Introducción
La planicie de Añaquito, ubicada en la meseta de Quito, se convirtió en un espacio “periurbano” clave para la incipiente ciudad colonial de San Francisco de Quito. Añaquito, como zona “periurbana” -definida como espacio de transición entre ciudad y campo- devino con la conquista española en un territorio con áreas agropastoriles diferenciadas, subordinadas a lo que Tomás Pérez Vejo denominó la ¨república urbana¨1, como también en un lugar de hitos cristianizados y de memorias referidas al pasado prehispánico. En este artículo abordamos esta colonización multidimensional del paisaje de Añaquito que no solo lo moldeó físicamente, sino que lo resignificó.
Las teorías de la geografía crítica y humana formuladas por los pensadores Henri Lefebre2 y Edward W. Soja3 son pertinentes para entender cómo se produce un espacio a la vez material y cargado de sentidos. Estos investigadores postulan una tríada que nos habla de un espacio físico, imaginado y vivido, que es útil para analizar las dimensiones de la planicie de Quito en las que nos concentraremos, enfocados en el espacio transicional entre ciudad y campo, que denominamos “periurbano”. La atención al ámbito geoespacial es relevante no solo porque coloca la vida social en la dimensión del espacio, sino también porque nos acerca a la proyección espacial de la dominación y la forma en que, en general, los actores históricos la negociaron y subvirtieron, ofreciendo aquí la oportunidad de observar las reacciones de la población subordinada al ordenamiento urbano y periurbano hispánico4.
A partir de estas premisas, proponemos que en la demarcación física y en la significación de Añaquito, entre 1534 y 1575, tuvieron un peso gravitante tres estrategias coloniales de control territorial y poblacional: la gobernanza municipal hispana en Quito, las alianzas asimétricas con las autoridades indígenas y la evangelización. La demarcación del ejido, juntamente con la creación de predios de tenencia privada (estancias o suertes), se insertaban en la gobernanza de la república urbana en la que se materializaba el principio del bien común que debía salvaguardar el Cabildo. Las estrechas alianzas con las autoridades indígenas, a su vez, suscitaron lugares de la memoria asociados al llamado “tiempo del Inca”. Adicionalmente, la cristianización del territorio de Añaquito significó, como anotó Serge Gruzinski, la instalación de hitos y circunscripciones cristianas5 que redefinieron los sentidos previos del paisaje. La contribución de este artículo, por tanto, no solo reside en identificar como significativo el espacio periurbano, sino en esclarecer las dinámicas de poder que conformaron ese espacio en la época colonial temprana.
La categoría de paisaje resulta central para entender la producción del espacio colonial en la planicie de Añaquito en el momento de posconquista. Según lo expuesto en un reciente volumen colectivo sobre los imperios de la modernidad temprana, el paisaje es “el terreno mediado por jardines, agricultura, mapas u otras formas de definición física y conceptual”, asociada a “identidades colectivas” y “repertorios de poder”6. Esta definición abarca terrenos urbanos (cityscapes) y no urbanos (landscapes). Para propósitos de este estudio quisiéramos centrarnos en un paisaje “periurbano”, o circundante al universo urbano, de carácter mayormente agropastoril, cuyos bordes también se compusieron de elementos naturales, lagunas, riachuelos, quebradas, y que estaba ubicado a la sombra de un volcán: el Pichincha.
Definimos Añaquito (ver Mapa 1) como una zona ubicada al septentrión de la meseta de Quito. En la colonia temprana (1534-1575), se extendía, de norte a sur, desde el damero urbano, hacia Cotocollao y Pomasqui. De este a oeste, Añaquito bordeaba el cerro de Guanguiltagua en el oriente, hasta las laderas de los volcanes Pichincha, Casitagua y Pululahua en el occidente. Gran parte de dicho territorio estaba cubierto de un complejo lacustre compuesto de dos lagunas poco profundas, denominadas Añaquito y “La Postrera” o Cochabamba. Tal complejo se explayaba casi desde el borde norte del damero hasta Cotocollao y, en dirección este-oeste, desde el centro de la planicie hacia las laderas del Pichincha.
Para el temprano proceso de colonización (Mapa 1), en el área de Añaquito existían pequeñas concentraciones de población indígena, subsistentes allí de forma previa y posterior a la conquista hispánica: incas, mitimaes o autóctonas, incluyendo Zámbiza en el este, al borde del cerro de Guanguiltagua, Cotocollao, en la orilla noroccidental de la Laguna Postrera, y Añaquito en la falda del Pichincha. El etnohistoriador Frank Salomon resaltó la presencia en la zona de mitimaes chachapoyas del noreste del Perú y cañaris del sur de Ecuador durante el dominio inca7. Asimismo, Marín de Terán e Inés del Pino destacan la presencia de asentamientos milenarios en las laderas del Pichincha en Cotocollao, Chaupicruz y Rumipamba en Añaquito8. Para Salomon, en la época inca (c. 1470-1534), Añaquito era sobre todo una zona de tránsito hacia el mercado, o tianguez, ubicado en el incipiente núcleo urbano del Quito inca; un espacio ocupado luego por los españoles. En términos demográficos, con base en las encomiendas asignadas en la zona de Añaquito, se puede calcular que para 1597 su población contaba con alrededor de 7.600 indígenas9. Si tomamos como referencia un declive de la población de 6 a 1 entre 1534 y 1600, tal como calcula Linda Newson, se puede estimar que la población prehispánica de Quito era de aproximadamente 48.000 personas10. En la temprana época colonial no hubo migraciones indígenas hacia Añaquito. El núcleo urbano de Quito, en cambio, sí atrajo migrantes nativos, que se concentraron en las nuevas parroquias de la ciudad, San Sebastián y San Blas11.
A diferencia de la traza plenamente urbana quiteña, el paisaje “periurbano” no ha suscitado mayor interés en la historiografía colonial de Ecuador, ni en la regional. La imposición del damero ortogonal en Quito, por ejemplo, fue el foco del clásico estudio de Wolfram Schotellius en los años treinta del siglo xx12. La formación de los pueblos de indios durante la Colonia, ese “otro urbanismo”, a su vez, fue analizada décadas después por Alfonso Ortiz y Rosmarie Terán13, quienes la calificaron como una estrategia un tanto fallida por su lejanía frente al proyecto urbanístico del virrey Francisco de Toledo (1569-1581). Es válido el contraste que trazaron Ortiz y Terán entre la implementación a rajatabla en Perú de las reformas del virrey, orientadas a concentrar la población indígena rural en poblados organizados al estilo español, y su aplicación esporádica en la Audiencia de Quito. No obstante, su análisis se centró en la conformación de los pueblos de indios y no en los usos del territorio ¨periurbano¨ alrededor de la ciudad de Quito. Existe, adicionalmente, una corriente antropológica que intenta descubrir en la ciudad colonial de Quito la impronta de una ciudad prehispánica anterior, inca o incluso preincaica, una “urbe milenaria”14. Si bien esta última matriz analítica se remite a una organización andina del espacio, dual o cuadripartito, tiende a limitarse a lo que en inglés se denomina el “built up space” o a un ámbito urbano construido, más que a la generalidad del espacio circunadante. Existe, es verdad, un estudio sobre los “paisajes forestales” realizado por Fernando Hidalgo que se enfoca en el “monte” de Uyumbicho durante la Colonia, un territorio “salvaje” de bosque primario andino, pero este se encontraba más allá de la periferia inmediata de Quito15.
En el ámbito de la historiografía colonial latinoamericana, la formación del paisaje en los alrededores de los centros urbanos también ha sido opacada por los estudios de urbanismo. Existen magníficas visiones panorámicas de la producción del espacio urbano, como el texto colectivo de Zawisza, Lluberas y Durston, entre otros16, y contamos también con análisis más recientes de la formación de ciudades coloniales específicas como Puebla17, Cuzco18 y Bogotá19. Si bien estos planteamientos aluden a los ejidos y su papel como límites de los núcleos urbanos y refieren su vínculo con la gobernanza municipal, no profundizan en su manejo, transformaciones o significados, ni tampoco en su carácter de espacios de transición.
1. Periodización y fuentes
Para analizar la configuración del espacio de Añaquito a través de las estrategias mencionadas, nos enfocamos en las primeras décadas de la formación de Quito colonial y la construcción de su paisaje aledaño, entre 1534 y 1575. Se trata de un momento apto para el análisis de la producción del territorio porque en ese intervalo la incipiente colonización española moldeó el paisaje de Añaquito en un intento por adecuarlo a los ideales agropastoriles de la Península, al mismo tiempo que se definía el núcleo urbano. Es también el periodo de la primera evangelización, a cargo de distintas órdenes religiosas, lo que implicó la instalación de una serie de hitos cristianizados y dispositivos de control en el espacio. Entonces se fueron generando, asimismo, memorias, que imaginaban retrospectivamente un paisaje prehispánico, cuyas jurisdicciones ameritaban algún reconocimiento jurídico o de facto.
Las fuentes que utilizamos para el análisis de la planicie de Añaquito son producto de las instancias de poder colonial, especialmente municipal, pero también del Consejo de Indias y de la Audiencia de Quito (1564). Por fortuna, Quito posee una de las series más completas de actas de Cabildo y cartas del rey o del Consejo de Indias al Cabildo. Se han conservado -con algunos vacíos- las actas entre 1534 y 1547, que abarcan el Libro Primero de Cabildos (1534-153820 y 1539-154321) y el Libro Segundo (1544-154722). Estos documentos fueron ordenados, transcritos y publicados y hoy hacen parte, a su vez, de algunos repositorios digitales. Las cartas u oficios al Cabildo de Quito por el rey23, a su vez, llenan un vacío en los documentos, que corre desde 1552 hasta 1568. Esta correspondencia trata asuntos directamente relacionados con la gobernanza de Quito. Para el periodo 1568-1573 existen relaciones geográficas24.
Además de trabajar en la reinterpretación de documentos transcritos y publicados, queremos analizar también fuentes manuscritas que han sido poco utilizadas por otros historiadores. Por ello realizamos una búsqueda de documentos pertinentes en el Archivo General de Indias (agi), tanto a través del Portal de Archivos Españoles (pares), como en el agi en Sevilla, que nos permitió encontrar fuentes pertinentes. La investigación arrojó dos expedientes en torno a disputas de tierras, tributos y jurisdicciones religiosas que involucraban directamente lugares, poblaciones o personajes de Añaquito25.
En el presente artículo, analizamos en primer lugar cómo la gobernanza municipal delimitó y marcó el espacio dividiéndolo en zonas agrícolas y pastoriles diferenciadas. La segunda sección aborda la forma en la que las alianzas con autoridades indígenas generaron un conjunto de lugares de la memoria. Finalmente, analizamos cómo la evangelización supuso distintos momentos en la configuración del espacio a través de la instalación de hitos cristianos y en relación con lugares de culto prehispánicos. A través del esclarecimiento de estas intervenciones por parte del poder colonial, damos cuenta de la producción del espacio de Añaquito en la temprana época colonial (1534-1575).
2. La república urbana y el paisaje de Añaquito
Sebastián de Benalcázar tomó control de lo que hoy es la meseta quiteña a fines de 1534, con unos doscientos conquistadores y un número indeterminado de aliados indígenas, especialmente cañaris. Varias autoridades incas y autóctonas se plegaron a los conquistadores, ayudando en la “pacificación y conquista” de la provincia de Quito. Otros como Rumiñahui o Quimbalinga, considerados “caciques sospechosos” porque no divulgaron secretos sobre dónde estaban el “oro y plata”, fueron ejecutados públicamente26.
En aquel contexto, los conquistadores iniciaron una ocupación y significación del espacio, que abarcó la traza urbana y la conformación de un paisaje agropastoril anexo. A través del Cabildo, los vecinos de la nueva villa intentaron configurar un espacio prototípico de la república urbana, si bien tuvieron que adaptarse a los contornos previos de la distribución del espacio. Estos contornos, en parte, eran producto de la ocupación incaica del espacio (c.1470-1533). No obstante, el Cabildo nolos reconocía como tales, acaso porque pretendía hacer caso omiso de la reciente presencia inca para aumentar su margen de maniobra sobre el territorio que buscaba apropiarse. Como veremos, no fue hasta las décadas de 1550 y 1560 que la memoria de un paisaje previo, especialmente aquella de la presencia inca, se agudizó entre las élites hispanas en Quito y en la gobernanza colonial, como correlato de una mayor dependencia ante las autoridades indígenas requeridas para movilizar a la población subyugada.
Benalcázar como capitán delegado del gobernador Francisco Pizarro, convocó al Cabildo con sus funcionarios -los alcaldes y regidores- nombrados anteriormente, desde Riobamba, por Diego de Almagro27. Se trataba de ese autogobierno urbano que, como ha advertido Sabine MacCormack, contaba con una larga trayectoria en el Mediterráneo, clásica, medieval y renacentista, que ahora se desplegaba en un contexto a la vez imperial y de colonialismo de ultramar28. Así, el Cabildo debía, según fórmula pronunciada en un acta de junio de 1535, actuar al “seruyçio de dyos e de su magestad e byen e pro comund desta villa”29.
Juntamente con la asignación de solares, en 1535 el Cabildo de la villa de Quito abordó la demarcación de los espacios y usos del territorio periurbano. Entonces se formaron amplios campos comunes para el pastoreo de animales domésticos. Ambos actos fundacionales -la traza de la ciudad y la demarcación de los ejidos- eran claves para el establecimiento de la república urbana. El damero constituía la materialización de una comunidad política ordenada, sujeta a leyes, regida por la justicia, “virtuosa” y orientada hacia el bien público. En el vocabulario del antiguo mundo mediterráneo, el espacio físico correspondía a la urbs, complemento de la comunidad política, la civitas o reunión de vecinos30. Un uso cercano a esta fórmula clásica en los Libros de Cabildos quiteños era la “república de cada ciudad”31. El ejido, a su vez, constituía un bien público, que servía para sustentación de la urbe y encarnaba ese fin ulterior que perseguía la república que era el bienestar común. Este espacio era el primer anillo o círculo concéntrico del “terrazgo” o territorio que se irradiaba más allá del polo del damero. Alrededor de dichos ejidos se repartieron estancias y también sementeras para los repartimientos de indios, cuyo referente fue lo hecho en Nueva Castilla y Nicaragua32.
Según la tradición urbana mediterránea, las ciudades debían emplazarse en un medio físico con condiciones propicias para su supervivencia y el bien vivir33. Entre estas condiciones -codificadas por el clérigo Sánchez de Arévalo, a mediados del siglo xv-, estaban la abundancia de agua y “montes” para leña, un clima templado con vientos purificadores y luz solar suficientes, tierras fértiles y para el pastoreo34. El paisaje de Añaquito, juntamente con el que se extendía hacia el sur de la meseta de Quito en Turubamba, cumplía con tales requisitos. Como señaló el cronista español Pedro Cieza de León, quien recorrió el antiguo territorio del imperio Inca en la década de 1540, la “disposición” de la tierra a los alrededores de Quito era “alegre” y su vegetación se asemejaba a la española; el clima era templado y los campos fértiles; los “mantenimientos” eran abundantes y con el tiempo se darían los cultivos que existían en España. Los abundantes pastos, rodeados del agua del complejo lacustre, aseguraban los alimentos necesarios para el consumo de la ciudad La abundancia de luz al amanecer, a su vez, se reconoció en la denominación de la ladera oriental del Pichincha como la “solana” o lugar soleado35.
Casi todas las descripciones tempranas de la ciudad y sus alrededores fueron filtradas por la mirada del paisaje establecida por Sánchez de Arévalo. Ese tamiz estableció tanto el marco de sentidos de lo que se consideraba paisaje, como lo que la mirada era capaz de ver en él. Juan de Matienzo, jurista y funcionario real en Perú entre 1559 y 1579, corroboró esta descripción de los alrededores de Quito, destacando su “alegre disposición”, abundancia de “yerba”, clima templado y semejanza al paisaje español. En línea con su valoración de esta ciudad y su territorio aledaño, Matienzo indicó que la meseta de Quito estaba “debajo del alma”. Esta alusión figurativa hizo referencia a un espacio privilegiado, fértil y templado, próximo a la línea equinoccial, que conformaría el centro geográfico y por tanto alma del cuerpo planetario36. La tradición de reflexión sobre las ciudades a la que pertenecía Sánchez de Arévalo también tomaba en cuenta la conjugación de astros celestes bajo la cual se emplazaba una ciudad. No debe sorprender que Jodoko Ricke, quien encabezaba la presencia franciscana en las primeras décadas de la ciudad y era un conocido astrólogo, mencionara en su diario los solsticios que marcaban las épocas de cosecha en Quito37.
El establecimiento de los ejidos figuró en la primera acta que se elaboró cuando Benalcázar estaba ya en Quito, el 6 de diciembre de 1534. La misma registra que se convocó a los alcaldes y regidores y simultáneamente se ordenó el señalamiento de los “solares y exidos y lymites a la dicha villa”38. El 25 de enero de 1535, el Cabildo procedió a señalar “por exidos desta billa” hacia el norte, es decir en dirección a Añaquito, el ejido que debía correr desde “los arquillos que están en salyendo desta villa” hasta la “postrera laguna”, que bordeaba el tambo inca y pueblo probablemente autóctono de Cotocollao; y “desde el çerro a manderecha hasta el camyno de man yzquierda”39. El enigmático hito de “arquillos” correspondía a las curvas (“dos o tres vueltas”) que había en el camino más allá de los “muros” o límites de la ciudad40. La definición de “arquillo” como curva se infiere de una referencia al “arco” en el ejido de Turubamba, que conectaba el tramo de camino que corría desde el “monte” de Uyumbicho al camino de San Francisco en la ladera sur del Pichincha41. El propósito del ejido era albergar las “yeguas” y “otras bestias” (bueyes, vacas, puercos) de los vecinos y naturales42.
Cinco meses más tarde, se dispuso el trazado de un segundo círculo concéntrico o anillo agropastoril “periurbano”, con estancias a la “rredonda desta villa”43, asignadas según los méritos (o contribución a la conquista) de los vecinos españoles. Así, los comunes y la tenencia privada concretada en las estancias se conjugaban y, en teoría, ambos se orientaban al bien común. A través de sus bienes, provistos por el Cabildo, los vecinos debían ayudar a sustentar la villa44. Los repartimientos de indios traídos por los conquistadores o previamente arraigados en la meseta de Quito debían, igualmente, contribuir al mantenimiento de la villa y no solo al enriquecimiento particular de sus beneficiarios45. Por ello se prohibía que los tenedores de repartimientos saquen a los indígenas de Quito sin el consentimiento del Cabildo46. Lo último indica que sobre todo debía salvaguardarse el bienestar de la república.
La entrega de estancias a beneficiarios arrancó en Añaquito y un poco más al norte, en Cotocollao y Pomasqui, el 18 junio de 1535; y continuó hasta el 22 de julio de ese año. Las asignaciones de estancias a los vecinos de Quito, en teoría, eran reducidas, y su extensión se establecía midiendo el “largor de la plaça desta dicha villa”47. No obstante, el reparto estaba muy diferenciado respecto al rango o papel del vecino en la conquista y podía extenderse a un “largor” de una legua. Aunque en principio se reconocían los derechos indígenas sobre el territorio, algunas veces en la práctica se asumió una virtual tabula rasa, una inexistencia previa de derechos firmes sobre el territorio. Aun así, la tenencia indígena de las tierras alrededor de los asentamientos nativos se respetaba en alguna medida, como medio para el sustento de los “naturales”. Igualmente en el momento del reparto de estancias, el Cabildo reconocía la existencia de varios hitos preexistentes (prehispánicos), como edificaciones, poblados y entierros. Aun así, a estos contornos no se les atribuía un origen incaico o preincaico, simplemente eran presencias en el horizonte.
Las tierras con las que comenzó el reparto de estancias, evidentemente, fueron consideradas valiosas por los conquistadores, quienes, sin duda, se sintieron atraídos por sus suelos volcánicos, bañados por riachuelos que descendían de los cerros circundantes: Pichincha, Casitagua y Pululahua. Por lo menos una parte de esta zona de reparto fue designada como el “regadío de Pomasqui” que estaba al borde del “çerro gordo”, seguramente el volcán Casitagua48. La historiografía ha visto al regadío de Pomasqui como un legado incaico que subsistió en la colonia. La tesis del origen incaico del regadío se confirma con una referencia del Libro Primero de Cabildos a una “açequya” [acequia] que “sale de los tanbos”49. Dado que estos últimos indican la presencia inca, entendemos que se trata de una obra de infraestructura incaica. No obstante, en la tradición urbanística y rural medieval española, los regadíos -en muchos casos de origen árabe- eran comunes en el espacio “periurbano” y estaban dedicados a huertos donde se cultivaban frutos y vegetales de manera intensiva50. No debe sorprender que el regadío de Pomasqui se dedicara, con el tiempo, precisamente al cultivo de “frutas y legumbres”51. De esta manera, si bien hubo una zona de agricultura de riego incaico en Pomasqui, esta fue reconstituida materialmente y en el imaginario en un regadío hispánico.
La asignación de estancias procedió rápidamente. A Francisco Pizarro como gobernador, aunque ausente, se le asignó la primera estancia en el norte de la meseta, la misma que estaba bordeada por un arroyo que nutría el regadío. Ese predio era mucho más extenso que una plaza, ya que corría desde Cotocollao hasta el regadío de Pomasqui. Cerca de la estancia del gobernador había “enterramyentos” indígenas, un hito del paisaje que los conquistadores seguramente saquearon en búsqueda de tesoros52. A Benalcázar se le asignó una estancia que colindaba con la de Pizarro y se extendía hacia Cotocollao; este hito había sido un tambo incaico y un poblado (llacta) autóctono, regido por un cacique epónimo de nombre Cotocollao. En ambos casos, dichos hitos no solo fueron reconocidos, sino que siguieron funcionando bajo el nuevo régimen colonial. Muy cerca estaban los “rranchos” que tenían “çiertos yndios cañares”53, del capitán Benalcázar54. Otra estancia que se repartió en esa cesión fue adjudicada al vecino Isidro de Tapia. Se ubicaba en la ladera de la “syerra grande” por donde “deçiende el lagua hasta la primera quebrada”; es decir, la quebrada del río en el Pichincha que desembocaba en la laguna de Añaquito. Ahí había en ese momento “edefiçios de tanvos e bohios” en el lugar “que se dize yñaquito”55. Un poco más tarde, cuando asignaron estancias en ese lugar a los vecinos Juan Díaz de las Cumbres y Francisco Londoño se habló de los “paredones” existentes56. Si bien esa zona había sido ocupada durante miles de años por etnias autóctonas, las referencias a “tanvos” y “paredones” son consistentes con un complejo incaico que quizá hubiera estado en ruinas en la posconquista, o “deshecho”, en el vocabulario de los Libros de Cabildos57.
El amojonamiento del paisaje, a su vez, sirvió para la construcción de un espacio agropastoril. En enero de 1537 se asignaron unas 50 suertes y estancias adicionales en el corredor que iba desde la laguna de Añaquito a Pomasqui58, cuyas extensiones se estandarizaban a través de la mensura realizada, con sus cordeles, por el “aderife”59. Luego se demarcaron con mojones, que eran estacas colocadas para este propósito o árboles, alisos o sauces, designados como señales. Las 50 suertes que se conformaron en el regadío de Pomasqui estaban delimitadas con señales “para que cada vn vezino sepa lo que le cabe”60 y se evitara la discordia, lo que subrayaba el ideal del bien común. Se trataba de un espacio medible, que poco después se convirtió en mercancía, cuando se asignaron precios a los predios. Ontológicamente, el espacio era visto como un conjunto de recursos subordinados a un orden natural moral en el que la ciudad era un espacio de convivencia virtuosa orientada al bien común.
La interdependencia de predios comunes y de tenencia particular en los ideales urbanísticos y agropastoriles españoles se desprende del hecho de que el mismo día 18 de junio de 1535 se asignaron valiosas estancias como también “pastos del oblygado e obligados”61, es decir aquellos conferidos a proveedores monopólicos que aseguraban la dotación de carne para la carnicería de la ciudad. Estos pastos estaban ubicados más allá de la laguna Postrera y constituían un tercer anillo agropastoril al borde del ejido y las estancias.
El manejo de la planicie por el Cabildo requería también mantener el camino real que cruzaba la planicie en dirección sur-norte. Aunque se trataba del Capac Ñan incaico los cabildantes lo rebautizaron como “camino real” con referencia al monarca español. Como se trataba de la vía principal ordenaron su “adobamiento”, lo que quería decir restaurar su superficie, no se sabe si con piedra o adobe62. A los beneficiarios de repartimientos de indígenas les correspondía movilizar cuadrillas para la reparación de la vía. La administración de las lagunas que nutrían al ejido también estaba a cargo del Cabildo. La “grande laguna” de Añaquito se “cebaba”63 de un arroyo que bajaba de una quebrada en el Pichincha y su desaguadero era un riachuelo que descendía hacia el río Machángara. Según la relación geográfica anónima, a “media legua de la ciudad de Quito hay una laguna que tendrá un cuarto de legua de boxo [perímetro]”64. El camino real bordeaba la orilla occidental de la lagunade Añaquito. Para 1549, surgió entre el Cabildo la preocupación de que la laguna se estuviera secando, lo que era grave, pues servía de abrevadero para el ganado. Por ello se propuso bloquear su flujo hacia el desaguadero, “para que se rrecoxa a ley el agua e se faga el alaguna que solya”65.
Las tensiones entre los usos complementarios de los predios comunes y de tenencia individual de la zona periurbana y qué instancia tenía derecho a proveer tierras en ese espacio se ventilaron en un pleito entre 1568 y 1573. En 1568, el fiscal de la Audiencia, Pedro de Hinojosa, presentó un alegato, supuestamente sustentado en la “ley de Toledo”, en torno a un aparente reparto ilícito de tierras pertenecientes al ejido de Añaquito que hiciera Hernán Santillán, primer presidente de la Audiencia de Quito. El reparto fue defendido por Antonio Morán, uno de los beneficiarios. Según Hinojosa, Santillán había repartido 30 suertes a sus “allegados” y “paniaguados”, incluyendo a su yerno, Lorenzo de Vargas, en una zona que pertenecía al “ejido concejil e público y pasto común” de Añaquito y estaba destinado al uso como “avrebadero” por la existencia de la laguna y el desaguadero. Ello no solo contradecía la ley de Toledo de 1480, que defendía los terrenos comunes de los municipios y exigía la reversión de tierras que habían sido sustraídas de los ejidos, sino que ponía presuntamente en riesgo la provisión de carne para la ciudad, pues reducía el área de los pastos públicos. Hinojosa resumió el conflicto concluyendo que Santillán y los beneficiarios del reparto tenían “más consideración a su interés que no respecto a la cosa pública”66.
Entre líneas estaba presente la incertidumbre sobre si la recientemente instituida Real Audiencia de Quito (1563) o el Cabildo tenían el derecho a distribuir las tierras “periurbanas”. Hinojosa enfatizaba que el reparto abusivo había sido obra del presidente de la Audiencia, suponiendo que esta era una facultad que aún residía en el Cabildo. La “parte contraria” insistió en que se había respetado la decisión del cabildo en 1535 de reservar el área entre el camino real y las laderas del volcán para estancias, y que había sido el Cabildo, con aprobación de la Audiencia, el que había provisto las suertes. Aparte de tratar aspectos de la gobernanza de las tierras “periurbanas”, en este caso los testimonios esclarecen cómo se moldeó el paisaje físico en esas primeras décadas de la posconquista. Las treinta suertes que se habían asignado en las laderas en la década 1560 se habían cercado, creando “tapias” casi continuas de unos cinco kilómetros a lo largo del camino real. En muchos casos se habían construido casas y abierto calles entre las estancias, extendiendo la ciudad hacia Añaquito. Estas tierras se dedicaban mayormente a sementeras de maíz más que al pastoreo del ganado; su asignación para este fin seguramente contribuyó a la progresiva disminución de la laguna denunciada por el Cabildo.
3. Las memorias hibridas de Añaquito
Como indicamos anteriormente, el Cabildo inicialmente casi nunca se refería a un “señorío” o imperio incaico que hubiera ocupado el territorio de Quito y sus alrededores. El Capac Ñan, por ejemplo, se convirtió inmediatamente en el “camino real” asociado al rey de España. Los “tamvos”, tampoco fueron reconocidos por el Cabildo como edificaciones incas. Estas eran estaciones al borde del camino del Inca que abastecían a los ejércitos y funcionarios en tránsito. Si bien algunos de estos se siguieron utilizando después de 1534, se designaban como meros hitos en el paisaje, pero no como engranajes de una infraestructura prexistente de dominación incaica. Solo hay dos referencias a los “ingas”67 y una a Huayna Capac68 en el Libro Primero de Cabildos que abarca los años 1534-1538. Tal negación del pasado incaico seguramente les generaba a los conquistadores un mayor sentido de dominio y margen de maniobra para imponer cambios que les eran convenientes, especialmente la desposesión de recursos.
No obstante, desde 1550 la negación dio paso a una memoria más aguda y profunda del pasado prehispánico en la gobernanza colonial en Quito. Muchos hechos sociales o hitos geográficos -como caminos, lagunas y asentamientos- se comenzaron a asociar explícitamente con actos incaicos de gobierno. Tal instrumentalización de la memoria tuvo que ver con un mayor reconocimiento de autoridades indígenas, fueran estas descendientes de linajes dinásticos incas, mitimas o autóctonos69. Ello contrastaba con las vagas referencias a “los caciques” que servían a uno u otro conquistador en los “repartimientos”. El único cacique aliado nombrado en el Libro Primero de Cabildos que abarca los años 1534-38 fue Collaços (probablemente Collaguazo) que tenía “sus bohios” en una parte de la zona de Pomasqui70.
Se destacan varios hitos en la formalización de un esquema de altas autoridades indígenas subordinadas al entramado de gobernanza colonial. A principios de la década de 1550, se intensificó la estrategia franciscana de concentrar a jóvenes nobles indígenas en el convento mayor, específicamente en el colegio de San Andrés, en Quito. Los hijos de las dinastías indígenas que recibieron una educación conventual (aprendizaje del español, oficios y artes y catequesis) fueron formados para asumir el papel de intermediarios. Diego Figueroa de Caxamarca, curaca de los mitimaes wayakuntus, procedentes del noroeste del Perú, por ejemplo, se “recogió” en el convento en 155471. Tras haber asimilado los saberes impartidos por la pedagogía franciscana fue nombrado “preceptor” del colegio de San Andrés y luego alcalde de la doctrina adscrita al mismo colegio72. Como alcalde debía garantizar la asistencia a la doctrina de unos “doscientos naturales”73, muchos pertenecientes a los linajes dinásticos incaicos, mitimaes y locales, que fijaron su residencia cerca del convento de San Francisco, en cuyos alrededores enterraban a sus muertos74.
Al mismo tiempo, en 1554 el regidor de Quito Francisco Ruiz nombró a Mateo Pangue Inca como alguacil mayor de los naturales, cargo que fue ratificado en 1557 por el gobernador Gil Ramírez Dávalos cuando llegó a Quito desde Cuzco. Según la provisión de este último, como descendiente de Capac Yupangue, un prominente “capitán” de Huayna Capac, Mateo Panque Inca debía asegurar la conversión de los naturales “haciéndolos juntar e ir a la doctrina”75. El mismo año, Ramírez Davalos reconoció a uno de los hijos de Atahualpa, Francisco Atabalipa, como descendiente dinástico incaico, “señor natural que fue de estos dichos reinos”76. Entonces emitió una provisión premiando al conquistador Esteban Petrel, yerno de Francisco Atabalipa y esposo de Isabel Atabalipa, con una renta de seiscientos pesos. Otra providencia de Ramírez Dávalos ordenó a los indígenas de Otavalo, que en el “tiempo del Inca” habían servido en los tambos, a seguir haciéndolo. El término “tiempo del inca” era una categoría jurídica colonial asociada a un derecho consuetudinario que legitimaba derechos y obligaciones supuestamente heredadas de la época prehispánica77.
Tales derechos y obligaciones atribuidos al “tiempo del inca” tendían a reforzar la dominación colonial. Es decir, las autoridades coloniales instrumentalizaban jurisdicciones supuestamente prehispánicas e instituciones tradicionales como la mita para fines coloniales. Esta instrumentalización del pasado moldeó la manera en la que se imaginó el paisaje de Añaquito, no solo como un terrazgo agropastoril, expresión de la república urbana, sino como un espacio de lugares de memorias remotas. Estas se dejan entrever sobre todo en el pleito, ya referido, en torno a los límites del ejido, que enfrentó al fiscal de la Audiencia, Pedro Hinojosa, quien asumió el cargo en 156578, con poderosos estancieros que se apropiaron de la ladera del Pichincha hasta el camino real. En dicho pleito, entre 1566 y 1573, varias autoridades indígenas, como también estancieros españoles recordaron hitos geográficos y hechos sociales del “tiempo del inca”. Los testigos en el pleito fueron interrogados sobre la ruta por dónde había pasado en 1535 el camino real que debía ser el lindero entre el ejido y la zona de las estancias. Había dos opciones según el cuestionario: o el curso del camino real en 1535 era idéntico al que existía en el momento del pleito, y pasaba de sur a norte por la mitad de la planicie, o había correspondido a un sendero anterior que surcaba por la ladera del Pichincha.
Diego de Escobar, un antiguo vecino de Quito, no dudó en señalar que en 1535 el camino real era el mismo que en la actualidad (1568) y que cursaba el “camino de Hauyna Capac” en dirección al “tambo” de Cotocollao. Escobar adicionalmente indicó que a la salida de la ciudad existía un “cercado” de “Hauyna Capac”. Esta última referencia, poco conocida en la historiografía, coincide con los “tamvos” y “paredones” que persistían, en ruinas, en el asentamiento de Añaquito en 1535. La diferencia es que, como en el caso del camino real, en 1568 se los asociaba explícitamente con los incas. Mateo Pangue, en ese entonces alguacil mayor de los naturales de Quito, y poseedor de una estancia en Añaquito, fue uno de los testigos claves para esclarecer la ruta del disputado camino para 1535 y “mucho antes”, estableciendo que se trataba de la vía que atravesaba Añaquito y continuaba hacia Cotocollao. Se esperaba que él hubiera de ser, como descendiente de la nobleza inca, depositario de memorias remotas. Mateo Pangue avaló que el camino real de1568 era el mismo que había sido trazado en el “tiempo de Topa Inga Yupangue” (c. 1471-1493) que “fue padre de Guaytaba” (Huayna Capac, c. 1493-1525). Orgulloso de poseer un saber especializado que resultaba funcional para la gobernanza española, Mateo Yupanqui agregó que en el Cuzco se “tiene plactica” que “se viene por este camino” (a Quito)79. En un juicio anterior, Mateo Pangue había demostrado su utilidad de la misma manera al certificar que Juan Chacha (un indígena chachapoya) había sido traído a Quito desde Chachapoyas por Rumiñahui80.
Otra autoridad indígena que fungió de testigo sobre aquello que había existido “mucho antes” de 1535 fue Sancho Hacho, cacique autóctono (o llactayo) de Latacunga. Sancho Hacho había sido confirmado en su cargo por los monarcas incas y actuó después como aliado de los conquistadores, sobre todo en expediciones militares a las zonas bajas alrededor de Quito en la década de 155081. Él también avaló que el camino real de 1568 era el que “se había andado” desde el “tiempo de Atabalipa ynga” (c. 1525-1533), “señor que fue desta tierra”82. A su vez, Juan, cacique de Cotocollao, afirmó que el “camino real por donde ahora se anda” era el mismo que existía en el “tiempo del inca”. Antes de los incas, en cambio, se utilizaba el “camino de arriba”, seguramente uno asociado a la etnia yumbo, que los pueblos de las zonas bajas usaban para su comercio con la sierra. Según Juan, en el “tiempo de Guaynacaba” (c. 1493-1525), había en el ejido de Añaquito muchas “chacras” de indígenas que vinieron con Guaynacaba y esa zona pasó a ser una “sabana” poblada por “perdices, venados y conejos” con la conquista española83.
Las relaciones geográficas de la década de 1570 ofrecen pistas adicionales sobre la construcción de memorias en torno a la planicie de Añaquito. Estas pesquisas estaban destinadas a asegurar el buen gobierno de los territorios colonizados. Se les preguntaba a los funcionarios que debían remitir información al Consejo de Indias, cuáles eran los reinos y señoríos que hubo en cada provincia y la religión y adoración que tenían84. En la relación anónima de 1573, por ejemplo, se afirmaba que los caciques, capitanes e indios “obedescian a Guaynacaba”, a quien tributaban85.
Las memorias referentes a la época prehispánica asociadas a Añaquito en estas fuentes se referían sobre todo a la laguna. Estos recuerdos figuran en la relación geográfica de Pedro Rodríguez de Aguayo, de 1573. En línea con la lógica de atribución de instituciones o hitos físicos del paisaje a actos de gobierno incaicos, Rodríguez de Aguayo catalogaba a la laguna de Añaquito como un lago artificial, creado por el Inca Huayna Capac: “Hay en este dicho campo de Añaquito una grande laguna que hizo Guanacapa (Guainacapac) para su recreación de caza de patos y de garzas y otras aves”86. Aparte de considerar a la figura del Inca como un artífice, un virtual demiurgo, de hitos físicos y sucesos institucionales, Rodríguez de Aguayo se imaginaba a la laguna como un espacio de recreo, una suerte de coto de caza real o nobiliario, como los que existían a las afueras de las ciudades en España y que supuestamente ofrecían un descanso de las onerosas obligaciones de gobernar.
Se trataba claramente de una geografía retrospectiva fuertemente mediada por el imaginario español, ya que la laguna no era artificial87 y su asociación con la caza y la recreación empataba con las expectativas españolas en torno al poder y sus usos del espacio. Como rezaban las Ordinaciones de la casa real de Aragón (c. 1543): “parece que no hay que reprender si después de muchos y sobrados trabajos que tomamos para la conservación y aumento de la república buscamos algún bueno y honesto ejercicio [la caza] […] para que nuestro ánimo tome algún rato de recreación”88.
4. Religión y paisaje
Las intervenciones religiosas de la colonización sobre el paisaje también reconfiguraron el territorio de Añaquito, aunque sin borrar completamente los contornos y sentidos preexistentes. Al igual que la gobernanza o la organización del espacio productivo, la cristianización se proyectó en el paisaje, especialmente con itinerarios reconstituidos que se cruzaban, coincidían y convergían en relación con el paisaje sagrado prehispánico89.
En los años que siguieron a la conquista, mientras la traza urbana iba tomando forma y su poder ordenador y simbólico se extendía hacia los espacios adyacentes, las fuentes que hacen referencia a Añaquito ciñen sus descripciones a las condiciones del espacio físico que eran propicias para la república urbana. Quedaron excluidas, hasta cerca de 1550, las referencias a las formas de ocupación previa del territorio. No obstante, hacia fines de la década de 1560 se comenzó a prestar atención a los sentidos sagrados previos del paisaje. No es casual que solo en la década de 1580 aparezcan nombres indígenas de los cerros (Pichincha e Ilinizas)90, antes denominados de manera genérica como “sierra grande” o “gorda”. Salvo mínimas menciones de hitos a los que ya hemos aludido, la meseta de Quito se presentaba en un primer momento ante la mirada de los conquistadores como un espacio virtualmente vacío, ideal para una urbanización que instalaría ex nihilo el bien común y la policía en lo temporal y en lo espiritual. Sin embargo, no se trataba de un territorio simbólicamente vacío, sino de uno vaciado por una mirada que, en su gesto de manipulación del entorno, invisibilizaba la existencia de sentidos sagrados previos.
Añaquito en la época prehispánica era un territorio asociado a los sentidos sagrados de las montañas circundantes. La referencia más directa a la existencia de guacas y lugares sagrados alrededor de Quito es la de Cristóbal de Albornoz en su “Instrucción para descubrir todas las Guacas del Pirú y sus camayocs y haciendas” escrito alrededor de 158091. Allí identifica al volcán Pichincha como guaca principal o pacarina, es decir huaca de origen. Además del Pichincha, hay restos de una plataforma en el cerro Catequilla, considerada, según algunos autores, una de las principales huacas de la expansión Inca92. El culto a Catequilla se originó en el noroeste del actual Perú y se asociaba sobre todo al rayo, illapa.
La visión religiosa andina prehispánica mostraba una ontología animista, que percibía al cosmos habitado como un entramado de entidades vitales e interconectadas, dotadas de agencia en los mundos terrestre y celestial. Las montañas, quebradas, vertientes, caminos y encrucijadas naturales, las abundantes piedras volcánicas, los árboles y la luz vertical del sol que confluían en Añaquito eran venerados y constituían un paisaje sagrado alimentado con ofrendas y rituales. Estas intervenciones llegaron temporalmente hasta la expansión Inca; y persistieron, de manera oculta y reconfigurada, en las primeras décadas de la conquista española. Para la ontología de los conquistadores, en cambio, la naturaleza era un repositorio de recursos contables y una res extensa medible93.
Los años de la evangelización temprana tras la conquista española fueron, en los Andes, parte de un proyecto más amplio de transformación e instalación de un orden social y religioso en la vida cotidiana a través del urbanismo94. El establecimiento de los primeros repartimientos y doctrinas era crucial en ese proyecto, así como el de las ermitas y cruces a la entrada de las villas, siguiendo el modelo de las capillas medievales a las afueras de las ciudades. Se trataba de instalar el culto cristiano como si el territorio fuera “tierra de nadie”95, culturalmente virgen. Con relación a Añaquito, en el Libro Primero de Cabildos, en marzo de 1536, se hace referencia a una cruz que hay saliendo de la villa hacia Cotocollao junto a la “caba” (quebrada) que bajaba del Pichincha96. Por otras referencias conocemos que esta cruz se convirtió en el humilladero que recordaba la muerte del virrey Núñez de Vela y de otros españoles en las llamadas guerras civiles contra los encomenderos (1547)97. Por su parte, el humilladero pasó a ser una humilde ermita conocida como Santa Prisca que daría lugar a la actual parroquia homónima98. Este se refería a un espacio liminal entre un mundo un tanto salvaje y sin restricciones morales y el espacio civilizado y ético de la ciudad.
Hacía fines de la década de 1560, se dio un giro en la evangelización en los Andes asociado al Concilio de Trento (1545-1563). Fue el obispo Pedro de la Peña quien, en 1565, introdujo la agenda del Concilio de Trento en el contexto quiteño. Entre 1534 y 1565, la evangelización, fundamentalmente en manos de órdenes religiosas, no tuvo una política en relación con las “idolatrías” y tampoco una preocupación por conocer o destruir las religiones locales como parte de la estrategia de conversión99.
A pesar de la ausencia de referencias explícitas en los Libros de Cabildo a ocupaciones simbólicas previas, hay ciertas intervenciones y gestos sobre el paisaje en los que se puede identificar una relación de apropiación y antagonismo frente a un pasado simbólico prehispánico por parte del Cabildo. El paisaje de Añaquito estaba, como hemos visto, recogido a los pies del volcán Pichincha, el cerro Casitagua y el Catequilla por donde pasa la línea equinoccial. En la planicie están las dos lagunas, una de las cuales llega prácticamente hasta Cotocollao, asentamiento preinca e inca. Toda esa zona que limita la planicie de Añaquito al norte había sido largamente ocupada, además de ser un paisaje cargado de sentido para el pensamiento religioso andino, pero también para las inquietudes astronómicas de los recién llegados. Catequilla estaba relacionada no solo con el agua, sino con el rayo. No es casual que el nombre en quechua de Diego Cajamarca Figueroa, cacique de los mitmas wayakuntus en Quito, fuera Yllay, alusión a la luz intensa que acompañaba el rayo.
En el Libro Primero de Cabildos tan solo se hace una mención, en cuanto a lugares sagrados, a unos enterramientos. Como ocurre con otras referencias, esta alude a un hito asociado a la tenencia de la tierra, que permite señalar la ubicación de la estancia entregada al teniente de gobernador Diego de Tapia100. Ciertos datos indican la posible continuidad de usos y significados simbólicos prehispánicos. Por ejemplo, se utilizaban como mojones de las estancias sauces o alisos, los cuales probablemente habían sido hitos sagrados en la época prehispánica101. En la instrucción de Albornoz se afirma que entre los tipos de guacas “unos tenían piedras, otros fuentes y ríos, otros cuebas, otros animales y aves e otros géneros de árboles y de yerbas”102.
Fue la orden franciscana la que tuvo una mayor presencia en esta primera etapa. Según indicó Agustín Moreno con base en el diario de Ricke, hasta 1547 y sobre todo a las llamadas “guerras civiles” (1544-1547) entre conquistadores y la corona española, había muy pocos vecinos en Quito y solo tres franciscanos. Ello cambió a partir de 1548, cuando lograron llegar 17 frailes más a Quito, que se dedicaron a bautizar y reducir a los indios en las doctrinas de Pomasqui, San Antonio y Cotocollao. Estas doctrinas estaban consolidadas para la década de 1590, cuando la de Cotocollao contaba con ochocientos indios tributarios y la de Pomasqui con cuatrocientos103. Antes de las reducciones establecidas por el virrey Francisco de Toledo (1569-1581), que supusieron una intervención más radical sobre los asentamientos y una transformación drástica del paisaje, fue dominante el modelo de estas doctrinas, que se organizaban sobre asentamientos previos.
La creación temprana de doctrinas fue parte de la estrategia de gobernanza espiritual y temporal de la monarquía. Como habíamos señalado, el instalar la policía y lograr la conversión entre los naturales pasaba por reducirlos en pueblos y por establecer parroquias de indios en las ciudades de españoles104. En estos años tempranos, la evangelización y la conversión eran parte de un proyecto mayor, que buscaba impregnar, a través del urbanismo, los ritmos cotidianos, los rituales y los itinerarios espaciales del cuerpo, el orden social y la vida religiosa105.
El contexto de este programa era el de una Iglesia institucionalmente débil y con una infraestructura incipiente106. Mucho de lo actuado en esas primeras décadas tuvo que ver con la iniciativa de los pocos religiosos presentes. Tanto en la villa como en Añaquito, la iniciativa de evangelización la lideraban los franciscanos, con fray Jodoco Rique a la cabeza. Como se expuso antes, la educación de los hijos de los caciques de las parcialidades asentadas en el territorio fue una de las estrategias centrales de conversión y policía, como lo fue también la enseñanza de oficios. Junto a estas prácticas, los franciscanos impulsaron una apropiación sagrada del entorno. Las doctrinas de Cotocollao y Pomasqui siguieron el patrón andino, que sugiere una continuidad entre asentamientos incas o prehispánicos y centros tempranos de evangelización.
La interpretación espacial de este temprano trabajo pastoral permite mirar más allá de los memoriales eclesiásticos y de los textos prescriptivos. No se trató tanto de un esfuerzo de erradicación y reemplazo, cuanto de una asociación espacial de lugares sagrados y significativos. La sierra grande, que es el Pichincha, los cerros de Casitagua y Catequilla, las lagunas y el territorio fértil de Añaquito conformaban un paisaje sagrado que amparó asentamientos que llegaron hasta la expansión de los Incas. Las doctrinas de Cotocollao, Pomasqui y San Antonio, así como el regadío de Pomasqui están a los pies de dichos cerros y eran parcialidades (llactas) antes de la llegada de los españoles. Su conversión en doctrinas sugiere una continuidad y asociación de lo sagrado antes que una radical extirpación.
Con la cédula de 1564, mediante la cual Felipe ii ordenó que se cumpliese lo provisto por el Concilio de Trento en sus reinos, la mirada sobre el pensamiento religioso andino empezó a transformarse y con ella también la interpretación del espacio y el paisaje. A propósito del primer sínodo de Quito, convocado para 1570 por el obispo Pedro de la Peña, en 1569 se hizo una encuesta a los doctrineros sobre las supersticiones e idolatrías de los indios, que se complementó con la información recogida por el misionero Lope de Atienza. A partir de ese momento, la intervención sobre el paisaje desde de la memoria recuperada de sus sentidos sagrados se volvió explícita: “Mandamos poner cruces a las entradas de los pueblos [...] y también en las muchas guacas y adoratorios”107.
Conclusiones
En este artículo analizamos la producción del paisaje periurbano de Añaquito, a las afueras de la incipiente ciudad colonial de Quito, como resultado de distintas estrategias de control y gobierno coloniales. En este espacio se demarcaron un ejido y otras zonas agropastoriles diferenciadas, como el anillo de estancias, el regadío y las tierras para el obligado (proveedor de ganado para la carnicería). Esta demarcación del territorio estaba estrechamente articulada con la visión de una república urbana orientada hacia el bien común que requería pastos colectivos, la provisión de bienes considerados necesarios para el bienestar (como carne) y la fijación de un espacio medible y contable. Asimismo, la colonización involucró alianzas estratégicas con autoridades indígenas que suscitaron recuerdos de antiguas jurisdicciones, lugares de la memoria que marcaban el territorio de Añaquito. A su vez, en un primer momento de la historia hispánica de esta zona periurbana, la cristianización condujo a una invisibilización de los sentidos sagrados prehispánicos y a una gobernanza espiritual del territorio, seguida en el tiempo por una estrategia más agresiva de confrontación con los hitos y sentidos de origen prehispánico.
El análisis realizado en el presente artículo sobre la producción del espacio de Añaquito en las primeras décadas de la época colonial llena vacíos conceptuales y empíricos en torno a la comprensión de la periferia inmediata de la ciudad de Quito y brinda elementos para entender espacios similares en otras ciudades coloniales. El concepto de lo periurbano resulta clave para la historia urbana colonial en general, ya que permite matizar la oposición binaria urbano/rural. Asimismo, la identificación de dinámicas específicas que configuraron el paisaje de Añaquito, como fueron la gobernanza municipal, las alianzas entre autoridades españolas e indígenas y la evangelización, ofrece pistas para comprender la construcción de los paisajes de los alrededores de otras urbes coloniales.