Introducción a la polémica
Como es bien sabido la Compañía de Jesús nace en el contexto de la reforma protestante que implicaba como tesis antropológica una merma o abolición (según se mire) de la libertad humana. Desde el Servo arbitrio de Lutero hasta la insistencia predestinacionista de Calvino así lo parecen manifestar las figuras más prominentes de la Reforma. Por ello no es de extrañar que uno de los puntos dogmáticos fuertes de todo el magisterio jesuítico fuera la defensa de la libertad. Nuevos contextos impelen a decir nuevamente las cosas que no solo son dichas de nuevo y de modo nuevo, sino que a veces son o parecen nuevas. Es lo que le pasó a la Compañía de Jesús en la figura de Molina, quien al publicar la Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia en 1588 no se imaginaba la larguísima polémica que iba a desatar1.
Si antes de la publicación de la obra ya había habido algún encontronazo entre la orden más establecida del momento (Dominicos) y la más pujante (Jesuitas), con la publicación de la obra de Molina la tensión va a alcanzar su cenit. Como es bien sabido el libro de Molina fue publicado con el placet de la Inquisición portuguesa. Mientras se estaba examinando en la Inquisición de Castilla y con los ánimos de dominicos y jesuitas exaltados por las disputas de Valladolid de 1594, Clemente VIII animado por los jesuitas avocó la causa a la Santa Sede, pidiendo informes de Universidades y expertos entre los que se encontraba Suárez. Tras las primeras reuniones de la comisión designada para el caso el propio pontífice quiso asistir personalmente a las discusiones porque entendió que se debatían cuestiones de vital importancia para el dogma cristiano. Los dominicos querían centrarse en la impugnación del libro de Molina mientras que los jesuitas insistían en que se debatiera la cuestión de la gracia eficaz y el distinto modo de explicarla que tenían unos y otros. Como premonitoriamente declaró Belarmino y tras perderse dos Papas por el camino, Paulo V mandó a casa a los litigantes prohibiendo que se tildaran mutuamente de herejes y que por el momento no se publicara nada sobre el tema2.
Es curioso que habitualmente se conceptúe dicha polémica como una disputa teológica cuando es evidente que allí se ventilaron cuestiones de hondo calado filosófico. Y esto es así porque la libertad de la humana voluntad no es solo un principio de la dogmática católica, sino que es un dato accesible al conocimiento natural no revelado (como comparten todos los disputantes). Del mismo modo la omnipotencia y omnisciencia de Dios que ponen en jaque dicha libertad humana son un dato accesible no solo gracias al conocimiento revelado, sino también al conocimiento natural que el ser humano tiene de Dios. Si bien es cierto que la acción de la Gracia como acción concreta de Dios sobre el mundo puede parecer a algunos inaccesible a la razón natural (recordemos que el Dios aristotélico no se preocupa del mundo) no es menos cierto que mirado por otro lado es inconcebible (y por tanto accesible a la razón natural) un Dios bueno y poderoso que no se ocupe de proveer por el bien de sus criaturas.
1. El papel de Suárez en la polémica
Además de los protagonistas principales de la polémica (Molina y Báñez), hay actores secundarios importantes en torno al desarrollo de la misma. Tal es el caso de Francisco Suárez (1548-1617), doctor eximio, cuyas doctrinas alumbraron para la posteridad los hondos problemas de la metafísica y la Gracia. ¿Cuál es el papel de Suárez en esta polémica? Ya que la palabra «papel» se puede entender en un sentido literal y en otro figurado hablaremos del papel de Suárez en estos dos sentidos: en primer lugar, hablaremos del papel que Suárez juega en el transcurso de la polémica; en segundo lugar, hablaremos de uno de los papeles que Suárez escribe para tratar de clarificar la cuestión ante el mundo lego.
¿Qué papel jugó Suárez en la polémica? Sabemos que Suárez era uno de los grandes maestros jesuitas junto con Molina, Vázquez o Lessio, que al hilo de los comentarios a Santo Tomás iban creando un cuerpo doctrinal propio, contradistinto del tomismo de los dominicos en puntos no esenciales (al menos para los jesuitas)3. El hecho de que estos maestros jesuitas iban formando una comunidad de ideas que constituirían el acervo de la Compañía lo demuestra por ejemplo el caso de Montemayor, que suele situarse como precedente de la disputa de auxiliis. En 1582 (6 años antes de la publicación del libro de Molina) el jesuita Prudencio de Montemayor defiende en pública disputa que de dos hombres que han recibido las mismas gracias por parte de Dios puede suceder que uno se convierta y el otro no puesto que la libertad humana también tiene que ver algo en el asunto. Tras la intervención de Báñez que impugnaba el aserto y Fray Luis de León que defendía su probabilidad, la Inquisición tomó cartas en el asunto y la Compañía decidió retirar al padre Montemayor de la docencia durante un tiempo. Lo que resulta para nosotros significativo ahora es que Montemayor se queja a sus superiores diciendo que él se ha limitado a repetir lo que ha aprendido de sus maestros, entre los que cita a Suárez; y que para ser justos, si es cierto que está equivocado, habría que mandar callar a todos sus maestros y no sólo a él4.
Durante el animado verano de 1594 Suárez escribe el famoso papel que luego comentaremos. Pocos años después, mientras las comisiones romanas estudian el caso, algunos religiosos desde España (Mondragón, Avendaño) aprovechan para denunciar algunos puntos doctrinales de Suárez entre los que se encuentra el problema de la Gracia. Suárez escribe entonces una carta de defensa al Cardenal Quiroga, responsable de la inquisición en Roma. En ella encontramos explicitada con cierta extensión la postura de Suárez en este punto: la necesidad de la Gracia divina para la salvación, la denuncia de la deformación que sufren sus opiniones en manos de los adversarios, el acercamiento al luteranismo por parte del sistema dominico, la explicación de la gracia congrua, etc5. Es un texto también excepcional por su brevedad y claridad expositiva.
Es evidente que el tema de la gracia y su relación con la libertad no fue accesorio en el pensamiento de Suárez6. Lo trató necesariamente en los extensos comentarios a la Suma de Santo Tomás que iba realizando en sus clases de teología, como era habitual en la época. Pero más admirables aún son sus tratados sobre la gracia, publicados en 3 volúmenes póstumamente (1628), donde se revisan sistemáticamente toda la problemática de modo análogo a como hiciera con sus Disputaciones Metafísicas. No habría que olvidar algunas obras incluidas en el volumen de opúsculos y que tratan la polémica o temas afines: Relectio theologica de libertate voluntatis divinae in actionibus sui; De scientia quam Deus habet de futuris contingentibus. Conviene resaltar la Brevis resolutio Quaestionis de concursu et efficaci auxilio Dei ad actus liberi arbitrii necessario, que es el juicio del propio Suárez enviado a Roma como opinión experta sobre la polémica (véase la Introducción de este artículo). Está escrito casi a la vez que el papel en el que nos detendremos enseguida, durante el curso 93-94, en el que Suárez explicaba la primera parte de la Suma de Santo Tomás en Salamanca incidiendo en las cuestiones de la presciencia de Dios y la predestinación7.
De todo lo escrito, quizá lo más accesible hoy para nosotros no sea esta ingente producción bibliográfica sino un sencillo papel preparado para explicar a un laico la sustancia de la polémica. El papel en cuestión no solo es más accesible por estar escrito en castellano (mientras que todo lo anterior permanece, para vergüenza de propios y extraños, sin traducir), sino que lo es también por su brevedad y pulcritud conceptual, como veremos. La ocasión de la escritura de dicho papel la ofrece la presencia en Salamanca de Juan de Zúñiga, quien trabajaba para el Consejo de la Inquisición (verano de 1594). Sea porque este se lo pidiera a Suárez, sea porque Suárez se lo ofreciera espontáneamente, el caso es que el experimentado jesuita compuso un breve escrito para clarificar las diferencias entre jesuitas y dominicos intentando además defender el punto de vista jesuítico. Al estar en castellano el papel corrió pronto de mano en mano, avivando más su difusión el hecho de que al poco de escribirlo se prohibiera bajo pena de excomunión difundir nada sobre el tema.
2. Cuestiones de fondo y forma en torno al «papel» de Suárez de 1594
Suárez se propone dos tareas en su breve escrito8. Por un lado, quiere clarificar las posturas para que se vea dónde está el punto de discusión entre jesuitas y dominicos; por otro lado, está interesado en apuntar cuál sería la solución; aunque habría que decir que más que indicar la solución lo que hace es indicar qué habría que hacer para resolver el problema: el procedimiento para encontrar una solución.
Para explicar dónde está el punto de la controversia primero da unas nociones básicas sobre aquello en lo que concuerdan ambas órdenes porque son puntos dogmáticos firmes que no se discuten. Por ejemplo, define como suele hacerse los dos extremos entre los que se sitúan todos los litigantes: entre Pelagio y Lutero. Pelagio exalta tanto la libertad que no es necesario el auxilio sobrenatural para salvarse; Lutero exalta tanto el auxilio divino que no es necesaria la libertad humana para salvarse9. Suárez reconoce que tanto dominicos como jesuitas reconocen la necesidad de la gracia para salvarse; es decir: es necesaria la gracia de Dios para que el hombre se salve. La gracia puede servir para realizar actos sobrenaturales (creer, esperar, amar) o actos puramente naturales (hacer una obra buena como dar limosna)10. Esta gracia o auxilio que Dios nos concede puede subdividirse a su vez entre auxilio preveniente (si es la gracia que nos despierta de la vida de pecado para que iniciemos la conversión, o la gracia que nos inspira buenas obras) y auxilio cooperante (si es la gracia que nos sostiene en el camino emprendido o nos auxilia mientras estamos realizando buenas obras). Jesuitas y dominicos coinciden también en distinguir entre el auxilio suficiente (aquel que basta para convertirnos) y el auxilio eficaz (aquel que efectivamente nos convierte), porque una cosa es tener lo necesario para salvarse y otra distinta salvarse efectivamente11.
¿Dónde está el problema que hay que resolver en opinión de Suárez? En la aparente contradicción entre gracia y libertad: no podemos obrar si Dios no nos inspira o coopera con ello; puesto que no podemos salvarnos si Dios no nos da su gracia eficaz, entonces no somos libres de obrar y la salvación no depende de nosotros. Este es el punto de controversia sobre el que se alzarán los posteriormente llamados sistemas de la gracia, que intentan dar explicación cabal del problema. En todos los intentos católicos de esto siempre se tiene claro que no se puede negar la libertad por un lado ni la necesidad de la gracia por el otro.
Explica Suárez que los Dominicos atribuyen a Dios una moción que determina al hombre a la acción y a la salvación, y que es lo que llamamos gracia eficaz (la premoción física de Báñez, aunque parece que en aquella época el término aún no estaba acuñado o no era moneda corriente entre los teólogos dominicos); mientras que a la gracia suficiente la faltaría precisamente este plus de parte de Dios para que fuera realmente efectiva.
Los jesuitas encuentran en esto tres errores. En primer lugar, puesto que Dios premueve a las causas segundas como causa primera también cuando el hombre peca ha sido premovido por Dios a ello. Los dominicos se defienden de la acusación distinguiendo entre la materialidad del pecado y la formalidad del pecado (Dios premovería la acción material en que consiste el pecado, pero no la razón formal del pecado en tanto que desobediencia a Dios), pero para los jesuitas se trata de una distinción que no resuelve nada puesto que la desobediencia a Dios también habría sido predefinida siendo consecuentes con los principios establecidos por los propios dominicos. El segundo error que notan los jesuitas en el sistema de los dominicos es que si este es verdadero entonces el hombre no es libre para convertirse y realizar actos sobrenaturales. Los dominicos se defienden de la acusación indicando que Dios determina la libertad humana, pero con suavidad, no con violencia; pero esto según los jesuitas es maquillar con palabras una consecuencia indeseada de su sistema (a saber, que el hombre no es libre). El tercer error notado por los jesuitas es que los dominicos con su sistema hacen a Dios responsable directo de la condenación de las personas, puesto que si Pedro se condena es porque Dios no le concedió la gracia eficaz para ello pudiendo hacerlo. Los dominicos replican a esto (aunque Suárez no lo exprese, pero puede verse en la Apología de Báñez) que en efecto se trata de una decisión libérrima de Dios que no está en manos del hombre escrutar.
Los jesuitas, por su parte, también reconocen que la gracia de Dios es eficaz pero no sin tener en cuenta nuestro libre consentimiento. Es decir: Dios da su gracia suficiente a todos los que quisieren usar bien de ella, y en tal caso no es solo gracia suficiente sino gracia eficaz. No es Dios el que premueve las acciones del hombre, sino que estas resultan de la concurrencia de la voluntad humana y divina.
Los dominicos encuentran en esta postura tres errores. En primer lugar, acusan a los jesuitas de negar la eficacia de la gracia, puesto que si la gracia solo actúa cuando el hombre consiente entonces Dios no es irresistible y se menoscaba su omnipotencia. Los jesuitas no niegan la eficacia de la gracia porque entienden que dicha eficacia se refiere a que la salvación sea realmente efectiva y no a que la acción libre tenga lugar o no. En segundo lugar, los dominicos dicen que los jesuitas atribuyen a la libertad humana la conversión; porque si de dos hombres con los mismos auxilios de parte de Dios uno se salva y el otro no (ejemplo, por cierto, que parece ser que concentró gran parte de la polémica) solo puede ser porque lo que hace efectiva la conversión es la libertad del hombre. A esto contestan los jesuitas que no afirman que la salvación dependa del hombre, sino que esta no se da sin su libre consentimiento y, por tanto, la libertad humana también tiene su parte en la obra de la salvación: si de dos con iguales auxilios uno se salva y el otro no, el que se condena será por su culpa y el que se salva no será contra su libertad (añade Suárez aquí un corolario que comentaremos un poco más adelante por considerarlo importante). El tercer error que encuentran los dominicos en el sistema jesuita es que si Dios no premueve todas las causas segundas como causa primera, entonces Dios no tiene providencia de cada uno de los actos particulares del hombre. A esto responden los jesuitas que es cierto: que Dios no quiere positivamente todas las acciones particulares del hombre, sino que hay que distinguir entre aquellas que quiere y las que solamente permite; pero, reconoce Suárez, este punto es algo tangencial a la polémica como se comprobó en las congregaciones romanas donde este punto no tuvo apenas relevancia alguna.
Aunque Suárez lo trate muy de pasada y antes de pasar al segundo punto de su escrito, no queremos dejar de indicar el congruismo que Suárez apunta tímidamente en el escrito, aunque no aparezca con este nombre. Cuando el doctor eximio está respondiendo a las objeciones de los dominicos dice que, aunque no sea del todo seguro, es posible que la explicación del modo en que Dios concede su gracia está en suponer que Dios la da en el momento y circunstancia en que sabe que el hombre responderá afirmativamente a ella. Si le pedimos algo a Pedro en tal momento no nos lo dará; pero si se lo pedimos en tal otro sí que nos lo dará: pues bien, Dios concede su gracia eficaz solo en el momento en que sabe que el hombre libremente le corresponderá12.
Lo que nos ofrece Suárez en este breve párrafo como doctrina probable es lo que se convertirá andando el tiempo en el congruismo que solía enseñar la compañía de Jesús en la formación de sus religiosos. A primera vista no parece que se trate exactamente de la solución de Molina (Dios con la ciencia media elige el mundo posible en el que sabe que en determinadas condiciones Pedro asentirá a la gracia), pero bien pensado, quizá sí que se trate de la misma solución, puesto que al fin y al cabo darle Dios a Pedro su gracia en el momento en que sabe que asentirá puede ser equivalente a situar a Pedro en el determinado orden de cosas en el que previó que asentiría. El problema de Molina (que reconoce en la Concordia)13 es que nos quedamos igualmente sin saber por qué Dios escogió precisamente aquel determinado orden de cosas en el que sabía que Pedro asentiría a la gracia, pero Juan no. Algunos apuntan que la novedad de Suárez aquí está en indicar una solución a esto: Dios niega la gracia eficaz (aunque no la suficiente) a quien «vio que puramente por su libertad había de resistir». Pero esto parece que haga depender la gracia de nuestros méritos (post prevista merita) mermando así el sentido principal de la palabra gracia, que es la gratuidad, tal como indicará acertadamente Báñez en su réplica14. No parece mejor tampoco la opinión de este dominico, quien siguiendo la explicación supuestamente tradicional, indica que la razón por la que Dios da su gracia a unos y a otros la deniega es para que brille en los primeros su misericordia, y en los segundos su justicia (lo cual califica Molina en la Concordia de crueldad)15.
Examinadas las cuestiones en las que ambas órdenes concuerdan y las cuestiones en las que existe disensión, Suárez pasa a proponer algunas indicaciones prácticas para resolver la cuestión. Nótese que Suárez no intenta declarar cuál es la solución correcta (eso lo ha hecho al exponer los distintos sistemas, con una honestidad que le honra), sino más bien cuál debería ser el procedimiento a seguir para resolver el punto de discusión. Ninguna de las sugerencias tiene desperdicio en orden a elaborar una serie de normas procedimentales de hermenéutica orientada a la comprensión.
La primera recomendación es que los contendientes no se dediquen a desfigurar la posición del contrario. En efecto, si yo no soy fiel a lo que el otro me está pretendiendo decir no solo me bloqueo a la comprensión, sino que bloqueo también a los demás el entendimiento de mi interlocutor. Además es relativamente sencillo destruir la posición enemiga cuando la posición enemiga no es realmente la posición enemiga sino la idea falseada de la misma que yo he presentado. En teoría de la argumentación esto que está denunciando Suárez se conoce con el nombre de falacia del hombre de paja o strawman16. La pragmadialéctica contemporánea también ha llamado la atención sobre este punto y lo ha expresado así en su tercer mandamiento del decálogo de la argumentación racional: “Un ataque a una argumentación debe centrarse en la tesis que ha enunciado el protagonista, sin desviar el discurso, sin presentar la tesis de forma diferente y sin actuar de forma que se le atribuya al antagonista una tesis diferente de la que sostiene” 17.
En segundo lugar, Suárez pide que cuando se haga censura de doctrinas no se indique solo dónde está tal o cuál proposición y que además se la repute como herética, sino que distinga bien lo herético de lo erróneo, de lo probable, etc., según el sistema habitual de censura de la época18. Si es necesario distinguir para clarificar, calificar a cualquier proposición distinta de la mía como herejía no contribuye a resolver ni a clarificar nada. Al final del escrito recuerda también que en teología no todas las proposiciones teológicas tienen el mismo grado de certidumbre, aunque haya quien lo pretenda, y que de lo probable se puede opinar como muestra bien a las claras el caso de la Inmaculada Concepción en la época de la que estamos hablando.
Además, pide Suárez que no solo se diga cuál es la proposición discutida, sino que se indique en qué sentido y se den las razones de censura. Con esto está pidiendo que no se contravenga un principio básico en la discusión racional que consiste en explicitar las razones que me conducen a sostener una opinión; porque en caso contrario el oponente no sabe a qué atenerse ni de qué tiene que dar razón. Quizá propusiera Suárez este punto recordando el caso de Fray Jerónimo Vallejo, un padre dominico que en las disputas de Valladolid de marzo de 1594 se dedicaba a leer en el libro de Molina, «y leído un poco decía: “He aquí un error”. Luego tornaba a leer, y decía: “He aquí otro mayor”, sin dar lugar a que le respondiesen. Ofendió de manera al auditorio que el señor Abad de Valladolid que allí estaba, se levantó, y todos tras él»19.
En tercer lugar, Suárez pide que dado que este es uno de los temas más intrincados de la teología no se dé censura solitariamente de estas cuestiones, sino que reunidos varios expertos en juntas a propósito se dediquen a examinar la verdad del asunto. De hecho, fue lo que se llevó a cabo en Roma con las Congregaciones de auxiliis (aunque según la opinión de los historiadores jesuitas las comisiones no estaban formadas por peritos en la materia, ni siquiera por versados en teología). Este sensato principio de cooperación argumentativa, que algunos se apresurarían a sentar como precedente de las comunidades ideales de habla pergeñadas por la pragmática trascendental habermasiana, no se realiza con el falso supuesto de que la verdad se decida por consenso, sino con el acertado principio de que la búsqueda y descubrimiento de la verdad es más seguro si se realiza cooperativamente que no individualmente.
En cuarto lugar, Suárez pide que no se acuse a los jesuitas diciendo que van contra Santo Tomás, porque no es cierto. En primer lugar, porque los jesuitas siguen las huellas del doctor angélico tal como estableció San Ignacio y recogió la Ratio Studiorum que se acababa de perfilar por aquellos años. Además Suárez recomienda vivamente que se lean más autores porque si solo se tiene a Santo Tomás como única referencia se acusa de noveleros a quienes dicen algo distinto del Aquinate20, sin saber que en realidad pueden ser opiniones sostenidas por otros santos doctores (y nótese que con esta afirmación reconocía Suárez que en algunas cuestiones no se seguía a Santo Tomás al pie de la letra). Además, no entiende que se acuse a los jesuitas de no seguir a Santo Tomás cuando tiene la Iglesia tiene órdenes, como los franciscanos, que ni siquiera le tienen por autor de referencia principal (y nótese que con esto de nuevo está reconociendo que los jesuitas no siguen en todo a Santo Tomás). Parte del problema, y esto parece probado, es que hay quienes no se contentan con que se diga lo mismo que dijo santo Tomás, sino que además se empeñen en que se entienda como ellos quieren entenderlo. Pero es evidente que una regla básica de hermenéutica es distinguir lo dicho del sentido de lo dicho, que es precisamente lo que se discute. Si lo dicho coincidiera meridianamente con su sentido no habría problemas de comprensión, pero evidentemente no es el caso.
Por último, pide Suárez que no se descalifique al contrario porque tachándolo de hereje, inculto o estúpido, se cierra de antemano el paso a la comprensión. Se trata de rechazar los argumentos ad hominem o ad personam que son los más habituales cuando se pierde la compostura. En la antedicha disputa pública de Valladolid de Marzo de 1594, encontramos un caso al que pudiera estar aludiendo aquí Suárez: Se trata del P. Nuño, dominico, que al excederse en los bríos con que impugnaba a los jesuitas y ser llamado al orden exclamó:
«Déjenme, que milito por la fe»; y como continuamente importunaba la discusión con sus gritos e interrupciones el presidente del acto le indicó que «este negocio no ha de ir por voces, sino por razones». Ante lo cual el P. Nuño se largó del acto sin terminar21.
Concluyamos este análisis del escrito suareciano con dos observaciones estilísticas. En primer lugar, nos parece todo un modelo de claridad, orden expositivo y tratamiento justo del adversario: cumple a la perfección las pautas que él mismo está pidiendo en todos. Además, solo en contadas ocasiones recurre a argumentos de autoridad, si no es al principio para sentar los puntos firmes de la doctrina católica (libertad y necesidad de la gracia): la mayor parte de los argumentos son argumentos de razón expresados con una precisión admirable. Sin embargo, también es cierto que Suárez en alguna ocasión usa algunos giros lingüísticos en la presentación de las ideas favoreciendo su forma de pensar; y evidentemente los que no piensan como él no expresarían la misma idea con los mismos términos pues la misma exposición de la idea ya determina la solución en un sentido o en otro. Pero esto parece inevitable hasta cierto punto puesto que separar lo que pienso, de su expresión según mi punto de vista, puede resultar un absurdo metafísico. Además, el mismo orden con que Suárez expone las ideas está evidentemente de parte de los jesuitas: primero expone la doctrina de los dominicos y las impugnaciones a los jesuitas, luego nota los errores de los dominicos y, por último, expone la posición de los jesuitas y la respuesta a las objeciones de los dominicos. Y quien tiene la última palabra tiene una posición ventajosa. Pero recuérdese que el contexto del escrito surge para mostrar que la opinión de los jesuitas no era herejía por más que algunos (Avendaño) se empeñaran en predicarlo desde el púlpito con gran escándalo de las gentes.
3. La respuesta de Báñez a Suárez: el embrión de la Apología
No hay espacio para comentar con la misma detención el escrito que Báñez presentó en la Inquisición contra Suárez22. Al parecer, cuando Báñez llegó a finales de verano de 1594 a Salamanca y le indicaron que corría de mano en mano un papel escrito por Suárez explicando la controversia de modo favorable a los jesuitas tomó la pluma y empezó una refutación de la misma. Los historiadores jesuitas suelen recordar el incidente que posiblemente explica la inquina de Báñez a la Compañía de Jesús: pocos años antes el maestro dominico había sido reprendido públicamente por el nuncio de su santidad, precisamente cuando iba a demostrar en pública disputa que los votos simples de los jesuitas no eran auténticos votos23. Lo cual explica por qué en repetidas ocasiones Báñez en sus escritos tiene que jurar sobre la cruz que se mueve únicamente por el bien de la fe24.
Desgraciadamente no se conserva todo el texto sino tan solo una parte de él. La estructura es sencilla (aunque es bastante más extenso que el de Suárez): se trata de refutar párrafo a párrafo, y en ocasiones frase por frase, lo dicho por el jesuita, en un estilo ciertamente más ágil que el de Suárez. Pero claro, un escrito que refuta frase por frase otro escrito da que pensar: o bien Suárez está equivocado en absolutamente todo lo que dice, o bien la intención de Báñez es refutar a priori. Como botón de muestra: Báñez critica hasta la dedicatoria; se queja de que Suárez dedique el papel a persona particular y, sin embargo, corra de mano en mano entre laicos que no pueden juzgar de teología25. En la segunda frase del escrito de Suárez, Báñez incluye a Suárez entre los teólogos de la Compañía que “volunt sapere plus quam oportet” y esto es soberbia y ebriedad. Y todo es del mismo tenor.
Suárez no acierta a caracterizar adecuadamente el pensamiento de Lutero o Pelagio según opinión de Báñez. Además, para el combativo dominico la raíz de estas dos herejías encontradas es la soberbia, con lo que ya se barruntará cuál pueda ser el defecto de Suárez que, aunque no sea pelagiano, sí que contiene ciertas reliquiis pelagianorum de las antaño combatidas por San Agustín. Apunta acertadamente Báñez que en la exposición que hace Suárez de la doctrina católica, en la que todos asienten, ya introduce el autor jesuita su propia forma de pensar; aunque lo diga insinuando que «en estas palabra está escondido el veneno de su mala doctrina»26. Báñez ni siquiera le concede a Suárez el haber indicado correctamente dónde está el punto de litigio.
Para explicar por qué los jesuitas atribuyen a la libertad más de lo que debe en el orden de la salvación propone Báñez un ejemplo, que según él, resume la doctrina de Suárez: como si alguien armara una ballesta y la pusiera en manos de otro para disparar. ¿De quién es el disparo? Dios sería el que arma la ballesta y la pone en manos del hombre; pero claro, entonces está en manos del hombre disparar o no; salvarse o no. Con esto, en el sistema jesuítico la acción del hombre no es pedisecua de la acción divina, sino que la acción del hombre va por delante de la acción divina. El ejemplo que propone Báñez para expresar su propia doctrina es como un hombre que tira una cadena y la mano mueve al primer eslabón, este al segundo, etc.; de tal modo que el último eslabón no se movería si la mano no se moviera. Así pues, no se mueve la voluntad del hombre si Dios no la mueve. Advierte, con todo, que como la palabra «determinación» puede resultar ambigua, es mejor no emplearla.
A la acusación suareciana de que los dominicos hacen a Dios autor del pecado, distingue Báñez entre la materialidad del pecado y su formalidad: Dios es responsable de que la voluntad del hombre tienda al bien, pero no de que dicho bien en realidad sea un mal para el hombre. Por tanto, Dios no predefine o quiere el pecado en tanto que malo sino tan solo la parte buena que toda acción humana tiene, aun la pecaminosa. ¿Puede Dios impedir el pecado actual de un hombre? Efectivamente, pero como no está obligado a ello no puede exigírsele. ¿Y por qué no lo hace? Porque así manifiesta con los pecadores su justicia que a su vez permite manifestar con más fuerza la misericordia para con los receptores de su gracia. Recordemos que Suárez decía que tal distinción entre material y formal aplicada a la acción de Dios sobre el pecado causaba risa a los calvinistas, y dice Bañez que «a mí me ha dolido que este teólogo, quien quiera que sea, alegue la risa de Calvino contra una distinción tan antigua y tan necesaria»27.
A la acusación suareciana de que los dominicos niegan la libertad replica Báñez que aquí reside en verdad uno de los meollos del problema, puesto que todo depende de qué se entienda por libertad. La libertad de Suárez o Molina es la capacidad de obrar o no, puestas todas las circunstancias necesarias para ello28. Sin embargo, para Báñez la libertad está más bien en la indiferencia de juicio del medio respecto al fin: por ello la divina moción que me lleva a elegir el bien no me quita la libertad sino que la perfecciona. Y, si dada la moción divina yo no puedo dejar de seguirla, esto hay que entenderlo en sentido compuesto (una vez estoy sentado es imposible que esté a la vez de pie), porque en sentido dividido el hombre sigue siendo libre aun cuando Dios me mueva irresistiblemente (aunque esté sentado podría estar de pie, pero no lo estoy). Esta distinción entre sentido compuesto y sentido dividido, clave para entender el asunto desde la óptica dominicana, se remonta al De interpretatione de Aristóteles y está en toda la tradición, aunque tampoco parece que sea aceptada por los jesuitas.
Fijémonos ahora en alguna cuestión estilística menor. Es evidente el tono apasionado de Báñez. A Suárez y los «nuevos concordadores», abierta o veladamente, los tacha de soberbios, disparatados, «de una ignorancia intolerable», fríos, «soberbios que con su corta razón quieren penetrar los secretos de Dios»; injuriadores de Dios. Se le «espeluncan los cabellos» cuando ve a católicos que tan bajamente sienten de Dios, y pide a Dios «alumbre por su misericordia con especial luz a los que esto no entienden ser blasfemia contra la divina majestad», al igual que le parece «soberbia de lucifer alzarme yo con decir que soy el primer definidor de este acto singular». Quizá sea comprensible todo esto si se cae en la cuenta de que no se trata de un escrito académico sino de un escrito apologético y polémico. Recordemos que los ánimos estaban muy enconados: tenemos testimonios de dominicos avisando que había jesuitas que les habían confesado que les contradirían públicamente en todo cuanto pudieran para ganar prestigio entre las gentes; y Astrain en su Historia de la compañía de Jesús nos recuerda que el mismo Molina en su carta al Papa Clemente VIII tacha a Báñez de «secuaz de Lutero»29. Sin embargo, ni en el papel de Suárez ni en los historiadores de la polémica que han hablado sobre Suárez hemos leído nada parecido, lo cual es muestra de su altura moral. Lo máximo a lo que llega Suárez es a decir que tal o cual proposición se acercan al error de Lutero o se parecen a las proposiciones condenadas por Trento. El temperamento de Báñez le lleva a confesar en medio de su escrito polémico de Suárez que «yo cierto no he querido me cansar en leer sus escriptos»30.
Hay que remarcar que este escrito se redacta a la vez que se comienza a escribir la famosa Apología31. Por ello es perfectamente explicable que en dicha Apología el único jesuita contrincante reconocible además de Molina es Suárez. En el escrito de refutación a Suárez afirma que está escribiendo dicha apología en latín, pero que para frenar los efectos de los papeles que corren por Salamanca escribe esta otra apología más breve. Es indudable que Suárez jugó un papel importante en la composición de la Apología puesto que la redacción final de esta es posterior al escrito que nos ocupa. Podríamos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que el papel de Suárez fue un banco de pruebas con el que el experimentado dominico afiló sus armas dialécticas como las distinciones entre la materialidad y formalidad del pecado, o el sentido dividido y sentido compuesto respecto de la libertad.
Conclusión
Quisiéramos concluir con unas breves consideraciones. En primer lugar, destacamos el hecho de que tanto el breve escrito de Suárez como la respuesta de Báñez estuvieran escritas en castellano, puesto que demuestra no solo su adecuación como instrumento vehicular de la filosofía, sino también su suficiencia como lengua filosófica. Puesto que una parte no pequeña de la controversia de auxiliis fue disputada en castellano podemos decir que este capítulo de la filosofía pertenece de pleno derecho a la filosofía española, no solo por el ámbito geográfico en el que se desarrolló sino por razones intrínsecas.
En segundo lugar, quisiéramos destacar que el estudio de la génesis, contenido y repercusión del papel de Suárez nos permite integrar en un solo relato un acercamiento pluricausal a la controversia de auxiliis. Puesto que es evidente que las polémicas no son solo doctrinales (como aparecen en algunos manuales), ni puramente movidas por intereses humanos (como parecen apuntar algunos historiadores32), habría que defender la plena integración de la perspectiva teórica y las condiciones materiales en que todo aquello tuvo lugar. Porque el que filosofa, al cabo, es alguien de carne y hueso como recordaba Unamuno.
En tercer lugar, y relativo a la polémica, a pesar de que ambos bandos contendientes recuerdan tantísimas veces a San Agustín a menudo olvidan un par de reflexiones del santo obispo de Hipona que nos parecen esenciales. La primera: dice San Agustín que el tema aquí tratado es tan intrincado que cuando se habla de la gracia parece que se esté negando la libertad y cuando se habla de la libertad parece que se esté negando la gracia; pero esto es justamente lo que parecía pasar entre dominicos y jesuitas. La segunda: dice San Agustín que en lo fundamental unidad, en lo discutible libertad y sobre todo la caridad; pues bien, en la dogmática fundamental había unidad entre los bandos; pero ni estaba claro qué era lo discutible, ni para muchos parecía vigente el principio de caridad en el trato con el adversario33.