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HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local
On-line version ISSN 2145-132X
Historelo.rev.hist.reg.local vol.2 no.4 Medellín July/Dec. 2010
ENSAYOS
Posturas intelectuales y políticas del Grecoquimbayismo
Rigoberto Gil Montoya *
* Doctor en Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México y Profesor Titular de la Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado los libros: El laberinto de las secretas angustias (Editorial Lealón, 1992), Premio Nacional de Novela ''Ciudad de Pereira''; Perros de paja (Cine Club Borges, 2000); Nido de cóndores: aspectos de la vida cotidiana de Pereira en los años veinte (Ministerio de Cultura, 2002); Pereira: visión caleidoscópica (Instituto de Cultura, 2002); Arlt y Piglia Conspiradores literarios (Instituto de Cultura de Pereira, 2005) y Guía del paseante (Secretaría de Cultura de Caldas, 2005). E-mail: rigoroso15@gmail.com
Artículo recibido 19 de enero de 2010, aceptado el 06 de junio de 2010 y publicado electrónicamente el 20 de diciembre de 2010.
Resumen
El autor ofrece su comprensión sobre las implicaciones sociales y culturales del denominado Grecolatinismo o Grecoquimbayismo como expresión artística y política que, por comodidad y acaso por desconocimiento de algunos de sus intérpretes, suele circunscribirse sólo al ámbito del Gran Caldas y en especial a un grupo de escritores e intelectuales de Manizales, entre ellos Aquilino y Silvio Villegas, Guillermo Alzate Avendaño y Fernando Londoño. El propósito es debatir lo grecoquimbaya o grecolatino, que más allá del sentido irónico que envuelve ambas expresiones –utilizadas por escritores influyentes capitalinos, miembros del Grupo de Barranquilla y simpatizantes del Nadaísmo–, toca una forma de la cultura colombiana y hace visible la complejidad de unas tradiciones literarias en las que tienen lugar las disímiles expresiones artísticas de Miguel Antonio Caro, José Asunción Silva, Guillermo Valencia, José Eustasio Rivera y León de Greiff.
Palabras clave: grecolatinismo, ''grecoquimbayismo'', Gran Caldas, sociedad, cultura, Silvio Villegas, literatura, ''Leopardos''
Al ahondar el fenómeno...
...de lo grecoquimbaya busco hacer énfasis en el sentido y alcance de una tradición estética y literaria, como en su momento lo discutieran Baldomero Sanín Cano y Rafael Maya. Aunque aclaro que mi propósito desborda lo literario, para centrar el problema también en el sentido político del fenómeno ''greco'', en atención al hecho de que en las primeras décadas del siglo XX, algunos de sus integrantes actuaron en torno al grupo conservador Los Leopardos. Dicho grupo hizo proselitismo político en el Congreso y defendió una tendencia fascista, propia de un sector radical, preocupado por la penetración de las ideas de izquierda en un país rural y católico, en el que solía discutirse, como lo hicieran Jiménez López (Nuestras razas decaen, 1920) y López de Mesa (El factor étnico, 1927) el asunto de la ''raza'' y las ideas del nacionalismo, a propósito de lo que se avizoraba en Italia y luego en la España de Franco.
De ideales conservadores e inspirados por una voluntad política opuesta al liberalismo que tomó el poder en la figura de Enrique Olaya Herrera (1930 – 1934), los jóvenes integrantes de los Leopardos promulgaban una serie de prescripciones ideológicas y partidistas en virtud de su acendrado nacionalismo, cuyos integrantes lograron cuerpo en los escenarios del Congreso, luego de afinar sus ideas y consignas en los periódicos de carácter conservador como El Siglo, El Nuevo Tiempo, El Colombiano, La Tradición, El Deber y otros. Algunos de sus miembros vieron en la España de la Guerra civil un signo alentador, la posibilidad del orden que asegurara la permanencia de unas doctrinas que el propio Silvio Villegas traslucía en sus escritos de los años treinta, como una práctica discursiva que el grupo inauguró al hacer público ''El manifiesto nacionalista. A los hombres jóvenes del conservatismo'' del año 24, firmado por José Camacho Carreño, Silvio Villegas y Eliseo Arango, seguido, seis años más tarde, por el Manifiesto ''Después de la derrota al conservatismo joven'', suscrito por los tres miembros arriba citados, más Augusto Ramírez Moreno y Joaquín Fidalgo Hermida. El último de los Manifiestos publicado por el grupo data de 1932 y es firmado sólo por Silvio Villegas y Ramírez Moreno.
En uno de sus libros, No hay enemigos a la derecha, Silvio Villegas defendía el carácter doctrinario de la Acción Francesa que divulgaba Carlos Maurrás, sobre la base de la imposición de la monarquía como camino para llegar al nacionalismo y de la práctica de la religión católica como forma expedita para conservar la tradición latina, el orden social, el vigor intelectual y el individualismo, lo que daría solidez a la doctrina fascista empleada por Mussolini, que atraía a Villegas por su parecido al nazismo alemán. Para Villegas, en la actividad intelectual y política de Maurrás, en tanto garante del ''nacionalismo integral'' –en oposición a la ''internacional roja'' de Marx–, se apoyan los movimientos contra–revolucionarios, se ataca lo anárquico y no se da espacio a los guetos o apátridas que, como lo lee Maurrás en su estudio sobre una familia protestante judía, consiguen apoderarse de la educación, la economía y la política. Villegas (1937, 43) concluye a la luz de su maestro, que esto daría pie al surgimiento de estados aislados que desvirtuarían el ''elemento nacional''.
Villegas (1937, 15, 19) plantea en su libro que la generación de la que hace parte es ''excesivamente literaria'' y surge en un clima de ''anarquía intelectual'' y en una agitación política compleja. Así mismo, plantea que la única manera de enfrentar ese presente es a través del ejercicio del espíritu, de la voluntad de perfección, del desarrollo de la personalidad como el resultado de lo que él vagamente denomina la ''raza'', del sentido moral, de la noción de familia por encima de la de individuo y del respeto por las instituciones, en particular las que defiende la Iglesia Católica, a quien se debe la preservación de la cultura que habría evitado la caída de Europa en la ''anarquía mongólica''. Villegas (1937, 23) confiesa que apuntalado en uno de sus grandes maestros, Mauricio Barrés, se sintió atraído por el ''aspecto estético del catolicismo'' y que en él habría hallado los fundamentos del nacionalismo: ''la solidaridad en el tiempo y en el espacio, el culto al pasado, la tierra y los muertos''. El escritor caldense hará énfasis en la formación intelectual y humanística de los integrantes del Partido Nacional Colombiano (Conservatismo), al tiempo que remarca las diferencias con otros grupos sociales abanderados por las ideas e ideologías de esa élite letrada y culta.
Los Leopardos fue un nombre adoptado por Augusto Ramírez Moreno, a propósito de un circo de fieras que entonces se presentaba en Bogotá y del ímpetu con que los jóvenes integrantes del grupo pretendían defender las doctrinas conservadoras de un liberalismo que se les antojaba nocivo. En virtud del anhelo de defender un orden estético y literario que estaría en peligro frente a los influjos del romanticismo –sinónimo de desafuero e indisciplina, de avanzada liberal como lo argumenta Villegas–, sus ideales y aspiraciones literarias suelen confundirse con las doctrinas que fortalecen su adhesión al Conservatismo, uno de cuyos inspiradores habría sido Bolívar a través de sus tesis monárquicas, de orden y enemigo de las acciones anarquistas.
En realidad, lo que esparce Villegas como credo político y principios de vida va más allá de una retórica referencial y arrolladora; los usos de la violencia verbal y los mecanismos de un lenguaje incendiario se acumulan en sus fuentes, devienen propuesta y estilo de una forma de hacer literatura que se reduce a la citación del dato erudito, a la evocación de unos ideales griegos y romanos, a la defensa de unas doctrinas monárquicas francesas, a la exaltación del amor y los afectos como virtudes de espíritus elevados. Todo ello en connivencia con la apología que propone de una noción de patria, donde el centralismo debilitaría la urgente ''unidad nacional'' y donde sería vital, para lograr esa unidad, defender la existencia de las provincias, por encima de las ciudades, que le resultan decandentes, como ámbitos sólo apropiados para el consumo. He aquí una de sus tantas paradojas; mientras Villegas (1937, 142) observa en la monarquía el espacio apropiado para que los artistas e intelectuales, como conductores de las masas, encuentren su nicho y el sistema político mismo garantice su mecenazgo, impulsa la autonomía de los departamentos y las provincias, al tiempo que observa en los fenómenos de la colonización, en especial la del Quindío, ''una de las grandes epopeyas de la energía humana del continente''. Desde esta perspectiva, la colonización sería el símbolo de lo heroico y puro, de lo ancestral y de los valores contrarios a los profesados por el liberalismo.
Otro de los hechos paradójicos en el pensamiento de Villegas, como ideólogo de los Leopardos, es su defensa del mestizaje, que escribe entre comillas como el ''derecho de la sangre''; Sin embargo, sostiene que el país debe seguir cuidándose de recibir a grupos migratorios. En su pensamiento político Villegas profesa toda oposición a la ''inmigración extranjera'', puesto que la mezcla racial y cultural, como se observa en Argentina y Brasil, va en detrimento del ''genio nacional'', de la lengua y del espíritu, posiciones ideológicas muy contrarias al sentido mismo con que Villegas se asume intelectual universal, cosmopolita y afrancesado.
Por otra parte, Villegas (1937, 215) también respalda la violencia física –si ésta fuese necesaria–, para frenar a quienes cataloga de izquierdistas, en tanto visibilización del materialismo histórico. Puesto que en Colombia no han funcionado los ''métodos democráticos'', argumenta Villegas, están las derechas obligadas a dirigir las masas y si las izquierdas responden con la violencia, a ella se le opondría la violencia de las derechas: ''Nuestras mayorías son siempre impotentes; las otras siempre dañinas'', concluye.
En tal sentido, el responsable de Ejercicios espirituales (1929) justifica el intervencionismo italiano y alemán en la España ''amenazada por el comunismo'' (Cfr. Villegas, 1937, 202). Y Villegas presume que cualquier manifestación de estas doctrinas de izquierda va en contra de la ''cultura humana'' y de lo que ella encarna en materia de ciencia, arte y pensamiento en occidente, al tener como núcleo a la familia y a la patria como un ideal de sociedades civilizadas. Defender a la ''cultura humana'' es, para Villegas, inclinarse por las derechas, asumirse en una religión –la católica– y en unos postulados idealistas y espirituales que buscan el orden que a su vez fortalezca lo político. Lo contrario es el caos, la anarquía.
Villegas (1937, 75) recordará que su primer contacto con el chocoano Eliseo Arango fue en 1917, cuando ambos coincidieron en las aulas del Instituto Universitario de Caldas, ya que Manizales era una ciudad que dejaba sentir un clima adecuado para las ''faenas de la inteligencia''. Dos años después, ambos conocerían en Bogotá a Ramírez Moreno, Fidalgo Hermida y Camacho Carreño. Decidieron entonces avanzar en la construcción de una plataforma ideológica que les permitiera vincular una visión de mundo compartida y en la que era difícil, como se advierte en sus escritos y arengas, separar la acción política del ejercicio intelectual, o de lo que Silvio Villegas (1937, 79), señala con frecuencia como ''el culto del idioma, el amor a las letras''. Se comprende así su nexo con Ramírez Moreno, el político pragmático y su reino de artificio–la expresión es del periodista Alejandro Vallejo–, quien se declaraba un hombre público, sin intimidad, excéntrico y nada recatado para subrayar un ''desdén absoluto por la literatura'' y un narcisismo que lo llevó a confesar que era muy poco lo que leía –salvo a Dumas y las memorias del marqués de Bradomín–, pues ''[...] cuando quiero leer un bello libro, lo escribo!'' (Vallejo 1971, 75–81). Fue Ramírez Moreno quien después de llevar a sus amigos a una asamblea de estudiantes donde se enfrentaron con ''elocuencia'' a políticos liberales, observó la necesidad de crear un grupo con ''nombre de guerra, algo que dé la sensación de agilidad, de fiereza, algo carnicero como 'los Leopardos''' (Vallejo 1971, 81). Y lograron así llamar la atención en Bogotá y volverse tema en la pluma de Germán Arciniegas, Juan Lozano y Abelardo Forero Benavides; en los dibujos y caricaturas de Ricardo Rendón y Alejandro Gómez Leal, de Rincón y Luis Ignacio Andrade, de Roldán y Díaz en la revista Fantoches de 1930 y 1931.
En el plano de la cosa pública los Leopardos propagaban su oposición al intervencionismo norteamericano –no al italiano ni al alemán en el caso de Villegas–, su rechazo a cualquier gobierno democrático y al parlamentarismo de los años treinta, ajeno como lo denuncia Villegas, al espíritu del Congreso que él antes había conocido, integrado éste por grandes oradores cultos, invencibles en el debate, incorruptibles en la defensa de sus ideas, en fin, ''una oligarquía de letrados y jurisconsultos'' (Villegas 1937, 126–127). Para tal propósito, usaron las páginas de los periódicos y fue en uno de ellos, El Nuevo Tiempo de Alfonso Villegas Restrepo, donde en 1924 los jóvenes felinos, cuyas edades oscilaban entre los veintiuno y veinticuatro años, publicaron su primer Manifiesto nacionalista. A los hombres jóvenes del conservatismo, un tanto influidos por la Acción Francesa que había liderado Maurrásn Europa.
La existencia de este manifiesto corrobora un espíritu de época, el del vanguardismo y enmarca a su vez el clima cultural que se vivía en Colombia durante las primeras décadas del siglo XX. El país se mostraba distante a la proclama de manifiestos estéticos y literarios encarados por sus artistas, poetas o escritores, cuando en Chile por ejemplo, Vicente Huidobro venía pregonando, desde 1914 (Non serviam) hasta 1925 (El creacionismo), la necesidad de transformar una estética más allá del simbolismo–decadentismo representado, para el autor de Altazor, en la escritura de Rubén Darío. Era 1921 cuando en calles mexicanas se distribuían hojas volantes que contenían las ideas estridentistas de Manuel Maples Arce, opuesto a las figuras nacionales de la historia mexicana y hasta en contra del Futurismo de Marinetti (1909), con lo cual remarca las profundidades de un debate irónico y frontal con la vanguardia misma, y en el que el mexicano apela por una ''fuerza radical opuesta contra el conservatismo solidario de una colectividad anquilosada'' (Verani 2003, 102). Las búsquedas iniciales del joven Borges en tendencias tan efímeras en su biografía como el Impresionismo y el Ultraísmo, servirían de introito al debate cultural entre Florida y Boedo por una tendencia artística de élite o marginal, al tiempo que en las Aguafuertes de Arlt, se observaba el germen de una escritura que abriría camino a un tipo de literatura con fuertes raíces ideológicas y tan comprometida como la de Dostoievski, frente al nacimiento de las grandes urbes latinoamericanas, cuya representación poética se haría movimiento lúdico en Girondo y complejidad interior en el Onetti (1933) de Avenida de Mayo/Diagonal Avenida de Mayo.
Ya en Trilce, César Vallejo (1922) impulsaba un tipo de poesía renovadora que respondía a una nueva sensibilidad, en la que la ''vida moderna'', en tanto acopio de ''materiales artísticos'', nutriría el espíritu y las miradas de un presente en transformación, como tal vez lo habría presentido el joven Luis Tejada en sus leves crónicas. En la revista peruana Amauta (1926– 1930), que fundara José Carlos Mariátegui, se leen las páginas de esa nueva sensibilidad y se pone en situación el papel del artista en la sociedad: ''Los futuristas rusos se han adherido al comunismo: los futuristas italianos se han adherido al fascismo. ¿Se quiere mejor demostración histórica de que los artistas no pueden sustraerse a la gravitación política?'' (Verani 2003, 102). Mientras se invocaba a la postura crítica del artista frente a su medio, César Vallejo (1992, 215) sostenía en 1927 que los escritores de América ''practican una literatura prestada'', en virtud del uso de una ''estética'' de la simple imitación de voces foráneas, sin búsquedas personales y sin rupturas dentro de una tradición que convocaba lo experimental y formal, en lo que atañe a nuevos presupuestos ortográficos y de puntuación, a otras caligrafías, a la riqueza del poema a través de nuevas imágenes –Vallejo habla de ''Nueva máquina para hacer imágenes''–, a una expresión política y económica que abone el terreno para el ''comunismo integral'' y a una conciencia cosmogónica de la vida propia para enfrentar los avatares del progreso.
Como lo anotara Cobo Borda en 1978, a partir de la segunda década del siglo XX el país iniciaba un diálogo con la modernidad a través del pensamiento crítico del antioqueño Baldomero Sanín Cano (1861–1957). Por otra parte, se constataba en los textos de Luis Tejada lo que ya Roberto Arlt traslucía de Buenos Aires en sus Aguafuertes, es decir, la inclusión de lo cotidiano como parte de una belleza que revelaba la crisis inicial del ser citadino. Se advertía además en las primeras novelas de Osorio Lizarazo la emergencia de la complejidad periférica (La casa de vecindad, 1930), en el cuerpo de lo que Cobo Borda generaliza con la expresión ''proletariado urbano'' (Arrubla et al. 1985, 333). Vidales, León de Greiff y Jorge Zalamea ofrecían una poética arriesgada y en connivencia con los aires vanguardistas latinoamericanos. Con todo y este clima de renovación inspirado en la individualidad de un ensayista, un cronista y varios poetas, se echaría de menos la publicación de manifiestos o textos programáticos –a la manera de los inspirados por Huidobro, Vallejo, Maples Arce, entre otros–, que dieran cuenta de un pensamiento crítico de escritores y poetas colombianos frente a su tradición y a los influjos o rechazos provenientes de otras latitudes. Por eso la temprana proclamación del Manifiesto nacionalista de los Leopardos se torna metáfora de los ecos de la época vanguardista en Colombia, sólo que en este manifiesto se leerán las estrechas filiaciones de algunos intelectuales jóvenes con doctrinas de partido, sobre la base de la idealización de un ''hombre de letras'', cuya voluntad creadora estaría ligada, indisolublemente, al ejercicio del poder político, acaso porque en los escenarios de lo político –léase parlamento, congreso, plaza pública, institución estatal–, la elocuencia, la pericia retórica, lo tribunicio y lo eufemístico solían confundirse, deliberadamente, con la voluntad artística y la genialidad del literato, como si el conocimiento de la gramática y su uso desbordado en los ámbitos del poder, fueran suficientes para imponer o perpetuar un valor de lo estético y literario.
¿Qué se lee en este primer Manifiesto de los Leopardos? Ante todo, como lo anuncia el editorial del periódico El Nuevo Tiempo de mayo de 1924, una serie de aspectos doctrinarios con relación al Partido Conservador, en momentos en que esa colectividad parecía atravesar una crisis frente a la dispersión de sus miembros, al debilitamiento ideológico de su carta programática durante el gobierno de Pedro Nel Gómez (1922–1926), como anticipo a la pérdida de la hegemonía conservadora –que ya sumaba cuarenta y cinco años–, cuando llegó a la Presidencia de la República el liberal Enrique Olaya Herrera, al derrotar en las urnas a un conservatismo dividido entre dos candidatos: el poeta Guillermo Valencia y el general Alfredo Vásquez Cobo.
En cuanto a su carta de navegación, los Leopardos insisten en avivar las ideas de nacionalidad y patria, en las que cualquier expresión de liberalismo o de inclinaciones por ideas socialistas y comunistas se convierte para ellos en un peligro que bien puede detenerse con la marcha ''hacia un orden social católico''. Observan con preocupación la intervención extranjera y las pugnas entre las provincias por intereses de distribución económica, que podrían socavar una de sus ambiciones: la unidad nacional. Para afrontar la crisis, los Leopardos oponen al Republicanismo y al avance del Liberalismo –léase individualismo dañino–, la creación de un ''Bloque Nacionalista'', a través del cual sean defendibles los principios de autoridad y propiedad, de familia y patria, sobre la base de una ''Unidad religiosa'' que descansaría en la Iglesia Católica, ''vaso espiritual que guarda los tesoros de la raza'' –escriben–, como garante a su vez de los valores morales y salvaguarda del ''pensamiento humano, de la civilización y del arte''. De ahí que en el Manifiesto se lean expresiones como ''caridad cristiana'' y ''la mirra de la parábola de la Montaña''.
Toda declaración política extranjera es, para los Leopardos, expresión de lo anárquico. Puesto que el país es eminentemente agrícola, los jóvenes conservadores del Manifiesto interponen, como defensa frente a lo foráneo, la tradición que subyace en las ''clases campesinas, que son el espíritu de la tierra''; y a la tierra –se apoyan en Maurrás–, debe imprimírsele una ''personalidad ética''. Ahora bien, para conseguir estos ideales e instaurar un nuevo orden que apela al nacionalismo, es necesario erigir sobre los pilares de la tradición romana, tal como El manifiesto nacionalista. A los hombres jóvenes del conservatismo (1937, 229–233) lo indica: ''Edifiquemos el porvenir sobre la tierra y los muertos, que ellos, como la tumba de Agamenón en la tragedia de Esquilo, templarán nuestros ánimos y su sombra proyectada en nosotros anunciará los amaneceres nuevos''.
Los Leopardos deciden cerrar el texto inaugural de su pensamiento y visión de mundo con estas imágenes que parecen encerrar una honda metáfora, con una clara referencia, no a la tradición romana a la que invocarán en diversos momentos de su vida pública, pero sí a la griega, para realzar el sentido político, un tanto pragmático y doctrinal del Manifiesto. Ambas tradiciones suelen confundirse en una sola, cuando se hace referencia a la tradición greco-latina. No es gratuito que algunos de estos felinos luego sean señalados de pertenecer a una especie de escuela o tendencia literaria: el Grecolatinismo, o en su expresión más despectiva, el Grecoquimbayismo. Acaso ya en este primer Manifiesto se encuentren figuras, alusiones y proposiciones que abonarán a un estilo que envuelve, por lo menos en la superficie, a buena parte de la literatura colombiana del siglo XX; si son atendidas las miradas de críticos, intelectuales, artistas y académicos que han utilizado los términos Grecolatino o Grecoquimbaya como adjetivos cargados de sarcasmo para calificar manifestaciones, aparentemente estéticas y literarias, caras a la breve tradición de una literatura que entonces se vería, por estas voces de autoridad, anquilosada y anacrónica.
A lo sarcástico habría que sumar lo paradójico; en su Vocación literaria, Silvio Villegas considera un honor inmerecido que se le señale como el padre de un ''movimiento literario'' que surge en Manizales. Después de aludir a un ensayo en el que Rafael Maya se ocupó del Grecolatinismo ''con cierto olímpico desdén'', Villegas confiesa que desconoce totalmente el griego, y que sólo tiene ligeras nociones de latín, y enfatiza de inmediato en que lo que entendemos por cultura nos viene de Grecia y Roma; lo contrario, dice, es la barbarie. Para dar peso a sus ideas, Villegas acudirá a Valery y Maurras, dos de sus autores dilectos, cuando éstos dicen encontrar en lo griego y romano la síntesis del pensamiento y la perfección de lo humano y civilizatorio. Unas líneas más adelante Villegas destaca que su conocimiento de lo greco-latino, aunque escaso, se lo debe a sus lecturas juveniles y a Popayán. A la implícita mención a Valencia, Silvio Villegas (1963, 19–20) hará más paradójico su comentario al decir que si hay alguien ''bastante más greco-latino que yo, para perdurable gloria de su nombre'', ese es el payanés Rafael Maya, dueño de ''una sólida cultura nutrida de la savia clásica''. Así, se entiende que para Villegas lo Grecolatino sí es un movimiento literario y que no hay ironía en el calificativo. Por principio toda cultura es greco-latina, como toda mención a ella, sería el equivalente de refinamiento, cultura letrada y sapiencia.
Ahora bien, en respuesta a la derrota electoral que el partido conservador sufriera en 1929, los Leopardos publicarán su segundo Manifiesto con el encabezado ''Después de la derrota al conservatismo joven de Colombia''. Es claro que el grupo persiste en dirigirse a la juventud de su partido, a la ''inteligencia'' renovadora de ''pulcro linaje intelectual'', sin dejar de nombrar a sus maestros de la Regeneración: Núñez, Caro, Suárez, Concha, Ospina, al tiempo que señalan cómo debe ser su actuación política, su ''aporte administrativo'' frente al ''nuevo régimen'', donde deberían actuar como colectividad, ya que la suya es la ''armadura de la república'', en aras de lograr el máximo propósito de toda humanidad: ''hacer patria''. En su proclama convocan a la unidad interna para defender los postulados de un nacionalismo, vinculado con la necesidad de apoyar un ''programa de administración pública'' que se ocupe de los problemas económicos, de la educación pública y del desarrollo industrial y agrícola. Al referirse al papel de la Iglesia Católica, los Leopardos expresan abiertamente que esta institución debe actuar en política cuando se trata de cerrar el paso a partidos rechazados por ella y que animan ''errores filosóficos''. En cuanto al suyo, el conservador, la actuación sólo debe ser de orden moral y religioso, para lo cual apelan a las ideas de León XIII y a las de San Agustín, para quien el Estado gobierna a una comunidad en particular, mientras la Iglesia ''gobierna el universo'', en virtud de su inamovilidad y en tanto autoridad moral que domina la vida interior de los hombres.
En este segundo Manifiesto los jóvenes Leopardos aluden, tácitamente, a la crisis del periodo de entreguerras y por eso hablan del ''azaroso trance histórico en que vivimos''. Observan con recelo el avance del capitalismo, los peligros que encierra su influjo, a propósito de la crisis de la Depresión generada en los Estados Unidos, con repercusiones en las economías dependientes latinoamericanas y el eco de doctrinas políticas que no dudan en señalar de comunistas y anárquicas, lo que podría conducirnos, según sus palabras, a la ''paganización del mundo'' y a un individualismo peligroso, contraproducente a cualquier expresión nacional. De ahí que para estos entusiastas ideólogos sea necesario avivar la vida agrícola, evitar el desplazamiento de los campesinos a las ciudades donde podrían contaminarse de cosmopolitismo. Los hombres del campo, o mejor, los ''trabajadores rústicos'', serían los garantes de la tradición, la religión, la sumisión a las buenas costumbres y el respeto a la ideología conservadora. En el segundo manifiesto, Después de la derrota al conservatismo joven (n.d, 233–239), lo plantean del siguiente modo: ''Medio siglo de dominación conservadora se explica, entre otros hechos capitales, por el instinto tradicionalista de las clases rústicas; las transitorias vicisitudes de nuestros días por el abandono de los campos''
En este texto se reconoce una derrota electoral, se enumeran las debilidades del partido conservador, las acciones a seguir para lograr su unidad y así retomar el poder. Así mismo, recuerdan a sus miembros a qué doctrina filosófica y política se deben, en su intención de convertir al país en una nación ordenada, fiel a los dogmas del catolicismo y alerta a combatir cualquier ideología foránea. Estos mismos presupuestos impulsarán a Silvio Villegas y Augusto Ramírez Moreno a escribir en 1932 el tercer ''Manifiesto político'', como una suerte de invocación a las ''derechas nacionalistas'', al sentirse relegados y maltratados frente al gobierno liberal. Le critican su política exterior, de endeudamiento y sus nexos con el gobierno norteamericano, sinónimo de capitalismo salvaje y de una época deshumanizante –léase maquinismo–, propia, según lo expresan, de un materialismo histórico, independientemente de que sea socialista o capitalista.
Si bien este Manifiesto despliega una seria crítica al Estado por la tributación de nuevos impuestos y frente a unas políticas externas de dependencia, la pareja leoparda seguirá insistiendo en que el remedio a todos los males será la nacionalización de las instituciones y de los partidos, más la defensa de unos principios religiosos y morales que serían la base para hacer perdurar a la familia y a la nación. Al mismo tiempo deberá frenarse cualquier brote de movimiento obrero y cualquier otro tipo de manifestación de izquierda o de capitalismo, puesto que basta con los principios conservadores de ''justicia social'', ''tolerancia'' y ''fraternidad'', para lograr un orden justo, sobre todo el que propala el conservador, que siempre ha estado ''con los humildes'', marchando por ''las rutas interminables del espíritu'' (Villegas y Ramírez 1932, 239–246). Por eso para enfrentar los tiempos anárquicos de los albores de la década del treinta, sostienen que podría crearse una ''pequeña burguesía campesina'' que trabaje por la humanización de la tierra y haga patria desde las provincias.
Si el primer Manifiesto de los Leopardos se cierra con la alusión a un pasaje de la tragedia griega que invoca el culto a los muertos, al pasado grecolatino como base de la civilización en Occidente, el último Manifiesto de los jóvenes conservadores se cierra con una declaración de principios en cuanto a lo que implica, en términos morales, ser un conservador ''ascético, limpio y estoico'', en aras de convertirse en la ''reserva moral de la patria''. Por eso el único camino a seguir es la pureza como una virtud y un dogma.
Aunque los Manifiestos suscritos por los Leopardos se corresponden con las señales metafóricas de una época proclive a anunciar los deseos de cambio y las variadas reacciones a unas formas expresivas y artísticas a través de documentos reveladores, que algunos poetas denominaron la nueva sensibilidad, es posible leer en ellos lo elusivo, el sobreentendido, esto es, la ausencia de una manifestación varguardista para el país en las décadas iniciales del siglo XX. Las antinomias, a falta de límites en el ejercicio intelectual dentro de los campos de la literatura y la política, son el efecto de una serie de generalidades en torno a la cultura, en una época, como lo analiza Schwartz, de una fuerte polémica cultural en Latinoamérica, entre ''nacionalismo'' y ''cosmopolitismo'', a propósito de las tempranas discusiones planteadas por Borges, Mariátegui, Mario de Andrade y Vallejo (Cfr. Villegas y Ramírez 1932, 239–246). Es difícil ubicar a los Leopardos en una o en otra corriente cuando se interpretan sus Manifiestos y sus textos posteriores a la luz de la época. Al parecer, los jóvenes felinos declaran su resistencia al ''cosmopolitismo'' y sin embargo, para avivar su pensamiento político, se sustentan en las doctrinas de ideólogos franceses. Revelan su erudición invocando la autoridad griega y romana, defienden la religión Católica como una suma de alta espiritualidad y la responsable del humanismo en Occidente y proclaman unas virtudes para el colectivo que comprueban en el estilo literario y filosófico de escritores y poetas europeos. No obstante, en el momento de declararse ''nacionalistas'', los Leopardos adhieren al color local o al regionalismo, aseguran que en las provincias está el sustrato de lo nacional y patrio, y que en la rusticidad, sinónimo de ignorancia y analfabetismo, está la fuerza para lograr la unidad de la nación; que en los procesos de colonización anida el espíritu romántico y que en el dique a lo foráneo y extranjero, está la posibilidad de evitar influjos que inoculen ideas contrarias a las que enarbola el esteticismo católico.
Las expresiones de vanguardia obedecieron más al individualismo artístico, a la aventura personal, que a las aspiraciones de grupo o de partido; de ahí quizá el carácter efímero y deleznable de tales expresiones, la facilidad con que otras las opacaban, pues en ello se daba lo novedoso, la contrarrespuesta a lo que se pretendía perenne. Para los Leopardos individualismo es acepción de anarquía y espíritu egoísta. Los aires de vanguardia provienen de las grandes ciudades europeas y por eso resulta significativo que algunos textos programáticos Huidobro los haya publicado en revistas parisinas. Los Leopardos entienden el cosmopolitismo como expresión del imperialismo, y por lo tanto, opuesto a los ideales de una tradición que se apoya en el pasado clásico y en la religión católica: ''Nosotros hacemos un llamamiento a la unión de la patria –se lee en el tercer Manifiesto– para resistir al cosmopolitismo de la riqueza y a la penetración extranjera'' (Villegas y Ramírez 1932, 42). Ya en el Manifiesto Futurista de Marinetti (1909) se planteaba el rechazo por lo antiguo y clásico, mientras se cantaba a los nuevos tiempos inspirados por la máquina.
Tanto los Futuristas como los jóvenes conservadores colombianos apelan a figuras de animales indómitos para dibujar una fiereza que descansa en figuras verbales hiperbólicas, de tono agresivo. Marinetti se refiere a ''tres fieras resoplantes'', a ''jóvenes leones'' que deciden rendir culto a la época de la máquina, de la ciudad industrial y por eso sus metáforas advierten una nueva ecología donde es factible pescar un automóvil – ''parecido a un tiburón varado''–, con ''enormes redes de hierro''. Sólo que en esta nueva ecología no hay lugar para el culto del pasado y mucho menos para el Museo como institución de permanencia; en tal sentido, se valora más un vehículo a motor que la Victoria de Samotracia: ''¿Queréis malgastar todas vuestras mejores fuerzas en esta eterna e inútil admiración del pasado, de la cual salís fatalmente exhaustos, disminuidos y pisoteados?'', interroga Marinetti (1997, 133–142) desde Italia, el país que guarda, para los Leopardos, la síntesis de la civilización.
Sin embargo, los jóvenes felinos colombianos recogerán del Futurismo cierto aire guerrerista y un arrebato verbal que lo sumarán a sus gestos tribunicios: ''¡Vengan, pues, los alegres incendiarios de dedos carbonizados! ¡Aquí están! ¡Aquí están!... ¡Vamos!'', gritan los Futuristas. Se entiende que la Avan–garde pretende la demolición de lo tradicional, la crítica a cualquier discurso que insista en preservar valores o en hacer de la moral un catálogo de virtudes, contrario a lo que los Leopardos expresan enfáticamente, cuando entienden el conservadurismo como una forma de ética y de vida, como una expresión política en la que un grupo de seres superiores, cultos, inteligentes, decide el destino de los ''humildes'' o de los ''trabajadores rústicos'', que son ''el depósito de las reservas patrias'' (Villegas et al. n.d., 237), mientras los Futuristas idealizan las ciudades como los espacios donde las ''muchedumbres'' o los obreros podrían, con el liderazgo intelectual de los nuevos artistas, revolucionar, transformar, echar abajo cualquier certeza en tiempos de secularización.
En síntesis, los Manifiestos de los Leopardos caracterizan el espíritu de una época para el ámbito colombiano, en momentos en que no existía aún claridad del papel que desempeñaba el artista en su sociedad, cuando eran aún muy visibles los vínculos políticos que éste defendía en la esfera de lo público, –lo cual nos remite en gran parte de la historia del país–, la repetida confrontación ideológica y armada de intereses de clase, de los miembros de número de dos partidos en pugna por el poder del Estado. ¿Qué noción se tenía entonces de la Literatura como un corpus ligado a la tradición, como la memoria de una suma de estilos y propuestas? Quizá en la réplica a este interrogante se dilucide el valor, el alcance de unos procesos literarios enmarcados por el suicidio de su primer poeta modernista y el luto decretado por el gobierno central, frente a la muerte de su mayor poeta afecto a las oraciones fúnebres, como antesala a la expedición del documento oficial que, a la altura de la segunda mitad del siglo XX, proclamaba al país salvaguardia del Sagrado Corazón de Jesús. Era el signo que faltaba, acaso, para hacer más notorio lo que se lee en los Manifiestos de los Leopardos como un credo: el aspecto estético del catolicismo.
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