Introducción
La guerra es tan antigua como la convivencia social, pero la paz es un invento moderno (Howard, 2001, p. 19). A partir de esta premisa este trabajo se propone esbozar una genealogía de la noción moderna de paz que se institucionaliza a través del Derecho Internacional Público (DIP).1
Se postula en primer lugar el carácter liberal de esta paz moderna, en cuanto armisticio que surge de una imposición top-down de la suspensión de la violencia activa. Esta dinámica impositiva pone en evidencia su estrecha vinculación con la lógica hegemónica del Estado Leviatán, en tanto éste supone una naturaleza humana hostil aplacada por el ente supremo regulador (Hobbes, 1980, p. 267). De allí surge, como primer corolario, la íntima relación entre la figura del Estado moderno y el concepto de paz liberal, en tanto paz formal.
En segundo lugar, se procura poner de relieve la inescindible funcionalidad de este concepto liberal de paz a la dinámica regulatoria del sistema que impera en la constelación transnacional (Santos, 1998, p. 19), en cuanto instrumento de consolidación del status quo, de la hegemonía de los países centrales. Ello se realizará a través del rastreo de la traducción normativa del concepto de paz en los instrumentos constitutivos de Sociedad de Naciones y Naciones Unidas.
Finalmente se postula el potencial del concepto de responsabilidad de proteger como portador de un nuevo paradigma en el derecho internacional que puede revertir la lógica liberal, autorreferencial e identitaria del derecho moderno hacia un derecho centrado en la responsabilidad y el pluralismo, un derecho de la hospitalidad como acogida de la alteridad.
La paz de Westfalia
Con los Tratados de Münster y Ösnabruck, conocidos como Tratados de Paz de Westfalia, se firman en el contexto europeo los primeros compromisos de no intervención intergubernamental.2 Con el objetivo de poner fin a las guerras feudales y religiosas de expansión territorial, a través de estos tratados los gobernantes firmantes se obligaban mutuamente a no inmiscuirse en los asuntos internos de los demás gobiernos.3 La aceptación de esta obligación implicaba el reconocimiento de la identificación de cada gobernante con un territorio y su población, lo cual da lugar al principio fundante del Estado moderno, el de integridad territorial (Bremer, 2013, p. 23, 30).
Este principio de integridad territorial constituye un primer paso en la conformación del concepto moderno de paz en cuanto ausencia de conflicto armado (Diez de Velasco, 2013, p. 65). Pues el respeto de tal integridad implica la abstención de cualquier interferencia en territorio ajeno, lo cual abarca también todo uso de la fuerza. En vistas a lograr esta integridad territorio-población-poder, comienza con Westfalia un lento proceso de centralización jurídica, que culminará con la diversidad y coexistencia medieval de fuentes a través de la institucionalización del absolutismo jurídico, de un derecho único y hegemónico (cf. Mattei, 2013, p. 29, 31).
De cualquier manera, en Westfalia no queda todavía prohibida explícitamente la guerra, en tanto ésta era entendida como medida de autoprotección, como medio de tutela de los intereses y derechos de los Estados (Acosta Estévez, 2003, p. 17; Bermejo, 2015, p. 218). En efecto, las pretensiones de aseguramiento de los Estados responden a la lógica autorreferencial del derecho moderno centrado en la defensa a ultranza de la Identidad individual del Sujeto de derechos.
Este esquema subjetivista del Estado identitario moderno como regulador de una “sociedad del primero yo” que da lugar a una política del “sálvese quien pueda” (Davy/Lenzen, 2013, p. 8) se plasma en la narrativa hobbessiana entorno al Estado Leviatán, la cual presupone una sociedad beligerante y una condición humana inexorablemente violenta (Hobbes, 1980, p. 265).
Bajo esta narrativa la figura jurídica del Estado Moderno surge en Europa para establecer una paz de armisticio entre pretensiones expansionistas que, cual fuerzas centrípetas, permanecen siempre en constante tensión (Levinas, 2002, p. 138). Pues la paz del Estado hobbesiano no subvierte la violencia intrínseca del Sujeto soberano autorreferencial. Se trata en cambio de una paz paradójicamente violenta. La paz que asegura el status quo de las identidades hegemónicas, la paz de la tranquilidad del sí con sigo mismo, acontece como autoafirmación, y por lo tanto como indiferencia por la alteridad. Puesto que toda autoafirmación, todo aseguramiento de la autoposición, ocurre a costa de la posición de un otro, que es desplazado de esa posición, que es anulado en su alteridad. Esta paz por tanto anula las diferencias, anula la alteridad (cf. Levinas, 2006, p. 143).
La paz de Versalles y la regulación de la guerra en Sociedad de Naciones
La paz de Versalles4 viene a consolidar la paz liberal esbozada en Westfalia. Particularmente el Artículo 10 del Pacto de Sociedad de Naciones (SN) recoge los principios de integridad territorial e independencia política5 como límite a toda agresión exterior a sus miembros.
Aunque no prohibida, la guerra pasa a ser considerada una última instancia, frente a la frustración de alternativas de solución de controversias como el arbitraje, el arreglo judicial o a la intervención del Consejo (Art. 12 Pacto SN). Ello dio lugar al surgimiento de guerras ilícitas que serían aquellas explícitamente reguladas por el Pacto como la guerra de agresión (Art. 10), la emprendida antes de cualquier intento pacífico de solución (Art. 12.1) o contra un Estado que estuviese acatando una decisión judicial o arbitral o las recomendaciones del Consejo (Art. 13.4 y 15.6.) (Bermejo, 2015, p. 222).
Aunque con el explícito principal objetivo de proteger a sus miembros, y en este sentido con un claro tinte nacionalista, autorreferencial y endogénico,6 la regulación del uso de la fuerza en SN significa un avance significativo en la consolidación de la prohibición del uso de la fuerza. Aun cuando en esta primera instancia quede la paz internacional todavía subordinada a la seguridad nacional.7
Por fuera del Pacto de SN pueden encontrarse en este período otros antecedentes de la prohibición del uso de la fuerza como el proyecto de Tratado de Asistencia Mutua de Lord Robert Cecil, que consideraba a la guerra de agresión como un crimen internacional (Art. 1) y el Protocolo para el arreglo pacífico de las controversias internacionales, denominado también Protocolo de Ginebra, del 2 de octubre de 1924; ambos tratados en la Asamblea de SN. Fuera del ámbito de SN pueden nombrarse el Pacto Renano de garantía mutua, firmado en el marco de los Acuerdos de Locarno de 1925 firmado entre Alemania, Bélgica, Francia y Gran Bretaña, por el que se comprometían a no recurrir en ningún caso a la guerra, ni a ningún ataque o invasión (Art. 2) y el famoso Pacto Briand-Kellogg (conocido así por los apellidos de sus propulsores, los ministros francés y británico respectivamente) de 1928, por el que sesenta y tres Estados renunciaron explícitamente a la guerra. El fracaso de este último es atribuído a la falta de mecanismos de respuesta frente a las violaciones a la citada prohibición, que dejaría impune a los Estados incumplidores (Cf. Bermejo, 2015, p. 230 ss).
La paz en Naciones Unidas
La creación de Naciones Unidas (NU)8 introdujo por primera vez la prohibición de la guerra como norma imperativa del DIP a través de la institucionalización del principio de no uso de la fuerza (Acosta Estévez, 2003, p. 16). Con una narrativa marcadamente más universalista y el explícito propósito de mantener la paz y la seguridad internacionales (Art. 1 Carta NU) los Estados miembros de la Organización proscribieron de manera vinculante el uso de la fuerza armada en el Artículo 2.4 de su Carta fundacional (Acosta Estévez, 2003, p. 16).9
Reafirmando los principios de integridad nacional y soberanía10 bosquejados en Westfalia y posteriormente recogidos en el tratado de Versalles, la Carta incorpora el principio de no uso de la fuerza (Art. 2. inc. 4) respaldado por el de solución pacífica de controversias (Art. 2. inc. 3 y Art. 33), que ofrece mecanismos para su concreción.
A los fines de la efectivización de sus propósitos, y para superar la deficiencia de SN respecto de la previsión de instrumentos de garantía de tales propósitos, la ONU puso particular énfasis en afianzar su estructura y mecanismos. En este sentido le atribuye un rol fundamental al Consejo de Seguridad, en tanto responsable primordial del mantenimiento de la paz y seguridad internacionales (Art. 24 Carta NU).
Desde entonces NU ha liderado las principales estrategias internacionales para la consecución de sus propósitos de mantención de la paz y seguridad internacionales, logrando a su vez un reconocimiento sin precedentes acerca de su imprescindible rol para con tales propósitos, a través de la expansión global de su paradigma liberal de paz.
Aunque son de destacar las medidas al respecto como las relacionadas con el desplazamiento forzado, los refugiados, los menores de edad, o las de erradicación de minas antipersonales, el desarme o las operaciones de mantenimiento de la paz (Cf. Rettberg, 2013, p. 27), no faltan las advertencias acerca de las falencias de la Organización para alcanzar sus fines. En este sentido, ya en 1992, el entonces Secretario General de la Organización, Boutros Boutros-Ghali, reconocía al fin de la Guerra Fría, tal fracaso (1992, n. 2).
También genera ciertas conjeturas respecto de su capacidad para establecer una auténtica paz, la incoherencia que significa el sostenimiento de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y su privilegiada capacidad de veto (Art. 27. inc.3 Carta NU) en concurrencia con un discurso universalista pro-democracia (Rettberg, 2013, p. 28).11
En concordancia con ello y siendo el Consejo el que detenta el monopolio de la fuerza (art. 42 Carta NU), resulta cuando menos paradójico que hayan sido tales miembros permanentes los que en el último siglo y en nombre de la paz, hayan utilizado a menudo la fuerza para proteger sus intereses (cf. Bremer, 2013, p. 71).Esta paradoja refleja la dinámica dual de la identidad hegemónica moderna, la cual hace la guerra para alcanzar su paz. Esta paz de la hegemonía se identifica con el reposo, con el bienestar de quienes detentan el poder. Ello se puede notar en las afirmaciones acerca del relativo éxito de NU, que identifican la disminución de la violencia internacional con el cese de los conflictos en el seno de los países que detentan la hegemonía mundial.
En cambio, en las periferias, cuando no acontece la guerra se vive la cruda violencia de la indiferencia: la violencia que significa el sufrimiento del hambre, de la pobreza, en un mundo en el que hay alimentos para todos, en el que hay lugar para todos.
Sugestivamente advertía el Secretario Boutros-Ghali que para alcanzar la paz era tan importante actuar sobre los “ejércitos hostiles” como “tratar de poner fin a las causas más hondas de los conflictos: la desesperación económica, la injusticia social y la opresión política.” (1992, n. 15). Surgida paradójicamente en el seno de NU, puede detectarse en esta advertencia un atisbo de revisión del modelo hegemónico de la paz liberal. En este sentido, tal advertencia tiene potencial para transformar la paz formal del armisticio en una auténtica paz como responsabilidad.
La paz de la responsabilidad de proteger
Si bien Naciones Unidas contribuyó a la naturalización del concepto de paz como armisticio,12 en su seno también han surgido reclamos y alternativas que pueden aportar a la consolidación de una auténtica paz.13
En este sentido, el reciente principio de responsabilidad de proteger14 encierra el potencial de revisar la lógica absolutista del derecho moderno, al incorporar en el derecho internacional contemporáneo, e incluso en el derecho occidental en general, una nueva impronta ético-relacional. Ello en cuanto la referencia a la alteridad que implica la noción de responsabilidad subvierte la dinámica autorreferencial del derecho identitario moderno.
Técnicamente, el principio de responsabilidad de proteger, habilita la intervención de la comunidad internacional, e hipotéticamente también de los Estados en particular, frente a graves violaciones de los derechos humanos en otro Estado.15 Más allá del complejo debate sobre las condiciones de habilitación de tal intervención, así como de la delicada cuestión acerca de su funcionalidad como vía de justificación de un uso justo de la fuerza (cf. Añaños Meza, 2010, p. 200; Piedrahita Ramírez, 2015, p. 65; Espósito, 2005, p. 5), este principio incorpora un cambio de enfoque respecto de la lógica moderna de las subjetividad jurídica. Ello en tanto que pone el acento en los sujetos beneficiarios de la acción, más que en el sujeto interviniente, titular de la responsabilidad (López-Jacoiste, 2006, p. 290). De esta manera incorpora una referencia a un aspecto del derecho que desborda el ámbito seguro de la Identidad subjetiva, - a nivel Estatal, de la integridad nacional -, en virtud de la protección de la alteridad.
En este sentido la responsabilidad de proteger pone el acento en el carácter debitorio del derecho, invirtiendo la lógica autorreferencial del derecho subjetivo como pretensión. La responsabilidad de proteger señala antes que nada un deber que refiere una responsabilidad de todos para con todos.16
Repensar el derecho como responsabilidad habilita a repensar la paz como convivencia en las diferencias. Paz no como tranquilidad del sí consigo mismo, sino como tensión, como no-indiferencia (Levinas, 1992, p. 139), como pre-ocupación por los demás.
En este sentido, la responsabilidad de proteger entendida como invocación a una pre-ocupación por los demás, puede contribuír a revisar la dinámica autorreferencial del derecho que regulas la constelación transnacional desde la modernidad, en vistas a la gestación de un derecho transnacional más plural.
Perspectivas: Una agenda para la paz
El concepto de paz constituye un elemento fundante del derecho moderno. Éste tiene como fin asegurar la paz social interna y externa de los Estados. En efecto, tanto el derecho moderno como su concepto liberal de paz social funcionan ambos en torno a la figura central del Estado Soberano, que es en definitiva en este modelo el garante de la paz (Cf. Kant, 2003, p. 1-2).
Este paradigma de paz liberal que se institucionalizó en el Derecho Internacional desde Westfalia y se expandió globalmente con Naciones Unidas, incluso a fuerza de una importante dosis de violencia (Mattei, 2013, p. 30), contempla ante todo un abordaje de la paz como armisticio, como ausencia de conflicto armado.
Tal concepto de paz, empero, no tiene en cuenta la violencia generada por la indiferencia frente a las periferias de la hegemonía mundial (Mattei, 2013, p. 41; Fischer-Lescano/Möller, 2012, p. 12). Las diferencias son acalladas, solapadas por el discurso de la paz formal, que procura fijar la posición, procura la seguridad de las identidades que detentan la hegemonía transnacional. Se trata de la violencia que genera la dinámica centrípeta de la identidad, de la hegemonía, que rige el derecho moderno. Esta dinámica tiende a aplazar toda alteridad, toda diferencia, al pretender incluirlas en su lógica o excluirlas a los márgenes de su mismidad. Se trata entonces de la indiferencia frente a la alteridad en cuanto tal, la indiferencia frente a las diferencias.
Esta dinámica conforma la estructura nodal del modelo identitario que subyace al paradigma subjetivista del derecho moderno, en cuanto orden destinado a ejecutar las pretensiones del Sujeto de Derechos, pretendidamente soberano, autónomo y libre, en tanto que propietario.
En cambio, la consolidación de una auténtica paz, como convivencia armónica y responsable en y por las diferencias, implica la gestación de un orden pluralista, de un derecho que tenga en cuenta la diversidad (Bonet de Viola, 2019, p. 352).
Ello significa repensar el derecho ya no sólo y principalmente como orden regulador sino ante todo a partir del potencial emancipador (Santos, 1998, p. 43, 44) que implica su concepción como responsabilidad. Significa revisar la dinámica regulatoria, jerárquica (“desde arriba”), absolutista y mecanicista del derecho moderno para dar lugar a la dinámica emancipadora, participativa, flexible, holística de esta nueva paz social.17 Significa también que la narrativa de la seguridad ceda lugar a una nueva narrativa basada en el debate y el disenso (Fischer-Lescano/Teubner, 2006, p. 58), en tanto instrumentos funcionales para la constitución de esta paz plural. Significa a su vez repensar el derecho desde la responsabilidad antes que desde la pretensión. En este sentido, el concepto de responsabilidad de proteger, habilita una revisión del paradigma subjetivista de la pretensión para pensar los derechos como derechos del otro (cf. Levinas, 2002, p. 137).
La inseguridad que genera, en primer lugar para los actores del derecho, esta flexibilidad, esta deconstrucción del derecho “seguro”,18 constituye el primer costo de la apertura a la diversidad, a las diferencias, el primer costo de la pluralidad. Puesto que la apertura a la alteridad en cuanto tal implica el riesgo de salir del ámbito seguro de la hegemonía, de la propia racionalidad.
Esta apertura a la alteridad, a las diferencias, a lo diverso en cuanto tal habilita una vía para pensar el derecho ya no como regulador de la hostilidad sino como gestor de la hospitalidad (Penchaszadeh, 2011, p. 258; Messina, 2012, p. 158). Abre la posibilidad de repensar el orden del derecho como instrumento para una nueva paz social, más auténtica, más solidaria, aunque menos segura, menos tranquila, menos autorreferencial.
La paz de la hospitalidad aquí referida significa la paz de la acogida de la alteridad (Messina, 2012, p. 146). Se trata de una paz tensa, incómoda para la identidad hegemónica, puesto que pone en cuestión toda pretensión de dominio e imposición. Esta paz que escapa a todo orden, en tanto dominación, funciona en para con el derecho como constante herramienta de revisión de las hegemonías (Derrida, 2001, p. 51).
Es por ello que esta paz no pretende plantearse como nuevo orden ni como mecanismo alternativo de establecimiento de una nueva paz. Esta paz plural funciona tan sólo como mecanismo de revisión constante de cualquier orden instituido, funciona como herramienta de resignificación del espacio simbólico que significa el derecho, en cuanto ámbito esencial en toda convivencia plural.