1. Introducción
Todo espacio realmente habitado contiene la esencia del concepto de hogar, porque allí se unen la memoria y la imaginación, para intensificarse mutuamente […] [A] través de los sueños, los lugares que habitamos impregnan y conservan los tesoros del pasado. (Bachelard, La poética del espacio, pp. 92-93 1987)
El paisaje y la memoria en José Ramón Mercado
José Ramón Mercado ha publicado 14 poemarios que van desde los tópicos familiares, espaciales, una poesía con una meditación o aspectos latinoamericanistas y también un pensamiento profundo, que hace de esta obra poética, a través de 45 años de publicación, la muestra patente de un espíritu perseverante. Así, desde 1970, comienza ese recorrido con No solo poemas, luego El cielo que me tienes prometido (1983), y más adelante: Agua de alondra (1991), Retrato del guerrero (1993), Árbol de levas (1996), La noche del knock-out y otros nocauts (1996), Agua del tiempo muerto (1996), Los días de la ciudad (2004), Agua erótica (2005), La casa entre los árboles (2006), Poemas y canciones recurrentes que a simple vista revelan la ruina del alma de la ciudad y la pobreza de los barrios de estratos bajos (2008), Tratado de soledad (2010) y Pájaro amargo (2013) y Vestigios del náufrago (2016).
Representa un espíritu perseverante porque, a pesar de la poca difusión, del pago de ediciones propias, la insistencia ha mantenido la poesía de Mercado en un limbo en el que el reconocimiento muchas veces ha sido efímero, contradictorio. El poeta nace en 1937 en el departamento de Sucre, y su orbe artístico cubre una obra en la que descuellan las huellas de la poesía del Caribe todo: la oralidad, el neorrealismo, lo cotidiano, el lenguaje transparente, el compromiso ideologizante, el prosaísmo, la desmitificación del poeta. Se cruzan, además, en conjunción con temáticas que van desde la cultura popular, el recuerdo de la familia, lo urbano, la violencia en Colombia, la poesía erótica y una poesía simbólica en uno de sus libros, Agua de alondra.
Los artistas y personajes de la época, se convierten en seres con carnadura, muy de la mano con la poesía de Mario Rivero y sus Baladas y Elkin Restrepo con su Bla, bla, bla, crónicas y retratos líricos, propios de un pensamiento que expresa los retratos de un poeta nada adolescente. Desde la cultura del poeta, este no hace más que revivir los sucesos y la cultura de esos años, como señala Carlos Fajardo, en las que el intelectual y el poeta asumen una actitud crítica frente al capitalismo avasallante y sus tradiciones burguesas. La imaginación sin limitaciones fue adoptada por la gran mayoría de estos bardos, quienes, entre disidentes y sectarios, comunistas y conservadores, florece la llama de una cultura popular de manera golpeante. Es la época de los Beatles y Joan Báez, la revolución cubana, Kennedy, Johnson y Nixon, acompañados de la guerra de Vietnam, los hippies y Mao Tse Tung; Marcuse y el “nuevo” Sartre, y, además, “la imaginación al poder “ y el “prohibido prohibir” del mayo del 68 francés; la invasión de tanques rusos a una Praga y Santo Domingo invadido por marines gringos; del Che Guevara y Camilo Torres Retrepo asesinados en Bolivia (Fajardo Fajardo, 2011, p. 117)
Las nuevas sensibilidades se adquieren en las revistas, la radio y la televisión. Frente a los avances de una poesía neovanguardista de Latinoamérica, especialmente la argentina y la chilena, y de alguna forma la peruana, en Colombia se revive un período apenas posnadaísta, aunque crítico. Para Cobo Borda (1995), ya no se tiene miedo a la sensiblería ni al sentimentalismo, a lo cursi, la mistificación moral ni a la música ni a la ficción: “Todo tenía cabida. Todo debía estar allí: mitos, bajezas, presagios y mugres, sueños y depresiones, brutalidad y dulzura […] edificar algo más duradero que la simple pesadumbre” (p. 249).
En este plano se identifica José Ramón Mercado con la poesía de Jorge García Usta, especialmente en Libro de las crónicas, pues en esta parte el poemario toma una declaración de principios metapoéticos, pero sobre todo de declaración de la poesía de la experiencia de la cultura popular, o, digamos, mucho mejor, de una parte de la experiencia lectora de los intelectuales y estudiantes de los años 60s, 70s y 80s (y todavía, muchos, de los 90s), poesía, en fin, también cultista.En el caso del poemario de García Usta desfilan, al igual que en la poesía de Mercado, Whitman, Jacques Prevert, Johnny Kay, Cartier Bresson, Verlaine, Simón Bolívar, Edgar Lee Masters, Violeta Parra, Heráclito, Sócrates, Vanessa Redgrave. Estos nombres permiten denominar a Mercado como un “cronista de la existencia contemporánea” (Castillo, p. 2001, 341).
La poesía de José Ramón Mercado se identifica especialmente por tres temáticas, como mucha de la poesía del Caribe: memoria, identidad y paisaje. En este sentido, podría representar una prolongación de la otra dimensión de la poesía caribeña: aquella que apela a los mitos fundacionales, mas no estáticos, pero también a la que se construye en un espacio sociohistórico diferenciado, a través de una retórica parecida pero distinta, pues se trata de poner en escena temáticas en las que la dimensión cultural proviene de tres fuentes: lo blanco, lo negro, lo indio, y que, sin embargo, no adquieren un color sino que expresa una mirada desde un mestizaje o hibridez de origen aceptado mas no excluyente ni decisivo.
Ello significa mirar el texto poético como efecto de cinco formas de identidad: 1) a través de la relación literatura-espacio, lo cual manifiesta una dimensión “procesual” de la identidad (Ricoeur, 2003; Hall, 2003), cambiante, especie de identidad cultural. Ello hace que sus expresiones (artísticas, sociales, culturales), de acuerdo con las mentalidades, las relaciones sociales, el lenguaje, las instituciones, el espacio territorial, las ideologías y el tiempo histórico, como asidero o rechazo de las transformaciones, se vuelva tornadiza y se observe un fenómeno de identidad múltiple, fragmentada y relacional (Hall, 2003). También conlleva 2) una identidad compuesta, múltiple y variada, porque la identidad cultural devendría en un fenómeno abierto, de variables explicativas o independientes, entre las cuales se destacarían: el tiempo o momento histórico, el espacio geográfico y la singularidad del ser, el cual revelaría, de acuerdo con los giros del tiempo, su carácter contingente y al mismo tiempo histórico, frágil y prescindible. Podría haber sido uno u otro, podría haberse perdido parte de la experiencia o del origen. De allí que devenga el carácter importante que adquiere el distanciamiento del contexto (Giddens y Lyotard, citados por de Castro, 2011, p. 2) generado por una pérdida del origen, como un primer elemento que define las relaciones sociales entre los individuos, el mundo, los grupos y nosotros mismos.
Ello conlleva otra identidad: 3) la crítica1, de resistencia, bajo la cual los actores culturales se hallan en posiciones estigmatizadas por la lógica de la dominación de la sociedad, y su obra artística representa la mejor forma de cuestionar lo establecido. Para Mercado, entonces, la poesía se torna en una forma de resistir la carga de modernidad y globalización alienante mediante un distanciamiento artístico y reflexivo, en el que la poesía geocultural cuestiona, afronta, confronta. Al mismo tiempo, acude a otra estrategia: distanciarse, que conlleva descubrir al otro, dar cuenta de la alteridad, para afirmarlo o negarlo. Distanciarse implica iniciar una etapa de creación de diferencias más o menos estables, “que pueden ser siempre renovables y siempre provisionales según la transformación de los grupos y de la realidad social” (de Castro, 2011).
Por ello, y también, la identidad es 4) variable y relacional. En el primer caso, depende de la identificación del individuo (valdría la pena mejor hablar de identidades: de transformaciones del individuo según sus cambios de lugar, tiempo, espacio). Por ello, la identidad variable se encuentra afirmada por las cogniciones transformativas que el ser humano desarrolla en su vida cotidiana y en las cuales establece vínculos emocionales, da significados y de pertenencia con su entorno. Un ejemplo se encuentra en las transformaciones que implican los viajes y las diásporas, con los movimientos y con los cambios en las cosmovisiones de los autores mediante estos éxodos. Una forma de verlo es la que se asocia a la identidad caribeña, múltiple y fragmentada (Derek Walcott es un ejemplo) ante lo cual la identidad cultural devendría en un fenómeno abierto, de variables explicativas o independientes, en el que el discurso social busca restituir la comunalidad mediante la palabra evaluativa (del poeta, del escritor). Hall habla, entonces, de la identidad relacional como un proceso articulatorio entre sujetos y su prácticas discursivas (Hall, 2003).
También es relacional, pues la identidad se asume de forma consciente, como discurso racional o vivencia cotidiana, en el que ese tipo de identidad l2 se encuadra en lo consciente y lo vivido en el contacto con las culturas (Glissant, 1990, p. 157), lo cual habla de las huellas que el creador adopta como sujeto cultural con su entorno. Con ello, establece una comunicación, una comunión y una plenitud convivencial o de relación, incorporada a la práctica existencial del poeta, ante lo cual esta poesía se revela como una poesía de la experiencia.
Deviene ello en una literatura que refleja una geopoética, con lo cual promueve dos procesos: uno, como ya se ha indicado, de identidad como proceso relacional (Hall), cultural e histórico, y, con él, uno consecuente, el de 5) la identidad narrativa (Ricoeur), la cual radica en el que al vivir con los otros, el autor transmite, narra desde mi yo, de forma que el sujeto lírico o el narrador presenta “una figura de sujeto”, proporcionando una “identidad sentimental” (Karlheinz Stierle, citada por Scarano: 2007, p. 88). El primero es constitutivo, externo; el otro, se presenta desde lo interno, sin embargo, se encuentran íntima, inextricablemente unidos: una dimensión relacional, que abre los espacios de la experiencia para aprender, relacionarse y transformar(se) consigo mismo y con los otros. Por último, 6) la identidad imaginaria, planteada por Julio Ortega, que radica en que el poder de la lírica, a través de su autor, “rehace la utopía literaria de un conocimiento fragmentario pero cierto del mundo en las palabras” (1995, p. 61). Esta última conjuga las tres que la preceden.
Podríamos pensar que existe en la identidad imaginaria de los poetas del Caribe colombiano, aunados a través de tópicos como la memoria y el paisaje, una especie de cruce de alegoría e identidad, entendiendo, en el caso del primer concepto (doy aquí un giro a su consabido concepto hierático), como las imágenes que buscan, más que personificar o “cosificar”, rehabilitar edénicamente las ideas paisajísticas (consideradas como instrumentos de expresión y de poder simbólico). Se representa así, bajo esta escritura poética, una propuesta de tipo político-cultural en la que subyace una “política del lugar”. Estas imágenes líricas, esta poética muestra una reveladora concepción de mundo de la que emana también una reflexión simbólica y de corporeidad evocatoria, coherente y resistente al imperio de la globalización. Puede considerarse entonces que la poesía del Caribe colombiano expresa un giro autoconsciente y resistente, y en esta el poeta, el artista, propone “repensar, reimaginar, reconfigurar lo propio a través de la visibilización de sus fisuras, vacíos, carencias […] y deseos de los discursos que hablan de lo propio (como el de la misma literatura)” (Mansilla, 2006). Busca, con ello, reinventar, reimaginar desde lo adánico y lo edénico (como ruptura), recrear ese mundo ficcionalizándolo como si fuera su primera vez. Ello conllevaría, además, dar continuidad y coherencia a una conciencia reflexiva y creativa, que trasciende el espacio poético por parte del poeta, revelando a un individuo en la construcción de su propia identidad. La poesía configura esas propuestas.
Justificación
Sobre reconfigurar lo propio a través de los vacíos, carencias y deseos, pero a través de una “factualización” (Caballero, 2010), de una ficcionalización parecida a la verdad, hace, una vez más, que la literatura del Caribe, se asuma como un espacio de gran plasticidad. Esta ficcionalización y la plasticidad se acercan también a las nociones políticas y geográficas. De allí que Raphaël Confiant en su conferencia «Paisaje, historia y literatura en el archipiélago Caribe» exprese que a pesar de que la globalización conlleve una visión otra, cambios y custionamientos en las nociones de “nación”, “territorio”, “lengua materna” e “identidad”, tal plasticidad en el mundo caribeño lo hace único:
El paisaje se esfuma frente a la imagen en tres dimensiones […] En las novelas del movimiento de la Criollidad (Créolité), la naturaleza no solo es personaje, como en las obras de Glissant, o historia, sino que también se convierte en una entidad que debe ser respetada y protegida al igual que los seres humanos (2011, p. 5).
Lo que interesa de esta cita son los términos identidad y naturaleza, entendida esta última en este caso como paisaje. Su visión abierta, posmoderna, cuestiona las nociones de identidad, nación, territorio, lengua materna y redimensiona la del paisaje. La mirada a este es la que identifican a Edouard Glissant y Confiant. Por su parte, Derek Walcott considera que no solo la musa de la historia es relevante para mirar las Antillas y América, sino la visión adánica que han tenido los poetas del Nuevo Mundo. En Saint-John Perse, por ejemplo, se halla «la ma tal a los vientos, a los mares, a las lluvias […] Su espíritu es el mismo que el de los poemas de Whitman o Neruda, pues todos ellos buscan espacios en los que el elogio de la tierra es elemental» (Walcott, 2000, pp. 55-56). La redimensión del paisaje, desnudándolo del naturalismo o del romanticismo, revela su relación con la poesía del Caribe colombiano. Si bien existen diferencias entre la literatura del Caribe anglófono, francófono e hispánico, el paisaje, la identidad y la memoria son factores aglutinantes, además de los temas señalados por Silvio Torres-Saillant: la historia, la religión y el lenguaje.
En este texto se propone que en el poemario Agua del tiempo muerto, José Ramón Mercado retoma varias de las temáticas de No solo poemas (1971) en su primer y segundo apartado: la casa, el pueblo, la región, la memoria familiar. Así mismo, en este libro-collage se conjugan el retorno a los “lugares sagrados”, la intemporalidad y el rumor, la sencillez y la ensoñación como retrato de unas relaciones numinosas. El objetivo de esta lectura es dar testimonio de una poesía de la experiencia, que trata de “vivencializar” el mundo (en palabras de Mercado), el entorno y la historia del hablante lírico a través de “biografemas” (Barthes, 1970), de momentos culminantes y de arte, de la memoria después de la muerte (memento mori), de revivir la saga familiar. Esta poesía gira sobre tres ejes: memoria, paisaje e identidad. A través de esta conjugación, el espacio, las tradiciones y sus descripciones son revelados como formas de cultura. A partir de ello se puede hablar de una poesía geocultural, de una geopoética, mediante una conjunción de términos como imagen, tiempo y espacio, de manera que se reúnen así, además de la memoria personal, la de la región y el sujeto dentro de la historia, en una plenitud convivencial, identitaria.
Marco teórico
En la investigación fueron importantes las contribuciones de Rafael Confiant, en lo atinente al marco teórico de la creolidad como movimiento de importancia en el Caribe antillano y como apertura de una nueva cosmovisión interpretativa; la de Derek Walcott, en lo relacionado con el concepto de poesía adánica en el Caribe; también la mirada profunda de Silvio Torres-Saillant acerca de los elementos que unen al Caribe (religión, sociedad, palabra). Así mismo, son relevantes los aportes de Ana Mateo y Luis Álvarez y Gabriel Ferrer, con relación a las características del Caribe, y de Fernando Aínsa, con su propuesta sobre una geopoética aplicada a la narrativa de Latinoamérica, y del cual adoptamos lo geopético en la poesía del Caribe colombiano.
En este sentido, esta poesía de Mercado se agrega a varias de las temáticas que Ana Mateo y Luis Álvarez consideran más característicos del Caribe literario: 1) la antillanidad que significa hablar de una insularidad (lingüística, geográfica, histórica, sin embargo, conectada con los cantos de identidad), 2) la exuberancia de la vegetación, 3) las remembranzas, de manera que el espacio se muestra como una epifanía, marcada por relaciones intangibles; 4) el negrismo, aunque en el Caribe anglófono no es posible hablar de manera prominente de negrismo; 5) los sistemas mágicos religiosos, el mito, y de allí los espacios arquetípicos; 6) la inmigración y la emigración; 7) el humor, la musicalidad y la identidad étnica (Mateo Palmer y Álvarez Álvarez , 2004, pp. 82-200).
En este aspecto acerca de caracterizar el Caribe, para el poeta y estudioso de la literatura del Caribe Gabriel Ferrer Ruiz, en un ejercicio de sistematización sobre las temáticas del Caribe, considera que existen 14 características: el problema de la identidad, el autodescubrimiento y reconocimiento de la propia esencia, la otredad, la indagación de la historia, la africanidad y el imaginario cimarrón, el desarraigo y el exilio, el viaje; lo mítico, lo mágico y lo maravilloso; la pluralidad lingüística; la oralidad y el habla coloquial; la carnavalización, lo grotesco y lo desmesurado; el humor la sátira y la ironía; la música; y la nostalgia y la memoria (2005, p.10).
2. Metodología
Para el estudio se ha utilizado una metodología hermenéutica y comparativa, a través de la cual se da cuenta del “arte de interpretar los textos, especialmente los sagrados, para fijar su verdadero sentido”, según señala el Diccionario de la Real Academia Española. Inicialmente se dio lectura a los textos poéticos de José Ramón Mercado, luego se buscaron textos que ubicaran al escritor en el contexto histórico y poético colombiano, y se le comparó con poetas de la región y con sus temáticas. Al mismo tiempo, se leyeron textos teóricos y críticos del Caribe insular y continental y de teóricos mundiales que propusieran marcos reflexivos sobre el sentido e importancia de términos como región, matria (González, 1992, citado por Giménez, 1996), identidad y memoria, geocultura y geopoética, entre otros. Encontrada la temática y subtemáticas, se organizó la propuesta, hallándose que una parte en la poesía del Caribe colombiano se encuentra imbricada de tres temáticas principales: memoria, identidad y paisaje. Así mismo, esta relación conlleva un tratamiento acerca de subtemáticas como la cultura y el espacio y el poder del linaje como representación de la familia y lo filial.
3. Resultados
Poesía geocultural y geopoética del Caribe colombiano
Si el paisaje, la memoria, el territorio, la identidad o las tradiciones son revelados como formas de cultura, a partir de ello se puede hablar de una poesía geocultural. Así, Candelario Obeso, José Ramón Mercado, Gabriel Ferrer y Jorge García Usta podrían encuadrarse como poetas a través de una obra que apunta a la conjunción de términos como imagen, tiempo y espacio (Fassi, 2001, p. 69) de manera que se conjugan, además de la memoria personal con la de la región y con el sujeto dentro de la historia, el fenómeno de la identidad reflexiva, mostrando huellas en las que el creador adopta la visión del sujeto cultural con su entorno, y, además, una comunicación, una comunión y una plenitud convivencial, identitaria. Mucho más si se tiene en cuenta que el lar, como espacio del hogar, representa un cosmos que permite la mirada antropológica, la de un testigo que estuvo “allí” (Geertz, 1989), ante lo cual esta poesía se revela como una poesía de la experiencia. “Reconfigurar lo propio”, repensar, reimaginar a través de los vacíos, la poesía del Caribe colombiano es el resultado también de un modo de ser, de un conjunto de identidades culturales, de expresiones donde lo socio-geográfico, lo histórico y lo político confluyen en un tiempo y estructuras sociopolíticas y geográficas determinadas.
En la perspectiva de Rodolfo Kusch (1976), esta posición identificatoria convendría en constituirse en una concientización del ser latinoamericano sin resistencias, manifestado en el miedo a ser identificado. Kusch lo ha llamado “el miedo a pensar lo nuestro” y “el miedo a ser inferior” (1976, pp. 9-25), fundamentado en un legado sin raíces. Pero el poeta no busca esto de manera consciente. Es la lectura interpretativa la que busca encuadrarlo en una lectura, porque existen muchas más y aquí se plantean, mas no esencializarlo. La mirada que se proyecta aquí pudiera ser señalada de reduccionista, esencialista o maniquea, inclusive determinista, mirada que podría tener su origen en la identidad del menoscabo o de carencia, referida a la representación de la experiencia americana como carencia (Ortega, 1995, p. 59).
La identidad cultural no representa una problemática en una zona del mundo donde no existe la homogeneidad sino que la hibridez y el mestizaje representan puntos de partida y llegada. Pudiera afirmarse que existe una mirada criollista o creolista en este texto, pero la propuesta del poeta Mercado tiene muchas provocaciones y nexos indisolubles con el Caribe todo y con Latinoamérica. Frente a una percepción o escritura “cosmopolita”, a un arte universalista o, en su defecto, a la búsqueda de reesencializar la autonomía de lo artístico, pareciera que se opusiera a una mirada entrópica étnica o regionalista y mediatizada por el retorno a un paraíso feliz, cuando en realidad la nuestra constituye una sociedad multicultural, y por ello, su naturaleza no es cosmopolita pero tampoco ni india, negra o blanca ni culi, como señala Amílcar Caballero (2010).
Esta poesía geocultural del Caribe colombiano vendría a constituirse en una versión de lo que señala Ángel Rama (1982) para los escritores neorregionalistas y transculturadores como Juan Rulfo, García Márquez, Joao Guimaraes Rosas y José María Arguedas, quienes reintroducen estrategias como la oralidad, recolección, personajes populares, selectividad lingüística, bajo las cuales se recuperan las estructuras de la narración oral y popular, a lo que se agrega una recreación de la colectividad desde ópticas espirituales y físicas, encauzándolas a través de una presentación de su cultura y de una historia renovada de su espacio, constituyéndose estos poetas en continuadores y transformadores de un neo-regionalismo, una especie de poesía etnográfica y reconstructora del ser, reveladora de la identidad de lugar, de la identidad de origen, de la identidad mestiza Caribe, revelándose como parte de una geopoética, pero también de una poética ontológica.
La geopoética puede pensarse como una recreación de la poética del espacio, en la que el espacio fundador es reconfigurado mediante formas y distintas sensibilidades, reconectándolo como paisaje, como territorio, mediatizado por la cultura, es decir costumbres, tradiciones, habitus. La geopoética revela la relación entre cultura y naturaleza, entre los hombres y su geografía; esta relación se muestra a través del reconocimiento, del arraigo, a través de la identidad. La escritura geopoética que revela esta relación pasa del topos al logos (Aínsa, 2006), la trasciende, la filtra, la transforma. Construir y habitar confluyen a través de la palabra. Aquí interesa aplicar el concepto de geocultura como intersección de lo geográfico con lo cultural, especialmente para entender el hábitat como generador de los pensamientos del grupo condicionados por el lugar. Ello implica una geopolítica, un existir, y, sobre todo, un diálogo con los otros, una ética, una identidad. La poesía señala esa apertura, un florecimiento más allá del camino estético, una geocultura, de allí que sobrepase el nivel de poesía netamente lárica.
En este contexto, ser y texto despliegan el espacio recordado. La memoria se convierte en testimonio a través de lo que relata de su entorno. Cuando ello sucede esta escritura del y sobre el espacio revela la identidad de quien la reescribe, su mismidad. Soy y canto sobre y desde mi alrededor, desde mi entorno. Esta poesía celebra un “sistema de lugares” literario, un campo donde lo imaginario reabre un elevado contexto geográfico, mítico, cosmológico, mediatizado por una interpretación, una especie de hermenéutica poética que representa los lugares fundacionales a través de una escritura del aquí y del ahora, de una apropiación de la naturaleza y de la cultura. La poesía, como una forma de pensamiento, de consciencia, contribuye al erigir, al velar por los lugares en tanto forma humanizada del espacio, a través de la creación simbólica, a reapropiarse del entorno.
Es el caso del poema de José Ramón Mercado “La casa de mi madre”, de Agua del tiempo muerto, en el que se lee:
Una calle larga apenas recobrada en la memoria
El verde ultrajado que acerca a la colina
El calor que enciende los sueños La tarde solitaria El patio lejano
El tatuaje de verano de chicharras incendiadas
Los árboles del huerto
Aún el viento llega alegre entre el paisaje
Hay un cielo de pájaros cantando que pasa
Todo parece igual Menos la casa El silencio de los cuartos
La puerta de tejuelo El quicio
La tinaja
La sombra del árbol (1996, p .44).
Afloran allí la familia, el espacio recordado, el tiempo que se fue. En poetas como Rojas Herazo, Mercado Romero, Gómez Jattin, Ferrer Ruiz y García Usta se observa también la conjunción espacial a través de la conjugación de casa-experiencia-oralidad-memoria-entorno-familia, la cual contiene varios acercamientos y posibilidades: la primera, en conjunto con la familia, representa una poesía, una poética del linaje, esa que celebra la conjunción de lo épico y de lo mítico, donde el valor del linaje como destino adquiere “fuerza valorativa que concluye y organiza artísticamente la vida del otro”, de manera que el valor crece en el destino (destacado del autor) (Bajtin, 1982, pp. 157-158). De esta manera en la otredad, el poeta, como valorador de un proceso dramático se considera continuador de la vida de los otros, de la familia-pueblo, del género humano, y así mismo de los sagrado y de la muerte; de lo épico en tanto “narración mítica de lo vivido” (Paladines, 1991, p. 110). Pero además, refleja la extensión del cuerpo que las habita y se afirma como bases de recreación e imaginación, de refugio y seguridad. Igual sucede ello en poetas como Rómulo Bustos, Jaime Manrique, Meira Delmar y los ya mencionados. En cuanto al entorno, el poeta se viste de lo estable, preservándolo a un “seguro estar”, de manera que en palabras de Heidegger (1983) ese “Mantener todo en pie y por sí mismo” significa “fundar” con cuatro voces que resuenan: tierra, cielo, hombres, dioses (pp. 163-192). Pero acá agregamos, además, otros elemento primigenios: agua, aire, viento, fuego).
Se piensa, entonces, que todo espacio habitado contiene en su esencia la concepción de hogar, de morada, y, desde el terreno de los valores, conforman una comunidad donde se unen memoria e imaginación, de forma que la casa o el patio experimentan y traducen una narración o cuentan la propia historia de los tesoros del pasado, su fundación, sus raíces, su lugar mítico, o, como lo ha llamado Javier del Prado (2009), el “espacio o añoranza del nido”, ejercicio de proyección o contemplación del paisaje en el que el yo que crea armoniza con el yo que lo vio.
La casa y la tierra allí son signos del asidero del (con el) tiempo, y los elementos terrenales y corporales cobran su sentido escritural, su levitación y culminación. A su vez, estos espacios hablan de lugares de la memoria (Nora, 2009), que a su vez conforman identidad de lugar, la cual sucede entre las personas y no geográficamente (Proshansky y otros, citado por Vidal, 2005) y, tras de ello, se muestra como expresión de la cultura. Así, se observa una geopoética, que revela una conexión íntima, sinónima con la poesía geocultural pues convendría en ser la unión de los constructos tiempo-memoria y espacio en un contexto, en un espacio determinado. La identidad de lugar o cultural se afirma en las cogniciones que el ser humano desarrolla en su vida cotidiana y en las cuales establece vínculos emocionales, da significados y de pertenencia con su entorno, entre los cuales se destaca la familiaridad y la estabilidad. No obstante, su ser ve va transformando de acuerdo adonde vaya, sin dejar en el olvido su lugar originario3.
Quizá una primera respuesta sería la que expresa Gilberto Giménez (2009) a este respecto cuando explica que al articular los términos cultura, identidad y memoria, debe asumirse a la cultura (retomando a Geertz, 1989) como “pautas de significado” que provocan “materiales de construcción” de las identidades sociales, “en tanto que la memoria sería el principal nutriente de las mismas” (p. 7). Ello culmina en una identidad ontológica, en la que pregunta por el ser conlleva, en el caso de Mercado y de los poetas del Caribe colombiano, también la pregunta por la identidad de origen, una identidad caribe (mestiza) (Ralph Premdas, citado por Gabriel Ferrer, 2004, pp. 252-263), reflejada en una escritura identitaria creativa.
Es lo mismo que viene a decir Julio Ortega en cuanto a hablar de una identidad imaginaria, que es aquella “donde el poder de la lírica rehace la utopía literaria de un conocimiento fragmentario pero cierto del mundo en palabras. Más inmediata a los lenguajes de la cotidianidad, como un registro de la subjetividad conflictiva del sujeto en este fin de siglo”. Así, la poesía del Caribe colombiano, desde esta perspectiva, vendría a reconstruir el “cuerpo simbólico de la identidad, esto es, como valor moral del habla dialógica” (1995, p. 61), mediante una trama de la subjetividad del poeta4, en la que entran percepciones, memorias, saberes y sentimientos que impulsan una orientación para actuar en el mundo, mediante una identidad reflexiva, del distanciamiento. Se trata de un percibirse como un nosotros, con un sentido de pertenencia a un espacio, a una comunidad, pero sin hacerlo de manera esencialista.
Así, la poesía de Mercado, García, de Gómez y de Ferrer devendrían en reinstaurar “una moral de la comunalidad como una política de la identidad actual” (Ortega, 1995, p. 59). Esta poesía tendría que ver como una muestra de la poesía del espacio, como muestra de resistencia ante un mundo globalizado, ante una conciencia poética antinacional, pero inserta en una poesía del mundo, de “hacer sentido”, de una posición sobre los imaginarios dominantes o hegemónicos. Representa, también, una poesía anticanónica que, como la de Candelario Obeso, cuestiona el canon occidental hispánico, blanqueado, occidental. De allí que quepa recordar la propuesta de Caballero (2010) en el sentido de que las literaturas del Caribe se puedan leer como un corpus de poéticas unificadas cuyos objetivos son reconstruir la identidad de sus pueblos y deconstruir el canon estético occidental.
4. Discusión
Agua del tiempo muerto: la reincidencia del paisaje y de la memoria
En Agua del tiempo muerto (1996) Mercado retoma varias de las temáticas de No solo poemas (1971) en su primer y segundo apartado: la casa, el pueblo, la región, la memoria familiar como retrato de unas relaciones numinosas, de un recuerdo nunca mancillado, sagrado. Allí están los hermanos, la madre, el padre y su labor de zapa dentro de la familia, una imagen provocativa y dolorosa.
Constituido por crónicas, prosas semipoéticas y poemas, el libro se inscribe como un texto híbrido. Sirven aquí los términos de Glissant para describir que este libro contiene desplazamientos metonímicos, como se ha señalado antes, de una naturaleza fugitiva o heteróclita que busca mostrar al lector un libro variado, lleno de textos, en el que es importante su naturaleza de “complicidad relacional”, en palabras de Glissant (1990, p. 161). Agua del tiempo muerto manifiesta una alta calidad poética, al igual que La casa entre los árboles (2006) y Tratado de soledad (2010), en los que demuestran un cambio de ritmos y temas, de expresiones y formas poéticas. Junto con Agua de alondras y Tratado de soledad, es de los libros más significativos de la obra poética de Mercado.
Y es que la poesía de Mercado había girado alrededor de muy diversos y variados temas: en No solo poemas, desde su primer apartado, “Infancia”, el hablante realiza una apertura temática: la casa, dentro de la cual permanecen la familia, los hermanos, la madre, el padre, el hijo. En la poesía posterior, hasta antes de Agua del tiempo muerto, giraba alrededor de otras situaciones: el amor erótico en Agua de alondra; se desplegaba la poesía política en El cielo que me tienes prometido; la puesta en escena de personajes históricos mediatizada con la reflexión de un hablante lírico que convidaba o conminaba, en Retrato del guerrero; el juego temático y de títulos en Árbol de levas, además de textos poéticos que reiteraban su crítica acerba al sistema y la dramatización de héroes populares en La noche del knockout y otros nocauts (1996).
“Estancia del poeta”: región, matria, geosímbolo, memoria
En esta primera parte, titulada “Estancia del poeta”, en la introducción, el autor, Mercado(1996) toma la palabra a través de una declaración o introducción titulada “El oficio de escritor”, en el que hace un balance de su obra para culminar con una afirmación: esta obra inicial, hasta ese momento, resulta un esfuerzo “dirigido a un reencuentro conmigo mismo” (p. 11) y de su propia obra, y el libro, el resultado de una publicación en un libro-homenaje al festival de gaitas, en Ovejas, Sucre. La reincidencia del nombre de este lugar se encuentra, para llamar la atención, en la dedicatoria a su segundo poemario, El cielo que me tienes prometido, en el que expresa: “a Ovejas, mi pueblo, empinado ahí bajo el cielo” (1983, p. 7). Ello es coherente con la declaración-introducción de Mercado, en la que considera que el texto nace como memoria, como:
testimonio de afecto sobre algunos personajes de mi pueblo.
Sobre temas y aspectos conjugados entre la intemporalidad y el rumor que surge de la poesía […] He tratado de construir una poesía útil a mi sentido estético, que calcara el espíritu de la gente humilde que evoco. Ello, de acuerdo con las corrientes interiores que nos obligan a dejar un testimonio de amor ante los amigos, ante el mundo, ante la vida. Es una visión íntima de este mundo que se aparece como un fantasma en mis recuerdos (Mercado, 1996, p. 12).
Dar testimonio, “poesía útil” y “vivencializar”, en sus palabras, aparecen como tres ejes de esta declaración, de este libro-collage, para conjugarse con el retorno a los “lugares sagrados” y en el que la poesía trata de conjugar la intemporalidad y el rumor, la sencillez y la ensoñación. Tiene una semejanza con las palabras con que Gonzalo Rojas describe en su Introducción a los poemas de Delia Domínguez: “una ruralidad siempre trascendida, con mucha agua honda en el seso de la alumbrada, sin que deje de hablar el aire ahí, la tierra, el fuego” (Rojas, citado por Mansilla, 2004). Lugares sagrados, lugares de memoria, lugares de identidad, que se entroncan con el término Cuaternidad que emplea Martin Heidegger al integrar cuatro vocablos: tierra, cielo, divinos y mortales, a través de los cuales se fundamentan el lugar, el espacio de las divinidades y los hombres que viven bajo ese cielo y comparten a través de una unidad originaria, a través de un espacio primitivo en el que se vive un historial, una narrativa donde se vinculan modalidades trágicas y románticas que tienen que ver con la conjunción memoria y territorio, lar, Mnemosine y locus amoenus:
[…] haber nacido en un paraje que creo que debió ser un lugar del paraíso, que estaba lleno de árboles, de pájaros, de sueños, de soledades, de amor, de animales, de cielos abiertos, de aguas vivas y de flores silvestres (Mercado, 1996, pp. 12-13).
Destacan allí varias palabras como una poética que se expresa a sí misma: paraje, que se convierte en paisaje, en “vivencializaciones profundas” (en palabras de Mercado) o revelación experiencial, pero que va más allá. Edouard Glissant, acerca de ello, ha indicado: “décrire le paysage ne suffit pas. L’individu, la communauté, le pays sont indissociables dans l’épisode constitutif de leur histoire. Le paysage est un personnage de cette histoire” (“describir el paisaje no es suficiente. El individuo, la comunidad, el país, son episodios, componentes inseparables de su historia. El paisaje es un personaje de la historia”) (Glissant, 1981, p 199. Traducción mía).
Al mismo tiempo, se colige una teoría literaria en la que la expresión adquiere condiciones de utilidad, de transmisión. Existe allí una coincidencia con la poesía lárica chilena: recuerdos de paraísos perdidos, memoria de la infancia. Para Bachelard, quien retoma una vieja frase, “transportamos allí nuestros dioses lares” (1997, p. 25), implica que la región lejana, la memoria y la imaginación no se pueden disociar (1997, p. 35).
Acerca de las modalidades láricas, se presenta en el siguiente poema, “Estancia”, en una primera lectura, el retorno a la infancia:
Es como si la infancia se hubiera ido de la estación
De los pájaros
Del abierto sol que maduraba los frutos
Del dulce cielo de la gaitas
La vida tenía un aire secreto en cada espiga del día
[…] La Estancia era un tiempo aromado de paisajes
De amaneceres picoteados de pájaros Y presagios alojados
[…] El recuerdo florecido
El camino sembrado de silencio
El tiempo perpetuo de la memoria […] (1996, p. 31).
El lar, en este caso, el hogar, representa el lugar del ayer. A este respecto, Jorge Teillier, en su ensayo “Los poetas de los lares” expresa:
Un primer hecho que estableceremos es el de que los “poetas de los lares” vuelven a integrarse al paisaje, a hacer la descripción del ambiente que los rodea. [… de] su búsqueda del reencuentro con una edad de oro, que no se debe confundir solo con la de la infancia, sino con la del paraíso perdido que alguna vez estuvo sobre la tierra […] ¿Por qué esta vuelta? […] algo más, un rechazo a veces inconsciente a las ciudades, estas megápolis que desalojan el mundo natural y van aislando al hombre del seno de su verdadero mundo. En la ciudad el yo está pulverizado y perdido. (Teillier, 1965, en línea).
Estos versos dan el tono del libro: paisajes y tiempo de memoria, identidad de lugar, pero también de elegía. No es una memoria trágica sino nostálgica. En el poema siguiente, “Caminos”, el hablante describe “Los caminos recorridos agonizan en la memoria” (p. 32). O: “Los caminos de invierno eran de niebla /-Memorias de ceniza - […] Grietas de sueños que se borran en el tiempo” (1996, p. 33). La memoria se conjuga como recuerdo, como canto a lo ido. Se presenta, de alguna forma, la desaparición y la recuperación del espacio, del lugar. Canto al recuerdo, la memoria cubre los visos de una recuperación ahistórica (“El recuerdo florecido”), de la imagen de lo ausente, de lo mítico, de lo mitificado.
Esa “creación del mito” y del orden conviene en un retorno a lo antiguo para Mercado:
[…] Del barro negruzco era el cansancio de los caminos
El corazón de súbito saltaba Como el eco entre las breñas […]
Los caminos de la tarde eran lentos Hilos desvanecidos en el tiempo del crepúsculo
-Como el aroma de la lluvia-
Los caminos de la noche eran largos Senderos zurcidos de sombras Sueños pendientes como témpanos de agua muerta […] (“Caminos”, 1996, pp. 32-33).
Lo onírico (“Sueños pendientes”), conjugado con lo acuoso, pero estancado “como témpanos de agua muerta”, dan cuenta de la conjugación de una interioridad que se externaliza, para resemantizar un magnificación de los espacios, del inscape al landscape, de lo interno a lo externo, cuya redescripción permite la elaboración de una poesía que se constituye en un homenaje a los lugares región-memoria también, pero como “Hilos desvanecidos en el tiempo del crepúsculo”, a una región en desaparición pero que se mantiene por los hilos unificadores del camino, de los signos. El camino se constituye en la construcción ontológica, lírica y conectora. En la síntesis cordial del diálogo de los espacios rutinarios, del orden espacial, del espacio-tiempo. El cronotopo se convierte en un ahí y un ahora. El camino es la síntesis que revela a un viajero, a un observador que recorre con los signos semánticos, con los signos de la escritura un recorrido de la memoria y el paisaje. Representa un viajero del cuerpo, un peregrinar del mundo. Cuerpo y mundo combinan una constelación de peregrinajes, de caminos: por el cuerpo, por el mundo, por la memoria, por la escritura.
Existe allí, también, una mitificación del espacio. No es un espacio primitivo; es un mundo revelado por “objetos aislados”, sin continuidad. Ese espacio mitológico se presenta “a modo de mosaico” y se dilata arbitrariamente en el tiempo de los loci (lugares) llenos de nombres propios, dándoles un carácter referencial y definido a esos mismos espacios, delimitado siempre, pequeño y cerrado, aunque el mito tenga dimensiones cósmicas (en palabras de Lotman y Uspenskij) (1979, pp. 118-119). Estos lugares, así descritos, revelan la identidad. Esta surge de la referencialidad con que el poeta utiliza o menciona el paisaje.
Mímesis y representación verbal de la realidad exterior, bajo un proceso semiótico, se configura una reconstrucción de la realidad externa mediante una realidad interna, nuevamente exteriorizada a través de la escritura. Donde culmina el espacio real empieza el de la creación. Parafraseando el título del ensayo de Fernando Aínsa, se pasa del topos al logos, como un propuesta de geopoética5 en la que el espacio fundador es recreado por el lenguaje desde diversas perspectivas.
El ser en el texto representa el ser en-el-mundo. La escritura representa su despliegue. El mundo, el espacio, se reactivan intertextualmente a través de la memoria transformada en la representación lírica que realiza el poeta. La memoria testimonia su continuidad temporal a través de lo que se relata, de lo que se poetiza, y, con ello, su identidad, su mismidad en el tiempo, dándole su configuración específica. Cuando el espacio soporta ser relatado, cuando se vuelve acción narrativa, se constituye allí la identidad, según Ricoeur (2003, p. 88). La memoria y la imaginación, pero también la identidad imaginaria que postula Julio Ortega atrás, a través de la escritura, entran en juego. La poesía del espacio se considera, así, un verdadero “sistema de lugares” literario, un campo semántico de lugares posibles que reabren un prodigioso imaginario geográfico, mítico, cosmológico, acorde a una interpretación, a una hermenéutica escriturada del poeta, representado en un nombrar fundacional, en una esencia y escenificación de todas las cosas, a una escritura geocultural, si se trata de una representación del aquí y del ahora.
La poesía, como una forma de pensamiento, de consciencia, contribuye al erigir, al velar por los lugares en tanto forma humanizada del espacio, a través de la creación simbólica. Se trata del papel de la apropiación de la naturaleza a través de la representación desplegada del paisaje, de allí que el espacio se considere
un punto de anclaje, y una imagen fundacional de la realidad, las geografías literarias serán también signos complejos, abarcadores y expresivos, con una enorme resonancia en los mapas mentales sociológicos de pueblos e individuos (Llarena, 2007, p. 44).
La poesía de Mercado Romero, pero también las de García, Ferrer y Gómez Jattin se hacen parte del retorno del término arquitectónico de “espacialismo” o “giro espacial”, que no considera el espacio como algo absoluto sino relativo y se constituye en parte de los replanteamientos del arte y de las ciencias humanas en tiempos en que la globalización se constituye en el lugar y tiempo de la disgregación, ante lo cual ha resurgido en el mundo un retorno por la memoria y la identidad. Estos se constituyen en mecanismos, en estrategias de reforzamiento, en elementos reterritorializantes, antiglobalizantes.
En el poema de Mercado la memoria redescribe el pasado, lo hace suyo, a través de recuerdos, de imágenes, de fragmentos, de la experiencia, de lo inmediato, de lugares. Ante lo cual, podría afirmar, como en el caso del poeta Teillier, quien, desde una visión etnográfica-poética, geopoética, geocultural, puede indicar: estuve ahí. De allí que Teillier exponga que los poetas láricos
son observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y las cosas. Los habitantes más lúcidos, tal vez, pero en todo caso, habitantes más de la tierra. Y quizás consecuencia de esta actitud es la de que el lenguaje poético no se diferencia fundamentalmente ya del de la vida cotidiana: no se buscan palabras brillantes y efectistas, se emplean frases y giros corrientes, sin desdeñar por esto las experiencias de renovación verbal (Teillier, 1965, on line).
Poesía etnográfica, de testimonio, pero en el fondo naturalista, es decir, panteísta, busca, también, trasponer los lugares de la memoria, de reconstruir, de evocar la “región - memoria”, dice Pierre Nora. En este caso, la poesía adquiere otra connotación: de alguna forma geocultural, de “lugares de la memoria”, en el que se concentra la “identidad de lugares” o “ámbito original” (Moreiras, 1991, pp. 42-44), y al mismo tiempo una identidad lárica en su concepción. La poesía se asume como descriptora de una combinación: memoria y paisaje. Esta combinación conjuga el espacio identitario en el que “sucede” el poema. Este se asume como un espacio singular; el paisaje desde donde se “narra” sirve para ubicar un espacio no solo enunciativo sino terrenal, histórico, del que surge el yo poético: este espacio desde el que canto es mío, me identifica, revela mi identidad. Así, en el poema “Caminos”, de José Ramón Mercado, el paisaje se agranda más allá de lo terrenal, y el patio se constituye en otro cronotopo6. Centro del universo, el patio también se constituye en el lugar de la intimidad, del compartir y disfrutar, centro vital de la memoria, el retorno y la identidad:
Los caminos recorridos agonizan en la memoria
Cada camino era el fuego del día Una luz
Un sol encendido en los pasos Cristal de agua derretida entre piedras
Rama florecida de cantos
Sombras diáfanas bajo el agobio de los amaneceres
Cielo azuloso y distante
Aroma de frutas maduras y pájaros y árboles […]
(1996, p. 32).
También representa un itinerario, una travesía, el camino emocional que se axiologiza semánticamente (Mateo Palmer, Álvarez Álvarez, 2004, p. 147). Las metáforas emplazan imágenes vívidas no solo por los elementos (fuego, luz, sol, agua, cantos, cielo, frutas, pájaros), sino por la verticalidad y materialidad representadas en un movimiento continuo: día, encendido, derretida, florecida, diafanidad. Pero el paraíso que se retorna adquiere también otras connotaciones: de decadencia, dolorosa nostalgia. Tal es el caso de “Ovejas”:
No existe una fruta madurando en el patio
No hay un grito que te llene
Solo te puebla ese aire blando y seco De gaita de hueso por dentro […]
(1996, p. 34)
Bachelard (1997) llama a este tipo de casas de ensueños, donde se establecen, cuando la casa no existe, los valores del sueño, “la casa de aliento”, del soplo y de la voz, estremecida entre el límite de lo real y de lo irreal. A este tipo de espacio se le podría denominar también espacios de ensueños. Afirma también Bachelard:
Todo espacio realmente habitado contiene la esencia del concepto de hogar, porque allí se unen la memoria y la imaginación, para intensificarse mutuamente. En el terreno de los valores forman una comunidad de memoria e imagen, de tal modo que la casa no sólo se experimenta a diario, al hilvanar una narración o al contar nuestra propia historia, sino que, a través de los sueños, los lugares que habitamos impregnan y conservan los tesoros del pasado. Así pues la casa representa una de las principales formas de integración de los pensamientos, los recuerdos y los sueños de la humanidad. Sin ella, el hombre sería un ser disperso (pp. 92-93).
El poema hace referencia a un tiempo trágico, a “un invierno que moja el tiempo / Y se posa sobre el polvo de las calles”, donde la gente “se ahoga en el ron caliginoso del silencio”, en una
Tierra herida de muerte Atada al sol
Y al viento
A pan y agua sobre el tiempo
¡Cómo te pesan las sombras! Y esa angustia
Que me cae en silencio
Como el agua que rueda en la luz Y me sabe a óxido de aldabones (p. 35)
[…]
¡Ovejas!
Solo existes en el color blanco de tus tumbas
Y en el musgo triste de tu aire desolado (p. 36).
El tiempo no solo se sustantiviza, se recosmiza. Se torna en escritura de y con el tiempo de la memoria, de la luz. La escritura del tiempo se escribe también en el silencio, en el agua. La naturaleza se reescribe y ahonda. Se quiere trasladar a un tiempo bucólico, a un paisaje pastoral, de exuberancia. El paisaje rural se encuentra cargado de melancolía, de beatus ille. Pero no obstante, ese espacio tan finamente delineado, lo es también de rupturas, pues es un tiempo feudalizado, ruralizado, ha penetrado la modernidad en forma de violencia: “Tierra herida de muerte […] Solo existes en el color blanco de tus tumbas”. Estos versos resultarán premonitorios con relación a las que mostrará Romero en Tratado de soledad y desarrolla en otros textos.
El tono dramático retorna en “Dos o tres vidas y otras muertes”. El poema comienza con una mirada edénica: “La casa era patio de juego de la soleada infancia / […] Y el amor como el fuego residía entre nosotros” (p. 39). No obstante, el poema se torna ominoso: el hermano que no regresa, la madre que se diluye por la pena, la muerte del padre y del caballo, los problemas económicos, la salida del pueblo, de manera que
Solo que mi pueblo es ya un montoncito
De luces ya difusas
Y uno que otro recuerdo apagándose
en la memoria (p. 39).
Entre el patio, el camino, la calle, el cronotopo hace tangible la identidad. El espacio, como eje simbólico y social, señala la pertenencia a un entorno identificatorio, como una categorización social e histórica, y el escritor se encarga de revivificarlo en lo territorial, psicosocial, temporal, conductual, social e ideológicamente (Valera, citado por Vidal y Pol, 1994). El cronotopo en tanto espacio y tiempo de/para los lugares marca los procesos identificatorios y de memoria, reconstruyendo con ello el sentido humano y el sentido histórico. La poesía, así, se constituye en un “re-construir” sentidos y significados mediante la apropiación del espacio en el sentido de lugar “propio” a través de su experiencia, de un apego, de una apropiación, en identidad. La poesía se torna en apropiación histórica, cultural y social.
Al mismo tiempo, se expresa el landscape y el inscape, lo exterior e interior, espacio y casa y memoria, paisaje y apropiación, el espectáculo exterior contribuye a configurar lo íntimo, a corporeizar el ser y a representar el estar y consolidar el ser. La relación entre existencia humana y mundo se transforma en percepción y experiencia del lugar a través de la conquista interior, en espacio vivencial, espacio vivido; en espacio que se tiene y se es (del yo) tanto en lo íntimo como en lo imaginativo. Se presenta, entonces, un espacio de concentración: el ser-uno con el espacio se constituye en arraigo, en espacio de apego, de habitar el ser.
Lo espacial se vuelve intenso. La simultaneidad de lo externo en lo interno conviene en convertirse ya no una espacialidad dual sino una manifestación in-tensa de lo ex-tenso (Aínsa, 2003, p. 24). Se descubre la “inmensidad íntima” en lo vasto. Existe, pues, una conexión entre casa y universo, entre cuerpo, casa, universo y árboles o madera como sostenedores de la casa, como centros de lo estable y de lo vertical, de lo concentrado.
Se puede pensar, a partir de Mercado Romero, García Usta y Ferrer Ruiz, entonces, que todo espacio habitado, todo paisaje, contiene en su esencia la concepción de hogar, y, desde el terreno de los valores, conforman una comunidad donde se unen memoria e imaginación, de forma que la casa o el patio representan una narración del pasado desde el presente, en el que el tiempo se espacializa como recuerdo en y desde el lugar. Estos poetas buscan mostrar la estructura de sentimientos, en el sentido inicial que lo expresa Raymond Williams:
la eventual estructura de sentimiento no se basa solo en la idea de un pasado más feliz. Se inspira además en esa otra idea, asociada a la primera, de inocencia: la inocencia rural de los poemas pastorales, neopastorales y reflexivos [...] El contraste retórico entre la vida de la ciudad y la del campo es en realidad tradicional (2001, p. 75).
La casa conjura la integración de los sentidos, pensamientos y sueños, constituyéndose en un paralelo con el cuerpo y de este con la memoria como tiempo. Al mirar desde la casa y del cuerpo se aprende a mirar desde nosotros otros conceptos como los de valor, cultura y naturaleza, individuo y sociedad. La casa y el paisaje como espacio de símbolos y de recuerdos revisitados, su figuración (su lectura y recreación) se constituyen, en el decir de Bachelard, en “diagramas de psicología que guían a los escritores en el análisis de la intimidad” (1997, p. 70).
Y son justamente los dos siguientes poemas de José Ramón Mercado donde el recuerdo cobra vida, se sustantiviza, pero repitiéndose también las primeras imágenes-palabras, imágenes-mundo de cada poema:
La casa despertaba cada mañana Alboreada de pájaros
Tibios cantos que poblaban los árboles despiertos
El cielo reposado al fondo […]
(“La casa, los árboles y los pájaros”, 1996, p. 37).
Y en “Dos o tres vidas y otras muertes”:
La casa era el patio de juego en la soleada infancia
Las mañanas poblaban de trinos la arboleda del patio
Las ciruelas y las moras aromaban el cielo por las tardes
Y el amor como el fuego residía entre nosotros […] (p. 38).
En este último poema se revelan la expansión de lo íntimo desde los diferentes conceptos de memoria, donde casa y patio se constituyen en el centro de los recuerdos y parte de la memoria, lugares de memoria, término que para el historiador francés Pierre Nora, sirve para nombrar los locus memoriae, constituidos por el espacio, el gesto, la imagen, el objeto, hechos o personajes que conforman un conjunto en el que estos espacios desentrañan su verdad simbólica más allá de su realidad histórica. Se quiere, así, constituir su conjunto simbólico y la unión que las reúne busca “fijar un estado de cosas, inmortalizar a la muerte, materializar lo inmaterial”, de manera que
la memoria solo se acomoda de detalles que la reconfortan; ella se alimenta de recuerdos vagos, globales, flotantes, particulares o sensibles […] La memoria instala el recuerdo en lo sagrado; la historia lo desaloja, siempre procesa […] los lugares de memoria viven de su aptitud a la metamorfosis, en el incesante rebote de sus significaciones y el bosque imprevisible de sus ramificaciones (Nora, 2009, pp. 316, en línea).
Desde el ángulo socio-cultural, la región o la matria representa para los poetas y narradores la asunción de un “espacio cuasi-sagrado dotado de alta densidad simbólica”, un geosímbolo bajo el cual adquiere una “dimensión simbólica que alimenta y conforta su identidad” (Bonnemaison, citado por Giménez, 1996, p. 12), adoptándola de manera semiótica, es decir, como pautas de significados (Geertz, 1991). Mediante la contemplación subjetiva o contemplativa y mediante términos simbólicos-expresivos y emocionales, el creador estructura su pertenencia dando cuenta de su apropiación estética mediatizando al pequeño espacio vivencial de su nicho o matria. La poesía se convierte en un geosímbolo. Esta geopoética reestructura la concepción espacial y temporal, la resignifica. La poesía se convierte, más allá del lugar, en una expresión recontextualizada y recontextualizadora. El poeta la imbuye de una autonomía que, como en el caso de Aurelio Arturo, revalida un espacio otro, americano, cierto. Esa revalidación, de ese retrato espacializado revela el paisaje como autonomía estética, geocultural.
“Del tiempo muerto” y el paisaje bajo la mirada del otro
Si en el apartado “Estancia del poeta” la poesía mostraba el territorio y los espacios íntimos, mediatizada por una voz en primera persona interpuesta, ahora, en el que el hablante se refería a un espacio abstraído, en “Del tiempo muerto”, el segundo apartado, el hablante edulcora la temática: el paisaje se muestra a través de la mirada del otro, de un oyente lírico y de unos personajes que desfilan a través de este. Los lugares, abiertos, designados, tiene nombres: El Pozón, Tinavieja, El Tendal, Puertoescondido; reencarnan un mundo “familiar”, con espacios mitológicos, entendidos como lugares con nombres propios, realizados, definidos, delimitados (Lotman y Uspenskij, 1979, pp. 119120). También se presenta una temática de manera esclarecida: el agua. De hecho, es una prolongación del primer apartado, pero ahora el agua es el camino, la imagen. Lo lárico aparece a través de la “gritería del pueblo llegando como un aroma / Que se regaba en los brocales // Agua chapoteada de bestias […] En el agua espesa de la alberca / Las alondras locas del verano / Bebían el agua del tiempo muerto” (“Agua del tiempo muerto”, 1996, p. 54). El cronotopo resurge:
Perdida entraña de los motungos en el tiempo
Tiempo que se distancia de la memoria
Nicolasa Concepción Eloísa
Eva María Praxedes
Eran el aroma del agua La frescura de la tarde
[…]
Alcanzo a recordar el alero de la calle nueva
Como un estribo colgando de los ijares del pueblo (“Breve aljibe bordado en oro”, p. 55).
Tiempo detenido, tiempo muerto, la memoria entroniza, dinamiza a través de la escritura. Como libro misceláneo, en el texto Mercado introduce en este poemario descripciones, crónicas poéticas, poesía en prosa, las cuales perpetúan un espacio secularizado y al mismo tiempo poético. Caminos, infancia, nombres, familia, se funden:
Toco tus aguas tersas que respiran frescamente desde la entraña profunda de tus propias raíces. Desde la misma cofia de los árboles. Y mi infancia se inunda con la presencia de las voces de mis hermanos Marco y Jairo. Oigo el cristal de la risa de mis primos Laureano y Julio, rompiéndose en el aire, como una tonada que llega de lejos. No es posible agolpar tantos recuerdos. Tenía que estar inclinado sobre tu brocal, como ahora, para sentir el borde intangible de los sueños (“Concierto íntimo del agua delgada”, p. 59)
El aquí y el ahora, el tiempo y el lugar rememorativo, el pasado ante el presente, reconocimiento y apropiación, la memoria reconstruye a través de asociaciones y transferencias, se teje una historia relacional: autobiografía y ficcionalización, apropiación del lugar y memoria de los lugares, donde la memoria familiar concurre. Es la misma que va aparecer en forma acendrada en el poemario La casa entre los árboles.
En “Variaciones alrededor de tu sueño”, una especie de poema amoroso, el hablante, en su parte IV y VI, a través de un tono dramático imploratorio, combina el espacio paisajístico con el de los vegetales nativos y aculturados:
IV
Hay un sol que naufraga en las sombras
Entre delgadas rebanadas de remolachas
Y lonjas terracotas de zanahorias Y cocombros y pepinillos encurtidos
Y cantos de pájaros en la mañana
Y sortilegios florecidos
¿Cómo deshollejar berenjenas tiernas
Entre vinos añejos?
¿Un cielo de cerezas tornasolado al punto de tu paladar? […]
VI
Pedacitos de sueños que gotean de una lluvia que regresa
El cocido de blandas acelgas El guisado de garbanzos nacarados
El cielo estrellado de verdes carautas
El sabor íntimo de las espinacas La torta de coles palpitando bajo la lumbre
La ensalada de habichuelas rellenas al vapor
El encanto de las candias silvestres
Los almíbares amorosos repartidos entre los hermanos
Los atardeceres lentos de crepúsculos apagados Coronados de tu presencia
(1996, pp. 41-42).
En el decir de Walter Mignolo (1996), ocurre en esta poesía el cruce de percepciones culturales, de las muestras y sensibilidades en la que concurren las ubicaciones geoculturales con su sentido de territorialidad, en la que no solo se incluyen el idioma la comida, los olores, el paisaje, el clima sino todos los signos básicos que vinculan el cuerpo a los lugares (Mignolo, p. 24). De allí que el entorno cobra un inusitado valor de intercambio, de armonía. Y una de esas muestras surge a partir de una versión de la gastronomy poetry, en el sentido de refundar, de renombrar, a través de los frutos y vegetales de la tierra, a través de su imaginería, lo cual agrega mayor sentido a la apropiación del lugar identitario.
5. Conclusiones
La poesía constituye una forma de renombrar, de dar identidad narrativa a quien la crea. El artículo ha planteado que el poemario Agua del tiempo muerto, de José Ramón Mercado, ha conjugado tres elementos importantes en su poética: la memoria, pues para Mercado esta constituye un elemento relevante a través de la cual el autor ha dado cuenta de cómo esta cifra un contar y un ser, es decir, esta, a través de su recordar reelabora y da posesión a un ser cambiante, transformativo, lo cual constituye una forma de dar testimonio de una poesía de la experiencia, lo genera una “vivencialización” del mundo. Para el poeta esta recreación cimienta una identidad: soy, pero me transformo.
Por otra parte, el segundo elemento, el paisaje, se constituye en una realidad en la que subyace, en la que se recrea la posibilidad del mundo de la memoria, de tal manera que el espacio poético se asocia a un mundo de recuerdos, un mundo lárico, a través del cual se recrea una geopoética, un mundo en el que aparece una cultura, en la que se funden una memoria personal, la del espacio y la de un sujeto dentro de la historia, mediante una plenitud convivencial, identitaria. Entonces, la identidad, el último elemento, surge como una expresión narrativa, reflexiva, a partir de un distanciamiento donde el pasado y el futuro se refiguran, se transforman, se sustantivizan, mediante imágenes-palabras, imágenes-mundo. Contar y recordar se funden. Coinciden estas apreciaciones con lo planteado por Adolfo de Nordenflycht (2003), en el que estas imágenes producen imaginarios geoculturales, de los que resulta unas literaturas distintas, “otras”, desde las provincias, zonas, o localidades. Ello conlleva un “espacio subaltero localizado” -según la categorización de Lefebvre-; y vivido y asociado a imágenes-símbolos, a “un lugar, estipulado histórica y relacionalmente, formado por identidades individuales”, imbricadas por “lenguajes, referencias locales, reglas implícitas, escenario existencial concreto y simbólico, productor y producto de experiencias vividas” (p. 1).
El poeta, al escribir sobre su espacio, sobre su paisaje, lo ausculta y lo redefine en su conciencia artística, aplicándole técnicas como la selección, la simplificación, el desplazamiento, el realce y la reducción o el aumento a escala (Barrow, 2001). En otras palabras, como ha indicado Fassi (2001), en el marco de su estudio sobre Evaristo Carriego, muy coincidencial con la poesía de Mercado, el creador rastrea y expresa los núcleos semánticos que la cultura cotidiana le entrega mediante la densifación de las imágenes poéticas, reintegrándolos, dando cuenta de su figuración geocultural (p. 76). En ese sentido, Agua del tiempo muerto se constituye en un ejercicio poético que ahonda en la sensibilidad del espacio-tiempo recordado y que ubica al paisaje contextualizado como escritura de la memoria geocultural, que se mueve, en muchos momentos, en una política de la memoria de la experiencia, en memoria de una cultura. Como un viajero del tiempo, de la memoria, el poeta asegura no solo la supervivencia de su espacio, sino de todo su territorio convertido en paisaje (Pastor Blázquez, 2013, p. 95).
Lo que se ha pretendido es dar cuenta de que la poesía de Jairo Mercado revela una dimensión simbólica que reconforta una identidad narrativa, reflexiva, adoptándola de manera semiótica, es decir, como pautas de significados (Geertz, 1991), simbólicamente. Mediante la contemplación subjetiva o contemplativa y mediante términos simbólicos-expresivos y emocionales, el creador estructura su pertenencia dando cuenta de su apropiación estética mediatizando al pequeño espacio vivencial. Reconocimiento, identidad, ser-en-en-el mundo, la poesía buscan reconstruir. La cultura se articula con la memoria y la identidad. Una poesía dialógica no solo con la naturaleza sino con lo ecológico y lo histórico. Entonces, nominar, poetizar, significan recoger los susurros de la naturaleza y del mundo, transcribirlos y evidenciarlos.
En ese sentido, estos poemas plantean «actos de redescubrimiento imaginativo », de «reunificación imaginaria » (Hall, 2010, pp. 350351), frente al olvido de la Historia. Representan una mirada novedosa desde el Edén, con la que el mundo se reinventa, y el artista, de nuevo, representa un dios que reescribe bajo la luz del sortilegio.