«Cada discurso social borra los síntomas que le han permitido nacer» 2
Introducción
Este texto parte de una conversación áulica que me llevó tiempo digerir. En una clase sobre memorias poscoloniales en la universidad donde trabajo en Ciudad de México, un estudiante de posgrado me increpó más o menos de la siguiente forma:
Usted dice que vivimos en modernidades coloniales, que hay una continuidad allí, una repetición. Continuidad de la violencia de conquista, continuidad necropolítica. Sin embargo, tengo un problema para entender eso. Cuando veo los muertos actuales, cuando veo los cuerpos desperdigados, mutilados, siento impotencia, rabia, ganas de llorar. Son, de alguna manera, mis muertos. Pero cuando fui al Museo Nacional de Antropología y vi los cuerpos mexicas, huesos de los sacrificados, los vencidos “profanados y exhibidos” digamos3 –aún cuando todo el discurso curatorial insiste en que de allí venimos—, no se me movió un pelo. ¿Por qué? ¿Sólo porque media tanto tiempo? ¿Por qué soy incapaz de percibir la repetición?4
El problema entre arqueología, exhibición y negativa de restitución de restos humanos en México está en el centro de la pregunta, pero excede a este texto5; sin embargo, mi reactiva respuesta fue más o menos la siguiente:
[…] creo que hay dos operaciones que podrían responder tu inquietud. La primera es histórica. La historia como saber produce una escisión fundamental. Nos dice que eso está muerto no sólo porque lo está orgánicamente, sino porque pertenece a un tiempo diferente e irrepetible. Al “pasado histórico” del historicismo. Es presentado como diferencia desde una potencia poderosa, una escritura legislativa. Muerto en tanto otro. La segunda operación es exhibitoria. Se exhibe lo muerto como texto taxonomizado, fragmentado, inocuo. Cuerpo del saber –científico— y metonimia de algo bello en otro lugar. Y como diría Arendt, hay que desconfiar de los pueblos embellecidos por el poder6. Esa doble operación es redituable. Por un lado, la historia hace posible que ese muerto que ves exhibido sea para ti pura diferencia. Distancia. Por otro, la exhibición pedagógica hace posible que esa ajenidad sea, también, quirúrgicamente bella en tanto no puede hacer nada más que ocupar ese lugar: no puede contravenir ese signo. Si esa liga entre historia y cultura se entiende, se comprende también que todo lo relativo al cuerpo muerto es un asunto de soberanía y de Estado. Un asunto del perpetuo dominio: conjurar el poder del Otro7.
Esta situación de clase me incomodó, sobre todo porque la respuesta que di fue puramente intuitiva. ¿Cómo opera el tiempo en el reconocimiento, en la diferenciación, en la conformación del pasado como ajeno y a la vez único, singular, irrepetible? ¿Qué relación guarda esa operación con la guerra, con el dominio, con la conquista? ¿Cómo es que la escritura de la historia produce un dominio propio y un «otro lugar» para lo que queda fuera de ese dominus? Esos interrogantes fueron los disparadores para escribir este texto.
Como estructura argumental, no me interesa tanto defender que existían –y existen– otras formas de narrar el pasado diferentes a una historia moderna que busca conexiones operativamente regladas entre acontecimiento pasado, evidencia presente y verdad. Eso es ya obvio. Me importa en todo caso analizar de qué modo la escritura moderna de la historia supone un vínculo indeleble con el dominio conquistador, con la soberanía impuesta por la guerra y con el ocultamiento de ese vínculo. Al mismo tiempo, relegar en el ámbito de la «cultura» a las otras formas de relación con el tiempo constituye el doble epistémico de esa fórmula primaria y original de conquista. En suma, me interesa mostrar que la escisión entre historia y cultura es previa a la definición disciplinar de la Historia y la Antropología, que está vinculada con la extensión de soberanía colonial y que es una fórmula que habilita modalidades de dominio moderno, garantizando su continuidad hasta hoy.
Lo que sigue se estructura en cuatro partes: primero, un análisis de la relación entre escritura de la historia y conquista del Nuevo Mundo, de los mecanismos de escritura como mímesis con formas de dominio y neutralización desde el poder imperial. En el segundo acápite, se analiza el vínculo inextricable entre soberanía, conquista y discurso de la historia. El tercer apartado, explora la escisión entre historia y cultura: plantea cómo la potencia soberana desplazó a la cultura como aquello doblegado a la soberanía y sin atributos de temporalidad histórica, fórmula específica de extensión colonial y postcolonial del dominio. La última parte resume de qué forma el tiempo lineal, secuencial y vacío del historicismo (mediante las figuras de la especificidad, el anacronismo y el archivo) impidió que sea expresada con legitimidad una historia de la repetición de la conquista, del despojo o de la violencia.
1. La escritura conquistadora
En la apertura del prólogo de la segunda edición de La escritura de la historia, Michel de Certeau (2006) evoca la alegoría pictórica de Jan Van der Straet (1619) nombrada «El explorador (A. Vespuci) ante la india llamada América». En ella Amerigo Vespuci, «el descubridor», está de pie, con coraza, y «lleva las armas del sentido»; mientras América, «mujer acostada», es «presencia innominada de la diferencia … Escena inaugural». Acto seguido el historiador francés anota: «el conquistador va a escribir el cuerpo de la otra y trazar en él su propia historia. Va a hacer de ella el cuerpo historiado el blasón– de sus trabajos y de sus fantasmas». Y sentenciará: «…lo que se esboza de esta manera es una colonización del cuerpo por el discurso del poder, la escritura conquistadora que va a utilizar al Nuevo Mundo como una página en blanco (salvaje) donde escribirá el querer occidental»8.
De Certeau, pensador de la sospecha, rastreador de las fugas y omisiones del texto histórico, establece así al inicio de su Escritura, el vínculo indeleble entre escribir la historia y conquistar un mundo: entre grafía y dominio, entre producción de un texto y soberanía sobre un territorio. Pero aclaremos: primero, no es cualquier territorio sino la alegoría sobre un cuerpo de mujer. Segundo, no es cualquier tierra simbolizada cuerpo femenino: es América. El cuerpo historiado inaugural será «América latina»9. Esta aclaración funciona como una advertencia, como una glosa en la obra. Es el único momento en el que el vínculo entre escritura, soberanía y cuerpo de mujer es tratado; y será el único espacio del libro –el que lo abre– en el que queda explícito el vínculo originario entre la escritura (moderna) de la historia y la Conquista de América10.
Hay conexiones más exploradas. La relación entre escritura y dominio del sentido es conocida, por ejemplo, en tanto registro y fijación de la oralidad. Dentro del orden colonial, son cruciales los aportes de Rolena Adorno11 y más tarde Walter Mignolo12 que trazaron rutas para reemplazar la expresión de «literaturas» coloniales por las de «discurso colonial» y «semiosis colonial» respectivamente. Esta discusión adquiere relevancia para nosotros en tanto alertaba tempranamente sobre un problema: cualquier noción que equiparara la discursividad social en situaciones de dominio colonial (como la americana) con conceptos ligados a la grafía, al corpus literario, corría el riesgo de soslayar los múltiples sistemas sígnicos que fueron obliterados, tachados o infravalorados por el dominio de la escritura. Pero esos puntos están bastante trabajados desde las lecturas multidisciplinarias de códices, quipus, crónicas de conquista y crónicas mestizas13. Lo que me parece menos explorado es la relación ex profeso borrada entre historia y conquista: entre el mecanismo de la escritura de la historia y una fórmula específica de dominio sobre un territorio y sus sujetos.
Para un pensador como De Certeau, la forma escritural de la historia es no solo una técnica ni una forma de registro del pasado, sino básicamente una «continuidad de Occidente como conciencia»14. En la operación historiográfica, la escritura tiene una función de reconocimiento de lo ajeno: su diferencia con la oralidad –y sus múltiples manifestaciones performativas– estriba en anclar el sentido mediante una extensión: «el lenguaje oral espera, para hablar, que una escritura lo recorra y sepa lo que dice»15.
Lo recorra y sepa: la extensión al saber es una extensión de dominio a través del reconocimiento. Este último concepto es clave para los que trabajaremos más adelante: si exceptuamos las teorías de la subjetivación, la idea de reconocimiento tiene dos acepciones (que en realidad son la misma): la militar y la semiótica. Se reconoce un territorio cuando se avanza sobre él, cuando se lo domestica con los mojones, con el requerimiento o con la pirca. Se lo trae al mundo propio. Y se reconoce un signo cuando se lo trae al sentido, a la significación. La conciencia histórica de Occidente nacería entonces no tanto de un afán por registrar «lo que pasó» con veracidad y objetividad. La historia es homogénea, dirá de Certeau, porque «se desarrolla en la continuidad de las marcas dejadas por los procesos escriturísticos»16, en esa labor de reconocimiento, avance, fijación y muerte (reconocer y escribir en la superficie del texto y del tiempo lineal para dejar atrás, por siempre atrás).
Esta reflexión instala tres premisas para nuestras preguntas: primera, la escritura es menos una forma de «aproximación a la fijación y a la objetividad» que una actividad de extensión del dominio (esto es, de soberanía) sobre un cuerpo de saberes. Segunda, la escritura moderna de la historia estaría ligada tanto a un ejercicio de compilación, de desciframiento o de análisis de un campo llamado «pasado», como a una operación generalmente no reconocida de domesticación: volver familiar lo extraño a partir de la producción de un saber sobre aquello que se desconoce. Ese saber es una forma de apropiación, de avance sobre el territorio de la alteridad. Tercera, si esa escritura oculta su principio epistemológico (recorrer y dominar mediante la producción de saber sobre aquello que no conoce), lo hace porque organiza su forma discursiva sobre una operación de sustitución: «al no poder convertir en objeto de estudio lo que es su postulado (el tiempo), la historia sustituye el conocimiento del tiempo por el conocimiento de lo que está en el tiempo»17. Promulgar que se trabaja «con el pasado» dejando de lado una reflexión sobre las formas de organización del tiempo (el vector pasado, presente y futuro), es una poderosa sustitución que asume como punto cero trascendente y universal a una manifestación contingente y parroquial: la forma que adquiere el tiempo vacío y homogéneo (moderno) del capital y del Estado en Occidente.
2. Historia y soberanía
En el comentario a la revisión crítica nigeriana de Dahomey and its Neighbors (1708-1818), el profesor I. Akinjogbin, prominente historiador beninés que estudió en profundidad el legado de los yoruba y de los fon en la conformación del Benín actual, explicaba lo siguiente:
La caída de Allada a manos de Dahomey en 1724 [reino de gran poder bajo dominio fon] significó una conquista única en la historia de larga duración de África Occidental. Pero debería yo aclarar que tuvo poco que ver con la caída del último emperador a manos de Francia 170 años después [1894]. Para ese entonces se habían introducido dos ideas fundamentales: la de historia y la de soberanía. No sé si los africanos hemos entendido el parentesco entre estos dos vocablos que nos llegaron de Europa y que hoy tomamos como nuestros18
La advertencia de Akinjogbin es clara pero pocas veces trabajada por los historiadores: la connivencia entre historia y soberanía en la construcción de la diferencia entre Occidente y el Resto. En su trabajo renombrado, su tesis doctoral, Akinjogbin proponía que, si bien son innegables la guerra, la esclavización y la anexión de poblaciones en el continente africano desde mucho antes de la intrusión europea, existe, por lo general, en los relatos históricos africanos previos al colonialismo formal, una readaptación de las figuras históricas precedentes: por un lado, la posibilidad de que la narrativa sobre cómo fue el proceso de anexión o de guerra en el tiempo, sea disputada por los vencidos, impugnada, tachada19. En esa impugnación intervenían las muchas veces que el reino había sido invadido por los mismos invasores, como una mónada, como un «siempre-ya-sigue pasando», junto con el relato de imágenes superpuestas en el tiempo. El anacronismo era fundamental para mostrar el exceso de fuerza. La «verdad», si es que podemos usar esa noción, era un problema de poder y de posición (no de objetividad, de secuencia lógica ni de experimentación). A su vez, ese problema retórico afectaba la legitimidad de la ocupación y del gobierno del vencedor. En esta revisión de su obra seminal que hace Akinjogbin en 1982, parecía decir: cuando Francia ocupó Dahomey, introdujo una teoría de la soberanía que ya contenía la idea de no-civilización y el derecho a civilizar, junto con una escritura de la historia (que ordenó dogmáticamente el tiempo, impidió la querella de posiciones e inscribió la singularidad indisputable del acontecimiento)20. ¿Cómo se articula, filosófica y retóricamente, esa mancuerna entre conquista, soberanía y escritura de la historia?
Desde los trabajos de historiadores críticos del poder como Anthony Anghie que tematizaron el nacimiento del derecho internacional, sabemos que la noción positiva de derecho entre naciones derivada del iure gentium, no solo legitimó o coadyuvó a los procesos imperiales y de conquista, sino que fue consustancial a él. Para ser concreto: el derecho internacional necesitó de una teoría de la soberanía ligada a la conquista. La teoría de la soberanía en Occidente no precede a la conquista, sino que nace con ella. Y específicamente, de la conquista de América21; sin embargo, al propio Anghie lo movilizan las acciones de sustitución y silenciamiento de esa connivencia originaria. ¿Qué operaciones retóricas lo permitieron?
Michel Foucault ya había respondido a esa pregunta sin vacilar: fueron las operaciones de la historia. En Defender la sociedad 22,sobre todo en las conferencias del 28 de enero y 4 de febrero de 1976, el autor se centra en la interdependencia de las nociones de soberanía, conquista, raza e historia. Su argumento base es bastante conocido: después de las guerras de religión, y, sobre todo, con la revolución inglesa de mediados del siglo XVII surge en Europa central un discurso radicalmente nuevo que el autor denomina histórico- político, en contraposición al discurso filosófico-jurídico. Este nuevo discurso articuló básicamente lo siguiente: a) que el discurso filosófico-jurídico que une al soberano con el pueblo y a la ley con la ciudad y con el Estado no es un discurso de identificación natural, sino un discurso de fortalecimiento de la soberanía que borra el sustrato coercitivo y violento que lo instaura y lo sostiene; b) que es necesario revertir la función de memorialización del pasado (ya no el recuerdo de la grandeza del poder real sino el recuerdo constante de que hay vencedores y vencidos, y de que la historia de unos existe en tanto se enfrenta (y niega) la historia de los otros; c) que lo que el discurso filosófico de la soberanía oculta es que el derecho se instaura a partir de la conquista(no de la voluntad), que la ley es coercitiva (no expresiva), y que lo que subyace en el terreno de lo político, por debajo y entre las expresiones rituales del poder soberano, es la guerra. La guerra constante. Pero no la guerra de «todos contra todos» à la Hobbes, sino una guerra binaria, una guerra de razas: la de los vencedores y la de los vencidos.
¿Por qué interesa esta inflexión aquí? En primer lugar, porque liga la aparición de un discurso histórico binario al acontecimiento de conquista: de expoliación, despojo y victoria sobre un territorio y sobre sus sujetos. En segundo lugar, porque Foucault une el problema de esta constitución de una « guerra de razas» basada en la conquista, al hecho colonial. Habremos de recordar que lo que él marcaba es el ocultamiento del hecho arbitrario, violento y accidental de la conquista como principio del orden que sustenta el a posteriori de ese acontecimiento: la ley, la voluntad y el contrato. La ley es expresión de un sujeto, y ese sujeto es el conquistador23.
En tercer lugar, y quizás lo más relevante a nuestro objeto, es que Foucault señala que la fuerza sustantiva para que la ley sostenga su expresión es mantener en secrecía ese origen. Secrecía posibilitada únicamente por un relato: la historia. Para él, la escritura de la historia muta en ese momento (siglo XVII precisamente) y adquiere como función primordial la constitución de un archivo como principio (de ley, de Estado) que pudiera, diríamos, «mantener el secreto» de que toda historia es una escritura de la soberanía y se apoya en un acto de subyugación24.
En consonancia con las ideas foucaultianas me interesa la precisión que instaura Anghie cuando, para trabajar los procedimientos retóricos que despojaron de soberanía a los indígenas americanos, Anghie analiza la obra del jurista y teólogo de la América conquistada, Francisco de Vitoria; específicamente su conocido De Jure Bellis Hispanorum in Barbaros, de 1532. Recordemos el célebre pasaje citado con frecuencia:
[…] si después que los españoles hubiesen mostrado con toda diligencia, por palabras y obras, que ellos no constituyen obstáculo para que los bárbaros vivan pacíficamente, éstos perseveraran en su malicia y maquinasen la perdición de los españoles, éstos podrían obrar no ya como si se tratara de inocentes, sino de adversarios pérfidos, haciéndoles sentir todo el rigor de los derechos de la guerra despojándolos de sus bienes, reduciéndolos a cautiverio y destituyendo a los antiguos señores y estableciendo a otros en su lugar; pero todo esto con moderación y en proporción a los hechos y a las injurias recibidas […] Por lo demás, es principio general del derecho de gentes que todas las cosas tomadas de la guerra pasen a poder del vencedor25.
Este texto es una muestra de la atención que puso Vitoria a los rituales, las costumbres y los «modos de vida» indígenas como un argumento con fuerza de ley. Nos interesa por lo siguiente: la aparente contradicción de Vitoria en otorgar dignidad y razonamiento a los indígenas, pero negarles la soberanía, radicaría en que los indígenas americanos tenían razón y alma y a pesar de ello, permanecían en el error, «perseveran en su malicia». ¿Por qué? Porque algo como «su cultura», en la forma de carencia, aparece como un escollo insalvable y porque salvarla es una cuestión de soberanía. Si el soberano (Rey/Dios) no se elige, se adquiere a través de la conquista.
Anthony Anghie pone el acento en ese punto clave: la teoría de la soberanía de Francisco de Vitoria, para muchos la «primera» en el mundo, es el resultado de su «intento de lidiar con la diferencia cultural»26. El anacronismo con el concepto (diferencia cultural) no me parece una licencia sino una importante conexión. Vitoria sería el pionero en el siglo XVI al desplazar el problema de un «orden entre distintos estados» (aparentemente consustancial al derecho internacional incipiente) hacia un orden «entre sociedades constituidas por sistemas culturales diferentes»27. Para Vitoria, «el indio –que aún poseyendo razón universal sigue sin embargo atrasado, bárbaro e incivilizado– es sujeto a la sanción de la ley a causa de su fracaso para cumplir con los estándares universales requeridos28.
Sabemos que fue la teoría del derecho positivo la que forjó una relación directa con el colonialismo y fundamentalmente el derecho internacional que, aquí sí, distinguió entre estados civilizados y estados que no lo eran, y sostuvo que la soberanía aplicaba sólo para «la familia de naciones civilizadas»29. Para Anghie esto tiene una característica central: «el orden [internacional] no se creó entre estados soberanos, sino entre entidades caracterizadas como pertenecientes a sistemas culturales enteramente diferentes»30. El asunto clave que el autor no dice es que ese procedimiento retórico de «crear» una noción de pueblos con sistemas de normas diferentes (y algunos, «atrasados», por ende, no-civilizados), fue posible porque un procedimiento técnico de escritura lo habilitó: el que desplazó la otredad como cultura estable y escribió la identidad conquistadora como relato temporal, vectorial y potente de soberanía. Discurso histórico.
La pregunta que salta aquí es: ¿por qué hablar del vínculo entre historia y conquista y específicamente entre historia y conquista de América cuando es evidente que en el momento de la intrusión, ya existían en Europa formas claras de «hacer historia» legadas del Renacimiento? La obra monumental de Walter Mignolo, El lado más oscuro del Renacimiento, es quizás el intento más claro de respuesta. El texto empieza con una clara aseveración: «este libro trata sobre la colonización de lenguas, de memoria y del espacio que tuvo lugar cuando la “cuarta parte” del mundo, el Nuevo Mundo, emergió a la conciencia europea»31. Más allá del análisis de un corpus específico de códices, crónicas mestizas y obras misioneras, el libro de Mignolo reconoce como base la noción de que la colonización de espacio y de memoria son fundamentales para comprender el proceso de significación de la construcción imperial más general. El autor lo explica con una intuición fundamental: cuando los castellanos hablaron de la «falta de historia» de los mexica o los mayas, no se referían por supuesto a la falta de acontecimientos importantes sino a la falta de narraciones sobre ellos. A las inscripciones picto-ideográficas las tomaron muy en serio, pero como fuentes, como tomaban «la evidencia aportada por las monedas o las medallas» en Europa32. O sea, como documentos. Como cultura. La tesis de Anghie relativa al dominio y la ley negados, aparece aquí espejada en su doble, la condición histórica vedada.
Por tenue que sea, esta operación es fundamental: los conquistadores castellanos subsumen las organizaciones epistemológicas originarias sobre el tiempo y su narración desconociéndoles el carácter de historias. Proponiéndolas como evidencias para una historia propia, castellana, que se encastraba en un tiempo ya secuencial pero aún no vacío, porque era el tiempo cristiano: y una historia que no tenía Dios solo era el documento que probaba su falta y el mismo que habilitaba su necesidad. Es aquí donde adquiere densidad empírica el dictum de De Certeau sobre el desarrollo de la escritura de la historia como conciencia de Occidente. Esa subsunción (una producción vernácula de historia negada, transformada por la Conquista en una evidencia sobre la falta de historia) es clave como acto de soberanía. Es una conciencia que en el mismo acto de enunciarse «borra los síntomas» que le permitieron nacer. Así, al posicionar a la Conquista en el relato como acontecimiento, se impide percibir la connivencia estructural que ella guarda como fundamento del relato.
3. La cultura como pacificación
«¿Qué es eso que está fuera del texto y que sin embargo, se nota en él?»33.
Las formas locales de registrar el pasado no solo fueron colonizadas, extirpadas o infravaloradas: fueron, prolijamente, relegadas al lugar de documento de cultura. Quiero decir: la colonización del imaginario temporal34 no se produjo solamente sustituyendo una mecánica por otra, una gramática cíclica o elíptica del tiempo pre-intrusión sobre una homogénea, teleológica y cristiana. La operación fue más sutil y se produjo habilitando un lenguaje formal: aquellas formas de imaginar los ciclos, la repetición o la elipsis, como lógicas históricas fueron relegadas a «cultura otra», un sistema diferenciado. Fue esta la operación epistémica más poderosa en términos de la instauración paulatina de la «colonialidad del poder»35.
Si esa labor comenzó con los conquistadores y frailes castellanos en aquella subsunción de un relato histórico por una evidencia de cultura36, si esa subsunción fue clave para apoyar una teoría de la soberanía que humanizara a los indígenas para al mismo tiempo ponerlos en el plano del error y de la diferencia, será la labor de los nacionalismos latinoamericanos la que refuerce aquella fórmula conquistadora y selle su carácter racista37. Es así que salta la familiaridad de los mecanismos imperiales de Gran Bretaña o Francia con los de las élites criollas latinoamericanas, que crearon las repúblicas mediante la negación de historicidad a sus otros (coloniales o nacionales)38. Ese movimiento de repúblicas independientes haciendo mímesis con mecanismos coloniales no es contradictorio: significó el triunfo irrestricto del historicismo como filosofía de la historia mostrado por Chakrabarty 39.
La historia secuencial, lineal y homogénea ha sido ya mundanizada por el secularismo (con el apoyo ambivalente del mito nacional), y por ende es vectorial y unidireccional hacia el progreso, la conformación política del estado moderno y la vehiculización del capitalismo.
No puedo abordar aquí la complejidad en el «uso» más reciente del concepto de cultura que asociamos desde finales del siglo XIX, con la genealogía de la disciplina antropológica (y con una patrística que va de Taylor a Boas). Pero un asunto es sintomático. Antropólogos prominentes como Annelise Riles40 analizan la obra de algunos juristas en el proceso de invención del derecho internacional (entre fines del siglo XVIII y principios del XIX) para demostrar que tanto la noción positiva de derecho (en contrapunto a la natural) como la aparición del evolucionismo y de la idea de cultura en el horizonte antropológico decimonónico, fueron fundamentales para la conversión de la teoría secular de la soberanía y la aparición del derecho internacional, o sea, para la aparición de una ley entre pueblos soberanos «civilizados» y simultáneamenteuna habilitación del dominio imperial para los que no lo eran. Johannes Fabián41 demostró con claridad la labor de la antropología en la negación de la coetaneidad al objeto antropológico (denial of coevalness) y la espacialización del tiempo del Otro. Sin embargo, pareciera existir un consenso en que la historia como discurso no reviste complicidad alguna en este proceso. La historia simplemente dice «registrar» el hecho de la aparición del estado nación moderno en un plano temporal que es secuencial y ahora sí, después de la Paz de Westfalia de 1648 por lo menos, vacío. Si el tiempo histórico moderno expulsó a Dios para dar cabida al Estado, me parece cada vez más claro que lo hizo conjurando la posibilidad de que su propia naturaleza fuera pensada como un acto de dominio: la propia naturaleza del tiempo moderno en tanto tiempo de la soberanía.
En ese proceso de escisión, las élites criollas cumplieron un rol fundamental. Trabajaron meticulosamente la división entre historia y cultura hacia finales del siglo XIX y principios del XX, elevando a la culturaoriginaria como tradición, reliquia inocua, texto digno de ser emblema, pero negándole estatuto de historia42. Más allá de que cada sintaxis nacional debe analizarse en su especificidad, es importante destacar el súbito salto por el cual los cuerpos conquistados de la colonia pasan a ser reliquias embellecidas de la nación43, heráldicas locales44, cultura «reconocida» y «rescatada». Este paso debe analizarse como el doble retórico de la escritura de la historia: la conquista se volvió pasado puro, irrepetible. Y los conquistados tornáronse cuerpos embellecidos por el poder soberano de las élites criollas que los transformó en cultura, «belleza del muerto»45, vitrinas inocuas a las que les fue despojada su potencia de dominio, su fuerza legítima de contradicción, y les fue denegada una narrativa de experiencia histórica, subsumida en el relato nacional y sustraída en la ley positiva de la república. Digamos que la cultura ha sido, en ese movimiento, pacificada.
Vivimos bajo esa dualidad: una historia (casi siempre nacional) y una proliferación de narrativas inertes sobre el pluralismo cultural. Para el discurso de la gubernamentalidad actual hay una paradoja clave: la nación podrá ser multicultural, pero no multihistórica. Muchas culturas mientras no pongan en peligro a una historia única, secuencial, irrepetible, amparada silenciosamente en el espacio de referencia nacional. La retórica contemporánea del reconocimiento es entonces una hospitalidad de estado que obvia decir que la historia –como narrativa que sedimenta un pueblo– sigue siendo concebida como única, más allá de las diatribas disciplinares de sus versiones46.
Para entender la relación que refuerza la redituable escisión entre historia y cultura, quisiera moverme por un momento al discurso judicial, y no es novedad que el complemento entre las políticas de identificación y las formas de definición de lo aceptable y de lo punible dicen mucho sobre las modalidades permitidas de permanecer y de narrarse como pueblo. El Código Federal de Procedimientos Penales de México prescribe, en su Artículo 220 Bis, lo siguiente:
Cuando el inculpado pertenezca a un grupo étnico indígena, se procurará allegarse dictámenes periciales, a fin de que el juzgador ahonde en el conocimiento de su personalidad y capte su diferencia cultural respecto a la cultura media nacional[…] [énfasis mío]47.
La vigencia de esa voluntad soberana que reconoce y otorga en la medida que capta y gobierna, queda explícita en la producción no solo de la diferencia, sino de una «cultura media» nacional que es el ojo observador, el punto cero sobre el cual no es posible adquirir un parámetro mesurable, no necesita explicación. Esa «cultura media» no admite diferencia justamente porque está amparada en el sujeto histórico de la nación: ese sujeto escribiente, dominus escritural de la pluma y la espada, grafía conquistadora, es el que permanece intacto en contextos poscoloniales. La «cultura media» hace historia. La cultura otra, «reconocida», afirma la soberanía.
4. El conjuro de la repetición
«Quisiera subrayar la cuestión abierta por el retorno del Otro al discurso que lo prohíbe»48.
Vuelvo a la pregunta que se hacía mi estudiante, ¿por qué la visión de aquellos muertos «no me movió ni un pelo»? Para entenderla sería prudente que nos preguntáramos si la reflexión histórica, en su obsesión sobre las nociones de «proceso» y «especificidad», no abandonó demasiado rápidamente y con serios riesgos una teoría crítica sobre la continuidad, sobre la repetición diferida y sobre la estructura heterogénea de la temporalidad (entendida no como «reconocer varias culturas del tiempo», sino como parte nodal de una epistemología de la historia)49.
Sabemos que la escritura de la historia se forja en una relación específica con la alteridad y con la muerte. La relación con la ajenidad pasa de algún modo por la cooptación de un «fuera de texto» en la escritura50. Pero la relación de la historia con la muerte atraviesa un doble movimiento indisoluble: por un lado, es el trabajo con los muertos; por otro, es aquello que la propia escritura declara muerto: escribir el pasado es una forma de producir una diferencia sobre aquello que necesita estar muerto; esto es, ser distancia51. Esta relación es consustancial a la consolidación de la idea vacía y lineal de tiempo, y al nacimiento de una forma de pasado (eurocentrada y moderna): la que lo postula como ausencia total y como irrepetible. Esa es la doble relación con la muerte que el «pasado histórico» inaugura. Koselleck52 y más recientemente Hartog53 especificaron las modulaciones con las que el historicismo echó por tierra la idea de historia magistra vitae: el pasado histórico adquirió no solamente la característica de ser verificable y comprobable «tal cual fue» à la Ranke, sino que ya no podrá ser. Una interdicción fundamental del historicismo es la no repetición del acontecimiento. Secuencial, homogéneo, procesual, progresivo e irrepetible.
Así, la relación con el pasado en tanto Otro muerto, diferencia irrepetible, es complementada por la relación con la alteridad en tanto diferencia conjurada, distancia traída al texto por los mecanismos de la cita, del archivo, de la evidencia y de la organización temporal secuencial54. Tanto la noción de singularidad irrepetible como la de diferencia conjurada son, sin duda alguna, poderosas ficciones de la escritura histórica55.
Pero hablar de repetición exige cautela. Spivak56 alertaba tempranamente que una crítica al colonialismo y a sus marcas en el presente no puede sostenerse sobre la base de una continuidad serial, como si toda historia fuera la misma, justamente porque el colonialismo reedita y recompone los modos para nombrar la operación por la cual extiende sus formas de dominio: extiende soberanía en el reconocimiento de sus súbditos-ciudadanos, pero mantiene indemne modos de jerarquía, racialización, explotación y despojo. La continuidad del colonialismo radicaría, justamente, en su «capacidad para presentarse como otra cosa», para que la violencia repetida de una muerte por rapiña, avance y despojo, «no nos mueva ni un pelo». Esa capacidad es vehiculizada principalmente por el tiempo histórico de la soberanía y de la singularidad, y es ejecutada intermitentemente hacia sus otros internos por los estados nación republicanos.
¿Cómo es que «permanece conjurada» esa posibilidad de analizar la historia como repetición? Porque está claro que, si la disciplina opera sobre el tiempo homogéneo, lo hace sin caprichos: con archivo, evidencia y lógica de la prueba. ¿No es, entonces, demostrable la repetición?
Si acordamos con Derrida, quien pensó más filosófica y políticamente el tema del archivo, debemos recordar que este tendría tres funciones que son fundacionales para el discurso de la historia: las de ser un arconte, una autoridad y una forma de consignación57. Arconte como lugar que ampara y resguarda, con lo ritual que la acción implica, autoridad porque compone la evidencia (la dimensión de ley que consagra al archivo) y la facultad de consignación como poder para sistematizar, organizar, conjuntar. En gran parte, la labor de administración de poblaciones que el Estado moderno debe garantizar depende del archivo y es vehiculizada por él.
Cuando el poder colonial de facto es sustituido por uno republicano que llamaremos aquí «de conquista diferida», se produce una operación fundacional con la temporalidad y con el archivo: el tiempo secuencial, lineal y episódico garantiza el arrojo de la soberanía por conquista al pasado histórico irrepetible; y el archivo desempeña dos roles centrales: en uno, mediante el poder de consignación formaliza un trabajo metonímico por el cual la organización de las partes se torna el sistema completo de enunciabilidad de la historia58. En el otro, el ejercicio de la autoridad avala que el sistema de enunciados de verdad se dispute fuera del ámbito político de la significación y del discurso, un terreno siempre resbaladizo. En cambio, a ese sistema se lo propone como un dictum verdadero sobre aquello que por definición es ausencia (el pasado). Pensemos que la diplomática, en tanto crítica formal externa e interna de los documentos como «prueba de verdad», avala ese acto: homologa la autenticidad de un soporte simbólico (un documento) con la única prueba de paseidad. Como resultado, lo que «no aparece en la superficie» del archivo, no puede ser considerado pasado histórico con pretensiones de verdad59.
Cuando entramos en el terreno de la «diferencia cultural», de las bellezas pacificadas que no son reconocidas como historia (por no secuenciales ni contar con archivo), vemos que la repetición, la continuidad y el «retorno del acontecimiento» se postulan frecuentemente. Yo mismo abordé en otro texto el pedido del Movimiento Indígena Argentino para la inclusión del genocidio de finales del siglo XIX como una «violencia desaparecedora» de larga duración que debía suturarse con las desapariciones de las últimas dictaduras de la década de 1970. Bajo señalamiento de cometer el pecado del anacronismo y en pos de la defensa de la «especificidad», fue imposible que sus demandas se escucharan: los historiadores (porteños) marcaron el límite (y fue, aquí sí, un límite público y político)60. Pero el movimiento indígena no reclamaba la identidad de los dos hechos, no pretendían asumir que las campañas «al desierto» de la década de 1870 y la Doctrina de la Seguridad Nacional, que se impuso desde fines de la década de 1960, eran el mismo acontecimiento. Lo que requerían era desnudar una interdicción, mostrar un tabú: que la posibilidad de historiar la violencia necesita de una imaginación que salte por encima del tiempo homogéneo, que produzca conexiones impedidas, que impugne la secuencia para exhibir la estructura, la reedición de aquella acción soberana de dominio que erigió un relato histórico cuyo rol central fue prohibir ese develamiento61.
Michael Taussig62 estudió también de ese modo a los huitoto. Explicó que cuando los pueblos están sometidos a la conquista continua apelan a los muertos y a los espectros, a su retorno en los relatos. Pero no lo hacen reclamando una imaginación temporal pre-moderna y cíclica; una forma atávica, otra o incomprensible. En absoluto: los muertos que aparecen en la historia-montaje de la que parte Taussig; exigen salir de la estampa cultural del reconocimiento. Exigen una imaginación temporal que considere la repetición, que pueda complejizar la idea de proceso con la reedición del pasado en tanto subyugación y dominio. En diferido, pero constante. Sobre este tópico y convocando a las formas culturales de los huitoto, Taussig propondrá:
Los “fragmentos inconexos” que subsisten en ellos no son testimonio de la tenacidad de la tradición, como podría sostener el historicista. Son en cambio imágenes míticas que reflejan y condenan la apropiación experiencial de la historia de la conquista, en cuanto tal historia parece formar analogías y correspondencias estructurales con las esperanzas y tribulaciones del presente”63. Para agregar luego que este tipo de apropiación del pasado es “anárquico y rebelde en su rechazo de la cronología y de la exactitud histórica”64.
De ahí que en su alusión a las tesis sobre la filosofía de la historia de Walter Benjamín, Taussig65 señale que la salida no es rescatar una «tradición del oprimido» que sedimente en un discurso histórico secuencial, coherente, secularizado o racional. Para los vencidos, la historia estará hecha siempre de las conexiones que habilitan los espectros, las imágenes conectivas, los montajes temporales, los encantamientos. La paradoja es clara: no hay archivo para la historia del Otro más que acechar al discurso soberano con aquello que él mismo impugnó (y a lo que, dicho sea de paso, ese discurso soberano le teme).
En el año 2017 en la provincia patagónica argentina de Río Negro pasó algo peculiar que retrata ese temor, y que refuerza la brecha historia/cultura como signo de soberanía. A fines de ese año la legislatura del estado local reconocía «rituales calendáricos» del pueblo originario mapuche como parte del patrimonio cultural de la nación. Con pocas semanas de distancia, la Prefectura Naval –fuerza de seguridad policial con carácter federal– se trasladaba al Lago Mascardi de esa provincia y ocupaba y desalojaba con represión armada los territorios mapuche que contaban con protección jurídica transitoria, exactamente donde el mismo Estado había «reconocido» cultura y patrimonio unos días antes. El motivo: la supuesta existencia de una célula peligrosa llamada RAM (Resistencia Ancestral Mapuche)66. Lo interesante para nosotros es que en varios medios de comunicación la ministra de seguridad en turno, Patricia Bullrich, hizo hincapié en que una cosa eran los derechos culturales y otra cosa «los fundamentos de la República y el futuro nacional», que era necesario defender por «la cantidad de sangre derramada para forjar nuestra historia»67. Defender con la perdurable escisión entre historia soberana y diferencia cultural; defender con las armas. Al mismo tiempo, la vicepresidenta de la República en ese entonces, Gabriela Michetti, habló de la necesidad de interceptar esa «amenaza», dado que en los predios reclamados y ocupados por indígenas se habían secuestrado armas, material peligroso y «hasta lanzas»68.
Una doble posesión acompaña al indio bucólico de la inocua belleza: una doble que reafirma al indio conquistado. La escritura de la historia y la fijación de la cultura como un rostro de Jano: el único Otro permitido es el que ha sido pacificado por la guerra y domesticado por la historia. Cuando la cultura pacificada se desborda y muestra su contravención, su poder de negar, entonces es traída rápidamente al lenguaje soberano de la historia: como tal, es una amenaza al tiempo lineal del progreso, del estado y del capital que debe ser, las veces que sea necesario, vencida.
A modo de cierre
¿Por qué no se le/nos mueve «ni un pelo» con aquellos muertos? Porque han sido construidos como distancia pura. Para el discurso instituido, asumir que «esos son también mis muertos», que una conexión los trae al presente en tanto identidad, en tanto mismidad, solo puede ser mito o anacronismo. En un texto reciente con Valeria Añon señalábamos:
la repetición sólo existe en tanto diferencia. En la medida en que el tiempo lineal y vacío de la modernidad coloca a la diferencia en el pasado histórico, impide percibir la repetición, la prohíbe, la transforma en el tabú interdicto a la imaginación histórica: sólo puede concebirla en términos de una anomalía, de una “falta de conciencia histórica” de aquellos que no pueden salir del pensamiento “cíclico” del tiempo y aluden, inevitablemente, a espectros que no tienen entidad empírica69.
Pero para quienes estamos de «este lado» de la diferencia colonial tendríamos que admitir que ni la historia es irrepetible, ni el otro se subsume en la organización del archivo.
Las disputas por mantener el dogma de la «no repetición», por apuntalar el tiempo lineal de la soberanía y al mismo tiempo delimitar el atributo pacificado de la cultura es una mancuerna de gubernamentalidad recurrente en contextos poscoloniales actuales, justamente porque no hay forma de mantener el dominio colonial de los otros en un estado de derecho sin artilugios disciplinares que lo habiliten, y al mismo tiempo oculten esa habilitación.
El caso de los huitoto y sus montajes, del Movimiento Indígena Argentino y su insistencia desoída en mostrar la desaparición como continuidad histórica, el burdo comentario ministerial de que «una cosa es la cultura y otra la república», o el absurdo atavismo de las «lanzas mapuche» en palabras de una mandataria, muestran que cuando la incisión amenaza, cuando la alteración devela el secreto, la brecha entre cultura e historia tiene que redefinirse y afirmarse iterativamente. Ante la variación que burla la estructura, el poder soberano interviene reajustando el conjuro.
Pero el cierre es imposible. Eso que está «fuera del texto» y que «se nota» en él, como se pregunta De Certeau en uno de los epígrafes de este artículo, no es un contra-texto, pero alcanza para mostrar la parroquialidad del discurso de la historia y su temerosa inestabilidad. Esa variación del discurso de lo mismo muestra la contingencia de su escritura, la mantiene abierta, impide su cancelación. En la Wanka Danza del Perú y en la Danza de la Pluma de México, ambos bailes sobre la guerra de Conquista, algunas veces el capitán europeo pierde la batalla. Quizás porque en una historia de los subalternos importa que el tiempo sea imaginado como abierto en tanto historia de lo posible, y no como acontecimiento en tanto relato de soberanía. Tal vez haya que pensar que la historia en clave subalterna no es «otra versión del pasado», sino la otra historia posible.