referirse a la llegada de prisioneros negros a La Guaira y Cumaná, Pons señaló que los españoles consideraron que los cautivos estaban impregnados con los "miasmes dévastateurs" que habían llevado a las colonias francesas a un estado deplorable. Por ello, al contacto con los locales replicarían la destrucción y la anarquía que los españoles consideraban como sinónimos de los eventos en las islas francesas (Pons 239).
Como señala Renán Silva, las enfermedades epidémicas conectaban, de manera quizás extraña para el pensamiento moderno, el pecado, la desobediencia a las autoridades legítimas y una atmósfera inficionada (Las epidemias 15-21, 28-32). En el caso analizado, la fiebre amarilla fue inicialmente la principal preocupación hispana con relación a la flota liderada por el Berceau. En Cumaná, el facultativo Herrera encontró que cuatro tripulantes sufrían fiebre amarilla. En una nueva inspección, forzó a los cautivos a una cuarentena, ya que al parecer tenían fiebre. Sin embargo, en la segunda visita, Herrera y dos nuevos facultativos encontraron solo dos personas con disentería (AGI, E 60, n.° 29 y 30). Aunque los españoles dejaron de temer a la fiebre amarilla, los documentos reflejan su negación a comprar la carga humana. Habían sido informados del pasado revolucionario de los apresados. A pesar del nuevo diagnóstico, la confusión entre la desobediencia y el mal supuestamente presente, aunque no siempre observable, en el cuerpo de los cautivos se entrelaza en los documentos hasta tal punto que es difícil identificar de cuál de las dos enfermedades, la de los cuerpos físicos o la de los cuerpos políticos, hablaban las autoridades.
Los oficiales españoles percibieron a los cautivos como posibles agentes revolucionarios. Tratando de explicar este rechazo, Pons enfatizó en la inteligencia española. Guevara sabía que los oficiales franceses estaban capturando personas para controlar los movimientos revolucionarios. Él, como otros oficiales europeos, contaba con una red de espías, quienes le informaban de los sucesos en Guadalupe. Dos semanas antes, por ejemplo, Manuel Manegro, un marinero que poco antes había llegado a Margarita desde Guadalupe, le había informado al gobernador de Margarita acerca de las capturas. El gobernador reportó a Guevara que decenas de personas, incluso aquellas que eran libres antes de la revolución, eran puestas en venta (AGI, E 60, n." 30).
La Corona creía que, al contradecir los cimientos sociales (la obediencia al rey, la religión, los privilegios y la existencia de fueros), los revolucionarios iban en contra de la razón y la naturaleza humana. Así, los agentes franceses traerían a las tierras españolas los mismos males padecidos en Francia y sus colonias. Como el conde Fernán-Núñez, embajador español en París entre 1786 y 1791, apuntó, la Corona buscaba actuar como si lidiara con perros pestilenciosos o rabiosos que querían obligar al universo a seguir su ejemplo. Por ende, los oficiales buscaban restringir los movimientos de extranjeros (Gómez, Fidelidad 84). Es necesario también aclarar que las restricciones se referían de forma particular a extranjeros de color. Ellos no solo eran cercanos al Caribe español, sino que, debido a su alegado estado bajo, los oficiales consideraban que habrían alcanzado una mayor descomposición.
Según los españoles, uno de los lugares en los cuales estos supuestos agentes trabajaban con más fuerza era el Caribe. Más allá de la ruta transatlántica de los galeones que Silva usa de ejemplo para entender la ruta de las enfermedades hacia el interior del virreinato, en el Caribe existían constantes conexiones entre diferentes imperios, las cuales ayudarían a irradiar las ideas y los ejemplos franceses. En 1802, cuando la flota francesa arribó a Cumaná y La Guaira, deportados y refugiados de las islas francesas habían circulado nuevas visiones políticas entre los locales (Gómez, Fidelidad; Gómez, "La revolución haitiana"). En 1797, casi cinco años antes de la llegada del Berceau, los españoles escucharon a algunos esclavizados cantando la Marsellesa en La Guaira. Interrogatorios posteriores mostraron que habían circulado canciones francesas entre los esclavizados de don Francisco Hernández, natural de Curazao, donde había estallado una insurrección de personas esclavizadas en 1795 (Marchena 55-75). Caracas y otras ciudades albergaban clubes en los cuales los habitantes locales, incluyendo las mayorías de color, discutían las ideas francesas (Soriano).
Las autoridades españolas habían detectado "desordenes" y "levantamientos" a lo largo del litoral. En muchos casos, resaltaron la presencia de personas provenientes de las islas francesas. En 1795, los esclavizados se rebelaron en Coro (Oostindie 9; Geggus, "Slave Rebellion" 23-56) y exigieron al Gobierno que aplicara la abolición de la esclavitud. Algunos líderes eran antiguos esclavizados franceses que llegaron a Venezuela luego de escapar de las islas holandesas. En La Guaira y Caracas se presentó otro intento revolucionario en 1797, en el cual participaron personas de distintas condiciones sociorraciales (Aizpurúa, "Revolution" 97-122; Aizpurúa, "Santa María" 110-112; Gómez, "La revolución haitiana"; Gómez, "La ley"; Gómez, "Entre résistance" 91-101; Klooster 47-50; Rupert 361-382). Dos años más tarde, marineros franceses supuestamente coligaron con personas de ascendencia africana en Maracaibo, Cartagena y Willemstad (Klooster), así como los guajiros. Supuestamente, buscaban asesinar a todos los blancos y clérigos para instalar el sistema político francés (AGI, E 52, n.° 81; AGI, E 71, n.° 3; AGN, MM 15, ff. 164-165). Para ello, los conspiradores intentaron reclutar a las milicias pardas. Sin embargo, existían diferencias infranqueables entre estos tripulantes y las comunidades locales que defendían valores monárquicos y recibían beneficios concretos de su lealtad al rey.
Comercio y selectividad en el uso de las metáforas
Este marco simbólico que ligaba la enfermedad a la revolución no implicó que, con o sin el beneplácito oficial, los comerciantes dejaran de comprar parte de los cautivos. Las medidas que buscaban prevenir las revoluciones entraron en tensión con las realidades económicas caribeñas. Años antes, la Corona había autorizado a sus súbditos a comprar esclavos en el extranjero para transformar la agricultura. No obstante, se implementaron restricciones económicas a raíz del brote revolucionario: solamente se podrían comprar bozales. Siguiendo la lógica del contagio, debido a su corto tiempo en América y sus restricciones comunicativas, no habrían tenido la intimidad que era necesaria para el contagio. Empero, al pasar a los cautivos por bozales, plantadores españoles trasgredieron las restricciones, especialmente en Cuba, donde comenzó una revolución azucarera (Ferrer 58-90).
Como en Cuba, el tráfico de no bozales era ilícito en Puerto Rico. Sin embargo, los cautivos fueron introducidos con aparentes engaños. Según Vicente Congo, quien testificó en Santo Domingo, él y otros veintidós cautivos del Berceau abordaron la goleta La Mariana con rumbo a Mayagüez. Luego de simular una avería, el capitán del barco los hizo caminar de plantación en plantación. Para evitar problemas con los españoles, ordenó a los cautivos no hablar en francés, haciéndolos pasar por bozales. Al día siguiente, abruptamente, el capitán les ordenó abordar. Empero, once personas, que al parecer fueron vendidas, quedaron en tierra. Con posterioridad, el capitán les aseguró a los franceses que, al descubrir el ardid, los españoles decidieron detenerlo, por lo que debió escapar. El gobernador de Puerto Rico, quien usó también la metáfora del contagio, se quejó ante el oficial francés en Saint-Domingue, en lugar de enviarle las quejas a sus homólogos en Martinica o Santo Domingo, lo que podría corroborar que ignoraba parte del engaño (CARAN, AP/2, D18; RP-UF, 1265 y 1461).
El flujo de estos cautivos a través de diversas geografías caribeñas implicó un cruce entre distintos contextos políticos y culturales. La evidencia sugiere que las autoridades venezolanas prefirieron la estabilidad política a los beneficios que la compra de los cautivos traería (Pons 238-241). Actuaron como el espejo inverso del caso cubano, donde los plantadores aceleraron la compra de esclavizados luego de las revoluciones en el Caribe francés. Su objetivo era ocupar el lugar de Saint-Domingue como mayor productor de azúcar (Ferrer). En Caracas, Delpech fue insistente con la venta, sugiriendo usar los cautivos como constructores de caminos o mineros y no como agricultores. Según Delpech, en esta última labor, el contacto con los locales traería peligros. Sin embargo, Guevara consideró que estos prisioneros incrementarían un contagio revolucionario en su jurisdicción, un fenómeno que ya había detectado y se encontraba vigilando y curando como si se tratara de un cuerpo enfermo, por lo cual no podía permitirse añadir nuevos elementos "nocivos" en su jurisdicción (AGI, E 60, 30).
No obstante, esto último no impidió que, de manera soterrada, con o sin la venia oficial, algunos comerciantes compraran parte de los cautivos. Además de las transacciones en Puerto Rico y Aruba, hay menciones del contrabando de estos cautivos en Venezuela, pero el material analizado provee información ambigua del lugar y el tiempo en que ocurrió. Los documentos de Venezuela y las islas francesas señalan que algunas personas habían sido compradas en el golfo Triste. Sin embargo, franceses y españoles difieren en la ubicación del golfo. Para los franceses, este se ubicaba cerca de Puerto Cabello, y las cartas de las autoridades en Saint-Domingue, que se oponían a la trata iniciada por sus homólogos en Martinica y Guadalupe, señalaron a Puerto Cabello como el lugar del contrabando. Para los españoles en Venezuela, el golfo Triste se ubicaba entre Güiria (al oriente de Cumaná) y la isla de Trinidad. Según sus reportes, Güiria había sido el destino de algunos cautivos. Sin embargo, estos señalaban una fecha anterior a la del Berceau. Semanas antes de su llegada en septiembre de 1802, otras embarcaciones cargadas de prisioneros habían visitado Venezuela y Nueva Granada (RP-UF, 1265 y 1461; AGI, E 60, n." 29)8.
A pesar de la ambigüedad, la discusión sobre esta venta indica que autoridades o negociantes venezolanos violaron las restricciones. No obstante, la evidencia consultada impide precisar detalles. Por ejemplo, hay discrepancias entre el número de cautivos registrados en Cumaná y La Guaira, lo que podría indicar una transacción. Mientras en la primera visita el facultativo en Cumaná registró cerca de 250 cautivos, las autoridades reportaron un número menor en la segunda. Aunque la diferencia podría responder a un ocultamiento de los enfermos, abre la posibilidad de ventas no registradas en los documentos analizados (AGI, E 60, n.os 29 y 30). El intervalo entre las visitas podría haber sido usado para ello. Asimismo, como sucedió con otros barcos aparentemente infectados de otras enfermedades (Silva, Las epidemias 41), la presión de los comerciantes pudo influir en el cambio de diagnóstico de fiebre amarilla a disentería mencionado anteriormente, así como en las posibles ventas. Se conjeturaba que la disentería se transmitía por el "halituoso hedor" de las cámaras, así como por el mal olor si entraba en contacto con la saliva del cuerpo sano. Esto último era un mal menor con relación al contagio más general, aunque aún misterioso, de la fiebre amarilla. Gran parte de los facultativos coincidió en que la fiebre amarilla era contagiosa y exótica, sin embargo, discrepaban en cómo se transmitía, si por contacto mediato o inmediato de ropas o efectos, o introducido en la atmósfera particular de los que la padecían (Pérez 18, 39, 234). Aun si esto es cierto, el número de 250 reaparece en los registros de La Guaira, aunque sin un listado detallado como el de Cumaná. Clarificar esta posibilidad desborda el objetivo de este artículo y quizás requiere la consulta de otras fuentes.
A diferencia de lo ocurrido en Venezuela, las autoridades neogranadinas usaron las mismas metáforas orgánicas para justificar abiertamente la compra de los cautivos. Al parecer, los oficiales neogranadinos reaccionaron a la llegada de naves francesas de manera independiente. En febrero de 1803, más de cinco meses después del arribo a La Guaira, José Medina Galindo, gobernador de Riohacha, informó al virrey en Santafé de la llegada de más de doscientas personas de color. Otros testimonios en archivos españoles apuntan a un número que ronda los quinientos pues aseguran un total de tres desembarcos, dos de los cuales son corroborados por archivos franceses (AGI, E 61, 47; ANOM, C/7A/56, f. 200; ANOM, C/8A/105, ff. 26-27, 64-65; ANOM, C/8A/106, f. 29; ANOM, C/8B/25, ff. 49-50). A pesar del tiempo que separaba los reportes, todo indica que estos incluían a la flota del Berceau. Aunque el territorio guajiro estaba ficcionalmente dividido entre dos jurisdicciones, los oficiales no compartieron información sobre los prisioneros hasta octubre de 1803, cuando cuatro personas provenientes de Riohacha llegaron a Maracaibo, bajo la jurisdicción de Caracas. Según Guevara, la llegada a Riohacha era solo un episodio de un vasto plan diseñado por los franceses. Alegaba que eran los mismos de Cumaná y La Guaira (AGI, E 61, 47). No obstante, si es cierto que fueron desembarcados en las costas nativas y no en Riohacha, el dominio indígena y las condiciones semidesérticas de la región habrían impedido a los españoles tomar control rápido de los deportados sin establecer acuerdos con los locales. Debido a lo anterior, así como a la segura búsqueda de beneficio por parte de los españoles, quienes evitarían dejar huellas de su actividad ilegal, los registros sobre los cautivos son más escasos.
Como en Caracas, la presencia de corsarios franceses, principalmente barcos autorizados por Víctor Hugues en Guadalupe, a finales del siglo XVIII preocupó a los oficiales en Riohacha (AGN, A 12, ff. 511-518; AGN, MM 49, ff. 384-400; AGN, M 10, ff. 375-412; AGI, E 52, 29). Sin embargo, aunque los afrodescendientes eran la mayoría demográfica entre los súbditos de la Corona, están ausentes de los registros contemporáneos de intentos revolucionarios. Como en los puertos venezolanos, Riohacha tenía una vasta población negra. Entre 1777 y 1778, los libres de todos los colores, la mayor parte clasificados como pardos y zambos, representaban el 64 % de los súbditos. Los registros señalan también un alto número de esclavizados (12 %) e indios tributarios (16 %), así como un pequeño grupo de españoles (8 %) (Tovar 533-537)9. Aunque resistieron condiciones adversas, las fuentes no señalan que el fenotipo común sirviera como el elemento cohesionador más importante entre los esclavizados o sus descendientes en este momento histórico. Unidos por lazos de parentesco y redes de patronazgo, se mezclaron con otras poblaciones y formaron parte de las clases bajas mixturadas en las ciudades. En otros espacios, crearon palenques que no estuvieron del todo desligados de las ciudades y las haciendas españolas (Saether 88-118).
A diferencia de lo sucedido en Venezuela, la posible alianza entre prisioneros negros e indios fue el principal temor en Riohacha, lo que confirma la naturaleza exótica pero no exclusivamente racial del contagio político. Aunque los guajiros no fueron censados y rara vez actuaron en conjunto, eran el grupo más numeroso y militarmente fuerte de la región entre Riohacha y Maracaibo (Hylton). Desde el estallido revolucionario, a Riohacha y la Guajira habían llegado afrofran-ceses para intercambiar productos. Según las autoridades, ambos grupos se sumaron para atacar a las poblaciones españolas. Algunos marineros confesaron supuestos planes de una toma conjunta de las ciudades de Tierra Firme, los cuales, sin embargo, nunca se materializaron. La aparición de los guajiros como aliados en el imaginario rebelde podría indicar que los marineros conocían y admiraban su poderío. No obstante, la aparición de esta alianza en los registros podría ser más el resultado de los temores de las autoridades que reconocían la superioridad indígena. Esto último confirma la centralidad de las dinámicas locales en el entendimiento del llamado contagio político.
Los españoles alegaron que el contacto con los deportados movería los espíritus guajiros hacia una nueva guerra. Según Medina, quien conversó con algunos prisioneros, los franceses buscaban que los cautivos murieran ahogados o a manos de los indios. A pesar de las alegadas intenciones, los españoles, quienes tenían aliados en el mundo guajiro, sabían que alguno de ellos podría haber intercambiado a algunos de los deportados o que estos últimos se habrían ganado la confianza de los líderes y posteriormente se hubieran incorporado a la sociedad local. Quizás por esto, aunque alegando impedir que los cautivos influyeran sobre los guajiros, pero seguramente buscando también obtener ganancias, los habitantes de Riohacha intentaron comprar los prisioneros. Medina mencionó haber recibido al menos cinco prisioneros que sus aliados entre los guajiros habían supuestamente intentado trocar en la ciudad (AGI, E 52, n° 137)10.
Las autoridades neogranadinas, alegando evitar una nueva guerra entre guajiros y españoles, tomaron medidas para apropiarse de los prisioneros en manos de los indios. Para contener nuevas arribadas que amenazaran estas provincias, el virrey Mendinueta ordenó al guardacostas de Cartagena patrullar las costas de Santa Marta y Riohacha (AGI, E 52, 137, f. 4; AGI, E 61, 47). De manera similar a lo referido por Silva con relación a la epidemia de viruela, las autoridades interpretaron que, de expandirse, la revolución seguiría una misma cadena de propagación desde las costas hasta el interior del reino (Las epidemias 12-13). Sin embargo, insistieron en que estas acciones debían evitar nuevos conflictos. El virrey indicó a los oficiales que, sin usar la fuerza, los marineros debían persuadir a los guajiros para que llevaran los prisioneros a la ciudad (AGI, E 52, 137; AGI, E 61, 47).
Como las instrucciones del virrey revelan, los españoles temían una nueva guerra que no podrían sostener. A pesar de la alarma de contagio, juzgaron prudente evitar medidas que elevaran las tensiones con los guajiros. Advirtiendo la debilidad española, el virrey aseguró que, aun si fuera posible, el uso de la fuerza sería juzgado como una ofensa que crearía nuevos conflictos. De hecho, los oficiales continuamente evocaron las revoluciones de 1769 y 1789 (AGS, S 7247, 22). En 1769, gran parte de los jefes nativos unieron fuerzas y destruyeron asentamientos hispanos. Aunque la revolución de 1789 fue menos masiva, tropas indígenas forzaron a los españoles a abandonar una de sus dos últimas villas en el área. Tras años de misiones y campañas militares, las autoridades abrazaron una política de buenas relaciones con los guajiros (Barrera 197-210; Polo 183-229; Hylton 315-344). Debido a ello, los guardacostas declararon no haber rescatado a ningún cautivo. Los líderes nativos supuestamente rehusaron entregarlos sin recibir un pago justo (AGI, E 52, 137; AGI, E 61, 47).
Si confiamos en las fuentes producidas en Riohacha y Maracaibo, los jefes indígenas rechazaron el grueso de las ofertas e incorporaron a varios prisioneros como sus dependientes para aumentar así su poder político. Las fuentes analizadas no muestran si continuaron allí o si se fugaron por tierra o agua. Supuestamente, algunos jefes intercambiaron cautivos con comerciantes de Aruba. Tras nuevos intercambios con marineros y españoles, quienes podrían haber aprovechado sus contactos con los locales para asegurarse algunos cautivos como esclavos, los prisioneros, en su mayor parte artesanos, podrían haber llegado a otros puertos caribeños como Cartagena o Maracaibo. Asimismo, es posible que, siguiendo la costa, se hayan refugiado en otras partes de la región, donde fundaron comunidades o se sumaron a las existentes (AGI, E 52, 137, ff. 1-7; AGI, E 61, 47)11.
Conclusión
Como este caso revela, el Caribe de los inicios del siglo XIX fue un lugar en el cual la emancipación y el cautiverio estuvieron fuertemente entrelazados. Para mantener la seguridad pública, las autoridades europeas deportaron y vendieron individuos considerados peligrosos (Landers; Geggus, Haitian Revolutionary 116). Paradójicamente, con esta estrategia que alimentó un mercado interamericano de esclavizados, los oficiales franceses exportaron y propagaron personas que fueron consideradas peligrosas por sus homólogos españoles. Estos últimos entendieron las luchas caribeñas como la propagación de un contagio que debía ser contenido. Aunque ello reconocía a los esclavizados como agentes políticos, convertía a los sujetos locales en piezas pasivas que solo alterarían su comportamiento al ser estimuladas desde afuera.
Las autoridades españolas actuaron, o al menos manifestaron haber actuado, de acuerdo con una visión del mundo social enmarcada en metáforas sobre el cuerpo y la enfermedad. Empero, estas metáforas orgánicas no necesariamente constriñeron su actuar, como señala la evidencia de ventas ocultas. La naturaleza selectiva del uso de las metáforas les brindó herramientas para pensar la forma de prevenir rebeliones sin afectar totalmente otros intereses. Como el movimiento de esta flota implicó atravesar distintos contextos económicos y políticos, el análisis de las metáforas orgánicas permitió reunir las diversas formas como los actores entendieron fenómenos sociales como las revoluciones en el Caribe francés. No obstante, estas metáforas podrían haber ocultado otros elementos que otras aproximaciones podrán complementar o rebatir.