Introducción: el silencio de las sirenas
En su bello relato «El silencio de las sirenas», Kafka relee la figura de Ulises, su desafío, su «alegre inocencia», al aplicarle un giro crucial a esta historia y narrar la ubicua seducción del silencio significante:
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción. Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. (1985, p. 81; énfasis nuestro)
Más que el canto tan afamado, la poderosa arma de atracción es esa suerte de silencio ensordecedor que también afirma un pacto entre sirenas y Ulises. En efecto, hacia el final del relato, el narrador destaca: «Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. […] Tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas, y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo» (Kafka, 1985, p. 82). La breve y poderosa escena exhibe numerosos vericuetos: la interdependencia -y alternancia- entre silencio y canto; la existencia de un pacto, tan soterrado como evidente, que admite la farsa y la impostura; la dimensión múltiple del silencio en este relato: pose, engaño, atracción, guiño, escudo, simulacro. Interesa esta caleidoscópica representación del silencio porque todas estas dimensiones deben ser pensadas en torno a lo colonial. En las próximas páginas aludimos a dos dimensiones fundamentales y complementarias, pocas veces atendidas a la hora de abordar lo colonial: el silencio y el tiempo. Entendemos que en lo ausente -ya sea por elipsis o por hiperbólica iteración- radican los puntos ciegos pero también la potencia de «lo colonial»1.
Lo colonial como silencio
En su primera acepción, lo colonial como silencio remite al silencio acerca de lo colonial, pero también a una tradición de silenciamiento, etnocentrismo y miserabilismo que ha prevalecido en las investigaciones en ciencias sociales y humanas hasta el presente. Se trata de contextos académicos en los cuales sistemáticamente se ha negado el vínculo entre textualidades americanas y se ha ninguneado el pasado colonial, incluso la presencia de poblaciones originarias o descendientes de esclavos, ocultas tras la retórica del exterminio (la Conquista del Desierto para las poblaciones indígenas en la Argentina; las guerras de independencia para los africanos y sus descendientes en todo el continente). Desde el olvido de la colonialidad que suele darse en el Cono Sur, pasando por la afirmación de una suerte de política y cultura virreinal en México o la zona andina, pensar lo colonial suele ser presentado como un anacronismo o como un oxímoron: ¿cómo pensar algo que no puede ser definido con claridad? ¿Cómo pensar algo que se niega? Se trata, en verdad, de unas sociedades -las nuestras- que articulan su presente en torno a este silencio fundante, cuyos tentáculos llegan a una producción de conocimiento organizada en torno de paradigmas modernos, etnocéntricos -poderosa mancuerna el sistema-mundo capitalista.
Si en alguna medida esta reacción puede ser leída también como una respuesta de las academias vernáculas a ciertas modas académicas, en las que las investigaciones en lengua inglesa llevan la voz cantante, también se vinculan, a nuestro juicio, con cierta intención de perpetuar un diálogo -que, preciso es reconocerlo, nunca fue tal- con el universo europeo y eurocéntrico de producción de conocimiento, en el que nuestros estudios, por otro lado, nunca tuvieron más que un lugar periférico, como una nota exotista en el mejor de los casos. Estamos ante una suerte de blanqueamiento europeizante que nos ha dejado hablando solos, de espaldas a nuestro pasado y a nuestro presente, pidiendo una escucha desde el centro de la episteme occidental, imposible por las características mismas de esta epistemología. Esta posición es funcional a la retórica de la modernidad vinculada con una noción de Estado-nación tan crítica como fascinada por el brillo del «intelectual-legislador» (Bauman, 1995) del siglo XIX, que sentó las bases de una retórica de la nación megalómana y desaparecedora. En este complejo marco, el silencio acerca de lo colonial resulta imprescindible, porque, en cuanto el cuestionamiento al proyecto moderno/colonial entra en escena, toda certeza se desploma y la autofiguración construida en torno a la historia y la cultura nacionales se derrumba con ellas.
Ahora bien, más allá del silencio acerca de lo colonial, creemos preciso llamar la atención acerca de otras maneras del silencio, menos evidentes, más soterradas, que articulan lo colonial en torno a la elisión, el trauma, lo inenarrable, pero también a los modos en que cada marco, disciplina, teoría, produce sus silencios. Entonces, ¿qué son los silencios? ¿Cuáles son sus formas? No se trata de preguntas retóricas, sino de interrogantes que exigen ajustadas respuestas. En este sentido es que podemos afirmar, con Michel Trouillot, la existencia de diversas capas de silencio (layers of silence), que, entendemos, van más allá de lo semántico (qué se calla, que se elide, qué se oblitera) e incluyen lo epistémico y lo formal.
En primer lugar, si pensamos en las posibilidades del silencio (en las formas de su evidencia), resulta claro que es preciso contraponerlo a o unirlo con las diversas formas del decir. Silencio y lengua: si entendemos la lengua como un sistema diferencial que se configura en la negatividad relacional -a la manera de De Saussure-, el silencio sería entonces constitutivo del decir, su condición de posibilidad, y desplegaría a partir de allí su potencia performativa2. En efecto: el silencio delinea los bordes del discurso, el comienzo y el final (que en la escritura toma la forma del blanco y, en la oralidad, de la pausa); también vuelve inteligible el discurso en sí mismo: el silencio/blanco escande los sintagmas, los separa y organiza, gesta la significación. A este silencio constitutivo se sumaría el silencio como acto o imposición (callar/hacer callar) y como pluralidad (los silencios: temáticos, semánticos, formales). Y una vuelta más: esos silencios semánticos se construyen en el plano formal. A los efectos de estas reflexiones, concebimos estas dimensiones como complementarias y centrales para comprender el funcionamiento de ese aparato representacional de la colonialidad. Claro que para ello es preciso afirmar el plural de silencio: no se trata de la noción ontológica, filosóficamente definida; antes bien, nos referimos a un plural que denota diversos actos, vinculados: callar/hacer callar; guardar silencio; diagramar un secreto o descubrirlo. Las preguntas centrales son: ¿cuáles son las formas del silenciamiento de lo colonial/la colonialidad? ¿Cómo operan? ¿Cómo leerlas?3
En este sentido, es preciso llamar la atención acerca del hecho de que el silencio acerca de la colonialidad es producido de maneras distintas por las diversas disciplinas. Si bien nuestras hipótesis se centran en la historia y los estudios literarios, creemos que es posible pensarlas en un marco mayor de las ciencias humanas y sociales en general: una suerte de silencios globales -global silences al decir de Michel Rolph Trouillot-. Para el historiador haitiano, quien en su magnífico Silencing the Past da cuenta de los silencios que configuran la historia de la revolución haitiana y sus principales héroes, y de los usos de dichos silencios para configurar concepciones acerca del presente:
Los silencios ingresan en el proceso de producción histórica en cuatro momentos cruciales: el momento de la creación de los hechos (la producción de las fuentes); el momento del hecho consumado (la producción del archivo); el momento de la recuperación de los hechos (la producción de narrativas); y el momento de la producción retrospectiva de sentido (la producción de la historia como instancia final). (1997, p. 26; traducción nuestra)
Esta complementaria gradualidad exhibe ya desde su enunciación el hecho de que no todos los silencios son iguales: estas diversas capas o dimensiones del silencio historiográfico se mezclan de forma única en cada evento de producción de historia. Ahora bien, si la mixtura de dimensiones y acontecimientos le confiere singularidad al silencio, lo que persiste como constante es la producción de silencios en estos cuatro momentos, sin los cuales la escritura de la historia sería imposible. En este sentido, la elisión y la negación parecen ser dimensiones tan fundamentales como significantes en la configuración del relato historiográfico. Si esto es así, no obstante, la pregunta persiste: ¿cuáles son las peculiaridades del silencio historiográfico acerca de lo colonial? ¿Cuáles sus implicancias?
Pensado en torno a los estudios literarios, el silencio puede ser concebido por medio de una analogía de estos cuatro movimientos cruciales, complementarios e incluso simultáneos, a saber: el momento de delimitación del corpus (a partir del trabajo con el archivo); el momento de organización de series significantes (y de marcaje de lecturas posibles); el momento de configuración del canon (movimiento que brinda sentido a la crítica); el momento de producción de categorías (y, con ellas, el momento de producción de sentido, del texto y de la crítica como operación). Todos estos momentos/movimientos exigen una poderosa operación de elipsis, de selección y exclusión, de obliteración y olvido4. Historia y literatura comparten, en buena medida, estas figuras del silencio, a las que Trouillot suma el detalle, la negación, lo impensable y lo indecible (1997, p. 96).
Pero Trouillot afirma algo más, algo específicamente interesante para nuestros propósitos: la configuración de fórmulas del silencio, entre las que identifica las fórmulas de borramiento, fórmulas de banalización, fórmulas de trivialización (1997, p. 96-7). En el relato histórico, estas fórmulas toman la forma de la negación (no ocurrió realmente, “it did not really happened”) y de la atenuación (no fue tan malo, “it was not that bad…”), y se verifican de manera palmaria en los relatos negacionistas o relativistas respecto del Holocausto, por ejemplo. En este marco, el relato de la colonialidad al sur del continente (en lo que hoy llamamos Argentina), nos brinda numerosos ejemplos de estos silenciamientos. Citaremos sólo uno para clarificar: la obliteración del exterminio de las poblaciones indígenas autóctonas por parte del incipiente Estado y sus milicias, ese «genocidio fundante» durante la llamada «Conquista del Desierto», al que remiten, entre otros, lxs antropólogxs e historiadorxs argentinxs que conforman la Red de Estudios sobre genocidios (Del Río et al., 2010; Lenton, 1998). Las formas de esta fórmula son entonces la negación abierta, la argumentación ad exemplum, la argumentación ad hominem (especialmente evidente en casos recientes como el de la desaparición del joven argentino Santiago Maldonado en Chubut en agosto de 2017, pero también, y específicamente, en relación con toda caracterización de sujetos identificados con poblaciones originarias); e incluso la falacia lisa y llana. Para configurarlas, la evidentia, el epíteto (e incluso la interlocución panfletaria), la proliferación del detalle y la hipérbole se despliegan con distintos énfasis5.
Dicho borramiento, que estas fórmulas y formas configuran, se sostiene en el olvido de la colonialidad necesario y funcional a la configuración del Estado nación, es decir, de las sociedades poscoloniales (o neocoloniales) en América latina. Así, olvido y borramiento operan en forma mancomunada para producir un vacío, una idea de tabla rasa sobre la cual erigir el presente y proyectar el futuro. Claro que dicho borramiento exhibe fisuras, porque la colonialidad, en tanto persistencia configura una suerte de subtexto de la representación de identidades nacionales. De allí que también se recurra a estas fórmulas de banalización de las que hablaba Trouillot, las cuales se configuran por medio de formas específicas: la minimización, la adjetivación degradante, el argumento ad nauseam, sumado a la generalización apresurada (secundum quid) e incluso el argumento a silentio, cuya efectividad se basa en la misma ausencia de evidencia que el proceso colonial produjo.
Si estas formas y fórmulas intersectan los modos en que historia y crítica literaria operan sobre la colonialidad, existe no obstante una dimensión significativa y significante en las que ambas se distancian. Esta puede ser pensada a partir de la propuesta narratológica de Gerald Prince, quien define diversos modos del decir en narrativa: lo inenarrable (the unnarratable), lo no narrado (the unnarrated) y lo disnarrado (the disnarrated). Entendidas en términos de maquinarias narrativas, tanto la historiografía como la crítica operan sobre y a partir de lo inenarrable y lo no narrado. Si lo primero ha sido más abordado a partir de las preguntas en torno a cómo narrar genocidios, por ejemplo (con el Holocausto como caso paradigmático, aunque no solamente), lo no narrado adquiere otro cariz, tanto en la acepción de Prince (elipsis funcionales a la forma del texto y, muchas veces, señaladas por el mismo narrador, por medio de tópicos como el de la brevitas o lo inefable), como en otra acepción posible, que preferimos aquí: la de lo no narrado intencionalmente, por elección o como consecuencia de llevar a cabo nuestra tarea de investigación inmersos en una lógica silenciadora, sin criticarla.
En este sentido, si es cierto que lo no narrado varía y depende en buena medida de protocolos de autorización del locus enunciativo y de lineamientos genéricos, también lo es que ninguno de esos protocolos o lineamientos es inocente y natural: antes bien, sus formas, constitutivas de la colonialidad misma, se moldean al mismo tiempo a través de ella, de allí la persistencia de sujetos, anécdotas, episodios, experiencias sistemáticamente narradas por sobre otras, sistemáticamente elididas. Pero Prince apunta una tercera e interesante categoría: la de lo disnarrado (the disnarrated), dimensión constitutiva de la ficción, también determinada por contextos y estéticas, a la que la crítica debe aludir necesariamente para dar cuenta de su objeto. En este marco, lo disnarrado remite al ámbito del deseo, la posibilidad y la ensoñación. Prescindible para la narración en general e indeseado para la narración historiográfica, el argumento de lo disnarrado cumple, sin embargo, funciones específicas que tienen que ver con el tono y el ritmo del texto, con la configuración de la autoridad del narrador, con la apelación al lector e incluso el argumento ad misericordiam. Así, lo disnarrado produce espesor en el texto al abrir la dimensión de la posibilidad y la variabilidad, y configura una serie de saberes no decibles por parte de lo narrado ni de lo no narrado.
No obstante, la persistencia de lo disnarrado también puede ser leída como marca de la colonialidad y como productora de la colonialidad misma, en la medida en que tanto la historiografía como la crítica relegan a los márgenes estas dimensiones cuando se trata de sujetos y experiencias subalternas, mientras que son capaces de administrarlas (en la historiografía) o de hacer de ellas el centro de la interpretación (en la crítica literaria), cuando remiten a eventos y personajes centrales -o definidos como tales por la lógica colonial de la narración disciplinar. Ahora bien, es imperioso preguntarnos cuál sería la temporalidad de esa «lógica colonial» varias veces referida no sólo aquí sino en la crítica poscolonial en general. ¿Es la persistencia de una forma ancestral de dominio? ¿Una mimética continuidad? ¿Una huella fragmentaria y difícil de objetivar?
Lo colonial como presencia: cuestión de tiempo 1
Siguiendo a Foucault, la categoría tiempo quedó relegada a las filosofías de la historia decimonónicas, mientras fue el espacio la categoría a partir de la cual la otredad cultural debía ser alcanzada.
Javier Sanjinés, Embers of the Past
Las nociones sobre la coetaneidad de «lo colonial» se basan en al menos tres principios: la presencia de lo colonial, la continuidad de la colonia y la persistencia de las características ligadas a una forma de explotación, a una taxonomía jerárquica de las poblaciones y a su forma de gobernarlas y de algún modo, extender dominio sobre ellas. Por un lado, hablamos de una homologación de por sí problemática: la colonia y «lo colonial». Por otro, se alude a tres regímenes de representación: la anacronía -habría una «presencia extraña» en nuestro presente; la permanencia -habría algo que la noción de tiempo vacío y homogéneo no permite analizar cabalmente; y la repetición -existiría algo que se reedita por sobre el dinamismo de la innovación, del quiasma y de la pura distancia. Una repetición que, como veremos más adelante, no puede entenderse como pura semejanza.
Lo que queremos poner en discusión aquí son las categorías temporales que amparan estas consideraciones, categorías generalmente no explicitadas. ¿Qué implica «reconocer que lo colonial sigue presente»? En primer lugar, habilitar una noción de historia que permita la examinación de sus nociones de tiempo. Para Walter Benjamin era bastante clara la idea de que no hay posibilidad de comprender la historia en una tradición del oprimido, que no recurra primero a una remoción de la noción moderna de tiempo. Para la cimentación de Occidente en tanto Idea rectora de civilidad y fundamentalmente, garante de futuro, la noción moderna de tiempo fue fundamental en tres planos por lo menos. Primero, su linealidad, que no solamente garantizaba la sucesión ordenada de los acontecimientos (lo cual reclamaba una imaginación geométrica de plano sin contornos sobre el cual la Historia se desplegaba como lucha de clases, como progreso o como Espíritu), sino que estableció en la imaginación histórica la argucia crucial de la causalidad y la singularidad (Carr, 1983): el pasado es uno e indiviso, es histórico en tanto no podrá volver a suceder de esa manera (con lo cual quedaba conjurada la noción de historia magistra vitae)6 (Murdrovcic, 2013).
Este plano, por antonomasia, resigna la noción de anacronía. Para la historia queda vedada la posibilidad de desplegar en el plano del relato una imaginación temporal que no sea un plano del tiempo. La causalidad apela a la racionalidad temporal, no a la significación ni a la experiencia: sólo aquello que pueda ser demostrado y que responda a una lógica del tiempo como estructura racional de secuencia o proceso (la famosa división braudeliana entre estructura, coyuntura y acontecimiento en sus diferentes matices), podrá ser considerado, en efecto, Historia. Lo demás, los relatos que unen momentos disímiles para explicar un proceso, que vinculan fenómenos naturales a causalidades mundanas, ocuparán la función complementaria del mito, de la tradición oral, de la memoria colectiva: en cualquier caso, pertenecerán al plano cultural. La separación clave entre cultura e Historia -con todos los matices que tiene- radica justamente en una sutura sobre la representación temporal: la cultura pertenece al ámbito de la intervención de los sujetos. Lo que los sujetos hacen con y en el mundo. La Historia, por definición, está siempre por encima de los sujetos, no pertenece al dominio de la praxis y se devela solamente por la intervención de una lógica precisa de indagación.
Segundo, vacuidad: el plano del tiempo es un plano vacío. Siempre puede expandirse -pero jamás cambiar de dirección. Todos los acontecimientos «caben» en la secuencia, basta con extender un extremo del plano y con ampliar la línea. Esta es una discusión fundamental que puede verse plasmada, para dar solo un ejemplo, en la diferencia entre una historia con perspectiva de género y una historia feminista: grosso modo, la primera agrega una vertiente, un actor y una serie de acontecimientos que no estaban contemplados en la historiografía de corte político-social. Las agrega «sobre» la línea de tiempo, la amplía. Una imaginación histórica desde el feminismo -más aún desde los feminismos no-blancos- reclama en cambio un replanteo de las secuencias analíticas de la historia, de la temporalidad homogénea de la política y del Estado, y de la propia evolución del capitalismo. Reclama otra imaginación de la experiencia temporal. Tercero, y quizás lo más importante -tanto como menos evidente- es la no temporalidad de la propia noción de tiempo: Chakrabarty (2000) afirma que, para el historicismo, el tiempo no parece ser afectado por los acontecimientos. Ningún acontecimiento, ninguna guerra, ninguna catástrofe, ninguna anexión modifica la noción de tiempo que se mantiene, paradójicamente, fuera de la historia (Hartog, 2007; Rufer, 2010, pp.12-13).
Esta digresión es necesaria para introducir una premisa rectora: plantear que la colonia es/tá presente (anacronía, permanencia o repetición) desafía necesariamente a la imaginación historicista en sus tres planos: linealidad de la historia, vacuidad del tiempo y exterioridad de la relación tiempo/historia. Por eso es importante insistir en que la noción de continuidad no puede pensarse como una permanencia serial, como una estructura inerte que pesa sobre los cambios o como una serie irregular que pulsa el sentido de la historia. Más bien proponemos pensar la continuidad como una labor de conexión de elementos que, entendidos históricamente desde las posibilidades narrativas y falsables del relato (archivo, evidencia, tiempo), no pueden ser «demostrables». Lo importante, en todo caso, es comprender que pensar lo colonial es un trabajo de lectura sobre la temporalidad: una forma de aproximarnos al tiempo que nos permita interrogar al pasado histórico (tal y como lo acabamos de definir) desde el presente.
Por supuesto, el sujeto teórico necesario de esa concepción de historia es el Estado-nación (Burton, 2003; pp. 1-23; Chakrabarty, 1999; Chatterjee, 2008). La noción de tiempo vacío y homogéneo tiene cabida justo cuando el pueblo hecho nación abre la historia total y la convierte en su-historia: una que descansa en la evidencia de su cuerpo político (sus acciones de estatalidad), en la clarividencia de sus héroes y en la fortaleza de su proyección (un futuro percibido y narrado como destino).
Cuándo fue lo pos-colonial: cuestión de tiempo 2
Una de las necesidades más acuciantes es empezar por interrogar la fuerza de los nombres: ¿por qué empeñarse en llamar «colonial» a nuestra modernidad (latinoamericana), después de las revoluciones de independencia, de los esfuerzos para construir nación, del acto -más o menos consistente- de repeler a las potencias españolas o portuguesas que habían impuesto el dominio colonial? Klor de Alva (1992) dio una de las respuestas posibles: en América Latina las independencias no se constituyeron en verdad en términos de una lucha anti-colonial y menos en términos de un reemplazo del sujeto histórico vector (en definitiva, la élite criolla era hija de españoles; el español siguió siendo la lengua; la tradición jurídica no conoció otros nortes, etcétera). Además de que la tesis no se sostiene en ese nivel de generalización -los casos de Haití y Cuba, por lo menos, pondrían seriamente en tela de juicio la afirmación-, el problema para nosotros es la forma en la que Klor de Alva conduce la premisa en términos de una evidencia contra-teórica: como así se dieron las cosas, la teoría poscolonial no tiene cabida en América Latina. En realidad, la fuerza argumentativa de la crítica poscolonial tal como la entendemos es otra: tratar de comprender, al decir de Mary Louis Pratt (2008), que, junto con las grandes ficciones fundacionales de las naciones latinoamericanas, hay silencios fundacionales -los necesarios olvidos de Renan-, tan importantes como sus ficciones. Esos silencios se conforman como maneras de hacer fracasar los enunciados de otra historia posible, de otra temporalidad que no sea la que convoca al Estado y al capital. Ese «hacer fracasar» es el elemento fundamental sobre el que descansa gran parte de la idea misma de Historia: para ponerlo en términos nietzscheanos-foucaultianos, ella no existe fuera de la voluntad de poder.
Esta vertiente de pensamiento que desemboca en una filosofía de la historia tiene a su más conocido exponente en Walter Benjamin. Fue Benjamin quien primero desconfió no sólo del Ángel del Progreso, en su pasaje tan citado, sino también de la estructuración del tiempo como un recurso para la historia de los oprimidos. Para Benjamin no hay manera alguna de reconstruir una tradición del oprimido con el archivo de la historia y con el tiempo intacto y sin suturas de la nación. Por eso las nociones de conexión, de montaje y de imagen dialéctica son sustanciales -y su propia estrategia de escritura, fragmentaria, que elude la totalidad, es muestra de su convicción epistémica7.
Eduardo Grüner sostiene que «a la imagen de una continuidad temporal homogénea y sin fisuras que es la historia de los vencedores, Benjamin oponía la de la discontinuidad que la historia de la resistencia de los vencidos, mojonada por esas ruinas que entonces no son del pasado, porque sigue habiendo vencidos» (2005, p. 112)8. Así, el trabajo pos-colonial de la memoria consiste menos en la remembranza o en «hacer emerger» lo olvidado, que, en una tarea de conexión, de comprender a partir de aquello cuya asociación ha sido impedida. En ese sentido, como bien apunta Taussig en su alusión a las tesis sobre la filosofía de la historia de Benjamin (1997), no puede buscarse una tradición del oprimido en un texto coherente, secuencial, racional y secularizado. La única historia de conexiones posibles para los vencidos está hecha de espectros, de imaginería religiosa, de imágenes conectivas, de pasados encantados y presentes turbulentos9.
Quizás estas reflexiones primarias permitan comprender aquella pregunta que se hacía Stuart Hall, «¿Cuándo fue lo poscolonial?» (2010), cuya respuesta estaba más enfocada a concebir lo poscolonial no como un período, sino como una operación de comprensión, como formas de poder que operan «bajo tachadura», impidiendo su designación -como si la república y sus instrumentos globalizados (el Estado de derecho y la ciudadanía plena) fueran factores que garantizaran una superación del bache colonial. Lo hacen, sin dudas, si nos ubicamos en la estructura de la causalidad y en la noción temporal moderna de la vacuidad como plano, pero de ninguna manera si pensamos en una historia cuya narrativa privilegie el fragmento, el instante, la conexión y el montaje (en lugar de trazar un relato de totalidad, secuencia, causalidad y estructura).
Para comprender esto, debemos empezar por aclarar un punto: como bien plantea Spivak (1997, p. 107), una crítica al imperialismo y a sus marcas en el presente no se puede narrar desde un pretendido develamiento del «legado colonial» como algo intacto que permanece sin fisuras bajo otros nombres. Es fundamental comprender, dirá la autora, que el imperialismo reconstruye constantemente sus mecanismos para nombrar la operación mediante la cual extiende su dominio. Muta, cede a las demandas, extiende soberanía en el reconocimiento de sus súbditos, pero mantiene incólume una lógica de anexión, dominio, jerarquía, explotación y ocupación. La reedición del imperialismo radica, en su capacidad para presentarse como otra cosa.
En este tenor analítico, podríamos pensar, por ejemplo, cómo es que fue (im)pensada la simultaneidad entre las independencias latinoamericanas y la expansión notoria del imperialismo anglo-francés en Asia y África. Mary Louise Pratt, apelando a la forma en la que los imperialismos abonaron a la desconexión epistémica (en términos de lengua y tradiciones) recuerda con lucidez:
[es notoria] la elisión de los términos neo-colonialismo e imperialismo del vocabulario postcolonial [y agregaríamos, decolonial]. Cuando las Américas entran en la ecuación, el neocolonialismo aparece como una de las principales estrategias del imperialismo inglés y francés en el siglo XIX. La independencia de la América española se obtuvo fundamentalmente con el apoyo de tropas inglesas y francesas. (2008, p. 463)
Pratt prosigue afirmando que, desde la mirada nor-europea, los procesos latinoamericanos de independencia y descolonización deben enfatizarse como modos de «acceso a los mercados, materias primas y colaboradores financieros para los capitales, mercancías y tecnologías inglesas y francesas» (Pratt, 2008). A continuación, reclama la falta de atención a estos fenómenos integrales; le señala a la crítica poscolonial una «obsesión» por no ver los primeros imperialismos y arguye que esa desconexión en el modo de imaginar la historia es fruto del propio imperio, como «una marca neocolonial del proyecto poscolonial» (Pratt, 2008, p. 462).
El reclamo es claro, desde varios autores, a la obra magna de Edward Said (tanto en Orientalismo como en Cultura e imperialismo): no haber prestado atención a los primeros imperialismos españoles y portugueses -y que no la preste aún hoy la mayoría de los exponentes de la crítica poscolonial- no es solo un asunto de «especificidad», sino un problema clave para la comprensión del imperialismo como un fenómeno que elude la imaginación histórica lineal y monocausal (Pratt, 2008, p. 462)10. Para Peter Hulme, la falta de una teoría más sofisticada de la historia no le permitió a Said ver que Estados Unidos es una potencia imperial desde su concepción (y no solo desde la culminación de la Segunda Guerra Mundial)11. De hecho, el genocidio indígena norteamericano, el colonialismo interno y la superposición de los colonialismos español, inglés y francés fueron soslayados en la obra de Said por un marco temporal que siguió, a pesar de sus advertencias foucaultianas sobre las formaciones discursivas, las modulaciones clásicas del historicismo (Hulme, 2008, p. 389-390).
A su vez, en un cruce con la historiografía más canónica sobre América Latina, podríamos preguntarnos por qué la imaginación histórica -generalmente vinculada a la historia política stricto sensu, o más aún, a una cierta historia lineal de los conceptos políticos- eludió la reflexión sobre dos puntos que consideramos clave. Primero, adolecemos de una reflexión sistemática sobre los casos en los cuales la independencia de la potencia imperial (España o Portugal) significó un contrato de desvinculación de la metrópoli -y de proyección de nación- sobre territorios notoriamente reducidos: alcanza con ver el mapa de lo que hoy es Argentina en la pequeñísima porción ocupada y controlada por criollos en 1810 para comprender lo grandilocuente que suena la noción de «liberación». Segundo, a partir de lo planteado, la pregunta salta a la vista: ¿cómo podemos creer que en pocas décadas esos liberadores se hayan tornado adalides y promotores de nuevos «poderes predatorios y coloniales» (Brotherston, 2008, p. 24) en ese mismo espacio para llevar adelante los proyectos de nación, y muchas veces con similar retórica -ahora laicizada: ¿conquista, pacificación del territorio, guerra contra el bárbaro?
Lo colonial como tabú de conquista
Quizá la respuesta más cercana a lo que planteamos hasta ahora sea la de repensar la noción de conquista ya no solo como un episodio del fenómeno colonial (en cualquiera de sus casos), sino como el principio organizador, estructurador de la historia moderna -pero, al mismo tiempo, silenciado por ella. En su conferencia del 4 de febrero de 1976 sobre la guerra de razas, Michel Foucault (2002) hace una lectura que liga la noción de raza al hecho de conquista: de la invasión, del despojo, de la derrota y de la violencia. Según Foucault, el discurso filosófico-jurídico de Occidente encubre sistemáticamente lo siguiente: que no existe el sujeto neutral del derecho (lo que después será el Sujeto Universal kantiano), sino que existen dos historias y dos sujetos posicionados (la historia de los vencedores y la historia de los vencidos y sus correspondientes sujetos); que la historia de los vencidos fue apenas codificada, polivalente primero y más tarde sustraída de su posición de enunciación por parte de las voluntades del Estado; que la noción de soberanía no está amparada en la voluntad, en la cesión ni en el contrato, sino en el acontecimiento fundante de la conquista y en la guerra permanente para sostenerla; y que el derecho es una trampa que expresa lo que esa conquista necesita hacer prevalecer, bajo la forma inocua de la voluntad y del bien común12.
Lo que Foucault marca es el ocultamiento del hecho arbitrario, violento y accidental de la conquista como principio del orden que sustenta el a posteriori de ese acontecimiento: la ley, la voluntad y el contrato. La ley no es sino expresión de un sujeto (entendido como posición, no como sujeto empírico), y ese sujeto es el conquistador. Pero lo que interesa a los fines de este texto es que, para Foucault, la fuerza sustantiva para que esa posición de sujeto sostenga su expresión es mantener en secreto ese dictum. Secrecía posibilitada por un relato moderno: la historia.
Es esta mancuerna la que estará en el fondo de un debate de más de dos siglos hasta el desvanecimiento de los argumentos que sostuvieron al Estado absoluto, pero que aún subyacen en la matriz de fondo del Estado de derecho13. La idea sería: la conquista persiste entre los enunciados de la ley (la misma que al reclamar la igualdad como abstracción, la sustrae del campo de las prácticas); las posiciones diferenciales de los sujetos siguen reclamando una imaginación binaria (hubo y hay vencedores y vencidos, mismos que el derecho como expresión de una tradición universal dejó de nombrar). Pero al hacerlo no extinguió su persistencia sino la legitimidad de su designación expresiva -que no es lo mismo.
«Las conquistas no pertenecen sólo al pasado» afirmó Todorov en el epílogo de su clásico texto (1987, p. 264). Pero entonces ¿cómo escudriñar la imaginación histórica para comprender esa especie de interferencia arcaica en el presente? Patrick Wolfe, uno de los más importantes especialistas en las teorías comparadas del imperialismo (1997; 2008), postula que la conquista -en Nueva España, en Estados Unidos o en Australia- no puede ser analizada como un acontecimiento ni como un proceso, sino como una estructura: quizás esta noción ayude a comprender lo que planteamos hasta aquí14. Cuando se analiza la invasión colonial como un acontecimiento (event), la historia se ubica, en tanto narrativa, dentro de la noción esquemática y periódica de la singularidad. Al hacerlo, deja de prestar atención a la forma en que ese significante designa un esquema de producción de dominio coercitivamente instaurado, subjetivamente introyectado, ideológicamente proyectado en los artilugios de la ley y forzosamente continuo y reeditable: «la invasión es una estructura, no un acontecimiento» (Wolfe, 2008, p.104). El debate entre estructura y acontecimiento es amplio, pero lo interesante de la mirada de Wolfe es que él reclama la noción de estructura para apuntar que el colonialismo de asentamiento debe entenderse como un «principio organizador», una lógica estructural de eliminación (al discutir la noción de genocidio y sobre todo, al explicar que lo que existe en la asimilación, en la aculturación y en los mestizajes de más diversa índole es un principio sofisticado y diferido de exterminio (Wolfe, 2008, p. 103-106)15.
Pero aquí la noción de estructura conlleva problemas: pensar en términos de estructura hace al argumento menos maleable a la historicidad y al cambio; exige un tipo de imaginación de conexión paradigmática, que permita comprender la simultaneidad de factores que operan. Lo que sin duda funciona de la noción de conquista como estructura es el hecho de que nos permite pensar su carácter implícito, profundo -impedido a la superficie- en tanto principio organizador cuya eficacia se consolida por medio de la represión y de la interdicción: eso que no debe ser nombrado16.
El antropólogo brasileño Antonio Carlos de Souza Lima (1995), en su estupendo texto sobre Brasil, propone una tesis clave para este trabajo: que la conquista implica momentos diferenciados de reedición diferida (una acción bélica determinada junto con una teatralización del poder en tanto conquista semiótica; una fijación de poblaciones controladas en términos de pacificación, dominio y extensión del territorio; y la imposición duradera de esa pax necesaria a través de la instalación de un poder tutelar con la centralidad del derecho en la fase republicana)17. Lo que parece clave del trabajo de Souza Lima en consonancia con el de Wolfe es que la conquista no puede tomarse como acontecimiento discreto de contornos definidos en una secuencia temporal lineal. Más aún, como expresa Rozat Dupeyron para México (2016), esa idea de conquista como acción bélica que termina rápidamente para dar paso a la «paz colonial» sólo puede ser imaginada desde la historia nacional decimonónica -y reeditada hasta hoy. Pero es, a todas luces, inexacta.
Dos ejemplos en apariencia aislados pueden ayudarnos a comprender mejor la relación entre conquista, secrecía, historia y «persistencia colonial». En 1573 las Ordenanzas de Pacificación de Felipe II la corona española prohibieron no sólo las guerras, sino también el uso de la palabra «conquista». En 1857, es Ecuador el que formula la más sintomática de las interdicciones: prohíbe la palabra «indio» de la Constitución y de los documentos de Estado18. En estos dos casos, la acción punitiva sobre la palabra parece erigirse justamente como tabú lingüístico: hacer perdurar una estructura prohibiendo el nombre que puede denunciarla. Claro que, entrado el siglo XIX, esa rúbrica del Estado ya no fue necesaria: fue reemplazada por el gesto temporal de la historia nacional. Para decirlo con claridad: de ahí en más fue la historia (la historia-disciplina, la que consolidó el pasado histórico como singular, irrepetible y ausente, cuyo sujeto teórico fue y sigue siendo la nación -en tanto expresión de ruptura, progreso y destino de un pueblo, Chakrabarty, 1999- la que impidió que la conquista fuera imaginada como principio social organizador (porque ninguna nación moderna puede realizarse como proyecto teniendo como estructura la conquista). Al contrario, la confinó como una porción discreta de tiempo, con artífices definidos. La prohibición ya no era necesaria: tenía en la historia su pacto positivo. Quizá la consecuencia lógica sea una profunda discontinuidad de las operaciones coloniales a partir de la lógica del Estado-nación y sus disciplinas asociadas.
Lo anterior, sin embargo, exige reflexionar sobre lo que estamos refiriendo cuando hablamos de «lo inenarrable», y para ello es particular prestar atención a la noción de archivo en su opaca relación con el tiempo. Si seguimos a Derrida, el archivo cumple tres funciones expresivas fundantes para la historia: arconte, autoridad y consignación (Derrida, 1997). Esto es, el lugar que resguarda (con todo lo ritual que expresa), el principio de autoridad en la conformación de la evidencia (la dimensión de ley que consagra al archivo) y el poder de consignación: la facultad de conjuntar, sistematizar y organizar. La administración de poblaciones que el Estado moderno debe garantizar depende en gran parte del archivo.
La sustitución de un poder colonial de facto por un poder republicano de conquista diferida implicó una operación clave con el archivo y el tiempo: si el tiempo lineal garantizó el arrojo de la conquista al pasado histórico, el archivo cumplió dos papeles centrales: a través del poder de consignación efectuó una operación metonímica que consistió en que la organización de las partes se transformó en el completo sistema de enunciabilidad de la historia (Rufer, 2016). A través de su autoridad, garantizó que el sistema de enunciados de verdad se disputara fuera del ámbito político de la significación. Al contrario, a ese sistema se lo propone como una inquisitio sobre aquello que por definición es ausencia pura y singular (el pasado). Aquello que no aparece en la superficie del archivo, por ende, no puede ser considerado pasado histórico con ansias de verdad.
Así, la sorpresa que causa la reedición de la matriz bélica de conquista tiene que ver con dos factores que enunciábamos al principio: la supresión de la dimensión violenta del derecho (el hecho expresado por Foucault de que no existe el «sujeto universal kantiano», o mejor dicho, existe sólo como ficción que impide nombrar que el sujeto que expresa la voluntad del derecho es el conquistador), y la conjunción de las matrices de archivo y tiempo nacional que exigen una imaginación histórica de la sucesión y no de la conexión. Las palabras de Rita Segato en un estudio reciente sobre la situación de guerra contra las mujeres pueden aclarar lo que planteamos:
En este nuevo mundo, la noción de un orden del discurso pautado por la colonialidad del poder se vuelve prácticamente insuficiente. De ese patrón emerge, nuda y cruda, la práctica del barrido de los pueblos de los territorios de ocupación tradicional o ancestral. De la colonialidad se consuma un retorno a la conquistualidad […] Para nuestro continente, América Latina, las formas extremas de crueldad que se expanden desde México, América Central y Colombia hacia el sur, su atmósfera dramática, caótica y crecientemente violenta, pueden ser atribuidas a la idea de que en nuestros paisajes la Conquista nunca se completó, nunca fue consumada, y es un proceso continuo todavía en marcha. (Segato, 2016, p. 99, énfasis nuestro)
De este fragmento rescataríamos la noción de paisajes de conquista: una forma de uso, ocupación, explotación y saqueo del territorio que se convierte en ruinización del paisaje, lo cual es hoy la marca de los territorios de conquista en una espacialización particular del imperialismo, como muestran algunos trabajos recientes (Stoler, 2013; Gordillo, 2013). Desde el argumento de Segato, la conquistualidad no sucede a pesar de que existe el Estado moderno y de derecho, sino justo porque existe, posibilitado por él. Agregaría que esta es fundamentalmente una característica de la estatalidad en el sur global, y es parte de esa dinámica de jerarquización de «lo humano» como figura de autoridad, en tanto a esa figura la antecede la de un cuerpo marcado por la derrota y racializado (casi una paráfrasis del Franz Fanon de Piel Negra, Máscaras Blancas). Las formas de estatalidad y punición no hacen sino enfatizar el lugar de génesis de conquista que tiene la ley (no a la letra, por supuesto, sino porque opera a través de sus agentes con una notoria eficacia en marcar selectivamente sujetos de la punición, siempre racializados) (Segato, 2007a).
Con esto queremos enfatizar que no estamos pensando en la lógica de exterminio como un proyecto colonial de asentamiento, sino en la lógica de conquista como una frontera re-editable en la larga duración (y como el exterminio, nunca nombrable), que no culmina con la formación de la nación, sino que se refracta y se reproduce en ella. ¿Por qué puede reproducirse? Porque la repetición sólo existe en tanto diferencia. En la medida en que el tiempo lineal y vacío de la modernidad coloca a la diferencia en el pasado histórico, impide percibir la repetición, la prohíbe, la transforma en el tabú interdicto a la imaginación histórica: sólo puede concebirla en términos de una anomalía, de una «falta de conciencia histórica» de aquellos que no pueden salir del pensamiento «cíclico» del tiempo y aluden, inevitablemente, a espectros que no tienen entidad empírica. El problema es que, como muestra magistralmente Taussig para los huitoto (1997), los pueblos sometidos a la conquista reeditada y continua no reclaman una imaginación temporal pre-moderna y cíclica cuando apelan a los muertos y a los espectros19. En absoluto: los muertos que mojonan la historia-montaje de la que parte el autor son los que exigen una imaginación temporal que considere la repetición, que pueda alambicar la idea de proceso -al decir de Agamben, siempre ligada al progreso, con la permanente reedición del pasado en tanto subyugación, dominio y muerte. En diferido, pero constante20.
El nodo central aquí es que una parte importante de los argumentos que denuncian esa historia de despojo constante centra su argumento en que las prácticas extractivas o las retóricas del desarrollo no respetan la pericia cultural del apego a la tierra de los pueblos acechados, ni su ancestralidad convertida en arraigo ni las llamadas «tradiciones propias». Si bien estos puntos son por demás atendibles (y discutibles), muchas veces terminan jugando en el terreno del poder. Porque el efecto inmediato de tales argumentos es la substanciación de los sujetos afectados, una forma de arrojarlos fuera de la modernidad en la defensa de su cosmovisión, una manera de nulificarlos en su prístina inocencia, cuando lo que reclama una imaginación histórica precisa es otra cosa: es entender esos procesos como una historia continua, moderna y legalizada, de conquista: una historia que pueda dar cuenta de los procesos de opacidad mediante el cual el Estado inaugura el tiempo quiasmático de la ciudadanía, la igualdad y la república, y simultáneamente relega al dominio privado la continuidad de la acción bélica de conquista.
Al desaparecer la diferencia, lo que crea en realidad es un escenario perfecto para que cualquier resabio de la conquista quede discursivamente impedido de la Historia: la ley nos ampara a todos y el dominio colonial pertenece al pasado histórico. Si la prohibición ya no es necesaria y, como el tabú, funciona por sí sola porque la historia la hizo posible, entonces es claro que en ese constructo el indígena -así parcializado en el artículo- irrumpe exigiendo «algo» caduco, sin fuerza de horizonte, y lo hace desde fuera del tiempo porque le fue impedida no sólo su contemporaneidad, sino también su capacidad de interpelar al presente con base en la continuidad de una experiencia de conquista. El indígena entonces es pre-moderno, bárbaro, atávico y peligroso no sólo porque está «esencializado», sino porque le hemos impedido cualquier narrativa de conexión al asumir a la acción dominante y bélica de la conquista y de la explotación colonial como una forma de pasado por siempre aniquilada.
Para la Historia, el anacronismo del indio sublevado es peligroso porque amenaza con desestabilizar el tabú develando el secreto: amenaza con conectar la experiencia que salta por encima de los tiempos y evidencia una forma de historiar ligada a la tradición del montaje a la Benjamin aludía. Por eso para los poderes establecidos es fundamental -y lo seguirá siendo- una defensa a ultranza de la historia nacional como identidad aggiornada en multiculturalismo, del archivo como consignación y de la ley como artilugio de la convivencia. Porque es cierto que la historia puede ser indudablemente un arma crítica, que el archivo puede volverse contra el Estado que lo autoriza y evidenciar su violencia fundadora y constante, y que la ley ampara ante la desproporción y la inequidad. Pero eso es tan cierto como lo es el hecho de que esos tres dispositivos anudados (historia, archivo y ley) son los que aseguran que la conquista como una permanente reedición de la historia sea in-demostrable y sea, sobre todo, imposible de nombrar como principio que organiza las condiciones del presente. Contra esa interdicción, contra ese tabú, es que deberíamos poder escribir con una imaginación temporal crítica y de algún modo post (o contra)-colonial.