1. Introducción
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado1.
Ignacio Torres Giraldo ha sido una figura marginal como objeto de la disciplina histórica colombiana. Pareciera que los historiadores reproducen los postulados de aquella Ley Heroica de los años veinte (una persecución jurídica radical a cualquier signo de posición política alternativa a la hegemónica): Torres Giraldo sería un simple agitador, que tras su expulsión del Partido Comunista Colombiano, entre 1940-1942 se dedicaría a escribir sus memorias. Esto tiene algunas excepciones, por supuesto, pero en términos generales se encuentra cierto descuido en torno a uno de los primeros militantes de la izquierda, que a la vez fue uno de los más importantes líderes sindicales de la primera mitad del siglo XX en el país. Esto puede explicarse por dos factores: el temor velado que suscita cualquier análisis profundo del siglo XX colombiano, y el carácter centralista que se ha reproducido en el campo de las ciencias sociales. Todo aquello que no pasa por Bogotá2 es una experiencia tan provinciana como desechable. No es extraño entonces que lo poco que se ha dicho de Torres Giraldo esté disperso y que, además, reproduzca cierta mirada superficial. Ello también se explica por los enfoques superficiales de una historia de las ideas que ve, en tensiones profundas, simples figuras contradictorias e insubstanciales.
Este artículo propone una aproximación desde la historia intelectual, específicamente desde los lenguajes políticos, a la figura de Ignacio Torres Giraldo, en el periodo comprendido entre 1893 y 1968. La revisión de la prensa de los años veinte, los textos publicados por el líder de izquierda, y algunos documentos de su archivo personal (el cual reposa en la Biblioteca Mario Carvajal de la Universidad del Valle, en Cali), junto con el análisis de la bibliografía que toca directa o indirectamente al sujeto estudiado y al periodo, ha permitido elaborar los argumentos que sustentan la hipótesis de trabajo. El punto de partida fue el siguiente: Ignacio Torres Giraldo estuvo obligado a canalizar sus discursos a través del arsenal retórico entonces común, dotado incluso de los prejuicios de sectores políticos tradicionales, pero en esa labor se encuentra una originalidad que, lejos de demandar una apología, convocan a realizar nuevos acercamientos a este personaje. Los textos consultados como fuentes primarias no han sido leídos como contenedores de verdad, o como evidencias indiscutibles de hechos y acontecimientos exactos; al ser portadores de tensiones y contradicciones se han interpretado teniendo en cuenta sus condiciones de posibilidad, considerándolos como parte de un suelo argumentativo, o nicho retórico, en el que circularon unos conceptos fundamentales y el uso de unos lenguajes políticos. Este ejercicio investigativo nos ha permitido sostener que no es necesario ubicar a un intelectual dentro de una dicotomía cerrada, siendo mucho más efectivo para la comprensión histórica entender las redes de sentido objetivas en que se inscriben sus discursos.
En una primera parte presentamos una cronología sucinta, ello con el fin de ubicar mejor la periodicidad delimitada y evitar lugares comunes que presentan las trayectorias individuales como destinos preconcebidos. En segundo lugar rastreamos una bibliografía sobre Torres Giraldo, específicamente los usos de algunos de los textos de su autoría en ciertas aproximaciones recientes a la historia de la protesta social en Colombia. En tercer lugar intentamos un acercamiento a la matriz conceptual de «Orden», delimitando así el periodo conocido como la Regeneración y sus componentes políticos e intelectuales más visibles. En otro apartado nos acercamos a una definición de los lenguajes políticos como entidades objetivas (con un nivel notable de abstracción e impersonalidad), que a su vez nos permite definir los «márgenes» como unos espacios para la acción, como unos intersticios dentro de las instituciones políticas y los regímenes de verdad imperantes. Finalmente, intentamos retomar la potencialidad del circuito cultural -lenguajes y representaciones- como un recurso metodológico para la reflexión sobre el recurso biográfico e intelectual.
2. Ignacio Torres Giraldo y su escenario biográfico
Ignacio Torres Giraldo nació el 15 de mayo de 18933. Su primer apellido, según afirmaba él mismo, era de origen árabe; llegados en los tiempos de la conquista con Sebastián de Belalcázar, esos Torres habían subido a la región de Antioquia, donde nuestro personaje ubicaba su tronco familiar. Su abuelo, que había sido ayudante de un «míster» en la región de Arma, se había instalado en Pereira, donde el padre de Torres se casó con «una hija de don Felipe [Giraldo]»4. La Guerra de los Mil Días hizo que su familia se trasladara desde Filandia, donde se había organizado el matrimonio Torres Giraldo, nuevamente hasta Pereira. En esta última ciudad nuestro personaje vivió su primera juventud; más adelante se instalaría en Cali en 1917, y luego en Popayán, donde permanecería entre 1918 y 1923. Posteriormente retornaría a Cali, donde nacerían sus dos hijos Eddy (1924) y Urania (1926); la segunda mitad de la década de 1920 fue para Torres un ir y venir en correrías por todo el país, especialmente en las zonas económicamente más activas, esto debido a su rol como fundador del Partido Socialista Revolucionario (PSR) en 1926. Ya hacia 1928 el nombre de Torres Giraldo era bastante reconocido; en abril se le habían decomisado «documentos subversivos»5, en mayo había sido capturado y encarcelado junto a Raúl Eduardo Mahecha6, en octubre de ese mismo año se anunciaba la creación de un Comité Seccional en la ciudad de Medellín en el que se manifestaba oposición a la ley de defensa social7, y en diciembre, después de la Masacre de las Bananeras, viajó hacia la frontera venezolana8.
Para julio de 1929 se había planeado una insurrección que fracasó, y con la cual se desactivó, en buena parte, la influencia política del PSR9. Tras el descalabro de la fuerte corriente socialista de los años veinte, Torres Giraldo viajó a Rusia, experiencia de la que ha dejado un interesante relato que retomaremos más adelante10. Con la caída de la hegemonía conservadora se daría por terminado el periplo más llamativo de la vida de Torres Giraldo; en los años treinta un nuevo régimen político le aseguraría una recepción distinta a su figura, que ya no sería la de un simple líder sindicalista o agitador comunista, sino la de un escritor y político con algún reconocimiento11. En 1935 encontramos a Torres de vuelta en Medellín, encabezando una lista para las elecciones de Representantes a la Cámara por Antioquia12. En años posteriores los socialistas ya no serán percibidos como una gran amenaza; Torres apoyará el gobierno de Alfonso López Pumarejo en el marco del Frente Popular13, y por eso se le acusa de pasar de «un chacal marxista» a «un peón de la república liberal»14.
En términos generacionales, nuestro sujeto coincide con el grupo de los Panidas en Medellín, jóvenes asociados en torno a una revista literaria, que sufrió la persecución de una sobreprotectora e histérica Iglesia católica15. Los panidas fueron una de las expresiones fundamentales de las vanguardias artísticas en Colombia. Sin embargo, antes que ubicarse en algún grupo específico, Torres decidió adscribirse a un grupo más amplio y menos preciso; así lo señalaba en sus memorias, escritas hacia 1957:
Lo que quiero decir es que un día, tal vez en Tolima, en conversación con amigos condenaba yo la ordinariez en ocasiones vulgaridad y atrevimiento, que solían derrochar algunos jefecitos semiletrados, desplazaos de las ciudades a los campos y pequeños poblados por los directorios... Para mí, agitar ideas y organizar a las gentes de trabajo, debe ser una labor de apostolado que nos obliga, naturalmente, a comportarnos con dignidad, con limpieza, con alguna cultura, decía yo. Y Molina, que me escuchaba con suma atención, me 'cortó la corriente' diciéndome: 'Si, eso es verdad; verdad y necesidad. Pero no olvidemos que nosotros somos la primera generación de saco'. 'Exacto, -asentí yo-, eso también es verdad.' Y pensé en la ruana de mis abuelos y en el guarniel de siete fuelles que usaba mi padre cuando ejercía su profesión de agrimensor en los montes. ¿No era, acaso, todavía natural que los hombres de la 'primera generación de saco' llevásemos a flor de piel ancestro de mineros, arrieros, pastores, montañeros o vivanderos de las plazas públicas?16.
Como parte de esta generación «de saco», Torres fue testigo consciente de la Guerra de los Mil Días, el conflicto político entre los partidos tradicionales, que cerró el siglo XIX en Colombia. También sufriría, simbólicamente, los efectos de la dictadura de Rafael Reyes, cuyo final fue la escena estelar de los políticos colombianos de la «Generación del centenario», pues incursionaron en la escena pública justo cuando se conmemoraba el primer centenario de la «Independencia»: Laureano Gómez, Alfonso López Pumarejo y Enrique Olaya Herrera17, por ejemplo.
En junio de 1918 aparecieron en América Latina las peticiones de algunos estudiantes, que más tarde serían conocidas como la Reforma de Córdoba; este movimiento estudiantil respondía, en buena parte a la desacreditación de Europa tras la Primera Guerra Mundial. Se trataba de una generación que manifestaría un interés por nuevos valores, o a lo sumo, una resistencia a los referentes tradicionales de las generaciones anteriores. Cabe recordar que, según Karl Mannheim, «en cierto sentido, los intelectuales son renegados que han abandonado la condición social de sus padres»18, algo que podría rastrearse en la América Latina de entonces19. La década del veinte, período en que brillaron figuras como la del escritor Luis Tejada, sería una «mezcla de modernización capitalista y beaterio en los templos católicos; lemas de sobriedad puritana a favor de la producción en las nacientes fábricas; primeras marchas obreras en las ciudades en conmemoración del primero de mayo; primeras tentativas de organización gremial de grupos de intelectuales»20, en fin, se trataba, según Gilberto Loaiza, de una sociedad imbuida de un espíritu de transición.
La renovación generacional e intelectual que se dibujaba en los años veinte y treinta, tuvo que enfrentarse con décadas de una tradición hispanófila y católica, intransigente y violenta. Torres Giraldo diría, hacia 1931, que era necesario liquidar «todo el pasado de nuestros errores»21, ello con respecto al temprano «proceso revolucionario» de Colombia; así describía, desde Berlín, su proceso intelectual:
Entonces mis ideas estaban también en formación. No tenía una base teórica siquiera mínima [...]. Es que Colombia es todavía un país en donde el artesanado es una fuerza, en donde los intelectuales liberales y las masas estudiantiles tienen el sitio de 'avanzadas', es decir, en donde la pequeña burguesía dirige todos los movimientos 'progresivos'22.
3. Los inconformes. Torres y la historiografía colombiana
Ignacio Torres Giraldo ha sido leído como un testigo de la primera mitad del siglo XX, especialmente de las décadas de 1920 y 1930, cuando ocupaba un lugar destacado en la escena pública23. Como tal ha sido usado por algunos historiadores para respaldar el señalamiento a hechos factuales, soslayando los ecos de su perspectiva crítica y militante24. Esa no es una eventualidad de las primeras aproximaciones contemporáneas de los historiadores colombianos al siglo XX, el equívoco sigue repitiéndose en algunos autores25. Sin embargo, llama poderosamente la atención que este testigo, habiendo dejado una decena de libros inéditos -de los cuales una parte reducida vería la luz, de modo póstumo, en las décadas de 1970 y 1980-, no haya sido estudiado sistemáticamente. Podríamos explicar esta ausencia por dos elementos que queremos revisar: la tardía aparición de una historia de los intelectuales en Colombia, la escasa producción desprejuiciada en torno a la aproximación del marxismo en Colombia, la fragmentaria historiografía del movimiento obrero, y, sobre todo, el panorama político colombiano de la segunda mitad del siglo XX, caracterizado por la hegemonía de sectores ultraconservadores, y la influencia de ciertas posturas intransigentes.
Uno de los usos más visibles, por su carácter afirmativo y su interés de rescate, es el trabajo de Renán Vega; en su tesis doctoral, publicada hace más de una década, puede observarse un uso sistemático de las narraciones de Torres Giraldo como recurso documental. De hecho, el cuarto tomo de su publicación está dedicado a este último, considerado «luchador popular, dirigente socialista y pionero de los estudios históricos sobre la rebeldía de las masas en Colombia»26. Klaus Meschkat y José María Rojas, por su parte, han realizado una compilación de documentos de la izquierda colombiana en la Unión Soviética; de Torres Giraldo han dicho que era «un líder de talla nacional que hizo el tránsito del tipo de líder revolucionario socialista conductor y organizador de masas al tipo de líder doctrinario»27. Juan Carlos Celis sostiene que «no hay una consideración de este período desde el ángulo de la historia intelectual»28. Con tal afirmación el autor deja de lado una bibliografía importante sobre la historia intelectual de dicho periodo en el siglo XX29.
Una excepción notable la constituye el trabajo de Isidro Vanegas30, quien se pregunta por el socialismo colombiano antes de 1930. Como bien señala este autor: «lo que fue entonces denominado socialismo, comunismo o anarquismo era con mayor frecuencia una forma de agraviar a los líderes o movimientos populares e indicaba su presunta proclividad a la destrucción y la violencia»31. Según Vanegas, tras la aparición del Partido Comunista (1930), el campo de la izquierda colombiana quedaría prácticamente limitado a ese órgano32, desde entonces la profusión de periódicos locales cedería el paso a unas pocas publicaciones de tiraje nacional33. En 1948 el comunismo fue acusado del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán34, este fue el inicio del clima violento de las décadas de 1950 y 1960 -se arman las guerrillas liberales y comunistas-, que impediría el desarrollo de un socialismo reflexivo; con las excepciones de Antonio García y Gerardo Molina, ambos ya en el exilio, nadie analizaría las problemáticas colombianas desde la perspectiva socialista35. Vanegas se detiene en Torres como historiador, y sugiere que se trata de «un caso atípico entre los intelectuales de izquierda»36. Esa sería una «historia desde abajo»37, que además va a coincidir, aunque el autor citado no se percate de ello, con la aparición del clásico trabajo de Orlando Fals Borda sobre la Violencia, es decir una generación fundacional para las ciencias sociales en Colombia.
Los encuentros de la historiografía colombiana con Torres no han sido entonces muchos, más allá de su empleo como recurso documental -Vega, Meschkat y Rojas, p. ej.-es poco lo que se ha aportado para el estudio detallado de su itinerario, más allá de su influencia en el partido y su participación en el movimiento huelguístico de los años 1920. Esto obedece a lo esquivo que ha resultado el personal intelectual a los estudios históricos colombianos, no que se les haya ignorado como tema de estudio, sino más bien que la complejización de su abordaje ha tenido que esperar hasta periodos muy recientes. Tal vez el primer trabajo profesional en torno a lo intelectual, aunque sin usar esta categoría, sea el de Jaime Jaramillo Uribe: una sistematización de los tópicos y preguntas más urgentes de los 'grandes pensadores' del siglo XIX colombiano38. Frente a esa historia de las ideas que se ha mantenido vigente en algunos autores colombianos, proponemos una historia intelectual capaz de transgredir el sencillo y superficial «qué se dijo», para llegar al análisis del «cómo fue posible que se dijera aquello que se dijo»39. El lugar de Torres es el de un intelectual colombiano, y como tal tiene un potencial inmenso para indagar sobre las inquietudes y certezas de los colombianos en la primera mitad del siglo XX.
4. El momento del orden. Los lenguajes políticos en Colombia
Un año antes del nacimiento de Torres, en Santa Fe de Antioquia, había fallecido José María Martínez Pardo -el 10 de julio de 1892-, un «insigne» personaje. Este antioqueño escribió un artículo para la prensa que quedó inconcluso por su muerte, el artículo llevaba el nombre de «El Trabajo y la Pobreza». Allí Martínez Pardo sostenía: «la cuestión de pobres y ricos, casi no es otra que la de la holgazanería y la del empleo del tiempo»40. En 1905, cuando se conmemoró el natalicio de Martínez Pardo, la prefectura de la Provincia de Occidente, en Antioquia, consideraba que el extinto personaje era «hijo muy distinguido de esta ciudad» y que además «la honró con el merecido renombre de que disfrutaba como hombre de ciencia y de ejemplares virtudes, públicas y privadas»41. Nos interesa al respecto, la visión que daba Francisco Luis Toro, quien dio un discurso en ocasión del Centenario de este letrado del siglo XIX, en septiembre de 1905:
Tocóle al Dr. Martínez principiar á figurar á raíz de la guerra de la Independencia, en una época en que el espíritu de novedad y el deseo, por otra parte justo, de conservar la libertad que tan caro había costado, impulsaban á nuestros hombres á alejarse cuanto les fuera posible del pueblo español, aun en las costumbres y creencias. De aquí provino el que algunos se dieran á creer que para poder figurar como patriotas era preciso presentarse con ciertos humos de incredulidad que los acercara más a los enciclopedistas franceses que á los atrasados castellanos. Pero el joven Martínez Pardo, que entonces formaba en las brillantes filas de alumnos del Colegio del Rosario, comprendió desde luego con su claro talento, lo ridículo y pueril de tan absoluto modo de pensar; ni el ejemplo de sus condiscípulos, ni las publicaciones que llegaban á sus manos, ni las peligrosas teorías que oía explicar, fueron parte para hacerlo flaquear en sus creencias. Era estudiante, nada más, pero ya pensaba por sí mismo, y veía claro en el cielo de su fe. Y los divinos fulgores de esta fe, reflejándose sobre las verdades naturales que aquella inteligencia privilegiada le iba acopiando, las iluminó de suerte que produjeron en el ánimo del Dr. Martínez esa firmeza de principios que lo caracterizó como hombre público y como profesor42.
Hay que disculpar, estas líneas citadas extensamente. Lo que pasa es que acá queremos ubicar en un plano exacto, plural, complejo, la trayectoria de aquél por quien hemos preguntado. Y para ello es necesario, inicialmente, reconstruir una cierta red de sentidos. La solidez de José María Martínez Pardo (que así lo muestran los apologéticos discursos en su Corona Fúnebre), como un recurso retórico, puede entenderse como uno de los instrumentos de una generación que vio los inicios del decimonono; su particularidad no está muy lejos de la angustiante falta de certezas de Torres Giraldo, punto singular de una generación que, por su parte y a su manera, atestiguó los cambiantes albores del siglo XX. Si revisamos lo que implicó a cierta comunidad de letrados a fines del siglo XVIII, observaremos las preguntas y respuestas que se dibujaron, especialmente en torno a la administración del Estado y la construcción de la nación. Para el siglo XX, ya con unos centenarios esfuerzos para la forja de una comunidad imaginada, es evidente que, acuerdos antes indiscutibles, como aquel en torno a la religión católica y al ascendente español, están transformando el panorama.
Las primeras décadas de Torres coinciden con el momento político de la Regeneración, una hegemonía política del Partido Conservador, que inicia con la Constitución de 1886, tras la claudicación del liberalismo radical43. Primero libertad que orden, podía leerse en el escudo nacional, y eso no era todo; en un reglamento de policía de 1891 se establecía, como primer punto: «el amor al orden», siéndoles prohibido a los agentes fumar, cantar o silbar durante el servicio44. Esta constitución implicó también una criminalización de la oposición, y abrió las puertas para la persecución política que sufrió la izquierda en la década de los años veinte. Mientras aumentaban los signos de la consolidación de las políticas de «izquierda» en Colombia -por supuesto que en un lugar siempre alterno-, los pilares de aquella república conservadora, entre ellos la intransigencia clerical heredada del XIX, cedían de a pocos; hasta que una nueva generación de políticos encontró la manera de canalizar los deseos de cambio de la sociedad. En 1930 unas elecciones presidenciales «devolvieron» el poder al Partido Liberal, entonces hubo unos intentos de reformas que pretendían modernizar la administración pública y consolidar, en sus partes mínimas, un estado más moderno; eso fue leído, por los conservadores más radicales, como una expansión de un socialismo, considerado «ateo» y «masón»45, categorías que de alguna manera hicieron parte de las pugnas políticas del siglo XIX, y que fueron reactualizadas desde los años 1930, con las supuestas amenazas de la Religión y de la Patria, así, con mayúscula. Otro elemento a mencionar es cómo aparece, de la mano de la República Liberal, un crecimiento de la burocracia que se va a traducir, indirectamente, en la cooptación del movimiento obrero, y de todas las tendencias contestatarias46. Una de las aristas de esta renovación puede encontrarse en el ala izquierdista del Partido Liberal, encabezada por Jorge Eliécer Gaitán. Sin embargo, lo que nos interesa puntualmente de este período es la cooptación del sindicalismo que hicieron los liberales colombianos47, y que marginó a los socialistas de la década de 1920.
La insatisfacción y el malestar de los conservadores, sumado también a la solidaridad de clase entre las élites colombianas, permitió que, en la década de los años cuarenta, una visión acendrada del catolicismo y el pensamiento conservador, fuera intensificada. El gobierno de Mariano Ospina Pérez, el muy accidentado de Laureano Gómez, y la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, pueden considerarse un afianzamiento de la «utopía conservadora»48 que había salido victoriosa del siglo XIX. Por su parte, el Frente Nacional, entre 1958 y 1974, fue un pacto entre élites que le permitió a estas retomar los lugares más privilegiados de la administración pública, y la «industria cultural»49. Se trata entonces de una tradición intelectual conservadora y reacia al cambio, lo que Rubén Jaramillo Vélez llamó «la modernidad postergada»50, y que algunos analistas han leído como la ausencia completa de una tradición filosófica liberal51. Posturas como esas hacen que sea difícil un análisis desde la historia intelectual, pues la única alternativa para leer cambios en la tradición es la del purismo: cualquier planteamiento de un sector subalterno debe entonces ser una oposición radical a lo hegemónico, y si no estaría viciado, y por tanto condenado a ser una anomalía superflua.
5. Torres Giraldo y los lenguajes políticos: un intelectual desde los márgenes
Ahora bien, Torres atravesó esos tres momentos del siglo XX colombiano, que en sus términos más generales, al menos en su primera mitad, podría ser leído como un vuelco fundamental en la constitución de un sistema democrático, y el lugar problemático de «el pueblo». La particular construcción del Estado colombiano, y la todavía más singular consolidación de una legitimidad democrática52, constituyen un momento que tuvo sus reajustes más traumáticos en la primera mitad del siglo XX. En esa cambiante sociedad de, al menos, la primera mitad del siglo XX, resulta fundamental preguntarse por el lugar del intelectual, el miembro de esa «tribu inquieta» en las palabras de Carlos Altamirano53. La interpretación de la trayectoria de Ignacio Torres Giraldo, y sus productos culturales, puede hacerse con un seguimiento contextual a sus textos, es decir, a sus intervenciones. Para ello partimos de las visiones sobre «lenguajes políticos» que se han construido desde el ámbito anglosajón, y los recursos metodológicos de la historia conceptual de cuño alemán54; corrientes que pueden ser consideradas como parte de la historia cultural y que no riñen con los planteamientos de la tradición francesa. Una historia conceptual de lo político retoma los llamados de atención sobre la importancia del lenguaje, tradición que puede remontarse, inclusive, hasta los románticos del siglo XIX.
Pierre Rosanvallon, por ejemplo ha retomado los aportes de Michel De Certeau, al recordar que, a veces, los relatos «marchan por delante de las prácticas para abrirles un territorio»55; ello estaría patente en el hecho de que la historia de un proceso -que en su caso es la construcción de la democracia- toma forma en una crisis del lenguaje político. Igualdad, ciudadanía, soberanía: todas fueron categorías que experimentaron las disputas y las elaboraciones desde diversos sectores en variedad de posiciones y momentos; desde finales del siglo XVIII, los críticos de la revolución en Francia acusaron a los partidarios del terror de sustraer el verdadero sentido de las palabras a la lengua francesa e, inclusive, algunas definiciones vieron la esencia de una naciente democracia en llamar a los hombres y a las cosas por su verdadero nombre56. Pensamos que el lenguaje, en tanto que actividad integradora de un grupo social, permite un acceso profundo a las representaciones de la cultura, al mundo de los imaginarios sociales; pero sabemos que no es el único medio que utilizan los hombres en sociedad para construir y representarse el mundo, que hay elementos, acciones y procesos que escapan a la verbalización, al tránsito de los conceptos, a las veleidades de las transformaciones lingüísticas. Podemos sostener con Reinhart Koselleck que:
El lenguaje es tanto perceptivo como productivo, simultáneamente registra y es un factor de la percepción, de la comprensión y del saber. Ninguna realidad puede reducirse a su significado y estructuración lingüística, pero sin esa actividad lingüística no hay -en cualquier caso para nosotros- ninguna realidad57.
Privilegiar el lenguaje en el análisis histórico, bien sea desde la consideración de unos vocabularios políticos, o desde el estudio de unos conceptos esenciales, aportaría la posibilidad de cuidarse mejor de las elaboraciones que postulan el mundo de las representaciones como un simple espejismo.
Podemos entender plenamente las condiciones de posibilidad de Ignacio Torres Giraldo, si tenemos en cuenta las coordenadas contextuales en las que tuvieron que anclarse sus discursos. Este sujeto no fue nunca un militante anticlerical58, y ello no resta nada de importancia a su figura, que según un modelo teleológico tendría que ser la de un hombre de la más radical avanzada, libre de todas las trazas del contexto político y social que le cupo en suerte. Para empezar, si hacemos énfasis en los tiempos de su primer periplo periodístico, con el diario La Humanidad, en los tempranos años veinte en Cali, encontraríamos, por ejemplo, su autocomprensión como un «jefe»59. En 1928, cuando participó de la Federación Obrera de Bolívar, fue presentado como uno de los «exponentes del ideal humanista»60; lo que bien podría ser leído como parte de un anquilosado y obsoleto socialismo temprano, tan utópico y romántico como fallido, que supuestamente mostraría rasgos de «pre-modernidad» y de atraso61. Sin embargo, no hay tal, ese humanismo, en parte cercano a los postulados del cristianismo de las primeras décadas del siglo XX, expresaba una estrategia velada para lidiar con los virulentos discursos de la Iglesia. El arzobispo de Bogotá, Ismael Perdomo, en 1937 afirmaba que:
Desde hace años, agitadores de profesión se han dedicado a dictar conferencias enseñando a los campesinos que deben adueñarse de las tierras en que trabajan como arrendatarios; que la tierra es del que la trabaja, y les ofrecen su apoyo para obtener que el Gobierno se las entregue, explotándolos con la exigencia de cuotas de dinero62.
De un árbol malo, afirmaba el preocupado pastor, no pueden sino darse malos frutos. Esta pastoral de 1937 reposaba en los archivos de Torres, quien seguramente entendía del efecto de la retórica católica en los trabajadores.
Tampoco podemos postular un descreimiento absoluto por parte de Torres, quien reconoce, con algunos atenuantes y distractores, haber participado en la curiosa práctica de bautizar a los hijos de unos obreros junto a María Cano, en una suerte de ritual místico63. No es difícil intentar pensar en lo difícil que era para esta generación enfrentarse a las angustias de un mundo más mecanizado64, y una ruptura acelerada de los valores tradicionales65. Michael Löwy ha señalado que los años finales de la década de 1910 en Alemania estuvieron caracterizados por un «anticapitalismo romántico»66, lo que responde a la modernización acelerada de aquel país a finales del siglo XIX, y que Tönnies caracterizaría bien en sus trabajos sobre comunidad «orgánica» y sociedad. Esa visión de mundo «neorromántica» es duramente catalogada por Löwy como un «hermafroditismo ideológico», tal vez como respuesta a lo que Max Weber llamaba el «Entzauberung der Welt», el desencanto del mundo67; el pensamiento curiosamente religioso y místico del círculo de Heidelberg, sería muestra de la repulsa frente al universo racional del capitalismo occidental y de la sociedad industrial. Podemos sostener que el de Torres Giraldo es un misticismo similar, o que al menos esta fue una afinidad electiva de su generación, para retomar un concepto del mismo Löwy, quien además sostiene que el valor ético del socialismo europeo de la década de 1910 dependía de una cierta forma de religiosidad del mismo, y ello acompañado de una crítica al individualismo propugnado por las vanguardias artísticas68.
No solo en esa postura ambigua69, frente a lo religioso pueden leerse las trazas evidentes de los lenguajes políticos entonces vigentes en las intervenciones de Torres Giraldo. Otro aspecto notable es su tratamiento frente a la figura de las mujeres. Aunque Torres Giraldo escribió una biografía de María Cano, puede observarse que el abordaje que hace de la figura de la mujer se enmarca perfectamente en las coordenadas tradicionales que por aquel entonces circulaban los dos partidos políticos oficiales70. Torres Giraldo será reiterativo en señalar que María Cano era «superemotiva [e] hiperestésica»71, lo que se suma a una endulzada descripción física: «Menudita, ágil y de bien distribuidas formas. De talle fino y manos y pies pequeñitos, blanca aperlada, de cara ya marchita. Sus ojos castaño oscuro, grandes para la talla -como así su boca-, miraban con recelo pero se hacían melancólicos ante la cámara fotográfica y dulces cuando trataba a los niños»72. Para Torres Giraldo la figura de María Cano parece agotarse tras haber sido nombrada la Flor del Trabajo: «Agitadora de ideas sociales nuevas, más que expositora de tesis elaboradas, lo fundamental de su oratoria consistía en una pura esencia psicológica»73. Tal vez sea una terquedad, en este lugar, evocar las afirmaciones de Gyorgy Lukacs, en texto de 1921, prólogo al libro Huelga de masas: Rosa Luxemburg era «una verdadera dirigente del proletariado», y más que agitadora, también fue «organizadora... periodista... teórica»74. En la Colombia del Frente Nacional, contexto de enunciación más explícito del libro, las mujeres resultaban piezas incómodas para el sistema político, no obstante que desde 1958, se había establecido jurídicamente su ciudadanía política y derecho al voto75.
Hasta acá hemos observado los textos pensados para los medios privilegiados de los letrados, esto es, los libros y la prensa; otro registro documental, que no ha sido trabajado para el caso de Torres, lo constituyen sus piezas teatrales y otros escritos literarios. En estas piezas, específicamente en dos obras de teatro aún inéditas, encontramos un registro más generoso en cuanto a lo que queremos argumentar. En El Míster Jeremías, cuyo original parece ser de 1950, un maestro zapatero visita a un curandero para expresar la intriga en que lo tiene pensar que su mujer lo engaña; Olimpo, el atormentado zapatero, dice: «Verá doctor: puede ser una bobería. Pero como las mujeres mantienen el diablo adentro, a veces se les sale y lo ponen a uno a rezar pasito, a renegar fuerte y a tirarse el pelo»76. A esta afirmación, Anacleto, el místico curandero, responde que Sílfide, la acusada, «ha sido una mujer con el seguro bien apretado. Pero tengo la idea de que se le está aflogando (sic), y si esto sale como yo lo pienso, se le puede caer y entonces se le sale el diablo»77. En otra de sus obras de teatro, Misiá Rudesinda de Pimentón, se indaga por Betty, una joven mujer a la que solo le preocupan los vestidos y la poesía; frente a esta última cuestión, Rudesinda se refiere despectivamente: «hace días le vi en las manos ese libro de cuentos de Efraím y María, y ahora mismo estaba ojeando a Gustavo y Rosalba, esa barbaridad que debe ser una colección de porros y boleros»78. Las relaciones entre literatura y teatro, así como la tensión que generaba el cambio de valores con respecto a la figura de las mujeres79, demuestra también la sintonía de Torres Giraldo con personajes de la élite política y cultural, que de entrada parecerían ser diametralmente opuestas.
En sus primeras impresiones de Moscú, Torres Giraldo, quien se presenta ya como un «caudillo derrotado»80, lanza afirmaciones que hubiera podido hacer cualquier liberal o conservador frente al desperdicio del tiempo y la aparente tendencia al vicio de la gente del pueblo:
Para un 'caimán' intermediario de los que olfatean negocios, para un pequeño rentado, para un escritor de alquiler, para un tabernero cesante, para un aventurero en acecho, para un vago tolerado y en general para toda esa masa de zánganos que llenan como enjambre rumoroso nuestros cafés, bares, cantinas y prostíbulos, Moscú resultaría detestable desde su primera mirada. Para mí era admirable, sencillamente humano81.
Esa visión se repite en el desespero e ignorancia de los obreros mencionados en El Míster Jeremías, y que Torres reafirma en su Anecdotario, cuando se queja de ese «quebradero de cabeza» que eran los «médicos invisibles» debido a la flaqueza del «público de rueda suelta»: obreros y empleados, campesinos e indígenas82. Incluso, en la misma obra de teatro, el líder sindical repite esquemas producidos por las élites de la región andina: «-Y se mueve el negocio? Pregunta Don Casimiro. -Mucho más que un costeño bailando porro. Subraya Benito»83.
Las de Torres Giraldo no eran intervenciones que se quedaran en el aire, si bien es cierto que no hacía parte de las élites políticas y culturales que detentaban la hegemonía a mediados del siglo XX en Colombia, su papel, como parte de un sector plebeyo, lograba resonancia en varias esferas de la sociedad. Así, al menos, lo permite leer una de las cartas que, en 1947, le dirigía desde Medellín Fernando Cano, un industrial antioqueño; el citado Cano felicitaba al «estimado profesor» por su libro La cuestión sindical en Colombia, y además afirmaba:
No es necesario estar completamente de acuerdo con sus ideas y sus tesis, para reconocer que su libro, tan elemental, si se quiere, dice con exactitud el pensamiento de los trabajadores, cuando estos empiezan a tener conciencia de los intereses propios. Y le digo esto, porque obreros en mis contratos de carreteras hablan ese lenguaje que usted emplea, desde luego con más propiedad 84.
En sus textos literarios, en sus monografías más apreciadas85, en sus relatos biográficos, pueden observarse las fracturas que, a un discurso individual confieren las coordenadas semánticas de un contexto particular singular; no se trata de demostrar que Torres Giraldo fuera un conservador, pero ubicar los rasgos que lo hacían un individuo situado cultural y lingüísticamente, permite una visión más precisa de su pensamiento.
6. Consideraciones finales
Torres no podía escapar a ciertas retóricas tradicionales; el lugar exclusivamente doméstico de la mujer, el desprecio velado por los sectores populares, los estereotipos de algunos tipos regionales, entre otros elementos, como lenguajes políticos, sostenían un tejido cultural. El análisis de sus textos da cuenta de la existencia de prejuicios que eran comunes a los sectores políticos tradicionales. Lo anterior, nos permite tomar distancia de una apología a la figura del sujeto estudiado, y al mismo tiempo abre espacios para reflexionar sobre los lenguajes políticos y el lugar que en ellos puede ocupar la acción de un sujeto. Teniendo en cuenta que la cultura, como muestra Roger Chartier, es «aquella que articula las producciones simbólicas y las experiencias estéticas sustraídas a la urgencia de lo cotidiano, con los lenguajes, los rituales y las conductas gracias a los cuales una comunidad vive y reflexiona su vínculo con el mundo, con los otros y con ella misma»86. Podemos ubicar a un Torres Giraldo vinculado con una cultura que se sobrepone a su experiencia individual sin desarticularla completamente. Esas son, precisamente, las circunstancias legadas por el pasado de las que habló en su momento Marx: parecen esquemas absolutos y cerrados, entidades abstractas que encasillan las decisiones de los hombres. Pero no hay tal. Estas «estructuras» están plagadas de intersticios, de márgenes, de espacios de acción en los que los individuos, sin renunciar al uso de unas formas retóricas, pueden innovar y producir artefactos particulares. Y eso es precisamente lo que hemos demostrado en el caso de Ignacio Torres Giraldo. El desafío de esta revisión de la figura intelectual en una clave cultural, está en
[...] comprender cómo las apropiaciones particulares [...] dependen, a la vez, de los efectos de sentidos apuntados por los textos, de los usos y las significaciones impuestos por las formas de su publicación, y de las competencias y las expectativas que rigen la relación que cada comunidad de interpretación entabla con la cultura escrita87.
Otros ejemplos permiten argumentar en esta dirección. Juan de la Cruz Varela, líder campesino del Sumapaz, decía que el primer movimiento agrario en Colombia fue iniciado por un campesino que «se parecía a Tomás Cipriano de Mosquera»88, un letrado del siglo XIX; en su retórica aparecía constantemente la noción de «hombres ilustres»89. El investigador, con respecto a esta experiencia, puede detectar aquí una traición, o una claudicación, dado que aquél militante de un sector político alternativo tendría que estar desconectado de las fórmulas del pensamiento político local tradicional. Esta postura constituye un abuso, pues busca leer los cambios intelectuales en una oposición de ideas, sugiere que hay un tránsito perfectamente mecánico entre la vanguardia y el pasado tradicional. En el caso de Ignacio Torres Giraldo hemos mostrado su vinculación con figuras retóricas que eran del dominio de casi todos los hombres políticos: una normalización de las relaciones de clase desiguales, una subestimación de las mujeres, la sugerencia de que «el pueblo» y los obreros tienden irremediablemente a la inmoralidad. Pero, aun dentro de esos lenguajes políticos, existió un índice de originalidad, que hace preciso regresar a este sujeto como un agente intelectual.
Frente a las posibles dicotomías modernidad-tradición, izquierda-derecha, revolución-reacción, es inexcusable discutir aquellas falsas oposiciones, que provienen de la matriz engañosa que opone individuo y sociedad. Este movimiento exige recuperar, entre otras, la noción de apropiación, que desde cierto punto de vista equivale a la incesante traducción que media entre los lenguajes políticos y sus derivaciones. Pues los lenguajes no son entidades lógicas, «sino sólo histórica y precariamente articuladas»90. Es en esas cuarteaduras, en los intersticios91, donde debe buscarse la originalidad y potencia de los textos de Ignacio Torres Giraldo. Este trabajo sólo se ha aproximado someramente a restituir las redes de sentido en que se inscribieron sus discursos, lejos de condenarlos al ostracismo del pensamiento conservador, o la fantasiosa idea de un neto radicalismo de avanzada. Esto implicó cuestionar la racionalidad de nuestra mirada, de un horizonte de expectativa presente que a veces nubla el horizonte de sentido de los actores sociales del pasado. Solo con esa consigna puede indagarse por una historia no teleológica, que recupere plenamente la potencialidad de un proceso intelectual singular.