Introducción
En este artículo se analizarán detalladamente los principales postulados que Enrique Dussel expone en dos obras «antropológicas» que forman parte de su obra «temprana» filosófica: El humanismo semita. Estructuras intencionales radicales del pueblo de Israel y otros semitas (1969) y El humanismo helénico (1975). García Ruiz explica sobre ese momento de la obra de Dussel:
El pensamiento de Dussel durante la década de 1960 se sitúa en la tradición de la fenomenología y la hermenéutica; desde ella intenta la elaboración de una antropología filosófica fundada en la reconstrucción de las visiones de mundo subyacentes al «ser» de lo latinoamericano inspirada en Paul Ricoeur y, en general, en los análisis de la fenomenología postrascendental -Heidegger, Merleau-Ponty, Sartre, etc.-3.
La hipótesis general de investigación que sostiene Dussel para llevar adelante este estudio antropológico de tipo filosófico-hermenéutico radica en los siguientes criterios: a. la filosofía surge de un horizonte pre-científico y pre-filosófico; b. ese «mundo cotidiano» o «mundo de la vida» (Lebenswelt) no tematizado filosóficamente posee estructuras intencionales antropológicas, metafísicas y morales investigables filosóficamente; c. la filosofía constituida puede investigar los núcleos «ético-míticos» (complejo orgánico de posturas concretas de un grupo ante la existencia) de las configuraciones antropológicas. Según el autor, la formulación de toda filosofía constituida científicamente depende en última instancia de la experiencia pre-científica o cotidiana de la que emerge, es decir, de la situacionalidad histórica en la que el filósofo o los miembros de una corriente filosófica emprenden su discurso. Siguiendo los lineamientos generales de la hermenéutica contemporánea, y muy influenciado en ese momento de su obra por Paul Ricoeur, Dussel considera que debe sumergirse filosófico-categorialmente en esos mundos de comprensión a partir del estudio del lenguaje. Empleando una metodología adecuada realiza este estudio a partir de una distinción entre tres niveles expresivo-lingüísticos: a. el lenguaje de la vida cotidiana (simbólico, mítico y comportamental); b. las cosmovisiones, como contenidos últimos del mundo de la vida cotidiana, que expresan el horizonte de comprensión ontológico; c. el lenguaje filosófico científico propio de la filosofía como expresión categorial justificada de la existencia cotidiana. El análisis de estos niveles expresivo- lingüísticos permite a Dussel comprender las filosofías emergentes de esos mundos históricos ya que «el filósofo “expresa” un mundo pre-filosófico que se supone conocido y condicionante de su propia expresión»4. A su vez, Dussel sostiene que para analizar el «hecho global de una civilización» se deben tener en cuenta diversos niveles de profundidad, tales como: a. un nivel «superficial» que atienda a los útiles materiales y a los gestos significativos superficiales o profundos; b. el nivel de las técnicas, las ciencias, las artes y las «sabidurías» -nivel racional o lógico de una cultura-; c. el nivel de los símbolos, mitos y estructuras fundamentales del grupo humano (núcleo ético-mítico, según Paul Ricoeur); d. el nivel de los contenidos o los valores últimos, entendido como la «trama óntica de los mitos», en referencia a la realidad que es significada por símbolos en el lenguaje mítico (hermenéutica). El trabajo filosófico, por tanto, se aboca al estudio del hombre, de su «humanismo», a partir de las obras realizadas y de la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. En esta dirección, Dussel indica programáticamente:
En este nivel se debe situar igualmente la historia de la filosofía, como la historia de las expresiones conscientes del hombre sobre sí mismo. Una verdadera historia de la filosofía supone necesariamente una filosofía de la historia, porque para determinar fenomenológicamente el contenido real, la exposición fiel de la visión del momento estudiado, la expresión consciente de una cultura, es necesario encararlos desde su perspectiva, desde su punto de vista, y para hacerlo debemos indagar cuáles son las condiciones de este estudio, cuáles son las leyes de la evolución histórica5, cuáles son las estructuras del comportamiento y la reflexión, etc. Todo esto es objeto, justamente, de la filosofía de la historia6.
Por último, presenta un quinto nivel de análisis (e), el de la dimensión existencial del hombre que ha existido «tal como ha existido»7. Sin embargo, el autor también encuentra ciertos equívocos a superar en la tarea hermenéutica. Por un lado, considera que no siempre se distingue con claridad entre la «filosofía constituida» y la estructura antropológica, moral u ontológica de una cosmovisión histórica particular. Ya que si bien existe en toda conciencia concreta (nivel existencial) un conjunto de valores que la regulan, no siempre este es objetivado por una ciencia filosófica explícita8. Un segundo equívoco se encuentra en la relación que se establece entre una Weltanschauung y la filosofía constituida (de hecho) de una cultura particular9. Por ello, distingue entre la cosmovisión, como una causa condicionante u origen de hecho, y la filosofía, como un efecto posible de una causa condicionante que la ha hecho posible: el mundo de la vida (Lebenswelt) y su cosmovisión10. La filosofía sería, entonces, un pensamiento científico que sistematiza categorialmente una determinada estructura ontológica configurada por un sistema de valores.
A partir de estas «pautas metodológicas» y «marco teórico», Dussel presenta una contradistición comparativa entre dos configuraciones antropológicas bien definidas: el «humanismo helénico» y el «humanismo semita». Sobre la relación entre ellos, dice el autor:
En todos los niveles, tanto antropológicos como metafísicos o éticos, los griegos y los semitas se oponen abiertamente (…). El Humanismo helénico, constituido por una visión dualista en la antropología, pero monista en el nivel metafísico, no entró en diálogo con el pensamiento semita, de antropología unitaria, pero bipolar al nivel metafísico (creador y criatura), hasta los comienzos de la era cristiana11.
García Ruiz especifica, con mucha precisión, el sentido general del estudio antropológico-filosófico realizado por Dussel:
En estas obras se prefigura una crítica a la cultura griega y al eurocentrismo asociado a ella; Dussel opone a la concepción griega del ser humano y del mundo la judeo- cristiana (semita). La finalidad era cuestionar la visión de la historia universal que interpreta el acontecer histórico desde el concepto de «desarrollo» (Entwicklung), es decir, comprendiendo la historia como una sucesión lineal de etapas que son la proyección de la historia interna de Europa al estatus de universalidad. América Latina se encuentra, en este sentido, fuera de la modernidad12.
1. Acerca del dualismo trágico-destinal
En su estudio sobre el humanismo helénico, guiado metodológicamente por la temática del bien común, Dussel sostiene una hipótesis contundente:
Existe siempre un dualismo al nivel antropológico (división del cuerpo y alma, materia y espíritu, lo corporal como malo y negativo y lo espiritual como bueno, divino o positivo) que tiende a una doctrina moral de la salvación por la liberación del cuerpo (…). Tiende esta cosmovisión igualmente a un monismo ontológico, ya que «lo que auténticamente es» solo es trascendente, divino, eterno, espiritual, objeto de contemplación13.
En la cosmovisión helénica, y en la indo-europea en general, habría, según Dussel, una gran dificultad o directamente una imposibilidad para otorgar valor a los elementos concretos, irreversibles e imprevisibles propios de la historia humana, es decir, una incapacidad existencial y teórica para concebir la contingencia como algo valioso en sí mismo. Estos elementos, justamente por contradistición con la cosmosivión helénica, son los que le dieron originalidad a la cultura semita (fuente de la filosofía dusseliana). Algunos de los elementos más significativos en la cultura semita, y ausentes en la cosmovisión helénica, fueron: la historicidad, la singularidad humana -que luego se sistematizará bajo la categoría de persona- y una comprensión escatológico-mesiánica del tiempo en el plano comunitario. Muy por el contrario, la cosmovisión helénica, que asume un modo de existencia típicamente griego, tuvo como «núcleo ético-mítico» (Ricoeur) -conjunto orgánico de estructuras fundamentales de tipo mítico-ritual- un conglomerado de elementos distintivos amalgamados fundamentalmente a partir de un núcleo trágico. En ese núcleo ético-mítico helénico primaron la necesidad, la negatividad de la materia y el cuerpo, la eternidad de la Realidad, el devenir cíclico de lo contingente y el monismo divino. Todos estos elementos integran una búsqueda insaciable de seguridad frente a la contingencia histórica, por la que se otorga una primacía excluyente a los caracteres de la inmovilidad, la eternidad y la autarquía. A partir de este tipo de cosmovisión surge, como factor constituyente y vertebrador de ese conjunto orgánico de ritos y costumbres, el dualismo ético-antropológico. Como ejemplo modelo se puede mencionar la tradicional doctrina griega de la inmortalidad del alma, que conllevaba, prácticamente, una concepción negativa del cuerpo («cárcel del alma») delimitando así un polo dualista positivo (el bien, el alma, lo divino) y un polo dualista negativo (el mal, el cuerpo, lo humano contingente). Por ello, el sabio debía ser aquel que, elevándose contemplativa y ascéticamente hasta la percepción de lo divino, lograra «purificarse» de sus «manchas» corporales. Todo ello parte de una concepción basada en el desprecio por todo lo contingente, especialmente por el cuerpo y por la pluralidad de lo móvil. Lo mismo sucede con Parménides, sobre todo por su comprensión de la divinidad como objeto de contemplación del alma. El filósofo de Elea consideraba que el «ser verdadero» implica, necesariamente, la imperturbabilidad, la inmutabilidad y la permanencia divina. Por otro lado, en el caso de Platón, Dussel también ve en sus escritos el mismo desprecio por lo contingente, lo mutable, lo diverso y lo corpóreo, ante todo en su doctrina del alma inmortal y eterna como única vía antropológica de participación de la Idea. El hombre sabio deberá purificarse para ascender hacia lo divino. Por ello, la vida contemplativa es la vida propia del sabio:
La βιος θεωρητικός, como contemplación del sabio, del hombre religioso, o como vida interior, es la vida bienaventurada, la vida feliz por excelencia. Dicha contemplación es la actividad propia del hombre, si «hombre» es «su-alma»; es decir, la contemplación es la bienaventuranza del alma en unión con las Ideas, con lo conocido. La κάθαρσις es la condición de la des-corporalización del alma, o la «hominización» por des- materialización. La «dialéctica» es el modo propio por el cual el alma se eleva a la «contemplación» de lo divino, invisible, eterno, que se sitúa después de la esfera del cielo14.
Dussel comprende que si lo que relaciona al hombre con la vida política es el cuerpo, como conjunto de actividades caracterizadas por el comportamiento humano de tipo variable y contingente, entonces el mundo helénico encuentra un «dilema sin solución» entre, por un lado, el servicio público y, por otro lado, la contemplación solipsista del sabio. El autor constata «dos tendencias contrarias» en Platón, porque si bien el fin último del hombre radica en su vida contemplativa fuera de la ciudad, a su vez el sabio está llamado a servir en ella ya que «el bien de la ciudad es más perfecto que el bien de un ciudadano»15. En ello, Dussel distingue dos planos, ambos emergentes del dualismo platónico. Por una parte, teóricamente, existe la «beatitud del sabio», que tiene consistencia en sí misma, pero, por otra parte y prácticamente, Platón se encuentra con la necesidad de promocionar el compromiso del sabio con los problemas políticos concretos. Sin embargo, Dussel constata que esta situación que se presenta aporemáticamente para el núcleo ético-mítico helénico, dilema individuo-comunidad, en el caso de Platón se supera a partir de la primacía absoluta de la ciudad sobre el ciudadano singular (primacía de la especie y de la Idea). El mismo dilema lo encuentra en Aristóteles16. Según Dussel, el primer período aristotélico se caracteriza por mantener la enseñanza platónica y, por tanto, se afirma que el bien humano es el bien del alma, la que, además, es divina. En este período tendrá mayor importancia la soledad del sabio en su contemplación. Será en su época de transición en la que el Estagirita, dejando de hablar del alma, identifica la felicidad última del hombre con la contemplación teórica en tanto que vida divina del entendimiento. El entendimiento forma parte del orden trascendente y, a través de él, el hombre se comunica con lo divino y eterno (lugar de las ideas, separado e impasible), mientras que el alma es, hilemórficamente, la forma del cuerpo. Por tanto, la felicidad es la vida según la virtud como actividad del entendimiento, vida contemplativa. Así, el entendimiento se presenta como lo mejor del hombre ya que, en tanto divino, se mantiene separado del compuesto y lo comunica con el mundo de lo eterno. Siendo el filósofo el que se dedica a la vida contemplativa es, por ello, el que se realiza en la suprema perfección y el más feliz de todos los hombres. Sin embargo, y aquí nuevamente el problema o dilema fundamental, se considera «secundaria» la vida política ya que la vida según la virtud moral se ubica jerárquicamente después de la vida según el entendimiento. Las virtudes morales, como la prudencia o la justicia, son «secundarias» porque son virtudes sociales de las realidades humanas y están, por tanto, mezcladas con las pasiones y por ello con el cuerpo. En este sentido, las virtudes morales son virtudes del compuesto hilemórfico (alma-forma y cuerpo-materia). De ello se deduce que quien quiera dedicarse a la vida política debe ocuparse «sobre todo del cuerpo» mientras que la tarea del entendimiento en la vida contemplativa se ubica en otra dirección. Por tanto, mientras que la vida política es perecedera, la vida contemplativa es la felicidad perfecta y permanece en la vida divina del entendimiento. Por todo esto, Dussel considera que tampoco Aristóteles ha llegado a solucionar el dilema entre la vida contemplativa solipsista del sabio y el servicio a la vida política ya que «dicha solución es imposible para el “núcleo ético-mítico” helénico»17:
El sabio no alcanza su perfección por medio de la ciudad o por su vida intersubjetiva, sino que -tanto en Platón como en el Aristóteles definitivo-, la perfección se alcanza fuera y a pesar de la ciudad, a la cual el sabio se verá obligado ayudar, pero solo para dar o comunicar el bien alcanzado fuera de ella. La negatividad del cuerpo, implicada en este dualismo, coloca a la vida intersubjetiva (es decir, el reconocimiento de otros espíritus a través del cuerpo y con el ello el descubrimiento de toda la trama cultural), y al bien común, en un segundo plano18.
El desprecio helénico por lo contingente, que está en la base del dilema entre el sabio (vida contemplativa solipsista) y la comunidad política (realidad humana perecedera), emerge, como se dijo, de un núcleo ético-mítico histórico que en su aspecto antropológico se estructura como dualismo. Esta concepción conduce al hombre griego a auto- comprenderse como alma y, por tanto, a valorar su cuerpo como negatividad sometida al «imperio del movimiento y la corrupción». De esta manera, en el mundo helénico todo lo contingente, mutable, peredecero y corruptible debe ser ontológicamente supeditado a lo eterno e inmutable: «la incertidumbre de lo accidental, de lo móvil, de lo imprevisible, será nuevamente evacuada por la necesidad del movimiento aparentemente contingente, o de la repetición constante del ciclo de la corrupción-generación»19. Esta comprensión del tiempo físico configura un «antihistoricismo», como negación de la historicidad del acontecer propiamente humano, a partir de la necesidad y de la repetición de lo Mismo como «eterno retorno». Dicha comprensión del tiempo implica, nuevamente, una distinción sustantiva con la cultura de los pueblos semitas. Mientras que el mundo helénico indo-europeo considera la historicidad de lo contingente como algo necesario de ser fijado en una repetición cíclica sin novedad, en el mundo cultural semita la historicidad es fuente creativa de novedad e irrupción. Por ello, Dussel sostiene que la concepción helénica expresa una suerte de «escapismo» de lo móvil y contingente, mientras que los pueblos semitas, y el hebreo en particular, logran, a partir de la valoración positiva de la historicidad, «humanizar la corporalidad espiritual de la humanidad»20. En la configuración cultural helénica y en su filosofía explícita, esta cosmovisión se expresa en las Ideas eternas y supra-sensibles platónicas o en la eternidad de la especie humana aristotélica (no así la «individualidad» del singular, que es corruptible). Por esto, también el tiempo, por ejemplo para Aristóteles, es eterno ya que se fundamenta en el movimiento cíclico que las esferas divinas miden (aunque están fuera del tiempo). En este sentido, expresa Dussel:
Su finalidad última [la de los griegos, era la de]21 inmovilizar lo móvil por la regularidad de su movimiento. La astrología pretende determinar el futuro, es decir, eliminar la contingencia del movimiento histórico, por el movimiento perfecto de las esferas divinas (…). El temor teológico del futuro incierto lo impulsa a buscar la seguridad del conocimiento (…) la conciencia griega dominaba el mundo contingente por el conocimiento divino de los universales (…). La «temporalidad» del individuo o la sociedad pasa inadvertida, porque es ónticamente in-consistente. El bien común, como objetivo de una comunidad, no es un fin al que el hombre tiende como resultado de un «progreso» con sentido, el fruto de una evolución temporal irreversible. La pretensión de llegar a determinar la ἀρíστη πολιτεία (Pol.: IV, 1323 ss.) manifiesta, aún en el período de transición de Aristóteles, la esperanza de poder eternizar la sociedad, separarla de la corrupción, de la negatividad de la «temporalidad»22.
Además, Dussel considera que este tipo de cosmovisión, y su consecuente justificación filosófica, está basada en lo que denomina «monismo trascendente». Como fruto de su monismo trascendente el mundo helénico no le ha asignado ningún valor positivo a la singularidad de la persona humana o a su individualidad. Toda singularidad es «atraída por el monismo trascendente (…) sin que subsista la individualidad (…) sin que se haya planteado aún el problema de la posibilidad de un “personalismo” intersubjetivo»23. El mundo de lo trascendente, mundo inteligible de las Ideas suprasensibles, es el lugar regido por el Uno-Bien-Bello. El lugar de lo individual o del singular está supeditado ontológicamente a ese mundo pudiendo participar solo parcialmente de lo universal (siendo esto último, en cuanto tal, lo único que es consistente por sí mismo). En cuanto a la postura de Aristóteles, que continúa negando la consistencia ontológica de la singularidad humana, comenta Dussel:
El «monismo trascendente» de Aristóteles, en la problemática individuo y comunidad, se deja ver en dos planos: «cada» individuo humano y «cada» sociedad son como absorbidos en la «especie» humana; la pluralidad humana, en lo que tiene de más perfecto: el nοῦς, pareciera evadirse de la comunidad política para confundirse con «lo divino». Pero, además, lo único que Es verdaderamente es el último elemento del universo, «el Pensar que piensa el pensamiento» (Métaf. 1074B 34-35) (…). Todo el universo pareciera poseer una sola personalidad, en la que la apariencia de «consistencia» individual (la «mía», la «tuya») es absolutamente aniquilada24.
En este sentido, la experiencia de la individualidad es trágica ya que, en todos los casos, está subsumida ontológicamente a la divinidad de la especie. En la conciencia mítico-helénica la presencia del singular sirve únicamente para afirmar la consistencia de lo trascendente y eterno, subsumiendo todo lo contingente (corruptible, móvil, individual y plural) en lo universal-Uno25. En definitiva, todo aquello que es, ámbito de la ontología, supone una trascendencia respecto del mundo de lo contingente. El valor de lo contingente se medirá, entonces, solo por su participación en el mundo de lo verdadero Uno que lo trasciende y fundamenta ontológicamente: «lo que es es definitivo, trasciende lo concreto, lo histórico, lo corporal, es una khôra que escinde la realidad en dos: lo aparente y lo que es»26. En consecuencia, la desvalorización de lo contingente se fundamenta en que «el “sentido del ser” intramundano, del mundo infralunar, es inconsistente, y lo poco de consistencia que tiene es la participación parcial de lo que realmente es, es decir, del ser trascendente»27. Para la posterior construcción categorial de Dussel se vuelve un elemento central la idea de que el predominio de lo Mismo, como Totalidad de tipo divino-neutral, subsume ontológicamente todo elemento óntico en un monismo trascendental de base dualista.
Por otro lado, la noción de «bien moral» del hombre helénico se caracteriza por ser, en términos antropológicos, inmortal e incorporal y se alcanza por la ascensión hacia la realidad divina. El héroe, el sabio y el filósofo son aquellos que, viviendo en el mundo sensible de la apariencia, logran por ascésis la felicidad eterna a través de la contemplación de lo divino. Para Dussel la moral griega es esencialmente aristocrática, una ética de la solitaria bonitas:
El bien de la ciudad, que el político promueve por las actividades reguladas por la prudencia, es el mayor bien de la especie humana; bien despótico de los hombres libres. La comunidad específica es un todo; el individuo, simplemente una parte pasajera. En el ciclo del tiempo el individuo es mortal, la historia no enriquece la existencia humana con una significación propia. En fin, el bien eterno, inmortal, separado, tiende insensible y constantemente hacia una totalidad, un monismo panóntico, panteísta. El bien humano, civil, terrestre, se inclina siempre hacia el polo de un monismo colectivista28.
Este tipo de moral aristocrática posee un fundamento cósmico-divino-natural (movimiento astral, ciclo de estaciones, naturaleza) que ordena un determinado conjunto de «leyes» permanentes y universales para la vida política, una especie de «solidaridad cósmica» de la justicia. En esta dirección, Dussel afirma, siguiendo a Jaeger, que en el «tiempo clásico» helénico «Estado, naturaleza y ley eran tautologías». Por el contrario, la desmesura humana expresa el mal ya que atenta contra los fundamentos de la ciudad aristocrática. Sin embargo, Dussel afirma críticamente:
El equilibrio inestable se apoya solamente en la «ley» obedecida por todos. Toda la ciudad, sin embargo, vive y se edifica sobre el fundamento laborioso de los esclavos. En Grecia nunca existió en verdad una democracia, porque el δeμος nunca dejó de estar constituido solamente por los «libres»29.
Las leyes, aunque humanas y relativas, se fundamentan y legitiman como un imperativo de tipo absoluto y divino, incorporando el orden jurídico ateniense a su estructura mítico-divina (leyes necesarias del mundo). Así, la democracia ateniense se estructura con base en la legalidad y a la libertad como isonomía (igualdad de derechos ante la ley para los miembros del demos). Por eso, solo los sabios son capaces de descubrir las relaciones últimas y divinas del universo y de encontrar «la verdad, la ley objetiva y universal». Son los sabios, por tanto, quienes logran conocer las leyes cósmicas del mundo y la ley de la ciudad. Mientras que, por otro lado, los «dormidos» o el resto del pueblo no- libre viven en la multiplicidad y en la contradicción de lo aparente. La sabiduría, como ideal del sabio aristócrata, queda ubicada históricamente como una «bienaventuranza extra- política» de los sabios en soledad. En la figura de Sócrates Dussel constata, por fidelidad al «humanismo clásico» helénico, una «afirmación de la posibilidad de conocimiento teórico como fundamento de la vida política»30. A partir de él, se puede apreciar una cierta identidad entre la verdad, la virtud (perfección del alma) y la ciudad (siendo su verdad la justicia). Esto sucede porque Platón intentaba fundar el orden de la ciudad y sus «leyes positivas» a partir de la legalidad cósmico-divina. Esta ley necesaria no puede ser conocida a través de los sentidos (por su «mutabilidad intrínseca») sino únicamente a través de la inteligencia humana. Sobre ello, afirma Dussel: «toda la reflexión platónica se dirige a la determinación del organismo universal, necesario, trascendental, divino, situado sobre toda consideración del conocimiento sensible y regido, al fin, por la Idea de Bien»31. Por esto, serán solo los filósofos, como aquellos que contemplan la Verdad, los únicos seres humanos capaces de dirigir la ciudad. Así, la educación debe permitir al ser humano trascender el mundo ilusorio y sensible para conocer el verdadero ser (Bien Absoluto)32. En cuanto a la filosofía política de Aristóteles, Dussel considera que su postura sobre el género humano es claramente jerárquica, puesto que las etapas cronológicas y lógicas que lo ordenan -de la familia, la aldea, la nación a la ciudad-Estado-, solo la ciudad-Estado es el grado más perfecto al que una comunidad puede aspirar. El hombre griego, como «animal social», es el único que puede lograr una relación intersubjetiva de tipo política, mientras que los «pueblos extranjeros (…) no son plenamente hombres, por cuanto no han llegado a constituir la organización político-ciudadana»33. Lo dicho implica una concepción sumamente restrictiva, ya que por una idea de la naturaleza de tipo destinal (inmodificable), el griego por superioridad «natural» es capaz de mandar sobre todo pueblo extranjero. A su vez, el hombre de la ciudad es una «parte del Estado» (dejando de pertenecerse a sí mismo: abandono de la singularidad). La ciudad, como el «corazón del Estado», tiene como fin último la perfección humana. En este sentido, explica Dussel: «Así como la bienaventuranza (…) es individual y separada de la vida pública, así también la felicidad, aún económica, es alcanzada en último término solo por la ciudad»34. Vale decir que para Aristóteles el individuo queda subsumido en la vida genérica de la ciudad. Por tanto, toda la ciudad debe subordinarse a la sabiduría del sabio:
Aristóteles, al fin, profundamente griego, expresando una vez más el horror al desorden, la revolución o el caos, prefiere asegurar la ciudad-Estado y proclama su perfecta eficiencia, aún en presente, en el cumplimiento de sus funciones: la ciudad puede ofrecer al hombre la suficiencia de sus bienes morales en una paz perdurable al fin de permitirle la actividad divina de la contemplación en la «suficiencia»35.
En conclusión, Dussel afirma que en el humanismo helénico existe una verdadera imposibilidad para valorar el acontecer humano (elementos concretos, irreversibles e imprevisibles de la historicidad humana: contingencia). En ese núcleo ético-mítico primaron, sobre todo, la necesidad cósmica trágico-destinal, la negatividad de la materia y del cuerpo, la eternidad de la Realidad (como trascendente respecto de lo contingente, pero en una Totalidad monista), el devenir cíclico de lo contingente y el «monismo trascendente». Por ello, el humanismo helénico cayó en un «antihistoricismo» que niega el acontecer humano a partir de la necesidad y de la repetición de lo Mismo como «eterno retorno». En términos antropológicos, se afirmó un dualismo radical que postulaba un polo dualista positivo (el bien, el alma, lo divino) y un polo dualista negativo (el mal, el cuerpo, lo humano contingente) relacionados por participación. Fruto de ello, el mundo helénico encontró un «dilema sin solución» entre, por un lado, el servicio público y, por otro lado, la contemplación solipsista del sabio. En términos éticos, el bien moral fue concebido a partir de una «ética aristocrática» de la solitaria bonitas. Toda esta estructura ontológica se sostuvo por un «monismo trascendental», en el que lo trascendente y eterno subsume todo lo contingente (corruptible, móvil, individual y plural) en lo universal-Uno. El valor de lo contingente era medido, entonces, solo por su participación en el mundo de lo verdadero Uno que lo trasciende y fundamenta ontológicamente.
2. Sobre la intersubjetividad en la metafísica de la Alianza
En este apartado, se intentará exponer de modo sistemático las notas esenciales de la ético-antropológica semita a partir del análisis hermenéutico que realiza Dussel en su obra El humanismo semita. Estructuras intencionales radicales del pueblo de Israel y otros semitas escrito hasta 1964 en París y publicado posteriormente en Buenos Aires (1969). Esta obra es de especial relevancia debido a que el autor mendocino, antes de su primera formulación ética sistemática en clave liberadora (1973), ya se mostraba inquietantemente convocado por la tradición cultural semita y, sobre todo, por la del pueblo hebreo. En su autobiografía intelectual, afirma:
Para la reconstrucción de una filosofía latinoamericana era necesario «de-struir» el mito griego. Para comprender la cultura del pueblo latinoamericano era necesario partir de Jerusalén más que de Atenas. Jerusalén hablaba de la dignidad del trabajo, de la posibilidad de la revolución de los pobres; Atenas hablaba de la dignidad de los nobles libres, de la imposibilidad de la emancipación de los esclavos36.
Dussel encontraba en la configuración histórico-filosófica helénica un «escapismo contemplativo antipolítico y del desprecio del cuerpo». Esto lo condujo a la necesidad de buscar otro punto de partida para la filosofía latinoamericana por fuera de la tradición eurocéntrica (y, por lo tanto, fuera de Grecia como origen y destino indiscutido para el quehacer filosófico). Años más tarde expresa esta inquietud en el Humanismo semita. A partir de la experiencia existencial de los pueblos semitas, Dussel bebe de una fuente que en términos antropológicos le permite sostener, por un lado, el monismo de la carnalidad antropológica y, por otro, la ética como servicio-trabajo profético ('avodáh-דׇﬣבוֹעֲ) para la justicia en favor del pueblo oprimido. El autor encontraba en la experiencia histórica semita la postulación de una «ética política de unidad antropológica». Sin lugar a dudas, esta inspiración inicial comenzará a vertebrar su desarrollo posterior siendo hasta el día de hoy un factor estructurante de su posición filosófica.
En El humanismo semita la intención de Dussel consistió en elaborar una hermenéutica simbólica de corte ricoeuriana para demostrar que la «cultura latinoamericana» tiene su «cuna», en tanto que foco intencional generativo, en el humanismo del pueblo de Israel y otros semitas, siendo su hipótesis histórica la siguiente:
La cultura llamada occidental, e igualmente bizantina y rusa, que se universalizan (y formando parte de ella, aunque secundariamente, el mundo hispanoamericano) es el fruto de un proceso histórico cuyo foco conductivo fue el judeo-cristianismo, y cuyo instrumental es preponderantemente inspirado en la civilización greco-romana. No admitimos entonces que la cultura medieval sea la síntesis de dos términos dialécticos: lo greco-romano y lo judeo-cristiano, subsumidos en la Europa de Carlomagno, constituyendo así la novedad de nuestra cultura. Preferimos afirmar, y es lo que pretendemos demostrar, que nuestra cultura es la evolución orgánica de una tradición, que ha sido «orientada» substancialmente por el foco intencional del judeo- cristianismo, vida colectiva que se enriquece, entra en crisis, elabora, inventa «usos» de civilización inspirados en los instrumentos que otras civilizaciones le transmiten, muchas veces en estado embrionario. De todas esas civilizaciones, la preponderancia de la greco-romana es fundamental, ya que en su seno nuestros pueblos adquirieron elementos estructurales fundamentales, aunque no el último horizonte interpretativo37.
Según Dussel, el núcleo ético-mítico de los pueblos semitas es fundamentalmente uránico dada su condición de pastores nómades, es decir, un tipo de cosmovisión que nace de la experiencia del hombre y de la mujer que viven en el desierto. Dentro de este núcleo ético-mítico de los pueblos semitas, el pueblo hebreo aporta una novedad desconocida para los pueblos indo-europeos (como el helénico): su concepción del Absoluto y la unidad ético-antropológica.
Como base estructurante de su arquitectónica filosófica lo que más le interesa a Dussel es analizar una fuente cosmovisional que se estructura en función de una concepción unitaria del ser humano, tanto en los aspectos antropológicos como éticos. En esta dirección, constata que el semita concibe al ser humano de modo unitario (como un «todo indivisible»). Esta concepción en su dimensión antropológica, que funda una ética, no tendrá ya por dilema irresoluble, como lo era para el núcleo ético-mítico helénico, la cuestión de la relación entre la sabiduría solipsista y contemplativa del sabio y la del servicio a la ciudad -como unidad genérica que subsume cualquier individualidad-. La ética y la antropología semitas se configuran a partir de un monismo antrópico que no concibe ningún tipo de dualismo ni óntico ni ético. La comprensión unitaria de la corporalidad del ser humano se presenta como uno de los fenómenos culturales más significativos del mundo semita38. En la antropología hebrea se estructura categorialmente una dialéctica novedosa sobre la persona viviente concreta, que aúna la basár-«carne»39 y el rúaj-«espíritu» en la unidad de la existencia humana como unidad viviente-carnal néfesh40. Cada hombre y cada mujer es una «carne-espiritual», un viviente carnal, un singular irreductible (cada uno ha sido llamado por su nombre-shem). Es por ello que néfesh refiere a la «vitalidad secreta y personal» del ser humano, a su misterio -no a una parte de un compuesto dualista-, al hombre y a la mujer como una unidad entera y concreta. La irreductibilidad e infinitud de cada singular radica en su vitalidad secreta y singular, en el misterio inabarcable e inagotable de cada ser humano en cuanto tal. Basár41, en su sentido etimológico y cosmovisional, refiere a la «carne» como totalidad o a la manifestación material de la néfesh (en ningún caso equiparable a la dualista noción griega de «cuerpo»). Al no existir dualidad antropológica la carne se presenta, en tanto unidad concreta y vital, como un viviente-carnal-espiritual en el que habitan tanto la sabiduría- entendimiento como la sensibilidad:
La carne tiene diversas facultades, es decir, el viviente-carnal posee distintas partes funcionales: el corazón (Ezequiel 36,26) es la sede de la sabiduría, del entendimiento mismo (Génesis 6,5; 8,21); los riñones, que además del significado del corazón designan igualmente los pensamientos secretos, la sensibilidad; el hígado, facultad de los sentimientos elementales42.
Así, la unidad viviente humana refiere a una existencia espiritual en su carnalidad unitaria. Dussel subraya que en esta postura hay un elemento propiamente hebreo: el rúaj-«espíritu»43. Dicha originalidad radica en la concepción del Absoluto del pueblo hebreo y, por tanto, en la influencia configuradora que este ejerce sobre su concepción antropológica. En principio, el rúaj-«espíritu» ubica al hombre en un «orden distinto» que el del básar- néfesh, lo localiza en el ámbito de la trascendencia. Esto sucede porque «el rúaj se diferencia de la néfesh en cuanto indica una acción directa del Creador, y a veces apareciendo como el mismo Dios»44. Por ello, ante la muerte, mientras que la néfesh queda unida al cadáver, el rúaj es «retirado» por el Creador. La vida, como fruto de la creación, queda ubicada ontológicamente como creatura, como un fenómeno contingente y vulnerable (experiencia radical de la finitud humana)45. Así Dussel presenta la configuración antropológica hebrea como una concepción unitaria en lo ético-antropológico pero tensionada de modo permanente y constituyente por el ámbito de la trascendencia. La estructura humana indivisible se sitúa, entonces, en dos órdenes: a. lo visible y terrestre (basár) junto con lo vital y psíquico (néfesh) y b. el orden trascendente de la comunicación con lo divino (pneuma). En definitiva, se trata de una antropología de la unidad completamente opuesta a la que emerge del dualismo antropológico helénico.
En segundo lugar, Dussel muestra cómo la unidad antropológica está íntimamente relacionada con la unidad ética del ser humano. Esta antropología unitaria del hombre debe ser comprendida, de modo constitutivo y en términos éticos, a partir de la libertad y de la responsabilidad. El ser humano no está sometido a la fuerza cósmico-destinal (como sucede en la cosmovisión helénica); por eso, la antropología hebrea se configura fundamentalmente como anti-trágica, es decir, dramática46. Lejos de la concepción trágico- destinal helénica, la cuestión central de la ética hebrea radica en la dramática experiencia de la libertad humana. A su vez, esta experiencia se enmarca, ontológica y trans- ontológicamente, en la lógica de la creación:
Si todo lo real ha sido creado por Yahveh, el bien y el mal moral, es decir, los actos humanos en tanto buenos o malos tienen una fuente única creada: el corazón humano - y no un dios-. Siendo operados por el hombre --el bien y el mal- no pueden ya ser «creaturas» (cosas), por cuanto el hombre no crea, sino que fabrica, modifica47.
Así, el bien y mal moral, como efectos históricos de la acción humana, solo pueden ser considerados a la luz de las relaciones inter-humanas y comunitarias (y no a partir de un ilusorio sujeto moral autónomo autoafirmado en su conciencia y voluntad). Por ello:
El mal y el bien será una relación intersubjetiva. El hombre falta, comete una infidelidad contra (relación negativa) Yahveh, contra la Alianza, contra otro hombre... Pero ese «mal» no es una cosa, ni un dios, sino un modo de ser, un «estado» de alguien48.
De esta manera, y al quedar el bien y el mal moral comprendidos en la lógica de la creación y de la Alianza, se establece, por analogía, una profunda co-implicación entre el acto humano hacia el otro (intersubjetivo-comunitario) y el acto religioso (con el absolutamente absoluto). Esto sucede porque el ámbito que regula normativamente la Ley de Yahveh (toráh) es la comunidad (como culto) y, por tanto, el modo en el que se desarrollan las relaciones intersubjetivas y comunitarias (economía y política). Es decir, cuando el semita obra contra otro ser humano, en contra de la vida del otro, está yendo, también y en ese mismo acto, contra la Alianza establecida con Yahveh porque afecta negativamente las relaciones comunitario-intersubjetivas del pueblo. En este sentido, la Ley de Yahveh no cumple ningún rol de «transferencia evasiva» (hacia el absolutamente absoluto) o de anulación (por justificación ideológica) de la responsabilidad humana; muy por el contrario ubica al ser humano (al «corazón humano»49) como el causante exclusivo de los males y de los bienes que sufren o gozan los miembros de la comunidad.
Tanto la antropología unitaria como la ética comunitaria de la responsabilidad semitas se estructuran en función de dos tipos de relación íntimamente co-implicados, saber: a. la relación de intersubjetividad comunitaria entre los seres humanos50 y; b. la metafísica de la Alianza establecida con Yahveh. Ambas relaciones son las que estructuran una configuración propiamente hebrea de la relación entre el singular y la comunidad (superando el dilema aporético del mundo helénico entre el sabio solipsista y el servicio a la comunidad política). Sin embargo, y por contradistición, el modelo de la relación entre el singular y la comunidad en el mundo semita es Abraham. Según Dussel, en Abraham51 la toma de conciencia subjetiva o singular (de su «sí mismo») se gesta a partir de configurar- se como «fundamento de un pueblo» (relación inter-subjetiva comunitaria) en la tensión escatológica con la promesa de Yahveh (como otra conciencia, trascendente y separada, pero dialógica)52. Dussel considera que el modo en el que el mundo semita, especialmente en la figura de Abraham, resolvió la relación singular-comunidad se puede categorizar bajo el significante «personalidad incorporante». Con la categoría de «personalidad incorporante», Dussel está haciendo referencia, por herencia de H. Wheeler Robinson -«corporate personality»53-, a una noción que pretende unificar semántica y simultáneamente al ser humano singular y a la comunidad a la que pertenece54. Semánticamente, esta categoría contiene: «un individuo que siendo parte simboliza y realiza la totalidad social; una sociedad que se comporta como una persona moral»55. La categoría «personalidad incorporante» se caracteriza por las siguientes notas esenciales: a. el horizonte que abre sobrepasa el presente y se extiende al pasado y al futuro a partir de un sentido mesiánico de la temporalidad; b. la comunidad-pueblo se presenta como una entidad real en la que cada miembro singular es, por intersubjetividad constituyente, toda la comunidad; c. asume que el espíritu humano, por su dinamismo histórico, pasa del ámbito singular al comunitario y del comunitario al singular de modo permanente; d. implica que hay acentos que dependen de la situación socio-histórica, ya que en algunos casos se exalta a la comunidad-pueblo aunque haya singularidades irreductibles no sintetizables y, en otros casos, se exalta la singularidad de cada Alguien aunque permanezca el sentido comunitario:
Siendo el ser humano unitario, y siendo él la causa del bien y el mal, a partir de la metafísica o la intersubjetividad constituyente de la Alianza, la perfección personal o individual del semita se debe siempre realizar en comunidad. La propia perfección es impensable, para un semita, fuera de la comunidad que lo salva. Y, sin embargo, será en función de su propia libertad, como la salvación personal le será otorgada en la comunidad. No hay entonces oposición entre el bien genérico de la ciudad y la perfección privada que pretende la divinización por la contemplación; sino que el bien común de la comunidad histórica es el fin al cual tiende cada semita para alcanzar su propia salvación como «servidor» de la comunidad en la historia56.
Por todo ello, la conciencia intersubjetiva de Abraham posee un carácter bitensional. En un primer nivel, con un Yo primario (Yahveh) y, en un segundo nivel, con el nosotros comunitario del pueblo. Por esto, el «yo» de Abraham no debe ser comprendido al modo de la subjetividad moderna, como una autoconciencia solipsista cierta de sí o como un mero «yo-presente», sino en la relación intersubjetiva con su pueblo en el sentido de un «nosotros-futuro». Este tipo de relacionalidad, en la que se aproximan la trascendencia absoluta (escatología), la trascendencia del otro comunitario (ético-política) y la propia auto-trascendencia (subjetividad), posee, en sí misma, algunos elementos distintivos: a. una Conciencia Trascendente (el «Yo» de Yahveh); b. una conciencia contingente e histórica (el «tú» de Abraham) y su conciencia abierta a la promesa y a la fidelidad con; c. el nosotros escatológico (comunidad-pueblo). En definitiva, toda subjetividad singular («yo») es Alianza (intersubjetividad, «yo-tú»), en una relación tridimensional en la que se aproxima una trascendencia separada y dialógica («Yo» constituyente y creador), quien responde desde su singularidad contingente e histórica (el «tú» de Abraham) y el nosotros (pueblo- comunidad) -del que este último es miembro-. Tanto el pueblo, singularidades comunitarias y comunidad de singulares, como Yahveh se revelan como subjetividades interpelantes, vivientes, libres y dialogantes. Esto implica, como consecuencia teórico- práctica significativa, que la trascendencia -que se revela tanto en el otro antropológico como el otro absolutamente absoluto- se epifaniza en la temporalidad e historicidad de la vida humana concreta (material). En este sentido, y otra vez por comparación con la cosmovisión helénica, el pueblo hebreo presenta una novedad y originalidad únicas con respecto a la temporalidad de la existencia:
En el pensamiento griego o hindú la realidad cósmica estaba esencialmente dividida en dos «ámbitos»: el de la apariencia móvil y sensible; y el de la Realidad inmóvil, eterna, divina, objeto de la contemplación. El Ser, lo que posee consistencia ontológica, aunque trasciende el tiempo, es cósmico, mundano, por cuanto los dioses, o el Absoluto, están «en» el cosmos, o si se quiere, es lo «único» que realmente es en el cosmos. Para el semita, pero principalmente para el hebreo y el islámico, la realidad cósmica está transida de «temporalidad», o dicho de otro modo: de «creaturidad», de contingencia: lo que no era, ha comenzado a ser, crece y puede no-ser. El fundamento no es inframundano como para las cosmovisiones panteístas o panónticas57.
La constitución «creatural» del mundo, como fuente de la valoración ontológica de lo contingente o de lo transido de historicidad, es la consecuencia inmediata de una concepción cosmovisional configurada por la lógica de la creación. La creación, como matriz fundante del pensamiento hebreo, implica que el cosmos posee, al menos, tres características distintivas: a. el cosmos no es eterno, posee un principio que fue precedido por un tiempo antes del tiempo (el desarrollo final de esta concepción se explicitará bajo la fórmula latina «desde la nada» -ex nihilo-, en palabras de Tertuliano); b. el cosmos no fue creado absolutamente, es decir, va madurando por la acción humana; c. el ser humano no es, esencialmente, con-natural con el Creador (diferencia metafísica entre «creador» y «creatura»)58. El acto de la creación, acto anterior a todo acto, implica «existenciar algo radicalmente “nuevo” (…) lo “nuevo”, lo absolutamente “nuevo”, lo que no tiene antecedente entre los entes, es el objeto propio del acto creador»59. Pero, a su vez, lo creado, el cosmos, sigue siendo creado por la historia de las acciones humanas como algo siempre inacabado. La historia humana, mesiánicamente comprendida, es el ámbito en el que, por excelencia, se reúne como diálogo el tiempo contingente e histórico de las creaturas y la eternidad del Creador. Así, se da un diálogo en dos tiempos: «temporalidad de la criatura en la eternidad del Creador». El Creador dialoga con sus creaturas para el cuidado de lo creado manteniendo la separación desde la proximidad de la Alianza. Sin embargo, y a diferencia de la cosmovisión helénica60, en el mundo hebreo no cabe confusión alguna entre las creaturas (contingentes) y el Creador (absoluto) sino un diálogo en la separación que permite toda relación no relativa: «las cosas no pueden permanecer por sí mismas, por cuanto la creación, no habiendo contado con ningún material preexistente, tampoco constituye algo en un ser-absoluto»61. Por ello, lo único que existe en términos físicos, con consistencia ontológica en sí misma, son las cosas creadas (contingentes, sensibles, históricas y temporales). En este sentido, plantea Dussel:
El mundo sensible, visible, de carne y hueso, de las cosas vulgares es digno, pues es «hechura divina» (…) el mundo hebreo es totalmente dinámico y temporal, ningún ente puede ser comprendido radicalmente sin referencia a la temporalidad que le es inherente62.
Los elementos provenientes de una concepción mesiánica del tiempo son profundamente significativos para la cultura hebrea63. En ella, las categorías de temporalidad e historicidad forman parte del núcleo ético-mítico generativo, configurando cosmovisionalmente una temporalidad original de la existencia humana. Por un lado, la temporalidad es aquel elemento que permite que la conciencia del ser humano, o su auto- conciencia en tanto ser histórico, se sitúe en el presente como un ámbito siempre abierto, estando fundado por un pasado (que se actualiza en la memoria e irrumpe como algo nuevo al modo del memorial) y tensionado por un futuro (como posibilidad aún-no-sida en el presente inmediato pero que podría-ser en el presente futuro). Sin embargo, la noción de historicidad contiene una mayor radicalidad teórico-práctica ya que revela y configura un modo de existencia en el que la conciencia «descubre en ese pasado ciertos hechos históricos (…) que son la fuente de significación de la existencia actual, y no solo de significación, sino fuente de la misma experiencia»64. Así, para la conciencia del semita, la irrupción novedosa de los acontecimientos históricos y concretos posee consistencia ontológica en sí misma, a tal punto que por su valoración positiva (afirmación de la historicidad) se logra vertebrar una profunda cosmovisión sobre la temporalidad de la existencia humana. Nuevamente, es Abraham con quien comienza a configurarse tal concepción del tiempo:
Abraham (…) partiendo al desierto, descubre progresivamente, no ya la seguridad de las categorías arquetipales de la eterna repetición, sino que lo imprevisible, lo histórico, no es objeto de terror, muy por el contrario, es el lugar mismo de la realización de la Promesa. Abraham en su extrema pobreza es todo-futuro (…) Abraham solo puede apoyarse en la Alianza, punto de partida de la historia; Alianza que es histórica, es decir, presente (…) la Alianza (…) es (…) un acontecimiento histórico; pero al mismo tiempo es el fundamento ontológico de la nueva creación realizada por Yahveh en la intersubjetividad del pueblo de Israel65.
En este sentido, y aunque parezca paradójico, es la figura de Yahveh, como exterioridad absoluta más allá del cosmos creado, la que permite la afirmación antropológica histórica y la comprensión del acontecer humano con significación ontológica. Asimismo, la palabra creadora de Yahveh (dabár), que irrumpe en la historia como revelación, permite la reconfiguración ontológica del ser humano, pueblo-comunidad, como partícipe activo de un diálogo (entre libres) que promueve, proféticamente, la justicia (como ideal escatológico-mesiánico). El acontecer humano imprevisible, ahora valorado positivamente, se comprende (aunque no se asegura) en la dinámica mesiánica del tiempo. En esa comprensión el «pasado tiene un “futuro” prometido, el presente es el “futuro realizado” de un pasado, el futuro es la plenitud absoluta de la acción presente, histórica, que se está realizando en “tensión-hacia”»66. Por ello, la historicidad, y la Historia como fruto objetivado de la historicidad, obtiene sentido en función de una cierta «direccionalidad abierta» con dos polos más o menos estables que sirven de referencia, a saber: a. por un lado, la creación como causa de la historicidad por fundación del cosmos (lo creado); b. por otro lado, la plenitud mesiánico-escatológica de justicia y paz como utopía. Así, la historicidad oscila entre el continuum de la historia, de la libertad humana condicionada por la situacionalidad en una cierta temporalidad cotidiana estable, y la interrupción mesiánica que trae novedad al mundo como creación de algo todavía-no-sido (y que no necesariamente tendría que ser). Por ello, el futuro se muestra como aquello que es un no-ser-todavía pero que por creación de lo imprevisible y novedoso llega a ser (no al modo aristotélico de la potencia al acto). Sin embargo, la «direccionalidad abierta» de la historicidad, al menos desde una comprensión mesiánica, se revela en la libertad del ser humano -siempre condicionada pero nunca determinada necesariamente- como tendiente a un fin que puede ser entendido, o bien, como causa final, o bien, como utopía mesiánico- escatológica nunca del todo realizable. La estructura témporo-existencial del semita se configura como parte de un proceso de ontogénesis en el que la vida es corruptible, pero tiende al crecimiento. Por esto, y a diferencia de la cosmovisión helénica (onto-lógos), ni el tiempo ni el movimiento pueden ser en sí mismos eternos o necesarios, sino que todo lo creado es, por su misma esencia creatural, modificable, contingente e histórico. Es decir, para el semita la historicidad humana puede ser considerada bajo un «régimen de creación» en tanto que «acto imperfecto de un ente en un régimen de crecimiento creativo»67. Bajo ese régimen, es posible considerar que, en el cosmos, en el mundo creado, pueda existir una novedad radical (absoluta o «desde la nada» -ex nihilo-) y que la misma creación, como crecimiento progresivo inacabado, pueda conllevar, aún hoy en la historia humana, novedades radicales (no necesariamente contenidas en una potencia pre-existente o como meras transformaciones o generaciones de una materia prima increada y eterna). La tensión de la existencia histórica con el futuro es expresada por Dussel de la siguiente manera:
La existencialidad típicamente histórica es la tendencia de una criatura al fin futuro por cuanto es radicalmente imperfecta en un presente. El presente es necesariamente imperfecto, por cuanto es la realización (el «futuro realizado» de un pasado) de un ser creado, imperfecto. El pasado permanece virtualmente en el presente, evidentemente; pero un hebreo no considerará principalmente en lo histórico la presencia de lo pasado, sino más bien la ausencia del futuro. La «criaturidad» -el aspecto de la criatura en cuanto tal- significa la contingencia de un ente regido por un plan creador, vigente, con una causa final universal. La «criaturidad» es idéntica in re a la «historicidad», pero podría distinguirse en la razón: criaturidad tiene referencia a una causa efectora, creadora; historicidad tiene referencia a una causa final atrayente68.
Como se dijo, la intersubjetividad hebrea tiene como fundamento la ley (toráh), la que, a su vez, se funda en la Alianza entre Yahveh y el pueblo (por mediación del profeta). Dios se revela, en su separación, como trascendencia pero también como próximo al sufrimiento cotidiano del ser humano69. Así, y en un mismo acto, la relacionalidad dialógica fruto de la meta-física de la Alianza y de la intersubjetividad comunitaria tensiona, por un lado, con la trascendencia absoluta del Dios creador y, por otro lado, con la contingencia y finitud del hombre en su vida cotidiana y concreta. Por ello, no es extraño que «a partir entonces de la finitud, de la miseria de la condición humana (…) Israel descubre igualmente, o renueva la experiencia original, un Yahveh considerado como absolutamente trascendente»70. La concepción de la divinidad como un «absolutamente otro» permite la desmitificación del cosmos (lo creado), ya que existe una separación entre el Trascendente y lo humano-contingente (aunque es esa misma separación la que permite la relación dialógica). Yahveh se revela, entonces, como una divinidad personal y trascendente. Esta original concepción sobre lo Santo, como separado y absolutamente trascendente pero dialógico y próximo al sufrimiento humano, repercute significativamente en el conjunto de las relaciones intersubjetivas de la comunidad-pueblo, es decir, en la ética y en la antropológica hebrea. Por tanto, la trascendencia libre del Trascendente71, en tanto que «contenido» de la conciencia y del núcleo ético-mítico de la comunidad-pueblo hebrea, permite la desmitificación del mundo creado (naturaleza) generando una conciencia histórica que valora positivamente la contingencia. Por ello, el humanismo hebreo, a partir de la desmitificación de la naturaleza por afirmación del Trascendente, se compromete con la contingencia radical del ser humano, la vulnerabilidad y finitud de toda existencia, y con un horizonte mesiánico de futuro escatológico. A su vez, sostiene la primacía del ser humano sobre todo el cosmos y de la intersubjetividad comunitaria por sobre el individuo. Y, por último, y sobre la base de la ley (toráh), se ubica la unidad antropológica del ser humano, carnalidad viviente, como la única responsable, responsabilidad insustituible, tanto del bien como del mal moral en el mundo. Es la misma ley (toráh) la que se funda en la Alianza entre el pueblo-comunidad y Yahveh, revelándose este último como el «bien común presente, es decir, como el fundamento actual de la existencia y como la causa de todo bien posible. Yahveh es el bien común escatológico»72:
Ese bien común trascendente, histórico y transhistórico, se transforma en la base de una moral antidualista. El hombre debe permanecer en la solidaridad de la comunidad para servir al pueblo en la historia, y alcanzar así su salvación en la salvación de su comunidad de la Alianza. No se vislumbra la perfección del «aislado» solo en la contemplación, sino en el servicio del profeta en el amor. El bien particular no se alcanza huyendo del tiempo para perderse en la despersonalización del nirvana, sino bien por el contrario en la inmolación del «Siervo de Yahveh», que se ofrece por la historia en su pueblo (Isaías 52-53)73.
3. Sobre el paradigma «liberación» y «servidumbre» como servicio ('avodáh-דׇﬣבוֹעֲ)
Dussel considera que la experiencia exódica, relatada en el libro del Éxodo, reviste el carácter de «paradigma» de la «liberación»74. Por paradigma, Dussel entiende una «matriz generante o “esquema” (...) la estructura que, en base a categorías fundamentales, origina un número bien determinado de relaciones»75. Del Éxodo, Dussel recupera, al menos, seis categorías fundamentales: a. Egipto y su clase faraónica (dominadores); b. los esclavos (explotados y dominados); c. el profeta (Moisés); d. el Dios que escucha y convierte; e. el pasaje (pésajּ); f. la tierra prometida76. A partir de estas categorías destaca nueve relaciones constituyentes: a. la dominación; b. el grito de pueblo; c. el llamado de la Palabra al profeta; d. la interpelación al dominador; e. la interpelación al pueblo; f. la salida o la liberación propiamente dicha; g. la acción profético-crítica; h. la entrada o la construcción del nuevo sistema; i. el Reino o comunidad de vida, que puede ser, o bien, un nuevo Egipto (la tierra prometida histórica, siempre superable donde la dinámica volverá a comenzar), o bien, la utopía mesiánico-escatológica (nunca del todo realizable históricamente, solo «realizable» trans-históricamente77). A su vez, el relato presenta tres ámbitos espacio-temporales que sistematizan tres momentos del proceso de liberación: a. Egipto como el pasado (primera tierra: la dominación); b. el desierto como tiempo intermedio (el espacio-tiempo de la irrupción mesiánica, el pasaje (pésaj); c. la tierra prometida como utopía mesiánico-escatológica futura o como nueva construcción histórica (que se volverá dominadora y la dinámica comenzará nuevamente teniendo a esta construcción como pasado). En una perspectiva filosófica este tipo de narrativa mítica, en tanto construcción discursivo-racional estructurada con base en símbolos, permite esbozar una cierta dinámica de la praxis liberadora constituida por los siguientes agentes: a. una figura de exterioridad radical (que puede ser Yahveh en los cultos monoteístas pero que bien puede ser, únicamente, un ideal de justicia y paz para la humanidad que se epifaniza en el rostro del sufriente: utopía crítica); b. la figura del profeta78, quien responde libremente a la interpelación o al llamado (“Heme aquí”); c. el pueblo-comunidad, como ámbito o fuente constituyente del obrar del profeta (del que es miembro).
En el Éxodo, el sujeto de la liberación son los «hijos de Israel». Sin embargo, esta nominación sirve como metáfora general (o analogado principal) para hacer alusión al pueblo como el conjunto de los oprimidos de cualquier sistema histórico de dominación. La praxis de liberación, como la liberación de Egipto en el Éxodo, es sobre todo un acto político. En tanto que praxis política de liberación trata, por un lado, de la ruptura o de la interrupción (mesiánica) de una situación de dominación y, por otro, de la construcción (momento posterior a la destrucción) de un nuevo orden más justo. Como se dijo, el sujeto de la liberación es el pueblo como conjunto de oprimidos (o el «pobre», como categoría teológica). Pero la categoría de «pobre» no puede limitarse únicamente a una mera experiencia de tipo subjetiva o espiritual (pobreza como virtud que debe ser practicada) sino que puede ser comprendida, por mediación de las ciencias sociales como instrumental científico-hermenéutico y en términos político-económicos, como «clase» y como «pueblo» (categorización más objetiva: «pobre-clase-pueblo»). Esto implica que si bien el profeta, como Moisés, ocupa un lugar fundamental en su rol de mediador, es el pueblo mismo quien debe comunitariamente ser sujeto de la praxis liberadora. Siendo, como se dijo, la utopía mesiánico-escatológica la que guía el proceso:
Por la esperanza de una restauración escatológica, transhistórica, del reino de Yahveh, los «pobres» ('anavim) pueden liberarse de la «necesidad» de las estructuras político- culturales de las comunidades donde habitan como diáspora79.
Junto con el «paradigma» de «liberación» exódico, para pensar la transformación desde una cosmovisión hebrea -en tanto que construcción de un nuevo orden de justicia como fruto de la praxis de liberación- Dussel presenta la figura del «Siervo de Yahveh»80 y, en él, lo que denomino el «paradigma servidumbre». Es de especial relevancia el análisis que realiza Dussel sobre esta «figura» bíblica debido a que allí también postula categorías filosóficamente válidas para analizar, teórico-prácticamente, la cuestión de la liberación. A partir del primer poema, Dussel considera que la problemática de la liberación como redención o salvación está inmersa, y así lo postula en toda su obra, en un «ambiente mesiánico» de unción y de consagración. Centralmente, el núcleo de la liberación se encuentra significado en la palabra hebrea mishpáth81. Esta palabra que contiene en su plurisemántica acepción las nociones de justicia, derecho o ley designa la característica principal de la misión del Siervo de Yahveh: exponer la ley-enseñanza (torá) y defender la justicia. Así, el Siervo se puede identificar, o bien directamente con la Alianza entre Yahveh y su pueblo, o bien como el que deberá efectuar con su pueblo una «reconciliación escatológica» (mesianismo escatológico) entre Yahveh y la comunidad-pueblo hebrea y «gentil»82 (quebrada por el fetichismo y la idolatría). Por ello, el Siervo, en su humillación, y en tanto que profeta pobre (justo inocente sufriente y maestro de sabiduría) es el mediador universal entre Yahveh y el pueblo del universo entero. La multitud por la que intercede el Siervo refiere a toda totalidad, a todo grupo posible que pueda celebrar culto al Siervo -mediante el cual Yahveh lo constituirá como «mi pueblo»-. De esta manera, se diferencia entre «multitud» y «pueblo». Mientras que la primera categoría, la multitud, es lo indeterminado, el grupo que puede ser objeto de perdón o símbolo escatológico de toda la humanidad presente o futura -que podría llegar a ser perdonada-, la segunda categoría, el pueblo, refiere ya a la parte de la multitud salvada como objeto de la misericordia divina. Para ello, la misión principal del Siervo es la de ofrecerse como víctima expiatoria para la justificación de la multitud83 (cargando con sus faltas). Con esto Dussel pretende referirse a «la tensión temporal de la multitud y de la comunidad de justificados (…) como el reino espiritual futuro, la posteridad ganada por la ofrenda de la vida del Siervo, sacrificio de expiación»84. La justificación, básicamente, se funda en una promesa escatológica de abundancia y prosperidad:
La existencia humana es como una celebración litúrgica en la que el Siervo es exaltado (52, 13; 53,12), porque, habiendo obedecido la voluntad de Yahveh (53, 10 d), ha entregado todo, como víctima, alcanzando así la redención del rescate, de los hombres, su posteridad (53, 10 c-d). El Siervo, medio por el cual Yahveh interviene en la Historia, prolongará sus días, celebrando la aceptación de la salvación por las naciones85.
Uno de los puntos principales de la misión del Siervo es, según Dussel, que la justicia- mishpáth es una «mezcla» entre una realidad política y una espiritual. La «unción» del Siervo tiene así una finalidad clara: llevar justicia a todas las naciones (universalmente). En este sentido, se comprende que la justicia implica necesariamente una praxis de liberación (en primer lugar, del cautiverio de Babilonia pero, en segundo lugar, de toda esclavitud o dominación -sentido escatológico-). Para lograrlo, el Siervo es «alguien» justo que tiene por misión redimir a la multitud a través del sufrimiento propio (muriendo y resucitando después). Como se analizó previamente con la figura de Abraham, el Siervo posee una «personalidad incorporante», significando en su figura singular, como miembro, la de todo el grupo por un tipo de relacionalidad, constitutiva y constituyentemente, intersubjetiva. De esta manera, y aquí el tema que más me interesa poner de relevancia, se presenta la cuestión del sujeto de la liberación (redención por expiación). Partiendo del interrogante sobre quién es en definitiva la figura del Siervo, Dussel propone que para desentrañar las características de su «personalidad incorporante» habría que pensar a partir de dos polos en tensión. Por un lado, habría un polo histórico-singular de la figura del Siervo en tanto que puede ser asumida por una persona concreta, un «alguien», mediante el cual la redención irrumpe en el mundo histórico. Ese «alguien» deberá ser un mediador entre la trascendencia y la contingencia humana histórica, hacedor singular de un enlace entre la temporalidad e historicidad humanas y la Eternidad. En segundo lugar, habría también otro polo de tipo histórico-comunitario, ya que «el Siervo como individuo no puede agotar la noción del Siervo de Yahveh»86. El «sujeto comunitario» al que se referiría la figura del Siervo posee, a su vez, un sentido bifronte, siendo el Siervo el «pueblo de Yahveh» (como totalidad) pero también el «resto de Israel», es decir, los «servidores de elección» (miembros de la Nueva Alianza)87. En todos los casos, ya sea como singular o como comunidad-pueblo (en su totalidad o como «resto»), la misión del Siervo de Yahveh tiene como nota distintiva esencial la cuestión de la servidumbre como servicio (compromiso mesiánico en la historia): 'avodáh88. En esta dirección, Dussel pone de manifiesto algunos de los elementos constitutivos del «servicio»: a. el servicio es exigido por el creador, por el Dios viviente de Israel, en una relación dialógica, interpersonal y libre; b. el servicio exige que el «servidor» asuma su posición «creatural», reconociendo su finitud, contingencia y vulnerabilidad y, a la vez, asumiendo su responsabilidad intransferible como elegido; c. el servidor-siervo se reconoce como no-absoluto, es decir, comprende que no elige sino que es elegido, que es instrumento y mediador para una misión que lo excede. Por esto y, en definitiva, el Siervo de Yahveh, como figura icónica de la liberación por el servicio y la servidumbre, nada comparte con el sabio helénico:
El hombre helénico funda su existencia sobre principios absolutamente diversos. El ser humano es el fruto de la unidad entre el alma, de substancia divina, y el cuerpo, material, principio de todo mal por su pluralidad y movilidad fenoménica. La moral debe ser aristocrática, porque siendo su bienaventuranza la contemplación, la teoría de lo divino (…) solamente los sabios pueden alcanzarla. Pero el sabio es un personaje que debe saber elegir la suficiencia de medios fuera de la condición normal de la multitud -el polloi de Heráclito-, la masa. En fin, la vida política, la virtud de la prudencia, son secundarias para el hombre perfecto (…). El hombre hebraico, en cambio, tiene conciencia de su situación propia (…). Por la Alianza tiene fe en la realización total del hombre, como fruto de la evolución cósmica e histórica. El hombre -substancia indivisible en donde no puede pensarse un cuerpo y un alma separados- es imagen de Dios (…). Lo fenoménico, lo histórico, lo imprevisible, escandaliza al hombre griego. El hombre griego busca incesantemente las leyes que le permiten racionalizar, logicizar la realidad histórica. El hombre hebreo, en cambio, goza en la aventura de lo cambiante y fenoménico89.
En conclusión, considero que tanto el «paradigma liberación», que tiene como fuente discursiva el relato exódico, como el «paradigma servidumbre», que nace de los poemas del Siervo de Yahveh, presentan filosóficamente categorías estructurantes que permiten sistematizar, desde su propia perspectiva y origen contextual, las notas esenciales o los momentos procesuales fundamentales de toda praxis política de liberación, a partir de un sentido hebreo de la transformación política como irrupción mesiánica.
Conclusiones
En este artículo intenté corroborar la hipótesis que sostiene que Dussel recurre a la cosmovisión semita para poder formular un monismo ético-antropológico que valore positivamente la historicidad humana. Asimismo, intenté comprobar que el autor encuentra en la experiencia histórica del pueblo hebreo una filosofía, al menos implícita, radicalmente materialista y de la contingencia que le permite postular una «trascendencia separada». En este sentido, considero que ambas hipótesis se ajustan, con mucha precisión, a lo que el autor postula. Cuando Dussel se aboca al estudio hermenéutico del «humanismo helénico» encuentra una cosmovisión y una filosofía que sostiene, fáctica y teóricamente, la necesidad como uno de sus ejes estructurantes. Tal categoría funcionó como dispositivo nuclear para suprimir o negar todo tipo de imprevisibilidad y novedad históricas. Dussel constata que el núcleo trágico-destinal del mundo helénico no permite ningún tipo de consideración o de asunción de la libertad humana como característica constitutiva de la configuración antropológica. De esta manera, encuentra, a partir de su investigación hermenéutica, que el «núcleo ético-mítico» griego se caracterizó por su afán de «seguridad» ante la contingencia histórica, negando así todo tipo de valoración positiva sobre el acontecimiento propiamente humano (libre e imprevisible). Fruto de ello, el «humanismo helénico» representa para Dussel una cosmovisión y una filosofía que postula la eternidad de la Realidad (como in-creada), el devenir cíclico de lo contingente (como eterna repetición de lo mismo) y un «monismo trascendente». Como consecuencia del «monismo trascendente», se estructura en el mundo griego una noción de trascendencia entendida como aquello que, a partir de los caracteres de la inmovilidad, la eternidad y la autarquía, sostiene ontológicamente, como parte de una misma Totalidad («monismo»), lo aparente, lo móvil, lo corruptible y lo perecedero (contingencia). Este tipo de concepción es la que no permite postular una «trascendencia separada», constituyendo la base para todas las futuras postulaciones filosóficas de tipo panónticas y panteístas. Así, la singularidad o la individualidad sirven únicamente para afirmar la consistencia de lo trascendente y eterno, subsumiendo todo lo contingente (corruptible, móvil, individual y plural) en lo universal- Uno. En definitiva, se afirma que todo aquello que es, ámbito de la ontología, supone una trascendencia al mundo de lo contingente. En esa concepción meta-física el valor de lo contingente se medirá solo por el grado de participación en el mundo de lo verdadero (Uno) que lo trasciende y fundamenta ontológicamente en una Totalidad monista. Por lo tanto, Dussel entiende que la Totalidad griega, de tipo divino-neutral, subsume ontológicamente los elementos ónticos en un «monismo trascendental» de base dualista, negando la consistencia de la contingencia y de la historicidad humanas. Considero que a través de lo expuesto quedó en claro que el «humanismo helénico» no le otorga ningún tipo de consistencia ontológica al acontecer humano, especialmente en lo que refiere a la historicidad y a la imprevisibilidad que le son constitutivas. Por otro lado, esta cosmovisión y filosofía postula un dualismo ético-antropológico. Esto es así porque la configuración ético-antropológica que sostiene se estructura por un polo dualista positivo (el bien, el alma, lo divino) y por un polo dualista negativo (el mal, el cuerpo, lo humano contingente). El desprecio helénico por todo lo contingente, especialmente por el cuerpo y por la pluralidad de lo móvil, configura una relación aporética entre el sabio, que de modo solipsista deberá dedicarse a la tarea del entendimiento en la vida contemplativa, y el servicio que debe brindar a la comunidad política. En definitiva, el fin último del hombre radica en su vida contemplativa fuera de la ciudad («purificación» de las «manchas corporales»: ascesis). En ese contexto, sus estudios sobre el «humanismo semita» arrojaron hallazgos fundamentales para el joven Dussel. El autor encontró en esa cosmovisión y en su «filosofía implícita» una concepción unitaria del ser humano tanto en los aspectos antropológicos como éticos. Esta antropología unitaria del hombre es comprendida, de modo constitutivo y en términos éticos, a partir de la libertad y de la responsabilidad, presentando así una configuración fundamentalmente anti-trágica o dramática. A su vez, esta concepción antropológica, ética comunitaria de la responsabilidad, se estructura en función de la relación de intersubjetividad comunitaria entre los seres humanos y en relación con una trascendencia «separada» y dialógica (Yahveh) a partir de una metafísica de la Alianza. Este tipo de racionalidad intersubjetiva se presenta significada bajo la figura de «personalidad incorporante», pretendiendo unificar semántica y simultáneamente al ser humano singular y a la comunidad a la que pertenece (superación del dilema aporético helénico). A través de ella, de la comunidad y del singular, la trascendencia se epifaniza en la temporalidad e historicidad de la vida humana concreta (material y contingente). Esto implica una radical valoración positiva de la contingencia y de la materialidad humanas y una concepción definitiva de la trascendencia como una «libertad separada» (posibilidad de toda relación). La figura de Yahveh, como trascendencia separada, permite la afirmación de la historicidad humana y la valoración positiva del acontecer humano con significación ontológica. En conclusión, estimo que el análisis presentado constituye un aporte significativo para comprender toda la producción filosófica de Enrique Dussel (inclusive la de su «obra tardía»). La filosofía implícita en el «humanismo semita» representa, según mi consideración, un eje estructurante fundamental y transversal de toda la formulación ética y política del autor hasta el día de hoy.