Introducción
El Debate Sobre El Republicanismo
En más de un sentido, la filosofía jurídica y política de Kant ha sido objeto de intenso debate y discusión. No solo ha sido tremendamente influyente en dos de los filósofos de la política más destacados del siglo XX como John Rawls y Jürgen Habermas, sino que ha dado pie a un debate entre filósofos e historiadores del pensamiento político respecto a cuál sería su orientación principal y cómo se le debería clasificar o categorizar. En su interpretación, algunos comentadores de Kant han ensayado aproximaciones donde lo que se pone en un primer plano es un motivo característico de su filosofía política y jurídica como lo pudiera ser el contractualismo, el cosmopolitismo, el derecho natural, o incluso, en la tradición de Rawls, el constructivismo1. Dejando de lado la pregunta sobre cuáles son las ventajas e inconvenientes de cada una de estas interpretaciones, lo que resulta un hecho es que habría otra importante tradición del pensamiento político frente a la cual la filosofía política kantiana podría ser leída y dilucidada, a saber, el republicanismo. Llama la atención, sin embargo, que en diversas discusiones esta dimensión de su pensamiento haya quedado muchas veces relegada y no se busque determinar qué sería lo específico de su republicanismo2.
Respecto a este último punto es conveniente hacer una importante clarificación: el tema del republicanismo de Kant ha sido sin duda a menudo abordado en la literatura secundaria; por ejemplo, cuando la discusión que se lleva a cabo versa sobre el opúsculo de Hacia la paz perpetuay la “forma de gobierno” (Regierungsart) que las naciones debiesen adoptar. Sin embargo, el republicanismo rara vez ha sido tomado como la nota distintiva -o, en todo caso, como una de las más cruciales- que define el proyecto político kantiano como un todo. Algo que podría explicar por qué Kant no ha sido leído desde este punto de vista puede rastrearse a dos formas semejantes -aunque no idénticas- en las que actualmente se discute el republicanismo en el debate académico. Por un lado, ciertos historiadores del pensamiento político, como Quentin Skinner (1998, 2002, 2008) y Maurizio Viroli (1998, 2002), han tratado de reconstruir en términos históricos una tradición del pensamiento político que, a su juicio, con propio derecho, debe ser llamada republicana, y que contaría entre sus más destacados representantes a figuras como Cicerón, los historiadores latinos, Nicolás Maquiavelo, John Milton, Montesquieu, Jean-Jacques Rousseau, Mary Wollstonecraft, Alexis de Tocqueville, y los así llamados “founding fathers” norteamericanos, como Thomas Jefferson, James Madison y Alexander Hamilton.
Por otro lado, existe en la actualidad una vertiente sistemática de la filosofía política de corte explícitamente republicano que ha sido desarrollada en los trabajos de Philip Pettit (1997, 2012) y Frank Lovett (2001, 2009, 2010). Echando mano de algunas nociones del republicanismo histórico, Pettit y Lovett otorgan en su planteamiento un gran valor a la participación política, al autogobierno y a las virtudes cívicas, pero yendo más allá de los antecedentes históricos republicanos, estos autores enfatizan el ideal de la libertad política como “no dominación” (non-domination). De acuerdo con Pettit y Lovett, el progreso y los logros políticos de las comunidades deben ser evaluados y determinados a partir de esta noción clave, la cual pretende ser una alternativa a las aproximaciones o desarrollos comunitaristas o liberales y a la dicotomía -planteada por Isaiah Berlin (2002) en su famoso ensayo- entre libertad positiva y negativa. Así pues, el republicanismo contemporáneo sin duda abreva en muchos sentidos del republicanismo histórico antes delineado, pero el primero parece tener una noción más definida y articulada de lo que significaría la libertad política, y con base en dicha noción buscaría hacer en la época presente una revisión bastante substantiva de todas las instituciones que rigen la vida política y social.
En este sentido, cabe preguntarse: ¿por qué Kant no ha sido integrado a las discusiones republicanas en boga? La primera razón que advierto es la siguiente: dado que en el pensamiento político kantiano se encuentran presentes distintas tesis que se relacionan con la arquitectónica más amplia de su filosofía crítica trascendental, no es difícil entender por qué esta teoría política no ha sido colocada dentro de la gran narrativa de las figuras republicanas antes mencionadas, mismas que, en términos generales, tuvieron en sus propuestas una orientación política mucho más pragmática, toda vez que prescindían de elementos metafísicos o especulativos que en otras tradiciones ocupaban un papel mucho más predominante, como es el caso, por ejemplo, de la tradición aristotélica y escolástica del derecho natural.
A pesar de que Kant explícitamente adopta cierto tipo de republicanismo en sus escritos, acepta la división tripartita de gobierno sugerida por Montesquieu, y se inspira en diversas figuras de la tradición republicana que ya se han mencionado, resulta claro que no puede ser considerado sin más como un republicano típico, ya que, por ejemplo, existen elementos en su pensamiento que no necesariamente encajan con rasgos importantes de dicha tradición. Una clara muestra de ello sería el hecho de que Kant no consideró que el republicanismo estuviese ligado a la capacidad directa y activa por parte de los ciudadanos de tener un involucramiento substancial e imprescindible en la toma de decisiones dentro de la comunidad política3. Por el contrario, Kant realiza varios esfuerzos teóricos por mostrar que el republicanismo podría ser consistentemente pensado y concebido precisamente sin dicho rasgo o característica, y esto, sin duda, lo aleja en alguna medida de la tradición republicana histórica. Asimismo, en relación con el ideal de la libertad política como no dominación -propio de las posturas republicanas contemporáneas-, uno podría decir, aunque no sin ciertas dificultades importantes, que el mismo se encuentra más o menos próximo a ciertas nociones kantianas como el Principio Universal del Derecho4. Pero dicho ideal, incluso si se empalmara con el Principio Universal del Derecho -cosa que, como se acaba de apuntar, es más bien improbable-, en todo caso no agotaría desde una perspectiva kantiana las funciones y metas más amplias del Estado que, por ejemplo, en tanto que colectivo imputable con ciertas obligaciones, debiese perseguir o fomentar5. Por solo mencionar un claro e importante ejemplo: la consecución a nivel internacional de la paz perpetua como summum bonum politicum. El ideal republicano contemporáneo tampoco sería, desde una perspectiva kantiana, particularmente adecuado para caracterizar de forma precisa las formas legítimas en que uno puede contribuir a corregir las distintas instituciones políticas existentes y los estándares racionales normativos a los que uno debe plegarse para realizar dicha labor.
Existen muchos núcleos teóricos y premisas que considero son característicamente kantianos, y que, si bien no se encuentran en oposición directa, no me parece que sean prima facie equivalentes a los rasgos más típicos del republicanismo, especialmente dentro de su variante sistemática contemporánea. Por ello, a continuación exploraré algunos temas que permiten poner de relieve algunas características de la concepción kantiana de la libertad y la acción políticas que lo separan de otros proyectos republicanos -tanto históricos como contemporáneos- y que conforman un tipo especial de republicanismo, a saber, el republicanismo kantiano. Un tipo de republicanismo sin duda particular, que no se deja encajar con facilidad en otra clase de proyectos político-jurídicos, pero que todavía exhibe una gran vigencia y atractivo.
Para que queden más en claro cuáles son, a mi entender, los rasgos más definitorios del republicanismo kantiano procederé de la siguiente manera. Dividiré mi argumentación resaltando, en cada caso, cierta nota o aspecto del proyecto político de Kant. En primer lugar, discutiré el papel que juega el contrato social en aras de determinar la legitimidad de un Estado y de las acciones legales y jurídicas que este último puede emprender. Con ello pretendo subrayar que, a juicio de Kant, existe una forma típicamente republicana en la cual el poder legal se ejerce, y, no menos importante, una validación de dicho ejercicio jurídico republicano mediante la observancia por parte de los ciudadanos de las prácticas y las instituciones que hacen posible el orden jurídico mismo. En segundo lugar, en íntima conexión con el punto anterior, trataré el tema del ejercicio de la crítica por parte de los ciudadanos ante el Estado. En este contexto, discutiré la famosa prohibición kantiana al supuesto derecho de revolución y, de la mano de esta temática, estableceré el tipo de agencia característica que tienen los ciudadanos y la forma en que estos pueden externar su disenso en un contexto republicano. En tercer y último lugar, tocaré el tema del republicanismo kantiano a la luz del derecho internacional. La teoría kantiana según la cual existen tareas propias que el Estado tendría que asumir en el concierto de las naciones, arroja luz, de forma importante, a la naturaleza misma de dicha institución, y a ciertos motivos republicanos característicos de Kant que, me parece, son sumamente atractivos y que se echan de menos en posturas de otro corte. En mis conclusiones haré una valoración de cómo estos tres aspectos conforman un peculiar tipo de republicanismo que, a pesar de no coincidir con otros esfuerzos teóricos republicanos históricos o contemporáneos, resulta una propuesta digna de ser tomada en cuenta hoy en día.
I. El Contrato Social Y El Orden Institucional
Antes de abordar el vínculo entre el republicanismo y el contractualismo en Kant al que recién aludía, es preciso determinar con exactitud qué es lo que el contrato original implica y a qué cosas obliga dentro de su teoría6. A diferencia de otros pensadores contractualistas -como John Locke, por ejemplo- que consideraron el contrato original como un evento fáctico o histórico, Kant claramente lo concibe como un ideal de la razón que requiere o exige por parte de los seres humanos la instauración de un orden jurídico de una determinada especie. Tal como escribe en el ensayo Sobre el tópico común: esto puede ser correcto en teoría, pero no vale para la práctica 7:
Por el contrario, se trata de una mera idea de la razón que tiene, sin embargo, su indudable realidad práctica; a saber, la de obligar a todo legislador que dicte sus leyes como si pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo (aus dem vereinigten Willen eines ganzen Volkes), y a que considere a cada súbdito (Untertan), en cuanto que quiere ser ciudadano (Bürger), como si hubiera votado por su acuerdo con una voluntad tal. Pues ahí está la prueba de toda legitimidad pública. (Rechtmäßigkeit eines jeden öffentlichen Gesetzes) (ÜGTP AA 8, p. 297)
Incluso si con esta peculiar concepción del contrato social Kant elude ser blanco de distintas críticas, quedarían, no obstante, ciertas preguntas abiertas. Aquí podemos formular algunas de ellas. En primer lugar: ¿cuál es la utilidad de un contrato que solo se deriva de una idea de la razón y que parece únicamente convalidar un Estado que, con toda probabilidad, ha llegado a ser más bien por azar y por violencia?8 Y en segundo lugar: incluso si este contrato cuya realidad trascendental somos nosotros capaces de asir nos proporciona cierta guía y orientación respecto a la razón de ser de cierto tipo de órdenes jurídicos, ¿cómo podría uno apelar a dicho contrato a fin de que los derechos fundamentales de cada uno sean garantizados y que solo se legislen leyes justas, si es que dicha idea, tal como se muestra en el pasaje antes citado, solo parece en Kant apelar al legislador y no así a los ciudadanos? Sin lugar a dudas, si lo que uno reclama del contrato original kantiano es que funja como un criterio que nos proporcione pautas de acción concretas para solventar cualquier problema que pudiera presentarse en una comunidad política, uno terminará por decepcionarse. Cumplir tal función sobrepasa por mucho lo que cualquier concepto normativo político puede brindar. Sin embargo, a pesar de que el contrato original no puede desempeñar dicha tarea más amplia, este sí permite establecer ciertas condiciones fundamentales que nos permiten juzgar que un determinado colectivo humano constituye cabalmente una comunidad política, adscribir legitimidad a las acciones que la autoridad de dicho colectivo realice, y definir las obligaciones que el mismo contrae tanto en el presente como en un futuro. Desde un punto de vista particular, el contrato social cumple una función modesta en lo que respecta al número de sus funciones, pero cada una de ellas tiene una tremenda importancia. Pues tal como el propio Kant explica:
La unión (Verbindung) de muchos con vistas a un fin común (que todos tienen) se halla en todo contrato social (Gesellchaftsverträgen); pero aquella unión que es un fin en sí (que cada uno debe tener), por tanto, la de los hombres n todas sus relaciones externas, en general, que no pueden evitar el llegar a un influjo recíproco, es un deber primordial e incondicionado (unbedingte und erste Pflicht ist): tal unión solo puede encontrarse en una sociedad en la medida en que esta se halla en el estado civil, es decir, que constituya una república. (ein gemeines Wesen) (ÜGTP AA 8, p. 289)
Lo que se establece aquí no es que tengamos una condición de rivalidad unos con otros, como en el modelo hobessiano, sino más bien el hecho de que, dadas las condiciones propias de nuestra existencia, tenemos la ineludible tarea de interactuar con otros seres humanos y de establecer con ellos ciertos parámetros de convivencia justa y racional que permitan la agencia libre de cada uno de los individuos. En otros términos, la justificación del estado jurídico no descansa, en la concepción kantiana, en determinados rasgos antropológicos negativos o violentos. Incluso si el estado de naturaleza fuera mucho más idílico que el entrevisto por Hobbes, este seguiría siendo, en términos normativos, un estado precario. En la Doctrina del derecho, Kant elucida este punto cuando afirma:
Ciertamente, no por eso el estado de naturaleza (natürlicher Zustand) debiera ser un estado de injustica (iniustus), en el que los hombres se tratasen mutuamente solo desde la medida de su violencia; pero era en verdad un estado sin derecho (status iustitia vacuus), en el cual, cuando el derecho era controvertido (ius controversum), no se encontraba juez competente alguno para dictar una sentencia con fuerza legal. (rechtskräftig den Ausspruch zu tun) (RL AA 6, p. 312)
Lo anterior significa, por tanto, que no es una característica particular de la naturaleza humana -como lo pudiera ser, por ejemplo, una supuesta proclividad a la violencia o a la agresividad, o nuestro inextirpable deseo de alcanzar nuestra felicidad a toda costa- lo que marca la pauta de la implementación de un orden jurídico. Suponer un antagonismo, desde una perspectiva normativa, podría ser considerado como una premisa cuestionable, sobre todo si con base en esta se pretende fundamentar un determinado diseño institucional. En Kant la justificación adecuada del orden jurídico se halla, en último término, en la exigencia racional de ver resguardada la propia libertad de un modo adecuado, lo cual a su vez implica el que se proteja todo aquello que pueda yo reclamar legítimamente como mío; esto explica, en el contexto de la Doctrina del derecho, los grandes esfuerzos que Kant realiza para poder definir los derechos de propiedad. La libertad que con el orden jurídico queda garantizada es la libertad exterior, como queda de manifiesto cuando Kant formula el Principio Universal del Derecho: “Una acción es conforme a derecho (recht) cuando permite o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio (die Freiheit der Willkür) de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal (einem allgemeinen Gesetze)” (RL AA 6, p. 230; cfr. ÜGTP AA 8, pp. 289-290).
La normatividad que se desprende del contrato original kantiano nos indica por qué es obligatorio tener un régimen o un orden jurídico si es que el mismo todavía no se posee, y por qué, en caso de tenerlo, es una exigencia racional conservarlo, puesto que dicho orden es lo que garantiza la coordinación de las distintas voluntades libres en un plano físico externo. Al igual que Hume, Kant es perfectamente consciente de que los Estados particulares pudieron tener los comienzos más azarosos y violentos, pero eso no es lo que se encuentra en juego en el contrato original que él busca defender en su teoría política. La dimensión originaria no se encuentra en el orden del tiempo sino de la razón9. Sin este contrato fundacional es imposible tener racionalmente asegurados cualquier otra clase de derechos, obligaciones o contratos de una índole más particular. La razón por la que Kant considera que no debemos ser particularmente suspicaces sobre el origen de la autoridad civil y que debemos abandonar la búsqueda sobre sus orígenes históricos no es, a mi parecer, el hecho de que descubriremos que en efecto no hubo contrato alguno al comienzo de nuestras sociedades (cfr. RL AA, pp. 318 y ss.). Con toda probabilidad, lo que pasaría si hiciéramos eso sería descubrir que nada parecido a la celebración de un contrato, pacto o convenio tuvo en realidad lugar en momento alguno. Pero al concluir tal cosa estaríamos perdiendo de vista lo más importante, puesto que la legitimidad de un orden jurídico no descansa en su comienzo histórico, sino en la manera en que su institución representa un rompimiento respecto al estado de naturaleza y nos sitúa en un entramado racional idóneo para el despliegue de nuestras acciones. En pocas palabras: los orígenes históricos de los órdenes políticos y jurídicos son irrelevantes en términos de su legitimidad, puesto que lo que se evalúa respecto de ellos no es cómo fueron históricamente fundados sino cómo logran hacer valer la autoridad de la ley y administrar la justicia. Por lo anterior se puede decir que, al menos en términos generales y abstractos, el contrato original en Kant apunta a la necesidad de fundar y mantener el orden legal, cuyo principal definiens es, como se ha señalado, el resguardo de la libertad de cada uno conforme a una ley universal. Más adelante se verá que esto opera como la razón de fondo por la cual Kant rechaza algo así como un derecho a la revolución. Pero antes de revisar ese y otros tópicos es importante destacar aquí que, si bien como tal el contrato está principalmente orientado en la propuesta de Kant hacia el legislador -toda vez que es él, y no los ciudadanos, quien debe revisar sus actos legislativos a partir de dicho criterio (cfr. ÜGTP AA, pp. 297 y ss.)-, no menos cierto es que los ciudadanos, al respetar el estado de derecho, refuerzan la validez del propio contrato y lo que de él se desprende. Mediante el respeto al estado de derecho, los ciudadanos expresan el tipo de convivencia que desean tener entre sí, y rechazan la arbitrariedad que se daría si cada quien buscase asegurar lo que es suyo mediante la propia fuerza o autoridad. Los ciudadanos que se pliegan al estado de derecho fortalecen la validez del mismo en tanto que se atienen a las prescripciones y a las normas que la autoridad puede implementar.
Más aún, si bien no tengo oportunidad de tratar este tópico en toda su extensión, me parece que no sería contrario al espíritu de la teoría kantiana de la propiedad decir que uno debe respetar el sistema de la propiedad privada no solo porque, de transgredirlo, uno se vuelve objeto de la coerción externa y del castigo penal, sino porque, en tanto que agentes racionales, debemos buscar preservar una de las condiciones esenciales que permiten la agencia humana libre -una agencia humana libre en la tierra-, cuya “superficie esférica”, en palabras de Kant, “une a todo el espacio en su superficie” y coloca a los seres humanos en la necesidad de interactuar los unos con los otros (cfr. RL AA 6, p. 262). Conforme a la explicación que brinda Kant de la máxima de Ulpiano suum cuique tribuere, tenemos la obligación de entrar “en una sociedad con otros, en la que a cada uno se le pueda mantener lo suyo” (RL AA 6, pp. 236-237). A este respecto, Paul Guyer (2004) señala con acierto que “if we have a duty to enter into a state in order to institute our claims to property rights, then we also have an on-going duty to maintain a state as long as we maintain those claims” (p. 36).
Así pues, de lo anterior es posible colegir que el contrato original, dentro del amplio proyecto político kantiano, conecta de un modo muy natural con la tarea fundacional de otorgarle legitimidad al Estado como institución, así como con las diversas prácticas que son determinantes para su correcto funcionamiento. Solo a través de esta institución y el resguardo de sus prácticas más constitutivas es de esperar que la libertad de los individuos quede debidamente asegurada.
Con todo, conviene ahora revisar el otro lado de la moneda, a saber, no solo la manera en que, en un contexto kantiano republicano, el estado de derecho es preservado, sino cómo este podría ser en un momento dado criticado y modificado. Esto nos dará claridad sobre cómo concibe Kant la ciudadanía republicana y los rasgos y límites propios de la misma.
II El Espacio público y El EjErcicio crítico ciudadano
Salvaguardar el orden jurídico y político no solo se logra mediante el respeto al sistema de propiedad y a las otras medidas que el Estado pueda legítimamente implementar. En aras de este fin también es importante canalizar adecuadamente la inconformidad y el desacuerdo que, en un momento dado, uno pudiera tener como ciudadano respecto a las autoridades en turno y a las leyes elaboradas por estas. En otras palabras: el disenso cívico no puede devenir -por importantes razones- en una revolución violenta o en un golpe de Estado. Como se verá con mayor detenimiento en la argumentación de esta sección, el ejercicio crítico entrevisto por Kant ayuda, a entender del filósofo, mucho más al bienestar de la república y a la vida política en general que cualquier sedición, revuelta o revolución
Mucho se ha discutido en torno al tópico de la revolución en Kant, casi siempre en tono crítico respecto a la postura por él defendida. Su posición parece ser, a juicio de muchos, otra muestra inequívoca de su obstinado rigorismo. El argumento según el cual un “derecho a la revolución” sería una especie de contradictio in adjecto -toda vez que, de existir tal derecho, debería haber una autoridad debidamente constituida que pudiera, imparcialmente, hacerlo valer, y esta tendría que ser a su vez, por obvios motivos, una autoridad distinta y superior a la del Estado existente que podría sancionar a este último (cfr. ÜGTP AA 8, p. 300; RL AA 6, pp. 319-320) - poco eco y resonancia parece tener, a pesar de su coherencia y lógica, entre los detractores de la postura kantiana. Y esto quizás por motivos que no son en lo absoluto desdeñables, pues si bien puede pensarse que fundamentar un supuesto derecho a la revolución jurídicamente podría conducir a un regressus in infinitum, como el propio Kant afirma, no menos cierto es que uno razonablemente podría pensar y justificar que, en todo caso, debería haber un derecho moral a la resistencia y al eventual derrocamiento de un gobierno despótico o tiránico. Pensar esto se vuelve particularmente plausible ante diversas catástrofes totalitarias del siglo XX que devinieron en guerras y genocidios.
Dejando de lado en este marco la cuestión de por qué Kant no concedió un derecho moral de esta índole y de por qué no estableció como Rawls, por mencionar un ejemplo, una distinción entre una teoría ideal y una no ideal de la política y el derecho (cf. Rawls, 1971, pp. 245 y ss.), quisiera subrayar un aspecto que, a mi parecer, pocas veces suele ponerse de relieve en la discusión sobre la postura defendida por Kant. En primer lugar, es de resaltar que su prohibición, dentro de los límites estrictos del derecho, se encuentra en armonía con lo que el contrato original plantea. Como Kant mismo escribe: “Y no existe república jurídicamente constituida sin tal fuerza que reprime toda resistencia interior, ya que ésta acontecería según una máxima que destruiría toda constitución civil y arruinaría el único estado en el que los hombres pueden poseer derechos en general” (ÜGTP AA 8, p. 299).
Por un lado, resulta ser evidente que una máxima jurídica que autorizara a una rebelión sería autodestructiva respecto al propio estado de derecho, puesto que comprometería continuamente todos los principios y procedimientos jurídicos; todos ellos podrían ser derogados en cualquier momento por el revolucionario que hace uso del derecho a la rebelión y solo ve en las prácticas jurídicas existentes manifestaciones de un Estado corrupto.
Por otro lado, no resulta claro que un individuo en particular pueda arrogarse la potestad de hablar por la voluntad general en su conjunto10. Incluso si hoy en día uno buscara establecer un consenso sobre qué se considera un Estado fallido a partir de ciertos métodos estadísticos, índices económicos, reportes de violación a los derechos humanos, etcétera, la pregunta quedaría abierta:
¿quién podría arrogarse la fuerza o potestad legítima de hablar por el pueblo en su conjunto y, por lo mismo, quién podría estar en condiciones legítimas de llevar a cabo la revolución? Los líderes que podrían disputarse este derecho fácilmente podrían multiplicarse y cada uno podría ostentar una superioridad moral frente a sus adversarios para llevar a cabo la tarea. En este escenario, uno se pregunta: ¿quién ha de tener credibilidad y legitimidad en dichas circunstancias? Una cosa es cierta: en el momento en el que estos líderes y sus seguidores deciden romper con las instituciones, ya no actúan propiamente hablando como ciudadanos sino como miembros de una revuelta cuyo éxito nunca puede quedar garantizado.
Esto no es, de ninguna forma, un asunto menor. Al observar el orden jurídico ejercemos un tipo peculiar de agencia, a saber, la que es característica y propia de los ciudadanos. Y los ciudadanos tienen a su disposición, de acuerdo con Kant, formas particulares de manifestar sus puntos de vista e incluso su desacuerdo e inconformidad respecto a los asuntos públicos. En nuestra calidad de ciudadanos tenemos el derecho de emitir juicios en la esfera pública en aras de contribuir a la mejora de las diversas instituciones que rigen la vida común. Más aún, a juicio de Kant, es posible decir que cualquier prohibición de ejercer este derecho y libertad sería contraria a los fines más propios del Estado. Tal como Kant lo plantea:
Por tanto, como cada hombre tiene, no obstante, sus derechos inalienables (unverlierbaren Rechte), a los que no puede renunciar aunque quiera, y sobre los que él propio está facultado para juzgar; y como la injusticia (das Unrecht), que sufre según su opinión, proviene, según aquella suposición, solo del error o del desconocimiento de ciertas consecuencias por parte del poder supremo: entonces se ha de otorgar al ciudadano y, por cierto, con permiso del soberano mismo, la facultad de dar a conocer públicamente su opinión sobre lo que le parece haber de injusto contra la república en los decretos de aquél. (ÜGTP AA 8, p. 304)
Como Hobbes, Kant cree que los ciudadanos no tienen derecho a derrocar al gobierno, pero a diferencia de él, considera que los ciudadanos sí pueden ser lesionados por las leyes y los decretos del Estado. De acuerdo con Kant, “el pueblo tiene derechos inalienables ante el jefe de Estado, aunque éstos no son coercitivos” (ÜGTP AA 8, p. 303). Este derecho concreto de expresar lo que es mejor para la comunidad -es decir, contribuir a la mejora del estado de derecho- solo puede ser logrado mediante la conformidad de nuestras acciones con lo que las normas jurídicas racionales -cuya expresión encuentra su fundamento, en último término, en la idea de contrato original- prescriben y ordenan. Sin lugar a dudas, el lugar típico de la obra kantiana donde este tema se aborda es en el famoso ensayo Respuesta a la pregunta:“¿Qué es la Ilustración?”. Pero antes de dirigir mi atención brevemente al mismo, quisiera destacar un punto importante -y que muchas veces pasa de largo- que se encuentra presente en otro ensayo suyo, Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía, y que está relacionado con los distintos ámbitos del ejercicio de la discusión y la crítica públicas. Debido a la importancia de lo que a continuación he de subrayar, cito el pasaje relevante en cuestión in extenso:
Ahora bien, para pasar de una metafísica del derecho (que prescinde de todas las condiciones de la experiencia) a un principio de la política (que aplica estos conceptos a casos de experiencia) y llegar así a la solución de un problema de la última según el principio general del derecho, el filósofo ha de proponer: 1). un axioma, es decir, una proposición apodícticamente cierta, que resulta directamente de la definición del derecho exterior (concordancia de la libertad de cada uno con la libertad de todos según una ley universal); 2) un postulado (de la ley pública exterior como voluntad unida de todos según el principio de igualdad, sin la cual no habría libertad alguna en ningún Estado); y 3) un problema: cómo llevarlo a cabo, de suerte que en una sociedad tan grande se mantenga, no obstante, la concordia según principios de libertad e igualdad (a saber, mediante un sistema representativo); lo que luego sería un principio de la política, cuya organización y ordenación contendrá entonces decretos que, extraídos del conocimiento por experiencia de los hombres, se propongan sólo el mecanismo de la administración de la justicia y cómo ha de organizarse éste convenientemente. El derecho no tiene nunca que adecuarse a la política, sino siempre la política al derecho. (VRML AA 8, p. 429)
Este pasaje da cuenta claramente, por un lado, de que el filósofo tiene la facultad crítica de plantear y discutir cómo debe estar estructurado el sistema del derecho. El asunto de la alusión al filósofo en este caso no es menor, pues justamente con ello Kant está haciendo referencia, al menos indirectamente, a que esta tarea no sería una prerrogativa de los legisladores. Por otro lado, el pasaje señala que no todas las discusiones deben o pueden estar al mismo nivel: hay condiciones teóricas de las tesis y los planteamientos jurídicos, condiciones fácticas, culturales y sociales de los mismos, y condiciones sobre su ejecución y aplicabilidad en la resolución puntual de problemas. Y la manera en que los conflictos han de dirimirse tiene que ser identificando los problemas en los distintos niveles de fundamentación jurídica y buscando, a su vez, que la resolución de estos sea más bien justa e imparcial -esto es a lo que Kant se refiere cuando menciona que hay que aproximar la política al derecho y no viceversa-. Es decir, las mejoras institucionales no deben derivar nunca en un beneficio discrecional, ya sea para quienes pueden sacar ventaja de la ley como sus destinatarios, o bien para quienes buscan obtener un mayor reconocimiento público como legisladores o dignatarios. Estos exámenes no solo no están en pugna, sino que son necesarios para el robustecimiento de cualquier tipo de instituciones en las que participamos, incluyendo a las jurídicas y a las políticas. Esto, como es bien sabido, queda recogido en el llamamiento de Kant en su ensayo sobre la Ilustración a salir de la autoculpable minoría de edad mediante el ejercicio propio de la razón, la discusión y la crítica. Para estos efectos, Kant realiza una importante distinción entre el uso privado y el uso público de la razón (privater und öffentlicher Gebrauch der Vernunft) (cf. WA AA 8, pp. 38y ss.), mediante la cual demarca los límites de los espacios y las formas en las cuales un funcionario o un miembro de una institución particular pueden buscar el progreso, el mejoramiento o la reforma de ciertas prácticas o estructuras11. Los rasgos de cada uno de estos usos de la razón son bastante conocidos. Lo único en lo que quisiera reparar aquí es que el uso que Kant caracteriza como público se encuentra en consonancia con el principio mencionado anteriormente de buscar la aproximación del derecho a la política. Podríamos decir, pues, que un ejercicio crítico republicano no tendría por qué ser corrosivo. El ejercicio crítico fácilmente podría volverse corrosivo si, en consonancia con las pautas del republicanismo contemporáneo, adoptamos de antemano una actitud de recelo frente a la autoridad que, de no ser vigilada, siempre puede valer como una especie de tirano benevolente12, toda vez que esto, sin lugar a dudas, puede conducir a la consolidación ideológica de facciones y a la discordia entre los miembros de una sociedad. De ninguna manera Kant niega que debamos ejercer la crítica, pero esta no tiene por qué hacer supuestos sobre la calidad moral o la intención de los destinatarios de la misma, ni tampoco supone una actitud específica por parte de quien la ejerce, salvo la de buscar, mediante el peso específico de los propios argumentos en el diálogo, que las instituciones públicas puedan mejorar13.
Con todo lo anterior, tenemos ahora los elementos que, a mi parecer, permiten entender de mejor forma lo que Kant plantea como tareas republicanas en el contexto
III La Figura Del Estado En El Derecho Internacional Republicano
En el ámbito del derecho internacional, muchos de los tópicos que hemos abordado anteriormente encuentran una importante confirmación. Sobre todo, el tema del contractualismo kantiano reaparece de forma prominente en conexión con el republicanismo. En Hacia la paz perpetua podemos leer:
La constitución republicana es la única que procede de la idea de contrato originario (aus der Idee des ursprünglichen Vertrags), sobre la que deben fundarse todas las normas jurídicas de un pueblo (rechtliche Gesetzgebung eines Volks). Esta constitución, es, por tanto, en lo que se refiere al derecho, la que sirve de fundamento originario a todos los tipos de constitución civil (allen Arten der bürgerlichen Konstitution). (ZeF AA 8, p. 350)
Como es bien sabido, Kant distingue los gobiernos usando dos criterios principales: el número de personas que ocupan la posición de autoridad en el Estado y la forma en que el jefe de estado gobierna al pueblo. El primer criterio, es decir, la forma de dominio (forma imperii) no es lo principal para Kant, sino más bien la forma de gobierno (forma regiminis, Regierungsart), toda vez que este es el estándar adecuado para determinar si el gobierno en cuestión actúa en conformidad con la voluntad general de los ciudadanos -no existe nada, según Kant, que impida, por ejemplo, que una monarquía sea republicana, salvo que los poderes ejecutivos y legislativos descansen dentro de la misma en una misma persona, en cuyo caso, de ser esto así, el peligro del despotismo es latente. El contrato social, como ya hemos dicho, se presenta como un criterio conveniente para el legislador para probar la validez de las normas que él busca convertir en leyes públicas, toda vez que él puede enjuiciar si lo que él quiere volver una ley pudo haber recibido un consentimiento imparcial por parte de los ciudadanos. Esto no significa, por supuesto, que a lo que se alude es a un consenso fáctico respecto a particulares o asuntos concretos, mismos que podrían ser objeto de desacuerdo particular debido a la idiosincrasia de ciertos individuos o bien debido a que simplemente no quieren cargar con el peso de obligaciones adicionales. Antes bien, este ejercicio alude, como ya apuntaba Rousseau antes de Kant, al carácter impersonal de la ley, la cual no debe estar dirigida discrecionalmente a individuos o grupos particulares sino a los integrantes del pueblo en su conjunto, dado que esto es la única garantía de que la ley no sea tergiversada arbitrariamente en beneficio de algunos pocos (cfr. Rousseau, 2003, p. 61).
Estos puntos podrían sintetizar para algunos todo aquello que el republicanismo implica, al menos desde una perspectiva clásica del mismo. Pero en la perspectiva kantiana hay elementos adicionales aparejados con el republicanismo, los cuales están en conexión con el derecho y el orden internacionales. Y la razón de por qué esto es así es porque para Kant el Estado constituye una persona moral (moralische Person) (cfr. ZeF AA 8, p. 334). Esto no implica, necesariamente, que el Estado debe tener un fundamento moral o que el orden jurídico sea una especie de derivación del imperativo categórico; cuestión que en las últimas décadas ha sido importante materia de discusión en la literatura especializada kantiana y sobre la cual no podemos ahondar en este espacio. Esto más bien significa, a mi entender, tal como apunta Byrd (1995), que “the state is an entity whose actions are capable of imputation, and second, that it is the subject of laws of freedom as opposed to laws of nature” (pp. 172 y ss.).
Esta es, a mi parecer, una muy importante aseveración que tiene repercusiones significativas. Siguiendo a Byrd, pienso que es posible formular estas implicaciones de la siguiente manera: tal como el individuo moral tiene deberes, el colectivo jurídico que conforma el Estado también, pero, a diferencia del individuo, el colectivo que es el Estado no tiene deberes morales sino solo jurídicos14. Tal como el individuo tiene el deber de no cometer suicidio, el Estado tiene como deber el no disolverse y el no devolver a las personas al estado de naturaleza de una libertad sin ley. Asimismo, tal como el ser humano tiene el deber de cultivar sus propios talentos, el Estado tiene el deber de mejorar su propia constitución de forma gradual a fin de que la misma se encuentre en concordancia con los principios puros del derecho. Finalmente, tal como el individuo tiene deberes con los otros individuos, el Estado tiene deberes análogos con otros Estados; deberes tanto de obligación amplia como estricta que se encuentran formulados en los artículos preliminares y definitivos de Hacia la paz perpetua. Mientras que existen deberes estrictos para los Estados, como el no inmiscuirse en la constitución de otros pueblos y no cometer crímenes que a futuro comprometan el establecimiento de una paz mundial, existen también otros deberes para el Estado, pero en este caso de obligación amplia, que admiten un cumplimiento gradual, tales como la abolición de los propios ejércitos y la desocupación colonial (ZeF AA 8, pp. 343-347).
En su justificación de la necesidad de un orden y de derechos internacionales, Kant echa mano de un argumento semejante al que emplea al discutir la necesidad de abandonar el estado de naturaleza y entrar en el estado civil: incluso si no hay guerras en el presente, uno podría afirmar, desde un punto de vista racional, que los Estados mismos se encuentran, unos respecto de otros, en un estado de naturaleza y de precariedad normativa, pues de presentarse en algún momento hostilidades bélicas entre los mismos no habría jueces o instancias debidamente acreditadas a las que los Estados puedan apelar en aras de dirimir una controversia, y todo lo que en el nivel del derecho doméstico quedó aparentemente asegurado seguiría estando comprometido en una muy importante medida. Por lo mismo, existe la necesidad de establecer, como primera instancia, una liga de las naciones (Völkerbund) y, si las condiciones en algún momento lo llegan a permitir, un estado de las naciones o república mundial (Völkerstaat/Weltrepublik), en la cual las naciones renuncien a la parte de su soberanía que implica poder declarar o iniciar una guerra (ZeF AA 8, p. 357; cf. Byrd, 1995, pp. 177-179). Instituciones de esta índole sientan las bases adecuadas idóneas para otra clase de órdenes jurídicos, a saber, el derecho público de las naciones (ius gentium) y el derecho cosmopolita (ius cosmopoliticum) que, por su parte, imponen a los Estados obligaciones como asistir a otros Estados en necesidad y brindar a los inmigrantes asilo y hospitalidad.
Además del atractivo que tiene esta argumentación kantiana -misma que, en todos sus detalles y complejidad, es imposible de reconstruir en este espacio-15 por el hecho de que, en términos históricos, parece caracterizar de forma natural cómo es que de hecho, al menos hasta el siglo XX, surgieron determinadas instituciones jurídicas y buscaron fundamentar su propio estatus normativo, la misma se vuelve particularmente adecuada para demarcar lo específico del republicanismo de Kant frente a otros republicanismos históricos y sistemáticos, y subrayar así algunos de los rasgos más atrayentes del primero en términos teóricos.
Por una parte, frente a los republicanismos y contractualismos previos a Kant, pocas veces encontramos una preocupación por el derecho internacional y por erradicar, en ese ámbito, la violencia, y garantizar con ello la posibilidad del despliegue efectivo de la libertad. Por tan solo mencionar unos casos, Hobbes consideraba como parte substancial de la soberanía la posibilidad del monarca de desplegar los ejércitos en aras al bien común de la comunidad política (Hobbes, 1998, p. 119), y Locke caracterizaba a uno de los tres poderes del Estado, a saber, el que él denominaba como federativo, como aquel que, por definición, tenía la potestad de iniciar la guerra (cfr. Locke, 1980, pp. 76 y ss.). Incluso aquellos pensadores que sí concedieron al derecho internacional un espacio mucho más destacado en sus reflexiones, tales como el Abate de Saint-Pierre y Rousseau -a quienes Kant acredita como sus antecesores (cfr. ÜGTP AA 8, p. 313) -, situaron sus análisis en el contexto europeo únicamente, sobre todo a partir de pactos de conveniencia entre las naciones, y no pensaron propiamente el derecho internacional a escala global en términos de derechos y obligaciones a los cuales todos los Estados debieran adherirse. Por ello, pues, hay que reconocer que el haber apreciado la importancia de tematizar este ámbito no como un simple apéndice o añadido es uno de los méritos, con pleno derecho, del republicanismo kantiano.
Por otra parte, frente al republicanismo contemporáneo, cabe decir que el planteamiento kantiano republicano de la soberanía se acredita como una propuesta sugerente y atractiva, pues plantea las posibilidades de un marco adecuado para dirimir de forma arbitrada los conflictos entre las naciones. Si bien no es del todo imposible pensar -tal como se desprende de las premisas republicanas contemporáneas- ciertas estrategias de autogobierno y de vigilancia permanente sobre los órganos supraestatales por parte de la sociedad civil, no resulta claro qué tipo de modelos institucionales de ello habrían de seguirse y, sobre todo, es cuestionable pensar que con estas tesis de fondo se pueda pensar la normativa internacional como algo más que como una serie de medidas pragmáticas siempre provisionales. Ante estas problemáticas, como he apuntado, la propuesta de Kant sigue resultando como un ideal normativo sumamente atractivo.
Conclusiones
Con el desarrollo aquí presentado busqué establecer los siguientes puntos. En primer lugar, intenté subrayar el hecho de que la concepción kantiana del contrato original implica mucho más que una legitimación ad hoc de los Estados existentes. El contrato original sirve como una herramienta conceptual adecuada para establecer la necesidad de un orden jurídico, evaluar la pertinencia de las leyes que se buscan establecer, y validar teórica y prácticamente algunas de las instituciones más características del mismo. En segundo lugar, busqué mostrar que el orden jurídico republicano en Kant determina las formas legitimas en que los ciudadanos pueden externar su inconformidad con el gobierno y pueden manifestar la necesidad de modificar determinados estatutos legales. Este aspecto es muy importante porque, a mi entender, permite tematizar algo característico de la propuesta kantiana frente a otras alternativas republicanas. La razón de fondo, a mi parecer, estriba en que, en la propuesta kantiana, el ejercicio legal y político no se concibe como uno en el que el Estado, para su adecuado funcionamiento, deba, por un lado, promover para su propia autocorrección diversas virtudes entre los ciudadanos -cuestión que podría ser de suyo ya invasiva en un modelo de educación liberal- y, por otro lado, generar una suspicacia o un recelo hacia sí mismo y el ejercicio mismo de sus funciones -lo cual probablemente se realiza bajo la óptica de que el poder político en cualquier momento corre el riesgo de degenerar en despótico y de cierta concepción implícita del hombre como un ser esencialmente manipulador-, todo lo cual se traduce a puntos de vista bastante cuestionables que un Estado no tendría razón de por qué suscribir o aceptar como parte de su entramado fundamental16.
Por último, se buscó mostrar que el republicanismo kantiano está ligado íntimamente con cierta concepción del orden internacional; un orden que, en último término, se vuelve la condición de posibilidad de la paz perpetua, toda vez que todos los miembros de la liga o Estado de las naciones que Kant concibe tendrían que comprometerse a dirimir sus conflictos de una forma pacífica y lograr con ello la consecución de un sumo bien político (cf. RL AA 6, p. 355). A la luz de los elementos que aquí han sido discutidos, me parece que es posible decir, con bases suficientes, que el republicanismo kantiano exige por parte de los políticos y los ciudadanos ciertas cosas importantes -como lo hace, a su modo, el republicanismo contemporáneo de Pettit y de Lovett-, pero esto se realiza sobre una base normativa distinta que, a mi juicio, permite no erosionar desde sus fundamentos el mismo sistema jurídico y ayuda a concebir autoridades político-jurídicas legítimas. Sin duda, dirimir de un modo más exhaustivo si el republicanismo contemporáneo o aquel de cuño kantiano es una propuesta más pertinente y coherente para nuestros tiempos es una labor que no puede ser asumida aquí. Me parece, sin embargo, que estaremos en mejores condiciones de evaluar los méritos de la posición kantiana si tomamos estos núcleos teóricos en cuenta como conformando un tipo especial de republicanismo que amerita ser tomado en cuenta como una importante propuesta -todavía vigente en sus núcleos esenciales- frente a los distintos desafíos de la convivencia humana.