Introducción
José Ballivián (1841-1847) accedió al poder tras las presidencias de Antonio José de Sucre (1825-1828), José María Pérez de Urdininea (1828), Pedro Blanco (1828), Andrés de Santa Cruz (1829-1839) y José Miguel de Velasco (1839-1841), en un contexto temporal en el que los formatos republicanos de gobierno y las fronteras entre países limítrofes estaban sujetas a una controvertida demanda de redefinición. Pese a que Ballivián participó en la Revolución Restauradora de 1839 que puso fin a la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), su oposición subversiva a la presidencia provisional de Velasco y a la acción legislativa de los congresos constituyentes de 1839 y 1840 le condujo al exilio. Fue la invasión peruana de Bolivia la que posibilitó que los seguidores de Santa Cruz y los correligionarios del Partido Velasquista pactaran una unidad patriótica en torno al liderazgo militar ballivianista. En 1841, después del triunfo boliviano en la batalla de Ingavi sobre las fuerzas peruanas lideradas por el general Agustín Gamarra, Ballivián vio refrendada su autoridad frente al resto de fuerzas políticas. Tras un gobierno marcado por un espíritu de reforma amparado en un ideal de gobierno republicano de “Ejecutivo fuerte” sustentado por la Constitución de 1843, en mayo de 1847 Ballivián1 convocó un Congreso Extraordinario. Su cometido era tanto aprobar la conducta gubernamental en las negociaciones comerciales con el Perú, como autorizar la declaración de guerra a este país y el gasto militar consecuente, bajo el argumento de que la independencia nacional equivalía a la libertad mercantil2. A través de esa aquiescencia legislativa, el Ejecutivo buscaba resolver la disputa arancelaria entre Bolivia y Perú, exacerbada en 18463. Esperaba que, a nivel internacional, un nuevo triunfo bélico frente a Perú (o la amenaza de guerra) supusiera un cambio en las políticas comercial y territorial peruanas4, y, a nivel nacional, la contención de los desalineamientos políticos, de las rivalidades partidarias y del descrédito gubernamental. Aunque en la sesión del 23 de junio de 1847 Ballivián obtuvo la aprobación demandada, las posturas de los legisladores no fueron unánimes, dejando entrever diferentes posiciones doctrinarias y partidarias que revertirían negativamente en los propósitos presidenciales y favorecerían la Revolución de 1847, que lo desalojó del poder.
A manera de hipótesis, el presente artículo afirma la agencia efectiva de los congresales en la Revolución de 1847. Eso permite pensar en el Congreso como un actor clave en los procesos bélicos y revolucionarios, lo cual es infrecuente en la historiografía, debido a la perspectiva presidencialista y caudillista con que se suele analizar el poder y su ejercicio en el siglo xix. En el caso concreto de los congresales bolivianos, su liderazgo político se vio facilitado por el hecho de que el debate sobre el conflicto arancelario entre Perú y Bolivia permitió al Legislativo replantear su posición en el reparto, ejercicio y contención de la autoridad del Estado. En esa específica coyuntura histórica, ello equivalía a propiciar el retorno a los postulados de la Constitución de 1839, tendentes a limitar el poder del Ejecutivo5. La discusión, fuera del hemiciclo, sobre la distribución de los poderes estatales, se imbricó con el miedo público a que la guerra con Perú expusiera a los bolivianos a perjuicios comerciales, territoriales y de libertad, e, incluso, a la pérdida de la independencia nacional por causa de la desmembración de la patria. La denuncia de violaciones constitucionales por parte de Ballivián y su gabinete, junto a la apelación a las capacidades liberales y democráticas de la Constitución de 1839 determinaron la urdimbre que confeccionó el argumentario legitimista del proceso revolucionario de 1847. Este no solo fue una respuesta multipartidaria, multisocial y multiterritorial al esfuerzo ballivianista de querer pacificar internamente a Bolivia mediante una guerra con el Perú planteada en términos de defensa y unidad nacional. También implicó un llamado a la movilización de la ciudadanía en armas o el recurso a la fuerza por parte del pueblo cuando la autoridad devenía en tiranía.
Con el estudio de la responsabilidad del Legislativo en las tramas revolucionarias se busca mostrar la importancia del poder de los representantes y de la representación política en la primera mitad del siglo xix. El texto se adentra en una temática apenas trabajada por la historiografía boliviana6 y menos aún en lo relativo a la responsabilidad del Legislativo en la gestión revolucionaria7. Asimismo, se inserta en dos discusiones historiográficas. La primera versa sobre la impronta práctica del poder legislativo en el diseño político del Estado. Se interesa en la articulación dinámica entre las instituciones y los actores político-sociales en el proceso de construcción de la República y busca mostrar el funcionamiento de una comunidad política, en este caso la boliviana, teniendo en cuenta un doble supuesto conceptual. De un lado, la presunción neoinstitucionalista, complejizada por la sociología jurídica de René Lourau, que defiende que las reglas y procedimientos institucionales marcan de modo dinámico los productos de la política, porque fijan los límites y las posibilidades de desarrollo público a los actores y les ayudan en sus estrategias de acción. Y, de otro, una lectura del poder legislativo, basada en el postulado de Walter Benjamin sobre la violencia creadora de Derecho, en la que las asambleas constituyentes y los congresos ordinarios y extraordinarios conservaban la conciencia de las fuerzas revolucionarias a las que se debía la existencia republicana8.
La segunda discusión historiográfica con la que dialoga el artículo se refiere al recurso constitucional de las armas por parte de la población9, ya que, en la América Latina decimonónica en general, y en Bolivia en particular10 las fronteras entre lo civil y lo castrense estaban desdibujadas por la figura constitucional de la ciudadanía en armas. Esta respondía al principio republicano de que una ciudadanía alerta y con la posibilidad constitucional de armarse hacía más fácil la materialización de un orden legal. Aunque todo acto rebelde solía contar con participación del Ejército de línea, no precisaba ser planeado y ejecutado únicamente por este ni necesitaba motivaciones militares o corporativas, pudiendo instancias como el Congreso ejercer liderazgos de rebeldía. De ahí que esta comprensión constitucional del ejercicio popular de la violencia incidiera también en desestimar el valor heurístico del prejuicioso término de caudillismo, o caudillismo militar, como noción explicativa de la autoridad en el área11.
Con el objetivo de mostrar cómo la voluntad legislativa de limitar la concentración de poder y su potencial uso arbitrario por parte del Ejecutivo sustentó la oposición partidaria al régimen ballivianista, este texto se organiza en dos partes. En el primer acápite se presenta a los actores de la revolución, sus motivaciones y la naturaleza de las relaciones mantenidas entre sí para propiciar la caída de José Ballivián. Y, en el segundo, se expone el protocolo revolucionario. Para ello, se contrastan dos soluciones políticas constitucionales tendentes a desalojar al presidente del poder: una deposición pactada y la revolución. A partir de la alternativa de limitar la revolución o, por el contrario, de hacerla, se quiere visualizar la disyuntiva entre libertad y orden a la que se enfrentaban los contemporáneos a la hora de pensar y construir la República. Las fuentes utilizadas son en su mayoría oficiales (legislación, redactores de Actas del Congreso, mensajes presidenciales, memorias ministeriales o correspondencia), aunque también se ha recurrido a las actas de pronunciamiento, la prensa y la folletería. Todo ello mediante a una metodología de historización conceptual.
1. La oposición revolucionaria
La revolución de 1847 fue concebida como un medio para romper con las tendencias autoritarias del poder Ejecutivo y obtener un equilibrio gubernamental basado en un gobierno limitado, a la vez que su horizonte consistía en realizar reformas en todos los rubros del Estado12. Ello significaba que el vocablo “revolución” al que se hacía referencia en la época equivalía mayormente a la restauración de la libertad nacional alcanzada con el proceso independista13, y no solo frente a España, sino también frente a otras naciones, como el Perú. Este uso deliberado de la fuerza con fines políticos de restitución constitucional y del orden independiente, ejercido por entes colectivos organizados, se concebía como un deber y un derecho por parte de la población. Sucedía, así, porque el principio de soberanía popular se refería tanto a que la autoridad de los gobernantes emanaba del pueblo, como a que recaía en él la supervisión y censura de su desempeño. De ahí que la democracia se comprendiera como un sistema en el que el pueblo no cedía plenamente su soberanía (como por lo general sucede en la actualidad) y, tras constituir por elección a sus nuevas autoridades, pudiese recuperarla en el caso de que estas se extralimitaran en sus funciones. La resistencia constitucional al despotismo por la vía armada se concretó en la figura de la “ciudadanía armada” y se estructuró a partir de instituciones militares -ciudadanía armada pretoriana o militar- y civiles -ciudadanía armada popular-. Su materialización implicó la realización conjunta de pronunciamientos mixtos, militares y civiles, autorizados en cabildos abiertos, en su calidad de espacios legítimos de deliberación y de cuestionamiento de la autoridad. Dado que estas prácticas de petición e impugnación armada a los gobiernos no cuestionaban el sistema político vigente, sino que eran el instrumento popular orientado a rectificar el funcionamiento institucional violado y a generar reformas para una mejor convivencia republicana, la revolución actuó como elemento de politización y partidarización de la población con la promesa, a veces equívoca, de beneficios en su existencia social y material14.
¿Qué se concebía en la época como partido político y quiénes se organizaban partidariamente como la oposición revolucionaria al régimen de Ballivián? El entonces ministro de Relaciones Exteriores, Tomás Frías, entendía el sistema partidario como un medio para ordenar “los intereses y pasiones políticas”15. A partir de esa definición y de otros documentos sobre prácticas políticas relativos a las primeras décadas republicanas, en este artículo la noción de “partido político” se asume como una organización local e incluso nacionalmente articulada, que interactuaba con la población y buscaba su apoyo electoral y armado, que jugaba un papel central en el reclutamiento de los dirigentes y agentes políticos y que estuvo orientada a la conquista y mantenimiento del poder, sola o mediante coalición con otras. Como corporaciones, los partidos constituían una producción inacabada y en permanente transformación, que generaba, por eso mismo, movimiento social en torno a proyectos de gobierno. Se construían mediante las relaciones sostenidas entre todos los grupos a partir de reclamaciones colectivas e individuales, lazos de parentesco y compadrazgo y vínculos personales generados en el ámbito económico privado o en espacios de sociabilidad. Y se organizaban como tramas de articulación política consolidadas a través de los comicios; lo que incidía en que las redes de poder actuaran en todas direcciones y atravesando diferentes estratos sociales16.
Sobre los opositores a la presidencia ballivianista, el gabinete presidencial de Ballivián consideraba que formaban parte de la oposición a su gobierno todos los que querían “conservar el statuo quo de Bolivia, a costa de cualquier sacrificio hecho a las exigencias del exterior”17; esto es, aquellos que se negaban a la guerra con el Perú. Con independencia de esa opinión, las fuentes permiten ver que la oposición no constituía una unidad, sino que estaba integrada por diversos colectivos e individuos. Su adscripción era transversal, motivada tanto por criterios doctrinarios, como por otros de índole local o de estamento profesional. Sus adeptos, a veces, estaban partidariamente enfrentados entre sí y, otras, sujetos a disciplinas laxas de permanencia, de ahí su movilidad de un bando a otro. Se distinguían tres agrupaciones opositoras. Las dos primeras estaban constituidas en torno a los partidos Velasquista y Crucista, y contenían a “los viejos políticos” descontentos con su escaso ejercicio de cargos públicos y con enemistades entre sí, fraguadas en el pasado tanto en la arena política, como en la campaña militar. Aunque la tercera corporación tendría que esperar al gobierno de Manuel Isidoro Belzu (1848-1855) para tornarse en el partido llamado Belcista, la conformaban los nuevos aspirantes al poder, en su mayoría militares con ansias de promoción profesional18.
En términos generales, la primera agrupación albergaba a los defensores de la Constitución de 1839, que sustituyó la del gobierno de Santa Cruz de 1836 y que había sido cambiada por la de 1843, siendo estas dos últimas favorables a un poder Ejecutivo con amplias potestades frente a los otros poderes19. De un lado, esta asociación estaba compuesta tanto por los diputados o exdiputados contrarios a la voluntad del gobierno, individuos de procedencia regional variada y con maneras mixtas de entender la representación -depósito de soberanía parcial o total-, la intermediación -mandato imperativo o mandato libre- y el sentido de la Constitución -autogobierno popular u orden social y consolidación de la autoridad-. De otro lado, hacían parte de ella los seguidores del partido Velasquista, siendo, en muchos casos, los mismos individuos. Su desacuerdo con la política exterior de Ballivián se planteó en el Congreso a partir de tres cuestiones: ¿debía dar el gobierno peruano al boliviano satisfacciones sobre una supuesta conspiración tramada por sus agentes?; ¿resultaba justa una guerra destinada a garantizar el bienestar y el progreso que prometía la civilización a los pueblos por medio del comercio y la industria?; y, al autorizar al gobierno a defender los derechos de la nación con las armas, ¿era absolutamente indispensable concederle todos los medios que fuesen conducentes a ese fin? La postura de este colectivo, contraria a una guerra con Perú, respondía al objetivo de organizar la división de poderes del Estado a favor de un sistema de autoridad basado en un gobierno limitado. Sus principales valedores fueron José María Gutiérrez, Manuel M. Salinas, Manuel Escobar, Domingo Arce y Manuel Ángel del Prado, a los que se sumaba, de forma más tibia, Andrés María Torrico20. El primero de ellos, Gutiérrez, fue el que marcó el tono del debate con sus intervenciones.
Los comentarios de Gutiérrez revelaban que, en virtud del texto constitucional de 1839, este grupo apostaba por reforzar las potestades del Congreso en vez de dotar al Ejecutivo de nuevos atributos. Veía en el primero al verdadero representante de la soberanía popular y la fuente de la que derivaban los demás poderes, siendo el recíproco control entre estos el mejor antídoto contra el despotismo21. Respecto a las demandas del Ejecutivo y en respuesta a sus portavoces en el Congreso, Gutiérrez comprendía que se debía recurrir a la guerra cuando había fuertes agravios, pero ¿cuáles eran los del Perú?: una subida de tarifas en la que también había incurrido Bolivia; y una posible conspiración organizada por los prefectos de Arequipa, Puno y Tacna, cuando también Ballivián había apoyado a escritores de Sucre, Cochabamba y de La Paz, “tumultuosos y excitadores llamados a la rebelión en aquel Estado”. Además, indicaba que, llegado el caso de que la guerra con Perú fuese adversa a Bolivia, el país se vería expuesto “a perder la nacionalidad que se había conservado por la suerte hasta el año 41”; a su empobrecimiento, porque la guerra requería “un formidable ejército que exigía un sacrificio de todas las rentas”; y a quedar aún más disminuida la libertad política en aras del poder presidencial, ya que las facultades extraordinarias suspendían todas las garantías22. Ante el riesgo de que el Ejecutivo detentara un poder mayestático y se erigiera en el centro vital del sistema político que coordinaría y uniformizaría las actuaciones de todas las instancias de poder, los congresales expresaron la intención por recobrar la hegemonía ejercida en 1839 y 1840.
La posterior arremetida de la presidencia contra la mayor parte de los diputados y políticos afines a la postura abanderada por Gutiérrez, tildándoles de traidores a través de sus voceros del diario paceño La Época, no solo mostraba su miedo a la pérdida de legitimidad por el desmarque del Legislativo23. También confirmaba sus sospechas de que varios legisladores colaboraban con el partido Velasquista para un cambio de gobierno. En efecto, los velasquistas consideraban a Ballivián como un traidor a la Restauración de 1839 y al gobierno electo de Velasco. Aunque tras la investidura provisional ballivianista siguieron presentes en la vida política, gracias a su participación en la unión nacional en 1841 y a la retirada de su líder desde 1842 a Tucumán y Salta, su presencia en las instancias representativas y en la gestión de los negocios públicos había sido marginal, sobre todo después de las elecciones de 184324. Velasco aceptó encabezar el derrocamiento del gobierno “tiránico” de Ballivián, debido a que, si en el pasado el enemigo era Perú, ahora lo era el presidente, pues hacía peligrar la integridad territorial y la libertad bolivianas a través de una “guerra injusta”. El propósito de Velasco de retornar al país y restaurar la Constitución de 1839 hermanaba su causa a la de la Representación Nacional. Ello daba lugar a que no solo se quisiese repetir la actuación conjunta que en 1839 y 1840 habían realizado Ejecutivo y Legislativo, sino también a que ésta fuese capaz de poner en armonía los principios de orden (ballivianismo) y libertad (velasquismo)25.
La segunda agrupación de oposición al gobierno de Ballivián reunía a los adeptos del partido Crucista o seguidores de Andrés de Santa Cruz26. Coincidían con el gobierno en que su mayor obligación era garantizar el orden social a partir de un programa político basado en losprincipios de autoridad y seguridad. Así, consideraban al Ejecutivo como la institución representante por excelencia de la soberanía popular, ya que el poder del pueblo debía quedar depositado en una instancia externa, cualificada y superior, que, con eficacia y resolución, impusiera o recompusiese las pautas de ordenamiento de la comunidad política y la llevara a su plena realización. De un lado, ello implicaba la disminución del número de instituciones en la toma de decisiones y, por tanto, del número de personas intervinientes en su proceso; de otro, un mayor control en los mecanismos del ejercicio de la soberanía, ya que una participación generalizada de la población en el poder político podía provocar un desorden que debilitara o diera fin a sociedad boliviana. Respaldaban, por tanto, un liberalismo basado en reformas graduales, lideradas por gobiernos de Ejecutivos fuertes. Pese a esas coincidencias, los crucistas no perdonaban a Ballivián su responsabilidad personal en la caída de su líder con la revolución Restauradora de 1839, y menos aún después de haber sido su estrecho colaborador. Tenían la pretensión de recobrar a todo trance la hegemonía ejercida desde 1829 y hasta 1839. Fueron responsables de diversas conspiraciones, como la dirigida desde Guayaquil en febrero de 1843, de la que daba cuenta el proceso judicial seguido contra el coronel Fructuoso Peña y contra Tomás Herrera, José María Blanco, Juan de Dios Herrera e Isidoro Gomes27 por el que Ballivián respondió ante las Cámaras de 1843; o como la del 24 de septiembre de 1844, a cargo del general Sebastián Agreda, los coroneles Juan José Pérez, Goitia y Aguilar, el mayor Quintana, Manuel Carrasco y Manuel Méndez. El exilio de Santa Cruz a Chile el 21 de marzo de 1845 calmó temporalmente tales esfuerzos subversivos28.
El tercer grupo de opositores albergaba a los nuevos aspirantes al poder, en su mayoría militares con ansias de promoción interna, sin lealtades definidas, que veían en la reciente pugna partidaria una oportunidad de ganancia social y profesional. Quedó sintetizado en la figura del coronel Manuel Isidoro Belzu, edecán del general Velasco y antiguo simpatizante crucista. Desde sus cargos de prefecto y comandante general de Tarija y de Cobija, se había mostrado favorable a la guerra con el Perú y a la ocupación de Puno; y había intervenido en la organización en Oruro de los contingentes militares que, desde Sucre, Tarija, Potosí y Cochabamba, debían engrosar al ejército del Norte contra el Perú. Sin embargo, Belzu se insurreccionó contra Ballivián el 6 de junio de 1847 con varios batallones. Aunque la historiografía vincula su rebeldía con una impetuosa reacción tras desobedecer la orden directa de Ballivián de dejar la comandancia general de La Paz para encargarse de la del Desaguadero, en reemplazo del general Luís Lara, este artículo mantiene otra interpretación. La frecuencia de la aparición del nombre de Belzu en reuniones políticas y comentarios periodísticos hace sospechar que, pese a las aparentes relaciones amistosas con Ballivián, su actuación resultó de un largo proceso conspirativo, ligado a la captación de adeptos por parte de varios congresales, quedando forzada a concretarse tras su degradación a la categoría de soldadoraso en el Batallón 5º que estaba en Obrajes29. Tras movilizarlo, junto al Batallón 6, Belzu atentó contra el presidente en su palacio. Su sedición fue controlada por Mariano Ballivián y los batallones 1º y 11º. Belzu huyó al Perú, en compañía del capitán Ignacio Villaroel, el teniente Mariano Montalbano y el subteniente Mariano Arrien30.
Los apoyos políticos a Belzu tenían una triple procedencia. En primer lugar, su entrada en el escenario de conflicto fue favorecida por las acciones subversivas de representantes como el senador Casimiro Olañeta31. Si bien este mantenía una solidaridad de estamento con sus correligionarios en el Congreso, no era inicialmente simpatizante de la Constitución de 1839 y admiraba gobiernos con un Ejecutivo fuerte que condujeran a la estabilidad y al progreso, siendo su referente el gobernador de la Confederación Argentina, Juan Manuel Rosas32. Inclinado a un orden gubernamental más restrictivo que participativo y más ejecutivo que deliberativo, había coincidido con Ballivián en garantizar el orden existente a partir del fomento de una prosperidad derivada de la industria y el comercio33. Sin embargo, sus simpatías habían cambiado a partir del juicio de imprenta por injurias que le hizo Juan García del Río el 21 y 22 de septiembre 1843 en Santiago de Chile. Olañeta perdió el proceso porque se demostró que las cartas sustentadoras de sus artículos en El Progreso eran falsas e “injuriosas en tercer grado”. Como esa correspondencia le fue entregada por orden de Ballivián, procedente de los papeles del conspirador Fructuoso Peña, ante los rumores de que el ministerio de Guerra se encargaba de realizar falsificación documental de cara a justificar represiones contra la oposición, Olañeta pidió explicaciones el 23 de junio de 1847 al presidente, sin que éste las satisficiera.
Pese a que el desmarque oficial del senador Olañeta tuvo lugar el 10 de octubre de 1847, con su apoyo a los generales Velasco y Agreda que actuaban en alianza, sus planes contra Ballivián habían comenzado mucho antes, posiblemente con la pretensión de llegar a una presidencia, a la que había aspirado como candidato en las elecciones de 184334. Para conseguirlo en otras futuras, quería contar con el coronel Belzu y sus recursos militares, gracias a los cuales arrebataría poder a Ballivián y tendría una posición de igual frente a Velasco. Con ese fin, atrajo a Belzu a las reuniones nocturnas en la casa del diputado Manuel Bustillos, a las que concurrían otros representantes como el médico Ignacio Cordero, el abogado Pedro José Iturri o el coronel Simeón Olañeta. Tales tertulias tenían un carácter conspiratorio. La presencia de dirigentes políticos, militares con tropa a su mando u otro tipo de personajes con conexiones políticas en el ámbito urbano -abogados, periodistas, mercaderes- o rural -religiosos, autoridades políticas locales- evocaba un trabajo de captación y tanteo entre quienes podían sumar personas a un movimiento subversivo, como comerciantes menores, artesanos, jornaleros, chicheros, indios comunarios, peones de hacienda o empleados estatales. Su involucración en los alzamientos respondía a estrategias materiales, vínculos políticos, de parentesco, amistad, camaradería o de subordinación laboral.
En segundo lugar, el atractivo de Belzu procedía de su experiencia política en cargos públicos y de su predicamento entre las autoridades provinciales (locales) y la tropa. Esa versatilidad le hizo políticamente próximo y útil al presidente peruano José Ramón Castilla (1845-1851 y 1855- 1862), quien, por su enemistad personal con Ballivián desde 1841, identificó al coronel como un posible aliado. Se rumoreaba a través de la prensa que Castilla había estimulado la oposición contra Ballivián en el Congreso y en el Ejército bolivianos, habiendo ya entrado en tratos con Belzu cuando este era coronel en la frontera. Según carta de Pedro Cisneros del 12 de marzo de 1847, el presidente peruano le había enviado dinero por medio del agente Ildefonso Villamil. En refuerzo de ese hecho figuraban tanto el acogimiento de los insurrectos belcistas en el sur del Perú tras sus malogradas sediciones, como la financiación de sus actividades35.
En tercer lugar, aunque las acciones subversivas de Belzu estuvieron instigadas y favorecidas por civiles, buscó el apoyo del Ejército leal a Ballivián mediante estrategias corporativas orientadas a su reconocimiento social y a su dignificación profesional, como premios, ascensos, mejoras salariales, aumento de personal o auxilios familiares. Al respecto es ilustrativo que dijera levantarse a nombre de sus intereses contra “los abusos i arbitrariedades de su gobierno” para derrocar un orden de cosas que calificaba como la más alta expresión del militarismo36; sobre todo porque acusaba al presidente de usar en su provecho personal a los efectivos marciales. Su comentario ilustraba cómo los oficiales y los soldados operaban en medio de una trama de relaciones y solidaridades horizontales y verticales, que hacían del mundo castrense un espacio de sociabilidad donde se construían y reproducían redes de poder. Sus alineamientos políticos dependían, de un lado, de identidades y lealtades partidistas (y aun personales) ajenas o precedentes a la carrera militar; y, de otro, de las alianzas forjadas en el seno mismo del Ejército. Pesaban también las amistades y enemistades de trayectorias compartidas, las desavenencias procedentes de las políticas de ascensos o el prestigio ganado en la acción militar y política de unos jefes sobre otros. En virtud de ese código, José Santiváñez indicaba que Ballivián había perdido predicamento de estamento entre los militares a raíz del amotinamiento de Belzu en junio. En su opinión, Balliván debía de haber aprovechado esa desobediencia e insubordinación para someter a Belzu a un Consejo de Guerra, inhabilitarlo en su carrera y, así, limitar su papel en posibles conspiraciones. Al contrario, la pena arbitraria y degradante de tornarlo en soldado raso había herido las susceptibilidades del honor militar y favorecido que, a la larga, en un contexto de crisis política, los mandos del Ejército en quienes depositaba su confianza le traicionaran, cediesen a las sugestiones del miedo o se pusieran a la expectativa de los posibles desenlaces37. Pero, para que Belzu se alzará como principal valedor del Ejército en la Revolución de 1847 y consiguiera apoyo colectivo a sus acciones en términos de espíritu de cuerpo, tuvo que elaborarse un papel como su liberador frente a la arbitrariedad de Ballivián y también demostrar ser una mejor alternativa que el general Velasco para el empoderamiento del estamento militar; algo que logró con la sublevación de octubre de 1848, que conllevó una relaboración de la relación entre ejército y sociedad dentro del marco cultural de la ciudadanía armada.
Las características de las tres agrupaciones opositoras al gobierno de Ballivián inciden en dos cuestiones. De una parte, los móviles de los participantes en la revolución de 1847 fueron de naturaleza plural y adquirieron cohesión a partir de los presupuestos de los congresales opositores. Los actores de la revolución de 1848 formaron un conjunto variopinto, compuesto por diputados, miembros del gobierno, militares, profesionales diversos, empleados públicos, notables de la localidad, mujeres de diferentes clases sociales, comerciantes, artesanos, jornaleros o indios. Su múltiple elenco implicó también unas muy diversas motivaciones y objetivos, tanto buscadas como sobrevenidas, de manera que su involucración en los alzamientos respondió a razones ideológicas, a estrategias materiales y a vínculos políticos, de parentesco, amistad o subordinación laboral. De hecho, a juzgar por los testimonios de la época, la legitimación de una subversión como revolución requería que en ella la participación fuese multisocial y multiprofesional, ya que sus participantes no debían ser vistos como adeptos facciosos. También exigía un carácter multiterritorial, siendo ello buscado a través de la multiplicación de los pronunciamientos cívico-militares38. Tales requisitos no estaban en relación directa con el hecho de que todos los participantes tuvieran que alcanzar sus demandas regionales o locales, corporativas o individuales; sobre todo porque la lógica revolucionaria primaria era restablecer un régimen constitucional violado, no lograr un cambio de sistema político ni una inversión social.
De otra parte, la centralidad revolucionaria del Legislativo contradice la recurrente afirmación historiográfica sobre que eran “los jefes y soldados pretorianos los que hacían y deshacían a los presidentes, causando males en el país”39. Si bien el Ejército fue un actor omnipresente en la vida republicana, el empleo de las armas no estuvo monopolizado por él. Durante gran parte del siglo xix ello se tradujo en que tanto militares como civiles se reconocieran como parte de la ciudadanía armada y pugnaran por encarnarla. El resultado fue un desdibujamiento o falta de definición de las barreras estamentales de la carrera de las armas, tanto por ser los militares activos participantes de la política boliviana y con intereses asociados a otras actividades públicas y profesionales, como por ostentar los civiles cargos militares a partir de su actuación en el campo de batalla40. Por tanto, la acción armada fue la potestad constitucional de un conjunto variopinto de actores -individuales y colectivos- cuya inserción en los espacios de poder y ascenso social dependieron en muchas ocasiones de un ejercicio de la violencia, que los llevaría a promover, organizar y liderar pronunciamientos revolucionarios, a hacerse cargo de motines cuartelarios o a desarmar al ejército de línea. Los frecuentes conflictos internacionales, regionales y locales durante las primeras décadas republicanas no solo tornaron en oficiales a muchos vecinos llanos y notables, con lo que en la biografía de la mayoría de diputados o altos cargos públicos constaba algún grado y actuación militares. También les dotaron de un capital armado -compañeros de armas, batallones militares, fuerzas auxiliares, etc.- al que recurrir para alcanzar preeminencia política o para favorecer a miembros de su red política, haciéndose aún más presente la imbricación entre lo civil y lo militar41.
2. ¿Limitar la revolución o hacerla?
Este acápite enfatiza el argumentario revolucionario y las explicaciones de sus autores para identificar legitimidades, interlocutores convocados y apelados, objetivos, motivaciones y liderazgos. Ello no significa que se secunde su interpretación sobre el régimen ballivianista, sino que se toma la propaganda discursiva presente en actas, prensa y folletos como una vía para desentrañar los códigos de la legitimación de una revolución. Se analizarán de modo central dos folletos de la época que ahondaban en las autorías y los propósitos de la conspiración contra Ballivián. El propósito es, de un lado, mostrar la dificultad de los contemporáneos para conciliar los principios de orden y libertad y, de otro, sus esfuerzos para lograrlo tanto mediante la limitación del recurso a la revolución, como a través de su promoción sociopolítica.
2.1. Limitar la revolución
El Congreso Extraordinario de 1847 comenzó en La Paz en un clima de medidas de castigo -el destierro de los crucistas Cordero e Iturri o los juicios sumarísimos al capitán Carlos Echazu y el subteniente Rafael Torrelio- y de sospechas de conspiración y agitación política en el que la prensa señalaba a varios diputados como instigadores de la sedición de Belzu. Si bien en este escenario primaba una futura solución violenta, en paralelo y del lado de los simpatizantes ballivianistas hubo propuestas para reconducir de modo legal y pacífico la hostilidad al presidente. Diversas iniciativas mostraban que en un contexto en el que la ciudadanía armada era una solución constitucional, en términos de estabilidad nacional resultaba igualmente importante no extralimitarse en la apelación revolucionaria, sobre todo por sus posibles resultados adversos.
Impedir el recurso revolucionario figuró como objeto de la formación de clubes pacificadores de las disidencias. Un ejemplo fue la Sociedad Patriótica, formada en La Paz el 25 de mayo de 1847, a “iniciativa de personas de consideración social” y como medio de aunar el pensamiento nacional. Para ese fin sus miembros establecían como punto de partida reconocer la autoridad del Estado y actuar conforme a la Constitución, adoptar únicamente los medios legales ante los abusos de autoridad, abjurar de todo espíritu de localidad y propender “como ciudadanos a difundir en el pueblo los principios democráticos inaugurados con la revolución americana”42. Sus integrantes constituyeron un conjunto ideológicamente heterogéneo43 y, si bien la corporación no consiguió aliviar los enconos, parte de sus miembros se involucraron en otro proyecto pacificador con mayores posibilidades de éxito: conseguir la cesión de la autoridad presidencial al Consejo Nacional. Esta decisión fue encarnada por el general Eusebio Guilarte y quedó resumida en un folleto publicado en 184844. Su intención fue la de demostrar que el pronunciamiento revolucionario a nombre de Velasco, aunque cumplía el requisito de representar al “pueblo” y sus intereses, no lo hacía en lo relativo a ser la única solución política.
Para demostrar su postura, Guilarte indicaba que cuando Ballivián había renunciado el 23 de diciembre de 1847 a la presidencia, cediéndosela a él, la oposición se había equivocado en juzgarle como un continuador del régimen, “traidor, tirano y caudillo disidente” y como un líder desleal a los principios e instituciones reconocidas por los partidos alzados en armas45. Afirmaba que él solo había pretendido apartar a Ballivián del poder, pero de modo pacífico, para evitar la intervención peruana y los estragos de una lucha civil. Comprendía que se invocase a la revolución para acabar con un gobierno tiránico, pero esta resultaba muy peligrosa, porque podía ir más allá de “la separación del mando de Ballivián” y porque las acciones subversivas de “hombres colocados a la distancia”, sin acuerdo y plan determinado sobre su rumbo, provenientes de bandos políticos hostiles entre sí, podrían crear un completo cataclismo en el cuerpo político. De entre todos ellos, no dudaba que Velasco tuviese los méritos para ser presidente, pero consideraba que los modos en que los diputados habían promovido el frenesí por la libertad no conducían a la paz. En su opinión, el “estado de combustión” de Bolivia requería “un hombre nuevo y enteramente extraño a los partidos, que inspirase confianza a todos y diese garantías de paz, de orden, de libertad y de progreso”46. Es decir, Guilarte se señalaba a sí mismo como ese hombre providencial, con legitimidad para dirigir a la nación, tanto por haber logrado la dimisión de Ballivián, como por representar la continuidad del orden legal en su cargo de presidente del Consejo Nacional47. Pero esa tarea no había sido fácil ni la había hecho tampoco en solitario, ya que sus colaboradores habían sido los miembros del gabinete ministerial, diputados afines a este y otros colectivos cansados del impass comercial con el Perú, que consideraban la violencia innecesaria y evitable, pero compartían un sentimiento uniforme de liberarse de Ballivián. ¿Cómo había sucedido?
Guilarte había tenido noticia de la Revolución del Sur pro-Velasco en la ciudad de Arequipa el 1 de noviembre de 1847. Estaba en compañía de Miguel María de Aguirre, ministro de Hacienda, quien, junto al peruano Domingo Elías, debía elaborar un tratado de comercio que terminase con el contencioso comercial entre Bolivia y Perú. Aunque se felicitaron por ello, también contemplaban la posibilidad de que fuerzas de este último país invadiesen al primero, ya que el coronel Belzu había contraído fuertes compromisos con sus autoridades a fin de hacer la guerra a Ballivián. Entre Guilarte y Aguirre acordaron que el primero viajara a Bolivia, obtuviese la renuncia de Ballivián y evitara, así, derramar más sangre y caudales. Acordaron también conseguir “un gobierno de fusión de los colores políticos”, regido por el presidente del Consejo Nacional hasta que se realizasen las correspondientes elecciones. Aunque en esas fechas tuvo lugar el éxito militar del gobierno boliviano en el municipio de Vitichi, Guilarte, convencido de que esa victoria solo había exasperado más a los pueblos y concitado, con ascensos inmerecidos, “la rabia y odio de los mismos jefes del ejército”, trató de ganar adeptos a su causa durante su estancia en La Paz. A instancias del prefecto, realizó diversas reuniones con vecinos notables, empleados del gobierno y “muchos jóvenes patriotas” con quienes acordó viajar a Sucre para negociar una salida pacífica del país para Ballivián, declinando ponerse a la cabeza de una revolución en la ciudad. No obstante, sí le comunicó “al general Lara, a los diputados Losa y Obrego y a Romualdo Villamil”, entre otros, que de no conseguir la marcha del presidente “abrazaría la revolución para libertar la patria de su tirano”48. Ya en Sucre llegó a acuerdos con los diputados simpatizantes de Ballivián a través del senador Evaristo Valle. Junto con las corporaciones de la ciudad y la oficialidad del Ejército convinieron en la necesidad de la renuncia del presidente. Como resultado, a instancias también de Bartolomé Mitre49, conocida la revolución de la ciudad de La Paz el 20 de diciembre de 1847 y con el sur desguarnecido y favorable a Velasco, Ballivián hizo acto de renuncia el 22 del mismo mes ante el Congreso50.
Como presidente provisional, Guilarte comenzó su administración con varias medidas conciliatorias. Encargó a su edecán, el teniente coronel Pérez, que fuese a Jujuy y Salta con cartas para que toda la emigración abandonase su exilio, en especial Velasco, Olañeta o Agreda; y ordenó que las prefecturas fueran ocupadas por personajes de diversas fuerzas sociales y partidarias, como Mariano del Callejo en Sucre, Manuel de Ayala en Potosí, Cleto Marcelino Galdo en Cochabamba, Francisco M. Sempértegui en Oruro e Ildefonso Huici en La Paz; o que los militares extranjeros, como los coroneles franceses Lalonne y Juan La Faye, dejasen sus puestos a otros bolivianos beneméritos51. Además, seguro de que el problema para la unidad nacional era el expresidente y su camarilla, y no las ambiciones “facciosas” de otros candidatos al poder, una vez investido presidente Guilarte salió de Sucre para ponerse a la cabeza del Ejército e ir los departamentos del norte para concretar la paz. No tuvo éxito y se exilió a Perú tras diez días como presidente. En su opinión, la insurrección belcista contra él a inicios de enero de 1848 había liquidado “los medios legales y pacíficos que la moral y la política aconseja[ban]”, impidiéndose un “hermoso ejemplo de sucesión presidencial del mando de la República” que redundaría en la consolidación del orden social y la marcha pacífica de las instituciones52. Además, dicha insurrección respondía a una lucha de poder dentro del bando rebelde, propiciada por el deseo de Belzu de limitar las acciones gubernativas de los legisladores53. Sobre su ambición, ya Ballivián le había alertado y también le había indicado que el coronel nunca iba a ceder las armas. Sin embargo, Guilarte hacía cómplice de tal acción al exmandatario y le acusaba de ordenar traicioneramente a sus generales que defeccionaran y proclamasen presidente a Belzu, llegando a afirmar que había sido Ballivián, a través del comisario España, el que le había pedido que impidiese a Velasco regresar al país y trabajarse para sí al Ejército54. En opinión de Guilarte, era esa última sugerencia de Ballivián a Belzu la que mostraba con claridad que el expresidente no había procurado que esta institución tuviese la misión de salvar a la patria “del monstruo de la anarquía y de la discordia civil, sosteniendo el orden y las instituciones juradas en fuerza de su acendrada moral”. Al contrario, el Ejército había sido convertido en “un cuerpo deliberante, en una horda de pretorianos que a mansalva disponían de los destinos de la patria, eligiendo éste o aquel caudillo que más ventajas les ofrecía”, ya que eran “reclutas enorgullecidos con la impunidad de cien delitos y con la tolerancia por su lealtad mercenaria y servil les prodigaba Ballivián”55. Frente a esa imagen del Ejército, él, como militar, se describía como un soldado cuya fe política consistía en una obediencia pasiva a todos los gobiernos que habían merecido la sanción de los pueblos por el órgano legítimo de sus representantes, y no a un partido o a una facción. Eso explicaba que hubiera abrazado el partido militar “de la ley, de la razón” y “del honor”56.
Pese a su fracaso, esta iniciativa pacificadora sirvió más tarde a Tomás Frías para elaborar desde el exilio una respuesta no revolucionaria frente al gobierno de Belzu que no pasaba por la unión de los partidos. Estaba encaminada a limitar su gobierno mediante la demostración de que Belzu obraba contra el interés de todas las agrupaciones al desarrollar prácticas unanimistas, siendo la competencia entre distintos partidos una condición fundamental para el correcto desarrollo del sistema representativo57. Las soluciones a favor de la democracia pacífica en vez de la democracia armada58 constituirían, así, de modo procesual, un conjunto de demandas, propuestas y medidas que irían tomando cuerpo a lo largo del siglo xix a fin de acotar el hecho subversivo y tendrían una de sus más significativas expresiones en las reglas judiciales asumidas gubernativamente tras la Semana Magna de Cochabamba en1875.
2.2.¡Por la revolución!
En el caso de la inevitabilidad de la revolución, no cualquier asonada violenta recibía ese nombre. Además de adecuarse al derecho constitucional, su comprensión social como tal y su éxito dependían de su legitimación popular. Según los debates políticos del período, ello implicaba demostrar, por parte de los sublevados, que había causa para la acción armada y que esta cumplía dos requisitos: (1) encarnaba la voluntad del “pueblo” y de sus intereses; y (2) era la última solución política, una vez agotados otros recursos destinados a impedir el abuso de poder. En el caso del proceso revolucionario de 1847, la Exposición y protesta que hace el Mayor Jeneral José Miguel de Velasco en Jujuy el 5 de diciembre de 184759 explicaba la observancia de ambas obligaciones.
El expresidente señalaba que Ballivián había sido derrocado por tres crímenes: traición, bandidaje y violación institucional. Primero, era un traidor porque en el pasado había intentado hacer invadir la patria “por el general Gamarra”, promover motines militares y sediciones que le pusieron fuera de ley por el Congreso en 1839 y 1840; y luego buscar, en 1841, “la unión de todos los partidos para combatir la amenaza peruana que él mismo había conjurado”. Había mantenido esa conducta traidora en el presente al posibilitar con “sus juegos de guerra” la desmembración del departamento de La Paz y su incorporación al Perú. Segundo, era un bandido porque había robado la potestad suprema; había permitido tras la victoria de Ingavi “el pillaje, violencias, depredaciones y asesinatos en Tacna y Puno” y que el ejército boliviano “atravesara el Desaguadero cubierto de ignominia, maldecido del Perú y mal visto de la América”. Aún más, era responsable de turbar sin cesar la tranquilidad peruana, porque quería obtener los departamentos de Moquegua y Puno, “ya valiéndose de su inmoral diplomacia, ya del oro que mandaba derramar, ya de las promesas pomposas que hacía y ya finalmente de la conquista”. Para esto último Ballivián había recurrido “a inventar conspiraciones, fraguando calumnias, falsificando letras e imitando rúbricas en el taller caligráfico” dirigido por el ministro de Guerra. Y no contento con generar conflicto con el Perú y engendrar “contra Bolivia odios inextinguibles”, también había intervenido en Argentina, “financiando expediciones a Salta y Jujuy y en puntos de Quiaca y Santa Catalina para tomar territorio o apresar exiliados”60.
Finalmente, a Ballivián se le imputaba el tercer crimen de violar la institucionalidad republicana porque no respetaba el principio de representación. De un lado, con una convención constituyente y una mayoría de los diputados “satélites” había establecido la Constitución de 1843 u “ordenanza militar”, cuyo cometido era permitirle un poder ilimitado. Como consecuencia, la tribuna parlamentaria, “foco de la pública instrucción, apoyo de los gobiernos morales y patriotas, consejera leal de los buenos ministros y órgano severo de opinión pública” había sido convertida en una cátedra apologética del poder arbitrario y un mercado de empleos. Y si algún senador o diputado hacía oposición era injuriado por la prensa y por sus ministros. De otro lado, Ballivián había impedido la libertad de las elecciones, “la base única y exclusivo origen de la legitimidad de los actos del poder en el sistema representativo”, gracias a la actuación de prefectos y gobernadores como instrumentos de “su despotismo inmoral”. Las represalias contra los opositores no solo implicaban la destitución de empleos, como había sucedido con muchos jueces de letras. También se había violado el asilo particular y se habían enviado a las filas del ejército “a vecinos honrados y pacíficos, a estudiantes hábiles que alguna vez gemían por la muerte de su patria, y a cuantos el espionaje, o la calumnia, o el chisme señalaba de opositores”61.
Establecidas las causas contra el gobierno tiránico de Ballivián, Velasco exponía como única solución la de pronunciarse, convocar “al pueblo todo” y revolucionarse. Un primer pronunciamiento ocurrió en Cinti el 10 de octubre de 1847, se extendió a Chichas y Mizque, y luego a todas las localidades de los departamentos de Potosí, Sucre, Tarija, Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra y Oruro. Solo el de La Paz no concurrió con su voto, por hallarse allí Ballivián. Como Acta de pronunciamiento se utilizó una con contenidos semejantes a la incitación a la guerra civil del 20 de abril de 1828 contra el presidente Antonio José de Sucre62. En ella figuraba que todos los pueblos que se habían pronunciado constituían la gran mayoría de la nación boliviana. La declaración afirmaba que, sin coacción de ninguna clase y sin más recurso que su desesperación, desconocían la autoridad de Ballivián, por usurpadora y tiránica, llamando, con espontánea voluntad, al general Velasco a la primera magistratura del Estado. Además de ser replicada en multitud de localidades, el Acta estuvo suscrita en un inicio por personajes públicamente conocidos como Olañeta, Torrico, Urcullo, Hilarión Fernández o José María Calvimonte, quienes hicieron cobrar prestigio a la revolución. Al respecto, Velasco indicaba que la Corte Suprema y las cortes superiores de Justicia, el Senado Eclesiástico de la metrópoli, “los más notables ciudadanos por sus servicios, su propiedad, su riqueza e influjo y hasta los mismos empleados de Ballivián” habían acudido espontáneamente a solemnizar el acto y a firmar63.
Del discurso de Velasco se extrae que había asumido el liderazgo del descontento boliviano contra Ballivián por tres razones: constitucionales, de hermandad americana y de bienestar interno64. Sobre las primeras, afirmaba que había sido llamado por “el voto nacional ahogado constantemente por las bayonetas”65 para reponer el orden legal violentado por todas las leyes, decretos y providencias que, a la sombra de la fuerza y oprimiendo la voluntad nacional, había hecho sancionar y ejecutar el presidente Ballivián. En su opinión, los bolivianos le habían requerido, porque consideraban a Velasco el legítimo presidente de la República desde su investidura como tal en 1839. Sin embargo, aunque en 1841 había optado por la candidatura ballivianista de unidad nacional, no había previsto que más tarde fuese Bolivia “el juguete de sus vicios y los bolivianos el objeto de su odio feroz y de sus atroces venganzas”66. Se veía obligado, por ello, a regresar al país después de seis años de ausencia y liderar la revolución.
En los relativo al criterio de hermandad americana, en un contexto internacional en el que la fallida Expedición Monárquica a Ecuador del expresidente Juan José Flores en 1846 había hecho impopular la guerra entre países americanos y había propiciado un acuerdo entre estos promovido por Perú67, Velasco procuraba demostrar la legitimidad de su liderazgo ante los bolivianos y todos los gobiernos americanos. Por ello, presentaba la defensa de la libertad boliviana frente a Ballivián equivalente a la defensa de los sacrificios hechos por el pueblo americano en su independencia. Según Velasco, al haber atentado contra “la soberanía de la razón […] con el poder del sable, del puñal y del veneno”, Ballivián había retrotraído al país y al continente “al furor y a la barbarie española” y se había convertido en otro Flores. Su caída se justificaba, así, porque equivalía a salvaguardar América de una tiranía con aspiraciones monárquicas y mayestáticas, tendente a “fundar una oligarquía familiar en la raza de Ballivián”68.
Por último, en lo concerniente al tema del bienestar interno, el levantamiento contra Ballivián tenía como objetivo reformar el gasto público; en concreto, regular el dispendio militar. Velasco informaba que, si Santa Cruz había invertido en un ejército de tres mil hombres más de un millón de pesos y él, en 1840, con ocho mil hombres y “perfectamente equipado y pagado para hacer frente al Perú” no había superado esa cifra, Ballivián había invertido en el suyo la suma de las dos administraciones. Aunque las rentas nacionales habían aumentado gracias a la paz de seis años, había un fuerte déficit, resultado del modo en que la Caja de Ahorro Militar, de nueva creación, había manejado “cantidades y partidas sin documentar a las Cámaras ni someter cuentas”. El ministro de Guerra, José María Silva, había convertido su Ministerio en un mercado de empleos y los militares eran tratados como satélites del presidente: unas veces los generales y los tenientes coroneles eran amenazados con la degradación; otras, colocadas “charreteras, signos de la lealtad y del honor, sobre los hombros de indignos rufianes en premio a su envilecida prostitución”, o bien, se les concedían ascensos tras haber violado las leyes o amenazado a senadores. Frente a esa inmoralidad, Velasco apelaba a los “generales, jefes, oficiales, soldados, sargentes y cabos” para que se esforzasen en comprender “los verdaderos intereses de la patria” y en aceptar que habían salido del pueblo y eran sostenidos por él. Como “al pueblo pertenec[ían] y no a Ballivián”, debían abandonar a este último y plegarse a su legítimo mandato69.
De acuerdo con esos postulados, el 2 de noviembre de 1847 Velasco emitió en Mojos un decreto por el que asumía el mando supremo de la República, haciendo constar que “los pueblos de la República se ha[bían] pronunciado de un modo decidido y heroico” contra la administración ballivianista. En colaboración, actuaban Olañeta, como ministro único, los generales Narciso Irigoyen y Raña, y el coronel Agreda, que, procedente de su confinamiento en Yungas, dirigía las fuerzas rebeldes hasta que se presentase Velasco desde Argentina. Su plan era obligar a Ballivián a dirigirse al sur, mientras se esperaba que Belzu tomara la ciudad de La Paz70. Potosí se convirtió en el punto de reunión central para la defensa común y en quince días se improvisó un ejército de más de tres mil hombres, equipado, pero mal armado, compuesto en su mayoría por diversas guardias nacionales y montoneras, a las que se les iban uniendo batallones que desertaban del ejército de veteranos de Ballivián. Su organización estaba bajo la autoridad del prefecto y cargos municipales en coordinación con mandos militares71. Como ya se ha indicado, pese al éxito militar del gobierno de Ballivián en Vitichi el 7 de noviembre, los pronunciamientos y los comicios populares en su contra y a favor de la Constitución de 1839 y del general Velasco continuaron. En un contexto en el que “los departamentos del Norte y los del Sud” le negaban la autoridad, Ballivián dejó la presidencia en favor del general Guilarte. El 18 de enero de 1848, en Moroya, Velasco expidió el decreto supremo por el que asumía la dirección provisional del país como representante de un régimen constitucional interrumpido. Si bien en Oruro se pronunciaron los oficiales y soldados a favor de que la presidencia recayera en Belzu, él mismo reconoció la autoridad de Velasco72.
Conclusiones
Este es un estudio sobre las dinámicas de legitimación y deslegitimación institucionales y sociales de los liderazgos revolucionarios en el siglo xix. Su principal objetivo ha sido explicar la génesis y naturaleza de la Revolución de 1847 identificando a parte de los miembros del Congreso Extraordinario de 1847 -fundamentalmente los defensores de la Constitución de 1839- como sus promotores. Con esa afirmación se ha buscado mostrar la relevancia política y pública del Legislativo, en contra del relato historiográfico dominante que desdibuja su accionar en favor del Ejecutivo debido, entre otras razones, a una postura culturalista sobre el peso idiosincrático del caudillismo o del caudillismo militarista en América Latina; de ahí que lleve por título y entre interrogantes la frase del presidente Velasco “¿El voto nacional ahogado constantemente por las bayonetas?”.
La tarea de los diputados no discurrió en solitario, sino que demandó la presencia de las agrupaciones políticas opositoras a Ballivián y de otros colectivos interesados en el cambio gubernamental. Solo si una subversión demostraba tener una participación pública multisocial, multiprofesional y multiterritorial podía legitimarse públicamente como revolución y a ello estaban avocadas las retóricas políticas de los sublevados. En este caso, el origen de la justificación revolucionaria estuvo en terminar con el accionar belicoso del Ejecutivo. Su narrativa convirtió a Ballivián en tirano y degradó las actuaciones reformistas de su gobierno, achacándolas a un poder personalista y corruptor de la sociedad, sustentado en componendas familiares. Esa creación de un consenso discursivo revolucionario tuvo su principal impulso en el debate legislativo sobre hacer la guerra al Perú. El hecho de que este quedase recogido en la prensa nacional y extranjera y en la folletería de la época y que, al tiempo, fuera voceado por la barra brava en lugares de encuentro y esparcimiento, como plazas, iglesias, cafés o chicherías, convirtió al Congreso en uno de los ejes de la vida política nacional y un espacio fundamental de generación de opinión pública. Como esa capacidad de difusión política lo empoderó como órgano regulador de la legitimidad gubernamental, sus socios velasquistas se vieron compelidos, como partido, a defender sus demandas sobre la limitación y el control del poder.
La actividad de los representantes, tendente a construir una nueva estructura de autoridad con la aquiescencia de un futuro Ejecutivo nacido de la revolución, se vio potenciada por el hecho de que también durante el periodo de sesiones se dedicaron a movilizar políticamente a la población ante un abuso presidencial de la soberanía popular. Lo hicieron mediante reuniones conspirativas, búsqueda de adeptos o pactos intra e intercorporativos, siendo básica la ciudadanía armada como institución constitucional de referencia organizativa. Esas acciones inscribían a los representantes en entramados de poder que complejizaban la naturaleza de sus disensos y de sus filiaciones, en términos personales, grupales, doctrinarios y partidistas, haciéndoles visibles ante su potencial electorado. Esas diligencias de instigación, planificación y organización constituyeron a los representantes en una dirigencia política con vocación nacional, que contribuía a una nacionalización del territorio boliviano en la medida en que armonizaba, a partir de su legitimidad representativa y delegación territorial, a las diferentes fuerzas contendientes.