El propósito de esta investigación interdisciplinaria entre literatura, filosofía y teología es demostrar la actualidad de la antropología cisterciense, a partir del estudio del tópico de la hospitalidad nupcial en la escritura poética de Christophe Lebreton, monje y mártir en Argelia (1950-1996)1. El tratado medieval De natura corporis et animae2 de Guillermo de Saint-Thierry nos servirá de punto de referencia de la tradición monástica, en base a la cual C. Lebreton recrea el origen cordial y corpóreo-anímico de la relación entre la voz, la mano y la palabra, ofreciendo una poesía concebida como acción del corazón y de la mano que da hospitalidad al Verbo. Para ello hemos estructurado esta exposición en cuatro partes, a saber: 1) escribir desde la ausencia: la herida de amor y el paso de la voz a la escritura; 2) escribir con el cuerpo: hablar con la mano desde el corazón; 3) escribir como hospedar: transcribir el don en reciprocidad trinitaria y cordialidad poética; 4) hacia una renovación poética de la antropología cisterciense a partir de la tríada rostro-manos-corazón.
1. Escribir desde la ausencia: la herida del amor y el paso de la voz a la escritura
La escritura, mi alma, brota en su Verbo3
La antropología cisterciense, que Guillermo de Saint-Thierry propone en De natura corporis et animae4, se habría gestado al calor de las conversaciones mantenidas con Bernardo en torno al Cantar de los Cantares durante la estadía que compartieron en la enfermería del monasterio de Claraval. En la edición española de la obra, R. Peretó Rivas ubica el episodio entre 1125 y 1130 y rescata de la Vita sancti Bernardi un pasaje en el que Guillermo pone de manifiesto la relación existente entre el Cantar y la configuración de su antropología:
«Estábamos los dos inmovilizados, y dedicábamos todo el día a hablar sobre la naturaleza espiritual del alma y de los remedios que ofrecen las virtudes contra las enfermedades de los vicios. Fue entonces cuando él me explicó, en cuanto le permitió el período de mi enfermedad, el Cantar de los Cantares»5. (…) Este texto resulta de especial interés para nuestro trabajo en cuanto nos revela que fue probablemente durante este período cuando se acentuó el interés de Guillermo por lo antropológico toda vez que uno de los temas de conversación más importantes con Bernardo fue, justamente, la naturaleza del alma humana, tema muy cultivado por los cistercienses6.
En su estudio sobre el Comentario al Cantica canticorum, también Eva Reyes Gacitúa, destaca la importancia de este encuentro entre ambos abades para la configuración de la nueva vocación cisterciense y la espiritualidad nupcial7.
En continuidad con esta tradición monástica, el poeta Christophe Lebreton da cuenta de la vigencia del vínculo entre el Cantar y una antropología centrada en el corazón, que el abad de Saint-Thierry concibió como «virtud espiritual» y «fundamento de todos los actos espirituales»8, que «da vida a todo y por medio de la cual vive todo lo que está vivo en el cuerpo»9. En sintonía con este aspecto central de la renovación cisterciense, al inicio de su Cuaderno de oración, de publicación póstuma bajo el nombre El soplo del don10, C. Lebreton también establece en el corazón el origen de una escritura que comprende como acogida del Otro. A tono con los intereses del siglo XX, cordialidad y escritura reconocen en la hospitalidad el punto de partida de una antropología de la relación.
El verso que elegimos como epígrafe presenta una reconfiguración poética del pasaje del Cantar, en que la amada dice: «Yo misma le abrí a mi amado, / pero él ya había desaparecido. / ¡El alma se fue detrás de él! / ¡Lo busqué, y no lo encontré, / lo llamé y no me respondió!» (Ct 5, 6). Si interpretamos la escena siguiendo a los comentarios de Orígenes11 y la exégesis de Paul Ricoeur12 como uno de los «movimientos del amor»13, constatamos que se produce en ella el desplazamiento espacial que va desde la unión a la ausencia. La herida que provoca la desaparición del amado es el punto de partida de la búsqueda de la amada y también del poeta. Pero, mientras el texto bíblico centra la búsqueda en la voz, el texto poético lo hace en la escritura: «Escribir / será abrirme / He abierto a mi Amado pero dando media vuelta / ya ha desaparecido. // Escribir será / buscar, / la escritura es herida de un enfermo de amor. // La escritura, mi alma, brota en su Verbo (Chouraqui, Ct 5,6)14».
Es la operación poética la que suscita aquí el paso de la voz a la escritura, del sonido al signo, del cuerpo a su representación. Escritura y alma se identifican dando lugar a una antropología renovada: es la escritura la que se desplaza buscando al Amado ausente. La voz es física, resuena en el oído del que escucha, palabra concreta que indica la presencia del tú. La escritura es huella, la marca de lo ya vivido; no es palabra hablada sino representación de quien ya no está. Hasta aquí, la escritura identificada con la existencia puede ser vista como manifestación de la «fábula mística»: la escritura que permanece esperando la llegada del que se ha ido, tal como lo ha señalado Michel de Certeau15. Sin embargo, el análisis del texto abre otra posibilidad. En efecto, el verso de C. Lebreton traspasa la línea de espacio y tiempo cuando afirma que la «escritura-alma», como unidad, «brota en su Verbo». Así muestra que la fuente de su ser hecho escritura no está afuera ni lejos, sino dentro: no es «el» Verbo, sino «su» Verbo. La relación que se establece pertenece al orden del ser y del habitar, aunque manteniendo la distinción, pues escritura, alma y Verbo están constituidas en unidad y diferencia.
Dicho de otro modo, la «escritura-alma» como totalidad hospeda al Verbo porque éste previamente la ha hospedado en sí. No brota «de» sino «en»: este juego de preposiciones pone de manifiesto que la escritura acontece «en» el habitarse recíproco y hospitalario. Este es el lugar donde se produce la herida de Amor. Que la escritura acontezca «en» el Verbo significa que el silencio ha sido quebrado desde siempre por la Palabra. «Hablamos -como dice H. Mandrioni- a partir de la existencia de la Palabra y a partir de nuestro fecundo silencio. (…) Toda palabra humana (…) es la resonancia de un dicho desde siempre en un dicho que comienza a ser»16. Así lo expresa bellamente C. Lebreton, cuando dice: «Escribiré tu silencio. Sin traducir»17. Ni silencio absoluto ni ausencia absoluta, porque en el principio no era la nada sino el Ser verbal. «Al interior del silencio / en el corazón del Verbo»18. Desde este lugar escribirá palabras que operan lo que dicen: «Un gran deseo devora las palabras que se escriben: verTe»19. La escritura lebretoniana transita entre la ausencia y la herida: «Establecido en tu ausencia / sin soltar tu último aliento / descubro en la herida el camino»20. Esta herida es el grito del corazón, que es sed de amor abierto a la visión y a la unión concebidas en una clave nupcial de quien sabe que habrá de atravesar la muerte para consumar el encuentro. Así en el poema «Grito del corazón»:
no hay más verbo para hacer ir la frase
hacia el silencio más alto
todo se detiene
la escritura no se sostiene más
el texto se desgarra
y deja al cuerpo
desnudo
el corazón pide ver21.
El texto de la escritura se ha quebrado, el cuerpo sabe que en breve tiempo ya no será: solo quedará el corazón, que ya no tendrá que desear al ausente pues éste se habrá hecho presencia.
2. Escribir con el cuerpo: hablar con la mano desde el corazón
Algo en mi carne ha tomado forma de escritura22.
Gracias a las manos hablamos al escribir23.
Desde la primera vez que leí los textos de C. Lebreton sospeché que el giro de la voz a la escritura escondía una riqueza a explorar, que la tríada «manos-rostro-corazón» estaba construida sobre la huella de una tradición antropológica de la cual nuestro monje era un eco vivo. Así llegué hasta este peculiar tratado de Guillermo de Saint-Thierry, en el que el abad del siglo XII considera la gestación de la palabra hablada y escrita a partir de la integración de una física del cuerpo y una filosofía del alma humana, en la que se destaca la importancia de la mano en relación con el corazón y la razón. Trataré de demostrar que el centramiento de la poética de C. Lebreton en la escritura ofrece una visión antropológica actualizada del espíritu que alentó a los fundadores del «Nuevo Monasterio» del Cister como escuela del amor en el año 109824. Lo haré con la conciencia de que bucear en las fuentes no alcanza a explicar en ningún caso el carácter de acontecimiento propio del lenguaje poético, que se da en el mutuo abrirse del mundo de la obra y el mundo del lector en la inconmensurabilidad del silencio y la palabra25.
En su obra Gloria, Hans Urs von Balthasar pondera a Guillermo como «el clásico de la teología medieval de la experiencia» y uno de los representantes más significativos de la doctrina de los «sentidos espirituales». Su «capacidad creadora» es destacada por el teólogo de la belleza en virtud de la confluencia que logra llevar a cabo entre los Padres griegos, en particular Gregorio de Nisa en lo que respecta al rol de la imagen, y San Agustín, en cuanto a la comprensión del alma a partir del arquetipo trinitario26. Coincide R. Peretó Rivas con H.U. von Balthasar en la afirmación de originalidad de Guillermo, aunque no por el mismo motivo. En su introducción a De natura corporis y animae señala el medievalista que, entre los tratados sobre el alma de la época, el de Guillermo sobresale por haber puesto en diálogo la sabiduría de los Padres con la de los físicos, en especial la proveniente de la medicina de los griegos y de los árabes, entre los que subraya la hipotética influencia de la obra de Constantino el Africano. Su conclusión es que esto ayudaría a comprender y poner en su justo lugar la detallada descripción del cuerpo humano que desarrolla en su texto27. Con el fin de escrutar al ser humano como microcosmos, por dentro y por fuera28 según aclara en el prólogo, Guillermo estructura el tratado en dos partes: la primera, física del cuerpo humano; la segunda, el alma.
El abad de Saint-Thierry establece una correspondencia entre los cuatro elementos del mundo y los cuatro humores del cuerpo humano, a la cual añade tres virtudes que define como hábitos de operación que llevan a cumplir lo que el órgano debe efectuar y que concebimos a partir de las acciones29. En el cuerpo humano hay tres virtudes que son gobernadas y vivificadas por tres espíritus que se corresponden con tres órganos: el espíritu natural (hígado), el espiritual (corazón) y el animal (cerebro)30. Estas virtudes naturales no son el alma sino «instrumentos del alma»31. La virtud o espíritu espiritual del corazón es la que da vida a todo el cuerpo32. Más aún, dice Guillermo, «todos los principios de los actos espirituales tienen su fundamento en el corazón y salen del corazón»33.
En la segunda parte, presenta al alma humana como una sustancia espiritual y propia, racional e inmortal, creada por Dios, capaz de inclinarse al bien y al mal, aclarando que aquélla no está localizada en parte alguna del cuerpo, sino que se encuentra toda entera en todas partes34. Es este el lugar en el que destaca la importancia de la mano en relación con la palabra y la escritura. A diferencia de los animales, el hombre tiene manos que liberan a la boca de la función de la alimentación y le permiten estar al servicio de la razón a través de la voz articulada, «don gracioso» que el hombre recibió por añadidura, pues a través de la voz, «el espíritu expresa, tocando a la manera de un plectro las partes de la boca hechas para la palabra»35. Y añade que «las manos tienen además otra prerrogativa, (…) privilegio importante: gracias a las manos hablamos al escribir, por las manos pronunciamos de alguna manera los sonidos del alfabeto reunidos en los caracteres de las letras»36. Las manos que hablan cuando escriben se encuentran vinculadas a la voz y por tanto al soplo que la hace posible37. Manos y boca son, por tanto, órganos de la palabra, aunque de modo diferente: la boca en presencia del oyente, las manos en ausencia del lector. Hablar y escribir son actos espirituales regidos por la razón, pero cuyo fundamento vital proviene del corazón que es la fuente de la vida y del amor que anima los actos espirituales. En síntesis, en el habla y en la escritura se percibe la estrecha relación del alma con el cuerpo, ya que sin los sentidos, el alma quedaría muda38.
«Algo en mi carne ha tomado forma de escritura»39. Cuando C. Lebreton identifica su alma con la escritura se inserta en la tradición antropológica cisterciense inaugurada por Guillermo, pero lo hace desde la poesía y desde finales del siglo XX y, por tanto, el resultado es diferente puesto que lo heredado es transfigurado en algo otro. Lo primero que hay que destacar es que aquí la escritura no proviene del cuerpo, sino que se hace cuerpo. Hay un proceso, la escritura es un todo dinámico. No se trata de palabras cerradas sino orgánicamente relacionadas entre sí. Hay una intención que las ordena, una gramática una razón que las agrupa hacia un fin: «Relacionar las palabras entre sí: un auténtico trabajo. (…) a través de las palabras que pasan por mí, unir este mundo a ti»40. De ahí la identificación: «Mi existencia como palabra»41. En una de sus homilías sobre Bernardo de Claraval, explica su método: primero oír el texto para contemplar la lógica del amor, luego ver el vínculo que existe entre las palabras, ya que sin vínculo las palabras no dicen nada, no hablan. Pues bien, este vínculo hay que buscarlo en toda la existencia del hombre, dado que lo que hace o no hace el vínculo de las palabras de una oración es la existencia42.
¿De dónde proviene la identificación con el cuerpo? De la irrupción del Tú en el proceso de la escritura, de la explícita apertura de la escritura al tú. «Escribir hacia ti, ¿quieres tú enseñarme a escribir para ti al servicio de tu corazón»43. Por ello, lo segundo a señalar es que se trata de una escritura concebida entre alteridades en comunión. En este proceso, mano y corazón se unen en la misma voluntad de transfiguración en el otro: «Si quieres soltar mi mano y liberar enteramente mi corazón desprendido, yo te escribiré»44. «Si tu soplo agarra mi mano obedeceré a tu lenguaje»45. A través de la mano, la escritura establece una relación entre el corazón humano y el divino: «Toda mi vida se siente atraída al Fuego de esta relación abierta: que todos tengan vida, mi existencia está en juego por entero en este intercambio admirable, todo me alcanza en este acontecimiento-don»46. «Se trata de acoger las palabras de lo alto y de leer sobre el muro del silencio la palabra de tu mano»47. La fuente de la escritura es la experiencia del recíproco amor recibido y entregado: «El don toma cuerpo, de lo contrario se queda en mera idea de don»48. «Te amo. Está escrito por tu mano»49. Las manos del poeta escriben lo que fue escrito y obrado por las manos de Dios en su existencia concreta: «Sin la ayuda de tu mano me sumerjo de nuevo en el abismo»50 Existencia y escritura son así afectadas por la corporalidad y la alteridad, lo cual nos lleva al tercer movimiento de nuestra interpretación: la hospitalidad.
3. Escribir como hospedar: transcribir el don en reciprocidad trinitaria y cordialidad poética
En la última parte de su tratado Guillermo pone el fundamento último de su antropología en la vida trinitaria51. Aquí, como luego lo desarrollará ampliamente en su Comentario al Cantar, despunta la propuesta de una antropología intersubjetiva, donde «la identidad de uno - como señala Eva Reyes Gacitúa, es constituida por el otro»52. La autora afirma que es justamente dicho fundamento trinitario el que constituye la originalidad del abad de Saint- Thierry53. Más precisamente aún, su «genialidad» consiste en la elaboración de una «doctrina trinitaria donde el Espíritu Santo es el centro»54. «El hombre es situado en el horizonte trinitario, donde el Espíritu Santo impulsa a buscar y poseer al Dios-Trinidad»55. Por ello, concluye, «lo distintivo en la teología de Guillermo es su trinitarismo místico y el rol que juega en ello el Espíritu Santo en nuestra unión con Dios»56.
En De natura corporis et anima, el camino hacia el encuentro de unión con Dios lo realiza el alma gradualmente al ritmo de «ascensiones del corazón» hasta llegar al lugar que Dios dispuso para ella: a este proceso progresivo le da el nombre de «anabathmós»57. En tanto acontece como experiencia interior, dicho encuentro es considerado por H. U. von Balthasar como estético teológico, ya que es el sello divino de la Forma del amor trinitario el que se imprime en el alma y la embellece cada vez más profundamente58. El interior es, aquel lugar que inserta al hombre en las relaciones trinitarias y le ayudan a encontrar su corazón unificado59. Por el contrario, el alma que se retira de la faz del Señor, como Caín, habita la región bestial de la desemejanza, «katabathmós»60. «Todo lo que se deja afectar por Dios cesa de pertenecerse para ser de Aquél que lo afecta»61. El Espíritu que habita al alma es el Esposo: de ahí su carácter nupcial. Él es el Huésped del alma62.
C. Lebreton también se hace eco del dinamismo del don recíproco de la comunión trinitaria que se imprime en el alma cuando concibe el escribir como «transcribir el don día a día»63. Aquí «trans-cribir» no significa copiar sino «estar atravesado» por el amor del Tú divino. Se trata de dejarse «trans-formar» en la forma del Amado, como «María de pie se adhiere al Don: abrazando a todos trans-amada»64. Poéticamente considerado escribir es «transcribir» porque es estar atravesado por lo ya dicho, es decir, por el «Yo te amo» de Dios al hombre. Escribir es como «nacer, dar nacimiento al Verbo»65. El punto culminante de esta antropología es el «nacimiento pascual»: «Hoy me dices, levántate ve hacia ti mismo, hacia tu yo pascual»66. La antropología pascual acontece en la Trinidad: «mi origen pascual, una inmersión en el Amor trinitario y la exigencia del don»67. La pascua del yo se abisma en la Pascua del Dios encarnado: «Nacer (…) / en la abertura (...) /dentro de tu pascua me he deslizado»68.
En el «transcribir» poético acontece el hospedar como el transformarse del uno en el otro y del otro en uno por acción del amor69. En la hospitalidad somos «un cuerpo a la escucha»70: desapego que abre el corazón en la disposición del oído para acoger la Voz. Este amor hecho Voz da origen al fenómeno de la «repercusión», la cual no sucede a causa de la intensidad del sonido sino por plenitud de lo que se dona sin más. La de C. Lebreton es una escritura para ser vista a través del oído, como lo había insinuado Guillermo. Para comprender este fenómeno recurrimos al concepto de «repercusión» planteado por E. Minkowski y retomado recientemente por F. Díez Fischer, dado que permite comprender mejor la naturaleza de la acción del Espíritu en el alma a través de la imagen auditiva en la que el Soplo inunda todo el cuerpo y el alma, atravesándolos con su amor donado71.
La escritura del amor abierto al tú es la Hermosura divina que atraviesa al hombre constituyendo la novedad del «yo pascual». Antropología en relación, la de C. Lebreton es de origen trinitario y nupcial como la de Guillermo. El corazón como principio de acogida de la voz del otro es también el lugar de una operación poética que deviene hospitalaria y configura el yo. Escribir como hospedar, la última palabra del poeta es el silencio: «Yo voy a callarme en ti. Abandonar por ti la escritura y salir hacia lo indecible»72.
4. Hacia una renovación poética de la antropología cisterciense a partir de la tríada rostro-manos-corazón
C. Lebreton no solo experimentó la realidad del misterio de Dios en la intimidad personal y en el mundo violento que lo rodeó, sino que la expresó en poesía, contemporánea y de altísima calidad73. Su origen familiar católico y burgués provinciano se agrietó ante la embestida del mayo del 68. Abandonó las creencias, conoció la duda y buscó ampliar el horizonte hasta que escuchó en la intimidad de su corazón y vio en el pobre la voz y el rostro de Dios que lo confirmó en su identidad de ser donado y amado. Leyó tanto a Lévinas como a san Bernardo de Claraval, a Etty Hillesum y Simone Weil como a Juliana de Norwich, a Charles de Foucauld como a Edith Stein, por solo nombrar algunos. Vivió nuestras fragmentaciones y nuestros vacíos de sentido, la violencia interior y la violencia de las armas, el escándalo de la pobreza y la urgencia del despojamiento, la oscuridad de la psiquis y la sed de intimidad, la cobardía y la dificultad severa de tolerar al otro y de hospedarlo. Todo lo convirtió en escritura: diarios de valor documental y narrativo, homilías de estilo despojado, breves, profundas, y sobre todo poesías con sello personalísimo.
Días antes de ser secuestrado y luego asesinado junto con otros seis de sus compañeros trapenses, escribió este «testamento», cuya estrofa final está dedicada al rostro:
mis manos para el trabajo serán cruzadas
con toda simplicidad
pero el rostro
que permanezca al desnudo
para no impedir el beso
y a la mirada
déjenla VER74.
Se trata de una escritura que traza senderos con letras y dibujos, que deja huecos para respirar potenciando las posibilidades del silencio, que rehúye la delimitación del concepto y de los signos de puntuación, que elige el caligrama para ir más allá de la página hacia el otro: ya sea hacia el lector, ya sea hacia Dios. Escritura en relación porque tiene la conciencia de corporalidad espacial. Escritura en libre juego con las palabras y las imágenes que ellas forman. Ante la inminencia de una muerte violenta a la que teme y resiste, su «cuerpo» queda poéticamente desplegado en la tríada «corazón», «manos» y «rostro». En la imagen del «corazón» está contenida la totalidad vital del pensar y sentir inescindible en la antropología bíblico-cristiana; en la imagen de las «manos», la obra, la cultura y acción humanas; en el «rostro», el misterio personal del amar y conocer que se consuma en el Tú que besa y es besado, que mira y es mirado.
Entre los textos encontrados post mortem había un boceto de prólogo redactado en vistas a una eventual publicación de sus poesías en el que proponía:
Hay que diseñar una escritura nueva capaz de transmitir a todos un poco del Verbo viviente…
escritura desgarrada por los gritos,
tachada por los rasgos de sufrimiento,
desorientada: ¡adónde vamos, si el punto no está al final!
crucificada… y las líneas se empujan… Así va la historia.
A veces el sentido escapa…
pero el silencio abre una salida por donde sobreviene la alegría75.
Conciencia de una escritura renovada: temáticamente, vinculada a la vida fragmentada de los hombres y procedente del fondo verbal del misterio de Dios; formalmente, quebrada, en la que se desdibujan las fronteras de la gramática. En ella, la luz del sentido no viene impuesta desde afuera, sino que brota desde el silencio interior. El discurso lógico se suspende, no se anula ni se niega, sino que retrocede para dejar espacio al discurso metafórico. Se trata de habitar el claroscuro, de suspender la avidez de lo claro y distinto.
La tríada corazón-manos-rostro aparece como una constante de su poesía. El corazón es el centro que se manifiesta en el rostro-mirada y en las manos-obras del amor. Así lo dice en el poema titulado «Tiernamente»:
La poesía de C. Lebreton está atravesada de alteridad. En la confesión de fraternidad herida que presenta en un poema titulado «Hermanos», la fractura abierta por el espacio entre las palabras señala el hiato de su propia pascua:
(…)
les he entregado ROSTRO atormentado de esperanza
manos cargadas de confianza
corazón inquieto por el día
(…)77.
Toda su existencia se juega en la relación: eso es lo que expresan los huecos en blanco que representan la distancia que existe entre el deseo de entregarse a Dios y la concreción de esa entrega: su cuerpo está atormentado, inquieto, aunque en tensión hacia la confianza y la esperanza. No son los otros los que lo alteran, sino es él quien se ha vuelto alteridad para los otros. Su identidad se define en su relación con los otros, sus hermanos, los cercanos. Somos seres en relación, no sin conflicto, no sin dolor: el amor es difícil. Esta identidad que se expresa como alteridad en la danza de la misma acción de entrega de «rostro, manos y corazón» tiene su ancla de referencia en la relación fundante que lo une a Dios. Sobre la base de estos tres elementos bien podemos configurar una antropología poética en la que la «carne animada» y «el alma viva»78 se hacen una en la palabra pronunciada. Así lo formuló Balthasar: «La resurrección de la carne da la razón a los poetas»79. En otro de sus poemas titulado «Plegaria», este drama del amor y la alteridad se vuelve oración:
para abrazar al mundoSeñor
que haría falta nada menos que
las manos de un niño
y para amarlo
el corazón de un pobre
pero para verte, mi Bienamado
me alcanza por favor
con morir
y detrás de la luz
tu ROSTRO80.
«Manos-corazón-rostro», el orden se altera ante el ingreso de otros sujetos y otras acciones: el niño que abraza con sus manos, el pobre que ama con su corazón, el amante que muere de amor para poder ver el Rostro. Aquí se ha dado un salto cualitativo: el lenguaje de la relación se ha vuelto nupcial y eso afecta a la escritura que el poeta también concibe, vive y escribe en esta clave.
De este modo, C. Lebreton se inserta en la más genuina y antigua tradición de la poesía mística cristiana que hunde sus raíces en el Cantar de los Cantares, en el que «rostro, manos y corazón» ocupan un lugar destacado en el juego de los amantes que se revelan ocultándose.
El mutuo mirarse y hospedarse son disposiciones estético-éticas que, por mediación del rostro y las manos, inauguran la posibilidad de la acción dramática que brota del corazón. Aquí confluyen la fuente bíblica y la tensión abisal de la búsqueda posmoderna del Amado ausente. El poema, que funciona como prólogo de El soplo del don y que hemos mencionado parcialmente al comienzo, ratifica este carácter nupcial de su escritura:
Cuaderno grande: qué clase de escritura lo va a llenar.
Escritura con tesón. Te lo ruego.
Transcribir el don día a día.
Eres tú el amigo eres tú quien golpea
y me pides abrigo
quieres narrar en mí una historia
que me sucede.
El poeta nos propone una novedosa figura de la escritura en la que integra la interpretación hebrea y la griega del Cantar (2, 5 y 5, 8). La palabra hebrea «kî- hôlat» (de la raíz «hlh») que literalmente significa «estar enfermo», «débil», fue traducida al griego como «tetroméne», herido (del infinitivo «titrosko»). Al tomarla del griego, Orígenes dio comienzo a la tradición poético-mística que se refiere a la relación nupcial como «herida de amor»82. Este juego de amor como deseo y búsqueda, herida y enfermedad, aparece también en el poema «Destino» expresado en la tríada mano-corazón-rostro:
Emprender el camino en marcha
seguir la línea de tu mano
Hasta la estación del corazón
descender
y tomar el empalme
di
todavía está lejos
tu rostro83.
La unión de amor acontece en el frente a frente, en el rostro a rostro del Tú y el yo. Por eso el encuentro con el rostro está al final del camino, graficado en la misma columna que la mano y el corazón. No se trata de morir porque se ha visto a Dios, sino de morir por no poder verlo. Esta ausencia, la del sepulcro vacío, es el origen de la mística cristiana que sale tras las huellas del que ha muerto, pero está vivo84. C. Lebreton lo buscó escribiendo poesía.
C. Lebreton también concibe la escritura como un dibujo, pero no es él quien lo realiza sino el Poeta divino. El poema titulado «Dibújame» presenta así la lucha que se entabla entre el miedo a la muerte y la confianza en la vida:
No tengo miedo
mi rostro puesto al desnudo esta noche
para ofrecerse mañana
a la ternura de tu mano
llora
No tengo miedo
ella vendrá por la mañana es una promesa
a despertarme tu mano
seguramente la violencia se callará vencida
dado que me hablará
y yo seré solamente tu voluntad
y yo diré: Cristo mío, dibújame, hoy, en forma de poema: don de vida para mis hermanos85.
Ante la muerte, como en el «testamento», se presenta la belleza del rostro desnudo, sin máscaras, la belleza del semblante transfigurado de luz por el amor. La estética y la ética dramáticamente reunidas en la acción que sostiene: él está confiado a la ternura de la mano del Tú que lo sostiene. Por ello el pedido: «Dibújame». Y Dios lo dibujó, dibujó su fragmentada vida, haciendo de ella esa totalidad que encontramos expresada en la tríada rostro-manos-corazón, como un poema, es decir, abierto, entregado a los otros, también a los enemigos. Propuesta renovada de antropología cisterciense, en la que la hospitalidad como acogida del otro que configura a quien recibe en reciprocidad de sello trinitario, deviene escritura. En esto precisamente consiste la actualidad espiritual de la poética de Christophe Lebreton.