Introducción
El objetivo de este artículo es caracterizar la situación actual de la historia de género, recogiendo las líneas de investigación más relevantes desarrolladas en los últimos quince años y señalando someramente algunas de sus principales controversias. En todo caso, dada la multiplicación de estudios, temas y enfoques referidos a diferentes periodos históricos y distintos espacios geográficos, resulta prácticamente imposible ofrecer un estado de la cuestión omnicomprensivo. En efecto, desde los años noventa del siglo pasado se ha producido un crecimiento y expansión global de este tipo de estudios, vehiculados a través de la consolidación de revistas especializadas y de la celebración de congresos, tanto en marcos nacionales como con vocación inter y transnacional2. Por tanto, es factible abarcar toda esta producción, además resulta impracticable dar cuenta de la diversidad de tradiciones nacionales y continentales en las cuales se han desarrollado tanto la investigación como los debates historiográficos y teóricos que la han acompañado3.
Hecha esa salvedad, se ha optado por un título que quizá no resulte completamente satisfactorio, pero con el que identificamos, de la manera más ajustada, la mayor parte de los estudios y debates a los que aludiremos. Esto no es óbice para reconocer, por una parte, que la investigación sobre género sigue ligada, de manera muy generalizada, a la de las mujeres. A pesar de las dificultades con que se topó inicialmente en diferentes ámbitos, sobre todo europeos, al tratarse de un concepto acuñado en inglés y en el marco académico angloamericano, el nuevo milenio ha presenciado su integración y adaptación para generar todo un corpus de literatura histórica sobre lo que suele denominarse conjuntamente «historia de las mujeres y de género»4. El efecto de esto es que se ha rodeado, y aparentemente trascendido, la discusión, candente en su momento, en torno a la pertinencia de una u otra denominación y a la relación entre ambas, que se ha ido asumiendo como un maridaje de compatibilidad y complementariedad. El fuerte impacto y hegemonía de la producción angloamericana a nivel mundial se han visto facilitados, como en otros ámbitos de investigación, por la rápida circulación de libros, artículos y conferencias a través de internet. Además, desde hace aproximadamente cinco años, y cada vez con mayor frecuencia, asistimos a un doble cambio en la denominación del campo de estudios: por un lado, el término «sexualidad» se está convirtiendo en habitual acompañante del de «género»; por otra parte, existe una tendencia a pluralizar el género («géneros»), asuntos que se tratarán más adelante5. Ahora bien, como se intentará reflejar en este artículo, lo que interesa no es tanto discutir lo apropiado de una u otra denominación cuanto presentar la transformación proteica que este ámbito de investigación histórica ha experimentado en estos últimos años, de la que nuevas denominaciones están empezando a hacerse eco (al tiempo que posibilitan su desarrollo).
Por mi especialización en historia contemporánea, esta contribución presenta, entre otras, la limitación de apoyarse preferentemente sobre lecturas referidas a dicho periodo. Es, por tanto, un pequeño esbozo de lo que estimo son los principales desarrollos de la historia de género hoy, así como algunas de las problemáticas y debates que se están suscitando en la investigación histórica feminista. Así pues, en primer lugar, se introducirán los rasgos que caracterizan actualmente ese tipo de historia (expansión, integración, diversidad teórica y globalización), presentando algunos debates, preocupaciones y formas de aproximarse a esta, que se han desarrollado en los últimos tres lustros. A continuación, se examinarán los recientes cuestionamientos del género como categoría analítica, controversias que nos obligan a repensar su significado y, por tanto, a continuar historizándola a la luz de nuevas miradas, fruto de un presente en constante transformación.
1. Una historia dinámica
Quienes han realizado balances y guías de lectura acerca de la historia de género –cada vez más numerosos para atender también a una docencia creciente– han señalado los aspectos que la han caracterizado en los últimos veinte años: su desarrollo espectacular, su expansión global y su heterogeneidad teórica. Sobre lo primero, diríamos que el enorme crecimiento que han experimentado la historia de las mujeres y de género en el último cuarto de siglo se ha debido, en gran medida, a la autocrítica, la revisión y la discusión constantes6. Dichas revisión y discusión permanentes se han nutrido del diálogo con las teorizaciones feministas y sus líneas centrales de debate, un diálogo que no siempre ha mantenido la misma intensidad, ni el tiempo, ni en las diferentes autoras. Se ha señalado también que la historia de género, más allá de haber participado activamente en los avatares teórico-epistemológicos de la disciplina histórica, ha contribuido de manera sustancial, incluso pionera, a abrir los debates de los giros cultural y lingüístico en el último lustro7.
El cuestionamiento de categorías de análisis, del estatuto de verdad científica del conocimiento histórico, la reescritura de relatos canónicos, la deconstrucción de conceptos históricos naturalizados, la reflexión sobre la construcción histórica de diferencias y jerarquías acerca del poder, la identidad, la subjetividad o la capacidad de acción, son cuestiones todas estas que no se hubieran desarrollado de la misma manera ni con la misma intensidad sin la crítica al androcentrismo, primero, y a las posibilidades que abrió el género para los estudios históricos, después.
Esta participación activa y nuclear en los debates disciplinares ha sido en cierta medida posible porque el género se presentó inicialmente como una categoría analítica central (e imprescindible) para el análisis de la estructuración social (o discursiva) en el pasado. A partir de esta consideración, entre los objetivos que han guiado buena parte de la investigación histórica en este ámbito, desde los años noventa, ha destacado el de convertir el género, por el camino de la demostración empírica, en una categoría de análisis histórico que fuera tan necesaria como otras (clase, nación o raza) para abordar las problemáticas que habían ocupado tradicionalmente a los historiadores. Tanto si se consideraba como una relación social (modelada a partir de percepciones históricamente situadas) como en calidad de principio vertebrador del poder, en la doble formulación de Joan W. Scott, algunas confiaron en que su manejo permitiría reformular las narrativas históricas canónicas. Este proyecto, el de integración del análisis de género en los relatos históricos nacionales, ha guiado buena parte de los esfuerzos de las historiadoras y ha dado como resultado multitud de publicaciones, a pesar de que su puesta en marcha inicial se viera dificultada tanto por las resistencias de unas comunidades historiográficas nacionales hasta hace muy poco eminentemente masculinas, como por las reticencias feministas, derivadas del temor a una potencial integración despolitizada y despolitizadora8. Dentro de la producción historiográfica, nada desdeñable, que ha intentado demostrar que el género es un elemento constitutivo de fenómenos que los historiadores venían considerando nucleares en el devenir histórico (al menos durante la modernidad occidental), habría que destacar los estudios históricos sobre la nación y los procesos de nacionalización, el colonialismo y el imperialismo, las guerras, la ciudadanía, las revoluciones, el trabajo en el capitalismo industrial o la secularización, entre otros9.
Un segundo eje de análisis que ha favorecido la expansión y dinamismo de la historia de género ha derivado de la afirmación de su carácter relacional. Desde las pioneras formulaciones de historiadoras como Natalie Z. Davis, Joan Kelly, y Joan W. Scott, que invitaban al análisis histórico de las relaciones de género, superador de las mujeres como objeto de estudio, los estudios históricos sobre las construcciones de feminidades y de masculinidades no han dejado de proliferar. Esta concepción relacional del género, en cuanto posibilita pensar en los hombres como sujetos también sexuados, abrió el camino a lo que en los años ochenta se denominó «historia de la masculinidad» (ahora se suele optar por el plural para aludir a la diversidad de modulaciones de la misma, tanto en el tiempo como en un mismo momento histórico). En parte ligado a la historiografía feminista, en parte a los estudios sobre masculinidad y también a la historia de la sexualidad-es, ha experimentado un gran desarrollo en los países anglosajones, si bien en otros lugares no ha hecho sino despegar10. Además de la discusión suscitada en torno al utillaje conceptual que este ámbito de investigación ha generado (masculinidad hegemónica/alternativas)11, y del énfasis puesto en analizar las masculinidades atravesadas por otras categorías/identidades como raza, casta, sexualidad, religión, etnicidad y clase, uno de los principales focos de debate se ha centrado en el potencial desvío de la preocupación inicial que pareció guiar la investigación en sus comienzos, esto es, la organización de género del poder, como señalaba Mrinalini Sinha hace ya unos años12.
Desde esta perspectiva de historizar el género, tanto los estudios históricos sobre masculinidades como los de feminidades han venido confluyendo, recientemente con mayor ímpetu, con otro campo de indagación más amplio, el de la historia de la sexualidad (es)13. Vinculada desde sus orígenes tanto al movimiento de gays y lesbianas como, en el plano teórico, a un enfoque foucaultiano, su producción ha oscilado entre, por un lado, la visibilización y el rescate de experiencias de sujetos homosexuales (entre ellas la de la represión y estigmatización) y, por otro, la deconstrucción e historización tanto de las identidades sexuales (sobre todo de las no normativas) y de los sujetos y de las prácticas que emergieron en torno a ellas, como de las propias nociones de sexualidad y de sexo (o cuerpo sexuado)14.
Sin duda, el cuestionamiento que, desde los años ochenta del siglo pasado, hicieron algunas feministas de la división sexo-género (así como la separación naturaleza-cultura) abrió este camino de acercamiento entre la historia de género y la historia del sexo15. La idea de que el sexo dejara de considerarse como natural y ahistórico, base inmutable de las construcciones de género, dicho de otro modo, que la cultura es la que ha conformado «el conocimiento sobre el sexo y el cuerpo», ha llegado a convertirse, según la historiadora Sonya Rose, en sentido común del campo de investigación, de manera que «se acepta ahora ampliamente»16.
La construcción del sexo, de Thomas Laqueur, junto a la Historia de la Sexualidad de Michel Foucault, han constituido dos de los principales referentes de una línea de investigación, no exenta de debate, cuyo objetivo era contribuir a historizar el sexo y la sexualidad en la medida en que se conciben como resultado de diferentes marcos epistémicos. El supuesto tránsito del modelo de un sexo (masculino y jerárquico), dominante en el mundo premoderno, a la ontología de los dos sexos inconmensurables y complementarios que se impondría con las revoluciones liberales en el mundo occidental, ha contribuido a modificar sustancialmente explicaciones previas sobre la emergencia del modelo del ángel del hogar y de la domesticidad como rearticulaciones modernas de la jerarquía de los dos sexos17. Por otra parte, la crítica queer que impulsaron dichas teorizaciones llevó, desde los años noventa, a alertar sobre esa misma tentación de trasladar a otros contextos históricos –y culturales– categorías que habían emergido en el mundo occidental de la segunda mitad del siglo XX (gay, lesbiana, transgénero o queer) con unos significados precisos procedentes de marcos epistemológicos no intercambiables18. El impacto de estas reflexiones se ha plasmado en un desplazamiento del análisis hacia cómo se conforman las normas en torno al sexo, al género y a la sexualidad, que posibilitan la demarcación entre lo aceptable (y premiado) y lo inaceptable (y estigmatizado), así como las modalidades de sujetos disconformes (y potencialmente disruptivas) con los diferentes esquemas normativos producidos históricamente.
Este proyecto de analizar la potencial imbricación de modulaciones históricas de sexo, sexualidad y género es lo que ha hecho que, en muchas historiografías, se haya abierto un camino inexplorado hasta hace poco, debido, entre otras razones, a la compleja y cambiante relación entre estos tres conceptos, a su vez variables en su significado, y a los cuales habría que añadir también el de «cuerpo». Además, sobre este proyecto ha impactado un enfoque poscolonial, que a partir de una aproximación foucaultiana al poder y la identidad, cuestiona la mirada del filósofo francés centrada en Europa Occidental, para el que la raza –y la colonia– fueron nucleares en la modulación de los regímenes de sexualidad modernos. Muestra de ello son, entre otros, el estudio de Ann L. Stoler sobre la relación entre pureza racial y virtud sexual en las colonias del Imperio británico, o el de Afsaneh Najmabadi acerca del impacto que tuvo la cada vez mayor diferenciación de género –derivada de cambios en los supuestos sobre la sexualidad y erotismo masculinos– en la conformación de nuevos ideales de belleza en el Irán del siglo XIX. Esta intersección entre historia de la sexualidad, del cuerpo, y del género desde un enfoque poscolonial –y más recientemente transnacional– también ha servido para problematizar unos conceptos analíticos, incluido el de género tal y como ha sido entendido hasta muy recientemente, que al viajar a otros lugares y tiempos arrastran supuestos que dificultan o imposibilitan hacer inteligibles racionalidades no occidentales19.
En el ámbito más amplio e interdisciplinar de los estudios de género, el resultado de estos desarrollos ha sido que, si bien los estudios de las mujeres, los de género, los de sexualidad y aquellos otros sobre sexualidades no normativas surgieron de forma separada y se desplegaron en paralelo, se puede apreciar una tendencia reciente –no solo en el ámbito angloamericano– a promover la interacción entre dichos campos, como el que impulsó Feminist Studies cuando promovió una “conversación transnacional sobre estos cambios que colocan en un primer plano la cuestión de "hacia dónde se dirigen los feminismos"”20.
2. Expansión global y sus efectos
Otro rasgo que ha caracterizado a la historia de género en estos últimos años ha sido su expansión global, propiciada por una globalización en la que, como en otros ámbitos académicos, el uso extendido de internet ha sido, entre otros, un factor determinante. Tal expansión ha supuesto la proliferación de contribuciones teóricas y empíricas relevantes formuladas más allá de Europa y de Estados Unidos (desde India, Australia, Canadá o Irlanda hasta África, América Latina, Europa del Este, Rusia, China, Irán y Japón)21. Estas aportaciones han favorecido la formulación y difusión de un enfoque poscolonial (y decolonial en la última década) que, insatisfecho con los análisis realizados desde los marcos conceptuales del feminismo blanco occidental, no solo ha señalado la existencia de experiencias y agencias femeninas diversas22, sino que ha aplicado la crítica poscolonial, desenmascarando los efectos de la universalización de categorías de análisis como «mujeres» y «género». En efecto, la teorización del feminismo afroamericano, latino y del «tercer mundo» fue pionera, desde los años ochenta del siglo pasado, en advertir del desafío que suponía la universalización del feminismo (y de una feminidad blanca y occidental)23. También hizo posible el surgimiento del concepto de interseccionalidad, que cuestionaba aquellos análisis que priorizaban el género y relegaban la raza, la subalternidad colonial y la clase como elementos de menor relevancia en la conformación de identidades y jerarquías. Por otra parte, si bien la «metáfora» de la interseccionalidad ha recibido críticas en tanto que concepto analítico (mecanicismo, segmentación de categorías), también ha servido para formular la cuestión de la combinación variable de categorías de identidad en la conformación de experiencias y sujetos históricamente situados24. Dicha teorización ha nutrido, y se ha alimentado a su vez, por una producción histórica preocupada por el análisis de otros criterios de diferenciación y subordinación (u opresión) como la raza y la clase, que se imbricaron históricamente con el género25.
La citada expansión también ha contribuido, en fechas más recientes, a impulsar proyectos conscientemente superadores de las historias nacionales, que las interpelan en cuanto a su capacidad para explicar entidades y fenómenos como la propia nación, las guerras, y, por supuesto, el colonialismo y los imperios. Tal y como recoge Mónica Bolufer en su reciente balance de las nuevas líneas abiertas en historia de las mujeres y de género (que reflejan movimientos más amplios en la disciplina), han emergido diferentes denominaciones, como nueva historia global, nueva historia comparada, historia transnacional, historia conectada, historia cruzada, o historias enredadas que dan cuenta de esta inquietud por superar los encuadres nacionales de investigación26.
Junto a las múltiples posibilidades de esta «transnacionalización de la historia de género», es importante destacar el énfasis compartido en el estudio de encuentros, movimientos, flujos y circulaciones a través de las fronteras27. Este camino lo abrieron hace ya más de veinte años las historiadoras e historiadores del colonialismo y de los imperios, particularmente del británico, y más recientemente del francés, así como del nacionalismo anticolonial. Comprometidas con un enfoque poscolonial (inicialmente subalterno) atento a los intercambios/encuentros entre colonia y metrópoli, también indagaron en la conformación de relaciones de dominación articuladas en torno a complejas y situadas imbricaciones entre género, raza, nación/imperio, religión y estatus social28. Estos trabajos han enfatizado las influencias recíprocas (desde la superación del binario analítico colonizador/colonizado) que modelaron tanto metrópolis como colonias. En concreto, se ha explorado cómo el imperialismo (la cultura imperial) contribuyó a formar –permeado por unas nociones modernas de género– tanto la identidad británica/inglesa (blanca) como la de los colonizados, incluidos, muy significativamente, los discursos y sujetos nacionalistas anticoloniales; pero también a la inversa: cómo las fantasías sobre las colonias configuraron los ideales de género en la metrópoli, así se puede apreciar un nuevo culto a la domesticidad burguesa y nuevas ideas sobre el trabajo29.
Más allá de su propuesta de repensar las narraciones imperiales canónicas, algunas de estas investigaciones han puesto sobre la mesa cuestiones y debates que han contribuido a problematizar interpretaciones y teorías angloamericanas sobre la agencia, la representación y los sujetos históricos. Este camino lo abrió el rompedor estudio de G. Ch. Spivak en torno a las dificultades para rehabilitar a los sujetos subalternos (la figura del sati) silenciados por la sobrerrepresentación del poder colonial británico (pero también nativo). En esta misma estela se puede situar la crítica de Ôyèronké Oyèwúmí, como veremos más adelante, a las premisas implícitas que el género, una categoría elaborada desde una epistemología occidental y moderna, ha terminado por naturalizar, y universalizar, sin problematizarlas. Y, más recientemente, el profundo cuestionamiento de Saba Mahmood a las nociones de agencia (y de resistencia a ésta ligadas), implícitas en la teorización feminista occidental liberal, que impiden dar cuenta de configuraciones de sujeto y acción, en su caso de estudio, los que alumbran los movimientos de piedad islámicos protagonizados por mujeres en El Cairo de finales del siglo XX, emergentes a partir de otros imaginarios30.
3. ¿Después del giro lingüístico? Problematizando «mujeres» y «género»
Resulta lógico que tan variada e ingente producción histórica, cada vez más influida por debates transdiciplinares que articulan los estudios de género y sexualidad, se despliegue sobre la heterogeneidad teórica que parece presidir el estado actual de la investigación. Dicha variedad, no obstante, se da en un contexto en el que el debate de los años ochenta y noventa del siglo pasado, suscitado por la crítica posestructuralista a las premisas teóricas de la historia social, aunque no se haya agotado, sí que ha remitido, tanto en su presencia como en su virulencia31. Algunas incluso evalúan que, en la actualidad, las aproximaciones recientes a la historia de género ponen de manifiesto un momento de cruces y convergencias más que de confrontación de posturas, e incluso se vislumbran bases compartidas que no se podrían haber imaginado que se produjeran al calor de aquellos enconados debates32. En efecto, se podría afirmar que buena parte de la historia de género ha asumido tanto un sentido amplio de imposibilidad de objetividad como la premisa de que el conocimiento sobre la diferencia sexual no es fijo sino históricamente variable.
Al mismo tiempo, si bien se ha podido superar la dureza de los debates en torno al posestructuralismo en historia que tuvieron lugar en los años noventa (y de los cuales se alimentó y a su vez nutrió, como hemos visto, la historiografía feminista y el concepto género), las controversias que se suscitaron entonces subyacen a buena parte de la investigación. De ahí que las agendas sigan ocupadas por cuestiones como la diferencia, la subjetividad, la identidad, la experiencia, el lenguaje, el poder y la agencia. Y que la comprensión de dichos conceptos, y de cómo se conforman y entretejen históricamente, siga sin ser unívoca y sustente la vieja disputa entre, por un lado, aproximaciones que priman los imaginarios sobre la diferencia sexual: discursos, categorías, sentidos comunes, regímenes de verdad, como marcos de posibilidad de emergencia de experiencias, sujetos, subjetividades y acciones, y, por otra parte, enfoques que enfatizan la existencia de un margen de negociación (femenina) subjetiva y autónoma con respecto a dichos marcos33.
Buena muestra de que la discusión ha continuado, desde finales del siglo pasado, ha sido la formulación de «respuestas» o caminos alternativos a la historia de género posestructuralista, que reflejan y participan del debate más general en la disciplina,34 sobre la base de la reclamación de la materialidad del género a partir de la crítica a los percibidos como excesos discursivos del giro lingüístico. La denominada historia de los afectos y de las emociones, en diálogo con filosofías pos-posestructuralista (también las feministas)35, que han orientado el giro afectivo y material en ciencias sociales y en humanidades, y la nueva historia biográfica que maneja una noción de sujeto más plural y no preestablecido, serían las expresiones más exitosas de dichas respuestas36. En el caso de la primera, ha estado guiada por una pretensión inicial de colocar las emociones en un primer plano del análisis histórico, tanto en calidad de objeto de estudio como de motor del cambio –en la constitución de los sujetos, por ejemplo–, así como de superar la dicotomía razón/emoción y la tradicional –moderna y occidental– relación jerárquica entre ambas. Y se ha topado con las dificultades derivadas de hacer compatibles una ontología prediscursiva de la emoción (a veces con base en el cuerpo) y el empuje historizador (heredado del giro lingüístico), que se refuerza con los enfoques poscoloniales cuestionadores de las operaciones del universalismo eurocéntrico. A mi juicio, inclinar la balanza hacia lo primero podría llevar, en el caso de la historia de género, a reforzar un esencialismo que apenas hemos empezado a desmontar.
En un balance reciente sobre historia y emociones, P. Nagy opta por la segunda propuesta. Hace hincapié en la necesidad de dar respuesta al peligro de caer en un «reduccionismo naturalista» derivado de la asunción de las teorías de los afectos ligadas a la neurociencia o a la psicología, para las cuales la experiencia –emocional– sería anterior al lenguaje y a la conciencia, exenta de creencias y cognición sobre el mundo. Para ello, sugiere, además de historizar las teorías científicas y los «paradigmas de la emoción», disolver la oposición entre la expresión lingüística de la emoción y su experiencia corporal, así como recordar que las manifestaciones corporales de las emociones son producto de normas culturales interiorizadas que establecen las condiciones de posibilidad de lo que se siente37.
Aunque no sería generalizable, este es un buen ejemplo de cómo, incluso en aquellas formulaciones que se presentaron inicialmente como respuesta al giro lingüístico, los historiadores e historiadoras han asumido los retos antiesencializadores e historizadores, muy presentes en la historia de género, que emergieron de los debates epistemológicos y teóricos de los noventa. Como Afirma Sue Morgan,
[…]alterar narraciones lineales de progreso en favor de historias de contradicción y ambigüedad ha sido incómodo, pero permanecer indiferente a los desafíos epistemológicos planteados por el posestructuralismo es, incluso ahora, arriesgarse a reproducir, sin interrogarlas, las categorías históricas más básicas 38.
Son precisamente estas categorías, convertidas en sustrato firme de nuestros análisis, las que nos resulta más difícil de repensar.
En efecto, si bien las historiadoras de género suscribirían sin vacilación el presupuesto de que la feminidad y la masculinidad no son inmutables, la inestabilidad y variabilidad históricas de la identidad y la categoría «mujeres» se siguen topando con la preocupación por una formulación de la política feminista en torno a ese mismo sujeto colectivo como grupo subordinado. Esta tensión entre política (que enfatiza lo compartido) e impulso historizador (que visibiliza las diferencias) ha llevado, según Joan Scott, a la realización de estudios históricos que, si bien se sustentan sobre el tropo de la «construcción socio-cultural de sexo y género», y, por tanto, parecen haber superado la distinción naturaleza/cultura que permeaba el binomio; sin embargo, no afrontan la historización de las categorías hombre o mujer. Y esto es así, en gran medida, porque con género aluden a «representaciones, rasgos y roles asignados a hombres y mujeres pero no a la categoría de mujer u hombre en sí misma, que no se problematiza como tal»39. Esta ausencia de problematización ha podido conducir, por una parte, a no desarrollar en profundidad ese proyecto desencializador que esbozó Denise Riley, el de deconstrucción de la categoría mujeres en el contexto occidental, a partir del presupuesto de que no existe un fundamento ontológico permanente, continuo ni preestablecido para la identidad femenina40. Por otro lado, quizá haya supuesto dejar fuera del análisis nociones de feminidad y de género, invisibilizadas por aquellas hegemónicas/normalizadas, y por la subordinación al género de otros criterios modernos de clasificación e identidad como la clase, la raza, la colonialidad, la nación, la religión, etc. El desafío lanzado por Riley ha sido abiertamente afrontado por historiadoras de contextos no occidentales, que han abordado este trabajo de historización de la categoría «mujeres» (Tani Barlow en su análisis del debate sobre la modernidad china), de la de «sexo-género» (Najmabadi en su exploración de la modernización de los ideales de belleza en el Irán Qajar) o de las de agencia y sujeto (Mahmood para los movimientos de piedad de las mujeres en el Egipto de finales del siglo XX). A pesar de que, como dice A. Burton, para muchas de nosotras esto era «más duro que masticar acero», estas investigaciones han contribuido a formular una revisión de nuestros presupuestos y conceptos analíticos41.
Desde 1999, la propia Joan Scott había expresado sus dudas e insatisfacción con el género, que le habían llevado a interrogarlo como categoría analítica y a tratarlo como una pregunta abierta. Había sugerido, de manera reiterada, la importancia de la historización (una palabra que significa diferentes cosas en distintos contextos) y la desnaturalización/deconstrucción tanto de la categoría «mujeres» como de la del género (entendida habitualmente como una relación hombre/mujer jerárquica e invariable, casi siempre en oposición heteronormativa), si se quería comprender la realidad histórica del pasado sin aplicar presupuestos del presente o de culturas hegemónicas42.
Pero fue Jeanne Boydston quien en 2008 reunió un amplio corpus de investigación histórica reciente que problematizaba una noción de género normalizada, que había devenido «sentido común» de la investigación histórica en la materia. Aunque situaba la elaboración de los fundamentos de dicha problematización en los años setenta y ochenta, con la crítica de los feminismos negros y del «tercer mundo», Boydston subrayaba la interpelación al género tanto desde enfoques poscoloniales (que señalaban el etnocentrismo del género) como desde investigaciones sobre géneros y sexualidades, más allá de marcos binarios y de normas heterosexuales, en culturas no occidentales y en el mundo premoderno43. Este «sentido común», aparentemente neutral, se apoyaba sobre tres supuestos implícitos: que el género siempre estaba presente como vertebrador de relaciones de poder; que aludía siempre a un binario (hombres y mujeres/masculinidades y feminidades); y que denotaba siempre una relación de oposición o antagonismo. El problema con esta noción de género radicaba, siguiendo a Boydston, en que no solo no servía para analizar otras conformaciones históricas de diferencia sexual, no necesariamente binarias, no siempre antagónicas o en las cuales el género no habría vertebrado relaciones de poder, sino que además podría haber contribuido a invisibilizar o tergiversar otras realidades sobre las cuales se habría impuesto.
Uno de los cuestionamientos más sistemáticos y demoledores del género tal y como quedó normalizado desde los años noventa del siglo pasado fue el que desarrolló Ôyèronké Oyèwúmí en su La invención de las mujeres44. En esta temprana crítica al etnocentrismo del género se persigue desmontar precisamente los citados presupuestos sobre los que descansa una noción de género implícitamente transhistórica y universal (por lo tanto universalizable), que opera tanto en el plano de la práctica histórica como en el conocimiento actual sobre el pasado. Por un lado, la autora sostiene que fue la empresa imperial británica la que inoculó el género como marco de comprensión y estructuración social inexistente en la sociedad precolonial (yoruba en este caso, articulada en torno a otro «sentido» del mundo). Y, además, que los estudios de género angloeuropeos sobre, por ejemplo, África siguen desarrollando prácticas de universalización epistemológica. No es casual que el libro de Oyèwúmí se haya traducido recientemente al castellano (nada menos que veinte años después de su primera versión en inglés) por uno de los grupos de investigación de feminismo decolonial latinoamericano, y que haya servido de referente en la reactivación de la discusión en torno al patriarcado (o sea, a la estructura de poder sobre la base del sexo) para la comprensión del mundo precolonial de América del Sur (Abya Yala)45.
A partir de estos trabajos, Boydston trasladaba la crítica al concepto de género como binario de opuestos a ámbitos euroamericanos y modernos, planteando que «el binario pudo no haber sido tan completamente odioso ni haber estado tan ampliamente arraigado como muchas de nosotras habíamos supuesto»46. Esto nos llevaría a entender, por ejemplo, que la historia de género a finales del XIX y comienzos del XX en Norteamérica fue más compleja de lo que la categoría binaria permite imaginar, incluso para el análisis del feminismo, en la medida en que clase, raza, religión, etc. fueron constitutivos del mismo. Esta crítica de la categoría género como binario fue retomada en 2016 por Anna Krylova, quien insistía en su implícito binarismo heterosexual, y ahondaba en la problemática de la reificación del concepto ligada a la conformación de relaciones de poder47. Krylova situaba el origen del problema, no solo en el uso del género por parte de las historiadoras, sino sobre todo en la teorización scottiana del poder y la identidad. Para ella, Scott habría permanecido atrapada en la tensión, derivada de la teorización posestructuralista, entre desestabilización de oposiciones y fijación de las mismas, a pesar de su intento por deconstruir el binario de género. Lo que proponía, en consecuencia, era una solución de mayor calado: la revisión del «método» posestructuralista guiado por Derrida (sistemas de significación binarios) y Foucault (regímenes de conocimiento y poder)48.
Conclusiones
En los últimos treinta años, la historia de género ha experimentado un crecimiento cuantitativo y geográfico sin precedentes. Su desarrollo, especialmente en lo que llevamos de siglo XXI, podría identificarse por una ampliación de campos de investigación, una expansión global inédita y cierta heterogeneidad teórica, compartida con el devenir reciente de la disciplina histórica. Se ha intentado mostrar aquí cómo dicha ampliación es en gran medida resultado de la formulación del género que elaboraron historiadoras como N. Z. Davis, Joan Kelly y Joan W. Scott. Mientras que su caracterización como elemento constitutivo de fenómenos históricos considerados centrales ha generado multitud de estudios históricos que demuestran que sin el género no pueden entenderse adecuadamente las revoluciones, las construcciones nacionales o los imperialismos, el énfasis en su carácter relacional ha posibilitado la proliferación de historias de las masculinidad-es (atención a los hombres en tanto que seres sexuados). Tal ampliación se ha debido también a la historización del sexo y al cuestionamiento que algunas filósofas feministas hicieron, desde los años ochenta, de la dicotomía género/sexo y de su alineamiento con el binomio cultura/naturaleza, que ha propiciado una convergencia, más o menos entusiasta, de la historia del género con la historia del sexo y de la sexualidad-es.
La expansión global de la historia de género ha facilitado no solo el impulso de historias transnacionales sino también la profundización, a través de la historia poscolonial, en una crítica que ya habían formulado las feministas afroamericanas, latinas y del tercer mundo desde los años setenta, dirigida a poner en evidencia los efectos (imposición e invisibilización) de la universalización de categorías elaboradas desde el feminismo blanco occidental. Entre otras, la de «mujeres», que ya fue sometida a escrutinio en el marco del intenso debate que suscitó la teorización posestructuralista en historia, cuyo impacto sobre la historiografía feminista fue particularmente enérgico, en torno al carácter variable y discursivamente construido de los sujetos históricos. Si bien desde hace unos años esta discusión teórica ha perdido acritud, e incluso se podría afirmar que una parte de las respuestas a la centralidad explicativa del lenguaje ha incorporado nociones de sujeto y emoción historizadas y variables, la disparidad teórica a la hora de aproximarse a la diferencia sexual en el pasado se ha mantenido hasta la actualidad.
Un ingrediente, no nuevo, se ha colocado en un primer plano de los debates recientes en historia de género: el escrutinio en torno al propio concepto entendido y aplicado como categoría analítica, que siempre presupone un binario permeado por relaciones de poder. Dicha problematización, que no deja de ser una ampliación de la crítica a otras categorías de origen moderno y occidental, se ha visto alimentada por el empuje de la investigación empírica de sociedades precoloniales y premodernas desde la crítica poscolonial y queer. Más allá de la discusión específica sobre la utilidad del género o su conversión en una pregunta abierta al pasado, estas impugnaciones invitan de nuevo a seguir abordando dos problemáticas centrales en la historiografía feminista, en torno a las cuales es muy probable que sigan girando investigaciones y debates en los próximos años. Por una parte, la articulación de diferencias históricamente significativas y de relaciones de poder forjadas en contextos específicos y, por otro lado, su implicación en la configuración de prácticas y sujetos históricos concretos.