Apertura: un plato de frijoles
En noviembre del 2018, una migrante hondureña, que había entrado a México con la caravana de centroamericanos más numerosa de las que se tenga registro, se quejó de la comida que le servían en un albergue de la ciudad de Tijuana, en la frontera con los Estados Unidos. Según distintos medios, la mujer comentó, en un video difundido por el medio Deutsche Welle: "la comida que están dando aquí es fatal, solo miren lo que están dando: puros frijoles molidos, como si le estuvieran dando de comer a los cerdos". La reacción en las redes sociales fue inmediata, que, en general, consistió en condenar las palabras de la mujer. Los usuarios mexicanos enfatizaban que esa migrante no debía criticar la ayuda que le daban, porque dependía de la caridad para sobrevivir durante su estancia en México. Lo que podría constituir un incidente sin mayor importancia fue reproducido y comentado por muchos medios de comunicación, nacionales e internacionales. Un periódico digital tituló: "Un plato de frijoles está en el centro de la polémica en México" (Rojas, 2018). Unas semanas más tarde, la mujer "pidió perdón a los mexicanos" por su reclamo (Mileno Digital, 2018). Muchos comentarios en redes sociales y en medios de comunicación tenían un argumento común: alguien que sobrevive por la solidaridad que se le ofrece no debe quejarse de lo que recibe, aunque sea comida en mal estado o que no le gusta. Su deber sería aceptar y agradecer.
¿Por qué causó tanta molestia y enojo el comentario de esta migrante?, ¿qué está en juego cuando quien recibe ayuda, en vez de agradecer, se queja?, ¿qué modos de significación ligados a la solidaridad, la caridad y la ayuda fueron trastocados por este evento?
Dicho acontecimiento condensa algunos problemas relevantes para entender la dinámica migratoria contemporánea en México y sus transformaciones. Este país constituye un territorio de tránsito, espera o refugio para la migración irregular centroamericana que intenta ingresar a los Estados Unidos (Uribe y Olvera, 2019; Villaseñor y León, 2019).
El viaje que los transmigrantes centroamericanos realizan a través de México es un trayecto que presenta dificultades y peligros singulares, que han sido registrados en diversos estudios (Farah, 2012; Redodem, 2019). Una porción de estas personas viaja sin dinero y depende de la ayuda que reciba en el camino para continuar su viaje hacia la frontera con los Estados Unidos. Durante los últimos doce años, se ha extendido y consolidado una red de instituciones que ofrecen alojamiento, comida, atención médica o jurídica, entre otros servicios, a los migrantes y constituyen el principal soporte para sus desplazamientos (Olayo, 2014a; Olayo et al., 2014; Solano, 2017). Sin embargo, la duración de los viajes y las distancias recorridas, las condiciones de precariedad y la falta de recursos materiales para solventar los desplazamientos, así como una intensificación de la violencia y la marginalidad, se traducen en que las necesidades más urgentes de supervivencia (comida, agua, alojamiento) sean satisfechas de manera dificultosa y azarosa. Para un número importante de transmigrantes, sobrevivir durante el viaje representa el desafío más acuciante, a lo cual se suma su estatus de indocumentados ante las autoridades del país y el uso de medios de transporte irregulares (trenes de mercancías, por ejemplo).
Junto con las redes de albergues y comedores, los migrantes han aprendido a conseguir recursos de diverso tipo entre la población de las localidades por las que transitan (desde pequeños pueblos hasta grandes ciudades). Eso genera vínculos con actores locales orientados por la solidaridad, no exenta de tensiones y conflictos. Aunque existe una creciente literatura sobre las redes formales de solidaridad, esas prácticas cotidianas, que implican microrrelaciones sociales, apenas han sido visibilizadas. Si bien pueden ser interacciones esporádicas en las que se regala comida o dinero (entre otros bienes) o se ofrece orientación geográfica, hemos encontrado que su importancia para estos viajes es fundamental: palian el hambre o la sed; dotan de recursos monetarios mínimos, pero significativos; dan información valiosa que facilita los desplazamientos.
En este contexto, llamamos prácticas de solidaridad a todas aquellas relaciones e interacciones entre migrantes y actores locales en las que se solicita ayuda para continuar el viaje y resolver las demandas de supervivencia. Estos vínculos abren una gama amplia de respuestas e intercambios. Los migrantes aprenden, en sus lugares de origen o a lo largo del viaje, cómo relacionarse con los habitantes de las localidades por las que pasan y solicitar ayuda. Cuando un sujeto se ve obligado a pedir asistencia por las condiciones que experimenta en sus desplazamientos, aunque no necesariamente haya estado antes en una situación semejante, participa en lo que denominamos pedagogías del don, es decir, en el proceso cotidiano en el que los migrantes enseñan y aprenden a solicitar ayuda en un marco de solidaridad. Este proceso también hace alusión a los modos en que son narradas y significadas las prácticas solidarias y a las orientaciones éticas que suscitan, así como a las performances corporales e intersubjetivas que son puestas en juego.
Apuntes metodológicos
En este apartado damos cuenta del material empírico utilizado en este trabajo, como parte de una investigación más amplia realizada entre los años 2015 y 2016, que tuvo como objetivo general indagar en las prácticas y redes de solidaridad informal hacia los migrantes centroamericanos en su tránsito por México. En el marco de una etnografía multilocal (Marcus, 2001) y un enfoque cualitativo, realizamos observaciones participantes y entrevistas en profundidad a diversos actores involucrados en la asistencia o ayuda al colectivo migrante.
Tal estrategia metodológica se orienta a seguir el "hilo conductor de procesos culturales" (p. 112), permite el desplazamiento del investigador para "examinar la circulación de significados, objetos e identidades culturales en un espacio tiempo-difuso" (p. 111) y delinear la arquitectura contextual en la cual están inscritos los sujetos.
El trabajo de campo inició en lugares como albergues, refugios y comedores para personas migrantes, donde son visibles las acciones solidarias formales o institucionalizadas. Posteriormente, nos desplazamos a casas particulares y espacios públicos diversos: iglesias, calles, puntos cercanos a la vía férrea, entre otros, frecuentados por este colectivo y donde se manifiesta la solidaridad espontánea e informal. Realizamos un total de 131 entrevistas en ocho estados de México ubicados en distintos puntos de la ruta migratoria: en el estado fronterizo de Tabasco, ubicado en el extremo Sur; en Oaxaca y Veracruz, que en el mapa migratorio son aún territorios iniciales del viaje; en tres estados del centro del país: Puebla, Tlaxcala y Querétaro; en San Luis Potosí, ubicado en el centro Norte; y, finalmente, en Hermosillo, Sonora, que constituye uno punto relativamente cercano a la frontera Norte y el término del viaje por México.
En este artículo nos enfocamos en el análisis de 76 entrevistas a personas migrantes. En ellas se abordaron temas respecto al viaje que estaban realizando, las rutas tomadas, los encuentros con diversos actores a lo largo del trayecto y las dinámicas de solidaridad en las que habían participado. Además se habló de los efectos y valoraciones que dichas dinámicas suscitaron. Finalmente, preguntamos sobre los conocimientos previos que tenían, o no, de las dinámicas solidarias1.
Estas prácticas y saberes raramente han sido identificados y reconocidos como tales, ni por los propios actores ni por las investigaciones en torno al fenómeno de la movilidad humana. Lo que nos interesa describir en este artículo corresponde no a un aprendizaje vinculado con dispositivos pedagógicos explícitos, sino a "hábitos, disposiciones, saberes y saberes-hacer en el interior de marcos socialmente organizados, sin que realmente se haya dado una transmisión expresa (voluntaria, intencional)" (Lahire, 2006, p. 140). En este caso, consideramos el acto de pedir no solo como un medio para migrar, sino como parte de la infraestructura (Basok et al., 2015: 11) que hace posible la movilidad, aun en contextos de suma precariedad y vulnerabilidad.
Contexto de la migración centroamericana en tránsito por México
El desplazamiento migratorio de centroamericanos ha sufrido importantes transformaciones a lo largo de los años. Las desigualdades estructurales en el ámbito social, económico y político, producto de una complicada historia de conflictos armados, represión política, neo-liberalismo, desastres naturales y violencia social en los países centroamericanos, han sido los factores asociados a la expulsión de grandes sectores poblacionales que ven en la migración hacia Estados Unidos la única posibilidad de bienestar o seguridad (Pederzini et al., 2015).
En este contexto, México tiene un papel fundamental en el control y gestión de la población en tránsito irregular. El incremento en las medidas de contención migratoria, antes que proteger los derechos de los migrantes, ha aumentado su vulnerabilidad, debido a la mayor contratación de traficantes -conocidos como "polleros" o "coyotes"-, el uso de rutas más peligrosas, una exposición intensificada a grupos criminales y otros eventos, como robos, extorsiones y secuestros. El proceso de gestión por parte de las autoridades mexicanas de los flujos migratorios que entran por su frontera Sur ha sido complejo y ha estado sometido a las crecientes presiones del gobierno estadounidense. Cuando realizamos la investigación se había implementado recientemente el Plan Frontera Sur, que intentó disminuir el paso de migrantes y regular su tránsito, en respuesta al arribo inédito de menores no acompañados a la frontera de México con los Estados Unidos (Morales y Sanromán, 2016; Villafuerte y García, 2017).
Con posterioridad a la fecha en que se puso en marcha este Plan, las transformaciones se han profundizado. México se convirtió en un país de refugio y en lo que se denomina Tercer País Seguro, por lo cual los migrantes que solicitan refugio en los Estados Unidos esperan en México mientras dura el proceso. Estos cambios no los consideramos en el artículo, porque sucedieron en fechas posteriores al trabajo de campo que sostiene nuestros análisis.
De acuerdo con la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (Redodem), el grueso de la población que atiende "es una población varonil", fundamentalmente joven (18 a 30 años), "con poca formación escolar, provenientes laboralmente del sector primario, esto es, de la agricultura y el trabajo jornalero" (2016, p. 75). Los rasgos mencionados coinciden con los datos de las Encuestas sobre Migración en las Fronteras de México (EMIF) realizadas del 2009 al 2018. Del total de las personas devueltas por autoridades mexicanas, el 55% tenía entre veinte y veintinueve años y el 82% eran hombres. Es importante aclarar que durante la práctica investigativa pudimos entrevistar mayoritariamente a varones jóvenes, por lo que la interpretación realizada corresponde a lo que dicho sector observa. No tenemos datos suficientes para pensar en las prácticas del pedir en otros grupos etarios, identidades sexogenéricas o étnicas.
Ante la precarización del tránsito migratorio, los períodos de estadía en México se extendieron y los métodos y las rutas se diversificaron. Los migrantes comenzaron a ocupar espacios públicos diferentes a los tradicionales, aunque estos últimos no dejaron de tener importancia, en respuesta a la verticalización de frontera, es decir, a la diseminación a lo largo y ancho del país de controles migratorios. Para el año 2014, los eventos de detenciones fueron realizados en todos los estados y un 48% fueron registrados en estados no fronterizos (Díaz, 2016).
Todos estos antecedentes representan el marco de referencia para el análisis teórico que a continuación llevaremos a cabo. En él proponemos las nociones de don y subjetivación como los dos ejes a partir de los cuales creemos que pueden ser abordadas las dinámicas de solidaridad y ayuda en las que los migrantes irregulares se ven envueltos en su tránsito por México.
Aproximación conceptual: prácticas del don y tecnologías del yo
Pedir es un saber colectivo incorporado por los migrantes mediante conocimientos singulares, asentados en una larga tradición en la que han participado decenas de miles de personas antes que ellos. Las pedagogías del don son tácticas de supervivencia que permiten a estos sujetos conseguir recursos indispensables, pero que enseñan, fundamentalmente, cómo relacionarse con los diversos actores sociales que se encuentran a lo largo de los trayectos migratorios. En esos intercambios, exitosos o fallidos, los migrantes se constituyen como sujetos de solidaridad, lo que implica una modificación de sus coordenadas identitarias y la relación consigo mismos, que, aunque pasajera, es significativa. En este texto abordaremos solo una parte de esas relaciones: el pedir; en otro hemos analizado el dar (Parrini y Alquisiras, 2019).
Consideramos que las prácticas del don se conforman por la confluencia de dos dimensiones. Por un lado, los esquemas prácticos de los que disponen migrantes y habitantes de las localidades por donde pasan, para organizar y significar los modos de pedir y dar. Por otro, las tecnologías del yo, que otorgan horizontes de significado y modos empíricos de relacionamiento con uno mismo y permiten la constitución de una subjetividad estratégica y puntual en la que se resuelven tanto las necesidades más urgentes como las identificaciones más relevantes.
Una larga tradición antropológica ha convertido al don en un concepto clave para entender las formas de sociabilidad humana (Abduca, 2007; Descola, 2012; Godelier, 1998; Mauss, 2009; Testart, 2013). De esos debates, quisiéramos retener una distinción entre don e intercambio (Descola, 2012; Testart, 2013), porque nos parece importante para entender las pedagogías del don que analizamos en este artículo. El don, escribe Philippe Descola, es "un gesto de sentido único" que no requiere de otra "compensación" que el agradecimiento o "el eventual reconocimiento del destinatario", dado que en el don "la devolución nunca está garantizada" (2012, p, 451). A nuestro entender, las prácticas informales ocurren dentro de esquemas de vinculación y reciprocidad sostenidos por el don, en contraste con las prácticas institucionales de solidaridad que, según pensamos, se sustentan en lo que Didier Fassin denomina "razón humanitaria" (2016, p. 11), y corresponden a formas profesionalizadas de solidaridad en las que se interceptan discursos basados en los derechos humanos con otros organizados en torno a la compasión. De esta manera, será central para estas prácticas que se pueda dar algo sin solicitar nada a cambio.
Las pedagogías del don apuntan a las relaciones sociales que los migrantes establecen durante el viaje y al vínculo con ellos mismos. Si bien muchas investigaciones intentan esclarecer las relaciones sociales que los migrantes experimentan durante sus viajes (Rivas, 2011; Martínez, 2014), pocas atienden a las formas de vinculación con ellos mismos que emergen en estos trayectos. Es claro que estas subjetividades no están desvinculadas de las biografías de los migrantes y de los esquemas culturales en los que han sido socializados, aunque el migrar obliga a ciertos acomodos subjetivos y al despliegue de recursos psíquicos y emocionales específicos, que proveen de un particular conocimiento de sí. De este modo, nuestro enfoque atiende a lo que Sandro Mezzadra llama la "dimensión subjetiva de los procesos migratorios" (2005, pp. 44-45).
En este sentido, consideramos que es necesario pensar la precariedad y la vulnerabilidad que los migrantes experimentan durante sus viajes y que muchas veces amplifica las que viven cotidianamente en sus países, como un espacio de subjetivación que implica, entre otras cosas, la creación de recursos colectivos y subjetivos de sobrevivencia y solidaridad. Nicolas Rose define subjetivación como los "procesos y prácticas heterogéneas por medio de las cuales los seres humanos llegan a relacionarse consigo mismos y con los demás como sujetos con ciertas características" (2019, p. 25).
Lo anterior no desmiente las condiciones de marginación y violencia que viven los migrantes en su trayecto por México, pero no reduce su agencia al sufrimiento o el padecimiento. En un texto dedicado a las tecnologías del yo, Foucault las define como el "modo en que un individuo actúa sobre sí mismo" (1990, p. 22). Nicolas Rose, por su parte, anota que una tecnología apunta "a todo montaje estructurado por una racionalidad práctica gobernada por una meta más o menos consciente" (2019, p. 26). Las tecnologías del yo serían parte de los procesos y formas de subjetivación que mencionamos antes.
Foucault sostiene que un sujeto "constituye la intersección entre los actos que han de ser regulados y las reglas sobre lo que ha de hacerse" (1990, p. 31). Esta definición mínima de sujeto apunta al momento en el que un acto es regulado por ciertas normas. El sujeto no sería otra cosa que esta intersección. "El sí mismo con el que se tiene relación no es otra cosa que la relación misma", escribe Foucault (citado en Agamben, 2017, p. 78). Cuando los migrantes resuelven, de algún modo, los dilemas que mencionamos se ubican en la intersección entre los actos regulados y las normas disponibles y se relacionan con ellos mismos de determinadas maneras. En ese sentido, se subjetivizan: se constituyen como sujetos.
Los actos y sus regulaciones no son espontáneos. Philippe Descola propone la noción de esquemas de prácticas para pensar las formas en que las acciones cotidianas son construidas, transmitidas y sostenidas dentro de un sistema cultural. El antropólogo sostiene que una acción posee dos elementos fundamentales: uno simbólico y otro técnico. El primero considera las posibilidades de significación en un entramado social específico, mientras que el segundo da cuenta de sus condiciones materiales. Descola advierte que ambos elementos están inherentemente ligados, aunque concede que en el universo de prácticas de cualquier cultura puede predominar alguno. Los esquemas de prácticas permiten "estructurar de forma selectiva el flujo de la percepción [...] organizar tanto la actividad práctica como la expresión del pensamiento y las emociones, de acuerdo con guiones relativamente estandarizados" y, además, dotan de un "marco para interpretaciones típicas de comportamientos o acontecimientos, interpretaciones admisibles y comunicables" (2012, p. 165). Por tanto, al pensar en esquemas de prácticas hablamos de procesos pulsantes a partir de los cuales las acciones pueden ser rastreadas, tanto en sus efectos (lo visible) como en su significación (lo narrable). En estos dos ámbitos se juega lo que denominamos las pedagogías del don.
Una vez que hemos establecido cómo las pedagogías del don pueden ser entendidas como un esquema de subjetivación particular, donde el migrante elabora un trabajo sobre sí, pasemos ahora a abordar la manera como la puesta en marcha de dichas pedagogías es atravesada por una serie de eticidades específicas.
Aproximación empírica: ética, palabra, performances
Las pedagogías del don son aprendizajes sustentados en la experiencia que se despliegan en dos planos: como una narración de algunos migrantes, elaborada a partir de lo que han vivido y que les muestra a otros migrantes con menos conocimiento cómo sobrevivir en el trayecto, cómo conseguir ciertos recursos y cómo pedirlos, pero también como el aprendizaje que cada migrante realiza durante su trayecto, resultado de las mismas prácticas, es decir, con una factualidad inmediata. Para los argumentos de este artículo, nos interesa remarcar que ambos planos son subjetivantes, es decir, demandan una relación específica y contextual con uno mismo. No se trata de una identidad, sino de una estrategia a la cual se recurre para resolver tres dilemas significativos: cómo sobrevivir sin recursos, cómo pedir sin humillarse y cómo solicitar ayuda sin representar un peligro o una amenaza. Estas preguntas localizan a los migrantes en coordenadas contradictorias, porque, por una parte, se trata de mantener incólume la dignidad, vinculada a una ética del trabajo; por otra, ser amables o confiables, según una distinción entre buenos y malos migrantes. En este proceso se enseña y se aprende una compleja trama de relaciones, posiciones y apariencias en la que se juega la sobrevivencia.
Los migrantes deben devenir sujetos de ayuda, pero resguardando su dignidad y las identificaciones más relevantes en relación con ellos mismos. Dado que la búsqueda de ayuda y las formas de solicitarla ocurren fuera de los contextos institucionales donde ella está organizada, normada y regida -por procedimientos más o menos claros y rutinarios-, el éxito depende, en parte, tanto de la capacidad de los migrantes para encontrar sujetos adecuados a quienes pedirles algo como de la representación que efectúen de dichas peticiones.
Ética del trabajo
El acto de pedir en el contexto del tránsito migratorio se encuentra vinculado al imperativo de sobrevivir, de conservar la integridad física y de cumplir con el objetivo de movilidad. Las personas entrevistadas reconocen sus acciones como una necesidad, es decir, como una acción que no puede eludirse o evitarse y es, en alguna medida, ajena a sus deseos y voluntad. En este sentido, guarda relación con los relatos sobre las motivaciones de la migración: la gente sale de sus países para buscar mejores condiciones de vida, trabajo, o huyendo de la violencia, situaciones que configuran la migración como un acto forzado. La violencia y la pobreza obligan a migrar, así como el hambre, el frío o el cansancio obligan a pedir durante el tránsito. Ambas experiencias se encuentran situadas en un contexto que reduce las posibilidades de acción de las personas y las expone a una intensa incertidumbre. La situación de precariedad implica una pérdida del sentido de autosuficiencia y control sobre los acontecimientos. De tal forma, el acto de pedir no es una práctica gratificante -quizá recibir y dar sí lo sean en algunas circunstancias-, aunque aparezca con frecuencia en los relatos de las trayectorias migratorias:
No, bueno. Yo realmente le soy honesto, no me gusta (pedir) porque me da pena. Y otra cosa es que yo siento que puedo hacer más para recibir ayuda, entonces no me gusta. Pero también porque no me gusta que me digan que no. Pero yo entiendo bien, pues la gente no tiene obligación. Otra es que se mira un poco feo agarrarlo como hábito. Pero si uno lo hace hoy y mañana y se va, pues creo que no es tan malo. Pedir no es malo, pero si lo está haciendo seguido y ya lo agarra como hábito, pues no está bien. ("Gerardo", hondureño, entrevista realizada en Puebla, Puebla, junio del 2015)
En la entrevista realizada a Gerardo, se expresan algunas repercusiones subjetivas del acto de pedir: ¿qué significa sentir pena?, ¿por qué es desagradable una negativa como respuesta? Se intuye que el acto implica una evaluación desfavorable de sí y de la valoración que el sujeto tiene de sí mismo y sus capacidades. Para Gerardo, como para otros migrantes que entrevistamos, su capacidad de trabajo constituía el principal recurso, durante el tránsito tanto migratorio como de su ingreso a los Estados Unidos. En esa ética del trabajo profundizaremos en este apartado.
La ética del trabajo construida por el colectivo migrante es producto del cruce entre dos condiciones: las experiencias de vida como personas autosuficien-tes que generan sus ingresos a partir del trabajo, y una relación con ellos mismos en la que se identifican como personas trabajadoras, que expresa, por tanto, su adhesión a una serie de valores, actitudes y modos de hacer. Ubicarse en estas prácticas cotidianas de sobrevivencia implica suspender ciertas nociones que se podrían tener sobre uno/a mismo/a: lo más importante es reemplazar temporalmente una consideración de sí sustentada en una ética del trabajo por otra de la necesidad y la petición. Por decirlo de manera esquemática, se deja de ser trabajador (aunque no completamente) para ser un necesitado, y se deja de vivir del trabajo para vivir de la caridad.
De este modo, los migrantes entrevistados se narraron como personas que eran, fundamentalmente, trabajadoras. Migraban para acceder a mayores oportunidades laborales o a un mejor pago por las actividades realizadas y, en consecuencia, a mejores condiciones de vida. Incluso aquellos que lo hacían por la urgencia de salvaguardar sus vidas, amenazadas por alguna forma de violencia, se reconocían a sí mismos, fundamentalmente, como sujetos trabajadores. Sus habilidades y su capacidad de trabajo se transformaban en recursos que podían intercambiar por la ayuda de los actores locales. A cambio de comida, una llamada telefónica, resguardo, etc., los migrantes se ofrecían a barrer, pintar, cocinar, entre otras tareas.
A pesar de las pérdidas subjetivas que puede acarrear el acto de pedir, la exposición de la necesidad ante el otro se encuentra dotada de un sentimiento de dignidad que protege al sujeto del juicio social. En ese sentido, "Julio" dice: "cuando pido dinero no siento que me esté humillando, siento como una necesidad. Si me dan o no me dan, yo digo 'que Dios te bendiga'. Yo no me enojo porque no me dan" (hondureño, entrevista realizada en Apizaco, Tlaxcala, septiembre del 2015). La necesidad permite catalogar, diferenciar y aquilatar las prácticas y los afectos: pido porque lo necesito, entonces no me siento humillado.
La ética del trabajo traza diferencias temporales y espaciales en las subjetividades migrantes y sus narraciones. En la primera coordenada, distingue tres momentos en sus trayectorias de vida: anterior (cuando se trabajaba), presente (cuando se pide ayuda) y posterior (cuando se volverá a trabajar). En la segunda coordenada es posible diferenciar tres lugares: el de origen (donde se trabajaba), los caminos y las rutas migratorias (donde se pide) y los lugares de destino (donde se volverá a trabajar). Las condiciones del viaje obligarán a los migrantes, tarde o temprano, a pedir ayuda y a confrontar la ética del trabajo con sus experiencias de vulnerabilidad, pero esas coordenadas espacio-temporales resguardarán sus subjetividades de una identificación desvalorizante con el mendigo o el menesteroso, es decir, con aquel que nunca y en ningún lugar ha trabajado. Podríamos decir que la identidad de los sujetos como trabajadores precede a su identidad como migrantes: eran trabajadores antes de migrar y lo seguirán siendo al llegar a su destino.
Éticas del uso: buenos y malos migrantes, verdaderos y falsos
En el lenguaje de los migrantes, se llama "charolear" a pedir dinero, por ejemplo, en los cruceros de calles transitadas, en centros comerciales u otros puntos concurridos de las ciudades. Si bien es una práctica a la que recurren muchos migrantes a lo largo de las rutas migratorias, constituye una de las formas más complicadas de conseguir recursos e implica una serie de riesgos para los valores sociales y las expectativas que sostienen la solidaridad. Dado que se pide dinero, su "buen" uso no está garantizado y da pie a conductas que se consideran reprobables, como usarlo para comprar drogas o alcohol. Tal como lo describe Gerardo, hondureño de 32 años, la palabra "charolear" puede considerarse un eufemismo de "pedir limosna":
Sí, yo lo he hecho. Más antes lo hacía cuando iba a un lugar y no tenía para los gastos. En realidad no me agrada mucho, pero sí lo he hecho y, últimamente, en las últimas venidas no. Uno busca otras formas de cómo poder pedir, o sea, sí pedir pero ofreciendo un servicio. Por así decirlo, no sé, limpiando carros o "señora, le ayudo a barrer su casa". De repente por ahí sale un plato de comida o unas monedas. Así es menos notorio cuando uno estira la mano para pedir dinero. A la gente no le gusta eso, a algunas se les hace desagradable. Máximo si no tienen recursos ellos. Uno busca otras formas de ayudarse. (Gerardo, hondureño, entrevista realizada en Puebla, Puebla, junio de 2015)
Para charolear se requieren recursos retóricos y una performance corporal que coincida con las representaciones comunes de los migrantes centroamericanos en territorio mexicano: su estancia es pasajera, sus condiciones son de miseria y piden porque no tienen otra forma de mantenerse. Si un migrante permanece charoleando por un tiempo prolongado en algún lugar, se sospechará de su estatus y sus intenciones.
Los migrantes que entrevistamos se vieron obligados a pedir ayuda por diversas razones: el desgaste físico extremo, quedarse sin dinero, sufrir robos o extorsiones, el desconocimiento de las redes locales de vinculación laboral o la negativa explícita de ser contratados en algún trabajo remunerado. Pero esta petición se elaboraba desde la ética del trabajo: vivir de la ayuda de los otros sería un momento excepcional mientras se logra recuperar las fuerzas o conseguir trabajo, lo que implica que pedir no es su modo de vida, sino una práctica emergente y excepcional. Esta excepcionalidad distingue a los verdaderos migrantes de los falsos.
Otra distinción recurrente en las entrevistas fue la de buenos y malos migrantes, la cual condensa un conjunto de comportamientos y valores que, de algún modo, organiza las prácticas solidarias y las relaciones entre este colectivo y los habitantes de las localidades por donde transitan. La solidaridad estaría sostenida por una condición fundamental: no dar mal uso de lo recibido ni hacer del pedir su forma de vida. De tal forma, la ética del trabajo está estrechamente ligada con los usos de la solidaridad por parte de los migrantes. Como trabajadores, los migrantes saben del esfuerzo que implica obtener las cosas y honran dicho esfuerzo utilizándolas únicamente para sustentar su trayecto:
Muchos de nosotros que vamos y le pedimos a la persona, que a lo mejor con un sacrificio nos da un peso y ¿qué hacemos? Nos vamos a un chupadero, a tomar, a comprar droga, o a mal invertir el dinero que a lo mejor nos lo están dando de corazón, pa' que uno pueda comer, comerse un taco bueno, o sea, estar bien. ("José", salvadoreño, entrevista realizada en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, abril del 2015)
Un uso distinto contravendría la confianza de quien se desprende de algún bien para ayudarlos; convertirse en dependientes de la caridad rompería con su visión de sí mismos como sujetos autosuficientes y proveedores de otros. Aquí opera, por una parte, un mapa moral que enmarca lo que se espera de ellos; por otra, una gramática social del pedir que constituye las subjetividades de quienes entrevistamos.
La solidaridad es una práctica que sedimenta una historia de interacciones y vínculos entre migrantes y habitantes locales. De este modo, quien pide ayuda debe hacerse cargo de los efectos de muchas otras peticiones semejantes. Por eso, el uso de lo que se dona es tan relevante, pues permite diferenciar entre sobrevivencia y abuso. La distinción entre buenos y malos migrantes es elaborada por las comunidades por donde transitan y las organizaciones que les ofrecen ayuda, y se entrecruza con la que se traza entre verdaderos y falsos migrantes. Un buen migrante es también uno verdadero; uno malo, también es falso. Si bien este orden moral puede ser más complejo e incidir en otras prácticas, además de las solidarias, nos interesa destacar que la solidaridad no es una práctica pasajera, sino que en ella se asienta una categorización de los migrantes que determinará, en ciertas condiciones, sus vínculos con diversos actores locales. Como vimos en la introducción, la queja de una migrante hondureña por la comida que le daban dio pie a muchos comentarios de rechazo. Hay un horizonte de expectativas que surge con claridad cuando no se cumple con las normas implícitas de la solidaridad, de modo que se condena a quien las transgrede. Esto supone una tensión constante entre las subjetividades migrantes, ancladas en el trabajo, y un orden moral del don que reclama el agradecimiento y el acatamiento de quienes son ayudados. Si el trabajo implica cierto grado de autovalía y autonomía, la solidaridad caritativa reclama reconocimiento y dependencia.
Los migrantes aprenden a moverse en esta red intrincada de conductas, valores y expectativas. Saben, por ejemplo, que los comportamientos de migrantes que pasaron antes por algún lugar determinarán en gran medida la disposición de los locales a ser solidarios. Las pedagogías del don narran estas vicisitudes y enseñan a reconocerlas y sortearlas; ayudan a los migrantes a anticipar ciertas resistencias y probar modos de vinculación que faciliten las respuestas positivas a sus peticiones de ayuda: "Te pueden decir: 'no hagas eso. Eso sí podés hacer, eso sí'. Y soy una persona de ese esquema que a mí me gusta actualizarme" ("Jerónimo", hondureño, entrevista realizada en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, diciembre de 2015)
Tal como lo expresó Jerónimo, dichos esquemas de anticipación y organización de la experiencia, así como su desarrollo o perfeccionamiento, se nutren de dos fuentes, distintas pero complementarias entre sí: lo que se dice sobre el pedir y la experiencia particular de cada sujeto, que debe actualizarse a cada paso.
Hasta aquí hemos dado cuenta de los modos de eticidad que atraviesan el acto de pedir por parte de los migrantes. Toca ahora ocuparse de las formas particulares a partir de las cuales se despliegan estos mismos actos de pedir. Ellos corresponden a lo que se enuncia (cierta lírica) y a lo que se muestra (morfologías corporales).
La lírica del pedir
Como indicamos, el viaje que realizan los migrantes por territorio mexicano se caracteriza por su excepcionalidad, dado que las condiciones que enfrentan los exponen a situaciones de vulnerabilidad y precariedad extrema en las cuales las necesidades cotidianas, como bañarse, comer, descansar, no pueden ser resueltas de forma habitual.
Durante las entrevistas realizadas, indagamos de manera específica por los saberes que los migrantes poseen sobre el acto de pedir: ¿de qué forma hay que hacerlo?, ¿cuándo?, ¿a quiénes? Julio, migrante hondureño de 44 años y con varias experiencias de viaje, comenta:
Entrevistador: ¿Hay una forma particular de pedir las cosas?
Entrevistado: El problema mío es que yo soy directo y claro en decir las cosas. Si yo pido una moneda digo: "Señor, señora, niño, lo que sea, me regalas una moneda, mira que no soy de acá y quiero comprar comida". Hay unos que me dicen "es que no tienes lírica"; eso es que no tengo labia. No la tengo, no ando con muchos rodeos, si se puede, bien; si no, también, que Dios la bendiga.
Entrevistador:¿Cómo sería la lírica? Entrevistado: Pues yo conozco a unos que se inventan unas... Que hacen hasta llorar a las personas. Yo no, soy directo, digo: "mire señor, no soy de aquí, soy de Honduras, quiero hacer para un taco, ¿no tiene una moneda?", "mira que no tengo monedas, pero tengo comida" y ahí voy. No es que sea grosero, hay que llegar con un tono amable. Yo, en lo personal, soy sincero. (Julio, hondureño, entrevista realizada en Apizaco, Tlaxcala, septiembre del 2015)
Podríamos considerar la lírica como una forma de pedir que los migrantes emplean para habilitar un circuito del don. Las condiciones del viaje plantean retos para las relaciones entre las personas locales y los forasteros. En ocasiones son contactos efímeros, de escasos minutos, en los que las primeras impresiones, el tono de voz, la mirada, la ropa, los gestos, incluso el olor, serán determinantes para que la petición tenga una respuesta positiva. En otros momentos, hay mayor oportunidad de interacción con la gente local, lo que posibilita una comunicación más detallada de la experiencia migratoria y las necesidades de los migrantes. Las repercusiones de esta comunicación dependen de las estrategias de presentación de los sujetos, que, lejos de ser un ejercicio de traducción espontánea de la experiencia, implican un distanciamiento e incluso una ficcionalización que puede revestir muy diversas formas.
En la interpretación de la lírica, Julio señala un elemento de ficción: "Pues yo conozco a unos que se inventan unas.". La lírica es una estrategia retórica que busca visibilizar o comunicar una necesidad al otro con el fin de motivar su solidaridad. Sin embargo, la tensión entre necesidad y verdad, que emerge cuando el sujeto migrante se ve cuestionado por los otros, ya sea por sus pares o por sus posibles benefactores, crea una zona de indeterminación difícil de elucidar. Así, hay ocasiones en que los benefactores ponen a prueba a los migrantes para definir la "verdad" o "falsedad" de sus relatos; por ejemplo, si solicitan dinero para comer, se les entrega comida, y si la rechazan, se sospecha que sean verdaderos migrantes. Las pruebas transcurren generalmente en el entendido de que la necesidad obliga a aceptar los bienes sin condiciones. Por otra parte, la categorización entre buenos y malos migrantes se pondrá en juego al evaluar la gratitud o la humildad con que pidan o reciban tales bienes.
En este punto es necesario destacar que nosotros solo entrevistamos a verdaderos/buenos migrantes que hablaron, a veces, de falsos/malos migrantes. En esa medida, parece que dichas categorías describen una alteridad dentro del propio colectivo migrante que es crucial, puesto que los falsos/malos migrantes deterioran las percepciones locales sobre la totalidad de migrantes que transitan por pueblos y ciudades de México y dificultan el acceso a solidaridad, recursos y ayuda. Pero, además, es una alteridad que sirve como parámetro para regular la propia conducta alejándose de aquello que podría degradar la percepción que las personas tienen de sí. Nuestro informante prefiere "ser sincero" o "directo", aunque eso conlleve una negativa, a "inventar", lo cual equivaldría a formular una experiencia falsa, aunque con mayores probabilidades de éxito.
Como vimos, el dinero en las gramáticas solidarias es un ingrediente controversial, dado que no es posible definir su uso de antemano; por otra parte, es necesario que el migrante anticipe de alguna manera lo que el otro le puede dar. Los migrantes no solicitan dinero a personas que perciben con igual o mayor necesidad que ellos; en esos casos, se podría pedir comida, alojamiento o agua. Ya sea que sus benefactores sean personas de escasos recursos o no, tanto la presentación de sí, en un momento de grandes dificultades y carencias, como el relato de las condiciones peligrosas o agotadoras del viaje son considerados como elementos que favorecerán la petición:
Entrevistador: Pensando en la gente que te ayudó, ¿por qué crees que lo hacen?, ¿cuáles son sus motivaciones? Entrevistado: Pienso yo que lo hacen porque ellos observan la situación que vive uno, en la forma que vienes vestido, lo que observan ellos en nosotros, lo difícil que puede ser. Observar y vernos en la situación en la que vivimos es la motivación. Más si nosotros les comentamos lo que vivimos en el camino. Ellos más con gusto y con voluntad lo hacen. (Gerardo, hondureño, entrevista realizada en Puebla, Puebla, julio del 2015)
Cuerpos que piden
La ética del trabajo construye como herramientas productivas las corporalidades de quienes entrevistamos. Sus cuerpos están disciplinados desde sus lugares de origen por las faenas del trabajo al que se dedicaban. En ese sentido, pensaban su cuerpo como activo y resistente, moldeado al calor del trabajo, y como fuente fundamental de su capacidad de proveerse de recursos, a ellos mismos y a otros. A la inversa, los cuerpos de quienes no compartían esa ética son vistos como flojos, improductivos, poco resistentes. La experiencia de pedir de la que hablaron nuestros entrevistados está marcada en y por los cuerpos, por la oscilación entre su vulnerabilidad y su aguante:
Saber que, si se va a salir de un país. no es ir a la vuelta de la esquina, a ver qué. Es un viaje largo, y de que se sufre, se sufre. Se aguanta hambre, se aguanta sed, se aguanta frío. Ser consciente uno antes de salir de si uno va a aguantar. Saber de que no es lo mismo. No vamos a venir en carrito, tranquilos. (Julián, nicaragüense, entrevista realizada en Chahuites, Oaxaca, diciembre del 2015)
La vulnerabilidadjuega un papel fundamental en las posibilidades de pedir. Avanzar implica cansancio, mala alimentación, estrés. Esto provoca pies destrozados por ampollas reventadas y vueltas a reventar, músculos magros constreñidos al hueso, labios resecos, piel quemada, ojos hundidos con profundas ojeras, como parte de las marcas del camino, huellas de su supervivencia. A veces se suman los rastros de los golpes, las caídas, los tropiezos: el camino es un lugar lleno de potenciales peligros. La fragilidad se encarna en el cuerpo y ella facilita conseguir ayuda.
Los migrantes detectan que los más vulnerables por su condición física (niñas, niños y mujeres) son, a su vez, los/as que reciben más bienes. También relatan que, en la sima de sus capacidades corporales, hallaron personas que aliviaron su sufrimiento con agua, comida, ropa, dinero o un lugar donde descansar. Mientras más avasalladora era la experiencia de la vulnerabilidad, mayor la probabilidad de ser asistidos, pero también de quedar moralmente expuestos.
Los cuerpos dan cuenta de la excepcionalidad que viven los migrantes, son un testimonio de las condiciones de sobrevivencia extrema que experimentan. Sus cuerpos, en su materialidad consumida, les permitían ser vistos como potenciales receptores de ayuda dentro de las gramáticas de la solidaridad. Algunos migrantes consideraron que ciertas personas fueron solidarias porque en esa corporalidad extenuada era posible observar el sufrimiento, el cual tocaba el corazón de aquellos a quienes iba dirigida la petición de ayuda.
Ya que no teníamos dinero ni nada, ¿verdad? Ya. digamos... casi por el mercado caminamos y entramos, nos metimos para el mercado y ya comenzamos a pedir un poco de verduras y agua, a las personas, totalmente. Y como nos miraban que veníamos todos chucos todavía, que acabamos de llegar y la música. Para hablar, teníamos la lengua seca, ni saliva tenés. Entonces. [risas]. Ya ellos ahí tuvieron misericordia de nosotros y nos dieron. nos dieron un poquito de agua, nos dieron unos platos de comida, bastante verdura, para que comiéramos y. comimos ahí. Ahí me invitó una señora que tenía un restaurante ahí mismo, a un lado; ella nos dio como 200 pesos para que nosotros pudiéramos ir por el. bus, para que nos cuidáramos acá a Ixtepec, que totalmente dijimos: "¡Wow!" Esa señora todavía la traigo en el corazón mío, que corazón tan lindo de ella, aparte que nos da de comer, todavía nos da dinero para que sigamos, digo yo ¡wow! ("Aurelio", hondureño, entrevista realizada en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, diciembre de 2015)
Ese cuerpo amenazado por la intemperie era cubierto por la acción activa del cuidado de quienes lo encontraron.
A diferencia de estas situaciones extremas, aunque comunes, cuando los migrantes aún tenían energía corporal, recurrían a sus capacidades performativas corporales para poder vincularse y pedir. En cambio, el agotamiento extremo deteriora la capacidad de acción y comunicación, mientras la solidaridad adquiere un tono de urgencia que transfiere al donatario la decisión y la acción solidaria.
Como hemos planteado anteriormente, las pedagogías del don posibilitan la organización y creación de ciertos esquemas de lectura-acción ligados a pedir y a dar. La performatividad corporal se refina fundamentalmente en las experiencias de encuentro de cada migrante con potenciales donadores. En esos encuentros, los migrantes descubren particularidades de sus corporalidades sobre las que comienzan a actuar para potenciar la solidaridad: el tono de voz, por ejemplo, o una aproximación amigable. La demanda de ayuda tiene límites, por lo que los migrantes se alejaban de quienes, aun pudiéndoles brindar ayuda, les humillaban. En ese sentido, una de las condiciones fundamentales de la solidaridad es el establecimiento de relaciones no agresivas entre donatarios y donantes.
Podemos decir que la ética del trabajo es también una ética de la cercanía y la igualdad: quien da es una persona trabajadora al igual que quien pide. La ruptura de esta similitud valorativa y comportamental genera hiatos en las prácticas solidarias, porque el dar se transforma en una experiencia peligrosa o incierta. De este modo, el pedir que redunda en humillaciones o el que se convierte en violencia desestabiliza las expectativas compartidas, aunque diferentes, que sostienen estas prácticas. Las pedagogías del don serían aprendizajes para mantener un frágil equilibrio entre la amenaza y la cercanía, entre la necesidad y el abuso. Son pedagogías, en ese sentido, de los vínculos efímeros con los extraños.
En esa línea, los migrantes detectan qué aspectos de sus corporalidades los tornaban peligrosos o amenazantes. En ese sentido, energía, fuerza, juventud, una masculinidad sexualmente amenazante o una complexión más grande de lo común requieren ajustes estratégicos a la hora de pedir. Estos ajustes suelen implicar la exaltación de un talante amable y pacífico. El cuerpo habla en su performance; es escenario y actor fundamental de la petición. "Y pues saben que venimos, venimos, nos vemos buenas personas, no nos vemos personas que somos, venimos, que somos pandilleros. O sea, venimos con los brazos cruzados, no venimos con armas, no venimos con nada, y pedimos, no andamos tocando nada" (Rogelio, guatemalteco, entrevista realizada en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, junio del 2015).
Para pedir, la fuerza no es necesaria, pero sí lo es la sutileza. Aunque la disciplina del trabajo y el aguante en el camino han forjado un cuerpo recio, el migrante se acerca desde la carencia. El cuerpo debe mostrarse humilde: no mirar directo a los ojos, acercarse hasta que lo permita el potencial donatario, dejar que el otro le vea y pueda decidir. Un cuerpo migrante no irrumpe ni arrebata la ayuda: se muestra y pide, espera y acepta.
Cierre: derechos y solidaridad
La migrante hondureña cometió el error de quejarse de la comida que le ofrecían en el albergue donde estaba alojada. Su reclamo produjo una reacción casi consensual entre miles de personas: si no te gusta, vete. Parece que una condición de la solidaridad es la aceptación silenciosa de lo que se recibía. Si la queja de esa migrante fuera un reclamo de derechos (a la alimentación o la integridad corporal, por ejemplo), la respuesta que recibió mostraba que su situación no le permitía exigir derechos, sino agradecer la ayuda. Esta es una condición liminal en la que se encuentran miles de migrantes en tránsito o residentes en México, que dependen de la solidaridad institucional o informal para poder sobrevivir, pero están inhabilitados para reclamar los derechos que tendrían, según algunos tratados, leyes y acuerdos.
Si bien es necesario distinguir entre las redes institucionales de ayuda y las prácticas informales, avizoramos que la solidaridad sin un énfasis ciudadanizante aminora los efectos devastadores de los procesos migratorios sobre los cuerpos y las subjetividades migrantes, pero ratifica su estatus excluyente. En ese sentido, las pedagogías del don que analizamos son prácticas de sobrevivencia y no estrategias de ejercicio de derechos, por lo que dotan de recursos, pero vulnerabilizan a los migrantes centroamericanos. El Estado mexicano no se hace cargo de las condiciones de vida de estos migrantes y profundiza su precariedad y vulnerabilidad, por lo que organizaciones civiles y religiosas han tenido que garantizar, si lo logran, mínimas condiciones de vida a estos sujetos. Muchas veces, esto se acompaña de una pedagogía de los derechos humanos que busca modificar su estatus político y afianzar sus ciudadanías. Pero en las prácticas informales, en las miles de interacciones cotidianas en las que alguien pide algo a otra persona, dadas algunas condiciones radicales de precariedad, no son los derechos inalienables los que orientan los vínculos, sino una trama compleja de valores, conductas y expectativas que los organiza de forma implícita y eficaz.
Las pedagogías del don son modos de aprender a moverse en este campo, determinado y azaroso a la vez. Ellas enseñan esquemas de relacionamiento que se ligan a performances del cuerpo y a retóricas del pedir, y de igual modo muestran cómo solicitar ayuda sin incurrir en una autovaloración relacionada con la humillación y el desprecio. En esta investigación encontramos que la ética del trabajo, como una forma de relacionarse con uno mismo, ofrece tanto protección como justificación. La búsqueda de ayuda es circunstancial, pues los migrantes buscan mejores condiciones de trabajo. En esa medida, no son menesterosos, sino necesitados. Sin embargo, un orden moral y una gramática de la solidaridad les enseñan que la diferencia entre buenos y malos migrantes, así como entre verdaderos y falsos, no es sustancial, sino contextual. De este modo, las pedagogías del don entrenan a los migrantes para ser buenos y verdaderos. Esto es lo que impugnó la migrante alojada en la frontera Norte: una buena y verdadera migrante no reclama, porque la bondad y la verdad no se sustentan en sus derechos, sino en sus virtudes.