Introducción
En este artículo narro empíricamente cómo el despojo del «cuerpo-tierra» ( Cabnal, 2010, p. 21) de las mujeres campesinas en Colombia ocurre en lugar. A través de esta narración, demuestro cómo los procesos extractivistas y de despojo colonial persisten en el Sur global rural, a la vez que relato la negociación y la resistencia de las campesinas en lugar. Mediante un compromiso sentipensante con las fuerzas epistémicas del lugar (véase Escobar, 2015; Fals Borda, 2015), hago un llamado a lxs academicxs feministas a asumir un compromiso político con el desmantelamiento de la colonialidad del género liderado por las mujeres rurales en el Sur global.
La colonialidad del género se refiere a un sistema de género heterosexualista que permea «el control patriarcal y racializado sobre la producción, en la que se incluye la producción del conocimiento, y sobre la autoridad colectiva» ( Lugones, 2007, p. 206). Lxs feministas de(s)coloniales y comunitarixs han ilustrado cómo la colonialidad del género opera mediante el aislamiento histórico del género (véase también Lugones, 2008; Gargallo Celentani, 2014; Lozano Lerma, 2017). Esta conceptualización se basa especialmente en una aproximación crítica a la obra de Aníbal Quijano (2014; Quijano & Ennis, 2000) sobre la colonialidad del poder, que demuestra cómo el constructo social/mental de «raza» se legitimó como una «categoría» de la modernidad y se asoció la división del trabajo por clase. Por medio de la colonialidad del género, se ha priorizado lo universal sobre lo local, y se ha privilegiado un supuesto normativo singular sobre los derechos y el desarrollo (véase Segato, 2012; Millán, 2014). De este modo, la construcción social y la separación histórica de los conceptos de «raza» y «género» ligados a la división del trabajo clasista colonial/capitalista sigue teniendo efecto en las acciones e ideas en torno al «desarrollo de las mujeres» y ha dado pie a una lógica colonial vigente del despojo y la extracción del «territorio cuerpo-tierra» (véase Cabnal, 2010, p. 21; Cumes en Yaksic, 2017; Lozano Lerma, 2017; Cumes, 2019).
Aquí, me refiero concretamente a la interrelación del cuerpo-tierra con el territorio como un espacio heterogéneo y relacional de relevancia política que permite explorar cómo operan el despojo y el extractivismo (véase Lozano, 2016; Devine, Ojeda & Yie Garzón, 2020; Rodríguez Castro, 2020). En lugar de buscar una definición absoluta del territorio, entiendo mejor sus complejidades mediante los procesos y las relaciones «arraigados a realidades locales» que están entrelazados con las «dinámicas y estructuras del poder nacionales y globales» (Devine, Ojeda & Yie Garzón, 2020, p. 15). En efecto, la construcción epistémica del cuerpo-tierra de Lorena Cabnal (2010), feminista comunitaria maya q´eqchí´-xinka, es de gran utilidad para entender las estructuras y dinámicas de las luchas territoriales de las mujeres rurales en Colombia (véase Rodríguez Castro, 2020). El trabajo de Cabnal (2020, p. 22) explica cómo las luchas territoriales están interrelacionadas con el cuerpo-tierra, lo que implica la «recuperación consciente de nuestro primer territorio cuerpo como acto político emancipatorio» el cual se encuentra ligado históricamente a una lucha comunitaria por la tierra. En Colombia, la lucha por la tierra ha sido una forma central de resistencia para las poblaciones campesinas, indígenas y afro-descendientes en el contexto de conflictos sociales y armados que aún continúan (véase Reyes Posada, 2009). Entonces, en diálogo con la compleja noción del territorio cuerpo-tierra de Cabnal, acá abordo las experiencias vividas por las campesinas colombianas como actos en lugar, de resistencia, transgresión y creación.
Este artículo se centra en las experiencias de las campesinas en regiones rurales de Boyacá y de la Sierra Nevada de Santa Marta. Empiezo contextualizando la relación del despojo territorial del cuerpo-tierra con la colonialidad/capitalismo/modernidad y establezco conexiones con el contexto sociohistórico específico de las campesinas colombianas. Luego de esta discusión, hago un esbozo sobre la relacionalidad del lugar, relatando cómo se vive y se siente el despojo de los territorios rurales en favor del desarrollo del turismo extranjero y de nuevos cultivos de exportación en el cuerpo-tierra de las mujeres en dos veredas. En conjunto, este artículo pretende hacer un aporte empírico a los proyectos sobre la decolonialidad, que teorizan y ponen en primer plano las maneras cómo la colonialidad continúa en Abya Yala (véase también Suárez Navaz & Hernández Castillo, 2008; Espinosa Miñoso, 2009; Cabnal, 2010; Gargallo Celentani, 2014; Millán, 2014; Lozano Lerma, 2017; Cumes, 2019).
Extractivismo y despojo territorial del cuerpo-tierra
El despojo territorial puede rastrearse hasta la colonización de Abya Yala, que se centró en prácticas extractivas del cuerpo-tierra de los territorios indígenas ( Cabnal, 2010). Quienes trabajan en proyectos heterogéneos para la decolonialidad han afirmado que el despojo no ha terminado, pero que ahora está ligado a procesos coloniales/capitalistas/modernos/neoliberales que afectan al Sur global (véase Grosfoguel, 2016; Cumes en Yaksic, 2017, 2019). Es decir, el Sur global entendido más allá de fronteras geográficas y más bien como esos lugares que se han visto especialmente afectados por el capitalismo global (véase Santos, 2010). Por consiguiente, en este artículo, me centro en el despojo y en su relación con el extractivismo, para mostrar la permanencia de los procesos de colonialidad en el Sur global rural.
Apelando a una noción de los procesos históricos de opresión ejercidos por el colonialismo, Cabnal explica cómo el despojo territorial y el trabajo extractivista ocurren en la época actual:
A este proceso histórico de opresión contra la naturaleza y sus bienes, se une todo el actual sistema extractivista neoliberal que, en su visión de desarrollo occidental pretende «mejorar la vida de los pueblos», con estrategias de participación e involucramiento de las comunidades en el trabajo extractivista para mejorar su condición de pobreza ( Cabnal, 2010, p. 23).
Ramón Grosfoguel (2016, p. 126) afirma que el despojo, relacionado con el extractivismo, tiene «una actitud de cosificación y destrucción producida en nuestra subjetividad y en las relaciones de poder por la civilización “capitalista/patriarcal occidentalocéntrica/cristianocéntrica moderna/colonial” frente al mundo de la vida humana y no-humana». Así mismo define el extractivismo epistémico como un proceso de cosificación, que inferioriza y victimiza, con el objetivo de saquear ideas para la comercialización y para transformarlas en capital económico (véase también Cumes, 2019).
De hecho, el extractivismo epistémico y ontológico establece las condiciones para el extractivismo económico, que Grosfoguel explica ampliamente como:
un saqueo y despojo que vemos desarrollarse desde la época colonial hasta el neocolonialismo neoliberal de nuestros días. Se trata del saqueo, despojo, robo, y apropiación de recursos del Sur global (el sur del norte y el sur dentro del norte) para el beneficio de unas minorías demográficas del planeta consideradas racialmente superiores, que componen el norte global (el norte del sur y el norte dentro del sur) y que constituyen las élites capitalistas del sistema-mundo ( Grosfoguel, 2016, p. 128).
En este artículo, me concentro especialmente en las relaciones del extractivismo económico y epistémico relatando cómo el despojo del cuerpo-tierra de las campesinas en Colombia ocurre en lugar, y basada en una noción más amplia de cómo se enlaza el despojo económico, que ocurre a través de la pérdida de la tenencia de la tierra de lxs campesinxs, con el despojo epistémico a partir de la extracción de ideas y prácticas culturales.
El campesinado en Colombia
El contexto de las campesinas colombianas es complejo y no puede generalizarse porque está definido por procesos territoriales, regionales e históricos que son heterogéneos. Una revisión reciente sobre las nociones del campesinado en América Latina ( Devine et al., 2020) hace énfasis en la importancia de distanciarse de las definiciones estáticas para acercarse a un reconocimiento de los procesos territoriales y las relaciones de lxs campesinxs, a través de la realidad situada con fundamentos históricos y geográficos de la reproducción de capital y de las vidas campesinxs. Desde esta perspectiva, esbozo brevemente la marginación histórica y estructural del campesinado colombiano, pero en los hallazgos discutidos en este artículo relato los procesos geográficos y relaciones de poder específicos de cada región.
En Colombia, a nivel estatal, el campesinado se mantiene marginado en su mayoría por cuenta de los modelos de desarrollo neoliberal. Jaime Forero Álvarez (2010) afirma que los planes de desarrollo estatal han posicionado a lxs campesinxs como un grupo premoderno incapaz de cambio, sin derecho a la propiedad sobre la tierra y útiles únicamente como mano de obra barata y proveedores de alimentos baratos. Esto, a pesar del hecho de que el sector campesino en Colombia ha producido históricamente el 65 por ciento de los alimentos para consumo directo en el país. Al mismo tiempo, persiste en distintas formas la marginación de las mujeres del campo en Colombia, la cual se observa en el ámbito estatal y en los debates académicos y políticos. Los campesinos, los terratenientes, el mercado de capital o el mercado global, han permeado los debates y las políticas sobre la ruralidad en Colombia. Aún más, dicha marginación no se limita a los debates académicos y políticos; también se evidencia a nivel material, como lo reportan informes que sostienen que el 60,1 por ciento de las mujeres rurales campesinas e indígenas colombianas aún no reciben sus ingresos propios (CEPAL, 2007). A lo largo de la historia, las mujeres del campo han carecido de derechos de propiedad sobre la tierra debido al poder patriarcal, que se manifiesta, por ejemplo, en no tener los documentos formales para reclamar tierras debido a la herencia patrilineal (véase Meertens, 2012). Por esta razón, la posición de las campesinas en Colombia como «mano de obra barata» y la intersección con el heteropatriarcado demuestra cómo opera el despojo, mediante el trabajo extractivista y la negación del acceso a la tenencia de la tierra.
De hecho, la Colombia rural tiene una historia colonial de despojo violento de territorios indígenas y de trabajo extractivista de la población rural que vive en la pobreza. Estos factores influyen en las relaciones agrarias actuales en las que aún hoy está inmersa la población campesina, no como «sujetos coloniales sometidos» sino como agentes en la lucha por la tierra (véase LeGrand, 2016). Orlando Fals Borda (2015) explica que, desde la época colonial, la población campesina ha sido sometida a procesos de proletarización que varían dependiendo de la época y la región. Por ejemplo, durante el siglo XIX, la transición de las relaciones de producción de la esclavitud a los modelos de producción capitalista conllevó al establecimiento progresivo de grandes haciendas como propiedad de élites económicas. En esta época, también se impuso el pago del jornal —un salario informal no regulado, fijado por el terrateniente a cambio de un día de trabajo—, el cual sigue vigente hoy en día en muchas localidades rurales de Colombia (véase Fals Borda, 2015). Por esa razón, no tengo la intención de romantizar o esencializar los constructos del campesinado en Colombia. Una infinidad de trabajos han demostrado que no existe una historia única de las luchas campesinas en Colombia ( Reyes Posada, 2009; Fals Borda, 2015; LeGrand, 2016; Devine et al., 2020). En este contexto, recurro a una noción relacional del lugar y el territorio, y con base en ellos describo los contextos particulares de Toca y Minca.
La relacionalidad del lugar
Doreen Massey (2005, p. 15) sostiene la importancia de entender la multiplicidad del lugar y su relacionalidad con el espacio para «trabajar con miras a enraízar —en una época en la que se imagina tan fácilmente la globalización como algún tipo de fuerza que siempre emana de “otro lugar”— es vital para plantear cuestionamientos políticos». El enfoque en la multiplicidad y la relacionalidad del lugar abre posibilidades para pensar el aquí y el ahora, para construir el pluriverso (véase Escobar, 2015; Kothari et al., 2019) por medio de la territorialidad y para refutar la lógica colonial y neoliberal posesiva y los proyectos de desarrollo lineales. En la modernidad, los lugares que se denominan «subdesarrollados» en la lengua colonial siguen siendo intervenidos con violencia mediante prácticas (como el extractivismo, el fracking y el despojo territorial) que aducen a la necesidad de «desarrollo» y homogenizan la vida en todas sus formas, a la par que niegan la posibilidad de los conocimientos ancestrales para la transformación política (véase Escobar, 2015). Entonces, cuando cambiamos nuestra visión hacía la noción de lugar, todas nuestras experiencias se manifiestan en el acuerpamiento, y nuestros pensamientos, sentimientos y políticas se negocian constantemente en lugar. Como lo pregunta Julie Graham (2002, p. 22): «¿Por qué el lugar? Porque a menos que resignifiquemos lo local como “lugares”, con toda su especificidad y posibilidad independiente, nos arriesgamos a ser recapturados incesantemente dentro del binario global/local del discurso dominante (y oposicional) sobre la globalización». Este binario local/global también contribuye a la lógica de la colonialidad del género.
En contraste con las narrativas deficitarias en las que la colonialidad ha situado a la mayoría de mujeres rurales, la multiplicidad y la relacionalidad del lugar ha devenido resistencia, negociación, re-existencia. Por ejemplo, Ann El Khoury (2015) defiende la importancia del orden informal para los desarrollos alternativos de base, pues es común que las mujeres se ubiquen en la esfera de la informalidad (como las economías informales). Al abordar la visión de la multiplicidad y la relacionalidad del lugar, El Khoury sostiene que las mujeres que no tienen una participación activa en la escena política pública son retratadas en general como sujetos pasivos confinados al ámbito privado. Al contrario, si se ponen en primer plano las economías y los lugares informales en los que las mujeres viven su cotidianidad, pueden surgir ideas sobre nuevos desarrollos (o quizás otros mundos). Entonces, cuando se ven el orden y los lugares informales como esenciales a la formación de la realidad social, se ven las mujeres como agentes y actores políticos en estas geografías. Los argumentos anteriores son de importancia si se tiene en cuenta que a lo largo de la historia las mujeres rurales han sostenido a sus comunidades mediante la informalidad, pero muchas veces no reciben ni el reconocimiento ni la retribución que merecen.
Al decir esto, el lugar no es simplemente resistencia a lo global, lo colonial, lo neoliberal ( Featherstone & Painter, 2012). Al romantizar el lugar, podemos caer en la misma trampa de entender y conceptualizar el lugar como «superficial», lineal y aislado. Arturo Escobar (en Featherstone & Painter, 2012, p. 169), en una reflexión sobre el trabajo de Massey afirma que existe una «necesidad de pensar siempre el lugar dentro de redes de relación y formas de poder que se extienden más allá de los lugares». Esto resuena con la crítica pionera de Chandra Talpade Mohanty (2003, p. 501) a los feminismos occidentales, que afirmaban que «el trabajo feminista transcultural debe estar atento a la micropolítica del contexto, la subjetividad y la lucha, así como a la macropolítica de los sistemas y los procesos económicos y políticos globales». Aquí, intento llamar la atención sobre una noción del lugar y el territorio en toda su multiplicidad y relacionalidad sin descuidar esa micropolítica, con el fin de revelar cómo las campesinas colombianas negocian y resisten el despojo territorial y el extractivismo.
Metodología
Este artículo se basa en una investigación participativa visual sentipensante (véase Escobar, 2015; Fals Borda, 2015) realizada a lo largo de ocho meses en el 2016 como parte de mi doctorado (véase Rodríguez Castro, 2018b). De manera específica, relato la fase central del proyecto, que incluyó seis meses de veredear: el proceso de recorrer las subdivisiones regionales rurales de Latinoamérica al encontrar «los destellos de luz que iluminan nuestro veredear en estos caminos, observando otras miradas, reconociendo otros pensamientos y sentires, y junto con esos resplandores construir otro mundo desde distintas lógicas y visiones» ( Méndez Torres et al., 2013, pp. 77-78). Esto incluyó documentación fotográfica y entrevistas grupales en forma de onces que involucraron el método de foto-elicitación. El proyecto también incluyó la organización colaborativa de dos exposiciones de fotografía en los municipios de Minca y Toca en Colombia, el apoyo en la organización de mercados campesinos y otras iniciativas locales. Los detalles de mi proyecto de doctorado se enuncian en la Tabla 1.
Sentipensando
En este punto, también es importante aclarar mi posición como una mujer blanco-mestiza de clase media, que creció en la ciudad de Bogotá y tuvo acceso a la educación superior, algo a lo que me he referido ampliamente en otros trabajos ( Rodríguez Castro, 2018a, 2018b). Al pasar tiempo con las campesinas colombianas de Toca y la Sierra, y al escuchar los relatos de resistencia y soberanía desde sus propias cosmovisiones, me cuestioné mi posicionalidad y mis privilegios. Eso me llevó a interesarme en el compromiso epistémico-metodológico del sentipensar ( Méndez Torres et al., 2013; Escobar, 2015; Fals Borda, 2015), que ha tomado un lugar central en mi praxis feminista decolonial. De esa manera, también presento el sentipensar como parte de mi epistemología-metodología, no como meta o marco teórico, sino como decisión consciente para hacer visible mi presencia en este trabajo.
Inmerso en el conocimiento ancestral de Abya Yala, se ha desarrollado el sentipensar como una forma de sentir y conocer el mundo, como procesos entrelazados fundamentales para la vida en armonía con la Madre Tierra ( Méndez Torres et al., 2013; Escobar, 2015; Fals Borda, 2015). Fals Borda (2015), quién desarrolló la investigación acción participativa (IAP) y el sentipensar en la región latinoamericana, explica que encontró la construcción del sentipensar en la cultura ribereña del Caribe (Río Grande de la Magdalena), al pasar tiempo con los pescadores. Fals Borda (2015, p.10) sostiene que dicha construcción «combina la razón y el amor, el cuerpo y el corazón, para deshacerse de todas las (mal)formaciones que descuartizan esa armonía, y poder decir la verdad». El sentipensar también resonó con mis interrogantes intelectuales que surgieron de mi veredear sobre cómo tomar distancia de los paradigmas de investigación coloniales que nos dictan el «estudiar la gente, los lugares, la naturaleza» y más bien «crear conocimiento con». De esa manera, llevé a cabo los proyectos que aquí presento, basándome en lo etnográfico y la investigación acción participativa, pero con un compromiso sentipensante con la política del lugar y los procesos organizativos de las mujeres del campo colombiano (véase Rodriguez Castro, 2018b, 2020). En efecto, las feministas decoloniales también cuestionan cómo desarrollar un pensamiento propio que acepte los conceptos y las teorías existentes, pero que, al mismo tiempo, abra espacios para pensar lo nuevo, a partir de los espacios sociales del activismo y la investigación ( Millán, 2014).
En los siguientes relatos sobre veredear, narro cómo se siente el despojo territorial en la Sierra frente a la expansión de una iniciativa extranjera de conservación y turismo, y en Toca con la expansión de la agroindustria de las flores para exportación. Es importante resaltar que desde una noción relacional del lugar, las poblaciones campesinas no adoptan una actitud pasiva frente a la opresión, sino que por el contrario resisten y negocian estos procesos.
Toca
Toca está situada en el departamento de Boyacá en los Andes colombianos y está conformada en su mayoría por una población campesina. El pueblo recibió su nombre del jefe Muisca Tocavita, quien fue decapitado durante la colonización y evangelización de la región. Carl Henrick Langebaek (2019) sostiene que las comunidades indígenas como los Muiscas de la región andina no desaparecieron por completo, sino que se transformaron en campesinxs durante el violento proceso de colonialismo y mestizaje. [4] Por tal razón, la violencia de la colonización precede a la existencia de la población campesina actual, y se mantiene mediante las desigualdades estructurales que esta población enfrenta. El paisaje de Toca revela una vida rural, con vacas, gallinas, cultivos de papa y cebolla y una creciente industria floricultora, como se ilustra en la Figura 1.
En Toca, las señales del desarrollo neoliberal se manifestaban en los invernaderos plásticos de las empresas floricultoras que hoy en día hacen parte del paisaje, como se observa en la Figura 1. Las flores cultivadas localmente crecen en los invernaderos hasta que alcanzan su madurez y luego se transportan en camiones refrigerados hasta Bogotá para su exportación en las cadenas multinacionales de supermercados. Las mujeres representan la mayoría de la población que trabaja en las agroindustrias floricultoras en este pueblo. Esto significa que muchas mujeres campesinas en Toca han hecho una transición al trabajo asalariado de estas industrias mediante procesos de proletarización ( Fals Borda, 2015). Al mismo tiempo, al entrar las mujeres a las industrias de las flores, sus unidades familiares venden sus tierras a grandes terratenientes y se trasladan a vivir en el centro del pueblo. Por consiguiente, con el surgimiento del trabajo extractivo asalariado hay un despojo de la propiedad de la tierra de lxs campesinxs para usos agroindustriales. De manera similar a los procesos coloniales/capitalistas que establecieron grandes propiedades para los ricos de manera paralela a la proletarización de los campesinos en el siglo XIX (véase Fals Borda, 2015), la pérdida de la tenencia de la tierra por el trabajo extractivo y asalariado presupone un elemento de despojo territorial que va a la par del crecimiento de la floricultura en la región.
Dentro de la lógica de la colonialidad del género, los discursos dominantes en torno a los nuevos cultivos de exportación han producido narrativas en las que se presentan a las mujeres como empoderadas mediante lógicas económicas neoliberales de inversión en «mujeres pobres», pintando una situación de ganancia recíproca que no supone problema alguno (véase Daily, 2019); o también como simples víctimas de estas nuevas industrias (véase Radhakrishnan & Solari, 2015). De este modo, se ha equiparado la igualdad de género con el acceso al trabajo remunerado, ignorando cómo opera la colonialidad del poder en las vidas de las mujeres rurales en el Sur global (véase Lugones, 2007). A pesar de la prevalencia de los discursos sobre el empoderamiento versus el desempoderamiento en lo que tiene que ver con las vidas de las mujeres campesinas y el trabajo remunerado, las historias de Toca demuestran mediante el empleo de las mujeres en las agroindustrias, que ni el empoderamiento ni el desempoderamiento son inherentes. En lugar de esto, las mujeres tocanas negocian en estos espacios de maneras diversas y hay veces contradictorias.
Me tomó varias semanas tener acceso a las empresas floricultoras de Toca. Esto se debió a que era la época de mayor demanda (Enero a Marzo de 2016), por estar en los días de la celebración de San Valentín en occidente y porque había pedidos muy grandes por enviar. Después de varias semanas, tuve acceso a una empresa de flores más pequeña, manejada por una pareja que vivía en Toca, en donde conocí a Diosa y al grupo de mujeres que participaron en el proyecto.
Las imágenes de la Figura 2 se tomaron durante los días que pasé con Diosa y su familia, quien vivía en una pequeña casa en el centro del pueblo. Durante un periodo de tiempo, seguí la rutina diaria de Diosa, que incluía trabajar en el campo, oficios de cuidado y domésticos, y trabajo remunerado. Cuando Diosa terminaba de preparar el almuerzo, ella y su esposo ayudaban a sus hijas a organizarse. Diosa y su esposo salían a trabajar en los cultivos de flores hacia las 5:30 a.m. y de camino dejaban a su hija menor con la niñera. Sus hijas mayores (de 10, 11 y 12 años de edad) se preparaban su desayuno antes de ir a la escuela. Cuando Diosa llegaba a los cultivos de flores, la saludaban sus compañeras, a quienes ella se refería como sus amigas. En el transcurso del día, y durante el trabajo y el receso de almuerzo, las mujeres compartían sus experiencias personales, lo que les gustaba, les producía alegría, sus temores y preocupaciones. Cuando Diosa salía del trabajo, hacia las 3:00 p.m., por lo general, iba en moto hasta la finca de sus padres a unos 15 minutos de distancia, para ayudarles a ordeñar y mantener sus cultivos. Durante las onces realizadas con Diosa y sus amigas y compañeras de trabajo, ellas explicaron que les parecía importante que sus relaciones laborales fueran similares a las familiares; como observó Carolina:
Donde estamos nosotras, y pues si o sea hay gente de otros lados, pero casi la gran mayoría son conocidos… Allí [en su lugar de trabajo] nos tratamos como familia. Es un ambiente muy agradable, o sea que se hace la vida alegre. No es solo llegar y ya está.
[Las demás mujeres asienten]
Independientemente de los problemas del empleo, como las largas jornadas de trabajo, las mujeres utilizaban el apoyo y la ayuda de sus colegas tal como lo hacían con sus parientes. Al crear y mantener relaciones de trabajo semejantes a las de sus redes familiares, las mujeres demuestran cómo la informalidad facilita la adaptación y recalibración en su incorporación al trabajo agroindustrial (véase también El Khoury, 2015). Ellas llevaban al trabajo los valores, significados y creencias de sus construcciones personales y comunitarias como campesinas. Pese a la falta de tiempo, por la larga duración de sus turnos de trabajo en la industria floricultora, sus redes familiares y comunitarias se mantenían sólidas. Estas redes eran importantes para su bienestar y para generar ingresos económicos adicionales. Por ejemplo, con frecuencia las mujeres pedían permiso si tenían que salir del trabajo para ir a reuniones de la escuela o atender asuntos familiares urgentes, y dado a que por lo general lxs supervisorxs hacían parte de sus redes, hacían lo posible por darles el permiso.
Isabel y Violeta eran supervisoras afectuosas, con fuertes lazos de amistad con las empleadas, como Diosa, quien muchas veces las invitaba a la finca de sus padres a almorzar el domingo o a una salida al «campo», pues ambas vivían en el centro del pueblo. Por consiguiente, las mujeres que entran al trabajo asalariado no ignoran la importancia cultural de los lazos familiares y comunitarios; en lugar de eso, dichas estructuras informales sostienen muchas veces las vidas de sus familias en el día a día. Esto se resaltó en las onces cuando las mujeres explicaban que compartían responsabilidades como la preparación de los alimentos, el trabajo agrícola a pequeña escala y el cuidado con otras familiares, colegas y amigas. A su vez, estas redes que se construyen en el día a día sostienen el éxito de las agroindustrias. Estos procesos contradictorios demuestran la relacionalidad en la que las campesinas construyen sus luchas territoriales en lugar–– mediante sus relaciones entre ellas, que, sin duda, están conectadas con las dinámicas globales y nacionales de estas nuevas industrias de exportación.
Entonces, pese a los recuentos de Diosa y sus compañeras, es importante adoptar una actitud reflexiva sobre la manera como conceptualizamos la agencia, en especial a la luz de los estudios sobre el empleo femenino en la industria floricultora en Latinoamérica. Greta Friedemann-Sánchez (2012) observa que, a pesar de realizar un trabajo remunerado en la industria de las flores, las mujeres rurales siguen desempeñando roles tradicionales como madres y cuidadoras, lo que indica que las mujeres no han dejado sus identidades como madres para adoptar las de trabajadoras asalariadas, sino que las han combinado. Estos hallazgos también resuenan con las experiencias de las mujeres tocanas que compartieron conmigo, cuya carga laboral también se ha aumentado debido a los heteropatriarcados en los que están inmersas sus vidas cotidianas. La mayor parte de las mujeres llegan a casa a cocinar para sus familias, atender los hijos y limpiar la casa, sin importar la carga física y mental de las largas jornadas laborales.
También, es importante resaltar que muchas mujeres de las industrias de las flores en Toca mostraban una actitud reflexiva sobre los roles de género tradicionales y negociaban con ellos en su día a día al pedir a sus esposos ayuda con las labores domésticas, en la afirmación de su independencia económica o mediante el divorcio de parejas abusivas. Al reflexionar sobre su vida desde que ingresó a la industria de las flores, Diosa afirmó:
Y por lo que uno ya se acostumbra a tener su plata desde que es joven, entonces uno ya no [...] Uno tampoco se aguanta que a uno lo estén vaciando en la casa, que no dio para el mercado, pero ¡no! Yo también puedo dar y aportar […] Pues en parte el machismo es como le digo, pues que a la mujer le toca cocinar, pero en parte pues nosotras también hemos tenido nuestra liberación, de que ya manejamos nuestra plata a nuestro gusto.
Aunque aún hay mucho terreno por recorrer para reducir la triple jornada [5] ( Suárez, 2005) que permea las vidas de las mujeres rurales en Colombia, el fragmento anterior demuestra que la posición de la mujer no es ni homogénea ni de subyugación inevitable. Las mujeres tocanas no relataron sus historias como víctimas del patriarcado, sino como agentes que negocian con esas estructuras y les oponen resistencia. A este respecto, las luchas de las campesinas son semejantes a las de mujeres indígenas, quienes, como lo explican las feministas comunitarias, deben desafiar la estructura patriarcal en la sociedad y también dentro de sus comunidades, al tiempo que confrontan el despojo territorial que afecta sus cuerpos-territorios (véase Cabnal, 2010).
Aunque los relatos dominantes sobre la globalización neoliberal en el campo indicarían que las mujeres rurales en Colombia están supeditadas a la industria global de las flores, las historias de Toca mostraron que ellas también usan la industria para su beneficio y la dejan cuando alcanzan metas particulares. Estas metas incluían lograr su independencia, acceder a cobertura en salud, superar momentos de escasez económica y ahorrar dinero para criar a sus hijos. Mi percepción de cómo las mujeres entendían su participación en las empresas de flores de Toca es que usaban su empleo en el sector como una solución temporal, y dejaban la industria al cumplir sus objetivos. Cuando pregunté: «¿Por qué decidiste salirte después de 15 años? ¿Qué pasó en tu vida?», Constanza explicó: «Porque ya mis hijos crecieron y ya pues mi meta era darles el undécimo grado. Dije después de ahí para adelante ellos ya tendrán que [seguir] ellos solos».
Al momento de la entrevista, Constanza jornaleaba cuando lo necesitaba o se quedaba en su casa trabajando en la casa y en la huerta. Mientras que Ana, con el trabajo en la industria de las flores, había criado y educado a sus hijxs, quienes ahora estaban en la universidad. Después de que sus hijxs terminaron el bachillerato, Ana abrió Compro Agro, una empresa procesadora de cebolla. Ana también daba clases en la escuela de su vereda. Referente a estas decisiones, Sofia explicó que las mujeres optaban por el trabajo en la industria de las flores con base en sus necesidades y situaciones particulares: «Pues uno busca lo mejor, donde vea que le va a llegar más dinero, porque obviamente en estos momentos buscar está difícil, entonces ¿qué hace uno? Donde le llegue a uno más». De hecho, en el campo colombiano la gente aún depende del jornal o de ingresos informales para afrontar las presiones económicas del día a día. Esto es, en parte, por las consecuencias de duras condiciones climáticas (como la sequía generalizada en Toca) y de las desigualdades sociales que acarrea la reestructuración neoliberal y el abandono estatal.
En conjunto, estas historias demuestran cómo en sí mismas las prácticas de inclusión femenina en la población asalariada a través de las agroindustrias no son naturalmente efectivas para reducir la pobreza en el largo plazo. Dichas prácticas se insertan en una lógica colonial que permite que la mano de obra rural siga siendo barata, a la vez que perpetúa la precariedad de las condiciones laborales y de vida y el despojo de su tierra. Aunque puede que la literatura dominante sobre el desarrollo rural no presente esto como violencia, existen elementos claros de violencia económica y epistémica imbuidos en las lógicas extractivas y de despojo del cuerpo-tierra.
La Sierra Nevada de Santa Marta
De manera similar, en Colombia, Diana Ojeda y otros geógrafxs críticxs (véase Devine & Ojeda, 2017) han afirmado que las movilidades turísticas pueden estar asociadas al despojo, la devastación ambiental y diferentes formas de violencia. Estas disputas se hacen evidentes en el centro de Minca y también en las veredas más remotas de la Sierra Nevada de Santa Marta. Las veredas de Minca presentan una historia particular de coexistencia de diversas poblaciones indígenas (como arhuacos, kogui, wiwa, kankuamo) con campesinxs colonxs —una población que ha experimentado varios episodios de violencia armada y desplazamiento forzado a raíz de lo cual han colonizado otras regiones.
El desplazamiento forzado lo experimentaron originalmente muchas familias de colonos, que en su mayoría llegaron de Santander a estas veredas durante la época de la Violencia (1948-1958). [6] Después de esta, la población rural en estas regiones ha experimentado la continua violencia del conflicto armado y el despojo territorial neocolonial. La cadena montañosa de la Sierra Nevada de Santa Marta también constituye una reserva de biosfera y alberga muchas especies de aves endémicas, lo que demuestra su gran riqueza ambiental. Una paz aparente, que trajo la desmovilización de varios actores armados (2003-2006) de los territorios de la Sierra durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, ha dado paso a un creciente interés por la tierra de parte de inversionistas extranjeros. Esos inversionistas se ven atraídos por los bajos precios de la tierra, que son a costa del despojo de la población local. Entonces, con «pretextos verdes», los inversionistas han conseguido apoyo estatal para proyectos de turismo y de conservación de corte neoliberal ( Ojeda, 2012, p. 357; Gascón & Ojeda, 2014; Devine & Ojeda, 2017).
En el 2016, la presencia del conflicto armado se había reducido bastante en comparación con las décadas anteriores, y las movilidades de turistas se hacían visibles con el paso de extranjeros frente a la casa de Milena. Lxs turistas se movilizaban por el territorio en grandes camionetas para visitar una reserva natural reconocida internacionalmente por el avistamiento de aves. La presencia cada vez mayor de esta reserva natural extranjera y de lxs turistas que viajaban a avistar aves en lo alto de las montañas despertó varias inquietudes entre las comunidades locales, las cuales fueron discutidas en las onces:
Nieves: Esa [reserva natural] es una destructora.
Noema: Pero yo le voy a decir una cosa, allá las y los que han subido, es beneficio para ellos mismos, porque allá no están ayudando a la Sierra, no están ayudando a la comunidad, ni a los muchachos de la comunidad.
María: [La reserva natural] está es dañando lo poco que queda. Unas cabañas que valen un millón de pesos (US$305) la noche.
En conversaciones informales, las personas de la comunidad me contaban que la creación de la reserva también había resultado en la privatización de la tierra. Además, comentaban que la reserva había contaminado las fuentes de agua que nacían en la cima de la montaña. Esto demuestra cómo ciertas formas de ecoturismo y prácticas de conservación también pueden provocar la degradación ambiental y la privatización de los recursos naturales. También muestra cómo se despoja a las poblaciones locales de sus territorios, que están interrelacionados con su cuerpo-tierra, con «pretextos verdes» de conservación de la biodiversidad. En Colombia, el estado ha facilitado y permitido estos procesos de despojo, pues históricamente se ha construido una imagen de la población campesina como depredadores ambientales ( Ojeda, 2012).
Yo tuve acceso a otra perspectiva sobre la reserva de la mano de quienes estaban a cargo de su cuidado. Llegué a conocerlxs porque muchas veces pasaban por las casas de Milena y Margarita. En conversaciones conmigo, hablaron sobre la responsabilidad social que tenía la reserva de involucrar a la comunidad local (esto también se declara en su página web). Pero con el tiempo, se hizo evidente que lxs administradorxs de la reserva terminaron creando presiones adicionales para las campesinas. Por ejemplo, en uno de sus proyectos le pidieron a las mujeres locales que hospedaran a turistas extranjeros ciñéndose a las condiciones y estándares de la reserva. Esto fue problemático, pues las mujeres relataron que intentaron alojar a los turistas extranjeros, pero era difícil alcanzar los estándares esperados. Margarita me contó, por ejemplo, que les exigían tener platos y sábanas de cierta calidad, pero eran demasiado costosos. Estas son formas en que el turismo vende a la gente como objetos de consumo y socava la autonomía cultural de las comunidades locales (véase Devine & Ojeda, 2017) —una práctica de deshumanización y cosificación común en la colonialidad que se hace mediante el extractivismo epistémico— (véase Grosfoguel, 2016). Entonces el turismo se mercantiliza demasiado y aumentan las demandas para los anfitriones ( Brandth & Haugen, 2011). Más aún, se pone la carga del turismo sobre las mujeres, creando expectativas para que desempeñen roles tradicionales en el ámbito doméstico sin la remuneración adecuada (véase Brandth & Haugen, 2011). En resumen, este tipo de turismo puede convertirse en una forma de extractivismo epistémico que discrimina, deshumaniza y además mercantiliza a lxs habitantes rurales locales a la par que aumenta la carga laboral de las mujeres.
Las campesinas que vivían más cerca de la reserva también participaban en un proyecto artesanal, haciendo joyería con semillas locales para vender en la tienda de la reserva. Entonces cabe notar que lo narrado anteriormente no era un caso aislado. Las mujeres de la Sierra en muchas ocasiones manifestaron que estaban cansadas de los «proyecticos» que imponían lxs visitantes y extranjeros en sus comunidades. Una tarde, asistí a una reunión en la casa de Margarita con la mujer que supervisaba uno de esos «proyecticos». En la reunión, se hizo evidente que se le estaba exigiendo a las mujeres estándares de calidad muy altos en los productos que les habían pedido elaborar. Muchas veces las mujeres tenían dificultades para alcanzar esos estándares, pues su tiempo y su capacitación eran limitados. Como resultado, se les devolvían muchos de los productos y no se les pagaba por su trabajo. Como una manera de cumplir con los estrechos estándares de calidad, hubo ocasiones en que varias mujeres de la vereda con más habilidades para el trabajo manual iniciaron encuentros para ayudar a cumplir dichas normas, pero estas iniciativas no ayudaron mucho a enfrentar las desigualdades más amplias.
Después de muchas experiencias de conflicto con la reserva a lo largo del tiempo, las mujeres de las veredas circundantes asumieron una actitud muy reflexiva sobre las formas de marginación que las nuevas movilidades extranjeras, turísticas y conservacionistas habían traído a sus vidas. Al igual que las campesinas de Toca usaban la industria de las flores, estas mujeres buscaban usar la industria turística para su beneficio y en sus propios términos. Esto lo hicieron conceptualizando el turismo como una forma alternativa de trabajo, y no como la única forma posible. Además, lo más importante es que estaban proponiendo sus propias ideas del turismo, alineadas con sus cosmovisiones y sus experiencias. Rosa lo explicó con elocuencia:
Pues mira, yo siempre observé el turismo y sé. Uno de los ejemplos que tenemos acá, es que esto es una alternativa, no fue que íbamos a vivir, ni que estamos viviendo del turismo. Esto es algo que decidimos meternos en la cabeza… En ese entonces era como el boom. Y yo decía, «bueno, mientras la gente siga haciendo sus huertas caseras… no la infraestructura, la mega habitación [para los turistas] […] Decíamos la idea no es que el turismo se vuelva el vicio, sino simplemente es una alternativa de trabajo, ya, pero la gente siguió aquí normal, trabajando en su finca, en su parcelita, sembrando las mora, el plátano, la yuca [...] Ya con el tiempo empezamos a alojar… pudimos acomodamos una habitación normal, como vivimos nosotros, entonces decíamos ¡no vas para un hotel!, vas para una casa campesina, donde vas a cocinar, donde nos vas a ver cocinando con un fogón de leña, y como se hace una arepa de maíz…
La cita de Rosa aclara la relacionalidad muchas veces ignorada entre el lugar y las experiencias del cuerpo-tierra que configuran procesos globales, como las movilidades del turismo global. Aunque en su mayor parte se consideraba que el turismo (liderado por extranjeros) era problemático para la región, cuando la población local lograba algo de agencia sobre los procesos, lo veían distinto. Más aún, al poner las prácticas agrícolas y los valores culturales en el centro de sus actividades turísticas, las mujeres resistían el extractivismo epistémico inherente a las nuevas formas de turismo llevadas a la región. Por ejemplo, Antonia transformó su casa campesina en hostal, a la par que seguía sembrando café en la tierra de su propiedad:
Hasta el momento super bien me parece, porque siempre viene mucha gente. Que uno al menos uno aprende a comunicarse con personas de otros países. Y lo bueno es que nos dejan buena platica […] Y eso me gusta, me ha ido bien con los turistas.
Antonia tenía los recursos económicos para poner a funcionar un hostal y elegir lxs turistas que alojaba. Por consiguiente, ella decidía cómo administraba el hostal y recibía la remuneración para sí misma, lo que, a su vez, le daba más influencia en las actividades agrarias de la finca. En 2016, esta región de la Sierra aún tenía limitadas vías de acceso, lo cual impactaba en el flujo de turistas. A medida que avance un proyecto de pavimentación de vías y vaya llegando a estas veredas, es probable que se presenten más cambios radicales, como está sucediendo en el centro de Minca y en regiones cercanas del Caribe colombiano (por ej. Palomino). En resumen, aparte del extractivismo económico del despojo territorial causado por las movilidades turísticas y conservacionistas en manos de extranjeros, es también el extractivismo epistémico que pone en riesgo el bienestar de la comunidad campesina de la Sierra.
Conclusión
Como lo he demostrado en este artículo, las campesinas se ven sometidas a prácticas extractivistas y de despojo situadas que transcienden las violencias más visibles del conflicto armado en Colombia, las cuales persisten hoy en día en la época actual del post-Acuerdo. El extractivismo y el despojo territorial experimentados en el campo colombiano implican a actores e ideologías y políticas de desarrollo económico coloniales/capitalistas/neoliberales que se formulan muy lejos de allí, pero se sienten en lugar, por ejemplo, a través de las prácticas de explotación turísticas, conservacionistas y agroexportadoras.
Al mismo tiempo, las experiencias del cuerpo-tierra de las campesinas en lugar demuestran que es imperativo irrumpir las narrativas victimizantes asociadas con las mujeres rurales en el Sur global. En un contexto histórico de despojo colonial, las mujeres rurales en Colombia siguen resistiendo, negociando y sobreviviendo en lugar pese a las diferentes formas de despojo y extractivismo. A la par continúan promoviendo sus cosmovisiones y desmantelando los múltiples patriarcados que se entroncan en sus vidas. Con el cambio progresivo de los espacios rurales, las campesinas abordan la subsistencia cotidiana de sus familias y sus comunidades, a la par que proponen ideas progresistas que cuestionan la lógica colonial del progreso. Esto lo hacen en relación con el trabajo extractivo basado en el género, el cambio climático y el despojo territorial. Estas resistencias y negociaciones del cuerpo-tierra guardan profunda relación con las agendas políticas de los movimientos sociales rurales organizados y liderados por las mujeres en Colombia (véase Rodríguez Castro, 2020).
En conclusión, las críticas de la colonialidad del género señalan la necesidad de establecer diálogos y alianzas con diversas luchas de las mujeres que promueven compromisos metafísicos diferentes a los de Occidente. También es importante tomar distancia de las ideologías de género que buscan gobernar a las mujeres en el mundo de las mayorías. Debemos tener un compromiso político con las fuerzas epistémicas y la relacionalidad de los lugares rurales en el Sur global, que en Abya Yala tienen íntima relación con luchas territoriales que a su vez presentan historias femeninas plurales de resistencias decoloniales del cuerpo-tierra frente a la colonialidad, el extractivismo y el despojo. Como dice Yuderkys Espinosa Miñoso (2009, p. 52), sin perder las conexiones internacionales debemos recuperar «el espacio pequeño de la comunidad (en su sentido múltiple). Poner la mirada en los procesos locales, que se están dando dentro de comunidades enteras». Como feministas y academicxs comprometidxs con la comprensión situada de la ruralidad, mientras apoyamos las luchas del cuerpo-tierra, debemos sentipensar y contribuir al desmantelamiento de todas las formas del extractivismo y despojo en el campo.
Agradecimientos
Quisiera agradecer a todas las mujeres y sus familias, que hicieron parte de los proyectos en Colombia por su hospitalidad, amistad y lucha constante. ¡Para seguir sentipensando nuevos mundos para una vida digna y plena en el campo colombiano! Mi gratitud a María Luisa Valencia Duarte y Paula Satizabal que asistieron con la traducción y a lxs editorxs de Tabula Rasa, así como a mi brillante primo Diego Andrés Castro Bacares y a Barbara Pini por sus comentarios y discusiones sobre versiones anteriores de este artículo.