Sumario: Introducción. 1. Las doctrinas económicas. 1.1. El keynesianismo. 1.2. El estructuralismo. 1.3. La nueva macroeconomía clásica. 1.4. La teoría del interés público o “funcionalista”. 1.5. La teoría de los grupos de interés, los grupos de acción colectiva o grupos de presión. 1.6. La teoría de la elección pública (Public Choice). 1.7. La Teoría de la agencia. 1.8. La teoría institucionalista. 1.9. La “nueva economía política”. 1.10. La teoría del compromiso creíble. 2. Discrecionalidad, compromiso público e institucionalidad. 2.1. La discrecionalidad. 3. Conclusiones. Bibliografía.
Introducción
En la evolución histórica del Estado constitucional o Estado de derecho, llamado así precisamente porque su nacimiento tiene lugar con la aparición de las “cartas de derechos” o “constituciones” como medio para proteger las libertades individuales frente al poder absoluto del Estado, podemos distinguir, muy básicamente y con una finalidad más didáctica e ilustrativa que académica, tres etapas bien diferenciadas que responden a distintas ideologías o concepciones políticas y económicas de la sociedad: el Estado “gendarme”, del laissez faire o Estado liberal; el Estado benefactor, Estado de Bienestar o Welfare State, que surge como reacción del primero y, la que proponemos en el presente trabajo: el Estado regulador.
Para no incurrir en confusiones, desde ya adelantamos que este nuevo modelo de Estado que proponemos es solo eso, un modelo que, según creemos, basados en la observación de la evolución que ha sufrido el Estado desde el inicio de la Edad Moderna, es el que mejor responde a uno de los pilares que deben sostener la estructura y el funcionamiento estatal. Nos referimos al principio de subsidiariedad. No obstante no ser el tema central de nuestro trabajo, nos vemos en la obligación de dejar sentada desde ahora nuestra opinión en cuanto al olvido, la mala interpretación o directamente el rechazo que dicho principio ha sufrido en la evolución del Estado moderno y las doctrinas subyacentes que pretendieron dar explicación a tal evolución.
Podría resultar llamativo que en un escrito que se pretende jurídico se comience por hablar de doctrinas económicas, pero nuestra justificación a tal eventual objeción es que, a nuestro entender, son estas las que han protagonizado los grandes cambios sociales del siglo XX y continúan haciéndolo aún en el presente sin que las doctrinas jurídicas hayan marcado su orientación o, al menos, estas últimas han estado rezagadas respecto de aquellas o, lo que es peor, han surgido como consecuencia de su promoción. Entre los acontecimientos históricos que han enmarcado esas teorías, y solo con carácter enunciativo, podemos mencionar a la llamada Gran Depresión de los años treinta (que en opinión de algunos autores fue una de las principales causas de la posterior guerra mundial),1 a la que los países buscaban desesperadamente una solución; el auge del desarrollismo y la tecnocracia de los años sesenta, con el nacimiento de nuevas escuelas económicas que hacían hincapié en el fortalecimiento de las industrias nacionales como factor esencial para el desarrollo (era muy común por ese entonces hablar de los “Planes Nacionales de Desarrollo”) y eran caracterizadas por cierto recelo en la apertura indiscriminada de las economías (entre los economistas que se pueden mencionar como pioneros de esta escuela de pensamiento se encuentra el argentino Raúl Prebish).
Finalmente, no podemos dejar de mencionar la década de la liberalización económica de los años ochenta, fundamentalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos (y que para Latinoamérica, por el contrario, significó lo que los economistas llamaron la “década pérdida”), caracterizada por una gran liberalización de la economía (fundamentalmente en materia de servicios públicos) que produjo profundos cambios en el modelo de Estado hasta entonces existente, y la aún creciente globalización económica (especialmente provocada por la innovación tecnología y las grandes multinacionales a través del mercado financiero).
Ante la vertiginosidad de estos cambios, el mundo jurídico, en su carácter de rector y ordenador social, parece haber quedado a la zaga, y no ha acompañado dichos cambios con las normas jurídicas correspondientes. Por otro lado, y enfocados ya en nuestro específico objeto de estudio, tenemos el derecho administrativo que, como bien señala Antonio Jiménez Blanco, tiene como objeto primario las relaciones entre el Estado y la sociedad, lo que a su vez se descompone en una serie de cuestiones: qué idea se tiene del Estado; qué idea se tiene de la sociedad; dónde se traza la línea divisoria entre uno y otra, y cuáles son sus puntos y técnicas de conexión.2
Las respuestas tradicionales a estas cuatro preguntas han sido, básicamente, las siguientes: a) el carácter unitario y monolítico del Estado; b) la consideración de la sociedad como un conjunto de individuos iguales; c) el entendimiento del Estado y de la sociedad como dos sistemas autónomos y autorregulados, y d) la visión de la relación del Estado -de la Administración, en particular- con la sociedad como una mera adición de intervenciones puntuales. Ello llevaba a creer que interés público e interés privado eran conceptos siempre antagónicos y, cada uno de ellos, también monolítico. Con la emergencia de la “administración prestacional”, continúa el mismo autor, después de la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, tras la Segunda, los rasgos anteriores experimentan una transformación sustancial.
Estas ideas, desde la perspectiva concreta de dos ciencias naturalmente tan vinculadas, pero históricamente ignoradas como el derecho y la economía, han sido expuestas con claridad por Gaspar Ariño Ortiz3 al decir que, en los últimos años, la relación economía y derecho han cambiado sustancialmente. Economistas de la talla de Hayek o Stigler han prestado creciente atención al sistema institucional en el que la economía se mueve. Juristas como Richard Posner, por ejemplo, han escrito obras de gran relevancia,4 o Ronald Coase, quien no obstante su condición de jurista obtuvo el Premio Nobel de Economía por sus estudios sobre los derechos de apropiación y la eficiencia de las reglas del mercado. Hoy, todos hemos tomado conciencia de la estrecha relación entre los sistemas económico y legal.
La relación entre derecho y economía cobra especial relevancia al momento de hablar de la regulación. Una vez más con el precitado académico diremos que:
… hoy todo el mundo entiende que la regulación económica y el derecho público están mutuamente imbricados. Ello quiere decir no solo que regulación y derecho se implican mutuamente sino también que, en ambos, la normativa y la acción, la previsión y la decisión, actúan conjuntamente al servicio del mismo fin. Este fin es, a la vez, la eficiencia económica (promovidas por las poderosas fuerzas del afán de lucro, la creatividad y la libre iniciativa en sectores estratégicos de la sociedad) y la justicia (el dar a cada uno lo suyo, el asegurar el servicio universal, a un precio asequible, a todos los ciudadanos, de aquellas prestaciones que integran el estándar de vida mínimo de un país). El resultado final de esta combinación será diferente a la suma de las partes: ni la mentalidad jurídica, ni la económica, por sí solas, servirán para entenderlo.5
Esta percepción parece ser también compartida por los economistas de la llamada “nueva economía política”, que surge como una visión superadora del positivismo científico que tuvo origen en el siglo XVIII, y que entre sus muchas consecuencias tuvo la de una separación de las ciencias en compartimientos estancos o “ciencias autónomas” provocada por los grandes descubrimientos científicos. Ello llevó a una desintegración del saber, propia de la Edad Media y el Renacimiento. Por supuesto, la economía no fue ajena a esa desintegración y así se separó de la política.
Afortunadamente, en las últimas décadas se ha producido un renacimiento en el campo de la economía política representada, fundamentalmente, por la llamada “economía institucionalista”. Ello ha constituido un fructífero punto de encuentro, no solo entre economistas y politólogos, sino que ha incluido también a juristas, sociólogos y otros estudiosos de las ciencias sociales.6 A continuación, y solo a efectos de facilitar la comprensión de lo que aquí decimos, exponemos sintéticamente las principales de estas ideas.
1. Las doctrinas económicas
1.1. El keynesianismo
Una de las más relevantes doctrinas económicas por sus efectos en la relación Estado-sociedad ha sido el “keynesianismo” (nombre derivado de su autor, John Maynard Keynes). El keynesianismo surge como la pretensión de aplicar un criterio racional a la organización social, como una especie de “ingeniería social”, frente a la libertad de las fuerzas del mercado que hasta entonces regían a la sociedad. En esta etapa, al Estado solo le cabía una función de “policía” (administraba justicia, velaba por la seguridad de los ciudadanos y prestaba servicios sanitarios mínimos). Frente a ello, el pensamiento keynesiano pretendió racionalizar las fuerzas del mercado para asegurar el pleno empleo y el crecimiento, afectado gravemente después de la Gran Depresión económica de 1929. Esa ingeniería económica comprendía sistemas como el Estado de Bienestar, la planificación central o las políticas de ingresos. Keynes cambió su pesimismo de corto plazo con respecto al capitalismo por un optimismo de largo plazo derivado de la “socialización de la inversión”. Esta debía consistir en el desarrollo de las instituciones que complementarían al mercado para compensar los grandes desequilibrios y controlar la incertidumbre.
1.2. El estructuralismo
Dada su desconfianza natural hacia los mecanismos del mercado como consecuencia, especialmente, de las guerras mundiales y la Gran Depresión, esta doctrina concebía al Estado como agente principal de la modernización tanto en el ámbito productivo como en el social e institucional. Dentro de esta estrategia, además de la administración presupuestaria y las políticas de remuneraciones, la otra herramienta fundamental fueron las empresas públicas, que debían convertirse en los motores de la inversión y el cambio de las estructuras de producción, a través del desarrollo de actividades intermedias básicas o de fuertes externalidades (positivas). El fracaso del estructuralismo parece ponerse de manifiesto en la década de los ochenta, especialmente entre las economías latinoamericanas, que fueron quienes en su mayor parte adoptaron las recomendaciones de esta corriente de pensamiento económico (al punto que se la conoció como la “década pérdida”), cuando la mayor interdependencia comercial y financiera entre los países acarreó una pérdida de autonomía en el manejo de las políticas económicas nacionales. Todo ello puso en cuestionamiento también la teoría keynesiana y su modelo de “economía cerrada”.
1.3. La nueva macroeconomía clásica
En respuesta a la crisis del keynesianismo se comenzó a desarrollar (especialmente después de la crisis petrolera de 1973) una “economía de oferta” de contenidos diferentes a los del estructuralismo basada, fundamentalmente, en el repliegue del Estado y la liberalización de los mercados con políticas económicas muy restrictivas y sin pretensiones anticíclicas. Junto con la desvalorización del rol del Estado en la economía se perdió el interés en las políticas de largo plazo, bajo el supuesto de que un ambiente de estabilidad macroeconómica y de incentivos a la inversión privada sería suficiente para acelerar el crecimiento. Con la inflación proliferaron los mecanismos de reajuste de los ingresos y de anticipación a los aumentos de precios.
Los “nuevos clásicos” del pensamiento económico elaboraron la Teoría de las expectativas racionales, según la cual los agentes económicos están informados para procesar correctamente las señales de los mercados y anticiparse a las intenciones de las autoridades económicas, a fin de neutralizar las políticas. Se supone que, en general, los agentes económicos, además de tener la información necesaria para conocer las tendencias de los mercados en los cuales operan, tienen una interpretación correcta de la estructura de funcionamiento de esos mercados y estos son suficientemente flexibles.
1.4. La teoría del interés público o “funcionalista”
Una primera aproximación a la regulación, asociada con el crecimiento de esta actividad en Estados Unidos desde fines del siglo XIX (la llamada “era del progreso”) es la otorgada por la Teoría del interés público o “análisis funcionalista”. Esta teoría sostiene que el Estado actúa a favor del “interés público” para contrapesar las imperfecciones del mercado. Bajo esta concepción, los funcionarios públicos traducen las preferencias públicas en regulaciones legales, y las legislaturas elegidas dirigen a tales funcionarios hacia la persecución del bien público. Aquellos, presionados por la regulación, actuarían como agentes por el interés público.
Desde una óptica más general, la teoría funcionalista o del interés público ha sido criticada sobre la base de que la regulación suele fallar en la elección del interés público. Para algunos, esta observación indica que debemos aprender de estas fallas y diseñar mejores instituciones regulatorias. Para otros, esto sugiere que los proyectos regulatorios están ya caducos y deben ser reemplazados por políticas de desregulación. Entre estos críticos de la Teoría del interés público se propone una visión diferente de la regulación basada en los grupos de interés.
1.5. La Teoría de los grupos de interés, los grupos de acción colectiva o grupos de presión
Una variante menos extrema que la Teoría de las expectativas racionales es la de los grupos de acción colectiva o grupos de presión. Esta teoría sostiene que las políticas públicas tienden a reflejar los intereses de los grupos organizados. La influencia que estos grupos pueden ejercer sobre las autoridades les reporta beneficios o rentas, que deben ser pagadas por la sociedad en su conjunto. El ejemplo clásico es la organización de intereses industriales que demandan protección arancelaria.7 La generalización de este concepto dio origen a la Teoría de la sociedad rentista.8
Los teóricos de los “grupos de interés ven la regulación como el producto de relaciones entre diferentes grupos y entre estos y el Estado. En vez de concebir a la regulación como un reflejo del “espíritu público”, de la élite de un Estado hegeliano, estos teóricos se sitúan desde un pluralismo abierto en finalidades hasta llegar al corporativismo. Los pluralistas ven grupos competitivos en pelea por el poder en las elecciones y como ganadores por coaliciones de grupos que usan dicho poder para ajustar a su medida los regímenes regulatorios. Del otro lado, los corporativistas ven grupos vencedores en sociedad con el Estado y en la producción de estructuras regulatorias que excluyen a quienes no participan de sus intereses.
Un ejemplo de esta teoría puede ser la presión por parte de los grandes productores de pan por bloquear la aprobación de una ley de Nueva York (1905) que limitaba el número de horas que los panaderos podían trabajar por semana. Originalmente, esta norma fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Estados Unidos, pero lo que ahora nos interesa destacar es que, desde el punto de vista de los intereses económicos (“grupos de interés”), la ley fue el producto de la presión ejercida por una combinación de los grandes panaderos de Nueva York por el temor a la competencia que provocaría la entrada de inmigrantes preparados y dispuestos a trabajar cuantas horas hicieran falta. Es de destacar también que, actualmente, desde comienzos del siglo XXI, los individuos y las minorías no cuentan con la ayuda de la Suprema Corte si desean combatir normas regulatorias.
1.6. La Teoría de la elección pública (Public Choice)
Una tercera aproximación a la regulación, basada en la teoría microeconómica y que incluye las perspectivas ya mencionadas, es la Teoría de la elección pública. Esta teoría sostiene que los políticos tratan de maximizar las posibilidades de ser elegidos, es decir, son maximizadores de votos; de este modo, niega la posibilidad de una racionalidad colectiva. Solo hay intereses privados, por lo que los agentes del Estado, cuando actúan racionalmente, lo hacen en beneficio propio y generan el “rentismo” (rent seeking). Esta crisis reveló una pérdida de confianza en la razón aplicada a la ingeniería social keynesiana, y también a la institucionalidad prevaleciente. Se plantean dudas frente a la supuesta capacidad de los administradores del Estado para el control de las fuerzas económicas. No se trata de una desconfianza en la capacidad individual de los conductores estatales, sino más bien de un problema sistémico. La pregunta que se plantea es si el sistema económico-social puede ser conducido por el Estado hacia el progreso económico, frente a la alternativa de que los agentes económicos actúen libremente de acuerdo con su propia racionalidad.
Todas estas aproximaciones ven el origen y desarrollo de la regulación como conducida por la búsqueda del propio interés racional por quienes intervienen en la política y persiguen sus preferencias en un modo afín a la actividad del mercado. Así, el núcleo de esta visión está centrado en la actividad individual de los actores más que en la actividad de los grupos. Desde esta perspectiva, el interés público juega un rol menor en la construcción de los regímenes o sistemas regulatorios. La regulación viene a ser un commodity “comprado” en el mercado por aquel que tenga mayor poder económico. La actividad política, desde este particular punto de vista, no es más que una actividad racional en búsqueda del propio interés. Esta visión fue la que gobernó en los años setenta y ochenta tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, y puede sintetizarse en la expresión: “Gobierno por el mercado”.
Esta concepción de la regulación como producto espontáneo del mercado ha sido también cuestionada desde distintos ángulos, entre ellos, el de no poder explicar de dónde vienen las preferencias en el “mercado” (tomadas como dadas en la teoría económica convencional; por qué son diversas; cuánto varían y por qué cambian. Las partes, además, pueden carecer de determinadas preferencias sobre cuestiones políticas o regulatorias. Pueden conducirse de modo altruista respecto a importantes cuestiones y podrían orientarse en diferentes caminos en otras de acuerdo al rol que adopten (por ejemplo: como compradores, como vendedores, como profesionales, etc..).
Por otro lado, la deficiencia en la información (“información asimétrica) puede impedir a los reguladores o burócratas actuar de un modo racional, a fin de servir a sus propios intereses. El proceso de los “intereses de grupo” podría afectar la regulación de un modo incontrolable por las preferencias privadas, y las burocracias regulatorias pueden perdurar más allá de la vida de sus componentes. Además, uno de los mayores desafíos que enfrenta la teoría de la regulación es precisamente que la experiencia de la desregulación parece confundir las predicciones teóricas. Ante este desafío, Sam Peltzman9 ha intentado rehacer la teoría económica de modo de acomodar las dos cosas: la extensión de la regulación “de intereses particulares” y la desregulación. En este sentido, este autor ha notado que la teoría económica, si bien parece explicar satisfactoriamente el proceso desregulatorio de los años setenta y ochenta, falla, entre otras cosas, en su respuesta respecto del diseño de sus instituciones y su adaptabilidad.
1.7. La Teoría de la agencia
Las deficiencias en la Teoría de la elección pública antes señaladas parecen haber sido receptadas por la llamada Teoría de la agencia. Esta teoría nuevamente se asienta en instrumentos económicos, incluidos los análisis de la información, para explorar los mecanismos por los cuales las preferencias de los votantes son traducidas a través del proceso político en “políticas públicas”. La ideología de los legisladores es, en tales casos, tomada en cuenta con miras a las prácticas de los votantes, y la cuestión central es el control y las relaciones de agencia (agente-dependiente).
El tema más importante de esta teoría es que los sistemas democráticos convencionales y sus procedimientos permiten solo un limitado control sobre los actores y agentes: los votantes tienen problemas en controlar las legislaturas, los legisladores tienen dificultades en controlar las entidades gubernamentales (oficinas del Gobierno, entes reguladores o administraciones independientes), y dificultades similares se extienden a lo largo de todos los niveles de Gobierno. La cuestión radica, entonces, en el costo y la dificultad de las partes controlantes para obtener información de una calidad adecuada para un efectivo control sobre las partes controladas.
Algunos autores han planteado variantes a la Teoría de la agencia hasta convertirse en auténticas burocracias, al punto de que continúan su crecimiento aun cuando sus objetivos ya han sido satisfechos. Así, MacDonagh pone por ejemplo la Ley de Pasajeros inglesa entre 1800 y 1860 como muestra del crecimiento regulatorio en el siglo XIX, la cual refleja un proceso independiente por el cual los procesos administrativos tienden a crecer hasta convertirse en burocracias. Otros, en cambio, hacen hincapié en el rol de las instituciones o de los sistemas, y explican los cambios producidos en los arreglos gubernamentales. A estos los denominaremos “institucionalistas”. Para ellos lo que se debe cuestionar, más que los intereses de los actores, son las nociones convencionales de la “captura regulatoria” y actores de la regulación como una contienda entre autoridades públicas e intereses privados.
1.8. La Teoría institucionalista
La regulación, según los “institucionalistas”, implica una inevitable mezcla de características públicas y privadas y, consecuentemente, es más provechoso intentar comprender las complejas y cambiantes relaciones entre y dentro de las organizaciones que se encuentran en el “corazón” de la regulación; entender el camino en el cual diferentes instituciones vienen a cohabitar en un “espacio regulatorio compartido” caracterizado por una serie de cuestiones regulatorias sujetas a decisión pública.
El marco institucional es un conjunto compuesto de reglas, restricciones informales (normas de comportamiento y convenciones) y sus características en términos de cumplimiento (enforcement). Todos estos elementos juntos determinan la interacción humana. Son las “reglas de juego” básicas que los actores deben conocer ex ante. Las organizaciones que surgirán de dichas reglas reflejarán las oportunidades disponibles de los “jugadores” o los “entrepeneurs políticos” (emprendedores empresarios, políticos o económicos). Si las restricciones resultaran en que los mayores retornos se encuentran, por ejemplo, en la actividad criminal (para los políticos y economistas), en el sabotaje (para las firmas), o en la distribución de permisos monopólicos (para los reguladores), entonces podemos esperar que estas organizaciones se adapten para maximizar esos márgenes. Por el contrario, si los beneficios vienen de las actividades que aumentan la productividad, entonces es de esperar el crecimiento económico.10
1.9. La “nueva economía política”
La llamada “nueva economía política” puede hacer aportes valiosos a las precedentes teorías. Ello por cuanto esta nueva corriente de pensamiento tiene como característica esencial, a diferencia de lo que a partir de la década de los noventa se ha dado en llamar “nueva economía” (basada en la revalorización de las empresas tecnológicas y de telecomunicaciones), su interdisciplinariedad, cuestión que le ha permitido enfocar el estudio de la intervención del Estado en la economía, no solo desde una perspectiva económica, como hemos visto que han hecho las teorías del interés público, de la elección pública, de los Grupos de Interés y sus variantes, sino desde una visión más amplia. Esto es, incluyendo la visión de otras ciencias como la psicología, la sociología y, fundamentalmente, la ciencia política.
La creación de instituciones que provean bajos costos de transacción en los mercados económicos es la clave de la creación de economías productivas. La dificultad de los mercados políticos radica en que es muy difícil medir lo que se intercambia. Es decir, es muy difícil definir en términos claros y precisos los bienes (y servicios) en juego. En muchos casos, quizás esta tarea sea imposible. Los acuerdos se materializan en leyes, regulaciones, decretos del ejecutivo, etc. Otra dificultad adicional, y que hemos adelantado al mencionar los “modelos subjetivos” que los actores hacen de su entorno, es la “ideología”. Una ideología es una explicación abarcadora o totalizadora del mundo y su realidad circundante. En este sentido, la estructura organizada actúa como “aglutinante” al identificar y promulgar una causa común, y ello puede contribuir a reducir los costos de transacción.
Un marco de costos de transacción para el estudio de la política se debe construir, entonces, sobre dos ingredientes: los modelos subjetivos de los actores y los costos de transacción que surgen de las instituciones políticas específicas que subyacen al intercambio político en diferentes formas de Gobierno. El primer elemento influye necesariamente sobre el segundo. La importancia del análisis del marco institucional de los sistemas políticos, a diferencia del estrictamente “económico” que hacía la teoría “neoclásica”, es que dicho análisis permite determinar la evolución de tales sistemas. Para ser más claros: el marco institucional de la política (y la economía) se caracteriza por retornos crecientes, de forma tal que el cambio incremental está fuertemente sesgado a favor de políticas consistentes con el marco institucional básico. Esto es lo que se conoce como Teoría de la interdependencia o path dependence.
1.10. La teoría del compromiso creíble
Kenneth Shepsle sostiene que tanto los individuos como las sociedades pueden obtener mayores ventajas en la medida en que sean capaces de establecer compromisos de cumplimiento obligatorio para sí mismos (self enforcing). La posibilidad de comprometerse a llevar a cabo un determinado curso de acción constituye un factor esencial para que los intercambios sean mutuamente beneficiosos. Si bien en algunos casos la cooperación y coordinación pueden surgir espontáneamente de la acción descentralizada, en muchos otros solo podrán ser alcanzadas en el marco de ciertas instituciones sociales. Los mecanismos institucionales para escapar de estos círculos viciosos constituyen, como hemos dicho, uno de los temas centrales de la nueva economía política. Los mecanismos institucionales, para ser óptimos, requieren de cinco elementos básicos: coordinación, imposición, eficiencia, justicia y compromiso (commitment).
El compromiso es un elemento esencial en el tema que venimos desarrollando. Shepsle cita una frase de J. Elster: “La discreción es enemiga de la optimalidad y el compromiso su aliado”. Con esto quiere decir que la habilidad para comprometerse, usualmente (no siempre) extiende nuestro conjunto de posibilidades; mientras que la capacidad de discreción -que incluye la libertad para renegar o para comportarse de manera oportunista-, lo reduce.
La existencia de una autoridad discrecional, que hace que el compromiso no sea “creíble”, genera, como es de suponer, serios problemas para un regulador (o cualquier agente del mercado que tenga que tomar decisiones) ya que no puede negar que vaya a optimizar consistentemente sus actuaciones según las circunstancias de cada momento, aun cuando estaría mejor si pudiera negarlo. Esta es la situación que los economistas, en la denominada teoría de los juegos, reconocen como “equilibrio de Nash”, o “equilibrio ineficiente” o “dilema del prisionero” donde los “jugadores” (agentes del mercado) estarían todos mejor si pudieran privarse ellos mismos de la discreción para jugar sus estrategias óptimas respectivas, pero no tienen un “modo creíble” de comprometerse más que actuando de tal forma que optimicen al máximo sus intereses (cada uno de ellos desconoce la decisión que tomará el otro). He aquí, según creemos, la paradoja del ejercicio de la discrecionalidad.
Ante la ausencia de credibilidad un plan óptimo puede ser inconsistente, es decir, incompatible con la maximización de su eficiencia periodo por periodo, según las circunstancias del momento y, por lo tanto, poco real para tomar las decisiones. En cambio, un plan consistente, puede ser subóptimo.
Para resolver este dilema, Scheeling examinó la táctica de negociación de atarse a sí mismo (precompromiso) e impedir cualquier discreción que uno pudiera tener en el futuro. De este modo, afirma el autor: la coerción externa puede ser un substituto del compromiso. Por ejemplo, si los supermercados aprecian la decisión del Gobierno de prohibir abrir determinados días, es porque ello impide a los competidores que abran ese día.11
La conclusión a la que llega el autor -y que compartimos- es que no debemos apresurarnos a admirar el compromiso y condenar la discreción.
2. Discrecionalidad, compromiso público e institucionalidad
2.1. La discrecionalidad
En realidad, muchos de los compromisos sociales que los gobiernos y los reguladores deben enfrentar a diario se presentan ante situaciones como las descritas. Los clubes, las organizaciones sociales y empresariales, y las legislaturas, por ejemplo, se comprometen a sí mismos de manera creíble a determinadas reglas y hacen “difícil” -pero no imposible- su modificación (por ejemplo, requiriendo mayorías cualificadas para adoptar determinadas decisiones). Este tipo de mecanismos, según creemos, puede adoptarse también en el seno del poder judicial. Es decir, mediante la “autorrestricción”. La ventaja de la “autorrestricción” es asegurar el comportamiento presente motivado por las expectativas futuras.12 En el caso de una institución del Estado, como el poder judicial, esta “autorrestricción” se traduce en una mayor “deferencia” hacia las decisiones discrecionales del poder ejecutivo, o, en otros términos, dentro de su margen de libre apreciación.
Las instituciones ofrecen la posibilidad de permitir que varios agentes hagan compromisos creíbles. Por ejemplo, a través de claros derechos de propiedad (bien definidos y ejecutables), pero también -y he aquí lo que queremos resaltar- otorgando cierto poder discrecional a las autoridades para que, ante casos imprevistos, puedan actuar de manera óptima.
El problema de “cuánta discrecionalidad habrá que otorgar es una cuestión de prudencia política.13 Ahora bien, para que esta discrecionalidad no tenga efectos contrarios a los que se pretenden, esto es, la previsibilidad de las conductas y la eficiencia del sistema, deberá ser “limitada” (o proporcionada), y para ello requiere estar controlada. He aquí, entonces, el dilema que se plantea al poder judicial, institución fundamental de la república, encargada de controlar la actividad de la administración pública: cómo hacer para que ese control no interfiera en la legítima y necesaria labor de prudencia política que corresponde a la administración pública que, tal y como veremos más adelante, se torna cada vez más necesaria a la vez que compleja.
Llegados hasta aquí debo advertir que acerca de la discrecionalidad administrativa no abundaremos en el presente artículo dada la centenaria y abundante doctrina sobre la materia.14 Solo pretendemos advertir la necesidad de revisar los criterios jurisprudenciales hasta ahora desarrollados sobre el particular, dada la evolución del Estado social de derecho en la actualidad, a fin de dar un panorama sobre el estado actual de la cuestión,15 el cual sintética y esquemáticamente exponemos a continuación.
Dentro de la doctrina española se entiende que la discrecionalidad administrativa no es plena y solo es aplicable a algunos elementos de la potestad administrativa, y aún así está sujeta a un control judicial. De esta manera podríamos hablar, en calificación que hacemos propia, de un “control estricto”. La doctrina francesa ha ido desde considerar que la discrecionalidad solo es aplicable a actos de pura administración sin control judicial, hasta sostener que no hay actos discrecionales sino cierto poder discrecional, y solo puede juzgarse la oportunidad de la medida adoptada; el Consejo de Estado ha desarrollado técnicas de limitación de la discrecionalidad. En Alemania se distinguía la discrecionalidad libre y la sometida. Actualmente, el “margen de libre apreciación” concreta los conceptos jurídicos indeterminados. La doctrina argentina sostiene que no puede existir la “nomocracia” que reduzca la aplicación autónoma de la norma; debe existir, eso sí, “una habilitación normativa que implica una remisión legal que da la opción de elegir dentro de los límites formales establecidos”. En Chile, la discrecionalidad administrativa no ha deparado mayores problemas dada la existencia del recurso de amparo y de protección; sin embargo, el uso abusivo de este último no deja de deparar serios problemas al buen actuar de la administración pública como al propio Poder Judicial, si atendemos a la cantidad y calidad de recursos interpuestos.16
Los criterios antes expuestos se muestran hoy insuficientes o, el menos, requieren de un replanteo. En efecto, actualmente hay una demanda social que exige un obrar cada vez mayor del órgano ejecutivo motivada, en su mayoría, por los llamados derechos sociales o derechos de tercera (y cuarta) generación.17 Simultáneamente se impone -y también se demanda- un control judicial cada vez mayor a este obrar como medio de limitación a eventuales abusos de poder o actuaciones arbitrarias. Ante tal estado de cosas, la pregunta necesaria es la siguiente: ¿Cómo combinamos la celeridad y eficiencia que se exige al órgano ejecutivo con el control judicial estricto sobre su obrar? ¿Cómo lograr un equilibrio para que el ejecutivo obre y no se desborde? ¿Cómo logramos que el control judicial no obstaculice el accionar administrativo? En suma, existe una tensión entre el ejecutivo y el judicial, que se advierte en las múltiples acciones que se interponen y el desborde que padecen los tribunales de justicia. Dicha tensión impacta en la estabilidad del Estado de derecho y en el principio de separación de funciones del poder.
Sentado lo anterior, y a fin de armonizar las teorías económicas con las jurídicas, hemos de decir que, desde la segunda mitad del siglo XX, aquellas han tenido una influencia decisiva en el modo de concebir al Estado en su relación con la sociedad, y han relegado el rol que al derecho le corresponde como rector del orden social. Más concretamente, el rol que corresponde al derecho administrativo como encargado de la administración del Estado y del bien común, y las consecuentes y necesarias discreciones o de “libre arbitrio”.18 Así, a medida que dicha discrecionalidad se ha hecho cada vez más necesaria para atender a las ingentes demandas sociales y la inclusión, dentro de la mayoría de los textos constitucionales, de los llamados “derecho sociales”, el control judicial sobre la administración pública se ha vuelto cada vez más estricto.
En este sentido, nuestra tesis es que los criterios que hasta el día de hoy viene usando la jurisprudencia que, en líneas generales, podemos definir como un control estricto (doctrina española) de la actividad discrecional de la administración, debe tornar hacia una mayor “deferencia” del poder judicial sobre la actividad de las acciones de la administración pública para resolver situaciones sociales imprevisibles (intertemporales), resoluciones estas que no deberían provenir, por su naturaleza, función y estructura, del poder judicial, y que encuentran su correlato en lo que en la terminología del análisis económico se denomina como “consistencia” de un programa o plan, que asegura sus buenos resultados aún a costa de ciertos “compromisos” previamente asumidos. Así, y como señalamos más arriba, no cabe “condenar” per se la discrecionalidad, o afirmar en forma “dogmática” que la discrecionalidad de la administración pública (siempre en el marco de lo que la ley permite) debe ser controlada o limitada al máximo por cuanto esta es necesaria para adaptar los comportamientos (compromisos ex ante,) a los hechos o circunstancias, Solo así, entendemos, se podrán alcanzar democracias más estables, o, según la terminología al uso, una mayor “gobernanza”, cuestión esta que, en atención a las crecientes demandas sociales, requiere cada vez más de un mayor ejercicio de la virtud de la prudencia, no solo por parte del poder ejecutivo, sino también del judicial.
3. Conclusiones
La llamada “nueva economía política” ha realizado un importante aporte al campo de los estudios sociales en general, y a las ciencias políticas y al derecho en particular, al hacer un análisis más amplio y más comprensivo del comportamiento de la administración pública a partir de instrumentos de la ciencia económica como los costos de transacción, la elección racional y la teoría de los juegos. Su conclusión parece ser clara: las instituciones juegan un rol fundamental en el proceso de toma de decisiones y afectan inevitablemente a estas por lo que su estudio no debería ser omitido.
Las teorías económicas que aquí hemos mencionado han tenido una influencia decisiva en el modo de concebir al Estado en su relación con la sociedad; sin embargo, las ciencias jurídicas no parecen haber acompañado tal desarrollo. En consecuencia, se torna necesario un replanteo del derecho como rector del orden social. Más específicamente, del derecho administrativo, cuyo objeto propio de estudio es la relación Estado-individuo y, dentro de este, el ejercicio de las facultades discrecionales de la Administración y su control. En este sentido, el principio de “autorrestricción” al que alude la teoría (económica) institucionalista se traduce, en el ámbito del poder judicial -institución fundamental del Estado de derecho- en lo que la doctrina jurídica constitucional ha dado en llamar el principio de “deferencia”.19
Dicho lo anterior, justo es reconocer que desde el nacimiento de las cartas constitucionales la lucha por controlar el poder ha sido, y continúa siendo, el denominador común en las democracias modernas, pero se ha tornado más difícil aún con el advenimiento del llamado Estado de Bienestar que, con un sentido más jurídico y preciso, José María Rodríguez de Santiago ha denominado Estado social,20 caracterizado por su activismo en materia económica y social, lo que ha llevado en no pocas ocasiones a olvidar el principio de subsidiariedad, el cual ha sido el principio fundamental del accionar del Estado desde que el mismo fuera acuñado por el papa León XIII en su encíclica Rerum novarum.21
No obstante, independientemente de la doctrina filosófica y política que se adopte sobre el Estado y su rol en la sociedad, en la actualidad no parece haber lugar para poner en duda que en todo Estado de derecho la discrecionalidad administrativa no puede encontrarse al margen del control jurisdiccional. De esta manera, la cuestión que queremos plantear en el presente manuscrito es la siguiente: cómo controlar judicialmente la actuación de la Administración sin violar la clásica división de poderes o, dicho con más justeza, división de funciones, y sin que dicho control torne inoperante o subóptimo, en términos de la ciencia económica, el funcionamiento del Estado de Bienestar. En otras palabras, cómo evitar que el control judicial de la actividad administrativa de prestación social torne impracticable, imposible o ineficiente la actuación administrativa en procura del Estado social según la concepción de Estado vigente.
La respuesta al dilema planteado merece ser motivo de futuras investigaciones de orden interdisciplinar entre las ciencias económicas y las jurídicas, que podrán tener importantes implicancias no solo para el orden institucional y la gobernabilidad de las democracias modernas, sino también para la concepción del derecho y la justicia heredada del positivismo jurídico y que tantas tensiones ha producido.22 En particular, con el rol que el poder judicial está llamado desempeñar en la sociedad, y la coordinación de su actuación con la administración pública en su condición de administradora del bien común, la cual se torna, reiteramos, cada vez más necesaria para atender a las ingentes y complejas demandas sociales.