Una introducción con sugestiones borgeanas
Nadie es la patria. Ni siquiera los simbolos (…)
La patria, amigos, es un acto perpetuo (…)
Nadie es la patria, pero todos lo somos
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
ese límpido fuego misterioso.
Jorge Luis Borges,
«Oda escrita en 1966», vv. 10, 21, 37-391
por la patria, sentida en los jazmines
o en una vieja espada,
por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema
Jorge Luis Borges,
«Otro poema de los dones», vv. 68-702
No deja de suscitar discusiones y análisis más o menos detallados e incluso polémicos en el muy móvil contexto del tercer milenio de nuestra era, el abordar los conceptos de patria o asimismo de nacionalidades, con las semejanzas y diferencias tenues o evidentes que pueden existir entre estos vocablos. Sin duda, ambos términos refieren a un especial y entrañable sentido de pertenencia y vinculación raigal con un espacio o territorio, a veces con implicaciones de vivencias comprometidas en la manifestación de una lealtad, y quizás, simultáneamente, a la alusión a un particular y característico compartir de una lengua o un idioma, de comunidades asociadas a lugares e historias; a legados de ancestros y padres; a memorias, imaginarios y anhelos; a sentires, sabores y expresiones materiales e intangibles en el modo de vida que configura una cultura y aun las llamadas tradiciones. Los exilios voluntarios de individuos aislados en apuestas aventureras o salidas forzadas de un país, las mayores y auténticas diásporas debido a circunstancias calamitosas, así como la conciencia asumida de una singularidad cultural que se resiste a que su diferencia distintiva sea ignorada y, aún más, diluida en una superficial homogeneidad gregarista, llevan a la consideración detenida de los sentidos de patria y la identidad de lo que supondría una nacionalidad. Mas no es este el sitio para extenderse en el alcance de las disquisiciones semánticas sobre estas palabras y sus implicaciones. Los versos de Borges que leemos en los epígrafes tal vez sean suficientes por el momento para el interés de estas páginas, al relacionar el sentido de patria con un saber y con una percepción íntima -en ocasiones sentida casi como cicatriz anímica que descubre su forma, como «ese límpido fuego misterioso»- que puden nacer, por ejemplo, de la mirada atenta a un objeto emblemático o de la captación acaso inesperada de un olor único, o tal vez de un sabor o de un sonido o de un acento que despierta evocaciones significativas: una conciencia, una identificación espiritual y un saberse indisociable a un terruño que es el hogar más propio. Pero en la obra del escritor argentino encontramos también otras líneas que permiten interrogar o meditar algo más sobre este concepto hacia ese ámbito subjetivo tan revelador. En el relato Ulrica, texto que invita a diversos y sugerentes derroteros de interpretación, un profesor colombiano y una enigmática mujer nórdica se conocen en una posada de la ciudad de York, entablan una conversación y casi de inmediato una intensa relación que luego tendrá como colofón su encuentro amoroso y quizás mistérico al día siguiente. Se lee en un fragmento de ese diálogo que inicia la mujer de nombre Ulrica:
Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé -le respondí-. Es un acto de fe.
-Como ser noruega -asintió.3
Resulta llamativa y curiosa esta manifestación de imposibilidad para intentar explicar la propia y distintiva nacionalidad y asimismo la sutil formulación de una única respuesta -común en ambos personajes-, un irreductible e intransferible postulado individual, la natural opción por una convicción y una creencia íntima, acaso sin pensarla o concebida como una certeza instantánea, que indefectiblemente se transmuta en ser y vida: un acto de fe. De allí las problemáticas consideraciones sobre definiciones en torno a las percepciones sobre la nacionalidad que exigen participar de análogas visiones y sentires que alcanzan lo afectivo y la dimensión espiritual. Las aproximaciones desde afuera a elementos emblemáticos y figuras representativas de una patria tendrán que indagar en la afinidad amplia de este cierto pero inasible espacio de fe, con la conciencia de que siempre adolecerán de limitaciones. Asimismo, ese acto de fe que es indisociable al sentir anímico puede verse afectado y aun configurado o condicionado por los diversos aspectos de un ambiente social e histórico, con sus tensiones políticas y vaivenes ideológicos que tendrán una respuesta compartida y perceptible en una comunidad nacional a través de los hechos y las manifestaciones concretas, pero su innegable reflejo en la íntima convicción que pertenece al ámbito de lo individual exige una atención interrogante sobre certezas y aun dudas o confusos caminos que a veces no pueden expresarse verbalmente. Quizás ese sendero apenas dibujado en preguntas pueda perfilar un bosquejo hacia una visión de ese complejo panorama interior.
Siguiendo en parte este sentido, para un investigador no nacido en Italia, pero especialmente interesado desde el presente en la figura histórica del original santo ecuménico llamado con celebración y afecto il Poverello d’Assisi -el Pobrecito de Asís-, y que lee por primera vez la frase sobre San Francisco «il più santo tra gli italiani, il più italiano tra i santi» («el más santo entre los italianos, el más italiano entre los santos»), escrita de esta forma o con pequeñas variantes4, puede parecer sorprendente por su afirmación quizás demasiado exclusiva de la nacionalidad de un santo de la Iglesia Católica que en verdad ofrece una simpatía de mayor universalidad. San Francisco es apreciado y admirado en diversas latitudes y también por distintas culturas, precisamente por su elección de vida tan extrema como fascinante, así como con un signo y un carácter tan auténticos, que ante la mirada de la mayoría resplandece genuinamente a través de la generosidad, la fraternidad y la búsqueda de la verdadera paz, ideal humano ampliamente compartido. Entonces, ¿por qué reservar esta excepcional figura histórica a los límites de un país y de una cultura, no obstante, su riquísima herencia que se extiende más allá de los límites de un territorio particular? Claro que el legítimo orgullo de una nación debido al singular fulgor de uno de sus hijos es digno de ser celebrado con toda justicia, una actitud que no es para nada reprobable. Sin embargo, el interrogante que se suscita a partir de semejante declaración que enfatiza la nacionalidad hiperbolizada como la característica que se aspira a resaltar, se reitera de algún modo en el cuestionamiento que realizan algunos autores italianos que buscan indagar, con una perspectiva diferente y crítica, aquello que podría explicar en principio el uso histórico de la frase y su destino. Puede verse así lo que apunta Giuseppe Buffon en su artículo «Molto più che solo italiano»5 sobre el libro San Francesco d’Italia. Santità e identità nazionale6, volumen al cuidado de Tommaso Caliò y Roberto Rusconi que recopila distintos trabajos de investigadores que exploran diversos aspectos en torno a la figura del Poverello y su representación patriótica nacional durante el tiempo entre las dos guerras mundiales, acercamientos que abarcan los diversos campos de la historiografía, el arte, el cine, la radio en Italia y su eco también en otros países europeos:
La sola lectura del título del volumen (…) plantea algunas preguntas. ¿Es legítimo hablar de una reivindicación nacional del santo de Asís? ¿En qué términos sería oportuno hacerlo? ¿Qué elementos de su personalidad orientarían este proceso que daría lugar a la apropiación? De ser así, ¿a qué propósitos apuntaría tal operación y en qué áreas debería llevarse a cabo?7
Y Buffon concluye su análisis del libro asomando en forma sintética la intención de esta exclusiva apropiación que respondió a las necesidades de una tensa época de la historia de la nación italiana, la cual buscaba una consolidación a través de los medios disponibles y convenientes que mayormente suelen mover la identificación anímica:
Francisco de Italia: una reivindicación nacional del santo, después de todo, ni siquiera era necesaria. (…) La designación de un Francisco nacional es sin duda el resultado de una construcción historiográfica e ideológica. Sin embargo, como fue una operación exitosa, no parece necesitar más reclamos particulares; en efecto, brindando esa base de univocidad o equivocidad que se convirtió en la palanca para una conciliación entre frentes diferentes y opuestos, llegó a producir una hibridación que continúa hasta el día de hoy como un peligroso y afortunado «equívoco».8
No es el objetivo de las presentes páginas ahondar acerca de la historia de Italia durante el complejo período de la formación y consolidación nacional a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y particularmente sobre el tiempo de entreguerras, el surgimiento del fascismo y los aspectos del nacionalismo católico, y además, por así decirlo, cómo funcionó o tal vez cómo se construyó o se hizo uso de la figura del Santo de Asís en la presentación o la justificación de posiciones que concentraban una idea de nación. El volumen Francesco d’Italia ofrece dedicados trabajos con mayor detalle y pertinencia sobre esta cuestión, la misma que ha generado una extensa bibliografía por parte de la investigación historiográfica más especializada9. La intención de estas líneas apenas busca precisar ciertos datos y en lo posible comentar algunos aspectos del origen y crónica de la frase «il più santo tra gli italiani, il più italiano tra i santi».
La célebre expresión devenida en eslogan, con su formulación que enfatiza la nacionalidad, no hace sino referir en un ingenioso retruécano la celebración por las maravillas de Francisco de Asís y su recordada gesta centrada en la península itálica durante el primer cuarto del siglo XIII; con ello, la imagen del Santo umbro se convierte en especial símbolo patriótico de una Italia reunificada desde 1870. Quizás sea oportuno recordar que algunos puntos de vista han querido afirmar el hecho de que determinados personajes -incluso algunos que no han nacido en el territorio particular de una nación-, así como sus obras, pueden ser elegidos como herencia legítima, lo que no sería nada extraño en el campo de la cultura occidental de abundantes intercambios e influencias, elecciones, «préstamos cambiantes» -como diría Mariano Picón-Salas-10, y hasta renuncias. Definir lo que es nacional, o la pura y exacta tradición nacional, no sólo es problemático, sino muy probablemente imposible y en verdad limitado y aun inútil. Pero no es este tampoco el lugar para la discusión sobre la tradición y la cultura, y cómo en ellas existen y viven un conjunto de legados reconocidos y aceptados, a veces incluso impuestos o hasta apoyados y finalmente elegidos por otros «ambientes externos» que se transforman en su curso alejándose de la fuente original.
Volviendo a la frase en cuestión con la declaración sobre «il più italiano tra i santi», nuevamente Borges presenta un interesante fragmento en su conferencia «El libro» que puede servir de contraste para guiar a una perspectiva que permita apreciar algunas implicaciones y quizás relaciones en torno a esta expresión. Discúlpese lo extenso de esta cita que habla sobre escritores nacionales:
Es curioso -no creo que esto haya sido observado hasta ahora- que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es -digámoslo así- el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.
Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.
Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.11
Esta perspicaz curiosidad de Borges ofrece una interesante mirada con algo de su humor. Es claro que probablemente algún lector no concuerde con lo señalado en estos comentarios sobre los escritores nacionales y vea discutible incluso su selección y argumentos. Sin embargo, quizás puedan distinguirse en esta exposición borgeana cuatro elementos para tener presente en la presente indagación. En primer lugar, la visión del escritor representativo de un país no sigue una línea institucional de la forma política gubernamental más o menos general y dominante en una nación, por decirlo de algún modo, pero sí una vía alternativa que abre la posibilidad de ser diferente, o quizás de ser mejor, acaso también con mayor afinidad y más cerca del sentido y deseo de lo que se considera casa. En otras palabras, no es lo mismo el escritor oficial de un estado que el más amado como un hijo, quien en su momento también puede verse representativamente como el modelo más conspicuo de la lengua; quizás, con los años y con la tradición, ambas figuras puedan identificarse, pero ese sentimiento interior de afecto, de deseos más íntimos, y la posibilidad de «leerse» en él, y por supuesto, en la lengua materna, es fundamental. El ejemplo de Cervantes -que en su caso especial por Don Quijote de la Mancha con su singular aventura caballeresca en un tiempo contrario a este espíritu- y el del argentino José Hernández -con su Martín Fierro- son claros en este sentido, al seguir la historia de sus personajes como una afirmación de la búsqueda de la libertad y del ser, a pesar de todo lo que se les oponga en el camino. De cualquier forma, son los diferentes, los disidentes.
Si bien el ser diferente a la tendencia general del país es un aspecto, el segundo lo constituye el sentido de la tolerancia como característica del escritor. La amplitud del alma de Cervantes, y también de la de Goethe -con su espíritu cosmopolita- parece acoger distintas visiones como ciudadano de un mundo más grande, pero que no excluye el amor por la propia tierra.
La tercera característica es esa atipicidad en la forma de su escritura que no permite una clasificación obvia, pero que parece generar una impresión diferente en el país. Es una especie de alegre sorpresa que se sepa con certeza mirar a Shakespeare y a Víctor Hugo como extranjeros en su tierra, donde el público lector espera buscar con cada autor y con la expresión particular de su escritura un universo que siempre se hace más grande dentro de los límites de cada nación. Parece una paradoja que aquella escritura como la de un extranjero invite a sus compatriotas a sentirse siempre como en su propia casa, a veces como en una primera mirada al hogar.
Finalmente, Borges describe lo que llama el antídoto. Lo diferente, la apertura tolerante, la atipicidad confluyen en la idea de una necesidad que al mismo tiempo es una toma conciencia de las propias limitaciones y defectos, y también la elección de una figura diferente que permita aspirar o construir un remedio ideal contra aquello que no se desea que permanezca en uno y quizás esboce la oportunidad de ser más y mejor.
¿Pueden percibirse estos cuatro elementos en la designación de Francisco de Asís como el santo más italiano? ¿Qué podría significar y qué finalidad podría tener este título nacional? Es conveniente ver un poco de historia con la revisión de algunos datos.
1. Crónica breve de una frase. Algunos elementos y comentarios sobre la caracterización de un sentimiento de patria
Hace unos años, el 2 de octubre de 2012, con motivo de la celebración anual en torno al Poverello de Asís, en la sala Zuccari del Palacio Giustiniani del Senado de la República en Roma, el historiador del franciscanismo medieval y Arzobispo de Benevento, Felice Accrocca, en un estudio especial «encargado por los frailes del Sacro Convento de Asís», mostró el origen de la frase «il più santo tra gli italiani, il più italiano tra i santi», y que con mucha frecuencia ha sido vinculada con la declaración eclesial de Francisco de Asís como patrono de Italia en 1939, y también relacionada impropiamente con los discursos del Papa Pío XII y hasta del Duce Mussolini:
En realidad, la frase, al menos en la primera parte (sic), es mucho más antigua de lo que se cree: se debe precisamente a Vincenzo Gioberti, quien lo acuñó en su obra más célebre, De la primacía moral y civil de los italianos.
Gioberti se esforzó por definir las características del genio nacional tal como se había producido gracias también a la importante influencia del papado, al que estaba indisolublemente ligado el destino de Italia. A sus ojos, Italia se presentaba, así, como una nación güelfa cuya reunificación pasaba por el restablecimiento del poder del Papa que, bajo su presidencia, debería reunir a los estados italianos en un nuevo sistema federativo. En páginas vibrantes, aunque a veces convulsas y caóticas, Gioberti esboza la primacía de los italianos con respecto a la acción (parte I) y con respecto al pensamiento (parte II). Al exaltar la sabiduría y también la grandeza humana de los santos cristianos con respecto a la sabiduría y grandeza pagana, escribió: «¡Qué común sencillez, pero hermosa y grande, de afectos y obras, en Francisco de Asís, que es el más amable, el más poético y el más italiano de nuestros santos!».12
Accrocca comenta, además, que Gioberti, con estos elogios al Santo que concluye con la célebre frase, «une así la persona de Francisco al genio italiano, del cual el Assisiate se convierte, en el contexto de la santidad, en la máxima expresión».13
La frase sobre San Francisco probablemente fue escrita por Gioberti hacia 1842, si seguimos la fecha de la dedicatoria a Silvio Pellico que precede a Del primato morale e civile degli italiani, cuya primera edición es de 184314. La fortuna en el recuerdo posterior de la afirmación concentrada en «il più italiano de’ nostri santi!» resulta curiosa al leer el fragmento de donde surge y en el que no hay limitación de adjetivos potenciados con el adverbio «più» (más), al calificar las cualidades y a las virtudes humanas excelsas de diversos santos de orígenes y naciones distintas entre las que se incluye a Italia: el «più intrepido e costante» «difensor degli oppressi» y «dei diritti ecclesiastici» como Thomas Becket (inglés); Juan Crisóstomo (bizantino) «creatore di un’eloquenza patetica e soave»; el Papa Gregorio VII y el Cardenal Carlos Borromeo (italianos) como máximos «riformatori» de la Iglesia; el «potentissimo» «agitatore di popoli a difesa del giusto e del santo» Bernardo de Claraval (francés); «l’umiltà decorosa» y la «squisita e moltiforme sapienza» con su «ingegno divino» que esplenden en Agustín (bereber-romano); la «dolce moderazione ed equabilità di animo e di vita» en Felipe Neri (italiano) y Francesco de Sales (francés); la ternura y energía incansable en las acciones maravillosas sin exhibicionismo de Juan de Dios (portugués-español), Juan de Mata y Vicente de Paúl (franceses); la «magnanimità di spiriti», «audacia concetti» y «prudenza di esecuzione» en Domingo de Guzmán, en Ignacio de Loyola (españoles), «e nel più illustre de’ suoi discepoli»15. La experiencia de vida en el tiempo que le tocó vivir a cada uno de estos santos y la expresión particular de su ser y de su obrar se concretan, sin duda, en sus virtudes ejemplares. Por eso parece clara la caracterización de Francisco de Asís como «il più amabile», por su singular espíritu de fraternidad que se extiende por igual -¡y universalmente!- a todos los hombres, mujeres y seres creados, con su trato excepcional lleno de amor, bondad y con genuina y atenta cortesía, que es «propiedad de Dios», como dirá el Santo de acuerdo a la tradición16. De igual forma se puede convenir con la designación del «più poetico», pensando en cómo se llamaba a sí mismo el «giullare di Dio»17, y sobre todo por haber compuesto, para celebrar y loar al Señor y su inmenso amor, el Cantico di fratello Sole, la primera composición poética en lengua vulgar (umbro) realizada por un autor conocido en la literatura italiana. ¿Pero por qué la afirmación definitiva, por decirlo de algún modo, del «più italiano»? ¿La opción por la escritura en la lengua popular lo hace tan cercano a un sentido de italianidad? Y, retomando un poco a Borges, ¿la apertura universal y amorosa, esa singular amabilidad lo convierte en lo que es propiamente italiano? Aunque se desee, la expresión como corolario no parece deducirse de inmediato, ni siquiera como una consecuencia necesaria de las consideraciones anteriores, sino solo por el afecto. Quizás este sentimiento de cariño y simpatía sea una herencia de muchos años en la península, pues, como dato curioso, en el siglo XV, San Bernardino de Siena en uno de sus sermones llamaba «italiano» a San Francisco de Asís: «Franciscus Italicus est huic patronus»18, lo que ya había sido advertido en 1926 por el padre Nazario Rosati al apuntar cómo el predicador y misionero franciscano se había adelantado a Gioberti con esta designación19.
Después de fijar el inicio de la formación de la frase con Gioberti, Accrocca en su artículo, al hablar de la visión en torno al Santo durante el siglo XIX, alude a la compleja situación de fe y fervor patriótico de los católicos italianos durante el Risorgimento y el clima posterior de la reunificación, extendiéndose hasta la celebración del séptimo centenario del nacimiento de Francisco de Asís en 1882. Justamente ese año especial resulta clave en una renovación de la visión del Santo y asimismo su conexión con una italianidad. Así Accrocca refiere que, con motivo de la importante fecha festiva, Fray Ludovico da Casoria escribe distintas cartas de exhortación a la caridad para organizar durante el 4 de octubre, el día dedicado al Santo, un banquete para los pobres de las diversas ciudades italianas en honor al Poverello, y en el texto de una de sus misivas, con data del 3 de agosto, se aprecia una evidente referencia a la expresión de Gioberti -aunque sin citarlo-, alusión puntual que establece una conveniente necesidad de vinculación entre los dos adjetivos potenciados, el que califica su característica virtud de amabilidad y el que indica la nacionalidad: «S. Francesco, che pure detto il santo il più amabile e il più italiano»20. Sin duda, la efeméride natalicia del Santo en siglo XIX es un momento crucial para que la expresión pueda adquirir la forma como la conocemos hoy. De hecho, con la celebración, se propicia la publicación de varios estudios históricos, con la posterior revisión crítica de las primeras biografías y la llamada Cuestión franciscana, más precisamente con la edición de Vie de saint François de Paul Sabatier en 1894. Ciertamente, además de los nuevos cursos de investigación, la polémica respuesta italiana en relación con este trabajo realizado fuera de las fronteras de la península, y, por lo tanto, considerado como una interpretación «extranjera», no se hizo esperar con la afirmación de la defensa de una «primacía de los estudiosos italianos» a través de un discurso patriótico de Michele Faloci Pulignani en Foligno el 3 de octubre de 190221. Para Accrocca, los señalamientos de Pulignani tienen una influencia decisiva en el artículo «Per san Francesco d’Assisi» de Enrico Filiziani publicado poco tiempo después en el periódico católico La Vera Roma, el 18 de enero de 1903: «¡Que nadie se atreva a tocar con indigno y vil pincel una de las obras maestras de la gracia! Que San Francisco permanezca, tal como la realidad nos lo presenta, el más santo de los italianos, el más italiano de los santos»22. La apropiación patriótica -y también antiprotestante-, por así decirlo, del Santo parece más que evidente en esas vehementes líneas con el pequeño cambio en las preposiciones de la frase y con ello, afirma Accrocca, la expresión adquiere definitivamente «su forma completa con la que se transmitiría en el futuro»23. En esta sección de su artículo, Accrocca concluye aquí la crónica en que la expresión sobre la italianidad del Santo llega a los primeros años del siglo XX, y así sintetiza la caracterización de los tres períodos de formación de la frase eslogan tal como lo conocemos:
Nacido como una invitación a redescubrir la grandeza italiana, utilizado más tarde para reafirmar el derecho de los católicos a la ciudadanía, ahora fue anunciado contra un estudioso que reveló la molestia causada por el hecho de que un extranjero no católico se hubiera aventurado a estudiar un santo católico e italiano como nunca antes. «Sé italiano» (Gioberti); «Nosotros también somos italianos» (polémica posterior al Risorgimento); «Manos fuera del santo italiano» (polémica antisabatieriana): el triple eslogan puede resumir eficazmente el desarrollo ideal que esta definición se proponía transmitir al gran público.24
Sin duda, la publicación de la frase en el artículo periodístico de Filiziani determinó su circulación y su divulgación más amplia en los diversos ambientes. Pero si bien es necesario reconocer la valiosa información presentada por Accrocca y la interesantísima hipótesis conclusiva sobre los sentidos ideológicos en torno a la figura de San Francisco, desde otra perspectiva resulta necesaria la incorporación de otros datos pertenecientes a algunos textos del siglo XIX que le darían un mayor y preciso alcance a aquella investigación.
Parece claro que el factor central para la configuración definitiva de la frase en su fórmula de retruécano es anterior al inicio del siglo XX y está más relacionado con la segunda fase que Accrocca llama «controversia post-Risorgimento», es decir, con la reafirmación del patriotismo italiano en la que los católicos quieren ser incluidos en la activa vida pública nacional con todo derecho, quizás con ese intento que aspira a fusionar el amor por Iglesia y amor a la patria italiana representado en la imagen del Santo de Asís, lo que ya se aprecia particularmente en los textos de Gioberti y que continúa con variada manifestación hasta el séptimo centenario del Poverello. Llama la atención cómo elementos de ese espíritu pueden observarse en al menos dos publicaciones con fechas históricas claves para la formación de la nación italiana, a pesar de las graves tensiones durante la Cuestión Romana, en el conflicto entre la Santa Sede y el Estado unitario a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Así se aprecia en forma patente al leer el libro de autor anónimo, que presume poder «representar lo mejor de la opinión universal», La Chiesa e l’Italia, y que fue dedicado «a Pío IX, a Napoleón III, a Víctor Manuel, al Parlamento italiano», solo un año después de la instauración del Reino de Italia: «Si el precepto del amor a Dios se encarna principalmente en la Iglesia, el precepto del amor al prójimo se encarna principalmente en la patria...»25.
Y esta afirmación parece vincularse con tantos artículos que son recogidos durante la próxima década en la revista jesuita quincenal La civiltà cattolica, publicación en la que puede percibirse la defensa del mundo católico contra los ataques del liberalismo que se concentra en la actitud del anticlericalismo (los liberales llaman a los católicos «clericales», un «epíteto oprobioso», y «con este nombre se refieren precisamente a los amantes de la Iglesia»26), particularmente en la visión de la patria italiana: para los liberales «como bien supremo y absoluto»27, para los católicos, indudablemente un bien, pero como derivación filial del amor de Dios y al prójimo. «L’amore della Chiesa e l’amore della patria», texto sin firma incluido en esta revista en 1875, explica en forma ejemplar y detallada esta posición, la conciliación de los dos amores. El artículo aparece luego de la «breccia di Porta Pia» y la disolución de los Estados Pontificios, y a solo un año de la reiterativa declaración Non expedit de Pío IX -esta vez desde la Sagrada Penitenciaría en una comunicación a los obispos italianos-, en la que se insta a los católicos a no participar en la vida pública del Reino de Italia, porque eso sería un reconocimiento de ese estado nacional, después de la «usurpación», y de sus leyes expresas y extremadamente laicistas:
Entonces, el amor a la Iglesia y el amor a la patria no solo no son opuestos, sino sumamente concordantes, y de tal manera que uno y otro se acercan. Forman una síntesis indisoluble. (…)
El amor a la Iglesia y a la patria no solo no son opuestos, sino que están tan íntimamente ligados, que uno y otro se encierran; porque no se puede amar a la Iglesia sin cumplir sus preceptos, entre los cuales ciertamente está el amor a la patria; ni se puede amar a la patria, sin querer primero el más alto de los bienes, que es ser hija dilecta de la Iglesia.
El amor de la Iglesia se identifica con el amor mismo de Dios; ya que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, y Cristo es su cabeza. El amor a la patria es una extensión del amor doméstico. Por tanto, es claro que este segundo está subordinado al primero, así como todo otro amor está subordinado a él, incluso el del propio padre, y aun el de uno mismo.28
Esta constante y esencial corriente de pensamiento y de afecto que trata de hacer posible la experiencia simultánea de ser católico y de ser patriota italiano, puede completarse con algunos datos que lamentablemente Accrocca no incluye en su trabajo investigativo, quizás por la exigencia de la brevedad de la publicación. Así, entre ellos, podemos recuperar aquello que ya había sido indicado con pertinencia por Tomasso Caliò en su ensayo «Santi d’Italia» cuando hace alusión a una expresión de Francesco Prudenzano en 1857, antes de la unificación italiana, y que nos parece que no puede pasar sin observación en la línea cronológica de la construcción de la frase objeto de nuestro estudio29. Prudenzano, en su libro Francesco d’Assisi e il suo secolo considerato in relazione con la politica, cogli svolgimenti del pensiero e colla civiltà, llamó al Poverello «l’Apostolo della civiltà»30 -de la paz, el amor y la fraternidad- y también el «più grande e più popolare Santo Italiano»31. Y en su texto de elogio a Francisco que busca mostrar la impronta y la influencia de la obra del Santo de Asís y de sus discípulos en el curso histórico de la ciencia, la filosofía, el arte y la literatura de la civilización, el autor también agrega otra interesante exhortación: «¡Piensa, pues, oh pueblo italiano, cómo de la sabiduría de tus padres y del apostolado de Francisco de Asís vino al mundo tu civilización!»32. Llama la atención que este propósito del libro de Prudenzano tiene un eco particular -quizás no expresamente intencional, pero sí como una coincidencia que revela lo constante en una visión similar de estas convicciones- en la Carta Encíclica Auspicato concessum que el 17 de septiembre de 1882 León XIII dedica a San Francisco de Asís y a la Tercera Orcen Franciscana y su necesaria acción en el mundo, documento que Accrocca también registra en su investigación histórica sobre la frase. Conviene citar un fragmento de la encíclica del Sumo Pontífice, también terciario franciscano, y en el que se destacan los aportes y beneficios del Poverello en la civilización y en la aspiración a una sociedad mejor y posible:
Pero más que cualquier otro país, Italia está en deuda con Francisco, y siendo aquella particularmente el teatro de sus virtudes, experimentó sus efectos benéficos más que nunca.
En verdad, en tiempos de opresión y de prepotencia, extendió constantemente su diestra al débil y al oprimido; y, rico en la suprema pobreza, nunca dejó de aliviar la indigencia de los demás, olvidando la suya.
En sus labios la naciente lengua italiana conoció sus primeras expresiones; en sus cantos populares expresó esa fuerza de caridad y poesía que la posteridad culta no consideró indigna de admiración. Pensando en Francisco, el genio italiano más calificado obtuvo su motivo de inspiración, tanto, que grandes artistas compitieron en componer sus obras con pinturas, esculturas y tallas. Alighieri encontró en Francisco material para sus versos más fuertes y gráciles; Cimabue y Giotto por sus inmortales composiciones, dignas de las luces de Parrasio; ilustres arquitectos de grandes obras como la tumba del Poverello o la Iglesia de Santa María de los Ángeles, que ha sido testigo de muchos milagros. A estos santuarios acuden peregrinos de todas partes para honrar al Assisiate, padre de los pobres, a quien, al despojarse de todos los bienes terrenales, afluyeron por la misericordia divina abundantes dones celestiales.
Por tanto, es claro que bastó este hombre para colmar de innumerables beneficios a la sociedad religiosa y civil. Pero ya que su espíritu esencialmente cristiano se adapta maravillosamente a las necesidades de todos los tiempos y lugares, no hay que dudar de que las instituciones de Francisco volverán a ser provechosas incluso en nuestra época.33
De nuevo la celebración del séptimo centenario del nacimiento del Santo se presenta como el hecho crucial. Pero, a diferencia de la exposición de Accrocca que encuentra a comienzos del siglo XX la formulación íntegra de la expresión «il più santo fra gli Italiani, il più italiano fra i santi», precisamente en aquel año de 1882, casi dos décadas antes del artículo de Filiziani, y justo un mes después de la promulgación de la encíclica de León XIII, se publica un discurso en el que aparece por primera vez -al menos en lo que la presente investigación ha logrado alcanzar-, la famosa frase sobre Francisco en su forma ya completa, aunque con una pequeña variante que hace pensar en la posible originalidad de una nueva formulación. El discurso fue pronunciado en la Chiesa Nuova de la ciudad natal del Santo con el título La Gioventù di S. Francesco d’Assisi, y su autor fue Geremia Brunelli, sacerdote, poeta, profesor de Bellas Letras y Maestro de Retórica en el Seminario de Perugia, y director fundador en 1876 del periódico semanal Il paese; coincidentemente ambos institutos eran muy queridos por el Cardenal Vincenzo Gioacchino Pecci durante su obispado perusino antes de convertirse en el Papa León. El texto de Brunelli parte de la confirmación del carácter universal del Santo para concentrarse en el particular patriotismo italiano:
...y Francisco de Asís, el santo de la paz y de la caridad, es recordado con cariño por los hijos del cisma y la herejía e incluso por las lenguas del judío y del musulmán. Pero no me acuséis de audaz temeridad en todo si, invitado por estos buenos padres, accediera a hablar hoy, al final de la fiesta del centenario en Asís, de Francisco, el más santo entre los italianos y el más italiano entre los santos, y aquí, en este mismo sitio, donde fue concebido y nació, donde creció de niño y se educó de adolescente, y donde permaneció hasta concluir su juventud...34
Surge la pregunta sobre por qué Brunelli, el profesor-editor que probablemente estaría atento a hacer citas textuales en forma correcta, no utiliza comillas o cursivas para los caracteres de la frase en cuestión -a pesar de las pequeñas variantes señaladas- y tampoco aluda a Gioberti -aunque sí lo hace en las páginas siguientes, pero por razones distintas- y no vincula la expresión con el autor de la obra Del primato morale e civile degli Italiani. ¿Ello significa, quizás, que la frase había llegado a ser una suerte de lugar común ya en aquel tiempo? ¿O el dicho de Gioberti, convertido en una conocida expresión especial, se amplió como quiasmo en sus dos partes en secuencia como un juego de palabras para el recuerdo? El hecho es que, al momento de escribir este artículo, todavía la frase no ha sido encontrada con su formulación ya completa en ningún documento anterior a aquel texto de Brunelli. ¿Acaso podemos pensar que este asume la expresión de Gioberti ya conocida, y en su gusto de poeta elaboró por primera vez, con las mismas palabras de elogio al Santo, un retruécano con su efecto retórico dentro del discurso que pronunció ante los jóvenes?
Por otra parte, es interesante que Brunelli, antes de escribir la frase, menciona diversas religiones y credos, incluso aquellas diferentes y a veces «antagonistas» al catolicismo -por decirlo de algún modo-, pero que aprecian a Francisco y celebran su extraordinaria forma de vida admirable en distintos ambientes. De este modo, el profesor del Seminario de Perugia continúa sin vacilar en reafirmar el patriotismo del Santo y su construcción de la civilidad con adjetivos en superlativos de quien para él es «el más popular y el verdadero resucitador de la democracia cristiana; el principal artífice de la época gloriosa de los municipios; el primer poeta italiano y el más digno de reconocimiento en la literatura y las artes italianas»35. En su indubitable afirmación patriótica, no ve obstáculos en referir la justa visión de otros grupos de fe, también cristianos pero que no son católicos, lo que contrasta con la apropiación patriótica antiprotestante de la frase que observa Accrocca para los años iniciales del siglo XX. Mas continuemos con el discurso dirigido a los jóvenes italianos que asisten a la fiesta del Santo, en el que se intenta exaltar el sentido de la patria y su conexión con la religión católica con alusiones directas a Vincenzo Gioberti y Tullio Dandolo:
El hijo del mercader de Asís fue, incluso en los peligros, amante de la patria, de las armas, de las batallas; ¿pero yo no sé, oh jóvenes italianos, a qué os invito a realizar esta ofrenda, si os recomiendo que también busquéis vuestro honor y el de vuestra sangre, si os predico el amor por esta sagrada tierra italiana, nuestra dulcísima y gloriosa patria? Si amáis la patria, amáis esta gran madre de héroes, amáis su grandeza, su libertad, su independencia, y si queréis os digo también, su unidad; pero amadla como la amó el ardiente hijo de Pietro Bernardone, es decir, en su verdadera grandeza que es la de la Religión de sus antepasados (…)
Os recuerdo, oh jóvenes, esperanzas de la patria, que Italia nunca podrá levantarse y mantenerse en la verdadera grandeza si no existe una forma en esa religión Católica que la ha hecho grande y maestra de civilización para los pueblos.
Cada uno lleva escrito en la frente nuestra verdadera Tau, concebida por Dandolo: -Ante todo soy católico e italiano-. Y como mártir, ante el tirano que le preguntó por su nombre, fue intrépido en repetir: -Mi nombre es cristiano, mi apellido es católico-; de modo similar, cada uno de nosotros con la cara abierta no se avergüence de gritar: mi nombre es italiano, mi apellido es católico.
Vincenzo Gioberti dijo lo mismo cuando sentenció: que -si otros pueden ser católicos sin ser italianos; no se puede ser perfecto italiano por todos lados sin ser católico; ni gozar merecidamente del primer título sin participar del esplendor del segundo-. ¡Oh, qué bello amar así, oh señores, a la Fe y a la Patria y empuñar las armas por ambas-; tan verdaderamente una es inseparable de la otra, si es verdad que la Patria es nuestro prójimo, y la Fe es nuestro Dios, de modo que diligit Deum diligat et fratrem suum. Francisco así lo entendió desde el alba de sus días, y por eso para él la defensa de su tierra era la defensa de la Fe...36
Brunelli sin duda se encuentra en la tradición que identifica en un primer término el amor a la patria con el amor al prójimo. Pero en aquello que podría relacionarse aún más con el fervor entusiasta por el nacionalismo italiano, Brunelli busca interpretar, acaso convalidar linealmente desde la futura y reconocida santidad del Poverello, los hechos juveniles de Francisco y su participación en eventos o sucesos que recoge la historia antes de su conversión, y así los considera, de acuerdo al contexto medieval del espíritu guerrero de los siglos XII y XIII, como la expresión de un patriotismo ejemplar que nace de una genuina fe: los conflictos en su ciudad entre los boni homines y los homines populi -maiori y minori, nobleza y «pueblo»- que integrarán el Comune, así como entre las ciudades vecinas y rivales de Asís y Perugia en la tensión y enfrentamiento entre el Papado y el Imperio, junto con el recurrente movimiento de las Cruzadas. Quizás ingenuamente teñido y sesgado por la pasión por su tierra, sobre todo considerando la elección de vida de Francisco tras su fallida aventura caballeresca en Spoleto, este pensamiento indudablemente está en sintonía con la ola de convicción sobre la patria nacional y su vínculo con la religión que los escritores precedentes han explicado con detalle, cuyas ideas entran en el siglo siguiente para formar parte también de los argumentos de defensa patriótica en el ambiente prebélico e incluso en pleno conflicto de la guerra internacional.
La convicción patriótica asociada al Santo de Asís es exactamente lo que también veremos durante los años de la Gran Guerra en un franciscano apasionado que tendrá un importante poder comunicativo en el uso de los medios durante la primera mitad del siglo XX. Algo más de tres décadas después del discurso de Brunelli, el Padre Vittorino Facchinetti, OFM -futuro Obispo titular de Nicio y Vicario Apostólico de Tripolitania (1936)-, publica en 1916 -aunque sin escribir de modo expreso su nombre como autor- el libro dedicado a la vida de Francisco de Asís Il patriottismo del cavaliere umbro (studio storico)37, un sugestivo título que desea subrayar precisamente el amor del Santo por la patria vinculándola con la atractiva y admirable imagen del guerrero combatiente a caballo. Alude, así, a una figura inspiradora de plenitud humana en los gestos y actos, que se fija como heroica cuando comienza su empresa de aspiración caballeresca en la salida hacia la Puglia; y aunque esta aventura luego quedará inconclusa y frustrada, Facchinetti, en forma parecida a Brunelli, la matiza y aun la valida a la luz del ulterior camino de conversión y santidad del hijo de Pietro Bernardone.
Apenas al iniciar esta obra, Facchinetti dice sobre Francisco que ha sido definido como «il più santo fra gli italiani, il più italiano fra i santi»38, e inmediatamente añade una nota al pie de página mostrando desde aquel momento el problema de identificación del autor de la célebre frase que ya entonces empieza a convertirse en un misterio a indagar, lo cual es interesante cuando miramos cómo, casi cien años después, se había mantenido una situación similar en la investigación sobre el tema. Señala el sacerdote escritor y futuro comunicador radiofónico: «Creo que esta frase histórica es de Cesare Cantù, pero no se puede excluir la posibilidad de que sea de Dandolo, de Gioberti o de cualquier otro. No importa cuánta investigación haya hecho, no he alcanzado a precisar su paternidad»39. Facchinetti reiterará su interrogante en otro ensayo que se publicará diez años después con motivo de la celebración del séptimo centenario de la muerte del Santo, pero esta vez incluirá a Niccolò Tommaseo entre los posibles autores40. Facchinetti relaciona la famosa frase con el Neogüelfismo y también con el pensamiento católico de los años posteriores al Risorgimento, porque la italianidad y, por tanto, la conexión de un sentido patriótico con la figura de San Francisco son congruentes con las ideas elaboradas por los escritores de entonces, lo que ya hemos visto en particular con Gioberti. Pero debemos hacer notar que Facchinetti no solo se refiere a la última parte de la frase, «il più italiano fra i santi», sino precisamente a la expresión completa con el retruécano, lo que podemos contrastar con la cita del artículo de Enrico Filiziani en 1903 que hace Accrocca41. De hecho, en el trabajo que escribe Nazario Rosati para el mismo volumen colectivo que festeja el séptimo centenario en 1926, puede intuirse de algún modo cómo solo se tendría noción de la expresión de Gioberti concentrada en llamar «italiano» a San Francisco42, lo que podría sugerir que Facchinetti estuviera principalmente pendiente del origen del quiasmo y su juego de palabras. La frase histórica integrada en sus dos partes, con una impronta similar a la que leemos por primera vez en el discurso de Brunelli en la celebración del séptimo centenario del santo, es la que ha quedado en la memoria.
Naturalmente, Facchinetti hace ciertas referencias a la Gran Guerra, contemporánea a la redacción de esta obra, y también realiza algunas alusiones a la patria, con un espíritu nacionalista e incluso quizás militar, tratando de ver a Francesco como una forma representativa de ella, como un caballero umbro saliendo a la aventura. Así escribe: «¡Verdadero y genuino patriotismo!... Y ante todo debemos estar convencidos, queridos lectores, que este patriotismo, o amor a la patria, nos es impuesto como un deber sagrado por la naturaleza y por la religión»43. Y estas afirmaciones no dejan de suscitar algunas preguntas: ¿Cómo un fraile menor, seguidor de la forma de vida de Francisco, el santo fundador de las tres órdenes heraldos de la paz y la fraternidad, ve con tanto ardor este sentido del servicio traducido en verdadera lucha o defensa de la patria? ¿Cómo combinar las dos posiciones? En las primeras biografías del Santo escritas en el siglo XIII, la palabra patria es esencialmente asociada al amor y al deseo de Francisco por la «patria celeste»44, y apenas hay una mención específica sobre las futuras acciones en su terruño natal, Asís, solo después del retorno de Spoleto, y antes de su cambio definitivo de vida, cuando «declaraba que ya no le importaba descender a la Puglia, sino realizar nobles y grandes empresas en su patria»45. Pero Facchinetti insiste en su visión de Francisco y su donación apasionada a cada evento de su vida, y en forma específica a la patria: antes en la vida en el Comune de Asís que lo llevó a comprometerse en batallas, después y definitivamente como seguidor de Jesucristo en la práctica de la predicación del amor fraterno a través de la vida y la palabra, y que luego una tradición contempla con la imaginación metafórica o simbólica de la milicia de Cristo. «Amó a su patria, siempre, y la sirvió con el mismo entusiasmo, en tiempo de guerra y en tiempo de paz»46, concluye el sacerdote escritor. Tal vez el autor fue capturado por la fascinación de la imagen de Francisco útil para escribir sus ideas sobre el amor a la patria que siempre debe expresarse como una suerte de batalla, incluso en el caso de la singular aventura de Francisco que lo llevó a la santidad en el seguimiento amoroso de Jesús, en la pobreza y en el cultivo de la fraternidad con todos los seres humanos y con la Creación entera; una idea en la que Facchinetti de nuevo insistirá durante la celebración del séptimo centenario de la muerte Poverello: «Será con otras armas, en otra milicia, por otro ideal, que él combatirá, pero continuará siempre en su buena batalla por la redención y la salvación de su país»47. No es extraña al pensamiento esta concepción generalizada de ver el continuo esfuerzo en la fidelidad del camino como una lucha en la que se superan obstáculos y oposiciones; a veces como un encuentro para vencer la propia debilidad y los enemigos íntimos del alma que aspira a la perfección. En esta lógica afectiva, de la lucha como la definición de una empresa de vida que se manifiesta también en la defensa del ámbito interno del alma, sus valores y sus afectos, se extiende en la defensa de la patria como un amor especial al prójimo representado en el país: su tierra, sus habitantes, aquello que se cree su territorio. El espíritu heroico que implica fidelidad en los valores, se traduce con frecuencia en la expresión concreta de la acción por la patria, un paso más cercano al guerrero, sea metafórico, simbólico o real.
Como podemos ver, la crónica de casi tres cuartos de siglo sobre los autores que con loas y encomios han buscado celebrar la italianidad de San Francisco de Asís y cómo él puede ser un elemento de definición y a la vez aglutinador de los intereses de un pueblo o de un país, se ha ido transformando con la suma de diversas visiones. Así, hemos realizado un recorrido con documentos históricos que va desde el punto de partida en torno a las virtudes descritas por Gioberti sobre la amabilidad y la calidad sublime de la civilidad que se pueden apreciar en la figura del Poverello de Asís, hasta la concreción, quizás demasiado reducida, de la representación del patriotismo y de sus límites, e incluso del nacionalismo extremo. El estudio de Accrocca apunta específicamente este aspecto en la alusión al itinerario de guerra de Gabriele D'Annunzio que registra en sus Taccuini de 1917, un año después de la publicación del librito de Facchinetti Il patriottismo del cavaliere umbro. En la noche del día del Santo, entre el 4 y el 5 de octubre, escribe el poeta y militar italiano una arenga guerrera «franciscana» a sus compañeros de la incursión aérea sobre las Bocche di Cattaro (Bocas de Kotor):
Es la noche de San Francisco, del más italiano entre los santos, del más santo entre los italianos. El Seráfico es el santo patrón de las «travesías de ultramar». Partiendo de Ancona para ir a Tierra Santa, él de hecho trazó en el mar la línea de nuestra ruta celestial. Pero yo os digo que esta noche hará de su capucha un ala y la extenderá con su cordón.48
Un par de años más tarde, D’Annunzio utiliza de nuevo la frase en un exaltado discurso nacionalista que dirige a un numeroso público romano desde la terraza del Campidoglio en Roma49, y en su arenga reclama Fiume (actual Rijeka) y Dalmacia como territorios italianos. Tres meses después el escritor militar guía la Impresa di Fiume, la expedición de 2.500 legionarios ex combatientes italianos nacionalistas voluntarios para anexar al Reino de Italia la ciudad adriática de la península balcánica. Finalmente, Accrocca observa con pertinencia este hecho y así afirma: «Francisco se ve constreñido así a dar un paso más, es decir, a convertirse en instrumento para la exaltación de un nacionalismo incluso rudo»50. Y el historiador arzobispo añade cómo la frase al modo de D’Annunzio se extendió aún más con la celebración del séptimo centenario de la muerte del Santo, y cómo ello era un tema recurrente en la retórica fascista, un hecho lamentable que el papado quiso prevenir como un grave peligro:
Por supuesto, más que cualquier otra cosa, para difundir esta nueva clave de lectura de la italianísima santidad de Francisco debió incidir el gran discurso que D'Annunzio pronunció en el Campidoglio (…)
En los años siguientes, esta referencia retornó de manera casi obsesiva, para mirar al Santo de Asís como el símbolo del renacimiento italiano, a pesar de la advertencia temperante de Pío XI: el 30 de abril de 1926, en efecto, con motivo de la recurrencia ocho (sic) veces centenaria de la muerte de Francisco, el pontífice publicó la encíclica Rite expiatis, en la que advertía de los riesgos de una lectura nacionalista. La advertencia fue clara, viniendo de un Papa del que ciertamente no se puede decir que le faltase claridad. Pero estaba destinada en permanecer en buena parte ignorada, tanto dentro como fuera de la Iglesia.51
Accrocca menciona, como prueba de esa corriente que fusionaba a los aires fascistas y se hacía oídos sordos a las advertencias del Papa, dos libros publicados en 1926, escritos por religiosos, y cuyos títulos son elocuentes en este sentido: Il patriottismo di frate Francesco de monseñor Aristide D’Alessandro, OFS y sacerdote diocesano, y Francesco d’Assisi il più italiano del Santi de Ginepro da Pompeiana, OFM cap.52
Epílogo
En uno de sus cuentos, con una frase no exenta de ironía, Borges califica al patriotismo como «la menos perspicaz de las pasiones»53. Por supuesto, la ingeniosa expresión asociada a la anécdota y su evidente crítica no es el aspecto central en el contexto de ese relato y tampoco aparece como un ataque preciso destinado a algún personaje, sino que se formula en una conveniente y congraciadora estrategia de acercamiento. Sin embargo, la precisión y la claridad de esta especie de caracterización de ese sentimiento permiten observar un inquietante tono colorido como movimiento del alma. El patriotismo, si bien puede partir de un afecto genuino y también justo por el país de nacimiento o pertenencia, en el exceso de amor la mirada puede nublarse y, al mismo tiempo, la razón, en una escogida estrechez, escapa o tiende a eludir cualquier tipo de consideración que pueda menoscabar la intensidad del sentimiento dirigido hacia la patria, una forma de afectiva devoción que se presenta como indiscutible y necesaria. Esta falta de objetividad y a la vez de simplificación de ese sentir que borra cualquier tipo de actitud atenta e ignora todo tipo de límites de la diferencia o de la singularidad, y que es propia de la emoción exaltada de un nacionalismo patriótico, puede verse de forma manifiesta en el citado discurso de D’Annunzio, en el que la figura ejemplar del Santo de Asís es adulterada y la visión de su vida se diluye en una única formulación que concentra la intención en inspirar un sentido de una mayor italianidad. ¿Qué significación alcanza en la realidad y qué puede implicar en los hechos, cuando se comprende y se es consciente de esa ausencia de perspicacia que Borges apunta? Aquel fuerte grito «A noi!», poderoso eslogan de identificación e imposición que se encuentra con frecuencia en las encendidas proclamas de D’Annunzio y Mussolini, así como en las consecuentes respuestas de sus partidarios, nada tiene que ver con la dulce figura plena de humildad y cortesía del Poverello como el heraldo de Dios y seguidor de Jesucristo, y con el desapropio y la fraternidad que Francisco enseñaba a sus frailes y contemporáneos. De esta forma, los efectos terribles asociados al nacionalismo exacerbado que alimentó la ideología fascista son signos de una preocupación que todavía concierne a todos. El Papa Pío XI, con la encíclica promulgada en 1926 con motivo del séptimo centenario del Tránsito de Francisco a la patria celeste, buscaba advertir los mismos peligros, pero en un ambiente nacional y político en el que la visión centrada sobre el vértigo de la exaltación patriótica apenas alcanzaba a distinguir las sombras, especialmente cuando la intensidad de las palabras empujó o arrastró a la realización de acciones sin contención. También el discurso de su sucesor en la cátedra de San Pedro, Eugenio Pacelli, insistió en prevenir los desvíos del patriotismo extremo, en particular cuando este tiene como consecuencia la expansión guerrera. Escribe Pío XII pocos días antes del comienzo oficial de la Segunda Guerra Mundial:
Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra. (…) Y se sentirán grandes -de verdadera grandeza- si imponiendo silencio a las voces de la pasión, tanto colectiva como privada, y dejando a la razón su imperio, habrán ahorrado la sangre de los hermanos y la ruina de la patria.54
Pero tornando a la célebre frase, puede observarse que, debido al efecto sugestivo de su forma de retruécano memorable para el sentimiento patriótico, se convirtió en un lugar común que era continuamente evocado en cada evento relacionado con la celebración del Poverello, casi como una suerte de hallazgo de un epíteto de definición55. Esto incluso condujo, en la visión algo uniforme sobre la época, a las atribuciones erróneas también asociadas a los textos y declaraciones del Papa Pacelli, atribuciones repetidas de modo inercial y con frecuencia por no pocos autores hasta el presente, ya sea con un sentido gentil o, por el contrario, con una mirada prejuiciada. En este sentido, completando así la interesante crónica de su artículo, con justicia y atención histórica Accrocca concluye:
No es cierto cuando se afirma corrientemente que Pío XII habría definido a Francisco como «el más italiano de los Santos, el más Santo de los italianos», ya que Pío XII nunca hizo suya la expresión que tanto había estado en boga en años anteriores56.
Asimismo, vemos cómo cuando el 18 de junio de 1939 se declaró y constituyó a San Francisco de Asís junto a Santa Catalina de Siena como Patronos Primarios de Italia, tampoco se hizo mención a esta frase que, sin duda, no tendría justificación, sobre todo porque el Breve pontificio está dedicado en forma igual a las dos figuras santas, y la intención y su sentido integral busca atender la recuperación del recuerdo de específicas virtudes de Francisco de Asís y Catalina de Siena en el manifiesto ambiente prebélico, semejante en muchos aspectos a la «turbolenta età» que cada uno de ellos vivió en su contexto. Con precisión, Pío XII advierte en su documento que «el cuidado solícito de la Iglesia universal que nos ha sido confiado por el divino Redentor, nos impulsa siempre a procurar cuanto más sea posible para el bien de todos los fieles esparcidos por la tierra»57. Pero además establece:
el hecho de que la Cátedra de San Pedro se encuentre en Roma, también lleva la atención particular al pueblo italiano y así subraya la devoción justa a estos dos santos como guardianes y defensores, y para invocar su patrocinio (…) italianos ambos dos, en tiempos extraordinariamente difíciles, ilustraron, mientras vivieron, con nítido fulgor de obras y virtudes y beneficiaron abundantemente a esta patria suya y nuestra, en todos los siglos madre de santos58.
Para completar esta dedicación, la frase sobre la máxima italianidad del Poverello tampoco se encuentra en el discurso que poco menos de un año después Pío XII pronuncia en la Iglesia de Santa María sopra Minerva para la memoria de San Francisco y Santa Catalina como los dos Primarios Patronos Celestes de Italia. De nuevo el Papa recuerda e insiste que el patrocinio de ambos santos toma su base en la inspiración de los valores que predicaron y vivieron ejemplarmente en la práctica del Evangelio: la concordia, la continua búsqueda de reconciliación interna y también internacional, «de la caridad que difunde la paz y el bien entre los hombres y en las familias», y de la vida civil, que son verdaderamente «victoria y triunfo de la verdad en la justicia y en la caridad de los hermanos y de los pueblos»59; son los valores que los italianos deberían propiciar y seguir. ¿Este hecho no nos recuerda de alguna manera la reflexión de Borges sobre «el antídoto», «el remedio ideal» en el que se convierte la figura de un escritor nacional?
Después de esta historia de la frase inicial de Vincenzo Gioberti sobre Francisco -«il più italiano de’ nostri santi!»- que se encuentra en la argumentación en torno «al primato degli italiani» respecto a la moral y a la civilidad , y observar su evolución para definir y defender la patria italiana, pasando por el memorable retruécano de Geremia Brunelli, con sus diversas vicisitudes, sus variantes y también con las desviaciones que han constreñido y manipulado la figura del Santo en la exacerbación nacionalista del tiempo del fascismo, llegamos finalmente a la declaración como patrono de Italia que busca recuperar el sentido de los valores que el Poverello ejemplifica, en contraposición con la exaltación patriótica. La otra parte de la frase, «il più santo tra gli italiani», finalmente, y quizás a partir de entonces, podría leerse como una clave más exacta, como una aspiración a una meta que por ser universal es también italiana. Pensando en el texto de Borges a propósito de los escritores nacionales, y los cuatro elementos que podrían caracterizar esta definición, en el contraste con el ciego y sordo sentimiento nacionalista y sus peligros, la imagen de alegre humildad del fraternal Francisco se presenta más diáfana con su atipicidad; como el diferente que hace ver una vez más, una mirada que en sí misma es una novedad; como el disidente que se opone con su tolerancia a toda corriente que solo quiere imponerse sin pensar y considerar razones; como el verdadero constructor de civilidad, como el verdadero antídoto de toda actitud que, sin buscar expresamente el concepto de patria y sus banderas, lo descubre en el horizonte de lo mejor y de lo posible del ser humano. Parafraseando a Borges un par de veces más, y adaptándolo específicamente a esta meditación, los hechos de la vida pródiga del especialísimo amor de San Francisco de Asís «ya escribieron el poema»60, uno más generoso y universal: en su Italia recorrida (y también en el mundo que lo sigue), hacia el Este, «el Oeste, el Norte y el Sur / se han desplegado -y son también la patria- las calles; / ojalá en los versos que» trazó «estén esas banderas»61.