Introducción
El clientelismo es una de las formas que adoptan las relaciones de poder en torno al Estado. Así se asumen en este texto, que estudia el fenómeno en el estado de Santander durante su etapa federal (1857-1886). Como es conocido, Santander y otros ocho estados que conformaron los Estados Unidos de Colombia, más comúnmente evocados como La Unión, pervivieron con una limitada institucionalidad y, pese a proclamarse como "soberanos", ninguno logró consolidar un poder central con un territorio plenamente controlado en el que se cumpliesen sus leyes. A lo anterior contribuyó, en parte, el exacerbado faccionalismo característico del periodo. No obstante, varios jefes políticos lograron gobernar en sus estados durante amplios periodos de tiempo, en virtud de un conjunto de prácticas que se deslizan entre el clientelismo político y la corrupción.
Durante el federalismo colombiano, el intercambio clientelar se incrementó por varias razones. Primero, porque el surgimiento de los estados generó una mayor burocracia administrativa que los notables locales buscaron controlar. En segundo lugar, porque desde mediados del siglo XIX, coincidiendo con el surgimiento de los partidos políticos, se universalizó el voto masculino, que, a pesar de sus restricciones por edad, sexo, alfabetismo y estado civil, significó una mayor competencia electoral. Tercero, porque quienes participaron voluntariamente en las tres guerras nacionales que hubo (1860, 1876, 1885) como en las estatales,1 además de procurarse seguridad frente a la violencia y las expropiaciones, esperaban compensación con cargos, contratos, servicios y diversos favores. De todo lo anterior, los cargos públicos, los denominados "destinos", fueron el fin principal de la mayoría de los clientes, al parecer una constante en diferentes contextos políticos modernos.2
En el conjunto de La Unión, la situación fue similar a la de los estados particulares, pues sus competencias, además de escasas, solían ser inviables en virtud de la soberanía reclamada en las regiones. Cada uno de los estados se condujo con relativa autonomía. Cuando no, sus representantes organizaban ligas para imponerse unos a otros, en un juego de fuerzas en el que competían los caudillos regionales y sus facciones. De tal modo, el caudillismo pudo contribuir a la inestabilidad administrativa, si bien, de otra parte, puede argumentarse que el fenómeno también coadyuvó a la go-bernabilidad de La Unión, pues la toma de decisiones en el centro implicaba una incesante negociación con los jefes de los nueve estados. También se argumenta que, más allá de los problemas de representación, el caudillismo canalizó intereses regionales en los escenarios nacionales.3
La inestabilidad de los gobiernos de los estados se vio balanceada con la permanencia de algunos caudillos en las sillas presidenciales, lo que induce a indagar por los mecanismos implementados. Al respecto, en este artículo se muestra que el clientelismo facilitó la reproducción de sus posiciones. Si bien con alguna excepción, la mayor fragilidad de las administraciones de los estados se dio en los años inmediatos a su organización: 1857-1862.4 El caso de Santander ilustra la inestabilidad política, pues en escasas tres décadas hubo 31 presidencias, algo excepcional, pues se elegía presidente cada dos años. No obstante, dos de ellos, Solón Wilches y Eustorgio Salgar, sumaron 12 años en el poder.5 En el mismo tiempo, en Antioquia hubo una veintena de presidencias, en Bolívar unas cuarenta y otras tantas en Cundinamarca. En la mayoría sobresalen unos pocos patrones políticos que ocuparon tres y cuatro veces la silla presidencial, por ejemplo, en Cundinamarca Daniel Aldana, en el Magdalena José María Campo Serrano, mientras que en el Cauca hubo una relativa estabilidad, pues una decena de políticos controlaron la presidencia, entre estos: el general Mosquera (7 años), Eliseo Payán (7 años), Julián Trujillo (4 años) y Ezequiel Hurtado (4 años).6
Conceptualmente se dice que existe vecindad entre el clientelismo y la corrupción. Esto se explica porque los recursos que utiliza el político en el intercambio suelen provenir del erario y de tal modo logra beneficiarse personalmente, en menoscabo del tesoro público que, dicho sea, en el periodo federal era escaso. No obstante, se acepta un hecho evidente: el cliente necesita el puesto o de las ayudas que recibe, y si se trata de obras para una comunidad, estas solucionan problemas sociales. Al respecto, pueden establecerse diferencias, pues no es lo mismo intercambiar comida por votos que votos por obras de infraestructura, como escuelas, vías, etc.
Uno de los historiadores pioneros en acercarse a la tradición clientelista de los políticos en nuestro país fue Fernando Guillén Martínez, al destacar que ya en el siglo XIX los cargos públicos garantizaron la manipulación de las decisiones políticas y económicas, convirtiéndose en el elemento capital de la dinámica gubernativa. Para dar fuerza a su tesis cita a Quijano Wallis, quien afirma que la popularidad de los presidentes duraba hasta cuando se repartía el presupuesto; después "todos los que se quedan fuera del banquete oficial se retiran hoscos al campo de la oposición, en donde conservan el fuego de la hostilidad y aun del odio contra el gobernante".7 Entre los estudiosos contemporáneos del tema destaca el profesor Francisco Leal Buitrago, quien, en una aproximación histórica al siglo XIX, resalta el carácter precapitalista y caciquil dominante en la sociedad política de entonces. También denota la escasez de Estado y, como otros autores, recuerda que la actuación en red de jefes facciosos regionales y locales configuró las expresiones políticas partidistas, liberal y conservadora. Además, ubica como elemento diferenciador la movilización de recursos privados por parte de los patrones del primer siglo republicano. Como es conocido, desde la segunda mitad del siglo XX, el uso de recursos estatales resulta contundente, al punto que la relación clientelista, insinúa Leal Buitrago, llega a trenzarse con la corrupción.8
De otra parte, cabe señalar que el clientelismo resulta esquivo de investigar en contextos históricos distantes, pues pocas veces queda evidencia documental. Al respecto, los archivos epistolares como el consultado resultan particularmente ricos para este ensayo, en el que se procura, en primer lugar, una aproximación conceptual al clientelismo, luego se bosquejan los recursos disponibles del estado de Santander y, antes de las conclusiones, se muestran casos concretos de intercambio clientelista cuya huella quedó en la correspondencia del general Solón Wilches.
Aproximación conceptual al clientelismo
De las diferentes definiciones conocidas del clientelismo, la más evocada, quizá por su brevedad, plantea que se trata de un sistema de contraprestaciones donde se intercambian bienes públicos por lealtades políticas. En tal sentido el clientelismo es aceptado como una forma de participación política.9 Esta noción enfatiza el intercambio, mientras otras centran la atención en los contextos y en fenómenos cercanos, como son la corrupción, el caciquismo y el gamonalismo. Algunos estudiosos incluso ubican estas expresiones en un mismo nivel comprensivo.10 Asimismo, se afirma que el intercambio está determinado por los niveles de institucionalidad existente y que se reproduce más fácilmente en contextos donde los grupos subalternos se ven compelidos por la coerción estructural a actuar como clientes.
El intercambio de dádivas en la política es un hecho universal, y en la tradición política colombiana es parte de la herencia colonial española. En tiempos del rey, sin embargo, el clientelismo era consustancial al Antiguo Régimen, pues formaba parte de las relaciones de poder que le otorgaban legitimidad al monarca, quien fungía como un gran empleador.11 Las familias del poder social, en lugar de votos, aportaban lealtad, soldados y recursos para la guerra, entre otros servicios encaminados a dar soporte a la corona. Se trataba, además, de una relación mediada por factores como la riqueza, el linaje, los méritos, la nobleza, etc. En las sociedades democráticas, pese a subrayarse su sentido negativo, suele rescatarse su lado constructivo, pues se considera que el clientelismo forma parte indisoluble de la política, al facilitar la articulación de las relaciones sociales en torno al poder político.12 El fenómeno tampoco es exclusivo de países pobres, pues su presencia es evidente en sociedades ricas, con instituciones democráticas consolidadas, solo que en las mismas los recursos intercambiados varían y suelen ser de mayor valor y representatividad social. El clientelismo parece tan antiguo como la democracia misma, pues en tiempos de Solón, "el reformador" (638-558 a.C.), los magistrados organizaban festines consuetudinarios para captar el apoyo de los ciudadanos.13 En el sistema de patronazgo griego, el gasto destinado al público era de origen privado, aspecto contrario a lo ocurrido en las sociedades modernas y contemporáneas, donde los recursos dispuestos por los patrones suelen provenir de la esfera pública.
Pese a su cercanía con la corrupción, el clientelismo requiere contextos con algún nivel de legitimidad política, pues el intercambio implica una negociación voluntaria. También se dice que la presencia de la coerción en el intercambio desvirtúa la relación clientelista propiamente dicha.14 Como se quiera, es inobjetable que en el contexto federal colombiano se exacerbó el fenómeno y este, como en todas partes, implicaba la cesión de cuotas de poder político por parte de los clientes al patrón, esencialmente mediante el voto. Pero como el federalismo debutó con una guerra civil y se eclipsó con otra, y cerca de la mediana del periodo se sufrió la guerra de 1876, el mero voto no resultaba suficiente, pues los patrones también requirieron apoyo militar para las batallas: hombres, información, recursos, etc. Por su parte, los patrones entregaban cargos, contratos, y diversas ayudas disponibles en la esfera del gobierno, y quizá también, en virtud de las guerras, el intercambio incluyese su hacienda personal.
En Colombia el intercambio clientelista ha sido investigado principalmente, en el contexto del siglo XX, desde la ciencia política y la sociología política, pero el fenómeno puede observarse en el XIX y durante la etapa colonial. Entre los estudiosos del tema destacan Medófilo Medina, Andrés Dávila Ladrón de Guevara, Rodrigo Losada y Francisco Leal Buitrago. De este último conviene recordar una síntesis de los principales enfoques teóricos y trabajos sobre el tema, que no pierde vigencia, donde resalta el intercambio de roles y la asimetría de las relaciones clientelistas. Siguiendo a S. W. Schmidt, Leal precisa que las relaciones suelen darse en tres niveles: en relaciones diádicas, mediante conexiones de grupos de personas y patrones y en interfaces que conectan a comunidades enteras.15 De los trabajos recientes, merece mención la investigación de Laura Daniela Guerrero, quien hizo una aproximación a los enfoques teóricos aplicados por los investigadores al contexto colombiano: el marxismo, el funcionalismo, el estructuralismo, etc.16 Tales esquemas explicativos atienden a lógicas contextuales, más allá del intercambio en sí. Además, enfatizan modelos de interpretación de hechos emparentados y, la mayoría de las veces, concomitantes al clientelismo, tales como el poder, la democracia, las elecciones, entre otros.
El fenómeno también se explica con modelos relacionales que incluyen a actores sociales colectivos, concretamente a familias enteras y grupos de familias. Así lo hace Gunner Lind a partir de investigaciones en la Europa moderna en las que señala que el comportamiento clientelista puede expresarse entre parientes que comparten sus experiencias vitales en una comunidad y puede darse de manera accidental, pero igualmente adrede, conllevando una conversión de recursos: "La forma más amplia de clientelismo es la red de gran escala que conecta a los grandes señores y sus familias con muchos clientes, con sus familias y con sus clientes [...]. En el otro extremo, el más estrecho, se encuentra el contacto verdaderamente dual entre un padrino y un cliente aislado".17 Puede agregarse que un grupo de familias con una filiación y discurso partidista representa en sí una facción política. Ahora bien, si se entiende lo expuesto por Lind como un fenómeno encaminado a favorecer o a controlar la administración pública, ya sea local, regional o nacional, se vislumbra una realidad propia del contexto político colombiano, donde las familias de notables acapararon el poder en localidades enteras, con lo que contribuyeron al fenómeno de la adscripción electoral, estudiado por Pinzón.18
En el intercambio clientelar decimonónico, las fuentes generalmente dejan ver las dádivas. Entre ellas se encuentran cargos y contratos, pues para acceder a la administración no existía meritocracia, ni carrera alguna; tampoco había concursos, ni vigilancia para garantizar la transparencia en los remates fiscales, ni en los contratos de obras. Parece evidente y válido inferir que el apoyo electoral y militar de los clientes resultaba recompensado por los jefes políticos. Por esto, el intercambio puede rastrearse al cruzar datos de elecciones, correspondencia, informes de presidentes, nombramientos y negocios del Estado. Eso sí, el intercambio epistolar parece ser la fuente más reveladora para analizar el clientelismo.
Los patrones políticos se identifican más fácilmente por su posición social encumbrada, el acaparamiento de contratos y el favorecimiento de familiares y aliados. Por su parte, los clientes figuran como electores, en las guerras, como capitanes, coroneles, generales, y luego en los cargos recibidos como jueces, recaudadores fiscales, alcaldes, notarios, etc. Ahora bien, múltiples factores incidían en la calidad de los cargos recibidos por los clientes, tales como la posición social de los sujetos, su riqueza o la pertenencia familiar. Las negociaciones se facilitaban mediante alianzas entre individuos con estatus desigual -en ocasiones, también similar-, entre parientes, amigos, socios de negocios, subalternos o familiares.
El clientelismo, como mecanismo de reproducción del poder político, fue desplegado por los líderes de las facciones dominantes, sin descuidar que algunos patrones también fueron clientes en sus inicios, favoreciéndose con contratos de los gobiernos de turno.19 Muchos hombres de la política del siglo XIX alternaron el oficio de gobernantes con el de empresarios, y fue común que desde el segundo rol actuaran como clientes de sus aliados y patrones más encumbrados.
El poder político en el estado de Santander
El Estado de Santander fue creado por una asamblea constituyente reunida en la segunda mitad de 1857. En ella participaron liberales y conservadores, pues unos y otros compartían el proyecto federal. No obstante, al cierre de las sesiones surgieron discrepancias respecto de la ley electoral y sobre cuál sería la ciudad capital del nuevo estado. Los conservadores querían un sistema electoral que garantizara la representación provincial. Así mantendrían el control de regiones netamente conservadoras. Por su parte, los radicales propusieron listas únicas en el estado, garantizándose la mayoría en la asamblea. En cuanto a la capital, los conservadores querían que fuese Pamplona, pero la mayoría liberal prefirió Bucaramanga. De tal modo, el Estado nació sin consenso y a comienzos de 1858 sobrevinieron los primeros amotinamientos que, después de una pausa, se generalizaron en todo Santander y luego en otros estados, en parte como reacción a la intervención del gobierno de Mariano Ospina Rodríguez en apoyo a la revolución conservadora de Santander. En el Cauca, una de estas revueltas fue superada por el caudillo Tomás Cipriano de Mosquera, quien declaró la guerra al gobierno de La Unión. Como es bastante conocido, el triunfo del general caucano a mediados de 1861, en alianza con los liberales, dio paso al modelo federal delineado en la Constitución de Rionegro de 1863.
En Santander la guerra perduró hasta mediados de 1862. De 1857 a 1861 hubo un desfile de presidentes, algunos de los cuales apenas gobernaron unas semanas. Se trata del periodo con mayor inestabilidad política, en el que se convocaron otras tres asambleas constituyentes, una de ellas conservadora.20
La ingobernabilidad afectó cualquier expectativa de cargos y contratos. La precariedad fiscal y la incertidumbre sobre el triunfo o derrota militar en los primeros cuatro años de gobierno federal sin duda restaron fuerza a las prácticas clientelistas. Al respecto, suele afirmarse que la fragilidad institucional las facilita, aunque, claro está, la inestabilidad extrema tampoco las permite. Parece obvio que el intercambio requiere de un aparato político en funcionamiento que garantice ingresos fiscales y otorgue alguna seguridad a los potenciales clientes. En las sociedades políticas de hoy, los estudiosos del tema afirman que la pobreza y la desigualdad social representan los mayores alicientes del clientelismo generalizado.21
El dominio de las facciones en el estado de Santander durante el federalismo puede dividirse en cuatro etapas. La primera, desde 1858 hasta 1862, se caracterizó por la inestabilidad gubernativa y la guerra, en la que terminó imponiéndose la facción liberal liderada por Eustorgio Salgar y Rafael Otero. La segunda, marcada por cierta estabilidad y unidad en torno al proyecto liberal radical, va de 1863 hasta 1875. Entre 1870 y 1875 surgieron discrepancias entre los jefes liberales por sendos proyectos ferroviarios, uno propuesto por el general Wilches y otro por Aquileo Parra, lo que alimentó así la ruptura que sobrevino en la última fecha, cuando Rafael Núñez lanzó su candidatura a La Unión en oposición a la de Parra. De tal modo surgió en Santander la Facción Liberal Independiente, liderada en la región por Wilches. La tercera comprende la guerra de 1876 que se prolongó hasta 1877. En esta las facciones liberales de Santander se unieron para enfrentar a los conservadores. En la cuarta etapa, desde 1878 hasta 1885, se impusieron los liberales independientes en alianza con los conservadores.
Aquí se propone que el tiempo de permanencia en la presidencia es, hipotéticamente, un indicador de la potencialidad clientelista de los líderes del Estado que, además, muestra el mayor o menor respaldo de los patrones regionales y locales, pues denota su satisfacción o inconformidad con sus demandas y las de sus respectivos clientes. En Santander su permanencia fue la siguiente: Wilches, 8 años y 5 meses; Salgar, 3 años y 9 días; Marco Antonio Estrada, 3 años, 4 meses y 11 días; Narciso Cadena, 2 años y 7 días; Victoriano de Diego Paredes, 2 años; Parra, 1 año y 9 días; Murillo Toro, 1 año y 3 meses. Los restantes solo gobernaron meses o incluso días.22 De los mencionados, también fueron presidentes de La Unión, Parra (1876-1877), Salgar (1870-1872) y Murillo Toro (1864-1866 y 1872-1874). De Santander, cabe señalar que Wilches y Salgar encabezaron la facción independiente desde 1875. Los restantes siempre estuvieron alinderados en el liberalismo radical, facción liderada en los primeros años por Murillo Toro y luego por Aquileo Parra.
En la guerra de 1876 Wilches actuó como jefe del ejército de Santander. El éxito militar lo favoreció, siendo electo presidente en 1878. Una vez en el poder, excluyó de manera contundente a los radicales de los espacios de la administración y afianzó su poder con el respaldo del entonces presidente de La Unión, Julián Trujillo. A partir de ahí, el clientelismo puede rastrearse mejor, dada la durabilidad de su gobierno y también porque el caudillo dejó una copiosa correspondencia.
El aparato político: las clientelas del general Solón Wilches
El 1 de octubre de 1878 Solón Wilches se posesionó ante la asamblea como presidente y emitió los primeros decretos para nombrar un gabinete de su confianza. Como secretario general quedó Narciso González Lineros, un político cercano a Núñez; a Torcuato Carreño lo nombró subsecretario; como corrector de la imprenta oficial ubicó a Jorge Bonilla, quien lo apoyaba electoralmente en Pamplona;23 y a Pedro Elías Otero lo nombró en la superintendencia de instrucción pública. En los días siguientes, con otros decretos, hizo teniente a Pablo Benito Rueda y lo puso al frente del Batallón Primero de Santander; a Rafael Angarita lo nombró capitán encargado del parque militar, y el 31 de octubre lo promovió a comandante de la fuerza disponible en El Socorro, compuesta por 72 hombres.24 Desde ese día, el general, al uso de la época, dispuso de la tropa a modo de guardia personal, destinándola a todo tipo de quehaceres: llevar correos, recados personales, gestiones de sus negocios y hasta trámites familiares.
Wilches gozó en su segundo gobierno (1878-1880) de libertad de actuación, pues su facción era mayoritaria en la Asamblea del Estado. El aparato burocrático del gobierno que presidía resultaba orgánicamente similar al de su primer mandato (1870-1872), si bien desde el primer día lo amplió ostensiblemente. En los cargos inmediatos al presidente y de incidencia política estaba el procurador -que aprobaba en última instancia cuentas y presupuestos-, el fiscal general, los tres miembros del Tribunal Supremo y el tesorero. En estos cargos nombró a sus aliados y jefes de clientelas regionales. En los puestos de menor jerarquía del ejecutivo nombró copartidarios y aliados de diferente orden: los inspectores de instrucción pública (uno por departamento), una docena de empleados de la imprenta, rectores, catedráticos y empleados de los cinco colegios y de las tres escuelas normales existentes (colegios de Vélez, San Jil, Barichara, García Rovira y Señoritas de Piedecuesta, y las normales de varones de El Socorro y de Mujeres de Bucaramanga y El Socorro). Estos representaban unos 45 puestos,25 además de una decena de cargos en la Secretaría General y los ya mencionados mandos de la fuerza pública. Entre unos y otros Wilches disponía directamente de unos cien destinos y de tres centenares más en los que incidía por intermedio de los jefes departamentales: alcaldes y recaudadores de hacienda municipales. La cantidad de empleados se duplica, si se suman los del poder judicial dependientes de los tres magistrados de la Suprema, pues igualmente eran objeto de intriga y negociación clientelista.
Después del ejecutivo, del poder público y del Tribunal Supremo de Justicia, los cargos con más juego político -que por ello resultaban de la negociación del presidente con los diputados- eran los de jefes departamentales (9), a los que nombró con un decreto el 15 de noviembre. Los favorecidos fueron varios jefes de clientelas que apoyaron la campaña y que aportaron los electores necesarios para el triunfo. Se trataba de diputados tradicionales de la asamblea que, como él, habían tomado distancia de la facción radical que iba en retroceso en todo el país. Estas jefaturas representaban no solo sueldos, sino el manejo consensuado con el presidente de los cargos en sus distritos. Los favorecidos y sus suplentes fueron: en Vélez, José Murillo y J. Estanislao Cabanzo; en Socorro, Misael Reyes y Crónidas Mujica; en Cha-ralá, Antonio Carreño y Aquilino Santos; en Guanentá, Crisanto Duarte e Ignacio Vargas; en Soto, el general Pedro Rodríguez y Carlos F. Canal; en Ocaña, Ricardo Lésmez, Juan N. Prada y Severo Olarte; en Cúcuta, Leopoldo Ramírez y Rojerio López; en Pamplona, el general Fortunato Bernal y Vicente Villamizar G.; y en García Rovira, Aníbal Carvajal y Facundo Suárez.26
¿De dónde provenía el recaudo fiscal? La riqueza disponible en Santander fue una cuestión siempre incierta, entonces agravada por la guerra de 1876, en la que al parecer destruyeron la mayor parte de un catastro procurado en la presidencia de Murillo Toro (1858), quien lo estableció para facilitar el cobro del impuesto a la riqueza. También se sabe que en la década de los sesenta, las guerrillas conservadoras quemaban a placer toda la documentación de las administraciones municipales cuando asaltaban algún pueblo o ciudad. Quizá prestaban especial cuidado en destruir los listados de contribuyentes. En un informe de diciembre de 1878, presentado a la asamblea por el tesorero general, este daba cuenta del enorme déficit fiscal. Explicaba que todo obedecía a problemas arrastrados del anterior gobierno, que las cuentas eran un caos sin par y que al menos la mitad de los departamentos no había reportado los valores de los remates, ni de nada. Aseguraba que había un "desgreño total". Además, solo se habían recolectado $ 344.671 y los gastos ascendían a $ 630.282. Evidentemente todo el presupuesto se había planificado mal.27
En el segundo año de gobierno este esperaba recaudar unos $ 300.000 de aguardientes y degüello de ganado, más $ 50.000 de impuesto directo y $ 80.000 aportados por el gobierno nacional, correspondientes a un pago por préstamos de la última guerra. En esas cuentas alegres se sumaban rentas de sal y de aduanas provenientes del gobierno central, más un saldo por estampillas y otros conceptos de carácter menor.28 Pero el segundo año fiscal fue peor: el déficit volvió a duplicar los ingresos. No se recaudó lo presupuestado y la esperanza de alcanzar un equilibrio con los pagos del gobierno de La Unión tampoco se cumplió. El Tesoro Nacional no podía ni cubrir lo adeudado por sal y aduanas, que representaban valores mínimos, menos aún para pagar las deudas de guerra. La experiencia de gobierno le demostró a Wilches que las únicas fuentes de ingresos estaban en el Estado y poco o nada en el gobierno de La Unión, así que aumentó el costo de arrendamientos y creó nuevos impuestos.29 Desde entonces se inició una escalada de gravámenes que haría impopular su gobierno y le acarrearía una fuerte oposición de los liberales radicales.30
Si se indaga por el gasto, la respuesta está en los sueldos, pues estos consumían más del 50 %. Así lo muestra el informe de 1879, distribuido por departamentos. En el de Gobierno se incluían los viáticos de los diputados, los sueldos del presidente, de las secretarías, de los maestros de escuelas y colegios, de la fuerza pública, de los empleados de imprenta y el de ordenanzas, más los gastos de logística y funcionamiento general del ejecutivo. El presidente recibía el máximo sueldo, unos $ 3.000 anuales, seguido por los magistrados del Tribunal, con $ 1.800; mientras que los secretarios de juzgado ganaban $ 960, los escribientes entre $ 240 y $ 400 y los ordenanzas unos $ 60 anuales. Paradójicamente, estos últimos eran quienes más tareas desempeñaban: se ocupaban de las portería, del aseo de las dependencias del gobierno, de despachar y recoger el correo de acuerdo con los itinerarios diarios, de entregar correspondencia a empleados, de distribuir la Gaceta, de llevar el control de asistencia de los empleados, de abrir y cerrar los despachos y-algo innovador para ese entonces- de controlar que no se fumara en los despachos. Los diputados, por su parte, recibían una paga por las sesiones y un aporte por viáticos, que resultaban valores escasos. Por esto fue común que se desempeñaran como jefes departamentales o que ocupasen las secretarías -Tesorería, Hacienda, General- u otros cargos cuyos sueldos representaban al menos un 50 % del presidencial.
En el área de Gobierno la instrucción pública fue la dependencia que más presupuesto recibió en 1879: $ 183.363. Un 50 % de este valor cubría sueldos de profesores y profesoras de las escuelas de varones y de niñas, que funcionaban por separado. El área de instrucción era quizá el único espacio de desempeño profesional de unas pocas afortunadas, pues lo público era un asunto, literalmente, de hombres. Los políticos en general encontraron en los establecimientos educativos un fortín para sus clientelas. Además, conocidos radicales de las localidades figuraron siempre en las rectorías de los colegios: el expresidente Narciso Cadena fue rector del Colegio de Barichara, el expresidente José María Villamizar lo fue en el colegio de Pamplona, el diputado Vicente Serrano en el colegio de Zapatoca, etc.31
En el área de Justicia el gasto ascendió a $ 56.452 en 1879, la mayor parte en sueldos. Los jueces estaban distribuidos en 16 circuitos, cada uno con dos áreas: civil y criminal, y ganaban según las ciudades donde ejercían. Así, un juez en Pamplona recibía al año unos $ 1.200 y en Charalá $ 800. En cada juzgado, además del juez, había un secretario, un oficial, un escribiente, un alguacil y un portero. En todo Santander había 32 juzgados de circuito(16 de lo civil, más 16 de lo criminal). Cada uno mantenía los cinco cargos señalados y representaban unos 160 empleados.32 Ahora bien, toda vez que la campaña y las elecciones para el Tribunal Supremo se llevaban a cabo a la par con las de diputados y presidente, con un sistema electoral por mayorías, el ganador terminaba controlando todo el poder. En las elecciones de 1878 fue reelegido como magistrado Rafael Otero, suegro de Wilches, junto a su paisano Cenón Fonseca y al sangileño Antonio Roldán.
Después de la instrucción pública el mayor gasto estaba en la fuerza pública, también perteneciente al departamento de Gobierno y por esto era asunto de la incumbencia presidencial. El gasto en 1879 ascendió a unos $ 100.000, de los que algo más de la mitad se destinaron a sueldos y funcionamiento. El saldo restante, $ 40.000, se destinó a pagar armamento comprado en Estados Unidos.33 Durante los siguientes años Wilches siguió incrementando el gasto militar y a mediados de 1879 creó el Departamento de Guerra para que se ocupase del orden público, las operaciones militares, la organización, el equipo, la disciplina y la movilización de la fuerza pública, además de todo lo relacionado con contingentes de hombres y elementos de guerra para cubrir la Guardia colombiana. No solo en lo militar reorganizó la administración, también creó el Departamento de Obras públicas, encargado de todo tipo de construcción que fuese competencia del Estado. Este tenía por objeto principal viabilizar el gasto destinado al proyecto del ferrocarril, que consumió la mayor parte del presupuesto de 1880 a 1884. Asimismo reorganizó el Ministerio Público a cargo del procurador del Estado y sus agentes en las provincias (departamentos), y creó un sui géneris departamento de Gobierno Nacional para tratar todos los asuntos en los que intervinieran los dos gobiernos, excepto los de hacienda.34 Wilches, en su segundo y tercer gobierno (1878-1884), no solo amplió los cargos y elevó los impuestos, sino que en 1880 organizó una constituyente que aprobó la ampliación del periodo de gobierno de dos a cuatro años, asegurando su reelección mediante una alianza con los conservadores.
Las prácticas clientelistas
Los investigadores han observado que las redes clientelares presentan formas piramidales, siguiendo los esquemas verticales de gobierno, cuyas cúspides se encuentran en el gobierno central, desde donde se ramifican por las regiones. En el caso aquí tratado, estas se derivaban desde la jefatura del Estado hacia los departamentos y municipalidades. Se puede objetar que no es equiparable la estructura administrativa con el aparato clientelar, y efectivamente pudo haber cargos refractarios al intercambio clientelista, porque obedecían a algún tipo de conocimiento técnico, como ocurría, por ejemplo, con los ingenieros. Pero, en su mayoría, los empleados del aparato del Estado lo eran porque estaban recibiendo el pago por su apoyo electoral, militar, o igualmente debían su puesto a vínculos de amistad y familiares, como ocurre aún hoy. Ahora bien, como se ha dicho, el clientelismo resulta esquivo en los documentos, pues se trata casi siempre de "acuerdos tácitos" e informales que involucran dádivas, pero que igualmente pueden estar mediados por vínculos afectivos, por formas de sociabilidad y quizá también por ideales.
En el periodo federal fue común que en las elecciones al Congreso (plenipotenciarios) y en las de presidentes de los Estados se alistasen tropas y en ocasiones se desencadenasen refriegas militares. Los triunfos podían resultar inútiles si no se contaba con respaldo militar. Si había guerra, iban todos, patrones y clientes, con diferentes funciones. Los que tenían el mando estaban protegidos y excepcionalmente morían. Su prestigio y ubicación en la estructura del poder social resultaba proporcional a la asignación del mando y al papel jugado en los conflictos. Una vez terminadas las escaramuzas, los patrones locales volvían con sus "huestes" de peones y vecinos a las haciendas y pueblos, los "artesanos" a sus oficios35 y los funcionarios procuraban recuperar sus cargos, y así sucesivamente. Algunos de los participantes se encontraban con su jefe militar como presidente y procedían a solicitar cargos, recordando su lealtad para reforzar sus peticiones.
En las guerras colombianas del siglo XIX se ha insistido en la coerción ejercida sobre los labriegos para llevarlos al campo de batalla. Una situación que, sin duda, no fue excepcional, pues las levas y el reclutamiento forzado han sido concomitantes a muchos conflictos en diversas latitudes y tiempos. Sin embargo, la huella documental y las memorias de los contemporáneos evidencian que hubo igualmente una significativa presencia de voluntarios, de vecinos que morían por defender sus parcelas de poder en las localidades. Ir a la guerra y triunfar representaba para muchos seguir en sus cargos y mantener su estatus, pues, si después de un conflicto cambiaba el orden existente, los funcionarios serían otros y, por consiguiente, se correría el riesgo del destierro, de las tributaciones forzadas o "voluntarias", de las expropiaciones y de la violencia directa por parte de los vencedores. Era un asunto muy serio e ineludible para los jefes locales y sus clientes. También puede inferirse que en muchas localidades y regiones las relaciones entre quienes ostentaban el poder social y los sectores subalternos superaban las distancias de clase y existían lazos de solidaridad, expresados en compadrazgos y amistad. Si bien parte de la correspondencia aquí citada deja entrever estos vínculos, se trata de un tema poco estudiado en el caso santandereano.
En el caso analizado, los jefes de familias que acompañaron a Wilches en las campañas electorales también lo hicieron en las batallas. Desde la guerra del sesenta (1859-1862), en la que Wilches alcanzó el rango de general, se estableció el prestigio militar de los rovirenses, pues varios de los militares del bando vencedor se hicieron imprescindibles en las guerras posteriores, entre estos, los generales Fortunato Bernal, Domnino Castro, Aníbal Carvajal y los comandantes Milciades Wilches y Marco Aurelio Wilches, entre otros. Estos hombres hicieron parte del aparato de gobierno desde entonces. Pero no solo los familiares directos y hombres con alto rango, también los hubo en niveles menos encumbrados de la milicia. Algunos fueron subalternos de Solón Wilches cuando estuvo al mando de la Guardia colombiana (1872-1875). Un ejemplo lo encontramos en Venancio Rivera, quien en una misiva le decía que era "un viejo militar de la Guardia colombiana" y le ofrecía sus servicios, "ya sea como alguacil o bien como hortelano".36 También hay un ejemplo de camaradería militar en una carta enviada por Saín González desde Matanza, donde expuso un inventario de su participación en las anteriores guerras luchando contra los conservadores, para "dar prueba de mis servicios a la causa [...] porque al parecer al general le informaron mal sobre mi proceder".37
En la gestión de clientelas participaban los familiares del general y sus aliados en García Rovira. Esto aparece en decenas de cartas, como la enviada por Joaquín M. Espinel: "sigue para allá mi primo y pariente político Torcuato Carreño, que aunque no necesita presentación […] me tomo la libertad de manifestarle que me parece conveniente que vuelva a su puesto de Jefe Departamental de San José de Cúcuta".38 Espinel era miembro de una de las familias que actuaban junto a los Wilches en la política provincial, por esto quizá la carta tenía un tinte imperativo.
Después de los cargos, en lo que más intrigaron los jefes regionales y patrones de la escala alta fue en lo atinente a los contratos, principalmente, de remate de impuestos. En Santander, como en otros estados, los aguardientes representaban el mayor ingreso fiscal.39 ¿Quiénes eran los rematadores de aguardientes del Estado? Se trataba de parientes, aliados y socios de los jefes políticos regionales. Los arrendatarios de la renta o rematadores tenían derecho a producir, importar y vender el aguardiente en el territorio adjudicado. Además estaban facultados para ejercer control en tiendas y alambiques mediante la organización de resguardos de rentas y guardias. Estos guardas de renta perseguían a los productores ilegales que pululaban en los distritos y producían un aguardiente popular conocido como "barzalero" (producido en los barzales). Los guardas organizados por los rematadores también enfrentaban la introducción de aguardiente y licores no autorizados desde distritos o departamentos vecinos y de los que llegaban de contrabando desde el extranjero.40
Más allá del negocio, el aparato fiscal representaba unos cien cargos de nombramiento directo y piramidal: el presidente y la asamblea elegían al tesorero, este último a los nueve recolectores departamentales (cargos pactados con los diputados de cada uno de ellos) y finalmente a los 92 recolectores distritales. Además estaban los rematadores, que solían actuar de acuerdo con los recolectores. De tal modo, las negociaciones se llevaban a cabo a todos los niveles, pues había grandes y pequeños rematadores, si bien la tendencia de estos fue a controlar regiones enteras. El fisco representaba un circuito de clientela básico para los políticos, motivo de intrigas, de trabajo electoral y también de guerra, llegado el caso.
En la red clientelista animada por Wilches se observan grandes y pequeños jefes, algunos de los cuales jugaban un rol intermediario, como parece ser el caso de Francisco Mateus, quien trataba al presidente como "Mi general" y le decía en una misiva: "Ramírez consiguió el pago, igualmente Fonseca y Arsenio han logrado valores adeudados [y él esperaba que] se me tenga lástima, aunque sea cierto que el servicio de la Secretaría de Hacienda es más interesante".41 El mismo Mateus, en otra nota sin más datos, le decía a Wilches, que su paisano Gómez Tapias
entiende de construcción de caminos [...] fue auxiliar de César Gómez Plata en la ejecución del camino del Paturia, necesita ocuparse [...], mire la posibilidad de ocuparlo en la Carretera del Norte. Como Ud. sabe quedó desguazado en la última guerra civil en servicio de la causa liberal y necesita algún apoyo para proporcionarse subsistencia.42
Ante una nota de estas, se esperaba una respuesta positiva, pues, como insinúa la misiva, este cliente estaba presto para la guerra. A los jefes patrones les debía resultar problemático negarse a estas solicitudes, dada la intermediación de un jefe de escala media como la que cumplía Mateus. En otra correspondencia, en calidad de funcionario, le expresaba su opinión acerca de cómo debería quedar el conjunto de empleados de un juzgado y con cierta autoridad le sugería los cambios que creía necesarios:
Correa pidió licencia para dejar la plaza de Oficial 2do, y se fue a San Jil a servir la Secretaría del Juzgado Superior de lo civil, en su lugar quedó Araque, pero sin nombramiento. Si Don Domingo continúa como subsecretario yo desearía que mi sobrino Paredes reemplazase a Correa, es más inteligente que Araque, escribe más ligero y con ortografía, me ha prometido ser formal, laborioso y observar buena conducta. Araque no necesita del destino, tiene otros negocios presentes. Si Don Domingo no continúa entonces volvería yo a la plaza de Subsecretario y Paredes podría ocupar la plaza de oficial primero y Araque la de oficial 2do. En todo caso si U. tuviese a bien disponer de otro modo, le suplico desengañe a Paredes para que sepa a qué atenerse, pues tiene mucha esperanza en que U. le favorezca.43
Las cartas de agradecimiento por los "destinos" son menos numerosas. Toda vez que resultaba un exceso, pues el cliente pagaba con los votos u otros servicios. Una misiva de este tipo fue escrita por Zoilo Pérez: "Muy Estimado Sr. Gral., su afectísimo amigo [...]. Es un hecho indudable que la continuación en mi empleo es debido a Ud. mi general, que con un corazón noble y generoso sabe disimular los defectos de sus subordinados, y procurándoles el bienestar de sus familias, añadir esta página más".44 La nota trasluce la condición del remitente y el acuerdo tácito existente, al afirmar que respondería con su lealtad. También quedaron en el archivo epistolar de Wilches huellas de la correspondencia que recibía de patrones locales con respuesta a sus solicitudes. Así, por ejemplo, Alfonso Rueda le decía: "En atención a Ud. apoyaré la solicitud de su recomendado Rangel, aun cuando se desea privar a la Asamblea de su facultad de expedir indultos y hacer condonaciones".45 Otro ejemplo de solicitud de un puesto nos lo da Telésforo Nieto:
Muy estimado General [...]. Sigo enfermo [...] y con demasiada pobreza, pero siempre confío en los amigos que me han socorrido [...] me manifestó la chiquita que le había preguntado por mí [...]. No deje mi distinguido y respetado general de recomendarme para obtener un buen panecito con que alimentarme por medio de un destinito, que ofrezco cumplir en todo lo más dable; ojalá sea el que tengo al lado de mi buen amigo Don Ricardo Torres.46
Por el texto sabemos que el remitente ya tenía un cargon y que su propósito era mantenerlo, reforzando la solicitud por su condición de pobreza.
En fechas electorales, Wilches, en el papel de patrón, se encargaba de enviar los listados de candidatos a sus jefes de clientelas en cada localidad, con estafetas de confianza. Una de estas, dirigida a su familia en La Concepción, decía:
Las boletas que van son 4079: la de diputados es como la original que mandaron de allá. De magistrados van dos planchas, en la uno seis candidatos, en la cual va el nombre del Dr. Leónidas Olarte, a quien ojalá le den el mayor número de votos, pues está muy bien su política. Los Srs. Hurtado, Muñoz y Pineda deben tener la votación de García Rovira. No olviden separar la plancha de magistrados del Tribunal que va en un solo pliego con las otras. Si hubiera tiempo irán otras boletas para diputados en que venga el nombre de Blanco, pues por un error en la imprenta no alcanzó a quedar ese nombre en la mitad de las boletas que van.47
Esta misiva ejemplifica la forma como se gestionaban las elecciones, en las que los jefes indicaban por quién se debía votar. También resulta al menos raro el olvido de Blanco en la mitad de las papeletas; quizá no lo querían en la lista, ni que ganara. Otro ejemplo es el de Francisco Aguilera, quien en 1883 se ocupaba como comandante de la fuerza del estado destacada en Ocaña. En una carta solicitaba el remate de aguardiente de la localidad para Guillermo Qüin, de quien exaltaba sus cualidades y "lo mucho que favorecería al gobierno y a la tropa" estacionada allí.48 Desde San José de Cúcuta el comerciante independiente Salvador Luciani le solicitaba un puesto para el que se decía preparado: quería ser primer comandante de resguardo de la aduana de la ciudad, "lo que beneficiaría al gobierno y al general, pues un resguardo de toda la confianza podría trabajar con actividad en las elecciones". Luciani pensaba que no podía haber mejor candidato que él para ese puesto, pues afirmaba conocer todos los puentes y estar acostumbrado a los malos climas y conocer "todos los caminos y veredas por donde puede introducirse el contrabando". Agregaba que el general conocía todos los sacrificios que había hecho para enfrentar a los "diablos radicales de aquí".49 En este caso, para el cargo intrigaron otros con más ascendente en el gobierno de La Unión y recayó en Justo Uribe, en parte porque era un cargo que dependía de Hacienda Nacional. De ello daba cuenta alguien más enterado y cercano a Solón, el general Aníbal Carvajal, quien mediante una carta explicaba que Nepomuceno González Osma había intrigado por tal nombramiento y que lo hizo "para tener un agente eleccionario a su favor en Cúcuta [...] gracias a la amistad que tiene con los señores de Hacienda y con el general Ezequiel Hurtado". Carvajal manifestó su rechazo y agregó que Francisco Velásquez, también de la cuerda de Solón, pretendía que nombrasen a su hermano Marco Antonio Velásquez como administrador de la aduana de Cúcuta, y que él, Carvajal, de la lista de candidatos expuesta recomendaba encarecidamente a Timoleón Hurtado.50 Este cruce de correspondencia muestra una situación típica de intrigas por cargos apetecidos por los jefes regionales u hombres con mayor ascendente político frente al caudillo.
Ricardo Niz le solicitaba desde Ocaña la asignación del remate de aguardiente de la localidad, pues el general Perea "ha cometido muchos errores, ya que no conoce de esos asuntos [...] ha aceptado todo lo que le han propuesto los interesados [...] ha aceptado una sola caución de quiebra y una sola propuesta". Además, "Perea trabaja con los de Pamplona teniendo como candidato a Villamizar Gallardo, para diputados a Garcés Baraya, Olarte, Aquilino Jácome [...] radicales desaforados".51 Como puede verse, los aguardientes y, en general, los remates eran un asunto de las clientelas de más alto nivel, y las solicitudes eran abiertas y descaradas cuando se suponía que debían ser objeto de competencia. Este es un caso típico donde se cruzan la corrupción y clientelismo para favorecer a copartidarios. Francisco Aguilera, por ejemplo, le escribía en abril de 1884 que "el Sr. Octavio Navarro, liberal y amigo, está interesado en conseguir el remate de San Calixto, mejorando las propuestas de los demás interesados".52
José María Ramírez, un reconocido fotógrafo, le confesaba en una misiva en cuyo margen apuntó "reservada": "temo mucho que, de octubre para adelante, cuando Ud. se separe del gobierno, quedemos muy mal sus amigos". Le agradecía el ofrecimiento de las colecturías de Vélez o Cúcuta, pero las declinaba, dado que les tenía desconfianza y cierto temor, además que, decía, con tales puestos no le quedaría tiempo para su profesión de fotógrafo. A cambio le pedía que le dejara el trabajo en la Hacienda principal del Socorro y la dirección de la imprenta.53 Ramírez fue agraciado con algo de esto, pues desde esos años se conocen sus fotograbados exaltando a Wilches, hechos en El Socorro, Málaga y La Concepción.54
El jefe departamental de Soto, A. Roca Castilla, en una nota del 27 de abril de 1884, le notificó la recepción de una carta de Antonio Quintero Calderón, en la cual precisaba que los remates de los pueblos de Convención, Cruz, San Calixto y Cáchira deberían quedar en "personas adictas al gobierno y de privilegio" y que Quintero le había ofrecido el 25 % sobre dicha renta por orden del mismo Wilches. Agregaba detalles acerca de un banquete que su hermano Manuel Roca le había organizado al presidente del Magdalena, por haberle concedido "el privilegio de la apertura del camino de Los Ángeles a Cáchira", y que ahora él -su hermano Manuel- solicitaba por intermedio de Reyes González al general Wilches la parte del camino que iba de Cáchira a Rionegro.55 Sobran los comentarios.
Desde Ocaña, Crepúsculo Caballero, un rematador de aguardientes que tenía conflicto con Ignacio Hoyos por no apoyarle como candidato a la asamblea, le decía a Solón que Hoyos quería anularlo con ataques a su hijo, entonces inspector, y que estaba intrigando ante Perea para impedir que él, Crepúsculo, se hiciera con los aguardientes. Sostenía, además, que lo habían amenazado por no estar de acuerdo con que un joven que apenas comenzaba carrera política fuese el director del Partido Independiente y del Partido Conservador a la vez: "si el general no arregla la situación [...] el departamento se perderá quedando los radicales o los conservadores [...] es posible que inventen desconfianzas por el enlace de mi hija con Ceballos, pero serán invenciones infelices porque el general conoce a Ceballos y no hará caso". Antes de despedirse, recomendaba retirar a Aguilera de las fuerzas y en su reemplazo colocar a Rovira.56
En los meses previos a las elecciones presidenciales de 1884 los clientes se jugaron la continuidad en sus puestos, con el triunfo o la derrota de la candidatura de Wilches a la presidencia de Santander. La correspondencia abundaba en tal sentido, pues todos querían ratificar su fidelidad, su "adhesión a la causa", y en ello insisten las cartas. La palabra tantas veces proclamada por los miembros de las diferentes facciones evocaba que, por encima de las circunstancias inmediatas, había algo más, un ideal difuso e incierto -tal vez tomado de los discursos que los jefes daban en cada oportunidad- que quizá tuviese algo que ver con el sistema de gobierno o con las diferencias que tenían algunos con la Iglesia, otros con los conservadores o contra los radicales. Pero todo ello no podía ser "la causa", porque en diferentes etapas pactaron con unos y con otros. La "causa" era incierta para la mayoría, pero ¿por qué luchar?, ¿cómo motivar y movilizar a los posibles votantes? Pues para ello estaba "la causa". En términos prácticos, esta representaba para los jefes políticos intermedios la continuidad del general en el poder y, consecuentemente, su acceso a los remates, a los cargos, a los contratos, a privilegios de caminos, etc. Justamente en 1884 Wilches se vio forzado a ceder el poder a un gobierno de coalición de liberales radicales e independientes, cuyas diferencias precipitaron el comienzo de la guerra de 1885 con la que Wilches perdió definitivamente el poder político y con ello su "causa" y la de sus clientelas.
A modo de conclusión
Las relaciones clientelistas, tanto diádicas como piramidales, surgieron y se ampliaron por mutua necesidad e interés. Los patrones requerían de votos y apoyo en la guerra, y los clientes necesitaban seguridad, un empleo, contratos, dinero. Lo más solicitado fueron los puestos de trabajo, denominados como colocaciones o destinos. Al hacerlo, los clientes solían evocar el apoyo electoral o su participación en alguna guerra, las dos cosas muy valoradas por los jefes políticos. Ahora bien, había elecciones cada año, aunque las guerras fueron menos frecuentes, pero en cada campaña aparecía el fantasma de una nueva confrontación, y mientras se llevaban a cabo las elecciones también se alistaban hombres en armas.
El fenómeno clientelista permitió la reproducción del poder, pues si los rematadores de aguardientes querían seguir siéndolo, tenían que mantener a su patrón en la presidencia o en la asamblea. Y si querían obtener un contrato de caminos, debían dar apoyo electoral o armado, de acuerdo con las circunstancias. Ahora bien, algunos de los contratos o prebendas de calado no eran solicitados ni entregados a medianos y pequeños clientes, sino a pares, hombres que podían inclinar la balanza de fuerzas por su capacidad económica, en una región entera.57 En tales casos, más que una relación clientelista se trataba de alianzas entre patrones, donde cada uno de ellos tenía un significativo poder social, recursos y también clientelas, que ponían a disposición de sus pares en pro de objetivos comunes.
Algunos de los casos que dejaron huella ratifican la tesis de que la pobreza alimenta el clientelismo, pues evidentemente algunas de las notas muestran las dificultades económicas de los clientes. En la época, en el contexto santandereano había una pobreza generalizada, aunada a una escasa institucionalidad. En Santander, antes de 1880 fueron escasas las grandes fortunas58 y, en general, la mayoría de los hombres dedicados a la política no gozaban de gran riqueza. Quizá por la misma circunstancia se dedicaban a contratar con el mismo estado, a diversos negocios y a intrigar para conseguir los cargos de la burocracia.
Las recomendaciones, nombramientos y agradecimientos por los cargos, las promesas de trabajo en las campañas, los informes de resultados electorales, las intrigas para sacar a uno u otro alcalde o funcionario del camino y ubicar a los propios, las solicitudes de contratos y las contraprestaciones figuran en la correspondencia recibida por Wilches. Su reproducción cíclica indica su efectividad. Fue un mecanismo que el general utilizó para mantenerse en el poder. El talante de quienes le escribían dice de su condición social y política. Había de todo: funcionarios de escala media, alta y gente del común. Muchas notas muestran servilismo, otras, autoridad, temor o sumisión paternal. Hay correspondencia que solo tenía por objeto aclarar decires, comentarios supuestamente malintencionados que quizá buscaban salvar alguna colocación. Otras notas muestran que el poder del caudillo no era total y que estaba sujeto a negociaciones. Así, por ejemplo, en una carta de enero de 1883 enviada por Ramón M. Rueda desde San Gil, entonces jefe departamental de Guanentá, le informaba a Wilches que no había posesionado a nadie en la alcaldía de Zapatoca, pues "ni aún a Miguel Acevedo [recomendado por Solón], porque Fidel Gómez cura de esa población obra con los conservadores y tiene intereses en algunos nombramientos, por eso he decidido esperar para llenar el hueco".59 Esta carta de Rueda muestra que en las localidades se consultaba y consensuaba con los jefes de las facciones dominantes, que en este caso eran de perfil conservador, donde igualmente la iglesia se jugaba sus cartas.
En los casos mencionados, se muestran relaciones diádicas, como fue el caso del pintor José M. Ramírez; piramidales, en las que actuaban grupos como el mencionado por Mateus; y familiares, como era el caso de la parentela de Solón, que movilizaba el electorado de García Rovira. En tal sentido resulta acertada la caracterización que en su día hiciera S. W. Schmidt del clientelismo en Colombia.60 Igualmente, se evidencia en las relaciones clientelistas la mediación partidista y de grupos de electores como lo ejemplifica la correspondencia de Rueda antes citada.